QUINCE
Las hordas del Caos
Acechador se sentía raro. Notaba un cosquilleo en la piel, le picaba el pelaje y continuamente tenía hambre. Desde que había estado expuesto al polvo de piedra de disformidad durante la tormenta, lo convulsionaba un extraño malestar. Había comenzado a robar cada vez más provisiones de los enanos, y las devoraba todas de forma compulsiva; no podía parar hasta haber agotado toda la comida. Se sentía agradecido por el hecho de que alguien hubiese abierto por fin la trampilla; podría regresar a la barquilla antes de comenzar a comerse su propia cola.
Los efectos de esa voracidad comenzaban a notarse, ya que sus músculos se habían hinchado, su cola se había vuelto más gruesa y estaba creciendo. Le dolía mucho la cabeza y le resultaba difícil pensar con claridad. Le rezaba a la Gran Rata Cornuda que no hubiese contraído alguna clase de epidemia, ya que recordaba su miedo cuando había caído enfermo en Nuln. Aquella enfermedad casi había puesto fin a su vida. Si la epidemia volvía a afectarlo, no contaba entonces con ninguna de las medicinas de hierbas que Caldovil Inválido había usado para salvarle la vida.
Ascendió con lentitud la escalerilla hasta el puesto de vigía a fin de establecer la comunicación diaria con aquel desgraciado de Thanquol. Estaba francamente asqueado de sentir aquella voz inoportuna dentro de su cabeza, parloteando órdenes estúpidas y diciéndole lo que tenía que hacer. Una parte de su mente le decía que no debería pensar de aquella manera, que era algo de lo más imprudente; pero no lograba hacer que le importase. Le dolía todo el cuerpo, su visión era borrosa y comenzaba a caérsele el pelo y a aparecer llagas monstruosas. Decidió no molestarse en entrar en contacto con el vidente gris. Regresaría a su escondite a dormir, aunque primero tendría que comer. Empezaba a sentir anhelo de un poco de carne de enano rechoncho.
* * * * *
Félix llamó con unos golpecitos a la puerta de Borek, y el metal resonó bajo los nudillos de su mano.
—Adelante —dijo el enano, y Félix abrió la puerta y entró.
El camarote de Borek era más grande que el suyo, y las paredes estaban cubiertas de armarios con puerta de cristal que contenían muchos libros. En el centro había una mesa atornillada al piso y, sobre la misma, estaba desplegado un mapa antiguo, cuyas puntas sujetaban cuatro pisapapeles de metal negro y de extraña apariencia.
—Imanes —explicó Borek, al advertir la mirada de curiosidad de Félix.
—¿Qué?
—Esos pisapapeles son imanes. Se pegan al hierro y al acero. Es un extraño principio filosófico afín al que hace que las agujas de las brújulas señalen siempre hacia el norte. Adelante, intenta coger uno.
Félix hizo lo que le pedía y sintió una resistencia que no había esperado. Soltó el metal, y éste pareció saltar de su mano y adherirse a la mesa con un chasquido. Era típico de la atención que los enanos prestaban a los detalles, el hecho de que hubiesen hallado una manera de mantener los mapas quietos incluso en un lugar tan inestable como esa nave aérea, y así se lo dijo a Borek.
—Es un poder que se conoce desde hace mucho tiempo. Lo usan nuestros navegantes en los barcos de vapor de Barak Varr. —Sonrió—. Pero sospecho que no estás aquí para comentar los detalles más sutiles del acondicionamiento de un camarote.
Félix se mostró de acuerdo y comenzó a hablar. Le contó a Borek lo sucedido con el hechicero y las referencias que había hecho al demonio. El encuentro con Muller lo había hecho pensar, y por primera vez había comenzado a tomarse realmente en serio la espantosa posibilidad de que una cosa así pudiera existir en Karag-Dum. El viejo enano lo escuchaba y asentía de vez en cuando. Después de concluir Félix su relato, se produjo un breve silencio mientras Borek llenaba la pipa.
—¿Cómo puede ser? —preguntó Félix—. ¿Cómo pueden existir los demonios aquí, y no fuera de los Desiertos?
Borek le dedicó una mirada larga y penetrante.
—Pueden y de hecho existen fuera de los Desiertos. Según nuestros informes, muchos han luchado contra los ejércitos de los enanos.
—Entonces, ¿dónde están ahora?
—Desaparecidos. ¿Quién sabe por qué? ¿Quién puede explicar de verdad las obras del Caos?
—Pero, sin duda, tú tienes una teoría.
—Hay muchas teorías, herr Jaeger. Hasta donde yo sé, la energía mágica pura fluye con mucha mayor fuerza a través de los Desiertos. Parece muy probable que los demonios se alimenten de esa energía y la necesiten para existir. Fuera de los Desiertos pueden manifestarse sólo durante un corto período de tiempo; después se desvanecen porque la magia es más débil. Aquí, en el Reino del Caos, pueden manifestarse durante períodos mucho más largos porque disponen de más energía de la que nutrirse.
—¿Y eso por qué?
—Schreiber cree que hay alguna clase de alteración en el centro mismo de los Desiertos, la cual constituye la fuente de toda magia. Según él, también, de alguna manera, distorsiona el tiempo y la distancia. Muchos eruditos afirman que el tiempo fluye a velocidades diferentes en las distintas zonas de los Desiertos, ¿sabes? Y que cuando más te adentras en ellos, más pronunciado es tal efecto.
—Entonces, ¿por qué los enemigos no se nos han echado ya encima?
—Tal vez porque aún no nos hemos adentrado lo suficiente. Dudo que un demonio pueda existir durante mucho tiempo aquí afuera, tan cerca del límite de los Desiertos, pero no lo sé con total seguridad. Hay muchas cosas que desconozco sobre estas cuestiones.
—Pero ¿crees que hay un demonio que aún vive en Karag-Dum? —inquirió Félix, y Borek profirió una carcajada seca.
—Es muy posible. Incluso en el momento en que me marché, corrían calamitosos rumores de que se había invocado a algún ser terrible, y el rey Thangrim Barbaflamígera y sus Maestros Rúnicos marcharon a su encuentro. Puede ser que se haya quedado atrapado allí o que no haya querido marcharse. No lo sé. Yo y mi hermano escapamos de la ciudad antes de que tuvieran lugar las batallas finales.
—No es precisamente un pensamiento agradable.
—No, pero es uno cuya respuesta conoceremos pronto. Deberíamos llegar a Karag-Dum dentro de un día, poco más o menos.
—Y entonces, ¿qué?
—Entonces, ya veremos.
* * * * *
—¡Más rápido! ¡Pronto-pronto! —chilló Vidente Gris Thanquol.
Se encontraba cansado e inquieto por estar constantemente encerrado en su palanquín. Tal confinamiento era contrario a todos los instintos skavens que lo impulsaban a levantarse y corretear de un lado a otro, pero la verdad era que no tenía elección. Durante los últimos días no había hecho otra cosa que valerse de los hechizos de comunicación y viajar en relevos de palanquines a través de los caminos del imperio subterráneo, donde se detenía apenas el tiempo necesario para cambiar de porteadores y palanquín, pues tomaba todas sus comidas en marcha. Tenía llagas en el trasero por permanecer sentado durante tanto tiempo, y la sensación de que su espalda se quedaría curvada de modo permanente.
Los porteadores gimieron ante sus protestas, y Thanquol consideró la posibilidad de hacer que estallaran en pedazos uno o dos para dar un ejemplo a los demás, pero sabía que eso sería contraproducente. Sólo lograría aminorar su marcha hasta que llegasen al siguiente puesto de relevo, donde podría adquirir esclavos de recambio. «¡No obstante —se prometió—, una vez que lleguemos allí, estos lacayos quejicosos van a sufrir!».
Claro estaba, en el caso de que lograra reunir la fuerza necesaria. El vidente gris se sentía agotado por el esfuerzo de tener que gastar tanto poder para comunicarse con Acechador a través de una distancia tan enorme, y entonces aquel bufón ni siquiera respondía a sus llamadas. ¡Era tan frustrante! No tenía ni idea de lo que había sucedido. ¿Habría muerto Acechador? ¿Se habría estrellado la nave en algún terrible accidente? ¿Acaso aquella larga persecución no serviría para nada? Sin duda, no podía ser así, pero desde que había visto a Jaeger, Thanquol había tenido una sensación de desesperanza. Siempre que el humano y su desgraciado compañero enano se encontraban implicados, Thanquol estaba siempre dispuesto a esperar lo peor. Aquellos dos parecían haber nacido sólo para frustrar sus planes.
Maldijo a los ingenieros del Clan Skryre. ¿Por qué no podían dedicar su maldito ingenio a construir una forma mejor de transporte por los túneles del imperio subterráneo? ¡Era seguro que podían pensar en algo más eficaz que los simples relevos de palanquines portados por esclavos! ¿Acaso tenían que pasar siempre el tiempo trabajando en armas mejores y más grandes? ¿Por qué no construían carros alimentados por piedra de disformidad o por motores de tracción? ¿O una versión de largo alcance de la rueda de muerte? Era muy probable que una cosa así no estuviera fuera de sus posibilidades. Si se acordaba, mencionaría sus ideas ante el Consejo de los Trece cuando informara la próxima vez.
—¡Más rápido! ¡Pronto! ¡Vamos-vamos! —instó a los esclavos, con la garganta irritada.
Sabía que debía llegar pronto a las tierras del norte y averiguar qué había sucedido con aquella maravillosa nave aérea. Si podía ponerle las zarpas encima a eso, nunca más carecería de un medio de transporte eficaz.
«Y cuando llegue allí —se juró—, alguien va pagar de verdad por las incomodidades que he tenido que soportar».
* * * * *
Félix yacía sobre la cama de su camarote y tenía los ojos fijos en el techo de metal. En la cabeza le daba vueltas todo lo que había aprendido durante ese día respecto al Reino del Caos. El mundo era mucho más complejo de lo que él habría creído posible, y cada vez le resultaba más obvio que su pueblo aún tenía muchísimas cosas que aprender de la Raza Antigua.
Cerró los ojos, pero el sueño se negó a acudir. Estaba cansado aunque inquieto, y el hombro aún le dolía a pesar de los ungüentos curativos que le había aplicado Varek. Sabía que la zona iba a estar sensible durante algún tiempo. Su cota de malla, no obstante, había sido reparada por uno de los aprendices de Makaisson y había quedado mejor que nueva.
Mientras maldecía su suerte, se levantó de la cama y se puso las botas. Tras salir del camarote, se encaminó a la torreta de observación de popa. La burbuja de la torreta trasera era pequeña y contenía un cañón órgano montado sobre una plataforma giratoria. Félix se dejó caer en el asiento y accionó los pedales que la hicieron girar, primero a la izquierda y luego a la derecha. El movimiento le resultó extrañamente relajante, ya que le recordaba el balanceo de una hamaca o la mecedora de su abuelo.
Alzó las manos y cogió las asas del cañón órgano —otro de los insólitos diseños de Makaisson—, pues tenía empuñaduras como de pistola y se disparaba tirando de un gatillo. El conjunto del mecanismo estaba montado sobre un cardán y podía girar arriba y abajo, y a derecha e izquierda, casi sin esfuerzo. Félix no sabía qué esperaban los enanos que los atacara a una altitud semejante, pero resultaba evidente que no pensaban correr riesgos.
Recorrió con la mirada toda la tierra sobre la que habían pasado. El cielo se había oscurecido y el resultado se parecía a la noche; al menos, las nubes de lo alto eran más oscuras y no se percibía la presencia del sol tras ellas. Félix se preguntó por qué. Habían llegado a una zona en la que, con independencia de la altura a que ascendieran, el cielo estaba siempre cubierto. Decidió que, o bien se debía a alguna forma de magia muy potente, o bien al simple hecho de que, en algún lugar lejano, grandes masas de polvo de piedra de disformidad eran lanzadas a gran altura por el aire e impulsadas hacia arriba por poderosos vientos. La única iluminación procedía de enormes hogueras hechas en agujeros sobre el suelo, cráteres parecidos a burbujeantes bocas de volcanes en torno a cuyo resplandor hacían cabriolas siluetas deformes.
Al pasar sobre las hogueras, la nave aérea se estremeció ligeramente a consecuencia de las corrientes de aire caliente. Esto no atemorizó a Félix como había sucedido antes; de hecho, las turbulencias suaves habían llegado a resultarle más bien tranquilizadoras. Resultaba extraño, pero cuanto más volaba más comenzaba a considerar el cielo como algo afín al mar. Los vientos eran sus corrientes, las nubes se parecían a las olas. Se preguntó si también el mar tendría corrientes en diferentes niveles, igual que los vientos parecían moverse a velocidades distintas según la altura. «Aquí hay muchas cosas dignas del estudio de un filósofo», pensó al mismo tiempo que bostezaba, y se quedó dormido.
* * * * *
Acechador avanzaba con lentitud y sigilo por los corredores de la nave. El hambre que moraba en su estómago era como una cosa viva que lo arañaba e intentaba escapar, y le provocaba verdadero dolor físico. Percibió la presencia de una presa ante él. No tenía el olor de un enano, sino de la humanidad; pero a Acechador no le importaba. Simplemente quería sentir en la boca un chorro de roja sangre caliente y engullir pedazos de tibia carne cruda, y un humano serviría a sus propósitos tan bien como un enano.
Entró en la cámara trasera y oyó los ronquidos de la silueta que tenía delante. ¡Bien! Su estúpida presa estaba por completo desprevenida, sumida en un sueño porcino en que jamás se permitiría caer un skaven aunque no hubiese ninguna amenaza evidente de peligro. La cabeza de pelaje rubio del humano estaba echada hacia atrás, y el cuello quedaba desprotegido, como si invitase a los colmillos de Acechador a clavarse en él. Avanzó de puntillas y su silueta se encumbró sobre el humano dormido. La boca se le había llenado de saliva ante la perspectiva de ingerir carne fresca. ¡Sólo haría falta un mordisco para cercenar la arteria! Cerraría las fauces sobre el cuello del humano y ahogaría así sus gritos. Unos pocos pasos más y se hallaría en posición correcta para atacar.
De repente, Acechador oyó pasos en la escalerilla que descendía de la cubierta superior. ¡Se aproximaba alguien! Imprecó en silencio, pues sabía que si atacaba entonces lo descubrirían antes de que pudiera devorar a su presa, y darían la alarma. Algún rastro de autoconservación enterrado en las profundidades de su mente le dijo que no sería buena idea proceder de ese modo, así que regresó sigilosamente por el corredor en la dirección por la que había llegado.
* * * * *
Félix despertó de pronto al percibir el sonido de cautelosos pasos en la escalerilla. Se alegró de que lo despertaran, ya que había tenido una pesadilla en la que una cosa gigantesca parecida a una rata avanzaba hacia él por un oscuro túnel sumido en niebla. Sin duda, se trataba de un sueño inspirado por los hombres bestia que había visto ese día. Bien sabía Sigmar que eran lo bastante monstruosos como para inspirar pesadillas durante el resto de la vida.
Al alzar la mirada vio que Varek descendía a la cubierta de observación con su libro en una mano y una pluma en la otra. Adoptó un aire algo decepcionado al encontrarse con que había alguien más; era como si deseara estar a solas.
—Buenas noches, Félix —lo saludó a la vez que forzaba una sonrisa.
—¿Es de noche?
—¿Quién puede saberlo? —respondió el enano encogiéndose de hombros—. Es una expresión tan buena como cualquier otra en este lugar inmundo. El cielo está más oscuro y la tierra se encuentra en sombras, así que supongo que debe de ser de noche.
—En ese caso, buenas noches, Varek —lo saludó Félix—. ¿Qué estás haciendo aquí?
—Vengo aquí para tomar notas. Es difícil hacerlo en el camarote si lo compartes con Gotrek y Snorri.
—Puedo imaginarlo.
De pronto, Félix se alegró de que su estatura y el hecho de ser humano lo pusieran en situación de no compartir camarote. La suya era una de las tres únicas habitaciones individuales de la nave, y las otras pertenecían a Borek y Makaisson.
—¿Qué están haciendo?
—Gotrek ha afirmado que Snorri lo había vencido por un tecnicismo en el último combate a cabezazos, y han mantenido una discusión bastante fuerte al respecto. Snorri quería celebrar otro combate allí mismo y en ese instante para zanjar la cuestión, pero los he disuadido de hacerlo.
—¿Cómo?
Félix no podía imaginar que aquel joven enano de habla dulce pudiese disuadir al par de Matatrolls de absolutamente nada.
—Les he recordado que, por lo general, se necesitan unos tres días para que se recupere el perdedor de un encuentro a cabezazos, siempre y cuando no se haya roto nada…, y que si eso sucedía uno de ellos se perdería la aventura al llegar a Karag-Dum; suponiendo que lleguemos en el tiempo previsto, claro está. Al parecer, eso los ha convencido, porque cuando he salido estaban celebrando una competición de vodka. Espero que para cuando regrese, ya se hayan dejado fuera de combate a sí mismos con eso.
—Yo no apostaría —dijo Félix, y Varek le dedicó una sonrisa pesarosa.
—Yo tampoco.
—No te preocupes por mí —le advirtió Félix—. Sólo estaba echando un sueñecito. —Se dispuso a acomodarse otra vez en el asiento.
—Antes de que vuelvas a dormirte, ¿te podría pedir que repases otra vez los detalles de los acontecimientos de hoy? Quiero asegurarme de que lo he anotado todo correctamente.
—Por supuesto —respondió Félix, y comenzó a relatar una vez más la historia con sólo algunas exageraciones menores.
* * * * *
Cuando más tarde se despertó en el asiento del artillero del cañón órgano, Félix se encontró con que uno de los ingenieros estaba barriendo a su alrededor. Tras bostezar y desperezarse, se levantó y decidió ir a desayunar algo. Al ponerse de pie, advirtió que había una pequeña partida de guerreros montados justo debajo de ellos, que al parecer cabalgaban en la misma dirección que seguía la nave aérea.
—¿Nos están siguiendo? —preguntó, aun cuando sabía que era una pregunta estúpida ya en el momento de formularla.
Mientras observaba, los guerreros de negra armadura quedaron muy atrás de la nave que avanzaba a gran velocidad.
—No —replicó el enano—, pero es seguro que está pasando algo. Esta mañana hemos pasado sobre varias partidas de guerra que iban en la misma dirección. Es casi como si supieran adónde vamos y corrieran a interceptarnos.
—Eso no es posible —contestó Félix, pero en el fondo de su corazón no estaba seguro del todo. Al fin y al cabo, ¿quién sabía de qué eran capaces las fuerzas del Caos?
* * * * *
—Está empeorando —anunció Varek sin dejar de enfocar el telescopio hacia el exterior desde la cubierta de mando—. Hay cientos más. Parece haber más delante de nosotros que detrás.
Félix se vio obligado a asentir; era algo obvio incluso para el ojo desnudo. A lo largo de todo el día habían estado pasando sobre partidas de hombres bestia, guerreros del Caos y otros seres malignos. Cuanto más adentro viajaban, más frecuentes eran los avistamientos, y todos esos seguidores de la Oscuridad corrían en la misma dirección que seguía la nave. Era como si se hubiese transmitido una señal secreta y estuviese reuniéndose un ejército.
—Esto no me gusta nada —dijo Félix—. ¿Pueden saber realmente lo que estamos haciendo? ¿Nos están esperando?
—No creo que eso sea muy probable —respondió Borek, un poco picajoso.
Se había dejado caer en uno de los sillones de cuero acolchados de la cubierta de mando, y allí permanecía acariciándose meditativamente la barba con sus nudosos dedos.
—No hay forma de que puedan haberse enterado de nuestra llegada. No tenemos ningún traidor a bordo de esta nave. Nadie puede haberse enterado de nuestros planes hasta el momento de la partida y, aunque lo hubiesen hecho, estoy seguro de que no han podido enviar un mensaje a una velocidad superior a la que hemos viajado.
El viejo enano hablaba como si estuviese intentando convencerse a sí mismo. Félix no tenía dificultad alguna para encontrar fallos en sus argumentos, pues Schreiber estaba enterado de cuál era su destino, al igual que Straghov y muchísimos de sus seguidores. La hechicería podía transmitir un mensaje a una velocidad superior a la que podía volar la nave aérea. Más sencillo aún; tal vez los seguidores del Caos tenían entre ellos videntes que podían prever el futuro. A Félix lo espantaba, a veces, con qué rapidez y facilidad podía ver el lado negativo de las cosas.
—Y estamos suponiendo que esos movimientos están relacionados con nosotros —continuó Borek—, de lo cual tampoco existe ninguna prueba. Podrían tener razones propias para reunirse a lo largo de esta ruta.
—¿Y cuáles podrían ser?
—No lo sé, pero estoy seguro de que, de ser así, lo averiguaremos muy pronto.
* * * * *
A medida que la nave aérea continuaba volando, las partidas de guerra se hicieron más numerosas. Pequeños grupos de adoradores del Caos se encontraban y se reunían para formar unidades mayores. En algunas partidas podían verse hasta doce estandartes flameando al viento.
Las criaturas grotescas se iban haciendo más comunes entre los contingentes de tierra. Félix vio guerreros extraños, en parte hombre y en parte mujer, con enormes pinzas de cangrejo, montados sobre seres de dos patas que corrían a medio galope, provistos de largas lenguas que sobresalían de sus bocas. Mientras miraba por el telescopio desde lo alto, un escuadrón de esa demoníaca caballería persiguió a una partida de mutantes. Sus inmundas monturas dispararon las largas lenguas pegajosas, atraparon a las víctimas y las arrastraron hasta las pinzas de sus amos —o amas— de la forma en que algunos lagartos de la jungla capturan a las moscas.
Raras criaturas de brillantes colores, cuyos rostros monstruosamente abultados parecían salir del centro de sus torsos, cabriolaban por las arenas del desierto. Agitaban los brazos hacia la nave aérea como si saludaran a un pariente desaparecido hacía mucho tiempo, y luego se aferraban los costados y rodaban por el suelo, presas de demoníaca risa.
Un enorme jinete de negra armadura conducía a una manada de sabuesos deformes a través de las rocas. Los animales tenían enormes crestas de reptil y su piel brillaba con un vivo color rojo metálico. En algunos momentos, Félix experimentaba la sensación de estar contemplando escenas sacadas de las pesadillas de un demente, pero a pesar de ello no podía dejar de observar.
Ante ellos se alzaba del desierto una cadena de colinas, y al acercarse Félix vio que esas colinas no eran más que los heraldos de una cadena mucho más grande de enormes picos, tan altos como los que había en las Montañas del Fin del Mundo. Esas elevaciones rielaban con colores antinaturales, y por primera vez el poeta vio en los Desiertos algo que se parecía a la vegetación.
Un bosque de monstruosos hongos viscosos crecía en las laderas. Cada una de las descomunales setas era tan grande como el árbol más alto, con un sombrerillo lo bastante grande como para dar cobijo a una aldea pequeña. Cada hongo tenía una enfermiza tonalidad diferente —amarillo ictérico, blanco hueso, verde vómito— y se alzaba hacia el cielo como si luchara con sus congéneres por cada rayo de sol y centímetro de espacio. Algunos tenían múltiples sombrerillos que salían del tallo central. Un moco repugnante envolvía a los gigantescos hongos y goteaba sobre el suelo. Todo eso sugería algo antinatural y maligno; una vida que no debería existir en ningún mundo sano.
Ahí y allá había caído uno de los enormes hongos —o había sido deliberadamente derribado—, y los hombres bestia y mutantes se apiñaban a su alrededor como hormigas sobre un tronco podrido. Se alimentaban de la corrupta carne del gigante caído y bebían el moco. Tras consumirlo, gritaban, peleaban y se dedicaban a orgías de indescriptible actividad, como si el vegetal muerto contuviese alguna extraña droga.
A medida que las elevaciones ascendían ante la fija mirada de Félix, se volvían más despejadas y desprovistas de vegetación antinatural, y comenzaban a verse más construcciones en ruinas. Vio pequeños fuertes construidos con poco más que piedras amontonadas, castillos de intrincada factura con murallas adornadas con acero y latón, y palacios tallados en la roca viva de las colinas. No había ni razón ni ritmo en esas estructuras, y cerca de todas ellas yacían esqueletos y cadáveres insepultos, u horcas de las que colgaban hombres bestia muertos. El olor a incendio y muerte se alzaba de una de las laderas. Era obvio que en aquella colina se habían sucedido muchas batallas, pero entonces estaba desierta y, al pasar por encima de ella, se hizo evidente el porqué.
Sobre las elevaciones avanzaban los guerreros en masa y descendían como una corriente turbulenta hacia los polvorientos caminos que atravesaban los valles para unirse al torrente de adoradores del Caos que viajaban por ellos. Cabalgaban, cojeaban, marchaban, se arrastraban, saltaban o aleteaban obscenamente, pero todos avanzaban y tenían un mismo punto de destino en mente. Ya no podía caber duda ninguna de que todos los adoradores del Caos iban en la misma dirección que seguía la nave aérea: las lejanas montañas.
Pasaron horas. La nave sobrevoló un llano liso situado a la sombra de las colinas, y la interminable corriente de seres continuaba avanzando debajo de ellos. En el centro del llano, Félix vio que se alzaban cuatro rocas enormes que habían sido talladas en forma de monstruosa parodia de seres humanos. Al principio pensó que era un efecto de la luz, una ilusión provocada por la forma rara de las rocas y por sus ojos cansados, pero, pasado un rato, se dio cuenta de que eran reales. Cada una de las descomunales piedras había sido tallada con la forma de lo que supuso que era uno de los Dioses Oscuros del Caos.
A medida que se acercaban, comenzó a hacerse una idea más clara de la escala de aquellas monumentales estatuas. Eran más altas que la elevación metálica de amarre de la Torre Solitaria. Había oído decir que algunos de los picos de las islas de Ulthuan, de los elfos, habían sido talladas en forma de enormes estatuas, pero las obras que tenía ante los ojos, sin duda empequeñecían incluso a aquéllas. Alguna magia pasmosa había sido empleada para conformar de nuevo los mismísimos huesos de la tierra y moldear esas burlonas imágenes, y en un momento de asombro y terror Félix llegó a una cierta comprensión de la verdadera potencia de los Poderes del Caos.
Una de las estatuas era un ser acuclillado, cuyos flancos estaban cubiertos de úlceras y llagas. Su imagen de impúdica sonrisa hablaba de milenios de pestes y muerte. Desde algún rincón del fondo de su mente, una voz le susurró al poeta el nombre de Nurgle, Dios Demonio de la Plaga.
Otra tenía la forma de un ser con cabeza de pájaro provisto de enormes alas plegadas alrededor del cuerpo. Una luz misteriosa y antinatural danzaba en torno a su cabeza, una corona de energía mística que transmitía el pensamiento de que aquél era un objeto sagrado para Tzeentch, Arquitecto del Destino, El que Transmuta las Cosas.
La tercera estatua tenía la forma de una criatura que no era del todo hombre ni del todo mujer; se hallaba en una postura a la vez lasciva y burlona. Los ojos vacíos los formaban dos enormes cavernas. Félix se estremeció porque, de alguna forma, supo que era una representación de uno de los muchos aspectos de Slaanesh, Señor de Placeres Indescriptibles. Se había encontrado con los adoradores de aquel dios demonio en muchas ocasiones anteriores.
El último tenía la forma de un guerrero gigantesco con alas de murciélago, armado con espada y látigo, y la cabeza, cubierta por un casco que ocultaba sus facciones. En su postura había algo que sugería una criatura de andares a la vez vacilantes y simiescos, pero que poseía una enorme fuerza física. Este tenía que ser Khorne, el Dios de la Sangre, Señor del Trono de Cráneos. Félix se estremeció una vez más, pues Khorne era un nombre que había inspirado terror desde el amanecer de los tiempos.
En torno a los pies de esas titánicas efigies, algunos adoradores se posternaban y les arrojaban ofrendas, aunque la mayoría se limitaba a saludarlas al estilo militar y continuar adelante. Félix había renunciado a todo intento de contar a los adoradores del Caos, ya que entonces ascendían a millares. Era como mirar a un ejército de hormigas en marcha, y los motivos que impulsaban a aquella horda parecían tan incomprensibles como amenazadores. Sólo se alegraba de que estuviesen marchando en la dirección contraria a las tierras de los hombres, adentrándose en los Desiertos, aunque se daba cuenta de que haría falta una sola orden para lograr que aquel descomunal ejército diese media vuelta y se dirigiera al sur, en caso de que se alzara entre ellos un jefe lo bastante poderoso.
La cubierta de mando, a espaldas de Félix, estaba en silencio, excepto por el latido de los motores, y el poeta supo que todos los enanos pensaban lo mismo que él. Estaban sobrecogidos ante la terrible majestad del ejército reunido allá abajo.
Las colinas habían pasado de largo y entonces, ante la nave, se encumbraban los auténticos picos de la cadena. Debajo de ellos, la tierra tenía un aspecto casi normal, con arroyos, árboles y algo parecido a cabras saltando por las cornisas. ¿Era posible que alguna parte de los Desiertos hubiese permanecido a salvo de la deformadora influencia del Caos? ¿Acaso había una fuerza opuesta que luchaba aún contra sus efectos? ¿O se trataba de algún truco de los Poderes Oscuros, un velo inocuo que ocultaba un secreto aún más funesto y más terrible que todo lo que habían visto hasta ese momento?
Makaisson dejó escapar la respiración en un largo y lento silbido al mismo tiempo que tiraba de diversas palancas y hacía girar el gran timón para que la nave ascendiera a través de un largo valle que dividía en dos los melancólicos picos negros. Constantemente, tenía que realizar pequeños ajustes de los controles mientras luchaba con los vientos de través y las turbulencias para recorrer aquel serpenteante valle.
La nave giró casi noventa grados a la derecha, y ante ellos se abrió un largo valle en el que pululaban los seguidores del Caos. De sus fuegos de campamento se alzaban jirones de humo que formaban una nube que amenazaba con bloquearles la visión. Decenas de miles de hombres bestia alzaron los ojos hacia ellos con curiosidad. Miles de guerreros del Caos se encontraban formados dentro de un demencial laberinto de terraplenes. La nave aérea continuó avanzando por el valle hacia la profunda oscuridad que reinaba al final.
Entre la masa de seguidores del Caos se alzaban enormes carros de guerra, de los que tiraban monstruosas bestias mutantes más grandes que elefantes. Ahí y allá, unos se habían venido abajo, otros se habían deshecho y algunos habían sido sencillamente destrozados como golpeados por una fuerza superior. Entre las filas de tiendas y blocaos habían colocado cruces en forma de T, y en cada una había una figura crucificada. Algunas estaban aún revestidas de carne, y otras habían sido reducidas a esqueletos por las aves carroñeras.
Ante ellos se alzaba, una montaña singularmente enorme, cuya descomunal masa cerraba el fondo del valle. Sobre las faldas se alzaban hileras y más hileras de fortificaciones destrozadas, y el terreno de las laderas inferiores se encontraba cubierto por una capa blanca de huesos. Las fortificaciones estaban dominadas por una ciudadela situada en la cumbre de la montaña; resultaba obvio que allí se había librado una batalla, y en algún momento reciente, a juzgar por el humo que ascendía de los edificios que aún ardían y por los guerreros de negra armadura que se movían entre los cadáveres.
Un tenso silencio reinaba en la cubierta de mando de la Espíritu de Grungni, y todos los enanos parecían contener el aliento a causa del asombro y el horror. Al fin, Borek habló con voz enronquecida.
—Contemplad el pico de Karag-Dum —dijo.