14: La ciudad en ruinas

CATORCE

La ciudad en ruinas

Félix, con desdicha, escuchaba a los ingenieros que regresaban a la cubierta de mando para informar; cada uno contaba una historia desoladora. Al parecer, la tormenta de disformidad había causado una gran cantidad de desperfectos. Había rasgaduras en la bolsa de gas, los motores no funcionaban bien y las palas de los rotores estaban dobladas y habían sufrido algunos daños estructurales.

—No tendremos más remedio que parar para hacer reparaciones —anunció Makaisson con calma.

Mientras miraba a través de las ventanas, Félix deseó ser capaz de compartir la confianza del enano. La tormenta había cesado por fin y el cielo estaba cubierto por la habitual mezcla de nubes de colores extraños. Debajo de ellos se extendían las ruinas de una enorme ciudad, en cuyas calles no se veía ni una alma. Semejante desolación resultaba horripilante. El viento silbaba con tristeza al agitar las cambiantes arenas que volaban entre los abandonados edificios.

Pero luego, el poeta oyó un sonido mucho más alentador; alguien, en alguna parte, había logrado poner en funcionamiento uno de los motores. Con alegría, Makaisson volvió a tomar el control de la nave, y la hizo descender con delicadeza, hasta que ésta se halló a sólo cien pasos de altura de los edificios.

—Amarraremos aquí. Dejad caer los cables.

Los cables de amarre cayeron, y Félix vio que los rezones que había en el extremo de uno de ellos se trababan en las piedras derrumbadas de una pared. Con eso bastaba para retener a la nave aérea que iba a la deriva.

—¡Bien, bajad ahí y asegurad los rezones! Yo intentaré mantenerla quieta desde aquí arriba.

—Espera —dijo Félix—. Podría ser peligroso.

—¡Ah!, tienes razón, muchacho. Gotrek, Snorri, Félix, bajad ahí y aseguraos de que no hay ningún hombrecito bestia acechando por ahí abajo.

Félix deseó no haber abierto la boca.

* * * * *

Desde el suelo, las ruinas tenían una apariencia aún más vasta y formidable que desde el aire. Los edificios parecían inconmensurablemente antiguos, pues los enormes bloques de piedra habían sido colocados los unos sobre los otros sin usar mortero. Su peso y la precisión con que habían sido colocados los habían mantenido en su sitio. Se trataba de un estilo que Félix había visto sólo en una ocasión anterior, en las ruinas encontradas encima de la antigua fortaleza de los enanos de Karak-Ocho-Picos. Lo comentó en voz alta.

—Esto no es hechura enana, humano —se burló Gotrek.

Su voz estaba amortiguada por el pañuelo de cuello con que se había cubierto la parte inferior del rostro para no respirar el polvo de piedra de disformidad que pudiese haber en el aire. Tanto Snorri como Félix se habían protegido de igual modo; al parecer, el hecho de descender a los abismos de la locura y la mutación no encajaba con el ideal de una muerte heroica que tenían los Matadores.

—Aunque se parece. Tal vez copiaron el estilo, o los constructores tenían consejeros enanos, pero la obra en sí no está hecha por enanos. El tallado de la piedra es chapucero, y el alineamiento está lejos de ser perfecto.

Félix se encogió de hombros, y aunque sentía el peso excesivo de la cota de malla, se alegró de llevarla puesta. En aquel extraño lugar, cuanto más protegido estuviese uno, mucho mejor. En ese preciso momento no le habría importado llevar un traje completo de malla. Miró a su alrededor. Las calles en las que se hallaban estaban pavimentadas con enormes losas de piedra, y en cada una había tallada una runa estrafalaria. El viento susurraba de modo inquietante a través de aquella desolación, hacía frío, y el poeta tenía la pavorosa sensación de que lo observaban.

—Nunca oí hablar de ninguna ciudad humana situada tan al norte, y no parece trabajo de elfos.

—¡Trabajo de elfos! —dijo Gotrek con desprecio—. Eso es una contradicción en sí: los elfos no trabajan.

—Dudo de que esto haya sido construido por hombres bestia o guerreros del Caos. Resulta demasiado sofisticado para ellos, y tiene aspecto de ser muy antiguo.

—Los aspectos pueden ser engañosos en los Desiertos del Caos.

—¿Qué quieres decir?

—Existe toda clase de ilusiones y espejismos, y se dice que en las profundidades de los Desiertos, los Grandes Poderes del Caos pueden crear y destruir cosas a su capricho.

—En ese caso, espero que no nos encontremos tan adentrados en las profundidades de los Desiertos.

—Sí.

Una horripilante llamada gimiente resonó entre las ruinas, como el alarido de una alma torturada o el grito de un ser demente que vagara perdido y desamparado por un yermo sin fin. Félix se volvió en redondo y desenvainó la espada con brusquedad.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó.

—No lo sé, humano, pero sin duda lo averiguaremos si se nos acerca más.

—¡Snorri espera que lo haga!

Félix le echó una mirada a la escalerilla de cuerda que pendía de un lateral de la nave aérea. No le había hecho ninguna gracia descender por ella y no le encantaba la perspectiva de volver a subirla, pero era un alivio saber que estaba allí para el caso de que tuviesen que emprender una retirada veloz. La grotesca llamada volvió a sonar, entonces más cerca, aunque era difícil precisarlo.

Teniendo en cuenta los ecos de las ruinas, podría proceder de muchas leguas de distancia. Félix se consoló con el pensamiento de que, al menos, no se había oído ninguna respuesta. Se tocó el amuleto que llevaba sobre el pecho, pero no percibió aumento de temperatura. Tal vez en aquel lugar no había magia oscura en acción, o quizá se había sobrecargado durante la tormenta de disformidad. Había advertido que entonces no relumbraba ninguna de las gemas colocadas en los laterales de la nave, lo cual podía significar algo bueno o algo malo; pero él no sabía lo suficiente de magia para determinarlo.

Varek les estaba haciendo gestos desde la abertura de lo alto. Parecía que quería saber si ya estaban a punto de asegurar la nave. Félix sacudió la cabeza; intentaba darle a entender que los de arriba no debían hacer nada hasta que ellos averiguaran qué eran aquellos monstruosos alaridos que sonaban entre las ruinas.

—¿No deberíamos investigar esos chillidos? —preguntó el poeta.

—Buena idea, humano —respondió Gotrek con aspereza—. Vayamos a dar una vuelta entre las ruinas y veamos hasta dónde podemos alejarnos de la nave. Tal vez deberíamos separarnos, ya que así podríamos cubrir más terreno.

—Sólo era una sugerencia —respondió Félix—. No hay necesidad de ponerse sarcástico.

—A Snorri le parece un buen plan —declaró el otro Matador.

Justo en ese momento, una figura salida de las ruinas saltó a la vista. Parecía un humano, pero estaba tan mugriento, harapiento y descuidado que Félix no estaba seguro de que lo fuese. A su lado, percibió un cambio en la actitud de Snorri y Gotrek. Sin que modificaran su posición de manera visible, parecieron volverse más cautelosos; estaban dispuestos a golpear en cualquier dirección en cuestión de segundos.

Félix oyó un tintineo a sus espaldas, y al volver la cabeza por un instante vio que el rezón del extremo del cable de amarre se había soltado y que la nave flotaba a la deriva en la brisa. Los motores escogieron ese momento para apagarse, y el poeta imprecó en silencio al ver que la escalerilla ascendía y quedaba fuera de su alcance. Luego giró la cabeza otra vez y se esforzó por concentrarse en la figura que avanzaba hacia ellos.

Pudo ver que, en efecto, se trataba de un hombre. Caminaba agachado, arrastrando los pies, y su cabello era tan largo que le llegaba a la cintura. Tenía una barba mugrienta que casi le arrastraba por el suelo, y las manos y las zonas desnudas de los brazos estaban cubiertas por llagas supurantes. Cojeó con cansada lentitud hasta donde estaban ellos, y profirió otro largo lamento. Se apoyaba en un báculo que parecía haber sido hecho con varios huesos humanos atados entre sí con tendones; en el extremo superior miraba con ferocidad una calavera sin ojos. Félix fijó la vista en los ojos del hombre, y su mirada le pareció llena de locura melancólica.

—Marchaos de mi ciudad u os echaré como alimento a mis bestias —dijo, por fin, el desconocido.

Tocó con los dedos uno de los muchos amuletos de cobre cubiertos de verdete que pendían de una cadena que le rodeaba el cuello. Félix vio que aquél en particular había sido tallado en forma de calavera que gritaba.

—¿Qué bestias? —preguntó Gotrek.

—Snorri cree que estás como una cabra —declaró el otro Matador.

«Mira quién habla», pensó Félix.

—Las bestias que me temen y adoran —respondió el hombre—. Las criaturas para las cuales soy un dios.

Félix miró al hombre y sintió que lo inundaba el miedo, pues sabía que estaba loco. Por otro lado, no quería simplemente matarlo por el sólo hecho de que estuviese loco. Era obvio que llevaba allí algún tiempo, y se le ocurrió que podría tener conocimientos que a ellos les resultasen útiles. De hecho, no tenía nada que perder si le seguía la corriente a aquel lunático.

—¿Cómo te llamas, ¡oh, poderoso!? —preguntó con la esperanza de que los otros tuviesen el seso suficiente para seguirle el juego. Aunque lo más probable era que ésa fuese una esperanza inútil, y lo mismo daba intentarlo.

El desconocido se detuvo a pensar la respuesta durante un momento.

—Hans, Hans Mullen… Pero tú puedes llamarme El Divino.

—¿Y qué estás haciendo aquí? —inquirió Félix con voz suave—. Estás muy lejos de todas partes.

—Me he perdido.

—Cogiste el recodo equivocado en Kislev, ¿verdad? —preguntó Gotrek en tono sarcástico.

Félix vio que el Matatrolls tenía el hacha preparada para golpear. En torno a las runas había un débil resplandor, y eso solía ser una muy mala señal.

—No, pequeño. Soy un mago. Estaba experimentando con ciertos hechizos de traslación y algo salió mal. Acabé aquí.

—¿Pequeño? —dijo Gotrek con una nota amenazante en la voz.

—¿Traslación? —se apresuró a preguntar Félix.

El hecho de que el hombre fuese un brujo no lo hacía sentir para nada más cómodo. Nunca le habían gustado mucho los hechiceros, pues había tenido varias experiencias con ellos.

—Se trataba de un método para trasladarse entre dos puntos sin transitar por la tierra que medie entre ellos. Mis teorías eran correctas, al menos en parte. Me desplacé. Por fortuna, me trasladé a demasiada distancia y acabé aquí, donde los nativos reconocieron mi condición divina.

—Dinos, El Divino, ¿qué sabes acerca de Karag-Dum? —preguntó Félix.

—El gran demonio ha regresado allí —respondió Muller al instante.

Ante la mención del demonio, Félix se estremeció. Parecía demasiado probable que unas entidades tan siniestras pudiesen estar presentes en los Desiertos del Caos.

—¿El demonio?

—El demonio del que habla la Profecía. El Gran Destructor. ¡Aguarda sólo la llegada del Portador del Hacha para completar la profecía y su destino!

—Cuéntanos más —pidió Félix al mismo tiempo que se estremecía.

Al ver la reacción de Félix, una expresión extraña y furtiva apareció en los ojos del mago. Se lamió los labios con la punta de una lengua fina y rosácea, lo miró con aire tramposo y astuto, y de pronto el poeta desconfió plenamente.

—Debe darse de comer a muchas bestias —dijo el mago, e hizo un gesto extraño.

Su mano se movió en el aire y pareció reunir energías de raro relumbre a su alrededor, y de pronto, quedó rodeada por una rielante esfera de luz. En el momento en que iba a arrojarla, el hacha de Gotrek salió disparada y le cercenó la mano a la altura de la muñeca. La esfera de luz cayó de los dedos estirados de Muller y chocó contra el suelo, donde estalló; una ráfaga de aire cálido rozó a Félix, que sintió que la piel le escocía y que lo invadía un extraño mareo.

Un momento después se había recobrado y los destellos que estallaban ante sus ojos fueron desapareciendo. Se alegró de ver que Gotrek y Snorri continuaban allí, aunque el brujo había desaparecido.

—No era un hechizo muy destructivo —dijo Félix—. No puede haber sido precisamente un brujo muy poderoso.

—Yo no estoy tan seguro —replicó Gotrek.

—¿Qué quieres decir?

—Mira a tu alrededor.

Al hacerlo, lo primero que advirtió fue que la nave aérea había desaparecido. Luego, reparó en el techo, las paredes y la peculiar disposición de las losas de piedra del suelo.

—La próxima vez que nos encontremos con un hechicero, humano —dijo Gotrek—, matémoslo primero y preguntemos después.

* * * * *

Se hallaban de pie dentro de una cámara de forma rara, en el centro de una gran estrella de cinco puntas. En cada punta de la estrella había una calavera humana, y dentro de cada una de ellas resplandecía algo cuya luz verdosa salía por las cuencas vacías de los ojos. En lo alto, había un sólido techo de piedra, y las paredes de la cámara estaban talladas en la misma piedra que el resto de la ciudad. Un musgo extrañamente luminoso crecía en las junturas, entre los bloques.

—¿Dónde estamos? —susurró Félix.

En la atmósfera de aquel lugar había algo que lo impulsaba a guardar un silencio absoluto. Una aura de vigilancia, la sensación de que había allí algo antiguo y maligno que esperaba a que sucediese algo. Sus palabras resonaron entre las paredes, bajo las sombras del techo se movió algo que produjo un sonido de roce, y Félix deseó con toda su alma que sólo fuesen murciélagos.

—Snorri no tiene ni idea —respondió el Matador en voz alta—. Tal vez en algún lugar subterráneo.

—Vayamos a averiguarlo —propuso Gotrek.

Avanzó hasta el borde de la estrella de cinco puntas. Al hacerlo, las líneas trazadas en el suelo comenzaron a resplandecer con luz brillante, y a Félix se le erizaron los pelos de la nuca.

—¡No! ¡Espera! —gritó.

Pero Gotrek continuó avanzando alegremente. Cuando su pie tocó el borde de la estrella, saltaron chispas, y él quedó rodeado por un brillante resplandor. El aire se colmó de olor a ozono, y en un instante el Matatrolls salió volando hacia atrás, hasta el centro de la estrella; pero eso ni siquiera lo volvió más prudente, pues se lanzó de nuevo hacia la barrera… y una vez más fue devuelto al interior.

Mientras eso tenía lugar, Félix observó con atención lo que estaba sucediendo. Cada vez que el hechizo se activaba, los ojos de las calaveras despedían un resplandor más brillante, y después de que Gotrek era arrojado hacia atrás, la iluminación se amortecía.

—Podríamos intentarlo aplastando una de esas calaveras —sugirió Félix.

Gotrek no respondió, pero avanzó con pesados pasos hasta una de las puntas de la estrella. Su hacha descendió con fuerza mientras las runas se encendían. La calavera quedó hecha mil añicos y, sobre ella, se formó una nube de vapor ectoplásmico al mismo tiempo que se oía un largo lamento penetrante, como proferido por una alma liberada después de siglos de aprisionamiento. Al apagarse el alarido, las demás calaveras se oscurecieron, y esa vez Gotrek abandonó la estrella sin ninguna dificultad.

Una rápida inspección puso de manifiesto que en la cámara había una sola salida. Ésta daba a una larga rampa que conducía a un laberinto de corredores oscuros. La totalidad del área estaba iluminada por gemas resplandecientes, incrustadas en el techo. Félix había visto algo parecido antes, debajo de Karak-Ocho-Picos.

—Esas gemas parecen obra de enanos —comentó mientras avanzaban por los corredores en penumbra.

—Sí, humano, así es. Tal vez la gente de Karag-Dum comerciaba con esta ciudad.

—O quizá Karag-Dum fue saqueada por la gente de aquí.

—Es un pensamiento perverso, pero también es posible.

Guardaron silencio una vez más. Gotrek los condujo con facilidad a través del laberinto, avanzando siempre con seguridad y sin tener que volver sobre sus pasos ni una sola vez. Félix estaba asombrado por la certidumbre que mostraban los enanos en aquel lugar, pues sabía que de haberse encontrado solo ya se habría perdido sin remedio.

La vigilante quietud había vuelto a asentarse sobre el laberinto, y a Félix se le ponía la carne de gallina. Con mucha frecuencia se detenía a mirar por encima del hombro, sólo para asegurarse de que no había nada que estuviera a punto de echársele encima por la espalda. Tenía la sensación de que en cualquier momento podían clavarle un puñal por detrás.

Mientras caminaban a toda prisa, Félix se preguntó dónde estarían los demás enanos. Esperaba que no se hubiesen marchado sin ellos. La situación, de momento, no tenía buen aspecto. Los tres se encontraban atrapados en un gigantesco laberinto, sin comida ni agua, y sin saber exactamente en qué lugar estaban. Si lograban llegar a la superficie y aún se encontraban en la ciudad en ruinas, podrían atraer la atención de la nave aérea. Pero si ésta ya se había marchado, sus perspectivas serían muy poco prometedoras. A Félix no le hacía ninguna gracia realizar una larga caminata por los Desiertos del Caos para regresar a casa. Por lo que había visto durante el viaje, parecía improbable que lograsen sobrevivir.

Apartó a un lado esos pensamientos y se esforzó por concentrarse en el entorno. El corredor había dado paso a un amplio salón alargado, y la luz se filtraba al interior desde muy arriba; en los rayos danzaban brillantes partículas de polvo. El salón tenía una altura de varios pisos. En cada nivel había una galería, un enorme estanque ornamental lleno de agua espumosa ocupaba la mayor parte del suelo de la cámara, y en el centro del estanque había una fuente que debía de haber dejado de funcionar mucho tiempo antes. Se trataba de una estatua tallada en forma de guerrero con armadura; tenía un aspecto bastante humano, excepto por el hecho de poseer un brazo de más, con el que sujetaba una especie de báculo.

Félix avanzó hasta el borde del estanque y miró el agua, que era oscura, pese a que brillaban pequeños puntos de luz verde como estrellas atrapadas. Ya había visto antes aquello y sabía que era piedra de disformidad.

—No beberemos de esta agua —murmuró, y el pensamiento le hizo sentir sed de inmediato.

Mientras pensaba eso, advirtió un reflejo distorsionado en el agua. Una enorme forma alada crecía cada vez más detrás de él mientras la observaba.

—¡Cuidado! —gritó, y se apartó de un salto del borde del agua.

Unas zarpas afiladas como navajas hendieron el aire donde él había estado momentos antes, y Félix tuvo la fugaz impresión de que veía un monstruoso humanoide alado, muy parecido a los que había observado sobrevolando el campo de batalla. Luego, se oyó un sonoro chapoteo cuando la criatura cayó en el agua del estanque.

Félix dispuso entonces de un momento para recobrarse y alzar la mirada. Una horda de aquellas criaturas aladas emergía desde las galerías situadas en lo alto de las paredes y se lanzaban al aire. Podía oír el batir de sus alas cuando alzaban el vuelo, pues no eran criaturas que volasen en silencio. La que lo había atacado tuvo que haber planeado durante mucho rato desde lo alto.

—¡Arpías! —gritó Snorri—. ¡Bien!

Gotrek estaba ceñudo mientras blandía el hacha, y Snorri sonreía como un maníaco y hacía cabriolas en el sitio ante la perspectiva de violencia inminente. Félix volvió los ojos hacia el agua, donde su alado enemigo se había desvanecido. Se produjo un gran chapoteo y le cayeron gotas de agua en la cara cuando la criatura salió a la superficie y flexionó las alas empapadas. En el momento en que intentaba alzar el vuelo, la criatura mutante profirió un alarido malsano al rodearla un tentáculo grueso como un cable y cubierto de ventosas que la arrastró de nuevo hacia las profundidades. De pronto, Félix se sintió muy contento por no haber removido el agua, y luego ya no tuvo tiempo para pensar.

La infernal bandada descendió sobre ellos y se encontró rodeado de alas batientes. Las bestias aladas esparcían por todas partes su repulsivo olor a osario. Se agachó para evitar una zarpa que intentaba golpearlo, cortó la mano a la que estaba unida con un tajo de contraataque, y captó un fugaz atisbo de una cara monstruosa contorsionada que profería alaridos. Lanzó veloces tajos hacia todas partes y despejó una área en la que pudiera luchar, mientras los gritos de guerra de los enanos resonaban en sus oídos junto con los graznidos infernales de las arpías.

Volvió la cabeza para ver adónde habían ido a parar los Matadores con la intención de abrirse paso hasta ellos, pero al hacerlo sintió un agudo dolor lacerante en un hombro, y el mundo entero dio un salto mortal. El atronar de las alas colmó sus oídos y el olor a carne podrida le inundó las fosas nasales. Había sido apresado por una arpía, que ascendía con él por el aire como si fuese un ratón de campo al que un búho llevaba a su nido para alimentar a las crías.

La aceleración de aquella bestia era tremenda. Bajó la mirada y captó una fugaz visión de la batalla que se desarrollaba en el suelo. Snorri y Gotrek se encontraban en el ojo de un huracán de alas, y estaban rodeados de mutilados cuerpos de arpía; pero eran muchas más las que llegaban. Gotrek tendió una mano hacia lo alto, aferró una pata, tiró de ella hacia abajo y partió la cabeza de la criatura con la hoja del hacha. Junto a él, Snorri destrozó un omóplato con el martillo, y cuando la tullida bestia aleteó hasta el suelo, la decapitó con su hacha.

En el estanque, el agua se agitó y pareció hervir cuando algo verdaderamente enorme salió a la superficie. Los pataleos y las luchas de la arpía apresada cesaron; cada vez la constreñían más y más tentáculos, hasta que murió. Entonces, una cabeza descomunal afloró a la superficie. La visión de una boca semejante a la de una sanguijuela llena de dientes afilados como agujas distrajo a Félix de su apurada situación. Había estado a punto de asestar una estocada hacia arriba para matar a la arpía con la esperanza de que el agua amortiguase su caída… pero en ese momento concluyó que hacer eso no sería más que saltar del fuego a las brasas.

Snorri, al ver lo que le sucedía a Félix, le lanzó el martillo a la arpía, y el poeta se encogió al ver que volaba directo hacia el blanco. Se oyó un crujido espantoso cuando el arma impactó, y de pronto Félix se encontró cayendo hacia el estanque.

—¡No! ¡Idiota! —gritó mientras las turbulentas aguas se acercaban hacia él y el aire le silbaba en los oídos.

El ser del estanque lo miró con ojos enormes, casi humanos, y en ese momento al poeta se le ocurrió que en otros tiempos aquella criatura podría haber sido un hombre, deformado entonces por los monstruosos poderes de mutación del Caos. Luego vio que la cabeza se volvía hacia lo alto y la boca de sanguijuela se abría de par en par, y en ese instante comprendió que iba a morir. Si no lo mataba la caída, lo atraparían aquellos monstruosos tentáculos viscosos y sería arrastrado hacia el interior de esa vasta boca.

Experimentó un fugaz destello de desesperación, y luego dentro de él estalló algo parecido a la furia de un demente. ¡Si iba a morir, se llevaría consigo al monstruo! Giró el cuerpo a fin de que su espada pudiera impactar contra la criatura y estocó con el arma hacia abajo para clavarla en la gomosa carne. Toda la fuerza de su larga caída, todo el peso de su cuerpo y toda la potencia de sus brazos empujaron la espada encantada del templario, que hendió la carne y se clavó directamente en el cerebro de la criatura. Los tentáculos quedaron laxos al instante.

El impacto hizo salir todo el aire de los pulmones de Félix, pero no sintió que se le rompiera nada. La masa gomosa de la bestia y su blanda corpulencia habían amortiguado la caída. Se puso en pie a toda velocidad y saltó desde la cabeza del monstruo al borde del estanque, poniendo buen cuidado en no tocar el agua. En el momento en que saltaba, advirtió que Gotrek y Snorri habían derrotado a las arpías, y la mayoría de las supervivientes habían alzado el vuelo y aleteaban con rapidez para quedar fuera del alcance de los Matadores. Una mirada atrás le confirmó que la criatura del estanque ya se deslizaba de vuelta bajo la superficie de fétidas aguas.

Snorri se inclinó para recoger su martillo caído, y luego miró a Félix y le dedicó una ancha sonrisa.

—Buen lanzamiento, ¿eh? —dijo.

Félix se contuvo para no golpear al enano con la espada.

—Pongámonos en marcha —intervino Gotrek—. No tenemos todo el día para perder.

* * * * *

Félix se detuvo y se frotó el hombro. La contusión era dolorosa y tenía la zona sensible, aunque, por suerte para él, las garras de la arpía no le habían herido la piel, si bien habían roto algunos de los eslabones de la malla y las puntas se le habían clavado en el justillo de cuero que llevaba debajo y en su brazo. Eran más probablemente rasguños que heridas auténticas, y en condiciones normales se habría entretenido en lavarlas y vendarlas; pero en medio de aquellas ruinas habitadas por el Caos no sentía ningún deseo de detener la marcha, y menos aún de quitarse la cota de malla. Además, lo cierto era que no había visto agua ninguna de la que se pudiera fiar.

Mientras Félix se rezagaba, Gotrek y Snorri habían continuado ascendiendo por una escalera que parecía interminable. El poeta corrió para darles alcance porque no quería quedarse solo. La meditativa quietud del lugar no había hecho más que intensificarse después del ataque de las arpías y se preguntaba con qué cosa maligna podrían encontrarse a continuación.

Le dolían las piernas a causa del constante ascenso. Habían subido unos diez pisos, pero el estanque aún era visible allá abajo. Tropezó de repente, y una calavera deformada, humanoide pero provista de cuernos de cabra, se alejó de su pie rodando con estrépito. Félix se inclinó y la recogió. Era ligera y fría, y tenía un tacto seco. Al mirar el interior, vio marcas paralelas alrededor de la coronilla, y por la mente le pasó la imagen de una arpía metiendo la garra dentro de la cabeza cercenada para sacar los sesos y devorarlos. Se apresuró a arrojar la calavera lejos de él; al caer, golpeteó entre los huesos que sembraban el piso de la galería.

Era obvio que habían llegado a la zona en que anidaban las arpías, porque por todas partes había huesos quebrados con el tuétano extraído y despojados de carne. Los esqueletos de hombres bestia, mutantes y humanos yacían mezclados unos con otros. Muchos de ellos estaban sucios de excrementos de color marrón claro y el hedor era tan espantoso que le provocó náuseas a Félix a pesar del pañuelo de cuello que le cubría la boca. Se preguntó cuántas galerías más habría, y si podría atravesar una sola más sin vomitar.

«¿Por qué Muller habrá instalado aquí su madriguera?», se preguntó. ¿Cómo había sobrevivido en medio de todos aquellos monstruos feroces? ¿Acaso su magia había impedido que lo atacaran? ¿O habría llegado a alguna clase de arreglo con las criaturas? Félix comprendió que nunca llegaría a saberlo y, en realidad, no estaba seguro de quererlo realmente. No soportaba pensar en los pactos y alianzas que debían ser necesarios para sobrevivir en un lugar como aquél, y eso sin considerar las cuestiones de la comida y la bebida.

Tal vez Muller incluso estaba cuerdo al llegar allí, pero se había vuelto loco a causa de una dieta que debía consistir en carne contaminada y aguas corrompidas por la piedra de disformidad. El poeta no quería pensar que ésa podría ser la única opción también para él y sus compañeros si no encontraban pronto una salida de aquel lugar. En ese momento, le pareció preferible la muerte a una existencia semejante, pero, ¿quién podía estar seguro? Tal vez se volvía más fácil a medida que el cerebro de uno degeneraba y la locura inspirada por la piedra de disformidad consumía la mente. Tal vez uno incluso llegaba a disfrutar. Una vez más, apartó el pensamiento de su cabeza y, al hacerlo, se dio cuenta de que, por fin, había llegado al último peldaño de la escalera.

En lo alto, Gotrek se hallaba ante una enorme arcada cuyo dintel estaba cubierto por una masa de cabezas de demonio que sonreían con aire burlón; tenían los monstruosos colmillos desnudos y la lengua fuera. Las expresiones eran lunáticas, libertinas y llenas de locura, y Félix se preguntó en qué estado estarían las mentes capaces de tallar cosas semejantes. La arcada en sí estaba sellada por una enorme losa de piedra donde habían tallado los caracteres deformes que Félix había llegado a asociar con los seguidores de los Poderes Oscuros. Cada vez resultaba más evidente que, al menos, esa zona de la ciudad en ruinas era, desde hacía mucho tiempo, el hogar de los esclavos de la Oscuridad.

Gotrek tendió una mano para empujar la losa, pero no sucedió nada. La piedra no se movió siquiera. Poco a poco, el Matatrolls fue ejerciendo cada vez más presión, hasta que los músculos se hincharon y ondularon por toda su espalda y sus brazos. El sudor le perló la frente y comenzó a respirar con un jadeo ronco. Snorri se unió a él, pero ni siquiera la fuerza combinada de ambos causó efecto alguno en la losa de piedra. Félix ni siquiera se molestó en ayudarlos, ya que no había espacio suficiente para que pudiera meterse entre ellos y, de todas formas, dudaba que su esfuerzo pudiese servir de mucho, comparado con la enorme fuerza que ejercían los dos enanos.

Al fin, Gotrek renunció, retrocedió un paso y se rascó la cabeza con una mano enorme. Recogió el hacha; pareció que estaba dispuesto a golpear la losa de piedra con ella, pero luego se limitó a sonreír y tendió una mano para tocar una de las burlonas cabezas de demonios tallada en el dintel. Empujó la lengua hacia abajo, y al hacerlo la piedra se abrió. Por la abertura salió rodando Snorri, que aún empujaba, y se detuvo sobre las polvorientas losas del suelo que había al otro lado.

—No se ha hecho daño. Ha aterrizado de cabeza —murmuró Gotrek, que luego cruzó la arcada.

Tras echar una última mirada a las galerías que dejaba atrás, Félix se apresuró a seguirlo.

Salieron a un amplio espacio plano, abierto al cielo. Ante sí tenían una barrera de piedra como una muralla almenada, y a sus espaldas se alzaba una sólida pared. Félix avanzó hasta la barrera para mirar abajo, y de inmediato se dio cuenta de que se encontraban en el penúltimo nivel de la cumbre de un gigantesco zigurat, porque bajo ellos se hallaban los escalones inferiores. Cerca de donde estaban había una escalinata de peldaños monstruosos que descendía hasta el suelo. La escalera también ascendía hacia la cúspide de la pirámide, y Félix subió por ella con presteza. En lo alto había un saledizo abierto, viejo y en proceso de desmoronamiento, que se extendía sobre un amplio espacio vacío. Félix avanzó con precaución por el saledizo y miró hacia el fondo.

Debajo de él, muy abajo, estaba el estanque en el que había morado el ser monstruoso y todas las galerías donde anidaban las arpías del Caos. Había cadenas y grilletes a lo largo de los bordes del saledizo protegido por un antepecho, y con lentitud comprendió qué finalidad tenía aquella plataforma. Era un lugar de sacrificio. En otros tiempos eran llevadas allí víctimas vivas y entre alaridos, arrojadas desde el saledizo al estanque del fondo, donde las devoraba el morador de las aguas oscuras. Tenía que ser un final terrible, y Félix se preguntó cómo estarían de locos los que habían inventado aquello.

¿Acaso aquel enorme zigurat había sido construido con esa única función? ¿O en otra época había servido a un propósito diferente que luego se había corrompido al propagarse el inmundo poder del Caos por aquellas ancestrales tierras? ¿Era siquiera posible, como había sugerido antes Gotrek, que toda aquella estructura hubiese sido creada por el capricho de uno de los Dioses Oscuros o de sus demonios servidores?

Félix decidió que ninguno de esos pensamientos contribuiría a hallar su salvación. Habían salido a cielo abierto, pero no tenían ni idea de dónde estaba la nave aérea ni de cómo podían localizarla. Y si no lograban hacer eso, estarían condenados.

Le volvió la espalda a la vertiginosa caída y sondeó el horizonte. «Seguramente —pensó—, si la nave aérea aún se encuentra sobre la ciudad, será visible». Entrecerró los ojos para soportar la extraña luz que se filtraba a través de las nubes e intentó concentrarse; ¡qué bien le habría venido en ese momento el telescopio que había dejado a bordo! Lo único que pudo ver fue una nube de arpías que describían círculos por encima de ellos.

Luego, para su asombro, muy a lo lejos, vio un pequeño punto oscuro que parecía avanzar en su dirección, y le rezó fervientemente a Sigmar para pedirle que fuese la Espíritu de Grungni. Después corrió hacia el borde exterior del nivel más alto del zigurat y les gritó a los enanos que subiesen a reunirse con él; pero al hacerlo advirtió que una enorme horda de hombres bestia habían salido de los edificios circundantes que se encontraban abajo y corrían a toda velocidad por las calles hacia el zigurat. Por encima de sus cabezas aletearon dos arpías profiriendo gritos en su inmundo idioma.

Sin duda, eran ellas las que habían atraído la atención de los hombres bestia. Antes de que pudiera echarse al suelo, uno de los bestiales adoradores del Caos reparó en él, porque blandió su lanza en el aire y señaló a Félix con un brazo extendido. La totalidad de la repugnante horda profirió un aullido de triunfo y comenzó a ascender corriendo la larga escalera. Félix maldijo su suerte y se marchó rápidamente a reunirse con Snorri y Gotrek.

Los dos Matadores parecían sentir una profunda indiferencia ante el hecho de que varios millares de hombres bestia corriesen hacia ellos; sin embargo, eran demasiados para que pudiesen matarlos a todos incluso dos formidables guerreros como ellos.

—La escalera es un buen sitio para hacernos fuertes —observó Gotrek—. Es estrecha. No serán muchos los que puedan llegar a la vez hasta nosotros. Buena matanza.

—No me parece justo —lo contradijo Snorri—. Estarán cansados para el momento en que lleguen hasta nosotros. Toda esa carrera y luego todo el ascenso… Tal vez deberíamos bajar para encontrarnos a medio camino.

—Son engendros del Caos. No haremos nada por favorecerlos.

—Me parece justo. Snorri entiende tu punto de vista.

Félix sacudió la cabeza con desesperación. Iba a morir, y moriría en compañía de dos maníacos. Aquello era demasiado. Había sobrevivido a magia maligna, a los ataques de un monstruo con tentáculos y a una bandada de arpías mutantes, sólo para ser derribado, al fin, por una horda de monstruos deformes de paso bamboleante, bestias que aún conservaban la silueta de hombre.

Alzó la cabeza a los cielos para pedirle al bendito Sigmar que simplemente lo hiriera y acabara de una vez con el asunto. Entonces se dio cuenta de que el punto lejano había aumentado de tamaño hasta adquirir la definida silueta de la nave aérea, y se dirigía directamente hacia ellos. Félix volvió a mirar hacia la escalera del zigurat. Los hombres bestia estaban casi a medio camino. Miró otra vez a la nave. Se encontraba mucho más lejos que los hombres bestia, pero también avanzaba a una velocidad muy superior. Apenas se atrevía a esperar que llegase hasta ellos a tiempo.

Los hombres bestia ya habían ascendido mucho; constituían una impetuosa ola de carne deformada que blandía lanzas y aullaba gritos de guerra. Félix podía oír con claridad el pataleo de los cascos y pezuñas sobre los escalones de piedra. Se le aceleró el corazón y se le secó la boca. Aquello era casi peor que una muerte segura, pues entonces había una débil esperanza de que lograsen salir con bien de la situación.

La nave aérea pasó a poca altura sobre los hombres bestia, y Félix pudo ver que habían limpiado el exterior; todos los motores estaban en funcionamiento y los rasgones de la bolsa de gas habían sido reparados. Le parecía imposible que hubieran realizado tanto trabajo en tan poco tiempo. No cabía duda de que los enanos habían estado atareadísimos. Según pudo ver, las puertas laterales de la nave estaban abiertas, al igual que la trampilla de la parte inferior. Alguien había abierto también las portillas, y una lluvia de esferas negras descendía sobre la horda que avanzaba. Una de ellas, que estalló en el aire, lanzó metralla en todas direcciones e hizo aullar de dolor a los hombres bestia. ¡Los enanos de la nave estaban arrojando bombas!

Cayeron más y más, que abrieron grandes brechas en las filas de hombres bestia, y las inmundas criaturas del Caos se detuvieron y agitaron sus armas hacia el cielo. Uno o dos arrojaron sus lanzas, pero éstas no llegaron a la nave, y al caer de vuelta hacia la apretada masa de hombres bestia ensartaron a sus propios camaradas. Por un momento, Félix se atrevió a esperar que serían derrotados por el miedo ante la pasmosa aparición que flotaba sobre sus cabezas; pero luego, una especie de jefe más corpulento que emergió entre la arremolinada muchedumbre le gritó al resto de la horda que avanzara, y los hombres bestia prosiguieron el ascenso. No obstante, los preciosos momentos de confusión le habían dado a la nave aérea tiempo suficiente para avanzar hasta situarse casi sobre Félix y sus compañeros, y el poeta vio a Varek en la trampilla, sobre él, desenrollando la amada escalerilla de cuerda del vehículo. En ese instante profirió un largo suspiro de alivio; tenía la certeza de que estaba salvado.

Y entonces la nave pasó de largo y se llevó la escalerilla consigo. «¿A qué están jugando?», pensó Félix al mismo tiempo que se arriesgaba a echarles una mirada a los hombres bestia que ascendían. ¡Ése no era momento para bromas estúpidas! Entonces se dio cuenta de qué había sucedido. La nave aún era arrastrada por la inercia de la gran velocidad a la que había navegado para salvarlos, y el aullido de los motores en lo alto le dijo que Makaisson había invertido la marcha de los mismos y estaba frenando con pericia.

La Espíritu de Grungni quedó flotando justo encima del pozo del centro del zigurat, y Félix se volvió hacia los Matadores.

—¡Vamos! —bramó—. ¡Tenemos que encontrar Karag-Dum! ¡Allí está vuestro destino!

Los Matadores lo miraron como si estuviese loco, y el poeta se dio cuenta de que querían desperdiciar de verdad sus vidas en aquella batalla sin sentido contra un número muy superior de enemigos. En ese momento tuvo una inspiración.

—¡En Karag-Dum hay un demonio! Contamina el sagrado suelo de los enanos. ¡Vuestro deber es matarlo!

«Bueno —pensó—, he hecho todo lo posible para disuadir a los Matadores de su locura». Había llegado el momento de marcharse. Sin volver la vista atrás, subió corriendo las escaleras y salió a la rampa desde la que en otros tiempos arrojaban a las víctimas de sacrificio. La escalerilla pendía justo en el centro del pozo central, lejos, demasiado lejos para que pudiese saltar y alcanzarla. Detrás de él podía oír los rugidos de los hombres bestia. Parecían estar casi encima. Se arriesgó a echar una mirada atrás y vio que Snorri y Gotrek blandían sus armas con aire desafiante. Sabía que sólo podía ser cuestión de minutos que la horda le diese alcance.

Al volver la vista vio que la escalerilla se movía hacia él, y entonces tomó una decisión instantánea. Envainó la espada, saltó en el aire y tendió los brazos para aferrar la escalerilla. Por un instante, tuvo la vertiginosa sensación de la enorme caída que había debajo, pero luego los dedos de una de sus manos se agarraron a la cuerda. Le pareció que el tirón iba a arrancarle el brazo de la articulación; le causó un dolor terrible en el hombro magullado por la arpía. De alguna forma, logró sujetarse y, tras agarrarse a la oscilante escalerilla con la otra mano, comenzó a ascender por ella. Se arriesgó a echar una mirada hacia abajo y vio que avanzaban en dirección al borde de la rampa.

—¡Snorri! ¡Gotrek! —gritó para animarlos.

Apenas más allá y justo debajo de ellos, vio aparecer los primeros hombres bestia. Los Matadores alzaron la mirada y, casi al mismo tiempo, extendieron los brazos para cogerse a la escalerilla. Ambos lograron agarrarla cuando pasó por encima de ellos y fueron arrastrados fuera del zigurat, suspendidos en aire. Félix vio la gran masa de rostros bestiales que lo miraban con ferocidad desde el saliente. En ese momento, caía sobre ellos una lluvia de grava, y Félix comprendió que Makaisson estaba largando lastre para ascender con rapidez. Los adoradores del Caos sobre los que caían el sedimento y los cantos rodados respondían arrojando sus lanzas, y el poeta cerró los ojos por reflejo cuando pasaron zumbando junto a sus oídos. Luego los hombres bestia quedaron atrás sobre el zigurat de sacrificio, y la nave aérea comenzó a ganar altitud con rapidez.

Al volver los ojos hacia el lugar del que habían partido, vio que estaba sucediendo algo espantoso. Antes de darse cuenta del peligro que corrían, los jefes de los hombres bestia que cargaban a la carrera habían pasado por encima del borde de la rampa y estaban cayendo al vacío. Sólo unos pocos habían tenido tiempo de darse cuenta de lo que sucedía y proferían rugidos de horror y miedo. Sin embargo, empujados por el ímpetu de los que venían detrás, se precipitaban igualmente desde el borde de la rampa hacia el abismo que tenían debajo.

Félix ofreció una plegaria de agradecimiento a Sigmar por haberlos salvado y comenzó a ascender, una mano después de la otra, por la escalerilla que lo llevaría al interior de la Espíritu de Grungni. Una vez a salvo allí, se volvió para tenderles una mano a los Matadores y ayudarlos a entrar en la nave aérea.

—Nos hemos perdido una buena pelea —dijo Snorri—. Es una lástima que hayan aparecido para salvarnos.

Félix le echó a Snorri una mirada penetrante. ¿Era tal vez posible que aquel idiota estuviese haciendo una broma? A lo lejos aún podía oír los alaridos de los hombres bestia que caían.

* * * * *

—¿Cómo nos encontrasteis? —le preguntó Félix a Varek cuando la ciudad en ruinas se desvaneció tras ellos en la oscuridad.

—Después de que desaparecierais, acabamos las reparaciones, y todos los tripulantes de los que pudimos prescindir se pusieron a mirar por los telescopios —explicó Varek—. Tuvimos suerte. Vimos una gran bandada de esas cosas aladas que salían del zigurat situado en el centro de la ciudad y decidimos que algo debía de haber atraído su atención. Pensamos que aunque sólo encontráramos vuestros cadáveres, valía la pena el esfuerzo.

Félix se dio cuenta de lo afortunados que habían sido en realidad. Lo mismo que había atraído a la horda de hombres bestia había captado también la atención de la tripulación de la nave. Se estremeció al pensar en lo que podría haber sucedido si hubiesen luchado con aquellas criaturas durante la noche. Jamás los habrían encontrado.