Capítulo 5

DOMINGO, 1 de abril de 1776… Existen razones para hablar de esto en la página dos en vez de concederle al fenómeno los titulares de la primera página que tan fácilmente podrían reclamar. Nosotros, por una vez, no estamos dispuestos a permitir que la histeria que prevalece debajo de esta miasmática polución refuerce nuestro shock.

Éste lo vimos con nuestros propios ojos.

Pero en la ciudad donde vivimos, uno duda incluso de la validez de esta credencial.

Llegamos incluso a considerar por un momento la idea de dedicar este ejemplar sólo a los relatos de aquellos que durmieron a lo largo de todo el fenómeno, que estaban ocupados en el sótano o en la habitación de atrás sin ventanas cuando ocurrió, o —esperanza sobre esperanza— pueden afirmar que estuvieron dando vueltas durante toda la noche de ayer y no observaron nada extraordinario en el cielo.

Pero si bien el advenimiento de George en nuestras noches es algo que puede discutirse, tendríamos que buscar fuera de los límites de nuestra brumosa y delicuescente ciudad para hallar algún testigo negativo de este nuevo hecho. Al menos eso esperamos.

Por favor, vuelvan a la página uno. El problema de la zona de Lower Cumberland en Jackson, donde al parecer se ha ido toda la electricidad con la rotura de la conducción de agua en mi último jueves (lo peligroso que pueda ser esto para el resto de nosotros es algo que nadie puede decir, porque nadie puede estimar las pérdidas de una fractura en un dique en términos de nuestra decrecida población) es un auténtico dilema. Más real, nos gustaría creer, que el portento de ayer.

No nos sentimos ansiosos ni de describir ni de siquiera nombrar lo que pasó. Presumiblemente algún ejemplar de este periódico llegará más allá de nuestros límites; nos gustaría conservar nuestro buen nombre. Preferiríamos mucho más dar nuestras opiniones sobre el Lower Cumberland Park. Pero otro escritor (página uno, sigue en página siete) ha contado ya su testimonio, su relato de primera mano. Y, de todos modos, en sus palabras «… las posibilidades son de que ya nadie viva más aquí» queda expresado ya todo el asunto.

Ignorante del momento, el arco se hizo visible a última hora de la noche en el cubierto cielo. En un espectro que se alineaba solamente en el gris, el negro y el azul, ¡había que verlo para juzgar los efectos de esos dorados y bronces, esos rojos y marrones púrpuras! Unos minutos más tarde, la mayoría de nosotros nos habíamos reunido en el Jardín de Agosto. La vista era abrumadora. Las especulaciones, antes de que la maravilla las silenciara, eran desenfrenadas. Cuando, al cabo de quince minutos, quizá una cuarta parte del disco había emergido ya, tuvimos nuestro primer caso de histeria… Pero antes que centrarnos en esos comprensibles desmoronamientos, felicitemos al profesor Wellman por su serenidad en todo momento, y a Budgie Goldstein por su indomable alto espíritu.

Tras más de una hora de elevarse, el monumental… ¿disco? ¿esfera? ¿qué? iluminó finalmente todos los edificios visibles. Hay algunas dudas, incluso entre aquellos reunidos en Agosto, acerca de si el orbe flotó realmente, o si cambió de inmediato de dirección y empezó a ponerse de nuevo, ligeramente (aunque no más de un quinto de su diámetro) hacia la izquierda…, esto último es una estimación de Wallace Guardowsky.

El borde inferior, en cualquier caso, estuvo encima del horizonte durante unos quince o veinte minutos. Incluso en toda su altura, podía mirársele directamente durante varios minutos debido a las nubes que lo velaban. El coronel Harris, sin embargo, aconsejó que protegiéramos nuestros ojos si lo contemplábamos de un modo prolongado. Su descenso, casi todo el mundo está de acuerdo en ello, tomó sustancialmente menos tiempo que la ascensión, y quedó estimado entre quince minutos y media hora. Hemos oído algunos intentos de estimar tamaño, composición y trayectoria. Dudamos si registrar siquiera aquellos que comprendemos podrían ser de mucha utilidad, la menor indulgencia al ingenio ante algo tan… ¡horrible! ¿Oiremos objeciones de ustedes, ansiosos de significativas distracciones cosmológicas? Quizá debamos simplemente pedirles su confianza: de las explicaciones oídas, ninguna, francamente, era tan ingeniosa. Y no queremos insultar a nuestros lectores.

Recordemos, con desconfianza y persuasiva sorpresa, la velocidad con que la última de tales apariciones celestiales adquirió, por consenso común de la población, su nombre. Qué consolador, pues, que esta visión demostrara ser demasiado monstruosa para recibir un fácil apelativo. (Nos ha sido sugerido uno desde un cierto número de lados, pero toda decencia y decoro nos prohíben mencionarlo; muchos opinan que ya hemos difamado bastante a la joven en estas mismas páginas.) De hecho, aunque pueda pegársele una etiqueta al revisar el fenómeno con una sonrisa, algunas imágenes pierden su libertad y resonancia si, cuando las contemplamos con rostro serio, lo hacemos a través de la difracción de un nombre.

—¿Qué piensa usted de eso? —preguntó Faust, acercándose un poco desde el otro lado de la calle.

Chico se echó a reír.

—Calkins es muy rápido llamándole negro a un negro. Pero cuando se trata de darle un nombre a cualquier otra cosa, ¡sigue siendo una mierda de pollo!

—No, no. No es eso. —Faust tuvo que lanzar tres veces el enrollado periódico antes de conseguir acertar la ventana del segundo piso—. Me refiero a la primera página.

Chico, sentado en el porche, se inclinó para rascarse el pie.

—¿Qué…? —Volvió a la primera página del tabloide—. ¿Dónde está el Cumberland Park, de todos modos?

—¿El Low Cumberland Park? —Faust inclinó su fibroso cuello bajo su chaqueta de pana, se rascó la camiseta—. Está abajo, en el otro extremo de Jackson. Es allí donde se han reunido algunos negros realmente malos. Es donde vive el gran dios Harrison.

—Oh —dijo Chico—. Donde estuve ayer por la noche. Aquí dice algo acerca de que ya nadie vive allí.

Faust apoyó el fajo de periódicos en su cadera.

—Todo lo que sé es que dejo un maldito montón de periódicos frente a un maldito montón de puertas, y que no hay ninguno al día siguiente cuando vuelvo. ¡Maldita sea, chapotear en toda aquella agua en la calle ayer por la mañana! —Miró de reojo hacia la ventana—. Hoy por la mañana la cosa estaba mejor, sin embargo. Hey, le veré mañana por la mañana. ¿Es su libro el que llena toda la oficina?

—No sé —dijo Chico—. ¿Lo es?

Faust frunció el ceño.

—Tendría que subir alguna vez a la oficina y echar un vistazo mientras imprimen el periódico y todo eso. Venga conmigo algún día. Se lo mostraré todo. Su libro entró anteayer… —Faust hizo restallar los dedos—. Y dejé cajas de él en todas las librerías la otra noche. Tan pronto cuando…, bueno, ya sabe, se hizo oscuro.

Chico gruñó y abrió de nuevo el Times, para mirar a otra cosa que no fuera Faust.

—¡Tomen su periódico de la mañana! —El viejo echó a andar cojeando manzana abajo, gritándole al humo—: ¡Aquí, tomen su periódico de la mañana!

A lo que abrió el periódico fue a otro anuncio de un cuarto de página de Orquídeas de cobre. Lo depositó en el porche, y caminaba hacia la esquina cuando un sonido del que había sido débilmente consciente rasgó el cielo: un rugir. Y anidado en el rugir, el gemido que hace un motor a reacción a tres manzanas del aeropuerto. Chico miró al sonido acumulado sobre él; no se veía nada. Miró hacia el final de la manzana. Faust, una figurilla en un lechoso acuario, se había parado también. El sonido rodó, alejándose, haciéndose más débil.

Faust siguió andando y desapareció.

Chico dobló la esquina.

Es diferente dentro del nido, pensó, intentando imaginar por qué tenía que ser lo mismo:

Los dibujos en la sucia pared…

Los adornos sueltos del techo…

En su mano, los cuadrados nudillos y los huesudos dedos rasparon otro centímetro…

Un rostro negro surgió del centro de la habitación, miró hacia atrás; agitó la cabeza, y fue al cuarto de baño. Entre voces, Pesadilla rió y:

—De acuerdo. Quiero decir, de acuerdo. —Ésa era Dragón Lady—. Ya has dicho lo tuyo; ahora, ¿qué es lo que quieres que hagamos?

Mientras alguien en medio de todo aquel jaleo gritaba:

—¡Hey, hey, hey, vamos! ¡Hey!

—Bueno, quiero decir…, ¡de acuerdo! —se destacó la voz de Pesadilla—. ¿Qué es lo que quieres?

Chico fue a la puerta.

Al otro lado de la habitación, Siam y Cristal le saludaron con leves y diferentes movimientos de su cabeza. Chico se reclinó en la jamba. La gente del centro, de espaldas a él, no eran escorpiones.

—Quiero decir… —Pesadilla, dando la vuelta, se inclinó para golpearse las rodillas—, ¿qué es lo que quieres?

—Mira —John se volvió para seguirle, sujetándose las solapas de su chaqueta peruana—. ¡Mira, esto es muy serio! —Su camisa de trabajo azul tenía las mangas enrolladas sobre sus antebrazos; las mangas estaban manchadas, sucias y deshilachadas en un codo. Sus uñas, las únicas visibles, estaban muy limpias—. Quiero decir que vosotros, muchachos, tenéis que… —Hizo un gesto.

Milly se apartó de la trayectoria de su brazo.

—¿Hacer qué? —Pesadilla se frotó el hombro—. Mira, hombre, yo no estaba ahí. No supe nada de ello.

—Estábamos en otra parte. —Dragón Lady hizo girar una blanca taza en sus oscuras manos, los hombros hundidos, dando sorbos, observando—. Ni siquiera estábamos por aquí, ¿sabes? —Era la única que bebía en la habitación; y bebía mucho.

Mildred apartó mechones de rojizo pelo y pareció mucho más vieja que Dragón Lady. (Recordó una ocasión en la que él había pensado, cuando nadie estaba presente, que, pese a todas sus diferencias, tenían más o menos la misma edad.) Los labios de Dragón Lady se apretaron, se crisparon, volvieron a apretarse.

—¡Esto es una mierda! —Pesadilla se amasaba el brazo—. ¡Quiero decir que es una auténtica mierda, hombre! No cargues esta mierda sobre mí. Tú quieres hablar con alguien… —sus ojos se alzaron debajo de sus cejas, vieron a Chico—. Habla con él. Él estaba allí, yo no. Fue cosa suya.

Chico descruzó los brazos.

—¿Qué hice?

Mildred se volvió.

—¡Matar a alguien!

Al cabo de un momento notó que su frente se fruncía.

—Oh, ¿sí? —Lo que se aclaró dentro de él fue algo inquietantemente cercano al alivio—. ¿Cuándo? —preguntó, con el calmado y contrapuntal pensamiento: No. No, eso no es posible, ¿verdad? No.

—Mirad —dijo John, y su vista derivó entre Pesadilla y Chico—. Mirad, siempre hemos podido hablar con vosotros, ¿no? Quiero decir que estáis bastante unidos, ¿sabéis? Pesadilla, siempre nos hemos portado lealmente contigo, ¿hey? Y tú te has portado lealmente con nosotros. Chico, tú acostumbrabas a comer todo el tiempo con nosotros, ¿correcto? Eras casi parte de nuestra familia. Te acogimos la primera noche que llegaste aquí, ¿no lo hicimos? Pero muchachos, no podéis ir por ahí matando a la gente. Y esperar que nosotros simplemente permanezcamos sentados. Quiero decir, tenemos que hacer algo.

—¿A quién hemos matado? —preguntó, dándose cuenta: ¡no están diciendo yo! Se refieren a nosotros. El sentimiento llegó frío y con una sensación de pérdida.

—¡Wally! —dijo Milly desde el borde de la histeria—. ¡Wally Efrin!

El nombre sonó absolutamente hueco en su mente. Chico buscó la compañía agazapada en sus recuerdos ante el fuego comunal tras los ladrillos de cenizas sobre judías y verduras salteadas con carne: ¿Wally Efrin? (¿El pelicorto al que una vez le pidió que le ayudara a traer madera y le había respondido que no porque le daba demasiado miedo abandonar a los otros? ¿El otro que se había sentado entre él y Lanya y había hablado sin parar de Hawaii? ¿El robusto con el pelo tan largo que podía sentarse encima y que no dejaba de preguntarle a todo el mundo si habían visto o no a su chica? ¿Alguien al que había visto pero de cuya presencia nunca se había dado cuenta? ¿Alguien al que nunca había visto? Recordó a Jommy y a media docena de otros.)

—¿Dónde? —preguntó, ante su silencio—. ¿Por qué deberíamos haberlo matado?

—¡Oh, por el amor de Dios…! —Milly agitó la cabeza.

—Ayer —dijo John—. Ayer por la tarde. Cuando estabais todos en aquella casa, con el… sol. Mildred estaba allí…

—No me enteré hasta después de llegar a casa —dijo ella, con la voz que usa alguien para disculparse.

—Yo tampoco —dijo Chico—. Así que, ¿por qué queréis decírmelo?

—No, yo no quiero… —exclamó Milly—. ¡Esto es simplemente terrible! ¡Esto es animal…!

—Tú estabas al cargo aquí, ¿no, Chico? —preguntó John.

—Eso es lo que me dice todo el mundo.

—Bien, parece que… Yo no estaba allí, pero esto es lo que me dijeron…

Chico asintió.

—… Parece como que alguno de los chicos empezó una pelea. Y… ¿qué? ¿Wally intentó detenerla?

—Puede que él empezara la pelea —le dijo Milly al suelo—, con ellos.

—Calculo que la mayor parte de la gente estaba arriba. Esto fue abajo en la cocina. Fue golpeado de mala manera, imagino. Alguien le pegó un par de veces. En la cabeza. Con algo como un barrote de una celda de la policía. Luego todo el mundo se fue, supongo. Al parecer, mucha gente de aquí ni siquiera supo lo que había ocurrido. Yo estaba abajo. —John repitió—: En la cocina. Quiero decir, Mildred ni siquiera se enteró hasta que volvió y Jommy se lo dijo. —Un movimiento de la bronceada mandíbula de John indicó que Jommy era el muchacho flaco con una gran pelambrera castaña y unos pequeños ojos pálidos. (Recordaba a Jommy; pero no lo había reconocido…) —Todo el mundo lo dejó, porque pensaron que simplemente estaba sin sentido o algo así. O tal vez estaban asustados. Luego fueron a buscarlo. Pero estaba muerto.

—¿Quién lo hizo? —Chico movió su pie descalzo, que le hormigueaba.

Jetadecobre permanecía de pie en la puerta de la cocina, con un puño en la jamba.

John miró a Jommy, que señaló inmediatamente al escorpión en el canapé, el granujiento joven blanco sin afeitar:

—¡Él! —El aludido gruñó ante la acusación, y alzó un poco la cabeza. Era también el escorpión que los jóvenes de pelo largo habían sujetado, llorando, en la galería, cuando el gran círculo se puso.

—¿Mataste a alguien ayer por la noche? —preguntó Chico.

—¡No! —Lo dijo fuerte, densa e interrogativamente, sondeando la respuesta para ver su efecto.

Pesadilla se sentó entonces a los pies de Dragón Lady. Con la cabeza contra la pared, miró de interlocutor a interlocutor, con la sonrisa de un entusiasta en un partido de tenis.

—¿Golpeaste a alguien en la cabeza? —preguntó Chico.

—¡Golpeé al jodido tipo! —Los puños del escorpión se clavaron en el borde del canapé—. ¡Sí! Con un jodido trozo de cañería. ¡Pero no sé qué tipo de cañería era…, o si él estaba muerto!

—¡Mierda, yo sí lo supe! —cloqueó Cristal—. Lo supe apenas golpeaste al hijo de madre la primera vez. La segunda, la tercera…, todas las otras veces que le diste, hombre, fue sólo trabajo extra.

—¡Calla tu jodida boca! —(Era, recordó Chico, el escorpión para el que había rescatado el león de bronce.)—. No maté a nadie.

—¿Pero golpeaste a alguien en la cabeza con un trozo de cañería ayer?

—Mira, yo no… —Se encalló con la palabra y se puso en pie, los puños agitándose desde sus hombros para apartar la barrera que le impedía el habla, luego aulló—: ¡…yo no maté a ningún maldito tipo con ningún…!

—¡SIÉNTATE, MALDITA SEA! —gritó Chico, apartándose tres pasos de la puerta. Aquello, pensó en el silencio que siguió, era completamente teatral. Pero le sorprendió su eficacia. Sintió, retorciéndose detrás de su rostro, una sonrisa en embrión. Tanto los pies como las manos le hormigueaban. ¿Debo decir la siguiente cosa, o debo gritarla? (El escorpión estaba echándose hacia atrás en el canapé, sostenido sobre sus puños, sus posaderas no apoyadas en él, ninguna expresión en su rostro)—. ¿GOLPEASTE EN LA CABEZA A ALGÚN CHICO CON UNA TUBERÍA…? —Hizo la elección de evitar reírse.

El escorpión se dejó caer en el canapé. Su expresión era de terror.

—¿Debo decir que sí? —preguntó suavemente el escorpión—. No sé…

Chico agitó fuertemente las manos, junto a las caderas, para hacer que volviera la sensibilidad a ellas. Oyó a una de las personas a su lado hacer crujir una plancha del suelo con el pie y contener la respiración.

—Mira —le dijo a John. Milly, detrás de él, parecía más asustada que el escorpión en el canapé. El pequeño Jommy mostraba una intensa expresión de frío interés—. ¿Por qué no echáis al jodido fuera de aquí, eh?

—Hum… —Los pulgares de John habían desaparecido debajo de sus solapas junto con el resto de sus dedos—. Sabes que no hemos tenido un… juicio ni nada parecido. —Miró al escorpión—. Mildred dijo que quizá Wally lo empezó todo, ¿sabes…?

—Yo no lo vi —reiteró Milly—. Simplemente alguien me dijo…

Chico inspiró profundamente, y le sorprendió que su acción cortara la cinta del susurro de ella como unas tijeras.

—Todos vosotros, salid.

—Hey, no estamos intentando… —empezó John; Milly, Jommy y los otros habían echado a andar todos hacia la puerta. Soltó sus solapas y les siguió.

—¿Qué hicisteis con Wally, eh? —preguntó Chico.

—¿Eh? —John se detuvo un momento—. Simplemente lo dejamos…

—No —interrumpió Chico—. ¡No, no me lo cuentes! —Golpeó con un puño la palma de su otra mano. La sensación estaba empezando a volver. El gesto envió a John a empujar a los demás que estaban delante de él para salir de la habitación, palmeando nerviosamente su pierna.

El escorpión en el canapé parecía muy miserable. Aferrando su lámpara, o llorando en la galería; Chico pensó: Ha parecido miserable cada vez que me he dado cuenta de su presencia.

—¡Mierda! —dijo Chico. (Fuera, oyó cerrarse la puerta tras la representación de la comuna.)

El escorpión dio un pequeño salto y parpadeó.

—¡Oh, mierda! —Chico se dio la vuelta y salió de la habitación.

Oyó un ruido a sus espaldas a tres pasos en el pasillo y se volvió.

Pesadilla estaba apoyado en la jamba de la puerta, con una sonrisa incongruente en su rostro.

—¡Hombre, eres jodidamente demasiado! —Pesadilla avanzó, tintineando, por el pasillo, dio una palmada contra la pared—. ¡De veras! Eres demasiado.

Inmediatamente detrás de él, Jetadecobre se asomó y preguntó:

—Hey, ¿qué quieres hacer con Dólar ahí dentro? —Señaló con el pulgar la habitación.

Así que éste es su nombre, pensó Chico (¿Dólar?), mientras preguntaba:

—¿Eh?

—¿Quieres que lo caliente un poco por ti? —preguntó Jetadecobre—. Sí, lo haré. No me importa hacer este tipo de mierdas. Quiero decir que si va por ahí golpeando a la gente en la cabeza, nos está metiendo en problemas, ¿sabes? ¿Quieres que lo trabaje un poco?

Chico puso cara de disgusto.

—¡No! No tienes que hacer nada parecido a…

—Si quieres —anunció Jetadecobre por encima del hombro de Pesadilla—, mataré a este pequeño bastardo blanco. O puedo trabajarle hasta asustarlo un poco, ya sabes…

—No —repitió Chico—. No, no quiero que hagas nada de eso.

—¿Quizá luego…? —dijo Jetadecobre—. ¿Cuando lo hayas pensado un poco?

—Ya veremos, pero ahora no —dijo Chico—. Ahora simplemente déjale solo.

Pesadilla rió cuando Jetadecobre desapareció dentro de la habitación.

—¿Qué estabas intentando hacer, eh? ¡Hombre, eres demasiado!

—Sólo descubrir si él lo hizo. Eso es todo.

Pesadilla contuvo su risa en su boca; hinchó sus mejillas hasta que la tragó.

—¿Lo descubriste?

Desde dentro les llegó un repentino crujido y un grito. Voces quedas en torno al sonido de un fuerte sorber.

—El Chico me ha dicho que se supongo que tengo que aguardar hasta más tarde para trabajarte un poco, chupa-pollas. Pero no me hagas ninguna mierda, ¿entiendes? Así que vas por ahí rompiéndole la cabeza a la gente. Creo que me voy a divertir un poco rompiendo la tuya. Ahora sal de ahí.

—Yo…, supongo que sí —dijo Chico.

—Quiero decir —Pesadilla agitó sus palmas abiertas frente a las caderas de Chico—. Sólo me estaba preguntando si realmente lo descubriste. Yo no estaba allí. Tú estabas, ¿no? Así que tienes que saber si lo hizo o no. —Retrocedió unos pasos, sonriendo.

—¡Hey!

—¿Qué?

—Ven aquí. Quiero hablar contigo.

El brazo de Pesadilla se dobló bajo sobre su estómago, luego se alzó sobre su amplio pecho de modo que las cadenas colgaron por encima de sus antebrazos.

—Seguro. —Inclinó la cabeza, cautelosamente—. ¿De qué quieres hablar?

—Sólo quiero saber… Hey, ven conmigo.

—Seguro —dijo Pesadilla; su lengua se deslizó a un lado de su mandíbula, lamiendo algo entre los dientes de atrás.

Recorrieron el pasillo hasta el porche de servicio. Pesadilla, con los brazos aún doblados, se detuvo en el umbral, frunciendo los ojos. Una pantalla de humo colgaba a sólo unos metros más allá de la puerta mosquitera.

Chico preguntó:

—¿Qué estás intentando hacer , eh?

—¿Qué quieres decir? —Los antebrazos de Pesadilla se deslizaron uno sobre el otro hasta apretarse en un nudo.

—Quiero decir tú. Y Dragón Lady y todos los demás. ¿Cómo es que me he convertido repentinamente en el jefe en todo?

—Lo haces muy bien.

—Pero quiero saber por qué.

—Bien. —Pesadilla miró al suelo, y se dejó caer contra la jamba—. Tiene de serlo alguien, ¿correcto? —Las planchas en torno a ellos crujieron.

—¿Pero qué hay contigo?

—¿Conmigo? —Las planchas crujieron de nuevo, aunque Pesadilla no se había movido—. ¿Qué quieres saber de mí?

—Sólo por qué, eso es todo. Quieres un nuevo jefe…, ¿por qué no uno de los negros, o algo? Quiero decir, ¿qué pasa contigo?

Pesadilla se metió su húmedo y rojo labio inferior en la boca, y asintió. Su ojo izquierdo, observó de nuevo Chico, era ligeramente estrábico.

El agua que formaba un charco bajo el canalón se agitó bajo el costroso desagüe.

—Pensé que sería interesante ver lo que ocurría si un tipo loco y sesudo como tú llevaba las cosas por un tiempo. Todos los negros sesudos en Bellona tienen el suficiente buen sentido como para mantenerse fuera. No tenemos demasiado donde elegir, así que eso podía hacerlo también interesante, ¿correcto? No voy a permanecer en este jodido agujero de bruma durante todo el resto de mi vida. Está muy bien ser Pesadilla, ¿sabes? Pero voy a volver a St. Louis, agenciarme un pequeño coche extranjero, trabajar un poco en el gimnasio, y poner a un par o tres de damas a callejear para mí, y voy a convertirme en Larry H. Jones de nuevo. Y espero no volver a oír hablar nunca más de Pesadilla. Si alguien grita ese nombre en la Calle Seis, voy a dar la vuelta por Olive. He hecho demasiadas cosas aquí, así que me voy tan pronto como pueda. —Se irguió—. Tú has eliminado a Pesadilla, y yo me he dado un nombre. Conozco a gente. En St. Louis. —Su mano se alzó hasta su hombro, sus grandes dedos se movieron—. Así que he pensado dejarte a ti aquí. Además, a Denny le gustas. Ese pequeño chupapollas tiene la cabeza sobre los hombros. No como algunos de esos estúpidos. Y no parece que a ti te importe. —Entre los eslabones que colgaban sobre su pecho, brillantes cuentas captaron más luz de la que era posible captar, parpadeando y muriendo y parpadeando.

—Hey, esa cicatriz en tu hombro —preguntó Chico—. ¿Tú y Dragón Lady os lleváis bien?

—Ella como una puta. A veces. —El rostro de Pesadilla se crispó un instante en torno a sus dientes rotos—. Y luego, a veces… —frunció el ceño—. Bueno, ya sabes. —Después de que el canalón goteara tres veces más, se volvió para irse, pero hizo una pausa para mirar por encima del hombro—. ¿Quieres hablar de alguna otra cosa?

—No —dijo Chico—. Eso es todo.

Pesadilla se fue.

Al otro lado del pasillo había una habitación donde Chico nunca había entrado. Abrió la puerta.

Dólar, silueteado ante la desgarrada cortina de la ventana, se volvió. El león miró junto a su cadera desde el alféizar. El sabor a quemado en la parte de atrás de la garganta de Chico fluyó hacia delante, se convirtió en un sorprendente hedor: en uno de los colchones apilados había un carbonizado halo en torno a un cráter de cinco centímetros rodeado de cenizas y algodón quemado. Fotos de periódicos y revistas habían sido clavadas en una pared; muchas de ellas habían sido arrancadas de nuevo.

Uno de los tres negros sentados en el suelo le miraron. La pequeña chica rubia volvió a subirse su chaquetón de marinero sobre los hombros y lo cruzó sobre sus pechos.

—¿Qué quieres…? Quiero decir, hey, hombre… —Dólar se puso en pie, vacilante—. Chico, mira, se supone que tú eres un tipo como corresponde, ¿no? No vas a hacerme daño. ¿Por favor? Hombre, nunca antes en mi vida había hecho nada como eso, ¿sabes? ¿Quieres que yo…? —Dio otro paso—. Hey…, ¿qué intentas hacer? ¿Eh? —Su mano se detuvo en las cadenas que rodeaban su cuello, las retorció.

—Sea lo que sea —dijo Chico—, parece como si ya lo esté haciendo. —Todos los músculos de su rostro se tensaron: volvió al pasillo.

Llegaba ruido de la habitación de delante. La risa de Pesadilla se alzó. La de Dragón Lady la cortó.

Como si repentinamente se hubieran caldeado, Chico rebuscó en la parte de atrás de su chaqueta y extrajo de su cinturón los libros. Los dos estaban mugrientos. La portada de uno estaba sucia y arrugada. También lo estaba la contraportada del otro.

—¡Hey, ven aquí, ven aquí, corazón! —aulló Pesadilla—. ¿Qué estás intentando hacerme, eh? ¿Qué estás intentando…? —y estalló en una risotada.

—Sólo preguntaba —anunció Dragón Lady con histérica deliberación— si querías un poco más de maldito café… —La última sílaba se convirtió en un chirrido que cayó en contrapunto sobre la risa de Pesadilla, hasta que ambas voces chapotearon en la cisterna de la hilaridad.

Chico se refugió en el cuarto de baño.

Se sentó, con los pantalones bajados hasta las rodillas. Una burbuja fugitiva en sus intestinos transmitió un calambre a todo su abdomen; el calambre se relajó. Soltó la ventosidad, y supo que estaba vacío.

Apoyó los libros sobre sus rodillas, hojeó uno, luego el otro. Deseó leer un poema, al menos, de principio a fin. Un minuto más tarde se dio cuenta de que en realidad había estado deliberando no qué poema, sino en qué libro leerlo. ¿Era la incomodidad en su vientre un fantasma de la ventosidad? No.

Con un libro en cada mano, los sopesó. Se había empleado tiempo escribiéndolos. El tiempo había sido mañanas con su frente fruncida y la hierba obsequiosamente silenciosa más allá del borde de la manta; había sido noches en el bar con la luz de las velas iluminando docenas de botellas con sus distintos contenidos a diferentes alturas como pistones en un motor; había sido un roto bordillo en cada lado mientras se sentaba con el bolígrafo ardiendo en su dedo índice. Escribiendo, no había pensado en recuperar nada de ello. Pero la perspectiva de publicación le había convencido de alguna manera de que se hallaba en proceso alguna magia que le devolvería a él, en tacto (no memorium), algo de lo que la ciudad había malgastado. La convicción era identificada ahora por su fraudulencia ante los inadecuados objetos. Pero mientras moría, pateando en sus entrañas, espástica y temblorosa, supo que había sido tan real e incuestionada como todo lo que le rodeaba: el aire para un pájaro, el agua para un pez, la tierra para un gusano.

Estaba agotado, con un agotamiento que aniquilaba el deseo. Y todo lo que podía concebir como deseo era intentarlo de nuevo; hacer más poemas, depositarlos en un libro, conseguir que este libro se convirtiera en algo real a través de la reproducción, ¡y dar a esa alucinación otra posibilidad!

No tenía nada que escribir. No podía imaginar qué otro poema podía ser, cómo podía rimar, o incluso cuál podía ser su aspecto. ¿Es por eso, se preguntó, por lo que lo llaman «creación»? La textura en el ojo, el temblor en el aire a su alrededor lo había absorbido todo. No quedaba nada (…acerca de lo que ves sobre ti, acerca de lo que te ocurre a ti, acerca de lo que sientes. No.) No. Algo tenía que ser… creado. Y ya lo había sido.

Un músculo se tensó en su hombro.

Había habido un tiempo en el que se había sentido asustado de cosas como ésa: (¡…Un coágulo de sangre liberándose de la pared de la vena para correr hacia el corazón, bloqueando una válvula!) La costumbre inició un estremecimiento.

Contuvo el aliento, y sus pantalones, y los libros donde los sujetaba, cayeron. El maniquí que miraba de reojo, encadenado y sangrante, se reclinó contra el tanque y sonrió benignamente a la altura del pezón izquierdo de Chico. Chico se lo rascó, se subió los pantalones, volvió a colocarse los libros debajo del cinturón y salió.

En la habitación de Denny, subió la escalerilla de dos en dos peldaños. Su barbilla alcanzó el altillo.

—¡Hey, despierta!

Denny no lo hizo, así que trepó el resto del camino, se arrodilló a horcajadas a su lado y sujetó la cabeza del muchacho.

—¡Hey!

—¡Maldita sea…! —Denny intentó volverse de espaldas. Un brazo se agitó en sacudidas—. ¿Qué jodida cosa preten…?

—¡Vamos, levántate! —Las manos de Chico eran como tenazas, y las de Denny se alzaron para sujetar sus muñecas.

—¡De acuerdo! —dijo Denny, con las mejillas, apretadas muy juntas, distorsionando su voz—. Mierda, hombre, ahora me levanto, de acuerdo…

—Vas a llevarme al lugar de Lanya. —Chico alzó su pierna y se sentó hacia atrás—. Sabes dónde está, ¿eh? La llevaste allí. ¡Lo sabes!

Denny gruñó y se alzó sobre sus codos. Botas y cadenas yacían en un montón verde junto a su cabeza. El borde de piel de su chaqueta descendió de unos rosados rasgos a un cerúleo pectoral.

—Sí, supongo que sí.

—Entonces levanta el culo, chupapollas. —Chico hizo un gesto—. Quiero verla.

—De acuerdo, de acuerdo. —Denny tendió la mano hacia atrás en busca de sus botas, y empezó a ponérselas. Alzó una vez la mirada y dijo—: ¡Mierda!

Chico le sonrió.

—Mueve el culo.

—Que te jodan —dijo secamente Denny, y agachó la cabeza entre tintineantes eslabones—. Vamos. —Pasó los pies por encima del borde y saltó.

Chico bajó la escalerilla mientras Denny se tambaleaba ligeramente de pie en el umbral.

—¿A qué viene toda esta prisa? —preguntó Denny—. Hey, deja de empujarme, ¿quieres? —mientras Chico le arrastraba al pasillo.

—No te estoy haciendo daño —dijo Chico—. ¿Sabes que Dólar mató a un tipo con una tubería?

—¿Eh? ¿Cuándo?

—Ayer.

Denny intentó silbar. Primero fue un chirrido, luego todo lo que quedó fue aire.

—Dólar es un loco hijo de madre, ¿sabes? Quiero decir que siempre ha estado loco. Demonios, todos los tipos blancos del nido están locos.

—Seguro. —Chico arrastró a Denny hacia la puerta de entrada.

—¿Por qué lo hizo?

Chico se encogió de hombros.

—No lo sé.

La puerta de entrada se abrió. Trece (con Smokey detrás) entró, mirando a su alrededor como si esperara algo… distinto.

—¡Hey, Chico! ¡Oh, hey, hombre, tengo que hablar contigo! ¿Conoces a Dólar? Bueno, acabamos de llegar, pero… Alguien me dijo que ayer cogió un barrote de un calabozo de la policía y golpeó con él a un tipo hasta que…

—¡QUÍTATE DE MI CULO! —dijo Chico, muy fuerte, en el rostro de Trece, agitando su puño. Si sigo con esto, pensó, voy a golpear a alguien—. Simplemente quítate de mi culo, ¿entiendes?

Trece, con una mano sujetando el cuello de su camiseta verde (el tatuaje del «13» se tensó y ensanchó), había retrocedido contra una de las paredes; Smokey, con los ojos muy abiertos, contra la otra.

Chico apoyó una mano en el hombro de Denny.

—Vamos. ¡Larguémonos!

Pasaron a grandes zancadas entre ellos y cruzaron la puerta; la cerró de un portazo a sus espaldas.