10: Kislev

DIEZ

Kislev

El palanquín de Thanquol corría a toda velocidad hacia el norte por el gran túnel de los Caminos Subterráneos. Aquella sección del grandioso camino que discurría por debajo de la cresta de las Montañas del Fin del Mundo se encontraba casi del todo vacía. Normalmente, Thanquol se habría sentido nervioso al viajar a través de aquellos peligrosos corredores acompañado sólo por su muy reducida guardia personal, ya que con toda facilidad podía ser atacado por orcos, goblins o grupos de incursión de los enanos, que intentaban recuperar parte de sus antiguos dominios. No obstante, en ese momento, el vidente gris estaba demasiado trastornado para ponerse nervioso.

Se mordió la cola con desesperación. Sabía, por su subordinado Acechador, que la nave aérea había salido de Middenheim y había puesto rumbo nordeste. Aquel miserable gimoteante logró informar que habían pasado sobre agua antes de adentrarse en tierra una vez más, y que la tierra sobre la que pasaban comenzaba a tener un aspecto cada vez más desierto e inhóspito. Por suerte, Thanquol era un skaven que había viajado mucho y poseía conocimientos considerables, así que se dio cuenta de que el destino de la nave aérea sólo podía ser la tierra que los humanos conocían como Kislev.

No tenía ni idea de qué podían querer aquellos estúpidos enanos de esas tierras bárbaras, aunque tal vez habían oído rumores acerca de oro o tesoros antiguos. Aunque los enanos no eran la raza sobre la que había realizado sus estudios más profundos, Thanquol los conocía lo bastante bien como para suponer que era ésa su meta más probable. Por desgracia, no tenía ni la más remota idea de hasta dónde los llevaría eso, aunque sabía que la nave había viajado hasta mucho más lejos y a una velocidad muy superior a la que podía hacerlo él por medios normales.

Se sintió casi tentado de ordenarle a Acechador que buscase una manera de sabotear la nave aérea a fin de ganar tiempo para alcanzarlos, y sólo un detalle lo contuvo: según su experiencia, un secuaz atontado como Acechador metería la pata de tal modo que, o bien acabaría muerto él mismo, o destruiría la nave que Thanquol deseaba poseer tan desesperadamente. No; dar una orden semejante sería una opción de último recurso, y Thanquol decidió que tendría que estar desesperado de verdad para intentar eso. Antes agotaría todos los demás recursos a su disposición.

Se puso a considerar las opciones que tenía. Tal vez podría contactar con los Señores del Clan Moulder, ya que su impresionante fortaleza, Pozo Infernal, se encontraba situada al norte de Kislev y era la plaza fuerte skaven más cercana a la probable destinación de la nave aérea. A un intelecto inferior al de Thanquol, esto podría haberle parecido un plan sensato. A pesar de lo poderoso que sin duda era, incluso el vidente gris se veía obligado a admitir que la captura de la nave en solitario estaba ciertamente fuera de sus posibilidades. Iba a necesitar ayuda, aunque eso significase recurrir, con la cola baja, a los Señores de las Bestias del Clan Moulder. Pero también se le había ocurrido la idea de que podría no ser prudente darles todos los detalles de su plan, porque entonces podrían intentar apoderarse ellos solos de la nave aérea y, puesto que eran unos estúpidos chapuceros, indudablemente también ellos fracasarían si no contaban con su dirección.

«No», decidió. Lo mejor que podía hacer era correr a la máxima velocidad posible hacia el norte, y esperar que sucediese algo que retrasara a los enanos hasta su llegada. Se asomó por la ventana del palanquín y les dijo a sus porteadores que redoblaran el esfuerzo. Temerosos de la justa cólera de su señor, se pusieron a correr a mayor velocidad al mismo tiempo que gemían bajo el peso del pasajero y todos sus pertrechos de hechicería.

* * * * *

Félix siempre había pensado en Kislev como una tierra de hielo y nieve, a la que jamás abandonaba el invierno y adonde la gente iba siempre envuelta en pieles, pero la tierra que vio debajo de sí contradijo de modo muy claro tal impresión. Consistía en onduladas llanuras de largas pasturas, situadas en medio de espesos bosques de pinos. Un momento de consideración le dijo que así debía ser, dado que Kislev era una tierra famosa por sus jinetes, lo que habría resultado difícil de vivir en medio de interminables ventisqueros.

Tuvo que admitir que, en cualquier caso, el sol era allí, entonces, más brillante que en el Imperio. Tal vez el verano kislevita fuese corto, pero también era intenso, y se preguntó si eso formaría también parte del plan de Borek, es decir, llegar al norte antes de que los vientos tormentosos del invierno pudiesen amenazar el avance de la nave aérea. No le habría sorprendido que fuese así. El ingenio y la destreza con que había sido planeada aquella expedición se encontraban muy lejos de los vagabundeos fortuitos de Gotrek. Durante los viajes que habían realizado juntos, se habían limitado a ir allá adonde el capricho había deseado llevarlos, pertrechados sólo con lo que llevasen en cada momento para auxiliarlos. Resultaba obvio que ése no era un comportamiento típicamente enano, excepto quizá en el caso de los Matadores.

Debajo de la nave aérea vio un rebaño de caribúes, que, asustados por la sombra descomunal, comenzaron a alejarse. Los cazadores que se encontraban acuclillados se incorporaron e hicieron visera con las manos para contemplar, maravillados, el vehículo que pasaba. Uno de ellos, más valiente o asustado que los demás, les lanzó su lanza que no llegó ni con mucho hasta la nave y cayó con la punta hacia abajo para clavarse entre las largas pasturas, donde quedó temblando.

Volaban por debajo de las nubes por una buena razón, ya que los tripulantes miraban por todas las portillas y a través de las grandes ventanas de la cubierta de mando. Se aproximaban a su destino y se les había ordenado que mantuviesen los ojos abiertos y avisaran cuando viesen la mansión del padre de Ulrika. La navegación de Makaisson los había llevado hasta el área general de la última escala, y entonces ellos sondeaban el paisaje en busca del punto exacto en que realizarían el último descenso antes de poner rumbo a los Desiertos del Caos.

Hasta el momento, todo cuanto habían visto era uno que otro cazador y algún pueblo desde el que se alzaban hacia el cielo perezosos penachos de humo, que salían por los agujeros de los tejados de turba de las cabañas de troncos de los campesinos. La presencia de la nave había hecho salir corriendo a los aldeanos que trabajaban en las cosechas; se refugiaban dentro de las murallas del pueblo, sin duda convencidos de que aquel vehículo era alguna manifestación del Caos que había llegado para afligir su territorio.

Félix aún continuaba asombrado ante la velocidad con que había realizado el viaje, pues un recorrido que habría requerido meses por tierra, parecía que iban a completarlo en unos pocos días a lo sumo, cuando la mayor parte de ese tiempo la habían dedicado a buscar la mansión boyarda en medio de aquel mar de hierba. Verdaderamente, la ingeniería de los enanos era la más poderosa forma de magia.

—Allí —oyó que gritaba Ulrika. Félix se volvió y vio que la mujer señalaba algo en la distancia, algo emplazado en las sombras de una lejana cadena de montañas oscuras y amenazadoras. Félix se dio cuenta de que la vista de Ulrika tenía que ser aguda, ya que todo lo que él lograba distinguir era una vaga mancha de humo.

Makaisson había hecho girar el timón, y el morro de la nave cambió de rumbo para dirigirse hacia el lugar señalado por la mujer. El ingeniero empujó la palanca de altitud y la nave descendió a la vez que aceleraba. Bandadas de pájaros sobresaltados alzaron el vuelo de las altas pasturas. Mientras las montañas se acercaban, Félix mantuvo los ojos clavados en el lugar indicado por Ulrika, y poco a poco vio aparecer ante sus ojos una casa señorial, grande y alargada. Para su sorpresa, junto a la mansión y dentro de las sólidas murallas del complejo, había una torre alta, una versión de madera y más pequeña que la monstruosidad de acero que se encumbraba más arriba de la Torre Solitaria.

Así pues, era aquél el lugar donde tomarían tierra, y muy bien podría ser el último lugar habitado por humanos que vería en su vida.

* * * * *

El padre de Ulrika era enorme; superaba a Félix por una cabeza de alto, y era fornido como un oso. Tenía la barba larga y blanca, pero llevaba la cabeza afeitada, excepto por un moño que lucía en la coronilla. Sus ojos eran del mismo sorprendente azul que los de su hija, y tenía los dientes amarillos. Una gruesa camisa de cuero le ceñía el torso, y unos pantalones de tela tosca le cubrían la parte inferior del cuerpo, donde no llegaban las altas botas de montar. Del grueso cinturón pendían una espada larga y otra corta, y una docena de amuletos tintineaban en cadenas de hierro alrededor de su cuello.

Salió a largas zancadas y avanzó hasta el lugar en que aguardaban los enanos, al pie de la torre. Mientras, detrás de él, una hilera de guerreros presentaban armas con formalidad ritual. Se inclinó sobre Ulrika, la estrechó contra el pecho, la levantó del suelo y la hizo girar y girar como si fuese una niña.

—¡Bienvenida a casa, hija de mi corazón! —bramó.

—Me alegro de estar aquí, padre. Ahora déjame en el suelo y saluda a tus huéspedes.

La borrascosa risa del anciano estalló en el aire y avanzó con pesados pasos hasta donde aguardaba de pie la tripulación de la nave. Se detuvo justo a tiempo de no abrazar a los enanos, y en cambio les hizo una profunda reverencia a la manera de éstos, con lo que demostró una flexibilidad sorprendente para un hombre de su edad y abultadísima cintura.

—¡Borek Barbapartida! Me alegro de verte. Confío en que lo hallarás todo según lo solicitado.

—Confío en que sí —respondió el viejo enano a la vez que le hacía una reverencia igual de profunda.

—Gotrek Gurnisson, también a ti te doy la bienvenida. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que honraste mi casa con tu presencia. Me alegra ver que aún llevas el hacha.

—Me complace regresar, Ivan Mikelovitch Straghov —respondió Gotrek con sus modales menos hoscos, y Félix supuso que el Matatrolls estaba casi contento de ver al kislevita.

—¿Y quién es éste? ¿Snorri Muerdenarices? Me encargaré de que dejen un cubo de vodka en tu mesa. ¡Bienvenido!

—Snorri piensa que sería una buena idea.

Uno a uno, los enanos fueron saludados o presentados, y luego Ulrika condujo a su padre hasta donde aguardaban Félix y el hechicero.

—Y, padre, éste es Félix Jaeger, de Altdorf.

—Me complace conocerte —declaró Félix tendiéndole la mano.

Straghov hizo caso omiso de la mano, se acercó al poeta, lo abrazó a modo de bienvenida y le dio un beso en cada mejilla.

—¡Bienvenido! ¡Bienvenido! —bramó en un oído de Félix con voz lo bastante fuerte como para ensordecerlo.

Antes de que el poeta pudiese responder, el anciano ya lo había dejado en el suelo y estaba haciendo lo mismo con Schreiber.

—Gracias por el entusiasmo de tu recibimiento, señor —dijo el hechicero una vez recobrado el aliento.

Félix intercambió miradas con Ulrika, y dirigió unos maravillados ojos hacia la hilera de guerreros que se encontraba alineada junto al sendero que conducía hasta la mansión señorial. Puede que Straghov presentase el aspecto y el comportamiento de un bárbaro, pero no podía dudarse de que era un poderoso señor de la guerra en su propio territorio, pues un centenar de jinetes se encontraba cerca de ellos como guardia de honor. Todos tenían rostros duros y ojos fríos, y todos daban la impresión de saber usar las bien afiladas armas que presentaban ante los enanos. Según Ulrika, había otros novecientos de aquellos feroces jinetes que le habían jurado lealtad a su padre. Ser guardián de la Marca era, evidentemente, un puesto importante. Puesto que mandaba la primera línea de defensa contra las hordas del Caos, Félix supuso que tenía que serlo.

—¡Ahora vamos a comer! —tronó la voz de Straghov—. ¡Y a beber!

* * * * *

Dentro de las murallas de la mansión se habían instalado mesas descomunales y se había invitado a los funcionarios menores de todo el territorio para que compartieran el banquete y se maravillasen ante la nave aérea de los enanos. Se habían asado caribúes ensartados en espetones sobre grandes hogueras hechas en pozos. Sobre la mesa se veían bandejas con pilas de tosco pan negro y queso, y junto a los platos se habían colocado grandes botellones de un licor ardiente que Snorri identificó como vodka, aunque junto a él, tal y como había prometido el anfitrión, pusieron un cubo lleno.

Félix siguió el ejemplo general y bebió el contenido de su vaso de un solo trago. Tuvo la sensación de tragar metal fundido, y pareció que una nube de algo corrosivo le quemaba la mucosa de la garganta y le ascendía por las fosas nasales, haciéndole brotar lágrimas que le inundaron los ojos. Se sintió como si estuviese respirando fuego, y apenas pudo evitar rociar el entorno de licor a causa de un ataque de tos. En cualquier caso, pensó que un comportamiento semejante no sería bien considerado en aquel lugar, y se alegró de no haberlo hecho al advertir que todos los ojos lo observaban para ver cómo reaccionaba tras catar el licor por vez primera.

—¡Bebes como un auténtico lancero alado! —bramó Straghov, y todos los presentes golpearon la mesa con los vasos para manifestar su acuerdo. El anfitrión insistió en que todos llenaran los vasos y luego gritó—. ¡Por Félix Jaeger, que procede del territorio de nuestros aliados, el Imperio!

Por supuesto, Félix no pudo hacer menos que responder con un segundo brindis por la antigua amistad que unía a su pueblo con el pueblo de Kislev. Inmediatamente, también se unieron los enanos, y Félix advirtió que tenía una agradable sensación de calidez en el estómago y los dedos de las manos ligeramente dormidos. El vodka resultaba más fácil de beber a medida que se ingerían más vasos, y al cabo de poco rato dejó de sentir que le quemaba la garganta.

Se devoraron grandes montañas de comida, se hizo un brindis tras otro y se pronunciaron grandes discursos de bienvenida y amistad hasta que cayó la noche. En algún momento de la tarde, Félix perdió la pista de los acontecimientos, ya que, con el cerebro nadando en vodka, sólo era vagamente consciente de que estaba comiendo y bebiendo demasiado, y uniéndose cuando los otros entonaban canciones cuya letra no conocía. Estaba seguro de que durante la velada había bailado con Ulrika antes de que ella se alejara girando para bailar con Schreiber, y le parecía recordar que luego se había ido para vomitar detrás de los establos.

Después de eso, se le borró la memoria por completo, y grandes sectores del recuerdo se perdieron entre el vodka y la hospitalidad kislevita. Aunque le fuera la vida en ello no estaba seguro de con quién había hablado, de lo que había dicho, ni de cómo había llegado a la habitación que tenía asignada, aunque siempre se alegraría de haberlo hecho.

* * * * *

Félix despertó al día siguiente sintiéndose como si un caballo le hubiese propinado una patada brutal en la cabeza; «tal vez lo ha hecho», pensó, y se palpó el rostro en busca de contusiones, pero no encontró ninguna. Recorrió la habitación con la mirada y vio que el suelo era de tierra apisonada, que el colchón estaba relleno de paja y que alguien le había echado encima una gruesa colcha. Durante la noche, había babeado sobre la almohada que presentaba una mancha húmeda donde había apoyado la cabeza. Al menos, esperaba que fuese sólo saliva.

Se puso de pie y se preguntó si sería verdad que en algún momento de la velada anterior había desafiado a Snorri Muerdenarices a un combate. Le parecía tener el vago recuerdo de algo parecido, o tal vez simplemente lo había soñado. Sentía las extremidades lo bastante doloridas como para sospechar que se había trabado en una actividad tan estúpida como ésa. A lo mejor lo había hecho. Era lo peor de una sesión de borrachera seria de verdad; nunca podía recordar bien lo que había dicho, a quién había insultado, ni a quién le había lanzado estúpidos retos. Uno se comportaba de manera descabellada sin más. En ese momento se preguntó si tal vez no sería cierto que el alcohol era un regalo de los Dioses del Caos, destinado a volver locos a los hombres, como afirmaban los cultos del Imperio inclinados a la abstinencia. En ese preciso instante, le traía sin cuidado; sólo sabía que no tenía intención de volver a beber nunca más.

Se oyó un golpe en la puerta, y Félix la abrió y parpadeó a la dura luz diurna.

—Asombroso —declaró Ulrika a modo de saludo—. Estás de pie. No lo habría creído posible después de la cantidad de vodka que bebiste anoche.

—Así de impresionante fue, ¿eh?

—Todos estaban impresionados. En particular, por cómo trepaste por la torre de la nave aérea mientras recitabas uno de tus poemas.

—¿Que hice qué?

—Es broma. Sólo trepaste por la torre. La mayoría de la gente pensó que te caerías y te partirías el cuello, pero no…

—¿De verdad, trepé por la torre?

—Por supuesto, ¿no lo recuerdas? Le apostaste a Snorri Muerdenarices una pieza de oro a que podías hacerlo. En un momento dado ibas a hacerlo con los ojos vendados, pero Snorri pensó que era contar con una ventaja injusta porque no podrías ver el suelo y, por tanto, no tendrías suficiente miedo. Eso fue después de que perdieras una pieza de plata en un pulso con él.

Félix gimió.

—¿Qué más hice?

—Cuando estábamos bailando, me dijiste que yo era la mujer más hermosa que habías visto en toda tu vida.

—¿Qué? Lo siento.

—¡No lo sientas! Estabas muy halagador.

Félix sintió que comenzaba a ruborizarse. Una cosa era halagar a una mujer bella, y otra muy distinta no tener recuerdo alguno de haberlo hecho.

—¿Algo más?

—¿No te parece suficiente para una sola noche? —preguntó ella con una sonrisa.

—Supongo que sí.

—Bueno, ¿estás preparado para salir a cabalgar?

—¿Eh?

—Me dijiste que eras un gran jinete y consentiste en ir a cabalgar conmigo esta mañana. Iba a enseñarte la hacienda. Anoche te entusiasmó mucho la idea.

Félix se imaginó a sí mismo borracho y hablando con aquella mujer extremadamente bella. Supuso que si ella le hubiese ofrecido mostrarle las porqueras de su padre, en las condiciones de ebriedad en que se hallaba habría mostrado un considerable entusiasmo ante la propuesta. De hecho, estaba seguro de haber logrado mostrarse entusiasta en cualquier condición que no fuera la de ese preciso momento. La resaca hacía que incluso Ulrika Magdova pareciese menos encantadora que la perspectiva de volver a dormir.

—Estoy deseando verte a lomos de un caballo. La vista tiene que ser muy impresionante.

—Puede ser que haya exagerado acerca de mis habilidades como jinete.

—¿Sabes montar?

—¡Hummm!, sí.

—Anoche me dijiste que sabías montar tan bien como cualquier kislevita.

Félix volvió a gemir. ¿Acaso algún demonio se habría apoderado del control de su lengua cuando se hallaba bajo la influencia del vodka? ¿Qué más había dicho? ¿Y por qué había bebido tanto?

»¿Listo para la marcha, entonces?

Félix asintió con la cabeza.

—Sólo deja que me asee antes.

* * * * *

Cuando salió al patio vio que Snorri Muerdenarices yacía, aún derrumbado sobre la mesa, con la cabeza metida en un cubo. Gotrek estaba tendido junto a los restos de una hoguera que todavía tenía brasa, con el hacha cómodamente alojada en las manos. Félix se encaminó hacia una de las bombas de agua, metió la cabeza debajo y comenzó a accionar la palanca. El chorro frío hizo que un estremecimiento le recorriera la columna, y él bufó, resopló y continuó bombeando con la esperanza de librarse de la resaca por el sistema de infligirse un dolor aún más fuerte.

¿Habría dicho todas aquellas cosas de verdad, o Ulrika Magdova estaba tomándole el pelo? Le resultaba demasiado fácil creer que le hubiese dicho que era hermosa, ya que lo había pensado con bastante frecuencia durante los últimos días, y sabía cuánta tendencia tenía a irse de la lengua cuando estaba realmente borracho. Por otro lado, apenas le parecía posible haber trepado por la torre de la nave aérea cuando estaba tan borracho que no lo recordaba. Constituía un acto de temeridad descabellada. «No —decidió—, sencillamente no es posible». Ella le tomaba el pelo.

Snorri sacó la cabeza del cubo y le dirigió una mirada turbia y legañosa.

—Respecto a esa pieza de oro que te debe Snorri…

—¿Sí? —preguntó Félix, intranquilo.

—Snorri te la pagará cuando regresemos de los Desiertos del Caos.

—Me parece razonable —respondió el poeta, y se alejó a paso presuroso hacia los establos.

* * * * *

Félix se echó hacia atrás sobre la silla de montar y giró la cabeza para aflojar la rigidez del cuello. Luego, miró desde lo alto de la elevación hacia abajo, donde los pequeños arroyos atravesaban la ondulada llanura. Las tierras eran algo pantanosas, y unos pájaros de colorido plumaje salían de entre los cañaverales o penetraban en ellos. Creyó ver algunos sapos que chapoteaban al echarse al agua. Las libélulas pasaban a toda velocidad junto a su rostro, al igual que otros insectos grandes a los que no pudo identificar. Algunos de ellos tenían caparazones de brillantes colores metálicos, mucho más asombrosos que los de cualquier insecto que hubiese visto hasta entonces. «¿Constituyen acaso una prueba de la proximidad de los Desiertos?», se preguntó.

Miró a su compañera y sonrió, satisfecho al fin de encontrarse allí. Al principio, la cabalgata le había parecido alguna forma particularmente refinada de tortura, pues el movimiento del caballo provocaba espasmos de protesta en su delicado estómago. Había imprecado contra la mujer, la montura, el aire fresco y el sol brillante, más o menos por ese orden, pero el ejercicio y el sol parecían haber operado, por fin, su encantamiento sobre él, y haber desterrado la resaca a los rincones más recónditos y oscuros de su cráneo. Descubrió que comenzaba a interesarse por el paisaje y a disfrutar, incluso, de la sensación de velocidad, del viento en el rostro y del sol sobre la piel.

Ulrika cabalgaba con soltura, como si hubiese nacido sobre una silla de montar. Era una noble kislevita, así que, por supuesto, cabalgaba prácticamente desde que sabía caminar. No había pronunciado una sola palabra desde que partieron; al parecer, estaba satisfecha de galopar con él bajo el vasto cielo despejado hasta que llegaron a aquel pequeño altozano y se detuvieron por tácito acuerdo.

Más allá de los arroyos, a lo lejos, las oscuras montañas avanzaban, amenazadoras, hacia el horizonte. Sus enormes masas parecían talladas en los huesos pelados de la tierra, y tenían un aspecto más desolado que cualquier otro lugar que hubiese visto el poeta. Ni un copo de nieve cubría aquellos dentados picos; pero había un atisbo de algo más, de una película de aspecto aceitoso cuyos colores cambiaban y viraban a la luz del sol. En torno a las montañas, reinaba un aire siniestro, amenazador, que insinuaba el hecho de que detrás de ellas se extendían los territorios que limitaban con los Desiertos del Caos.

—¿Qué es aquel paso? —preguntó Félix señalando hacia el norte, hacia una brecha que parecía haber sido abierta en la barrera montañosa por el hacha de un gigante.

—El paso de la Sangre Negra —respondió Ulrika con voz queda—. Es una de las principales rutas que ascienden desde los Desiertos, y el motivo por el que la Zarina ha situado aquí este puesto avanzado.

—¿Los Oscuros pasan a menudo hasta aquí?

—Nunca puede saberse cuándo vendrán, ni siquiera lo que serán. A veces, son jinetes enormes con cota de malla negra; otras, hombres bestia con cabezas de animales y armas humanas. Pero en ocasiones aparecen cosas deformadas y retorcidas que son aún peores. No puede deducirse ningún ritmo ni razón para las incursiones. No importa si estamos en pleno verano o en lo más frío del invierno; aparecen en cualquier momento.

—Yo nunca he sido capaz de entender la forma en que obra el Caos. Tal vez deberías hablar con herr Schreiber sobre el asunto.

—Es posible, pero dudo de que ni siquiera las teorías de Max puedan explicarlo. Lo mejor es simplemente mantener las armas afiladas y centinelas en las almenaras, y estar preparado para luchar en cualquier momento.

—¿Almenaras?

—Sí, hay un sistema de almenaras que se extiende desde el paso. Cuando las encienden, todos los aldeanos saben que deben huir a sus poblados y cerrar las puertas de las murallas, y todos los lanceros saben que deben reunirse en la casa de mi padre.

—Humo por el día; fuego por la noche —murmuró Félix.

—Sí.

—Vives en un territorio atemorizador, Ulrika.

—Sí, pero también es hermoso, ¿no crees?

El poeta la miró a ella y a las tierras que se extendían más allá, y asintió con la cabeza. Advirtió que la muchacha tenía las pupilas dilatadas, que sus labios estaban ligeramente separados y que ella se inclinaba apenas hacia él. Félix reconocía una invitación cuando se la hacían.

—Lo es, como lo eres tú.

El joven poeta se inclinó hacia ella, las manos de ambos se hallaron y sus dedos se entrelazaron. Cuando sus labios se tocaron, fue como si a Félix lo recorriese una descarga eléctrica, que, casi con la misma velocidad con que se había producido, se desvaneció. Ulrika se apartó de él y tiró de las riendas para hacer que su montura girara.

—Se está haciendo tarde. Te propongo una carrera hasta la mansión —dijo; después, completó la vuelta y echó a correr al galope tendido.

El joven poeta, que se sentía más que un poco frustrado, partió en su persecución.

* * * * *

Acechador correteaba por la parte superior de la barquilla y sentía una felicidad mayor que la que había experimentado en mucho tiempo. Había oscurecido y la mínima tripulación que quedaba a bordo de la nave aérea estaba casi dormida, excepto por el enano que se hallaba en la cubierta de mando. Los demás se encontraban en tierra, bebiendo, riendo y entonando sus estúpidas canciones humanas. En la bodega había comida en abundancia, y hasta ese momento nada indicaba que hubiesen detectado su presencia. Dado que comenzaba a sentirse más relajado, podía dar rienda suelta a la curiosidad, que constituía otra característica skaven. Había recorrido furtivamente toda la nave aérea, había explorado todos los rincones y las hendeduras, y había descubierto algunas cosas muy interesantes.

Había un túnel de metal flexible que ascendía hasta el interior del globo grande que estaba situado encima de la barquilla; atravesaba todo el cuerpo de la bolsa de gas y salía a una pequeña cubierta de observación, emplazada en lo más alto. Allí había una trampilla que conducía a la parte superior de la bolsa de gas, que estaba cubierta en su totalidad por un tejido al que uno podía agarrarse.

En la parte trasera de la nave, había una cámara que contenía una de las pequeñas máquinas voladoras que habían contribuido a la derrota skaven durante la batalla de la Torre Solitaria. En esa cámara vio una gran puerta y una rampa que parecían destinadas a permitir la salida de la máquina. Si al menos supiera lo suficiente como para pilotarla, podría haberla robado para regresar a Plagaskaven convertido en un héroe. El impulso de meterse tras los controles y comenzar a accionar interruptores y palancas había sido casi irresistible y consideró seriamente la posibilidad…, pero el vidente gris había sido muy específico durante la última comunicación.

Acechador no debía hacer ni tocar nada si no recibía instrucciones expresas de Thanquol para hacerlo. Las palabras del vidente gris habían sido bastante insultantes, pues insinuaban que Acechador era un idiota, que, con toda probabilidad, haría algo desastrosamente erróneo si no contaba con la dirección de Thanquol. Acechador pensó que el vidente gris era muy afortunado de ser quien era, ya que sólo un hechicero de sus capacidades podía hablarle a Acechador de esa manera sin sufrir las consecuencias.

No, tendría que limitarse a quedarse quieto y no hacer nada hasta que recibiera órdenes precisas. No le quedaba más elección que esperar.