UNO
El mensaje
—Has derramado mi cerveza —dijo Gotrek Gurnisson.
Félix Jaeger pensó que si el hombre que acababa de derribar la jarra hubiese tenido algo de sensatez, el tono amenazante de la voz rasposa y átona del enano habría hecho que desistiera de inmediato. Pero el mercenario estaba borracho y tenía que impresionar a la media docena de compañeros de aspecto duro que se encontraban sentados a la mesa de la que se había levantado, además de conmover a una muchacha de taberna que profería risillas tontas. No iba a echarse atrás ante alguien que sólo le llegaba al hombro, aunque el individuo fuese casi el doble de ancho que él.
—¿Y? ¿Qué vas a hacer al respecto, canijo? —replicó el mercenario con una sonrisa burlona.
Por un momento, el enano contempló con una mezcla de pesar y fastidio el charco de cerveza que se ensanchaba sobre la mesa, y luego se volvió en la silla para mirar al mercenario al mismo tiempo que se pasaba los dedos por la enorme cresta de pelo teñido de rojo que se encumbraba sobre su cabeza afeitada y tatuada. La cadena de oro que pendía entre su nariz y una de las orejas tintineó. Con el atento cuidado de alguien muy borracho, Gotrek se frotó el parche que le cubría la cuenca vacía del ojo izquierdo, luego entrelazó los dedos de ambas manos, hizo crujir los nudillos… y al cabo, de modo repentino, le lanzó un puñetazo con la mano derecha.
No fue el mejor puñetazo que Félix le había visto asestar a Gotrek.
De hecho, resultó torpe y no estuvo dirigido de manera precisa; pero el puño del Matatrolls era grande como un jamón y el brazo al que estaba unido tenía el grosor de un tronco de árbol. Cualquier cosa a la que golpease sufriría daños. Se oyó un crujido escalofriante al partirse la nariz del mercenario, que salió disparado de espaldas hacia la mesa de la que se había levantado. Cayó, ya inconsciente, sobre el suelo cubierto de serrín; la nariz le sangraba a borbotones.
Al reflexionar atentamente a través de la niebla alcohólica que lo envolvía, Félix decidió que aquel golpe había logrado su propósito y que, en realidad, había sido muy bueno, dada la cantidad de cerveza que el Matatrolls había ingerido.
—¿Alguien más quiere probar mi puño? —inquirió Gotrek al mismo tiempo que les echaba una feroz mirada malévola a los seis compañeros del mercenario—. ¿O sois todos tan blandos como aparentáis?
Los camaradas del soldado se levantaron de los bancos; a causa del movimiento, se derramó cerveza espumosa sobre la mesa, y las mozas de taberna que tenían sobre las rodillas cayeron. Sin esperar a que llegasen hasta donde él estaba, el Matatrolls se puso de pie, tambaleante, y avanzó hacia ellos. Aferró al primero por el cuello, tiró de él hacia adelante y le asestó un cabezazo; el hombre se desplomó como un buey desnucado.
Félix bebió otro sorbo de amargo vino tileano de taberna, para que lo ayudara a reflexionar. Había dejado de estar sobrio varios vasos antes pero ¿y qué? La caminata había sido larga y dura hasta llegar allí, a Guntersbad. Habían estado avanzando de manera constante desde que Gotrek recibió la misteriosa carta que le daba cita en aquella taberna. Por un momento, consideró la idea de meter la mano en el zurrón del Matatrolls para mirar de nuevo la misiva, pero ya sabía que el esfuerzo sería inútil, puesto que el mensaje estaba escrito en las extrañas runas que les gustaban a los enanos. Según la norma del Imperio, Félix era un hombre muy culto; sin embargo, no tenía forma de leer aquel lenguaje, pues le era por completo ajeno. Frustrado por su ignorancia, estiró las largas piernas, bostezó y devolvió la atención hacia la pendencia.
Se había estado gestando durante toda la noche. Desde el momento en que entraron en El Perro y el Burro, los chicos duros de la localidad no habían dejado de mirarlos fijamente. Luego habían comenzado a hacer observaciones groseras acerca de la apariencia del Matatrolls y, por una vez, Gotrek no les había prestado la más mínima atención, algo muy insólito, ya que por lo general era tan susceptible como un duque tileano arruinado y tenía tan poca paciencia como un hurón con dolor de muelas. No obstante, desde que había recibido el mensaje se había vuelto introvertido y no le dedicaba atención a nada más que no fuese su propio entusiasmo. Lo único que hizo durante toda la velada fue observar la puerta como si esperase la llegada de alguien a quien conociera.
Al principio, Félix se había preocupado bastante ante la perspectiva de una pelea, pero varios vasos de tinto tileano habían contribuido a aplacar sus nervios. Dudaba que alguien fuese lo bastante estúpido como para buscar pendencia con el Matatrolls, pero no había contado con la absoluta ignorancia endémica de la gente de la localidad. A fin de cuentas, aquélla era una población muy pequeña, situada en el camino de Talabheim. ¿Cómo podía esperarse que supiesen quién era Gotrek?
Ni siquiera Félix, que había estudiado en la Universidad de Altdorf, había oído jamás hablar del Culto de los Matadores de los enanos hasta aquella noche, de la que hacía ya mucho tiempo, en que Gotrek lo sacó de debajo de los cascos de la caballería de élite del Emperador en medio del tumulto debido al Impuesto sobre Ventanas, en Altdorf. Durante la loca borrachera que siguió, Félix descubrió que Gotrek había jurado buscar la muerte en combate con el más feroz de los monstruos para expiar algún crimen del pasado. Quedó tan impresionado por la historia del Matatrolls —y, a decir verdad, estaba tan borracho— que juró acompañarlo y dejar constancia de su fin en un poema épico. El que Gotrek aún no hubiese hallado la muerte a pesar de haber realizado algunos heroicos esfuerzos por lograrlo, no había hecho la más mínima mella en el respeto que Félix sentía ante su tenacidad.
Gotrek estrelló su puño contra el estómago de otro hombre, que se dobló por la mitad a la vez que el aire salía de los pulmones de modo audible. El enano lo cogió entonces por el pelo y le estrelló la mandíbula contra el borde de la mesa y, al ver que aún se movía, golpeó repetidas veces la cabeza de su gimiente víctima contra el tablero hasta que quedó inmóvil y con un aspecto extrañamente reposado sobre un charco de sangre, saliva, cerveza y dientes rotos.
Dos grandes y fornidos guerreros se lanzaron sobre el Matatrolls y lo aferraron cada uno por un brazo. Gotrek reunió fuerzas, profirió un rugido de desafío y arrojó a uno de ellos contra el suelo; después le descargó un golpe en la entrepierna con su pesada bota. Un alarido agudo colmó la taberna, y Félix hizo una mueca de dolor.
Gotrek volvió entonces la atención hacia el otro guerrero, y ambos se pusieron a forcejear. Con lentitud, a pesar de que el hombre era el doble de alto que el Matatrolls, comenzó a imponerse la enorme fuerza del enano, que logró derribar al oponente. Una vez en el suelo, se sentó a horcajadas sobre el pecho del mercenario y le propinó una metódica y lenta sucesión de puñetazos hasta dejarlo inconsciente. El último de los soldados se escabulló hacia la puerta, pero por el camino se estrelló contra otro enano. El recién llegado retrocedió un paso y luego lo derribó con un puñetazo bien dirigido.
Félix lo miró, apartó los ojos y después volvió a mirarlo con sobresalto, convencido al principio de que sufría una alucinación, pues parecía improbable que en esa zona del mundo hubiese otro Matatrolls. Gotrek también miraba al desconocido, que era, en todo caso, más grande y musculoso que él. Tenía la cabeza afeitada y la barba corta; la cresta que lucía no era de pelo, sino más bien parecía un manojo de clavos que le hubiesen hundido en el cráneo, pintados de diferentes colores. Le habían roto la nariz tantas veces que era una masa informe, y tenía una oreja en forma de coliflor, mientras que la otra le había sido arrancada de cuajo y sólo quedaba un agujero en ese lado de la cabeza. La nariz estaba atravesada por un aro enorme, y las zonas de su cuerpo que no eran un entramado de cicatrices aparecían cubiertas de tatuajes. En una mano sujetaba una maza descomunal, y metida en el cinturón se veía una hacha de hoja ancha y mango corto.
Detrás del Matatrolls recién llegado, se encontraba de pie otro enano, más bajo y gordo que el primero, y en general de aspecto más civilizado. Su estatura alcanzaba aproximadamente la mitad de la de Félix, pero era muy ancho; lucía una barba bien cuidada, que casi llegaba al suelo. Sus ojos grandes parpadeaban como los de un búho detrás de unas gafas de cristales enormemente gruesos, y con sus dedos manchados de tinta sujetaba un gran libro encuadernado en latón.
—¡Pero si es Snorri Muerdenarices, en carne y hueso! —rugió Gotrek al mismo tiempo que su feroz sonrisa dejaba a la vista los espacios vacíos de los dientes que le faltaban—. ¡Ha pasado mucho tiempo! ¿Qué estás haciendo por aquí?
—Snorri está aquí por la misma razón que tú, Gotrek Gurnisson. Snorri recibió una carta del viejo Borek el Erudito, donde le decía que acudiese a la Torre Solitaria.
—No intentes engañarme. Sé que no sabes leer, Snorri. Hasta la última palabra salió de tu cabeza cuando te introdujeron esos clavos.
—Hogan Barbalarga se la leyó a Snorri —respondió Snorri con un aire tan azorado como era posible en un Matador grande y pesado como él, y dirigió una mirada a su alrededor, obviamente deseoso de cambiar de tema.
»Snorri piensa que se ha perdido una buena pelea —dijo a la vez que contemplaba los terribles resultados de la violencia con la misma expresión de melancólico pesar que Gotrek le había dedicado a su cerveza derramada—. Snorri piensa que será mejor que se tome una cerveza. ¡Snorri tiene un poco de sed!
—¡Diez cervezas para Snorri Muerdenarices! —rugió Gotrek—. Y será mejor que me pongas otras diez a mí. Snorri detesta beber solo.
Un silencio de espanto colmó el salón. Los demás parroquianos contemplaron la escena de la batalla, y luego a los dos enanos como si fuesen barriles de pólvora con una mecha ardiendo. Poco a poco, de uno en uno y de dos en dos, se levantaron y salieron, hasta que sólo quedaron Gotrek, Félix, Snorri y el otro enano.
—¿De la primera a la última? —inquirió Snorri mientras se frotaba un ojo con los nudillos y le dirigía a Gotrek una mirada astuta.
—De la primera a la última —asintió Gotrek.
El tercer enano avanzó con andares de pato hacia ellos y se inclinó cortésmente, al estilo de los enanos, a la vez que alzaba la barba para evitar que se arrastrara por el suelo al hacer la reverencia.
—Varek Varigsson, del Clan Grimnar, a vuestro servicio —declaró con una voz suave y agradable—. Ya veo que habéis recibido el mensaje de mi tío.
Snorri y Gotrek lo miraron, al parecer atónitos ante su cortesía, y luego se echaron a reír. Varek se ruborizó a causa del azoramiento.
—¡Será mejor que le traigas una cerveza también a este joven! —gritó Gotrek—. Da la impresión de que le vendría bien soltarse un poco el pelo. Y ahora apártate a un lado, muchacho. Snorri y yo tenemos una apuesta que liquidar.
El tabernero sonrió con aire agradecido. Daba la impresión de que los enanos estaban más que decididos a compensarlo por todos los clientes que habían ahuyentado del local.
* * * * *
El tabernero situó las cervezas en hilera sobre la barra baja, diez delante de Gotrek y diez ante Snorri. Los enanos las inspeccionaron como un hombre podría examinar a un oponente antes de un combate de lucha cuerpo a cuerpo. Snorri miró a Gotrek y luego devolvió la vista a la cerveza. Con un gesto veloz cogió la primera jarra, se la llevó a los labios, echó atrás la cabeza y comenzó a beber. Gotrek fue apenas un poco más lento, ya que la jarra de cerveza le tocó los labios un segundo después de que el otro hubiese empezado. Se hizo un largo silencio, sólo interrumpido por el sonido que hacían los enanos al tragar, y finalmente Snorri golpeó la barra con la jarra vacía un instante antes de que lo hiciese Gotrek. Félix los contemplaba con profundo asombro. Ambas jarras estaban vacías por completo.
—La primera es la más fácil —declaró Gotrek.
Snorri aferró otra jarra, cogió una segunda con la otra mano y repitió la operación. Gotrek hizo otro tanto: cogió una en cada mano, se llevó una a los labios, la vació y luego vació la segunda. Esa vez fue Gotrek quien dejó las jarras en la barra apenas un segundo antes que Snorri. Félix estaba asombrado; en particular, cuando consideraba toda la cerveza que Gotrek ya había bebido antes de que llegara Snorri. Daba la impresión de que ambos Matadores estaban ejecutando un ritual que conocían a la perfección, y el poeta se preguntó si realmente tendrían intención de beberse toda aquella cerveza.
—Me siento avergonzado de estar bebiendo contigo, Snorri. Un afeminado elfo podría beber tres en el tiempo que tú has necesitado para bajar esas dos —dijo Gotrek.
Snorri le dedicó una mirada de repugnancia, cogió otra jarra y la inclinó con tal celeridad que la cerveza se le escapó de la boca y le cubrió de espuma la barba. Se enjugó la boca con el reverso de una mano tatuada. En esa ocasión, acabó antes que Gotrek.
—Al menos, toda la cerveza se ha quedado dentro de mi boca —declaró Gotrek mientras asentía con la cabeza hasta hacer que tintineara la cadena nasal.
—¿Estamos bebiendo o charlando? —lo desafió Snorri.
Cinco, seis, siete cervezas desaparecieron en rápida sucesión. Gotrek miró al techo, se chupó los labios y dejó escapar un eructo enorme, al que pronto le hizo eco otro de Snorri. Félix intercambió miradas con Varek. El joven con aspecto erudito le devolvió la mirada y se encogió de hombros. En menos de un minuto, los dos Matadores se habían echado al coleto más cerveza de la que Félix bebería normalmente en toda una noche. Gotrek parpadeó con unos ojos de aspecto algo vidrioso, pero éste era el único signo que delataba la enorme cantidad de alcohol que había ingerido. El aspecto de Snorri no era en nada peor, aunque había que reconocer que él no había estado bebiendo toda la noche como su compañero.
Gotrek cogió la jarra número ocho y la vació; para entonces, Snorri completaba ya la mitad de la número nueve.
—Al parecer, serás tú quien pague la cerveza —comentó Snorri al dejar la jarra vacía.
Gotrek no respondió, sino que cogió dos jarras a la vez, una en cada mano, echó la cabeza hacia atrás, abrió la boca y la garganta, y comenzó a verter la cerveza dentro. No se oía ningún sonido que indicara que estaba tragando, pues no lo hacía; se limitaba a dejar que la cerveza cayera directamente a través de la garganta. Snorri quedó tan impresionado ante aquella proeza, que olvidó coger su última jarra de medio litro antes de que Gotrek hubiese acabado.
Gotrek se quedó de pie, balanceándose ligeramente; después eructó, hipó y se sentó en un taburete.
—El día que puedas vencerme bebiendo, Snorri Muerdenarices, ese día se congelará el infierno.
—No será antes de que hayas pagado la cerveza, Gotrek Gurnisson —respondió Snorri mientras se sentaba junto a su colega.
»Bueno, como comienzo no ha estado mal —continuó—. Ahora vamos a beber un poco en serio. Da la impresión de que Snorri tiene que ponerse a tu altura.
* * * * *
—¿Ese que tienes ahí es auténtico tabaco del Fin del Mundo, Snorri? —preguntó Gotrek al mismo tiempo que miraba con avidez la picadura que Snorri estaba apretando dentro de la pipa. Se habían instalado todos en los mejores asientos de la taberna, junto a un crepitante fuego.
—¡Psch! Es hoja rancia que recogí en las montañas antes de venir hacia aquí.
—¡Dame un poco!
Snorri le lanzó el saquito a Gotrek, que sacó su pipa y comenzó a llenarla. El Matatrolls le lanzó una feroz mirada al joven erudito con su único ojo sano.
—Y bien, joven —gruñó Gotrek—, ¿cuál es la grandiosa muerte que me ha prometido tu tío? ¿Y por qué está aquí el viejo Snorri?
Félix se inclinó hacia adelante, interesado. Él mismo quería saber algo más sobre el asunto, y estaba intrigado por la idea de una convocatoria que podía entusiasmar, incluso, al normalmente sombrío y taciturno Gotrek.
Varek dirigió una mirada de censura a Félix, pero el Matatrolls sacudió la cabeza y bebió un sorbo de cerveza. Luego, se encorvó, acercó una ramita al fuego hasta que prendió y encendió con ella la pipa. Una vez que ésta tuvo buena brasa, se retrepó en la silla y habló con total seriedad.
—Cualquier cosa que quieras decirme, puedes decirla delante del humano. Es un Amigo de los Enanos y un Fiel al Juramento Prestado.
Snorri alzó, entonces, la mirada hacia Félix, y en sus inexpresivos ojos de bruto apareció algo parecido al respeto. La sonrisa de Varek manifestó interés sincero cuando se volvió hacia Félix, y se inclinó ante él tan profundamente que estuvo a punto de caer de la silla.
—No me cabe duda de que debe de ser una buena historia —declaró—. Estoy muy interesado en oírla.
—No intentes cambiar de tema —lo atajó Gotrek—. ¿Cuál es el destino que me ha prometido tu pariente? Su carta me ha hecho atravesar medio Imperio, y quiero saber de qué se trata.
—No intentaba cambiar de tema, herr Gurnisson; simplemente quería la información para mi libro.
—Ya habrá tiempo suficiente para eso más tarde. ¡Ahora, habla!
Varek suspiró, se recostó en la silla y unió las puntas de los dedos sobre su amplio vientre.
—Yo puedo contarte bastante poca cosa. Mi tío dispone de todos los datos y los compartirá contigo en su momento y a su manera. Lo que sí puedo decirte es que posiblemente ésta sea la empresa más fabulosa desde los tiempos de Sigmar, el Portador del Martillo…, y que tiene que ver con Karag-Dum.
—¡La Perdida Fortaleza Septentrional de los Enanos! —rugió Gotrek con alcohólico entusiasmo; luego, guardó repentino silencio y miró a su alrededor como si temiese que pudiera oírlo algún espía.
—¡La misma!
—¡Entonces, tu tío ha encontrado un camino para llegar a ella! Pensé que estaba loco cuando afirmó que lo lograría.
Félix jamás había percibido una subcorriente de entusiasmo semejante en la voz del enano; resultaba contagiosa. Gotrek alzó los ojos hacia Félix, y en ese momento intervino Snorri.
—Llamad estúpido a Snorri, si queréis; pero incluso Snorri sabe que Karag-Dum se perdió en los Desiertos del Caos. —Le dirigió a Gotrek una mirada directa y se estremeció—. ¡Acuérdate de la última vez!
—Pero aunque sea así, mi tío ha hallado un camino para llegar hasta allí.
Félix se sintió invadido por una repentina agitación. Hallar el emplazamiento del lugar era una cosa, pero haber dado con un método para llegar hasta él era otra muy distinta, ya que significaba que aquello no era simplemente un fascinante ejercicio académico, sino un posible viaje. Tuvo la descorazonadora sensación de que sabía adónde conduciría todo aquello, y estaba seguro de que no deseaba tomar parte alguna en el asunto.
—No hay camino para atravesar los Desiertos —afirmó Gotrek, en cuya voz había algo más que mera cautela—. Yo he estado allí, y también Snorri y tu tío. Es una locura intentar la travesía. A los que se adentran en ellos les aguarda la locura y la mutación. El infierno ha tocado al mundo en ese sitio maldito.
Félix miró a Gotrek con un respeto nuevo, ya que pocas personas habían llegado tan lejos y regresado para contarlo. Para él, al igual que para todos los habitantes del Imperio, los Desiertos del Caos no eran más que un rumor horrendo, una tierra infernal, situada en el norte, de la cual salían los terribles ejércitos de los Poderes Malignos del Caos para robar, saquear y asesinar. Y nunca había oído del enano que hubiese estado allí, aunque sabía muy poco de las aventuras en las que el Matatrolls había participado antes de su encuentro con él, ya que Gotrek no hablaba de su pasado, del que parecía avergonzarse. En todo caso, el obvio miedo del enano hacía que el lugar resultase aún más pavoroso. Había muy pocas cosas en el mundo que pudiesen turbar al Matatrolls, como bien sabía Félix, así que cualquier cosa que le inspirase tales sentimientos debía ser temida de verdad.
—No obstante, creo que es allí adonde quiere ir mi tío, y quiere que lo acompañes. Necesita de tu hacha.
Gotrek guardó silencio durante un momento.
—Ciertamente, es una hazaña digna de un Matatrolls.
«Parece una completa locura», pensó Félix, aunque de alguna forma logró mantener la boca cerrada.
—Snorri piensa lo mismo.
«En ese caso, Snorri es un idiota aún mayor de lo que aparenta», pensó Félix, y las palabras estuvieron a punto de escaparse de sus labios.
—Entonces, ¿me acompañaréis hasta la Torre Solitaria? —preguntó Varek.
—Por la perspectiva de un destino semejante, te seguiría hasta las puertas del infierno —declaró Gotrek.
«Eso está bien —pensó Félix—, porque da la impresión de que es precisamente allí adonde irás», y luego sacudió la cabeza. La locura del enano comenzaba a contagiársele. ¿Acaso estaba tomándose en serio toda aquella charla sobre viajes hasta los Desiertos del Caos? Sin duda, no era nada más que palabrería de taberna, y el ataque de locura se les habría pasado por la mañana…
—Excelente —declaró Varek—. Ya sabía yo que me acompañaríais.