11: Rumbo al Norte

ONCE

Rumbo al Norte

Félix se reunió con la multitud de campesinos que había en el patio y alzó los ojos hacia la nave. Estaban cargando provisiones, lo que le recordó el desagradable hecho de que se marcharían de allí demasiado pronto.

Desde el patio podía ver cajas grandes y pequeñas, y enormes sacos de cuero, que eran izados con cables por la torre, y luego transportados a mano por la pasarela hasta el interior de la nave. Daba la impresión de que los enanos tenían intención de llevar abundante vodka a bordo para complementar los barriles de cerveza, porque, como había señalado Snorri, nunca se podía ser demasiado cuidadoso con esas cosas. No obstante, la mayoría de las provisiones eran de una naturaleza más básica: carne de caribú ahumada y secada al sol, centenares de panes negros y una cantidad equivalente de enormes quesos redondos. Con independencia de cualquier otra cosa que pudiese suceder, Félix dudaba que fuesen a morir de inanición, a menos que pasasen muchísimo tiempo en los Desiertos del Caos. No obstante, por supuesto, la muerte por inanición era la última de sus preocupaciones.

Había advertido que los enanos estaban modificando la nave. Sobre los agujeros de respiración que permitían la entrada de aire en la barquilla, se habían ajustado pantallas de tejido fino. Supuestamente éstas debían filtrar el aire para que no entrase el polvo causante de mutaciones que se levantaba de los Desiertos del Caos. Había enanos colgados de cuerdas, que se entrecruzaban unas con otras, a los lados de la nave aérea; realizaban pequeñas modificaciones en los motores y rotores.

También se llevaban a cabo otros preparativos, aparte de ésos. Desde hacía varios días, Max Schreiber se había retirado a una pequeña torre cercana a la mansión para ejecutar algún ritual arcano. Por la noche, Félix podía ver a veces un resplandor sobrenatural que iluminaba las ventanas de la torre y sentir el extraño erizarse de los cabellos de la nuca que le indicaba que se estaba haciendo magia en las inmediaciones. Si esto molestaba a alguno de los otros, no lo demostraba. El poeta suponía que Borek les había dicho que el cometido del hechicero era contribuir a protegerlos de la influencia maligna del Caos, y parecía que el hechicero estaba haciendo precisamente eso. El propio Schreiber le explicó que había dejado aquel asunto para el último instante porque la magia perdía poder con el paso del tiempo, así que cuanto más cerca de la meta hiciese los encantamientos más durarían en los Desiertos. Félix no veía razón alguna para dudar de la pericia del mago sobre el tema.

Mientras miraba a lo alto vio cómo los ingenieros trepaban por el tejido de los laterales del globo y sujetaban en él cosas que tenían que ser amuletos de piedras preciosas por la forma en que brillaban algunos cuando reflejaban la luz. Sabía que los ojos del mascarón de proa habían sido reemplazados por dos gemas que relumbraban de manera extraña, dado que había estado una o dos veces en el puente de la Espíritu de Grungni para tomar más lecciones sobre cómo pilotar la nave aérea, impartidas por Makaisson.

Félix había llegado a disfrutar de aquellas lecciones y creía que, en caso de emergencia, lo más probable era que fuese capaz de pilotar la enorme nave, aunque aún no estaba seguro de que pudiera hacer que aterrizara en caso necesario. Entonces sabía que las hileras de palancas menores servían a multitud de propósitos. Una de ellas soltaba lastre y hacía ascender la nave con rapidez en caso de que fuese preciso. Otra hacía sonar los cuernos que alertarían a la tripulación de que se avecinaba algún peligro. Otra expulsaría toda la sustancia negra de los tanques de combustible en caso de incendio, una eventualidad que, según Makaisson le aseguró, sería casi lo peor que podría sucederle a la nave aérea.

El poeta descubrió que comenzaba a sentir un gran respeto por el ingeniero. Era posible que Makaisson estuviese tan loco como afirmaba Gotrek, pero resultaba obvio que conocía y amaba su profesión y le había dado a Félix respuestas sencillas, incluso para las preguntas más técnicas. En ese momento sabía que la nave volaba porque las bolsas de aire estaban llenas de un gas que era más ligero que el aire y tenía una tendencia natural a ascender. Sabía que la sustancia negra que servía de combustible era muy inflamable y podía llegar a explotar si se encendía, motivo por el que tendría que ser expulsada en caso de emergencia.

A pesar de todo, en su mayor parte, la vida en la hacienda boyarda durante aquellos cálidos días de verano había sido idílica, y hubo momentos en los que casi pudo olvidar los peligros que los aguardarían tras la partida; casi. Una mano cayó sobre su hombro y una risa baja sonó en su oído.

—Así que estás aquí. Dime, ¿sabes usar esa espada, herr Jaeger?

—Era Ulrika.

—Sí —respondió él—. Tengo algo de práctica.

—Tal vez te apetecería darme una lección.

—¿Cuándo y dónde?

—Fuera de las murallas. Ahora.

—Cuenta con ello.

* * * * *

Félix no sabía muy bien qué esperaba cuando salió. Ulrika ya había desenvainado una arma con la que ejecutaba algunos tajos de práctica en el aire, y el poeta ladeó la cabeza para observarla. La muchacha se movía bien, con los pies bien separados, el derecho más adelantado que el izquierdo, y mantenía el equilibrio al avanzar. El sable destellaba al sol mientras ella lanzaba tajos contra un enemigo imaginario.

Él se quitó la capa y el justillo, y desenvainó su espada. Era una arma más larga y pesada que la de ella, y zumbó al barrer el aire cuando Félix realizó algunos golpes de práctica. El joven avanzó con confianza, pues era bueno con la espada y lo sabía. Durante la juventud, se había destacado en las clases de esgrima, y como adulto había sobrevivido a numerosas luchas. Además, la espada del templario que usaba era la mejor y más ligera que había manejado en su vida.

—¡No con ésa, tonto! Con esa otra —dijo ella a la vez que señalaba con la cabeza una arma que se encontraba dentro de un estuche de madera junto a la muralla.

Félix se encaminó hacia donde se encontraba la espada, la sacó de la vaina y la inspeccionó. Se trataba de otro sable, largo y ligeramente curvado, con el filo embotado, lo que tenía sentido si se trataba de una arma de prácticas. Comprobó el peso y el equilibrio, y vio que era más ligero que su espada, aunque el tacto de la empuñadura le resultaba extraño por desconocido. Intentó unos pocos golpes experimentales.

—No es a lo que estoy habituado —dijo.

—Excusas, excusas, herr Jaeger. Mi padre siempre dice que, en una pelea, uno debe ser capaz de usar cualquier cosa a la que pueda echar mano.

—Tiene razón, pero yo siempre me aseguro de que lo primero a lo que pueda echar mano sea a mi espada.

Ella se limitó a dedicarle una sonrisa burlona con la cabeza echada hacia atrás y los labios ligeramente separados. El poeta se encogió de hombros y avanzó hacia ella con la espada sujeta negligentemente en la mano derecha.

—¿Estás segura de que quieres hacer esto? —preguntó Félix al mismo tiempo que fijaba la vista en los ojos de ella.

El poeta se preguntaba por qué, exactamente, estaban haciendo aquello. Supuso que unos pocos guardias debían de estar pensando lo mismo que él, porque se había reunido un pequeño grupo para observarlos desde las murallas.

—¿Por qué lo preguntas?

—Porque es fácil hacerse daño.

—Éstas son armas de práctica; tienen el filo embotado.

—A pesar de eso, se pueden producir accidentes.

—¿Tienes miedo de luchar conmigo?

—No.

Había estado a punto de responder que tenía miedo de hacerle daño, pero algo le dijo que sería un error expresarlo en voz alta.

—Debes saber que en Kislev luchamos a primera sangre. Por lo general, el perdedor se lleva una cicatriz.

—Ya tengo muchas.

—Algún día tienes que enseñármelas —afirmó ella con una sonrisa.

Mientras Félix aún se preguntaba qué había querido decir con eso último, ella arremetió con una estocada que él apenas logró esquivar saltando a un lado y que le cortó la camisa. Un acto reflejo le permitió parar el siguiente golpe y, antes de que tuviese siquiera tiempo para pensar, la misma acción refleja lanzó un contragolpe velocísimo. La muchacha lo paró con facilidad, y de pronto sus armas comenzaron a moverse hacia atrás y hacia adelante a una velocidad tal que el ojo casi no podía seguirlas.

Pasados unos momentos se separaron de un salto. Ninguno de ellos tenía la respiración agitada, y Félix se dio cuenta de que la mujer era muy, muy buena. Para ser realista, con su propia espada en mano él sería probablemente mejor espadachín que ella, pero la lucha a aquella velocidad era, sobre todo, una cuestión de reflejos, de una respuesta entrenada que había sido imbuida en el luchador con la suficiente frecuencia como para transformarse en automática. En los combates de este tipo, veloces como el rayo, las cosas sucedían con demasiada celeridad para permitir cualquier tipo de respuesta consciente. Así, aquella hoja más ligera y curvada hacía trizas el tiempo de reacción de él y le concedía la ventaja a la muchacha, y ésa fue la última ocasión que tuvo para pensar durante un buen rato, ya que Ulrika se lanzó al ataque y los guardias de la muralla la vitorearon.

—¿Te conté ya que he derrotado a todos los guardias de mi padre en la práctica con sable? —comentó ella en el instante en que él lograba apenas levantar la guardia para bloquear un tajo lateral.

Tampoco bromeaba con aquello de luchar a primera sangre, pues lo que estaba sucediendo no se parecía a los duelos deportivos de su juventud, donde uno luchaba para exhibir sus habilidades. Se parecía más al combate real. Pensó que, en cierto sentido, era lógico, ya que en un lugar tan mortífero como Kislev no interesaba adquirir reflejos que mermaran la fuerza de los golpes. Él lo sabía bien, pues había necesitado numerosas luchas reales para vencer por completo ese condicionamiento.

—Si fuese así, no estaríamos haciendo esto —murmuró él al mismo tiempo que le respondía con una estocada brutal.

—Y también he vencido a todos los nobles locales. —El golpe de ella le desgarró la pechera de la camisa y le cortó un botón.

Félix se preguntó si estaría jugando con él, y los guardias de la muralla se mofaron del poeta.

—Desde que tengo quince años, ningún hombre me ha vencido con el sable.

Félix también dudaba que la hubiesen dejado vencer sólo para ganarse el favor del padre, pues había luchado con muchos hombres, y ella era mejor que la mayoría. El poeta tenía el rostro arrebolado y jadeaba a causa del esfuerzo. Comenzaba a sentirse un poco enfadado por la forma en que los guardias aplaudían su humillación, pero se obligó a concentrarse, mantener el ritmo respiratorio y la postura corporal, tal y como le habían enseñado.

En ese momento, se dio cuenta de que se enfrentaba con otra desventaja, ya que hasta entonces la mayor parte de la lucha había tenido poco que ver con el estilo formal de combate. Pero también se había desarrollado al margen del desorden y la tosquedad de la refriega real, donde uno mataba al enemigo de la forma que podía y el estilo no contaba para nada.

Al comprender que perdería de modo inevitable si proseguía luchando de ese modo, decidió cambiar de táctica, así que bloqueó el siguiente golpe de ella y empujó. Al hallarse cara a cara, tendió una mano y aferró el brazo izquierdo de la muchacha, tras lo cual tiró con todas sus fuerzas y la hizo girar. Cuando Ulrika perdió el equilibrio, logró arrancarle el arma de la mano con un golpe. Luego la soltó, ella cayó de espaldas, y él bajó el arma de modo que la punta quedase sobre la garganta de ella.

—Siempre hay una primera vez para todo —dijo, mientras la más pequeña gota de sangre resbalaba por el cuello de la joven.

—Así parece, herr Jaeger. ¿Uno ganado de tres, tal vez? —Félix vio que ella reía, y también profirió una carcajada.

* * * * *

El poeta se hallaba tumbado junto al arroyo cercano a la mansión, mirando las onduladas pasturas y perdido en ensoñaciones mientras se preguntaba qué estaba sucediendo entre él y Ulrika. La mujer se encontraba cerca, con un corto arco compuesto kislevita entre las manos. Permaneció quieta un momento con el arco tenso, en una postura que inevitablemente resaltaba su excelente silueta, y luego disparó una flecha que voló cien pasos largos y se clavó en el centro exacto del blanco. Era la tercera que acertaba de pleno.

—Bien hecho —dijo Félix, y ella desvió la mirada hacia él.

—Es fácil. Sería un disparo mucho más difícil de realizar desde el lomo de un caballo al galope.

El poeta se preguntó si estaría intentando impresionarlo. Resultaba difícil saberlo, ya que era muy diferente de las otras mujeres que había conocido; más descarada y diestra en las artes de la guerra, más directa. Por supuesto, aquello era Kislev, donde las mujeres nobles a menudo luchaban junto a sus pares varones en la batalla, y supuso que debían de ser capaces de hacerlo porque aquél era un salvaje territorio fronterizo, que limitaba con la Oscuridad, al norte, y las indómitas tierras salvajes, llenas de orcos, al este. Se trataba de una zona dura, donde se necesitaban todas las espadas posibles. Ulrika parecía interesada en él de la forma en que los hombres y las mujeres se interesan siempre los unos por los otros, pero cada vez que él había intentado galantearla, ella había retrocedido. Resultaba de lo más frustrante, y tenía la sensación de que cuanto más sabía de aquella mujer, menos la entendía.

Una sombra se proyectó sobre él y una mano le tocó un hombro con suavidad. Al alzar la vista, con el tren de pensamiento desbaratado, vio que Varek estaba a su lado y entrecerraba sus ojos miopes para mirar a lo lejos, en dirección a Ulrika.

—¿Qué pasa? —preguntó el poeta.

—Mi tío me ha pedido que te diga que los preparativos ya han terminado. Nos marcharemos mañana al amanecer.

Félix asintió, y entonces Varek saludó a Ulrika con una inclinación de cabeza y se marchó.

—¿Qué sucede? —quiso saber ella.

Cuando el poeta se lo explicó, una sombra de pesar cruzó el rostro de la joven.

»Tan pronto… —dijo con voz queda, y acarició el rostro de Félix con una mano, como si deseara asegurarse de que aún estaba allí.

* * * * *

El sol se hundió en el horizonte. Sumido en la oscuridad, Félix se erguía sobre la muralla y miraba hacia las lejanas montañas. Aún era temprano y una brisa tibia barría las pasturas. Las dos lunas todavía no habían salido, y un extraño resplandor rielante era visible detrás de los picos septentrionales. El cielo estaba lleno de luces danzantes de color oro, plata y sangre. Constituía una visión extraña, a un tiempo cautivante y atemorizadora.

Desde abajo, le llegaba el sonido de los músicos que afinaban sus instrumentos y de los cocineros que se bramaban los unos a los otros mientras preparaban el banquete de la noche. A juzgar por el número de reses sacrificadas y la cantidad de botellones de vodka que estaban llenando, Straghov estaba preparándose para ofrecerles una despedida regia.

Un ligero ruido procedente de la izquierda atrajo la atención del poeta, que entonces se dio cuenta de que no se encontraba a solas sobre las almenas. Gotrek también estaba allí; tenía la vista fija en el horizonte. Parecía embelesado, y una expresión concentrada arrugaba su rostro.

—Ese resplandor… ¿es la luz del Caos? —preguntó Félix al fin.

—Sí, humano; eso es.

—Desde aquí, parece casi hermoso.

—Puede ser que ahora pienses así, pero si atravesaras el paso de la Sangre Negra y marcharas bajo ese cielo, opinarías de manera diferente.

—¿De verdad es tan malo?

—Peor de lo que puedo darte a entender. Las arenas de los desiertos son todas de colores extraños, y los huesos de animales enormes brillan en la luz. Los pozos están envenenados; los ríos no son de agua, sino que arrastran tales sustancias que mas parece sangre. El viento lleva el polvo a todas partes. Hay ruinas que en otros tiempos fueron las ciudades de hombres, elfos y enanos. Hay monstruos y un sinnúmero de enemigos a los que no inquietan ni el miedo ni la cordura.

—Perdisteis a muchos de los vuestros la última vez que estuvisteis allí, ¿verdad?

—Sí.

—Entonces, ¿qué probabilidades tenemos? —Félix quería añadir «de sobrevivir», pero sabía que era una pregunta inútil para formulársela a un Matatrolls—. De llegar a Karag-Dum, quiero decir.

Gotrek guardó silencio durante un largo momento. Desde detrás, les llegaba el sonido de las voces que entonaban una canción, y desde las pasturas que había más allá de la casa señorial, flotaba hasta ellos el sonido de los insectos nocturnos. Reinaba una tranquilidad tal que a Félix le resultaba difícil creer que aquél era un territorio situado en la frontera de una guerra sin fin, y que al día siguiente estarían sobrevolando los Desiertos del Caos, atravesando una zona de la que tal vez no regresarían jamás. Allí de pie, envuelto por el aire cálido de la noche, Félix se sentía como si fuese a vivir eternamente.

—En realidad, humano, no puedo decirlo. Si fuésemos a pie, no tendríamos la más mínima probabilidad; de eso, estoy seguro. Con la nave aérea de Makaisson, puede ser que lo logremos. —Sacudió la cabeza con pesar.

»No lo sé. Dependerá de lo precisos que sean los mapas de Borek, de lo potentes que resulten los hechizos de Schreiber, o de si los motores se averían o nos quedamos sin combustible o comida, o de las tormentas de disformidad…

—¿Tormentas de disformidad?

—Tempestades monstruosas llenas del polvo de la Oscuridad. Pueden hacer que la piedra fluya como si se tratara de agua, y convertir a los hombres en bestias o mutantes.

—¿Por qué queréis regresar?

Félix se volvió para reclinarse contra una almena y mirar el patio que tenía a sus espaldas.

—Porque podríamos llegar hasta Karag-Dum, humano, y si lo conseguimos, nuestros nombres vivirán para siempre. Y en caso de que fracasemos, la nuestra será una muerte grandiosa.

Después de eso, el poeta no formuló más preguntas. Al mirar hacia el patio y ver a Ulrika ataviada con un brillante vestido largo, no quiso creer que podía morir.

* * * * *

Félix avanzó hasta el borde del patio. Podía oír el ruido de los que bebían y bailaban detrás de él. Unos músicos tocaban instrumentos parecidos a gaitas, y otros marcaban el ritmo con sus tambores cubiertos con lonja de cuero. El aroma de la carne asada le colmaba las fosas nasales y rivalizaba con el acre y áspero olor del vodka. Desde algún lugar del exterior, llegaban gritos, gruñidos y bramidos de ánimo; los guerreros alentaban a dos luchadores.

No tenía hambre y estaba sobrio por completo, pues había decidido que no podía permitirse otra noche de borrachera aunque aquélla fuese la última que pasase en la tierra. Buscaba a Ulrika, pero la muchacha había desaparecido hacía rato, acompañada por dos mujeres campesinas que parecían ser sus doncellas o sus amigas; no estaba seguro de cuál de las dos cosas. Toda la situación era un poco decepcionante. Allí estaba él, ataviado con sus prendas recién lavadas y remendadas, el cabello peinado y el cuerpo limpio…, y ni siquiera podía encontrarla para robarle un beso. Se sentía desdichado y de malhumor, y más que un poco confuso. ¿Acaso le importaba a la muchacha que él fuese a marcharse al día siguiente? ¿Se dignaría por lo menos a hablar con él? No estaba de humor para la alegría que reinaba a sus espaldas; iba a regresar a su habitación y cultivar su estado de ánimo mohíno. Sonrió con amargura mientras caminaba, pues sabía que estaba comportándose como un niño, pero no quería hacer nada para cambiar su conducta.

Se detuvo ante la puerta abierta a medias. El dormitorio estaba a oscuras y, del interior, le llegó un sonido quedo. La mano de Félix se desplazó a la empuñadura de la espada mientras él se preguntaba si dentro habría un ladrón o algún servidor del Caos que se había deslizado bajo el cobijo de la noche y la fiesta.

—¿Félix, eres tú? —preguntó una voz que conocía bien.

—Sí —respondió con un tono tan ronco que tuvo dificultades para que la palabra saliese de sus labios.

Apareció una luz temblorosa y se encendió una lámpara, y entonces vio un brazo desnudo que salía de debajo de la colcha.

—Pensaba que no ibas a presentarte nunca —comentó Ulrika al mismo tiempo que echaba la colcha a un lado para dejar a la vista su largo cuerpo desnudo.

El poeta corrió a reunirse con ella sobre el lecho, y su perfume colmó sus sentidos. Los labios de ambos se unieron en un largo beso, y esa vez ella no se apartó.

* * * * *

La luz del alba y el graznido de los gallos jóvenes despertaron a Félix, que al abrir los ojos vio a Ulrika tendida a su lado; estaba apoyada en un codo y estudiaba su rostro. Al ver que se había despertado, le sonrió con cierta tristeza. El poeta alzó un brazo y le acarició una mejilla, sintiendo la suave piel de la muchacha bajo sus dedos. Ella le cogió la mano y se la volvió para besarle la palma, y él se echó a reír, la rodeó con el brazo y la atrajo hacia sí para sentir la calidez de su cuerpo, feliz de encontrarse allí, feliz de abrazarla y percibir los latidos del corazón de la muchacha contra su pecho desnudo. Se puso a reír de pura alegría, pero ella se estremeció y le dio la espalda, como si estuviese a punto de llorar.

—¿Qué sucede? —preguntó el poeta.

—Que debes marcharte —replicó ella.

—Regresaré —se apresuró a decir él, tontamente.

—No, no regresarás. Ningún hombre regresa jamás de los Desiertos; al menos, no regresa cuerdo. El Caos siempre deja su huella.

Entonces él comprendió por qué la noche anterior habían hecho el amor con una urgencia tan desesperada. Era un acontecimiento de una sola noche, el regalo de una mujer a un guerrero al que pensaba que no volvería a ver nunca más. Se preguntó si eso sucedería con mucha frecuencia en esas tierras, y su felicidad se desvaneció. Sin embargo, continuó abrazándola mientras le acariciaba los cabellos. De pronto, se oyó un pesado golpe en la puerta.

—Es hora de marcharse, humano —dijo la voz de Gotrek, que sonó como la voz de la perdición.