DIECISÉIS
Karag-Dum
—¡Cuidado! —gritó Félix.
Debajo de ellos, uno de los adoradores del Caos, una figura alta, ataviada con túnica negra, cubierta de amuletos y tocada con un casco de plata con cuernos de cabra, alzó un ornamentado báculo y los apuntó. Energías chisporroteantes crepitaron en torno a la punta del báculo, y del suelo saltó hacia la nave un relámpago de color rojo sangre. Otros brujos del Caos añadieron su poder al ataque, y la furia del asalto se intensificó, hasta que el resplandor hirió los ojos de Félix y el rugido del trueno amenazó con dejarlo sordo.
Los rayos destellaban y crepitaban en torno a la Espíritu de Grungni, y el hedor a ozono colmaba el aire. Era como si se encontraran atrapados en el centro de una pequeña tormenta eléctrica, y la nave temblaba y se sacudía. Las gemas de los ojos del mascarón de proa resplandecían, y el poeta sintió que el amuleto que le colgaba sobre el pecho comenzaba a entibiarse. Makaisson hizo girar bruscamente el timón y tiró de la palanca de altitud para que la nave se dirigiera hacia las nubes bajas que flotaban sobre ellos.
La barquilla se estremecía y corcoveaba como un caballo asustado, y Félix temió que la protección mágica que tenían acabase por ser vencida, pero luego, de modo tan repentino como había comenzado, el ataque cesó.
Miró hacia el ejército del Caos que estaba acampado abajo. Daba la impresión de que habían traspasado algún límite, se habían aproximado en exceso y los habían atacado. Parecía igualmente evidente que, mientras mantuviesen las distancias, les permitirían sobrevolar el ejército sin molestarlos. «Tal vez los adoradores del Caos han temido ser objeto de un ataque desde lo alto —pensó—, o, con igual probabilidad, están locos».
Un silencio espantado llenó la sala de control mientras los enanos intercambiaban miradas conmocionadas. Félix se acuclilló junto a la ventana y se quedó observándolos. Al fin, Borek habló con voz ronca.
—No era esto lo que yo esperaba —dijo, y el peso de la edad que tenía le afloró a la voz. Luego, sacudió la cabeza—. Esto no es posible.
Gotrek estaba pálido, aunque Félix no sabía si de furia o por alguna otra emoción reprimida.
—¿La ciudadela aún resiste? ¿Nuestra gente todavía está ahí abajo? —preguntó el Matatrolls, y Borek alzó hacia él un ojo reumático y sacudió la cabeza.
—Nada podría resistir a las fuerzas del Caos durante dos siglos. Allí abajo no puede quedar nadie con vida.
Los nudillos de Gotrek se tornaron blancos mientras apretaba el mango del hacha.
—¿Por qué está ahí abajo ese ejército inmenso? ¿Por qué ponen cerco a la plaza fuerte de los enanos? ¿Contra quién han estado luchando si no es contra nuestros parientes?
—No lo sé —replicó Borek—. Ya has visto ese ejército. Has visto la devastación del valle. La plaza fuerte no puede haber resistido a un ataque semejante durante tanto tiempo.
—¿Y si lo hubiesen logrado? ¿Y si aún hubiese enanos vivos ahí abajo? Significaría que hemos dejado a nuestros parientes a merced del Caos durante prácticamente dos siglos. Significaría que hemos renegado de los tratados de alianza que hicimos con ellos. Significaría que nuestras naciones no han cumplido con su palabra.
Borek cogió su bastón y dio unos golpecitos con la punta en el piso de acero. Era el único sonido audible, aparte del zumbido de los motores. Félix meditó aquel argumento. No tenía más remedio que estar de acuerdo con Borek, ya que parecía tremendamente improbable que cualquier ciudadela pudiera resistir durante casi doscientos años contra un asedio de las fuerzas del Caos, aunque el cerco fuese puesto contra unos defensores tan tenaces como los enanos. De pronto, se le ocurrió otra posible explicación.
—¿No es posible que Karag-Dum cayera ante las fuerzas del Caos, y que algún señor de la guerra de los Poderes Oscuros la haya tomado y usado como su propia ciudadela? Tal vez los adoradores del Caos luchen entre ellos por su posesión.
Vio que todos los ojos se posaban sobre él, y que en algunos rostros había comprensión y en otros decepción. Se dio cuenta de que algunos enanos habían abrigado la breve esperanza de encontrar a sus parientes perdidos allí abajo, incluido Gotrek.
—Ésa parece la explicación más probable —convino Borek—, y si es verdad, tenemos muy poco que hacer aquí. Será mejor que demos media vuelta a la nave y regresemos a casa.
Félix volvió a percibir que la decepción dominaba la sala de control; esa vez aún más que antes. Aquellos enanos habían recorrido una larga distancia y habían hecho grandes sacrificios para llegar hasta allí, y entonces su jefe les decía que tal vez todo había sido en vano. A pesar de eso, los enanos habían asentido en silencio, excepto Gotrek.
—Pero no es la única explicación. No sabemos con seguridad que sea así.
—Cierto, Gotrek, pero ¿qué quieres que hagamos?
—Que amarremos en alguna parte del interior de la ciudadela, que montemos la expedición a las profundidades que teníamos como objetivo. Que averigüemos si ahí abajo queda alguno de los nuestros con vida.
—Deduzco que tú te presentas voluntario para eso.
—Así es. Podemos aguardar hasta que oscurezca y luego descender sobre el pico. Si recuerdo bien tus mapas, hay un pasaje secreto que se abre más abajo en la cara del precipicio. Puedo entrar por allí y bajar hasta los Salones Subterráneos.
—Snorri también irá —dijo el otro Matador—. No puedo dejar que Gotrek se lleve toda la gloria. También es una buena oportunidad para aplastar a algunos guerreros del Caos.
—También yo iré, tío —intervino Varek—. Me gustaría ver el hogar de mis ancestros.
—Supongo que será mejor que yo también vaya. Allí abajo necesitaréis a alguien que tenga al menos medio cerebro —declaró otra voz, y Félix se sintió conmocionado al reconocer que era la suya.
—Antes de hacer nada, echemos otro vistazo a lo que está sucediendo ahí abajo —propuso Borek—. Tal vez, entonces, tengamos una idea más clara de la situación.
* * * * *
Hicieron descender la nave justo por debajo de las nubes y describieron una espiral en torno a la montaña. Al hacerlo, vieron que no estaba rodeada por uno, sino por cuatro enormes campamentos militares.
Cada campamento estaba dedicado a uno de los grandes Poderes del Caos. Sobre uno, ondeaban las banderolas color rojo sangre de Khorne; sobre otro, pendían los luminosos pabellones de Tzeentch; en el tercero, latían y cambiaban de tono las banderas multicolores de Slaanesh, y los colmillos goteantes de viscosidad de Nurgle sobresalían entre la pestilente horda del cuarto campamento.
A medida que observaban, se les hizo evidente que los seguidores de cada uno de los Poderes desconfiaban de los demás. Cada campamento estaba protegido por un foso que no sólo cubría el flanco del pico, sino que lo rodeaba completamente, como si cada ejército temiera ser atacado por los otros. Ahí y allá, en los terrenos fronterizos, Félix vio que se libraban escaramuzas entre los guerreros del Caos.
También reparó en que esos campamentos eran el punto de destino de todos los adoradores del Caos que habían visto en el desierto. Llegaban desde los cuatro puntos cardinales y se encaminaban a uno u otro campo. Félix estaba dispuesto a apostar que buscaban el ejército de su propia facción y acudían a engrosar sus filas.
Supuso que había una cierta lógica en aquello, si los cuatro Poderes eran rivales y luchaban entre sí tanto como lo hacían con cualquier otro. Dada la fricción que debía existir entre sus seguidores, tenía sentido separarlos para minimizar las tensiones, aunque, de alguna forma, no pudo evitar la sensación de que estaba pasando algo por alto.
Luego vio que el ejército de Khorne se reunía a lo largo de la frontera que lo separaba del de Slaanesh y, con un potente rugido, se lanzaba a la batalla. Entonces comprendió que aquellos ejércitos estaban allí para luchar entre ellos tanto como lo estaban para asediar Karag-Dum.
—Os esperaremos mientras tengamos comida, y luego nos marcharemos —dijo Borek—. Volaremos en lo alto y observaremos el pico con telescopios. Si descubrís algo, regresad a la superficie y disparad una de las bengalas verdes de Makaisson. Acudiremos a recogeros tan rápidamente como nos sea posible.
Félix asintió con un gesto de cabeza y comprobó que llevaba las bengalas que se había metido en el cinturón. Aún estaban allí, junto con el resto del equipo que le habían proporcionado los enanos: una brújula, una linterna de luz perpetua que contenía una de sus piedras luminosas, varios frascos de agua y una botella de vodka. Del hombro le pendía una pequeña bolsa llena de provisiones. Llevaba puesta otra vez la cota de malla, y se alegraba de ello.
Una vez más se preguntó por qué hacía eso, y una vez más descubrió que no podía darse una respuesta adecuada. Tenía mucho más sentido quedarse en la nave aérea, ya que así, al menos, podría regresar a casa aunque Gotrek y los demás fracasaran. Pero en aquella situación había algo más que sentido común. Él y Gotrek se habían enfrentado juntos a incontables peligros, y a pesar de que el Matatrolls buscaba su muerte, siempre habían sobrevivido. Félix sospechaba que eso era debido a algo más que a la suerte, que había alguna clase de destino implicado en el asunto y que tendría más probabilidades de escapar con vida de los Desiertos del Caos si estaba en compañía del Matatrolls que si se quedaba solo; al menos, estaba intentando convencerse de que era así.
Y al final de la lista estaba el juramento prestado. Había jurado seguir al Matatrolls y dejar constancia de su final, y sospechaba que se le había contagiado la suficiente cultura de los enanos para tomarse muy en serio esa promesa. Miró por la ventana. Debajo de él podía ver las hogueras del campamento del Caos, y las figuras distorsionadas por las sombras que se movían alrededor. De vez en cuando, oía el ruido de las armas contra las armas al estallar una reyerta.
Era de noche o lo que pasaba por ser la noche en los Desiertos. Habían esperado durante muchas horas a que el cielo se oscureciera, y por fin su paciencia se vio recompensada. La nave también estaba a oscuras, ya que se habían apagado todas las luces a fin de no delatar su posición; los motores funcionaban a mínima potencia para hacer el menor ruido posible. Ante ellos se encumbraba la sombría silueta del pico. Esperaba que Makaisson supiera lo que estaba haciendo y no los estrellara contra la montaña. Sabía que los enanos podían ver en la oscuridad mucho mejor que los humanos, pero había una diferencia entre saber algo y creérselo de verdad, en especial durante un momento como ése, cuando estaba en juego su vida.
—Si encontráis gente aún con vida y queréis que bajemos a buscarla, disparad una bengala roja. ¿Entendido?
—Entendido —respondió Félix.
Habría sido difícil no entenderlo, ya que Borek lo había explicado una docena de veces durante la larga espera. Las bengalas eran otro invento de Makaisson, una variante del cohete normal que dejaría una estela brillante tras de sí.
La nave se detuvo con una intensa vibración, y Félix supo que era la señal para marcharse. Gotrek abrió la marcha, descendió a través de la trampilla y bajó por la escalerilla de cuerda. Snorri lo siguió mientras tarareaba alegremente para sus adentros. El siguiente fue Varek, que se detuvo en la abertura y le dedicó a Félix una sonrisa nerviosa, para desaparecer luego a través de la trampilla. Llevaba un saco de bombas sujeto al pecho, y uno de los extraños fusiles de Makaisson colgado de un hombro. Félix deseó tener una de esas armas y saber cómo usarla, pero ya era demasiado tarde para aprender. Inspiró profundamente, exhaló el aire y descendió para cogerse a la escalerilla.
El viento de la noche pareció morderle la piel. Era un frío que no había esperado en medio de un desierto, pero se dijo que debía ser razonable. Se encontraban en alguna parte al norte de Kislev, y por lógica tenía que hacer mucho frío. La escalerilla se balanceó un poco bajo el peso de los que descendían, y a Félix se le subió el estómago a la garganta.
«¿Qué estoy haciendo aquí? —se preguntó—. ¿Cómo he acabado colgando de una máquina volante diseñada por un maníaco, que flota sobre la falda de una montaña en cuyas laderas está acampado un ejército de guerreros del Caos? Bueno, en el peor de los casos —pensó—, será una muerte interesante». Y luego reunió todo su valor para continuar descendiendo.
* * * * *
Se hallaban de pie en un saliente cercano al pico, en la sombra de una muralla de protección. Al alzar los ojos, Félix vio que la escalerilla era recogida hacia el interior de la nave, que rápidamente ascendió hacia el cielo para ponerse otra vez fuera del alcance de los brujos de las hordas del Caos. Forzó el oído por si podía captar el sonido de algún centinela que diera la alarma, pero sólo oyó el tarareo de Snorri.
—Deja de hacer eso, por favor —susurró.
—Por supuesto —respondió Snorri en voz alta, y Félix resistió el impulso de golpearlo con la espada.
—Este sendero debería llevarnos hasta la Puerta de las Águilas —murmuró Varek.
—En ese caso, pongámonos en marcha —decidió Gotrek—. No tenemos toda la noche.
* * * * *
Se detuvieron ante la monstruosa estatua de una águila tallada en la cara de roca. Gotrek metió la mano entre las uñas de la garra derecha y pulsó un interruptor oculto. Una pequeña abertura, lo bastante grande como para que un enano entrase gateando por ella, apareció en la base. La traspasaron con rapidez, y Félix oyó el chasquido de otro interruptor antes de que la luz se desvaneciera detrás de ellos.
Sintió que Varek le tironeaba de una manga. Habían acordado no utilizar ninguna linterna hasta asegurarse de que el camino estaba despejado, ya que de ese modo no habría nada que delatara su presencia en la oscuridad. Aquello estaba muy bien para los enanos, porque ellos realmente podían ver en las tinieblas, pero a Félix lo dejaba ciego y dependía por completo de sus compañeros para que lo guiaran. Tal vez no había sido un plan tan maravilloso, después de todo. Tendió una mano para tocar la fría piedra de la pared, y luego avanzó hacia donde Varek lo condujo.
—Hay muchas rutas secretas de huida como ésta —susurró Varek—. Se las usaba como puertas para hacer salidas durante los asedios.
—¿Y si los traidores las usaban para permitir que el enemigo irrumpiera en la ciudad? —preguntó Félix.
—Ningún enano haría jamás algo así —murmuró Varek.
Félix detectó en la voz del joven enano una conmoción auténtica ante la posibilidad de que alguien pudiese sugerir siquiera una cosa semejante.
—Callaos ahí atrás —dijo Gotrek—. ¿Queréis atraer la atención de todos los hombres bestia y los guerreros del Caos de esta montaña?
—No sería una mala idea —intervino Snorri.
Se oyó un ruido que sonó sospechosamente como el puño de Gotrek al chocar contra la cabeza de Snorri, y luego reinó el silencio.
* * * * *
En el rostro de Acechador apareció una ancha sonrisa. El dolor había cesado. Los largos días de sudar y retorcerse en su escondite habían tocado a su fin. Ya no sentía los latidos dolorosos en la cabeza ni el dolor torturante en todos los huesos de su cuerpo al estirarse. Había sido purificado por el dolor, moldeado por el sufrimiento. Había sido escogido por la Gran Rata Cornuda, bendecido por el Acechador de Oscuridades Insondables, el Sigiloso Señor del Abismo.
Sabía que había cambiado, y que esos cambios eran una señal del favor de su dios. El polvo de piedra de disformidad no había sido más que un catalizador, un agente de cambio que llevaba consigo la bendición del dios. Entonces era más grande, demasiado grande para caber en la caja, tan grande que tenía que agacharse para pasar apretadamente por los corredores.
Y era fuerte. Sus hombros eran tan anchos como los de una rata-ogro, su pecho se había transformado en un barril de músculos, tenía los brazos más gruesos de lo que había tenido antes las piernas, y éstas eran como columnas palpitantes de poder. Se sentía como si pudiera doblar barras de acero con las zarpas desnudas y atravesar granito con los colmillos.
En ese momento sus dientes eran mucho más largos y afilados, y los inferiores le sobresalían de la boca y le impedían cerrarla bien; por eso, le goteaba saliva de manera constante por las comisuras.
Sentía el cráneo más pesado y tenía la sensación de que los huesos habían atravesado las mejillas para crear una máscara de la dureza de una armadura. En la frente le habían crecido unos grandes cuernos de carnero. En su momento le habían provocado un dolor de cabeza atroz, pero entonces podía ver que eran la marca del favor de la Gran Rata Cornuda, un signo de que había sido verdaderamente escogido, una bendición que lo señalaba como diferente, especial, superior. Durante toda su vida había sabido que era mejor que otros skavens, y al fin tenía la prueba de ello.
Su cola —tan larga, tan lisa, tan flexible y coronada por cuatro pinchos— era una verdadera maza de huesos. Las zarpas eran entonces mucho más largas, mucho más afiladas, cada una del tamaño de un puñal. Se había transformado en una máquina de destrucción viviente alimentada por el odio y el hambre que ardían en su corazón. No tenía nada que temer de los ceros a la izquierda como Thanquol. Cuando regresase a Plagaskaven, lo haría de forma triunfal. El Consejo de los Trece se arrastraría a sus pies. Comandaría a los ejércitos de los skavens reunidos y aplastaría todo lo que se interpusiera en su camino. El mundo temblaría y sería conquistado por el invencible, omnipotente Acechador.
Pero tenía hambre y era hora de cazar. Oyó pasos de enano que se acercaban, y tras escuchar durante un momento se dio cuenta de que eran más de uno. Un instinto profundamente arraigado le dijo que la superioridad numérica sólo resultaba buena cuando estaba de su lado y que era poco prudente atacar a un grupo de enemigos. Decidió que tal vez esperaría un poco más, hasta que hubiera uno solo de ellos, y entonces…, entonces demostraría su pasmoso poder.
* * * * *
Félix oyó un retumbar cuando Gotrek pulsó otro interruptor, y al sentir que una ráfaga de aire viciado le rozaba el rostro, supuso que el enano había abierto otra puerta secreta. Avanzaron con rapidez y el poeta oyó que la abertura volvía a cerrarse detrás de ellos. No estaba muy seguro de cómo lo habían hecho, ya que no había escuchado que se activara un segundo interruptor. Tal vez el mecanismo estaba temporizado, o había una placa en el suelo que se activaba con la presión de los pies. Sabía que sería mejor preguntarlo más tarde, ya que si quedaba separado de los demás podría tener que buscar solo el camino de regreso.
Ante ellos había luz; pudo ver a lo lejos un resplandor tenue. Estaba amortecida y a veces desaparecía, aunque luego volvía a brillar una vez más. No era como la luz de una antorcha, sino que se parecía más a la que despedía una piedra luminosa o un hechizo. En aquel débil resplandor, pudo ver delante de él los contornos bajos y anchos de los enanos. Gotrek alzó una mano para indicarles que permanecieran donde estaban, y luego avanzó en silencio, con un sigilo del que Félix no lo habría creído capaz.
Se alegraba de que el Matatrolls se estuviese tomando tan en serio la misión. Daba la impresión de que su necesidad de saber cuál había sido la suerte de los habitantes de Karag-Dum era más poderosa incluso que su deseo de hallar una muerte heroica. «¿Y por qué no?», se preguntó Félix. Las dos cosas no eran mutuamente excluyentes. Si Gotrek deseaba ser recordado en la historia de los enanos, sin duda, no había una manera mejor que la de ser recordado como el salvador de aquellos parientes perdidos. ¿O acaso tenía algún otro motivo más personal? Félix sabía que jamás se atrevería a preguntárselo.
Realizó otra inspiración profunda para calmarse. El aire olía a moho y en él había un rastro a podrido y a algo más. Se trataba del mismo tipo de olor que recordaba de la guarida de las arpías del zigurat, el olor de las bestias del Caos. Oyó que Snorri olfateaba, y supo que el Matador que empuñaba el martillo también lo había percibido.
Gotrek había llegado a la bifurcación que había más adelante y les hizo una señal para que lo siguieran, así que avanzaron en silencio hasta llegar a la abertura y salir a otro largo corredor. La luz parpadeante procedía de las gemas relumbrantes del techo. Algunas habían sido hechas añicos, y otras se las habían llevado. Las que quedaban estaban rajadas y sólo desprendían luz de manera intermitente, haciendo retroceder a las sombras hacia las tinieblas.
La obra de cantería le recordó a Félix la obra de piedra de Karak-Ocho-Picos. Las paredes estaban conformadas por bloques tallados en basalto. Sólidos arcos daban soporte al techo, y cada uno era una obra de arte. El más cercano estaba tallado en forma de dos enanos arrodillados que se miraban desde ambos lados del corredor y sujetaban el techo con la espalda.
Esas estatuas debían de haber sido hermosas cuando las hicieron, pero entonces aparecían mutiladas. Les habían golpeado los rostros hasta arrancarles trozos, y les habían hecho marcas con armas blancas. A Félix lo enfureció el hecho de que alguien pudiese desfigurar una obra en la que el artista había invertido tanto trabajo. Al continuar avanzando por el corredor, vio que la destrucción no era un incidente aislado. Todos los arcos habían sido destrozados; algunos, ennegrecidos por el fuego o calcinados por hechizos, y otros, corroídos por ácido.
Poco a poco, Félix comprendió que no estaba viendo los resultados de un vandalismo caprichoso, sino los efectos de la batalla. En aquel corredor se había librado una lucha encarnizada con toda clase de armas, naturales y sobrenaturales. De vez en cuando, encontraban esqueletos aún ataviados con armadura que aferraban armas con sus huesudos dedos. Algunos eran de enanos, y otros pertenecían a hombres bestia monstruosamente deformados.
—Ya sabemos con certeza que los seguidores del Caos entraron aquí —murmuró Varek.
—Sí, y les salió al paso el frío acero blandido por enanos de corazón valiente —respondió Gotrek.
—Pero ¿queda alguno de ellos vivo ahora? —murmuró Félix.
* * * * *
Los corredores los adentraban cada vez más en las profundidades. Algunos descendían en pendiente y otros los llevaban hasta empinadas escaleras. Se veían señales de antiguas batallas y cadáveres momificados por todas partes. Una aura maligna flotaba sobre todo el entorno e indicaba que una presencia terrible acechaba en las profundidades. Félix luchó con ahínco para dominar el miedo que lo corroía, la certidumbre de que al girar en el recodo siguiente, o al pie de la próxima escalera, iban a encontrarse con algo maligno, sobrenatural y terrible.
Gotrek se detuvo en un largo pasillo flanqueado por estatuas titánicas. Había cadáveres por todas partes, pero ninguno era de enano; correspondían a hombres bestia o guerreros del Caos. Un par de ellos yacían con las armas clavadas entre las costillas del otro. Se habían matado mutuamente con estocadas simultáneas. El enano los contempló con aire pensativo.
—Aquí ha habido derramamiento de sangre entre los inmundos.
—Tal vez se pelearon por la división del botín.
—¿Dónde está el tesoro, Félix? —preguntó Varek.
—Se lo llevaron los vencedores —replicó el poeta, y al mirar los cadáveres más de cerca vio que sus insignias eran diferentes.
—Tal vez seguían a Poderes Oscuros diferentes o señores de la guerra rivales. Quizá se produjo una disputa entre los vencedores.
—Quizá —dijo Gotrek.
—¿Por qué está todo tan tranquilo? —preguntó Félix—. Afuera había un ejército y aquí dentro no hay ni la más mínima señal de la presencia de nadie.
Gotrek se echó a reír.
—Ésta es una de las antiguas plazas fuertes de los enanos, humano. Se extiende a lo largo de leguas bajo tierra. Hay centenares de niveles, y el total de corredores y pasillos debe de sumar millares de leguas. Dentro de esta ciudad se podría perder un ejército del tamaño del que has visto fuera.
—Entonces, ¿cómo vamos a encontrar a los supervivientes que puedan quedar aquí dentro?
—Si aquí abajo viven enanos, hay determinados sitios en los que estarán, y hacia allí nos dirigimos nosotros —explicó Varek, y continuaron avanzando hacia las tinieblas.
* * * * *
Había muchos otros lugares en los que estaba claro que las batallas no habían sido libradas entre enanos y adoradores del Caos, sino entre los seguidores de los Poderes Oscuros. Sólo muy de vez en cuando hallaban señales de que los enanos habían estado implicados en alguna de las confrontaciones. Por los cadáveres que encontraban, cada vez se hacía más evidente que había habido una guerra entre los ejércitos del Caos. Ahí descubrían señales de que los guerreros de Slaanesh habían luchado contra los frenéticos seguidores de Khorne; allá veían pruebas de que los adoradores de Tzeentch habían batallado contra los servidores de Nurgle, aquejados por las plagas. En un gran salón se encontraron con una escena en la que los seguidores de los cuatro Poderes Oscuros se habían enfrentado y asesinado entre sí.
A Félix, la oscuridad le resultaba opresiva. Era deprimente vagar por aquellos interminables corredores destrozados por los enfrentamientos y hallar restos de antiguas batallas. Pensó en el vasto ejército acampado en el exterior. ¿A quién representaban? ¿Qué estaban esperando? Parecía un disparate. Se encogió de hombros y sonrió. Pero ¿por qué se sorprendía? Los seguidores del Caos no estaban cuerdos según las pautas con las que él medía la cordura. Tal vez luchaban para diversión de los Dioses Oscuros, o quizá batallaban para diversión de la cosa maligna que percibía en estas profundidades. También cabía la posibilidad de que a ellos se les permitiera seguir adelante por algún capricho de la entidad que moraba allí abajo. Se preguntó si los otros también experimentaban aquella inquietante sensación, pero no pudo reunir el valor para preguntarlo.
A medida que pasaban a través de una sonora galería tras otra y cruzaban una cámara de alto techo tras otra, se hizo evidente que Gotrek tenía razón. Desde luego, allí había espacio suficiente para albergar a una docena de ejércitos, aunque fuesen todos tan numerosos como el que acampaba en el exterior. Se preguntó cómo habría sido vivir en una ciudad subterránea como aquélla en los buenos tiempos. Incluso antes de que llegaran los seguidores del Caos, debía de estar casi vacía, porque sabía que los enanos eran una raza en proceso de extinción, y así había sido desde hacía milenios. Sin embargo, en otros tiempos aquellas calles debieron de estar repletas de enanos que compraban y vendían, reían y lloraban, amaban y vivían, y se dedicaban a sus asuntos cotidianos. Entonces era semejante a una tumba, y los cadáveres de los intrusos que había por todas partes parecían una profanación.
* * * * *
Gotrek se arrodilló junto al cadáver. No se parecía a los otros que habían visto, y todavía estaba tibio. Aún tenía la carne pegada a los huesos, y la sangre formaba un charco debajo de él. Había otros hombres bestia en las inmediaciones, igualmente muertos.
Félix se acuclilló para verlo mejor. En vida, el hombre bestia no había sido una belleza, y la muerte mejoraba su aspecto. Tenía cabeza de cabra y cuerpo de hombre, y sus piernas peludas acababan en pezuñas. Llevaba el signo de Khorne marcado a fuego en la frente. Sus extraños ojos líquidos estaban velados por la muerte y miraban fijamente, sin expresión, al alto techo. Del pecho le sobresalía la varilla de una saeta de ballesta, y tenía otra clavada en la barriga. Una de sus manos aún aferraba la flecha que lo había matado. La mano era de bella forma, más parecida a la de un monje que a la de un monstruo, y Félix pensó en lo incongruente que parecía unida a aquella forma bestial. La criatura olía a pelaje mojado, y a la orina y los excrementos que habían salido de su cuerpo al morir.
Gotrek tiró de la saeta de ballesta, que se soltó con un monstruoso ruido de succión. De la herida salió un fino hilillo de sangre negra. El Matatrolls le dio vueltas a la flecha en la mano mientras la estudiaba de cerca con el ojo sano. Félix no entendía qué fascinaba tanto a su compañero, ya que estaba bien hecha, pero apenas se diferenciaba de cualquier otra saeta de ballesta que él hubiese visto.
—Ésta es una saeta de enanos —dijo al fin, y en su voz había algo que podría haberse interpretado como triunfo.
—¿Cómo puedes saberlo? —preguntó Félix.
—Fíjate en la manufactura, humano. Ningún humano ha hecho jamás una punta que encaje tan bien, ni le ha colocado las plumas de una manera tan perfecta. Además, tiene runas de enano en la punta.
—Entonces, ¿estás diciendo que a estos hombres bestia los mataron los enanos?
Gotrek se encogió de hombros y apartó la mirada.
—Tal vez.
—Quizá los hombres bestia encontraron una de las armerías —sugirió Varek con tono inseguro.
Resultaba evidente que no quería contradecir a Gotrek, y Félix vio que tenía la esperanza de estar equivocado. Deseaba que allí abajo hubiese enanos y que continuaran luchando.
—¿Cuándo has visto tú a un hombre bestia armado con una ballesta? —preguntó Gotrek.
—Pudo haber sido un guerrero del Caos.
—¡Qué más da! ¿Cuándo has visto a un guerrero del Caos armado con una ballesta?
Era un buen argumento. En todos sus encuentros con los seguidores de los Poderes Oscuros, jamás había encontrado a uno que usase una arma tan sofisticada, aunque, por supuesto, eso no significaba que no pudiese haber una primera vez. Decidió guardarse ese pensamiento para sí.
—Entonces, ¿cómo encontraremos a esos enanos? —preguntó, en cambio.
—Tal vez Snorri debería preguntárselo a esos hombres bestia —sugirió Snorri, y el corazón de Félix se saltó un latido al oír esas palabras.
Se volvió a mirar hacia donde señalaba el Matador y vio que, en efecto, había una partida de al menos veinte hombres bestia. Por un momento, parecieron tan sorprendidos como Félix, pero luego se recobraron de la conmoción y levantaron las armas para atacar.
—O tal vez deberíamos matarlos sin más —añadió Gotrek al mismo tiempo que agachaba la cabeza y cargaba.
—¡No! ¡No lo hagas! —gritó Félix, pero ya era demasiado tarde.
Varek había comenzado a girar la manivela de su extraño rifle. Una andanada de balas salió hacia los hombres bestia; mató a dos y derribó a otros dos. Bramando de rabia y espumajeando con furia frenética, los hombres bestia cargaron. Félix sabía que entonces no podía hacer otra cosa que pelear, y muy probablemente morir en una escaramuza fútil con los adoradores del Caos. Era obvio que Snorri había decidido lo mismo, porque alzó sus armas y avanzó. Con los dos Matadores interpuestos en su línea de tiro, Varek comenzó a desplazarse a una nueva posición con la esperanza de flanquear a los hombres bestia y barrer la formación con disparos desde un lado.
Félix sacó su espada y corrió a ayudar a Gotrek y Snorri. Antes de que pudiera entrar en acción, antes de que los dos bandos se hubiesen acercado a una distancia menor a veinte pasos el uno del otro, una lluvia de saetas de ballesta salió de las tinieblas en dirección a los hombres bestia. Las flechas caían como una lluvia oscura, y Félix vio a un enemigo que se desplomaba con una saeta clavada en un ojo y lágrimas de sangre corriéndole por la mejilla. Tenía el pecho convertido en un alfiletero de flechas. Otro se aferró el pecho y cayó, donde fue pisoteado por las pezuñas de sus hermanos. El ímpetu de los hombres bestia mermó a medida que caían más y más de ellos. Los supervivientes se detuvieron y miraron a su alrededor, intentando desesperadamente ver de dónde procedía el ataque.
Gotrek, Snorri y Félix los acometieron y atravesaron la formación como una hacha atraviesa madera podrida. Félix sintió que una sacudida le ascendía por el brazo a causa del impacto, y luego algo cálido y pegajoso le corrió por las manos. Para arrancar la espada pateó al hombre bestia, que cayó al suelo, y ensartó a otro. La espada se clavó en un hombro de la sorprendida criatura y, al ascender, le cercenó una oreja. Dado que no quería echar atrás el arma para clavarla, golpeó al enemigo en la cara con la empuñadura y sintió que dentro de la boca se partían dientes. El hombre bestia bramó de dolor, y entonces Félix lo derribó de otro golpe y le atravesó el corazón.
Casi antes de haber comenzado, la lucha concluyó. Abrumados por la furia de sus enemigos, los hombres bestia dieron media vuelta y huyeron. Félix vio que Gotrek había matado a cuatro y que los restos cortados en pedazos yacían a sus pies. Snorri saltaba arriba y abajo sobre un cadáver, contento como un niño que juega en una caja de arena. Una ráfaga del arma de Varek derribó a los hombres bestia que huían.
Félix se volvió, jadeando más por reacción al corto combate repentino que a causa del esfuerzo. Quería ver a quienquiera que los hubiese ayudado, para darle las gracias.
—¡Quedaos muy quietos! —dijo una profunda voz gutural—. Estáis a un paso de la muerte.