12: Los Desiertos del Caos

DOCE

Los Desiertos del Caos

Félix sintió que la tristeza se asentaba sobre él como una capa mientras observaba cómo la mansión Straghov quedaba atrás bajo la nave aérea. Las diminutas figuras que los saludaban con la mano fueron menguando lentamente en la distancia, y luego desaparecieron por completo de la vista cuando la Espíritu de Grungni aumentó la velocidad. La mansión fue disminuyendo de tamaño hasta perderse en la inmensidad de los ondulados llanos cubiertos de pasturas, y Félix comenzó a pasearse por la cubierta metálica, intranquilo.

Se preguntaba si volvería a ver a Ulrika alguna vez. Estaba claro que ella pensaba que no, y lo cierto era que se encontraba en una mejor posición que él para saber de esas cosas, puesto que había pasado toda su vida en las fronteras de los Desiertos del Caos. Era raro, pero ya la echaba de menos, cosa extraña si consideraba que no había conocido a aquella mujer hasta unos pocos días antes.

Durante un fugaz, espantoso instante, sintió deseos de ir a ver a Makaisson para pedirle que diera media vuelta a la nave aérea. Quería decirle que se había producido un terrible error y que él no deseaba partir. Descubrió que deseaba haberse quedado con ella, pero las cosas habían sucedido demasiado deprisa y se había visto repentinamente arrastrado, una vez más, por el ímpetu de los enanos. Todos, incluso ella, parecían creer que él se marcharía, así que se había marchado, a pesar de no sentir ninguna inclinación real a hacerlo.

Era típico de la forma en que sucedían las cosas en su mundo personal. Los pequeños acontecimientos adquirían vida propia y, antes de que se diese cuenta, se encontraba atrapado en sucesos disparatadamente inverosímiles, sobre los que no tenía ningún control en absoluto. Se preguntó si la vida de todo el mundo era así o sólo la suya. ¿Todos apilaban pequeñas decisiones sobre pequeñas decisiones como un niño que apila guijarros, sólo para comprender, en el último momento, que habían construido una tambaleante e inestable montaña debajo de sí mismos, de la que no había manera de bajarse sin provocar una avalancha?

Sabía que no podía acudir al jefe de ingenieros para pedirle que diera media vuelta. Más de una razón se lo impedía. La primera y más simple era que Makaisson podría no hacerlo, en cuyo caso Félix perdería el respeto y la buena voluntad de la tripulación sin obtener nada a cambio. La segunda razón era que no tenía ni idea de qué recepción lo aguardaría en caso de que regresase. Tal vez lo que había atraído a Ulrika era la creencia de que había algo heroico en el hecho de participar en aquella empresa, y si abandonaba entonces quedaría señalado como cobarde. Sabía que las gentes de ese duro territorio no querrían tener trato alguno con un cobarde.

Y tuvo que admitir que, tal vez, una parte de él quería seguir adelante pese a todo; ver aquel nuevo territorio, averiguar cómo acabaría todo, medir su valentía ante un desierto que le provocaba consternación incluso a Gotrek. Quizá la forma en que creía que lo juzgaba otra gente era la manera como se juzgaba a sí mismo. Si abandonaba la Espíritu de Grungni abandonaría la visión heroica que tenía de sí mismo y retrocedería a la condición de ser igual que todo el mundo. Quizá una parte de él deseaba de verdad la fama que ansiaban los enanos. No lo sabía. En ocasiones, los motivos que lo movían lo confundían incluso a él; parecían variar con el estado anímico y las resacas.

Sólo estaba seguro de que, en ese momento, se sentía terriblemente mal… y de que quería volver a ver a Ulrika. Su pesimismo, de algún modo, se había extendido a la nave entera, pues todos los enanos guardaban silencio y mostraban expresiones apesadumbradas. Tal vez ellos también sentían la misma tristeza inexplicable, o quizá sólo tenían resaca porque la noche anterior habían bebido como un marinero de Marienburgo cuando está de juerga o, de manera desagradablemente exacta, como enanos ante un lago de bebida gratis. Félix tuvo que admitir que, en ese momento, la nave no era un lugar para gente con resaca, pues la cubierta vibraba de forma visible y, a veces, la barquilla entera se sacudía cuando atravesaban nubes o sectores de turbulencias.

Se encaminó a la cubierta de mando y vio que estaba casi vacía, excepto por la tripulación estrictamente necesaria para hacer que volara la nave. Avanzó con aire malhumorado hasta detenerse junto a Makaisson y miró por la ventana. La vasta masa rocosa de las montañas estaba cada vez más cerca, y vio que se dirigían hacia el paso de la Sangre Negra, que bostezaba ante ellos como la boca de un demonio gigantesco.

Poco tiempo después, se encontraban ya dentro del paso; las altas montañas los rodeaban y los picos más bajos, de extraño brillo, estaban al mismo nivel que la nave. Félix los estudió, pero la sustancia rielante que los coronaba resultaba difícil de mirar. Los ojos se deslizaban por ella como un hombre que diera un traspié sobre el hielo, y descubrió que no podía enfocar de verdad los picos más cercanos. Fue el primer indicio de lo extraño que podía ser el Caos, y estaba seguro de que no sería el último.

El paso en sí mismo era rocoso e inhóspito. Ahí y allá, había rocas de raras formas a lo largo del sendero, y Félix pensó que extrañas runas estrafalarias habían sido talladas en ellas. Al ver que algunas de ellas tenían un relumbre blanco, le pidió prestado a Makaisson su telescopio y las enfocó. Para su horror, descubrió que lo que había tomado por símbolos trazados en tiza eran, en realidad, esqueletos deformados, sujetos a las rocas mediante cadenas. ¿Serían sacrificios humanos dejados allí por los guerreros del Caos, o señales de advertencia dejadas por los kislevitas? Ambas cosas parecían perfectamente posibles.

Varek apareció junto a Félix, y durante unos minutos mantuvo un silencio reverencial. Félix sabía que el joven enano compartía el mismo estado anímico que él.

—Schreiber piensa que estas montañas protegen a todo Kislev —dijo Varek, al fin.

—¿Qué quieres decir?

—Hablé con él cuando estábamos en la casa solariega. Tiene la teoría de que, si no fuese por esta cadena montañosa, el viento arrastraría todo el polvo de piedra de disformidad desde los Desiertos del Caos y además infectaría a la población con mutaciones. Dice que, entonces, todos cambiarían, se volverían deformes y quedarían sujetos a los caprichos de los Dioses Oscuros.

—Pensaba que en Kislev ya había mutantes. Bien sabe Sigmar que he luchado con bastantes de ellos en el Imperio. ¡Aquí no puede haber menos!

Varek alzó los ojos hacia el poeta y sonrió con tristeza.

—En Kislev matan a todos los que presentan el más ligero estigma de mutación…, incluso a los bebés.

—Lo mismo hacen en el Imperio —replicó Félix, aunque sabía que no era estrictamente cierto.

Muchos padres ocultaban a sus hijos mutantes y la gente protegía a los parientes afectados de mutación. A lo largo de sus vagabundeos se había encontrado con casos así. «Los mutantes no son malas personas —pensó—; sólo sufren una enfermedad». Sacudió la cabeza con amargura, pues sabía que ningún enano, y con toda probabilidad tampoco ningún kislevita, estaría de acuerdo con esa conclusión. Aquél era un mundo terrible, en efecto.

—Schreiber asegura que las cosas serían mucho peores si no existieran esas montañas. Según él, constituyen una barrera natural que impide que la mayor parte del polvo llegue al territorio de los hombres. Dice que eso que hay sobre los picos es magia oscura coagulada, el puro material del Caos.

—Ese herr Schreiber tiene muchas teorías interesantes —comentó Félix con acritud.

—Él dice que no son sólo teorías. Ha realizado experimentos en animales con polvo de piedra de disformidad.

—En ese caso, ha perdido la razón. La piedra de disformidad es una sustancia perniciosa que vuelve locos a los hombres. Yo lo he visto.

—Asegura que tiene mucho cuidado y se rodea con magia y toda clase de productos protectores. Mi tío cree en sus teorías, y ésa es una de las razones por las que hay una capa de lámina de plomo dentro del casco de esta nave.

—Creo que, al final, nada bueno nos vendrá de herr Schreiber.

—Me inclino a pensar como tú, Félix, pero a pesar de todo podría tener razón. Mi tío dice que coincide con el saber de los enanos. Algunos afirman que nuestro pueblo comenzó a construir nuestras ciudades bajo tierra durante las primeras grandes incursiones del Caos, hace muchísimo tiempo, y que la roca nos protegió de la contaminación del Caos que ha afectado a otras razas.

Parecía incómodo mientras decía eso, como si no supiese cómo iba a reaccionar Félix ante la acusación de que su pueblo estaba contaminado por el Caos. Sin embargo, según experiencia que le habían proporcionado los viajes por el interior del Imperio y más allá de éste, al poeta le resultaba demasiado fácil creer que eso era verdad, pues la humanidad se entregaba con demasiada facilidad a la adoración de la Oscuridad. Era un pensamiento deprimente.

—Cuando atravesemos estas montañas nos encontraremos en el borde mismo del Reino del Caos —murmuró Varek con turbación.

—¿Crees que nos protegerán los hechizos con los que Schreiber ha rodeado la nave? —preguntó Félix.

—No sé nada de magia, Félix. No es un tema del que los enanos sepamos mucho. Mi tío cree que sí, y se le considera un sabio en la materia.

—Es un hombre extraño, herr Schreiber. ¿Sabes?, me ha pedido que anote mis impresiones sobre los Desiertos por si acaso logramos regresar.

—A mí también me lo pidió. Dice que le ayudará en sus investigaciones.

—Espero que podamos regresar para presentarle un material útil.

—En efecto, esperemos que sea así —asintió Varek con una sonrisa.

* * * * *

Acechador estaba preocupado. Desde el momento en que el hechicero humano había subido a bordo y había comenzado a hacer encantamientos, había sido incapaz de contactar con Vidente Gris Thanquol. Era algo terrible, porque sabía que el brujo skaven iba a culparlo a él, con independencia de cuál fuese la causa real. Quería hacer algo para remediar la situación, pero no sabía nada de brujería. Lo inundaba una sensación de impotencia, y con ésta había llegado el deseo de desgarrar y destrozar, de exorcizar sus miedos matando algo, preferentemente algo débil y desamparado.

Por desgracia, no había dispuesto hasta el momento de ningún candidato al que matar para descargar su furia. La nave aérea estaba llena de enanos bien armados y equipados, y Acechador no tenía consigo a media docena de sus compañeros para que lo animaran a dar rienda suelta a su justa cólera skaven.

Sabía que debía buscar una válvula de escape para sus energías contenidas, y la había encontrado en la exploración de la nave mientras la mayoría de los enanos dormían. Una vez más, había acabado en la prometedora abertura del túnel situada en la parte superior de la barquilla.

Con lentitud y cuidado, hizo girar la enorme asa hasta sentir el chasquido de la cerradura. Empujó la escotilla hacia arriba con todas sus fuerzas, y vio una escalerilla que ascendía. El viento le agitó el pelaje por un momento, y entonces se dio cuenta de que estaba encima de la barquilla. Al alzar la mirada, descubrió que la escalerilla desaparecía en una abertura circular de la tela de la bolsa de gas. Escaló hasta atravesar la abertura, y de inmediato se encontró rodeado por algo semejante a una monstruosa masa de globos que se encontraban fijados en largas hileras dentro de la bolsa de aire por medio de alambres finos.

Ascendió con rapidez por la escalerilla, saltando con la agilidad natural de los skavens, tranquilo por la proximidad de los globos que lo rodeaban. Su agudo olfato hizo que se le estremeciera la nariz y se le erizaran los bigotes, porque reconoció un olor acre en el aire que ningún humano ni enano podría haber detectado. ¡Reconocía aquel aroma! Había captado rastros del mismo cuando estaba en la barquilla, pero no era de allí que procedía el recuerdo del olor. No; lo había percibido por primera vez en los grandes pantanos que rodeaban Plagaskaven, donde las fábricas del pueblo de ratas vertían los subproductos químicos en el fango y las arenas movedizas. A veces, se formaban grandes burbujas en el lugar donde se bombeaba la sustancia vertida, y cuando esas burbujas afloraban a la superficie y estallaban, expelían aquel olor particular.

¿Era posible que los enanos hubiesen metido ese gas dentro de aquellos finos sacos y que fuesen esos millares de globos los que elevaban la nave hacia el cielo? ¿Podía ser que los medios para crear naves aéreas estuviesen ya al alcance de la zarpa de los skavens? ¿Debería comunicarle sus sospechas a Vidente Gris Thanquol?

Consideró esa idea por un momento, y luego decidió que no. ¡Era una teoría absurda! Sin duda, sólo la más poderosa de las brujerías podría mantener aquella nave en el aire. ¡Eso debía de ser lo que había hecho el brujo humano en la madriguera humana de superficie! Debía de haber recargado los hechizos que permitían que la nave volara. Aquellas bolsas de gas debían servir a otro propósito. Quizá fuesen armas; algo así como globos de gas venenoso. Tampoco eso parecía probable, sin embargo, pues nunca había oído que el gas de los pantanos le provocara a nadie algo peor que un fuerte dolor de cabeza.

Ascendió hasta el final de la escalerilla y advirtió que varias pasarelas de cuerda recorrían el interior del globo para permitir el acceso a sus entrañas. Aquél sería un buen lugar para ocultarse si se veía obligado a abandonar la bodega de carga. Al llegar al final, salió a una torre de vigía abierta, situada en lo más alto de la nave. Al parecer, era una especie de cubierta de observación del tamaño aproximado de un bote de remos. Empotrados en una voluminosa caja de metal, había extraños medidores y cuadrantes. Obediente a las órdenes de Thanquol, no se atrevió a tocar ninguno de ellos. Sobre un gran trípode situado junto a la caja, había un telescopio montado encima de una enorme arma de múltiples cañones que a Acechador le recordó a los cañones órgano con los que se había enfrentado durante diferentes batallas con humanos y enanos. Sin duda, el arma estaba destinada a proteger la nave en caso de que fuera atacada desde el aire.

En lo alto, tenía una perfecta visión del cielo. El viento gélido le agitaba el pelaje, y olfateó el aire. ¡Por la Gran Rata Cornuda! ¡Había un levísimo rastro de piedra de disformidad! El pelaje de Acechador se erizó. Si podía hallar la fuente de aquella fabulosa sustancia, sería rico hasta límites que estaban mucho más allá de sus más descabellados sueños de avaricia…, siempre y cuando Thanquol le permitiera conservar una parte. Tal vez sería mejor no mencionarle la preciosa roca del Caos al vidente gris, al menos hasta que no fuese absolutamente necesario. A fin de cuentas, podría estar equivocado.

Había una pasarela que se alejaba por la parte superior de la descomunal estructura, hasta otras torres de vigía emplazadas en la parte frontal y en la posterior de la nave. Se dio cuenta de que estaba mirando una hilera de puestos defensivos similares a ese en el que se hallaba. Daba la impresión de que los enanos no habían dejado nada al azar. ¿Era posible que las pasarelas de cuerda del interior del globo condujeran a otras armas situadas en los laterales de la nave? Tendría que investigar.

Miró a través del telescopio para sondear los alrededores y tomó buena nota de las enormes montañas con sus brillantes picos y los extraños rastros de color que lucía el cielo septentrional, y de pronto, se sintió enormemente desprotegido. Aquél no era sitio para un morador de túneles como él. Había demasiado cielo desnudo, demasiado aire limpio y el horizonte se encontraba demasiado lejos. Sería mejor regresar abajo.

«¡Así que estás ahí!». El pensamiento fue tan poderoso que lo sobresaltó de verdad, y Acechador dio un tremendo brinco vertical con la cola completamente extendida. «¿Dónde has estado?».

«En ninguna parte, ¡oh, el más inteligente de los señores! —pensó Acechador, cuidadoso—. En la nave aérea, como me ordenaste».

«Entonces, nuestros enemigos han protegido su nave con brujería. ¡Incompetente esclavo estúpido! ¡Deben de haber detectado tu presencia!».

Era un pensamiento aterrorizador, y Acechador rezó con toda su devoción para que no fuese verdad. Le explicó con rapidez a la poderosa voz que tronaba dentro de su cabeza lo referente a la presencia del brujo humano dentro de la nave y a la forma en que había envuelto la barquilla en misteriosos hechizos. El silencio que siguió fue tan largo que Acechador comenzó a creer que Thanquol había perdido el contacto. Sin embargo, justo cuando estaba ofreciéndole una oración de agradecimiento a la Gran Rata Cornuda, la imperiosa voz volvió a hablar.

«El brujo humano debe de haber puesto encantamientos a modo de escudos en la nave para protegerla de algo. Los hechizos están sólo en la nave de debajo, no donde te encuentras tú. Vuelve al lugar donde estás cada día a la misma hora, y contactaré contigo».

«Sí, ¡oh, el más poderoso de los potentados!», respondió Acechador con el pensamiento.

Se apresuró a descender otra vez por la escalerilla, y cuando ya se encontraba a medio camino se preguntó si el vidente gris comprendía lo peligrosa que era la orden que le había dado. Tal vez el puesto de vigía estaría ocupado. Quizá no podría cumplir esa orden. Era un pensamiento atemorizador, y Acechador deseó tener consigo algunos subalternos para tiranizarlos y descargar sus frustraciones. Mientras bajaba, se puso a arañar algunos globos con las zarpas; los que estallaron le lanzaron a la cara bocanadas de aquel gas repugnante pero que le era familiar.

No fue hasta el momento en que se encontró a salvo dentro de su caja cuando comenzó a preocuparse por lo que le sucedería si alguno de los enanos reparaba en los globos que había reventado. Tal vez entonces sospecharían que estaba allí, aunque, por otro lado, su natural curiosidad skaven le hizo preguntarse qué pasaría si los reventaba todos.

* * * * *

Félix continuaba observando el suelo que sobrevolaban, como lo había hecho durante horas. Ya habían llegado al principio mismo de los Desiertos del Caos, y debajo podía ver las primeras dunas de extraña arena multicolor que comenzaban a mezclarse con la inhóspita llanura rocosa. El cielo era turbulento, cargado de nubes de insólitos tonos metálicos que corrían por él. El sol raras veces resultaba visible y, cuando aparecía, su esfera parecía más grande y más roja. Tenía la impresión de que no sólo estaban entrando en un territorio nuevo, sino en un mundo totalmente diferente. Las gemas incrustadas en los ojos del mascarón de proa despedían un resplandor brillante, como si el hechizo que contenían se hubiese activado plenamente.

Una vez más, la tremenda velocidad de la nave aérea llenó al poeta de asombro. En las últimas horas habían pasado por encima de montañas altísimas y onduladas llanuras. Esas llanuras no tenían un aspecto demasiado diferente de las de Kislev…, excepto por el hecho de que cuando se las miraba desde más cerca podían verse ruinas calcinadas, cuyas piedras parecían fluir como el agua para adoptar formas nuevas y grotescas. Los charcos y los lagos rielaban con raras tonalidades rosáceas y azules, como si los tiñeran sustancias químicas extrañas.

Después de las llanuras, habían aparecido tierras pantanosas y la tundra. La temperatura experimentó un marcado descenso, y unas ráfagas de nieve carmesí azotaron las ventanas antes de derretirse y correr por los cristales en forma de gotas. A Félix esas gotas le evocaron el inquietante recuerdo de la sangre.

Al fin, también aquellas tierras inhóspitas dieron paso a un lugar donde no crecía nada. Era un llano pedregoso, sembrado de enormes rocas, que a Félix le recordaron antiguos menhires. Le parecía improbable que hubiesen podido erigirlos los seres humanos, pero nunca se sabía. A veces, pasaban sobre pequeñas partidas de hombres bestia, que se golpeaban el pecho y les bramaban desafíos. En otras ocasiones, sobrevolaban grupos de saqueadores humanos, que se dispersaban al acercarse la nave. A través del telescopio, Félix vio que todos ellos presentaban el estigma de la mutación. «¿Cómo pueden sobrevivir en esta tierra insana?», se preguntó, al mismo tiempo que intentaba no pensar en los tétricos relatos de canibalismo y necrofagia que se contaban sobre los cultos del Caos.

Entonces, ya habían dejado muy atrás aquellas inhóspitas tierras y sobrevolaban el rielante desierto. Félix oyó el rítmico golpe del bastón de Borek sobre el suelo metálico mientras el viejo enano se acercaba, y, de pronto, sintió el tacto de su mano correosa en una manga.

—Coge este amuleto y póntelo —dijo Borek—. Ya hemos entrado en los mismísimos Desiertos del Caos, y te protegerá contra su influencia. Intenta mantenerlo continuamente contra la piel, porque así te transferirá sus poderes y te protegerá contra las emanaciones de disformidad de la magia oscura.

Félix aceptó el amuleto y lo sostuvo a la luz. La cadena y el engarce de plata sujetaban una gema que tenía exactamente la forma y el matiz de un trozo de hielo, el tipo de estalactitas congeladas que a menudo había visto durante el invierno colgando de los aleros de la casa de su padre. Era una clase de cristal que no conocía, y al mirar el interior creyó ver un suave resplandor. Tocó la piedra casi esperando que estuviese helada, pero descubrió que, en todo caso, parecía ligeramente tibia. Ladeó la cabeza con aire suspicaz y bajó los ojos hacia el viejo enano.

—Esto lo hizo para ti herr Schreiber, ¿verdad?

Borek le dedicó una sonrisa de gnomo.

—No te fías de él, ¿verdad, herr Jaeger? —inquirió Borek, y Félix negó con la cabeza.

—No me fío de ningún hechicero que tenga tratos con el Caos.

—Es loable, supongo; aunque también un poco tonto.

—He tenido algunas experiencias con la magia y con el Caos —replicó Félix.

Borek miró por la ventana y sonrió con pesar.

—Al igual que yo. Y permíteme decirte que a Maximilian Schreiber le confiaría mi propia vida.

—¡Me alegro! Porque a mí me parece que es exactamente lo que estás haciendo.

—Eres testarudo. Los enanos pensamos que es una cualidad admirable, pero a pesar de todo te equivocas con ese hechicero. Hace muchos años que lo conozco, he hablado con él y he viajado con él. Le he salvado la vida y él me la ha salvado a mí. No está contaminado.

El tono quedo de la voz del señor del saber resultó más convincente que sus palabras, y el poeta pensó que cabía la posibilidad de que el enano estuviese en lo cierto, y sin embargo… Félix había crecido en una tierra donde la magia y el Caos, a menudo, habían sido considerados con horror, y él había tenido algunas experiencias terribles a manos de hechiceros. Resultaba difícil deshacerse de una vida entera de prejuicios, y así lo dijo.

El señor del saber se encogió de hombros, y luego abarcó con un gesto la barquilla en la que se encontraban.

—Incluso los enanos pueden cambiar, herr Jaeger, y eso que nosotros, si en algo nos diferenciamos, es en estar mucho más apegados a las tradiciones y los prejuicios que vosotros. Toda esta nave va en contra de las tradiciones de uno de nuestros gremios más influyentes. No obstante, hemos dejado a un lado los prejuicios porque nuestra necesidad es grande.

—Y tú piensas que es grande mi necesidad de este amuleto.

—Creo que será tu mejor protección contra el Caos, herr Jaeger, mientras tenga potencia su magia, y créeme si te digo que necesitarás protección contra el Caos.

Se volvió y, de manera acelerada, le gritó algo en idioma enano a Makaisson. Para Félix fue una conmoción oírle hablar aquel áspero idioma gutural, ya que, durante los viajes que habían realizado juntos, todos los enanos, en su presencia, habían hablado en Reikspiel. Al principio, pensó que lo hacían por cortesía, dado que él era extranjero y no podía entenderles, pero más tarde había llegado a darse cuenta de que era debido a la mente peculiarmente suspicaz de los enanos. Sí, estaban comportándose de manera cortés, pero también consideraban su idioma como algo sagrado y secreto, y no querían que los forasteros lo aprendiesen a menos que fuesen por completo dignos de confianza. De todos los humanos que conocía, sólo los grados más altos del sacerdocio de Sigmar eran expertos en ese idioma, y se lo enseñaban únicamente a sus propios sacerdotes después de que éstos se ordenaran. Félix supuso que la decisión de Borek de hablarlo en ese momento significaba que él acababa de cruzar alguna barrera y que el viejo enano confiaba en él. Se sintió vagamente complacido.

—Estaba diciéndole al piloto que hiciera descender la nave hacia aquellas ruinas. Me ha parecido reconocerlas —explicó Borek.

Félix siguió la dirección que indicaba el dedo índice del señor del saber. Había edificios derrumbados y otras cosas entre ellos, y al llevarse el telescopio al ojo vio que parecían carros de metal totalmente cerrados, a excepción de una ventana de cristal por la que podían mirar los conductores y cuatro rendijas más en los lados que permitían disparar al exterior con las armas. En la parte trasera, había un peculiar conjunto de chimeneas, y no se veía yugo alguno al que se pudiera atar una bestia de tiro. Algo de aquellos artefactos le hizo pensar en carros de guerra imperiales que hubiesen sido completamente cubiertos con un techo, y también en los tanques de vapor que en una ocasión había visto en Nuln.

—Éste fue el primer campamento de nuestra anterior expedición a los Desiertos —dijo Borek—. ¿Ves esas chatarras oxidadas? Eran nuestros vehículos. Aquí fuimos atacados por una partida de guerra enemiga y conseguimos repelerla sólo a costa de numerosas bajas. Esos túmulos de allí fueron erigidos sobre nuestros muertos.

Félix se dio cuenta de que la nave aérea se había detenido sobre las ruinas y que los otros enanos se estaban reuniendo ante las ventanas y las portillas para mirar hacia abajo. Contemplaban el lugar con el tipo de reverencia que el poeta había observado en los peregrinos humanos que entraban en un santuario. En cierto sentido, era una preocupante prueba de los peligros que aguardaban en los Desiertos. Pero también resultaba tranquilizadora la demostración de que otra gente había viajado hasta allí antes; al menos, la región no era completamente desconocida.

Miró hacia los abandonados vehículos y las tumbas vacías, y la tristeza que había sentido antes regresó redoblada. Aquellas cosas habían permanecido allí casi veinte años, y los únicos ojos que se habían posado en ellas durante ese tiempo habían sido los de los adoradores del Caos y los monstruos. Sintió un verdadero deseo de no haber llegado hasta allí.

—Cerca de aquí están las cuevas donde Gotrek encontró su hacha —dijo Borek con voz queda.

—¿Ah, sí? ¿Fue el fracaso de vuestra expedición el motivo de que Gotrek se convirtiera en Matatrolls?

—No. Eso sucedió más tarde…

Borek sonrió con tristeza y alzó los ojos hacia él, abrió la boca como si fuese a hablar, y luego, como si se diera cuenta de que ya había dicho demasiado, volvió a cerrarla. Félix tenía ganas de preguntarle más cosas, pero comprendió que si el viejo enano no quería hablar, no habría manera de lograr que lo hiciera.

Entonces advirtió que aún tenía el amuleto cogido de manera negligente con una mano. Se le ocurrió la idea de que era indudablemente cierto que el viejo enano sabía más que él acerca de esas cosas, y que quizá debería atender a las palabras del señor del saber. Se pasó la cadena de plata por la cabeza y dejó que la piedra quedara colgando dentro de su camisa. Cuando le tocó la piel, sintió un extraño cosquilleo; luego, lo recorrió un estremecimiento que se desvaneció de inmediato y le dejó sólo una sensación de calor que no le resultó para nada tranquilizadora. Borek le dio unas palmaditas en la espalda.

—Bien —dijo—. Ahora estás mejor protegido de lo que estuvimos jamás en los viejos tiempos.

Félix alzó los ojos hacia el horizonte para rezar una plegaria a Sigmar por las almas de aquellos enanos enterrados allá abajo, y por su propia seguridad. Una repentina premonición de muerte se apoderó de él y no lo abandonó, ni siquiera después de que los motores de la nave aérea volvieran a la vida con un rugido. La Espíritu de Grungni comenzó a avanzar para adentrarse en los Desiertos del Caos.