TRECE
La tormenta de disformidad
Félix presionó la nariz contra el frío cristal de la ventana, y por primera vez se sintió aterrorizado de verdad. Acababan de sonar los cuernos que llamaban a la tripulación a sus puestos de combate, y todos los enanos habían corrido a ocupar su posición en las armas y los motores. Habían dejado a Félix allí, ocioso, como un espectador impotente en ese momento de miedo. Miró hacia el sobrenatural paisaje que se extendía allá abajo.
El desierto tenía una belleza salvaje y terrible. Enormes formaciones rocosas se encumbraban sobre rutilantes arenas como estatuas de monstruos erosionadas por el viento. Junto a las orillas de un lago de color esmeralda que destellaba bajo el cielo carmesí, dos ejércitos enormes marchaban el uno hacia el otro en una marea de carne y metal. Félix se preguntó por la causa de su miedo, ya que los guerreros del Caos que avanzaban allá abajo no parecían ocuparse en lo más mínimo de la nave que los sobrevolaba. Estaban demasiado concentrados en los movimientos del otro. Sólo de vez en cuando miraba hacia arriba un hombre bestia o un guerrero del Caos y blandía su arma. No parecía que las armas de proyectiles que llevaban tuvieran el alcance suficiente para acertar a la nave. Sin embargo, Makaisson había hecho sonar la alarma sólo para asegurarse del todo, y Félix no podía reprochárselo. El número y la demente ferocidad de la multitud de allá abajo resultaban aterradores.
Ambos eran ejércitos descomunales, probablemente los más numerosos que había visto en toda su vida. Millares de hombres bestia avanzaban como un mar de animales astados y con pezuñas que hubiesen adoptado postura erecta hasta convertirse en una retorcida parodia de seres humanos. Félix había luchado antes con aquellos seguidores de la Oscuridad, pero entonces había algo en su número descomunal que los hacía parecer más aterrorizadores que nunca. Enormes pendones se alzaban en medio de los ejércitos y constituían una retorcida parodia de los emblemas heráldicos de su lejana tierra natal. Hombres monstruosos ataviados con armaduras negras increíblemente ornamentadas marchaban a la cabeza de cada ejército o cabalgaban en sus flancos sobre corceles mutantes junto a los cuales incluso los más grandes caballos de guerra de los humanos parecían pequeños.
Había millares y más millares de guerreros, y eso hizo pensar a Félix. ¿Cómo podía mantener a unos regimientos semejantes una tierra tan árida como aquélla? Resultaba obvio que en ese lugar se practicaba la brujería. Al contemplar aquellos inmensos ejércitos, recordó las descripciones que había leído sobre las anteriores incursiones del Caos en tiempos de Magnus el Piadoso, cuando Praag había sido asediada y parecía que las fuerzas de los Dioses Oscuros estaban a punto de borrar de la faz de la tierra todo el mundo civilizado. Siempre le habían parecido ligeramente irreales las espeluznantes descripciones de demonios y sus enormes hordas de seres retorcidos y salvajes; pero los ejércitos que entonces veía allá abajo hacían que esas visiones infernales resultasen demasiado plausibles. Fácilmente podía imaginar a esos poderosos ejércitos irrumpiendo a través del paso de la Sangre Negra y asolando las tierras de los hombres. Por primera vez, comenzó a entender de verdad el poder del Caos, y se preguntó por qué aún no había devorado el mundo entero.
Con un rugido que pudo oír incluso por encima del estrépito de los motores de la nave, los ejércitos cerraron la distancia que los separaba. Félix apuntó con el telescopio y enfocó a las lejanas figuras, lo que transformó las diminutas marionetas en guerreros vivos.
Un jinete enorme, ataviado con una armadura de negro hierro sobre la que había grabadas runas de rojo relumbre, cargó con su caballo de guerra armado de púas contra una multitud de hombres bestia. Aquel inmundo caballero blandía una enorme hacha de guerra en cada mano. Los arreos del caballo lucían fantásticos ornamentos, el animal llevaba la cabeza cubierta por una máscara moldeada que le confería los rasgos de un dragón demoníaco, y la armadura que le protegía el cuerpo estaba segmentada como el caparazón de un ciempiés; cada segmento contenía numerosos discos tallados en forma de máscaras demoníacas de expresión burlona. El jinete que lo montaba se lanzó a toda velocidad contra una banda de hombres bestia. Su hacha decapitó a un enemigo con cada tajo, los cascos del caballo le hicieron saltar los sesos de otro y continuó adelante pisoteando los cuerpos de los muertos hasta convertirlos en fango sangriento. Tras el caballero, sus compañeros cargaron con fervor de maníacos hacia las manadas de hombres bestia, que los superaban en número por más de veinte a uno. Parecían no tener miedo ni importarles si vivían o morían.
En otra parte del campo de batalla, minotauros monstruosos armados con hachas del tamaño de pequeños árboles se abrían paso a tajos, derribando todo lo que se les ponía por delante. Se encumbraban sobre los hombres bestia como los adultos se encumbran sobre los niños pequeños, y a Félix le pareció que un hombre bestia tenía tantas probabilidades de vencer a uno de aquellos minotauros como las que tenía un niño de vencer a un hombre en la plenitud de su madurez. Mientras el poeta miraba, uno de los gigantes con cabeza de toro cogió con los cuernos a un ser con cabeza de cabra y lo levantó del suelo mientras éste pataleaba y chillaba. Con una sacudida de la cabeza, el monstruo envió a su víctima ensangrentada volando por el aire, y ésta aterrizó a veinte pasos de distancia sobre sus camaradas; una docena salió rodando por la arena ensangrentada a causa del impacto. Pero luego el resto de los hombres bestia se echaron encima del minotauro y lo estocaron con sus lanzas, le treparon por las patas y lo acosaron como una manada de perros salvajes acometería a un oso. La descomunal criatura cayó y desapareció en una nube de polvo, pisoteada por las pezuñas de los hombres bestia y ensartada por sus lanzas.
Unos humanoides alados con rasgos demoníacos alzaron el vuelo como una bandada de murciélagos monstruosos y comenzaron a describir círculos sobre el campo de batalla. Al principio, Félix temió que fuesen a atacar la nave aérea y buscó con las manos la empuñadura de la espada, pero luego la bandada infernal profirió un chillido monstruoso que taladraba los oídos y descendió sobre las hordas de hombres bestia. Asestaban golpes con las garras provistas de zarpas y descuartizaban a sus víctimas con una fuerza que parecía sobrenatural, antes de que sus frenéticos enemigos los hicieran pedazos a ellos.
En el centro de toda esa aullante locura, se erguía una figura gigantesca, ataviada con la armadura más fantásticamente adornada que Félix hubiese visto jamás. Cada sección parecía moldeada con sonrientes calaveras y rostros de gárgolas de mueca burlona. El guerrero iba montado sobre un corcel esquelético, que apenas parecía capaz de sustentar su enorme peso, y sin embargo se movía con la rapidez del viento. En la mano derecha, el paladín del Caos tenía una enorme guadaña, y en la izquierda, llevaba un estandarte donde se veía un trono de calaveras cuyas cuencas vacías lloraban lágrimas de sangre. El señor de la guerra les daba órdenes a sus seguidores con amplios gestos que barrían el aire con la guadaña, y las hordas de guerreros menores de armadura negra saltaban a obedecer, corriendo hacia su muerte o a matar a sus enemigos con un extraño júbilo salvaje.
Félix tuvo que admitir que eran aterradores. Contempló, espantado, el absoluto frenesí con que se libraba el combate. Jamás había visto un odio tan demencial como el que esos dos ejércitos parecían sentir el uno hacia el otro, y de pronto se le ocurrió que aquélla era la razón por la que los seguidores de la Oscuridad aún no habían invadido el mundo. Estaban tan divididos entre ellos como lo estaban las naciones de los hombres; más aún, en realidad. Entonces, tal vez fueran ciertos los rumores de rivalidad entre los Poderes Malignos. Por eso, Félix se sintió profundamente agradecido, porque allí había unos ejércitos que inspiraban respeto y miedo.
Y en todo aquello había también algo turbador. ¿Y si esos poderes dejaban un día las rivalidades de lado y se volvían hacia el mundo? ¿Y si un poderoso señor de la guerra llegaba a alzarse sobre las fuerzas del Caos y las unía en una sola horda invencible? Entonces, sus incontables huestes marcharían hacia Kislev y las tierras que se extendían más allá. De pronto, la fortaleza de Straghov y sus mil lanceros le parecieron lastimosamente insuficientes.
En cuestión de minutos la nave aérea pasó por encima del campo de batalla y éste fue haciéndose cada vez más pequeño detrás de ellos, perdido en la inmensidad del interminable desierto. Con independencia de lo vastos que fuesen los ejércitos que batallaban, aquel paisaje podía reducirlos a algo más insignificante aún que las hormigas. Una extensa zona de oscuras tinieblas cubría el horizonte septentrional, y su sola vista llenó al poeta de presagios. Dejó escapar el aliento en un largo suspiro y regresó a su camarote para dormir.
* * * * *
Las sacudidas de la nave aérea despertaron a Félix, que se sintió infeliz porque había estado soñando con Ulrika. Se incorporó en el mismo momento en que un enorme estrépito resonaba por los corredores de acero, y toda la barquilla vibró como si la hubiesen golpeado con un martillo descomunal. El estómago le dio un salto en el momento en que la lámpara de la pared se balanceó e hizo danzar las sombras por todo el camarote. En ese breve instante, tuvo la certidumbre de que iba a morir.
Se incorporó y miró por la portilla. En el exterior sólo vio oscuridad arremolinada. Luego se produjo un destello de increíble rayo verde de múltiples bifurcaciones, que descendió del cielo y se perdió en las tinieblas. Pasados unos segundos, habló la voz del trueno y la totalidad de la nave volvió a sacudirse. Las vibraciones arrojaron a Félix de la cama y lo hicieron rodar por el piso y, al ponerse en pie de un salto, se golpeó la cabeza contra el techo. A causa del dolor, danzaron lucecitas ante sus ojos. Tendió una mano para apoyarse en la pared y mantener el equilibrio. Para su sorpresa, la pared estaba tibia.
A la vez que luchaba para mantener el equilibrio sobre el piso que no dejaba de moverse, salió al corredor y se encaminó hacia la sala de control. El sonido del trueno le resonaba en los oídos y apenas era capaz de controlar el terror que le atenazaba las entrañas. Ésa era mucho peor que cualquiera de las turbulencias anteriores. Era como si un gigante hubiese cogido la nave aérea con una mano enorme e intentase derribarla. Podía oír el rugido de vientos titánicos que pasaban alrededor del casco. «En cualquier momento —pensó—, la nave se partirá como un melón maduro golpeado por un martillo», y él y todos los demás tripulantes de la nave caerían desde una altura de mil pasos de aire sacudido por la tormenta para estrellarse contra el suelo.
Era la sensación de impotencia la que resultaba tan aterradora; el conocimiento de que no había nada que pudiese hacer para impedir que sucediera cualquiera de esas cosas. No había manera de bajarse de la Espíritu de Grungni, como no fuera saliendo por las trampillas del techo de la barquilla y saltando hacia una muerte segura. Al menos en la batalla podía hacer algo: blandir una espada, matar a un enemigo. Allí y en ese momento, no podía hacer nada más que rezarle a Sigmar, y dudaba mucho, dado el emplazamiento en que se hallaban, que hubiese algo que pudiera hacer el Dios del Martillo para protegerlos. Los veinte pasos que lo separaban de la sala de control parecían eternos, y Félix creía seriamente que cada paso podía ser el último que diera.
Cuando por fin llegó a su destino, vio que los enanos se aferraban a sus puestos de control como si fuesen su última esperanza de vida. Gotrek se encontraba de pie en el centro. Llevaba el hacha negligentemente sujeta en una mano, tenía un aire casi relajado y mantenía el equilibrio sobre la agitada cubierta con pequeños ajustes de postura. En su rostro no se veía ni rastro de miedo; en cambio, mostraba una sonrisa fija del tipo que, por lo general, lucía sólo en el combate. Félix advirtió que las runas de la hoja de su hacha resplandecían en color rojo. Makaisson luchaba con el timón; los enormes músculos tensos, los descomunales tendones abultados como cables bajo la piel tatuada. El anciano Borek se encontraba atado mediante correas a uno de los sillones, mientras que Varek se acurrucaba detrás de él con una expresión entre miedo y asombro en el rostro. Snorri no se veía por ninguna parte.
—¿Qué está sucediendo? —gritó Félix, que intentó hacerse oír por encima de los ecos del trueno, el rugido del viento y el estruendo de los motores.
La barquilla se sacudió una vez más y tuvo la vertiginosa sensación de estar cayendo, como si la nave hubiese perdido sustentación y se precipitara hacia la tierra como una piedra.
—¡Tormenta de disformidad, humano! —bramó Gotrek—. ¡Es la peor que he visto!
El inquietante rayo verde estalló una vez más, y su destello iluminó intensamente la totalidad de la cabina. La sombra de Makaisson se alargó hasta cubrir todo el piso, y después se apagó. Daba la impresión de haber caído a pocos metros de distancia, y Félix advirtió que, una vez pasada la descarga, unas partículas de polvo resplandeciente como una nube de coloridas luciérnagas llenaban el campo visual hasta donde podían ver. Luego, el restallar del trueno casi lo ensordeció, y la nave comenzó a caer una vez más. Pasado un momento cesó la sensación de caída, y la nave se enderezó como un barco al coronar una ola.
El poeta avanzó hasta la ventana con paso tambaleante, y miró hacia abajo. A través de una brecha abierta en las nubes, a la luz trémula de los rayos, creyó captar un atisbo del suelo. Se hallaba a pocos centenares de pasos debajo de ellos, formado por dunas de destellante arena que ascendían y se desmoronaban, empujadas ante los titánicos vientos como cachones espumosos en un mar agitado por la tormenta. El viento sacudía la enorme nave aérea como un terrier sacudiría una rata. Félix sabía que, tras una docena de latidos de corazón, serían arrojados contra el suelo, y que la nave se doblaría y partiría como un bote de juguete lanzado contra una pared por un niño malcriado.
—¡Malakai! ¡Vamos a estrellarnos! —gritó—. ¡Estamos casi en el suelo!
—Entonces, ven aquí y échame una mano, muchacho. Tira de esa palanca de altitud con toda tu alma y mantén los ojos bien abiertos. Los instrumentos han dejado de trabajar a causa de esta tormenta.
Félix corrió a situarse junto al ingeniero y tiró de la palanca. Normalmente, ésta se habría desplazado con facilidad, pero entonces parecía atascada. Se apoyó con firmeza en ambas piernas y tiró de ella con todas sus fuerzas; pero la palanca continuó sin moverse. El frío metal se negaba a ceder. Una visión de la nave aérea impactando contra el desierto rocoso llenó la mente de Félix, y tiró una vez más, concentrando toda la fuerza que le prestaba el miedo. El sudor le corría por la frente, sentía que los músculos iban a romperle la piel de tan abultados y supo que si continuaba así durante mucho tiempo más se le reventaría un vaso sanguíneo. No sirvió de nada; la maldita palanca continuaba sin ceder.
—¡No puedo moverla! —gritó.
—Es por el viento en los alerones, muchacho. Lucha contra ti. Sigue intentándolo. ¡No te des por vencido!
Félix continuó tironeando, pero nada sucedía. Sabía que debían de estar a segundos del desastre, y él seguía sin ser capaz de hacer nada. Le ofreció una plegaria a Sigmar por su alma, convencido de que su vida estaba a punto de concluir allí, en los Desiertos del Caos, y de pronto se encontró con que Gotrek estaba junto a él y añadía su descomunal fuerza a la lucha con la palanca. Sin embargo, ésta continuó sin moverse.
La barba de Gotrek se erizó, las venas de la frente se le abultaron, y luego algo cedió. Al principio, Félix temió que sólo hubiesen doblado la palanca, pero no, ya que ésta se desplazaba con lentitud, segura e inexorablemente hacia atrás. Al hacerlo, el morro de la nave se elevó hacia el cielo, y luego pareció que la lanzaban hacia atrás como un galeón atrapado por un cachón gigantesco. La cubierta se sacudió; él y Gotrek perdieron pie y retrocedieron con paso tambaleante hacia la pared trasera de la sala de mando. Félix experimentó náuseas en sus agitadas entrañas. La nave comenzó a saltar de modo incontrolable hacia el cielo, para ser luego empujada otra vez hacia abajo.
—¡Sujetaos bien! —bramó Makaisson—. ¡Esto va a ser duro!
* * * * *
Acechador excretó el almizcle del miedo. Sintió que sus glándulas segregaban hasta quedar vacías, y que luego continuaban intentando excretar. El viento le revolvía el pelaje como un millar de dedos demoníacos. El destellante polvo de piedra de disformidad le llenaba la boca y amenazaba con atragantarlo. Ya había tragado una buena cantidad de polvo y una sensación cálida le bañaba el estómago. Tenía el pelo erizado, el rugido del trueno casi lo ensordecía y las lágrimas le llenaban los ojos a causa del miedo y la constante irritación por la arremetida del viento. Se aferraba a las barandillas de la torre de vigía con las cuatro zarpas, y envolvía la cola en las mismas para anclarse en el sitio. Luchaba por mantenerse agachado dentro del puesto de observación, y sin embargo el viento amenazaba con arrebatarlo de allí y lanzarlo girando hacia su muerte. Era algo casi imposible de soportar.
Maldijo el día en que había abandonado su cálida madriguera de Plagaskaven. Maldijo a Vidente Gris Thanquol por las estúpidas órdenes que le había dado. Maldijo a los estúpidos enanos, a su estúpida nave aérea y a su estúpido viaje. Imprecó contra todos los seres y todas las cosas en las que pudo pensar…, excepto contra la Gran Rata Cornuda, a quien recordaba enviarle, de vez en cuando, una plegaria por su salvación.
Apenas unos minutos antes todo parecía estar en la más absoluta calma. Había ascendido desde su escondite de la bodega hasta la torre de vigía para hacerle el informe diario a Vidente Gris Thanquol. Entonces, la nave vibraba un poco, aunque Acechador se había habituado a esos pequeños movimientos característicos y no les prestó ninguna atención. Pero para cuando llegó al puesto de observación, el movimiento había aumentado y la totalidad de la nave corcoveaba en el aire como un caballo enloquecido. No obstante, nada más asomar el hocico a través de la trampilla superior que desembocaba en el puesto de observación, advirtió que la nave estaba rodeada por la nube de extraño resplandor y sus grotescos rayos multicolores.
La sensata prudencia skaven le aconsejó retirarse al interior, pero había sido retenido allí por una cosa: el picante sabor del polvo de piedra de disformidad en la lengua. Eso lo retuvo donde estaba, fascinado. Era la fuente de una buena parte del tan temido poder del vidente gris, y muy posiblemente la fuente de toda magia. Había pensado que quizá si él ingería un poco, podría también adquirir poderes mágicos; pero hasta el momento no había señales de éstos. Cuando intentó regresar abajo, los malditos enanos habían sellado las trampillas y no había manera de que pudiese abrirlas desde arriba. Lo habían encerrado.
Presa de un miedo frenético, se puso a dar vueltas por el interior de la bolsa de gas, pero los globos, que se desplazaban de manera extraña, lo habían espantado, y al fin se cansó de estar colgado de la escalerilla, y volvió a ascender hasta la torre de vigía, donde el viento se apoderó de él. Sólo había logrado salvarse aferrándose a las barandillas, y entonces no podía hacer nada más que esperar y rezar mientras la nave aérea se zarandeaba debajo de él como una balsa en un tifón.
Otra serie de truenos lo hizo mirar hacia arriba, y vio que numerosos rayos avanzaban por el cielo y se les acercaban cada vez más. La atroz brillantez lo deslumbró, y cerró los ojos con firmeza, aunque sabía, sin el más ligero rastro de duda, que estaban a punto de caer sobre la nave.
Se acordó de enviar una última maldición en la dirección en que debía hallarse Vidente Gris Thanquol.
* * * * *
También Félix vio la línea de rayos que estallaban justo delante de la nave aérea. Makaisson hizo girar el timón por instinto en un intento de evitar que les cayeran encima, pero ya era demasiado tarde. Los verdosos rayos se precipitaron como puñetazos sobre la nave y, en el instante anterior a que lo cegara el tremendo resplandor, el poeta tuvo tiempo de ver que las gemas del mascarón de proa brillaban con la intensidad del sol. Luego, la barquilla se sacudió como si estuviera a punto de hacerse pedazos, y durante un largo momento no vio nada más. Por un segundo lo invadió el terrible miedo de haberse quedado ciego, pero se calmó al recobrar la vista con lentitud. Entonces advirtió que todo lo que había en la cubierta de mando estaba rodeado por un halo de color verde que se desvanecía con rapidez.
El amuleto que le colgaba sobre el pecho estaba tan caliente que casi quemaba, y sintió el impulso de arrancárselo hasta que se le ocurrió que tal vez hacerlo no sería prudente, que quizá lo estaba protegiendo de la magia del Caos que obviamente contenían los rayos. Luego vio que el amuleto que pendía sobre el pecho desnudo de Gotrek relumbraba con ardiente color verde al absorber el halo que rodeaba al Matatrolls. Entonces, de modo repentino, la nave dejó de sacudirse y vio que el cielo que los rodeaba estaba despejado.
Félix se levantó del suelo y cojeó hasta la ventana de la cubierta de mando, desde donde vio que las nubes verdinegras aún se arremolinaban debajo de ellos, y que a veces destellaban con brillante resplandor de luz de bruja cuando el rayo estallaba una y otra vez. Era como mirar hacia un peculiar mar caótico, y Félix casi esperaba ver algún monstruo enorme que se alzara desde sus profundidades e intentara tragarse la nave aérea con las fauces abiertas.
Necesitó unos momentos para darse cuenta de que el zumbido de los motores había cambiado. El sonido fue apagándose con lentitud hasta desaparecer del todo. Las nubes que se extendían por debajo de la nave quedaron atrás poco a poco, y la barquilla comenzó a rotar con suavidad hacia un lado y otro, acompasada por la brisa.
—Hemos perdido potencia —masculló Makaisson—. Es una maldita maravilla.
Snorri escogió ese momento para presentarse en el puesto de mando, bostezando con toda su alma.
—¿Qué ha sido todo ese ruido? —preguntó—. Ha despertado a Snorri.