—¿…DEFINITIVAMENTE lo vio?
—Oh, sí.
—¿Estaba usted ya en la ciudad?
—Exacto.
—Dijo usted antes que no vio todo el fenómeno.
—Capté, calculo, lo que debieron ser los últimos diez o quince minutos. Roger vino y me despertó para que lo viera.
—Entonces, ¿lo vio desde dentro de la casa?
—Bueno, primero desde mi ventana. Después bajamos a los jardines. Se lo aseguro, fue algo absolutamente extraño.
Los otros rieron.
—Hey —dijo Paul Fenster, medio de pie para mirar a los otros que estaban sentados—. Acabamos de encajar al capitán en este sitio. ¿Por qué alguno de ustedes no se corre un poco?
—Está bien así. Si quiero salir, ya pediré que me dejen lugar.
—Imagino —Madame Brown se inclinó hacia un lado para juguetear con el hocico de Muriel— que no estará usted más cerca de una explicación que nosotros.
—Si he de ser sincero con ustedes, creo que fue la cosa más extraña que haya visto nunca.
—¿Tan extraño como todo lo que ha visto usted en el espacio? —del hombre vestido con angora púrpura.
—Bien, le diré: esta tarde fue casi como…, me atrevería a decir como si me hubieran lanzado al espacio.
Rieron de nuevo.
El corpulento mexicano rubio con la camisa de franela se puso en pie al lado de Tak y se dirigió hacia la puerta, pasando a un palmo de Chico, y se fue. Tak vio a Chico. Inclinó la cabeza en un saludo.
Chico, curioso, fue a ocupar el asiento vacante.
Tak se inclinó para susurrar:
—El capitán Kamp… —Una docena de otras personas habían acercado sillas para escuchar al hombre con el pelo cortado a cepillo y la camisa verde de manga corta que se sentaba a una esquina de la mesa.
Tak volvió a erguirse y cruzó las manos sobre la parte inferior de su chaqueta de piel, de modo que la parte superior se hinchó hacia delante sobre su rubio pecho.
—Lo que me gustaría saber —anunció angora púrpura— …tranquila, corazón, tranquila… —Muriel había cambiado momentáneamente de alianzas—, lo que me gustaría saber es si es posible que se haya tratado de algún tipo de truco. Quiero decir: ¿Hay alguna forma en que alguien haya podido hacer que eso parezca haberse producido? Quiero decir…, bueno, ya sabe: manejado por alguna mano humana.
—Bien… —El capitán miró entre sus oyentes—. Él es su ingeniero, ¿no? —Su mirada se posó en Tak…, que se echó hacia atrás con una estentórea risa.
Eso debe haber sido tan semiconsciente como siempre he visto en él, pensó Chico. Nunca antes había oído a Tak emitir aquel sonido.
—No —dijo Tak—. No, me temo que eso no tiene nada que ver con ninguna ingeniería que yo conozca.
—Lo que a mí me gustaría saber…, lo que a mí me gustaría saber —dijo Fenster—. Usted ha estado en el espacio. Usted ha estado en la Luna… —Hizo una pausa, luego añadió con un tono diferente de voz—: Usted es uno de los que han estado realmente en la Luna.
El capitán Kamp estaba atento.
—Hemos tenido aquí alguna especie de… suceso astrológico, y nos ha impresionado bastante a todos. Querría saber si usted…, bien, por el hecho de haber estado en la Luna, o por algo así, puede saber usted algo más al respecto.
El rostro de Kamp esbozó el fantasma de una sonrisa. Chico rebuscó en su memoria los nombres de los astronautas de los cuatro lanzamientos a la Luna que había seguido tan de cerca, intentó recordar todo lo que pudiera acerca del quinto. El capitán Kamp cruzó los brazos sobre la mesa. No era muy alto.
—Bueno, realmente es posible —Kamp puntuó su forma de hablar típica del sudoeste con pequeños asentimientos de la cabeza— que haya una explicación astronómica, o mejor aún, cosmológica. Pero seré franco: ignoro cuál pueda ser.
—¿Cree usted que debemos preocuparnos? —preguntó Madame Brown con una voz completamente ausente de preocupación.
Kamp, cuyo pelo mezclaba gris y oro, asintió.
—¿Preocuparse? Bueno, todos lo estamos aquí. Y vivos. Realmente no hay ninguna razón por la que no preocuparse. Pero preocuparnos no nos va a servir de mucho, ¿no creen? Ayer, sí, más o menos ayer a esta misma hora, yo estaba en Dallas. Y si esa cosa era tan grande como parecía y realmente se trataba de algún tipo de cuerpo en el espacio, un cometa o un sol, sospecho que hubiera sido visto acercarse desde hace tiempo con los telescopios. Y nadie me habló de nada al respecto.
—Suena, capitán, como si usted no pensara que sea algo serio.
La sonrisa de Kamp parecía afirmar lo mismo. Kamp dijo:
—Yo lo vi…, parte de ello, al menos.
—Entonces —dijo Chico, y los demás se volvieron—, no sabe usted lo grande que era realmente.
—Bueno —respondió el capitán—, me temo que así es. —Su mandíbula era más amplia que su frente—. Todos ustedes, y también Roger, han descrito algo que llenaba prácticamente la mitad del cielo. Así que obviamente lo que yo vi fue sólo un pedazo pequeño. Y luego está esa otra historia acerca de… George, ¿no es así?
Tak miró por toda la estancia, frunció el ceño, y de nuevo le susurró a Chico:
—George estaba aquí hace unos minutos. Debe haberse marchado justo antes de que tú llegaras…
—Pero me temo que nadie fuera de… Bellona vio ese fenómeno. Y Roger me dijo que él tampoco lo vio.
—Yo sí lo vi —murmuró Tak.
—¡Y yo también! —exclamó alguien.
—Bien. —Kamp sonrió—. No mucha otra gente lo hizo, y evidentemente nadie fuera de Bellona.
—Usted vio lo que ocurrió hoy. —Teddy, con los brazos cruzados, estaba reclinado contra la pared cerca de la mesa.
—Sí, supongo que sí.
—¿Quiere decir —anunció jovialmente Fenster— que fue usted de aquí a la Luna y volvió, y no vio nada por el camino que pueda decirnos algo acerca de todo el fenómeno de esta tarde?
—No —dijo Kamp.
—Entonces, ¿de qué sirvió su vuelo, me pregunto? —Fenster miró a su alrededor en busca de algún hombro que palmear—. Quiero decir, ¿sirvió realmente de algo?
Alguien dijo:
—¿Hace mucho que no está usted en el programa espacial?
—Bueno, esto es algo que no se abandona nunca. Precisamente la semana pasada pasé los exámenes médicos para controlar los resultados a largo plazo. No espero dejarlo nunca. Pero ahora estoy mucho menos implicado en él que algunos de los demás.
—¿Por qué se fue usted? —preguntó angora púrpura—. ¿Fue idea suya o de ellos…, si puede responder a esa pregunta?
—Bueno. —Meditó su frase—. Sospecho que pensaron que era una cuestión más delicada de lo que yo creía por aquel entonces. Pero dudo que me desearan tanto si yo no les deseara a ellos. Mi interés en el programa espacial terminó precisamente con el amerizaje. Las pruebas, el trabajo de investigación posterior, eso era importante. Los desfiles, las celebraciones, los paneles, la publicidad…, creo que lo divertido de todo ello se agotó un mes después de que saliera de la cámara de aislamiento. Lo demás, para mí probablemente más que para los otros, debido al tipo de persona que soy, fue sólo un engorro. Además —sonrió—, se sabe que ocasionalmente tomo una guitarra en una fiesta y canto una o dos canciones folk. Nada político, entiendan. Pero aún siguen frunciendo el ceño ante ese tipo de cosas.
Todos rieron. Chico pensó: ¿es eso cierto?
Y un segundo pensamiento, como un tartamudeo: mi reacción es tan fija como su acción. Y Chico rió, aunque más tarde que los demás. Dos o tres le miraron.
—No —prosiguió Kamp—, supongo que me veía a mí mismo como una especie de aventurero…, tanto como puede serlo un piloto de pruebas de la marina. El Apolo fue para mí una aventura, prácticamente una aventura de ocho años, con todos los preparativos. Pero luego se acabó, y estuve dispuesto para meterme en algo nuevo.
—Así que vino usted a Bellona —murmuró Madame Brown, mientras Fenster decía:
—Después de la Luna, ¿qué otra cosa hay aquí?
—Bueno, tiene razón…
Chico se preguntó a cuál de las preguntas respondía Kamp.
—… pero estoy empezando a verlo por mí mismo.
—¿Está usted aquí con alguna conexión oficial? —preguntó otra mujer.
—Imagino —dijo Fenster— que usted nunca ha estado oficialmente desconectado.
—No. Estoy aquí de una forma absolutamente no oficial.
—¿Qué significa eso? —quiso saber alguien.
Fenster frunció el ceño, ofendido en nombre de Kamp, que se limitó a responder:
—Saben que estoy aquí. Pero no me dieron ningún tipo de instrucciones antes de venir. No van a preguntarme nada acerca de lo que hice o vi cuando vuelva.
—¿Por qué no dejamos correr esta Inquisición? —Fenster se puso en pie—. Vamos, el capitán es lo bastante amable como para hablar con todos nosotros a la vez, pero tenemos que darle una posibilidad de circular.
—Bueno, esto es algo completamente informal —observó Kamp— comparado con lo que estoy acostumbrado. De todos modos, me gustaría tener la posibilidad de dar una vuelta por aquí.
—Vamos, vamos —Fenster hizo gestos a los reunidos para que se dispersaran.
Algunos se levantaron.
El camarero enrolló sus mangas sobre los animales azules de sus brazos y se dirigió a la barra.
La silla de Tak raspó contra el suelo.
—Vamos, dejemos que el capitán tome algo. Madame Brown, parece como si a usted también le fuera bien un trago.
Chico agitó las manos debajo del borde de la silla para detener el hormigueo.
Tak se puso en pie, se estiró sobre la punta de los pies, miró a su alrededor.
—Me pregunto dónde puede haber ido George. Se mostró muy curioso cuando descubrió que teníamos a un auténtico hombre de la Luna con nosotros.
Se encaminaron a la barra.
Teddy estaba colocando las sillas en sus sitios.
Una vez la docena de personas reunidas en torno al capitán se hubo dispersado, el lugar pareció vacío.
—Pensé que Lanya tal vez estuviera aquí.
Las manos de Tak se cerraron.
—No la he visto. Tal vez Madame B. sepa dónde está. —Y se abrieron—. Hey, vi ese gran anuncio en el Times, en la página tres. Felicidades. —Tak frunció el ceño—. Por cierto, ¿qué hiciste a la llegada de la gran luz blanca? Naranja, creo que era en realidad. ¿Se te ocurrió algo para pasar el tiempo mientras aguardamos a ver si va a haber un mañana?
Chico se inclinó sobre entrelazados dedos.
—No lo sé. No hice mucha cosa. Había alguna gente conmigo. Creo que estaban más trastornados que yo. ¿Sabes, Tak?, por un momento pensé… —El camarero depositó una botella de cerveza—. No, es una tontería. —Chico acercó la botella, dejando un rastro mojado sobre la barra—. ¿No crees? —Las velas se reflejaron en él.
—¿El qué?
—Iba a decir que por un momento pensé que era un sueño.
—Si yo despertara en este preciso instante, me sentiría mucho mejor.
—No. No eso. —Chico alzó su botella una vez, dos, una tercera vez, una cuarta, una quinta, dejando mojados círculos superpuestos—. Cuando estaba alzándose, recuerdo que salí fuera para echar una mirada desde el porche de atrás; y pensé que quizás estaba soñando. De pronto desperté. En la cama. Sólo que cuando me levanté más tarde, todavía estaba ahí. Finalmente, después que se hubo puesto, volví a dormirme de nuevo. ¿Sabes?, en este mismo momento… —sonrió para sí mismo, hasta que venció las restricciones de sus músculos faciales y la sonrisa estalló estúpidamente en su rostro—. Aún no sé qué fue lo que soñé y qué no. Quizá en realidad no haya visto más que el capitán.
—¿Te fuiste a dormir?
—Estaba cansado. —Decir aquello irritó a Chico—. ¿Y tú qué?
—Cristo, yo… —El camarero trajo la botella de Tak—. ¿Qué hice yo? —Tak bufó—. Vi la luz llegar a través de esas cortinas de bambú que tengo, y salí fuera al tejado para echar un vistazo. Lo estuve contemplando elevarse durante unos tres minutos. Luego me hundí.
—¿Qué hiciste?
—Bajé al hueco de la escalera y me senté allí en la oscuridad durante una hora o así…, calculo. Se me ocurrieron todas esas ideas paranoides acerca de radiación…, no, no te rías. Puede que todos empecemos a perder el cabello en las próximas seis horas, mientras todos nuestros capilares se hacen polvo. Finalmente me asusté de permanecer allí simplemente en la oscuridad y volví a subir a ver… —Dejó de mover su botella en torno al círculo mojado—. Me alegra no sufrir del corazón. Se extendía sobre una parte tan grande del horizonte que no podía mirar a un extremo y ver el otro. No podía mirar allá donde el fondo era cortado por los tejados y ver la parte superior. —La botella de Tak resonó sobre la barra—. Volví a la escalera, cerré la puerta, y simplemente lloré. Durante un par de horas. No podía pararme. Mientras lloraba, pensé en montones de cosas. Una de ellas, por cierto, eras tú.
—¿Qué?
—Me recuerdo sentado ahí y preguntándome a mí mismo si éste era el aspecto de la parte de dentro de la locura… Oh; te has ofendido.
No era cierto. Pero se preguntó si debería.
—Bueno, lo siento. Eso fue lo que pensé, de todos modos.
—¿Estabas realmente tan asustado?
—¿Tú no?
—Imagino que mucha gente a mi alrededor lo estaba. Pensé en todas las cosas terribles que podía ser…, como cualquier otro. Pero si era cualquiera de ellas, no había nada que yo pudiera hacer.
—Realmente eres casi tan extraño como la gente que intenta hacernos pensar que lo eres. Mira, cuando llegas al límite, cuando descubres que la Tierra es realmente redonda, cuando te das cuenta de que después de todo has matado a tu padre y te has casado con tu madre, o cuando miras al horizonte y ves algo, como eso, alzándose…, hombre, tienes que tener algún tipo de reacción humana: reír, llorar, cantar, ¡algo! No puedes simplemente echarte a dormir.
Chico se demoró en las ruinas de su confusión.
—Yo…, me di un hartón de reír.
Tak bufó de nuevo.
—De acuerdo, así que no eres tan lanzado. Simplemente odio pensar que seas tan valiente como todo el mundo mantiene que eres.
—¿Yo? —Esto, pensó Chico, no podía ser el aspecto que tenía por dentro el valor.
—Disculpe —dijo la voz del sudoeste desde el otro lado de Chico—. Me han indicado que es usted… ¿el Chico?
Chico se volvió en medio de su confusión.
—¿Sí…?
Kamp le miró, y se echó a reír. Chico decidió que le gustaba el hombre. Kamp dijo:
—Se supone que debo entregarle un mensaje. De Roger.
—¿Oh?
—Me dijo que si venía aquí probablemente lo encontraría a usted. A Roger le gustaría, si no tiene usted ningún inconveniente, que subiera a su casa dentro de tres domingos a partir de ahora. Dice que apretará un poco más los días, de modo que eso será aproximadamente algo menos de dos semanas…, la verdad es que no comprendo cómo se entienden ustedes con esto… —Se echó a reír de nuevo—. Roger quiere dar una fiesta en su honor. Por su libro. —El capitán hizo una pausa, con una considerada inclinación de la cabeza—. Lo vi. Parece bueno. Espero que tenga suerte con él.
Chico pensó qué decir. Intentó:
—Gracias.
—Roger me dijo que le pidiera que acudiese al anochecer. Y que trajera a veinte o treinta amigos, si quería. Dijo que sería su fiesta. Empezará al anochecer; dentro de tres domingos.
—Bastardo presuntuoso —dijo Tak—. ¿Al anochecer? Al menos podría haber esperado a ver si habrá un mañana por la mañana. —Se bajó con un dedo la visera de su gorra y se alejó.
Chico estaba pensando en frases para situar dentro del silencio, cuando Kamp decidió al parecer ocuparse de aquello:
—Me temo que no sé mucho sobre poesía —dijo.
Le gustaba el hombre, decidió Chico. Pero por su vida no podía decir por qué.
—Leí algunas en el ejemplar de Roger, sin embargo. Pero si empiezo a hacerle preguntas sobre ellas ahora, probablemente terminaré con un aspecto peor del que ya tengo.
—Hummm —Chico asintió la cabeza, meditativo—. ¿Está cansado de que la gente le haga todas esas preguntas?
—Sí. Pero no fue demasiado malo esta noche. Al menos hablamos de algo real. Quiero decir de algo que ocurrió hoy. Es mejor que todas esas discusiones donde te preguntan si, como astronauta, crees en el pelo largo, en el aborto, en las relaciones interraciales o en la píldora.
—Es usted un hombre público de la cabeza a los pies, ¿eh? Dice que ya no está en el programa espacial. Pero sigue haciendo relaciones públicas para ellos.
—Eso es exactamente lo que estoy haciendo. No pretendo hacer ninguna otra cosa. Excepto pasarlo bien. Están empezando a aceptar la idea de tener a un no conformista haciendo trabajo de figurante para ellos. —Kamp miró a su alrededor—. Aunque sospecho, comparado con la mayoría de ustedes aquí, incluso con algunos de los tipos de ahí arriba en casa de Roger, que soy más o menos la imagen del establishment, canciones folk o no. Bien, eso me convierte en el mayor no conformista de Bellona. No me importa.
—Preguntas como: ¿Se marchó usted o le echaron a patadas?… ¿Qué hace cuando la gente le hace las mismas preguntas una y otra vez? En especial las embarazosas.
—Si es usted un hombre público, tan pronto como le hacen una pregunta más de tres veces elabora la respuesta pública más honesta que puede imaginar. En especial con respecto a las embarazosas.
—¿Es ésta una pregunta que le han hecho muchas veces?
—Bueno —rió Kamp—, más de tres veces.
—Entonces sospecho que será correcto hacerle preguntas acerca de la Luna —sonrió Chico.
Kamp asintió.
—Suena como un tema más bien seguro.
—¿Puede decirme algo acerca de la Luna que no le haya dicho nunca a nadie antes?
Al cabo de un segundo, Kamp se echó a reír.
—Hey, ésta es nueva. No estoy seguro de comprender lo que quiere decir usted.
—Usted estuvo allí. Me gustaría saber algo acerca de la Luna que solamente pudiera saber alguien que hubiera estado realmente allí. No quiero decir algo grande. Simplemente algo.
—Todo el vuelo fue televisado. Y fuimos bastante detallados en nuestro informe. Intentamos tomar fotos de prácticamente todo. Además, eso fue hace algunos años; y sólo estuvimos andando fuera durante unas seis horas y media.
—Sí, lo sé. Lo estuve viendo.
—Entonces sigo sin comprenderle.
—Bien: yo puedo traer un par de cámaras de televisión aquí, y tomar un montón de fotos, e informar de todo a la gente, y decirles cuánta gente había aquí o que usted estaba también. Pero luego, si alguien me pidiera que le dijese algo que no figurara en el reportaje general, cerraría los ojos y evocaría la imagen del lugar. Luego quizá dijera, bueno, en la parte de atrás de la barra, donde están las botellas, la segunda botella contando desde la izquierda, no recuerdo cuál era su etiqueta, pero el pequeño cono de cristal del fondo estaba justo por encima del nivel del licor. —Chico abrió los ojos—. ¿Entiende?
Kamp se pasó los nudillos por debajo de su barbilla.
—No estoy acostumbrado a pensar de este modo. Pero es interesante.
—Inténtelo. Simplemente mencione alguna roca, o colección de rocas, o alguna forma en el horizonte, que no haya mencionado a nadie.
—Tomamos fotografías de los trescientos sesenta grados del horizonte…
—Entonces alguna otra cosa.
—Resultaría más fácil decirle algo así relativo al módulo. Recuerdo… —Inclinó la cabeza hacia un lado.
—Supongo que eso servirá —dijo Chico—. Pero preferiría que fuera algo referente a la Luna.
—Hey, aquí hay algo. —Kamp se inclinó hacia delante—. Cuando bajé por la escalerilla… ¿Recuerda los senderos cubiertos de chapa sobre los que descansaba el módulo? Dijo que vio las retransmisiones.
Chico asintió.
—Bueno, pues cuando estaba sacando parte del equipo de los compartimientos auxiliares…, estuve en realidad en la superficie quizás un minuto, tal vez no tanto: un montón de gente, allá en los tiempos de las sondas, tenía la idea de que la Luna estaba cubierta de polvo. Pero en realidad era tierra de color marrón púrpura y rocas y grava. Los pies no se hundían en ella.
Chico pensó: traslación.
Chico pensó: transición.
—Las patas del módulo estaban montadas sobre articulaciones universales, ¿sabe? La de la izquierda de la entrada estaba inclinada sobre una pequeña roca, quizá de cinco centímetros de altura. Las sombras eran muy nítidas. Imagino que, cuando pasé junto a él, mi sombra pasó por encima de la pata del módulo. Y la sombra de la pata formada por la roca sobre la que descansaba, y mi sombra, unidas, me dieron la impresión por un segundo como si algo se moviera ahí abajo. ¿Entiende? Me sentí excitado porque me hallaba en la Luna. Y aquello no era nada que hubiera sido incluido en las sesiones de entrenamiento. Pero recuerdo que durante quizá tres segundos, mientras seguía haciendo todas las cosas que tenía que hacer, no dejé de pensar: «Hay un ratón lunar, o un escarabajo lunar, ahí abajo.» Y de tener la impresión de que quedaría como un estúpido si decía algo, estaba transmitiendo todo el tiempo, describiendo lo que veía, porque no podía haber nada vivo en la Luna, ¿correcto? Como he dicho, sólo me tomó un par de segundos imaginar de lo que se trataba realmente. Pero por un momento fue algo terriblemente curioso. Bien. Eso es algo que nunca le he dicho a nadie…, no, creo que se lo mencioné en una ocasión a Neil, cuando volví. Pero no creo que él estuviera escuchando. Y se lo dije simplemente como un chiste.
Formación. Chico pensó: transformación.
—¿Es a eso a lo que se refería usted?
Chico había esperado que Kamp estuviera sonriendo al final de su historia. Pero cada uno de sus rasgos permanecía escrupulosamente dentro del límite de la sobriedad.
—Sí. ¿Qué piensa usted ahora?
—Me estoy preguntando por qué le he contado esto. Pero imagino que Bellona es el tipo de lugar al que llegas para hacer algo nuevo, ¿no? Ver cosas nuevas. Hacer cosas nuevas.
—¿Qué dice la gente de fuera de este lugar? La gente que vuelve de aquí, ¿le ha hablado de la vida bajo la bruma? ¿Quién fue el que le hizo desear venir?
—No creo que haya conocido nunca a nadie que haya venido realmente aquí y luego se haya ido…, excepto Ernest Newboy, aquella mañana. Nos limitamos a darnos la mano al cruzarnos, y no tuvimos ocasión de hablar. He conocido a algunas personas que fueron evacuadas al principio. Una vez dejaron de intentar cubrir el suceso por televisión, supongo que la gente dejó de hablar de ello…, y ahora ya nadie habla del asunto.
Chico dejó que su cabeza se inclinara levemente hacia un lado.
—Se refieren a ello, por supuesto —dijo Kamp—. Puede usted sentarse en alguna sala de espera en Los Ángeles o en Salt Lake y hablar de esto, aquello o lo de más allá, y alguien puede que mencione a alguien que sabe lo que ocurre aquí. Un amigo mío, físico, volviendo en coche de la universidad de Montana, dijo que había recogido a dos chicas autostopistas que le dijeron que venían de aquí. Pensó que todo aquello era muy extraño, porque según los últimos informes de los periódicos se suponía que el lugar estaba completamente rodeado por la Guardia Nacional.
—Eso es lo que había oído yo también —dijo Chico—. Pero eso fue un poco antes de llegar aquí. No he visto ningún guardia nacional.
—¿Cuánto tiempo lleva usted aquí?
—No lo sé. Parece como si fuera bastante. Pero realmente no podría decírselo. —Chico se encogió de hombros—. Desearía saber algo más al respecto…, a veces.
Kamp estaba intentando no fruncir el ceño.
—Roger dijo que usted podía ser una persona interesante. Lo es.
—Nunca le he conocido personalmente.
—Eso es lo que me dijo.
—Supongo que tampoco sabe usted cuánto tiempo va a quedarse.
—Bueno, realmente no he decidido nada todavía. Cuando vine aquí, no pensé en el viaje exactamente como unas vacaciones. Pero llevo aquí algunos días, y le diré que, especialmente después del asunto de esta tarde, no sé qué hacer.
—Usted también es interesante —dijo Chico al cabo de un momento—. Pero no sé si es a causa de que ha estado en la Luna, o simplemente porque es interesante. Me gusta.
Kamp se echó a reír y tomó su cerveza.
—Vamos, puesto que estamos intentando ser honestos: ¿qué razón puede tener usted para que yo le guste?
—Porque, aunque sea usted una persona pública, lo cual es estupendo si resulta que tú eres el público, algo del «usted» privado prevalece. Creo que se siente usted muy orgulloso de las cosas que ha hecho, y se muestra modesto acerca de ellas, y no desea hablar de ellas a menos que sea de una forma seria…, incluso alegremente seria. Para proteger esa modestia, creo que ha tenido que hacer usted cosas que no le han hecho en absoluto feliz.
Kamp dijo, comedidamente:
—Sí. ¿Pero por qué me dice todo esto?
—Porque me cae usted bien, y deseo que confíe un poco en mí. Si puedo mostrarle que comprendo algo sobre usted, quizá lo haga.
—¡Ja, ja! —Kamp se echó hacia atrás, riendo torpemente de una manera teatral—. Sólo en beneficio de la discusión: supongamos que averigua usted algo respecto a mí; ¿cómo sé que no va a usarlo contra mí?
Chico contempló las joyas ópticas en su muñeca, la hizo girar: dos venas se unían debajo de la yema de su pulgar y corrían hasta debajo de la cadena.
—Ésta es la tercera vez que alguien me pregunta esto. Sospecho que voy a tener que pensar en una respuesta pública.
Tak estaba hablando con alguien junto a la puerta: sin afeitar, y con una expresión algo salvaje, entró Jack. Tak se volvió hacia el joven desertor, que miró a su alrededor, vio al capitán Kamp. Tak asintió en corroboración a algo. Jack se volvió, tomó algo que podía ser una escopeta apoyada contra la pared, y prácticamente salió corriendo del bar.
—Creo que ya he pensado una respuesta —dijo Chico.
—… mmmm —dijo el capitán Kamp; y luego—: Yo también.
Chico sonrió.
—Estupendo.
—¿Sabe? —Kamp bajó la mirada a la superficie de la barra—, hay algunas cosas de las que no me siento feliz. Pero son precisamente las cosas que un tipo se mostraría reluctante de decir, normalmente, a…, bien, uno de ustedes, con esos colgantes pelos, esas extrañas ropas, y las cuentas y cosas que llevan colgando. O cadenas… —Alzó la vista—. Me siento insatisfecho con mi vida y con mi trabajo. Es una insatisfacción muy sutil, y no deseo que me digan que tomo drogas y dejo crecer mi pelo. Quiero decir que ésa es la última cosa que desearía oír.
—¿Por qué no toma drogas y se deja crecer el pelo? Vea, no es tan malo. Ahora que lo peor ya ha pasado, quizá pueda seguir adelante y hablar de ello. Yo simplemente escucharé.
Kamp se echó a reír.
—Me siento insatisfecho con mi vida en la Tierra. ¿Por qué? Supongo que no lo tengo claro. Mire…, no soy la misma persona que era antes de ir a la Luna…, quizá éste sea el tipo de cosa por la que preguntaba usted. Quizá sea el tipo de cosa que solamente deba ser dicha a una persona. Pero se la he dicho a un par de docenas: usted sabe que el mundo es redondo, y que la Luna es un mundo más pequeño que da vueltas en torno a él. Pero vive usted en un mundo de arriba y abajo, donde el suelo es una superficie. Pero para mí, sólo es la continuidad visual de la superficie plana a una altura desde donde el borde de la Tierra desarrolla una curva, desde donde esa curva se transforma en un círculo completo, desde donde el pequeño círculo de color jabón que cuelga delante de ti aumenta de tamaño hasta adquirir el que tenía la Tierra, y luego bajas a él. Y de pronto ese círculo es una superficie…, pero el arriba y el abajo ya no son exactamente lo mismo que antes. Cuando salimos a la Luna, simplemente bailamos. ¿Qué otra cosa podíamos hacer con aquella ligereza? ¿Sabe?, ver una película marcha atrás no es la misma experiencia que verla marcha adelante pero invertida. Es una experiencia nueva, que pese a todo se desarrolla hacia delante en el tiempo. Lo que resulta de ello es algo completamente propio. Volver de la Luna no es lo mismo que ir, pasado al revés. Llegamos a un lugar por el que nadie había caminado; abandonamos un lugar donde nosotros habíamos bailado. La Tierra que abandonamos estaba poblada por una raza que jamás había enviado emisarios a otro cuerpo cósmico. Regresamos a un pueblo que lo había hecho. Tenía realmente la impresión de que lo que habíamos hecho era importante…, pese a la gente que se estaba muriendo de hambre en la India; y si existe una auténtica amenaza de hambre a nivel mundial, la tecnología tendrá que ser utilizada para evitarla; y no puedo pensar en una forma mejor de conseguir que la gente sepa hasta cuán lejos puede llevarnos la tecnología. Estuve en el centro del foco, durante seis horas y media. Me siento feliz con ese foco. Pero no estoy terriblemente satisfecho con la vida a cada lado. Las cosas que han desaparecido son como las cosas que han desaparecido de Bellona según el aspecto que tenía cuando llegué aquí: no hay mucha gente, pero no se aprecian signos evidentes de gran destrucción…, al menos yo no vi ninguno. Todo es gris, y algunas ventanas están rotas, y aquí y allá hay huellas de incendios. Pero, francamente, no puedo decir qué es lo que está mal. Sigo sin ser capaz de imaginar lo que ocurrió aquí.
—Me gustaría ir a la Luna.
—Córtese el pelo y deje de tomar drogas. —La lengua de Kamp hinchó su labio superior—. Ni siquiera tiene que alistarse en el ejército. Tenemos civiles en el programa. Eso es lo peor que puedo decir, ¿eh? Pero, realmente, es la exigencia básica. Quiero decir que todo lo demás viene después de eso. De veras.
Cree, pensó Chico, que puede haberme ofendido. Intentó no sonreír.
—Está frunciendo el ceño —dijo Kamp—. Oh, vamos. Cambiar de bando es algo completamente legítimo…, bien, de acuerdo. Dígame esto. ¿Es usted completamente feliz? Sea sincero conmigo.
Tak estaba yendo de un lado a otro de la estancia, lentamente y sin rumbo fijo.
—Creo —y Chico sintió que sus sentimientos cambiaban para encajar con su fruncimiento de ceño— que hay algo equivocado en su pregunta, ¿sabe? Paso mucho tiempo feliz; paso mucho tiempo infeliz; paso mucho tiempo simplemente aburrido. Quizá si trabajara realmente duro en ello pudiera evitar algo de la felicidad, pero lo dudo. Los otros dos aspectos, sé que estoy encajado en…
Kamp estaba muy atento a algo a no más de un grado o así más allá del rostro de Chico. Bien, reflexionó Chico, dije que escucharía. Cuando Chico guardó silencio durante cinco segundos, Kamp dijo:
—No soy la misma persona que era antes de ir a la Luna. Algunas personas me han explicado que nadie más en la Tierra lo es tampoco. Alguien me dijo en una ocasión que he empezado a curar la gran herida infligida sobre el alma humana por Galileo cuando dejó escapar que la Tierra no era el centro del Universo. No, no me siento realmente satisfecho ahora. Me interrogo acerca de esa luz en el cielo, esta tarde. Me interrogo acerca de las historias que he oído acerca de dos lunas cuando sé de primera mano que sólo hay una. Pero lo observo todo desde una posición distinta a la de usted. Podemos sentarnos y discutir y celebrar conferencias y seminarios hasta que surja un sol mucho más tranquilizador, y sin embargo dudo que pueda decirle a usted algo que tenga significado, o que usted pueda decirme algo que tenga significado a mí. Al menos respecto a eso.
—Hey, hola. —Tak apoyó una mano en el hombro de Chico…, pero se dirigía a Kamp—. Ése era mi amigo Jack. ¿Sabe?, tenemos un buen número de desertores del ejército con nosotros. Le dije que esta noche teníamos con nosotros a todo un capitán. Quiso saber si usted también era un desertor. Le dije que por todo lo que sabía seguía siendo usted un miembro leal de las fuerzas. Me temo que simplemente se dio la vuelta y echó a correr sin siquiera saber si estaba usted en la Marina. ¿Ya se marcha, capitán?
Kamp asintió, alzó su botella.
—Me alegra haber tenido ocasión de conocerle, Chico. Si no nos vernos antes, le espero en casa de Roger. —Hizo una nueva inclinación de cabeza a Tak, y se volvió.
—Espero que se sienta tan incómodo como pretende que le he puesto. —Tak chasqueó la lengua—. Me hubiera gustado que viniera de uniforme. Antes me dedicaba a placeres mucho más complicados. Sentía una auténtica pasión hacia el marisco.
—Te estás halagando a ti mismo.
Tak hizo algunos cortos movimientos de afirmación con la cabeza.
—Es posible, es muy posible. Hey, lamento haberte echado la otra noche. Ven conmigo a casa. Jódeme.
—No. Estoy buscando a Lanya.
Tak rodeó su cerveza con sus grandes y pálidas manos y miró la boca de la botella.
—Oh. —Luego dijo—: Entonces ven conmigo a otra parte. Quiero mostrarte algo. Además, probablemente querrás verlo.
—¿De qué se trata?
—Por otra parte, quizá ya lo hayas visto y no te sientas interesado.
—¿Pero no vas a decirme qué es?
—No.
—Está bien —dijo Chico—. Muéstramelo.
Tak le dio una palmada en el hombro, luego se apartó de la barra.
—Vamos.
Entre los edificios, la negrura se hinchaba como una lona embreada combada por la lluvia.
—Ésta es la clase de noche en la que daría cualquier cosa por una estrella. Cuando era más joven acostumbraba a intentar identificar las constelaciones, pero nunca lo conseguí. Puedo localizar la Osa Mayor. —Tak abrió su cremallera—. ¿Tú puedes hacerlo?
—Ahora la conozco bastante bien. Pero aprendí a localizarla hace unos años, cuando estaba viajando en barcos y cosas así. Son las únicas cosas que siguen siendo iguales cuando te mueves mucho de un lado para otro. Compré ese libro de bolsillo por cincuenta centavos, cuando estaba en Japón…, era un libro americano, sin embargo. En unas dos semanas podía localizar casi todas las constelaciones.
—Hummm. —Tak alzó la vista mientras se acercaban a la farola de la esquina—. De todos modos, tampoco podemos verlas. Quiero decir, ¿estás dispuesto a tener que aprender unas configuraciones completamente nuevas? —Las sombras cayeron sobre su rostro como una pantalla—. Por aquí.
La calle hacía pendiente. En la siguiente esquina giraron de nuevo. Media manzana más tarde Chico dijo:
—¿Puedes ver algo?
—No.
—¿Pero sabes a dónde vamos…?
—Sí.
El olor a cosas ardiendo volvía a ser claramente identificable. El aire era frío, muy frío: notó una grieta en el pavimento debajo de su pie descalzo. Algo con bordes rodó debajo de su bota. Los olores a madera derivaron. Por un instante cruzaron un olor que le hizo retroceder…, le golpeó con la fuerza de una alucinación: una cueva en las boscosas montañas donde algo había crepitado en un gran cuenco de cobre sobre la húmeda piedra, mientras encima de él veía, resplandeciendo…
La cadena en torno a él hormigueó como si el recuerdo hubiera enviado una corriente a través de ella. Pero el olor en particular (hojas húmedas sobre sequedad, y un fuego, y algo descompuesto…) desapareció. Y la oscuridad, aún siendo fría, era seca, seca…
Bordeada por una pared vertical, una lejana luz se difuminaba en el humo.
En la esquina, Tak miró hacia atrás.
—Comprobaba que aún estuvieras conmigo. No haces mucho ruido. Vamos a ir por ahí. —Tak indicó con la cabeza hacia delante, y cruzaron la calle, hombro contra hombro.
Al otro lado de una lámina de cristal, una luz ambarina silueteaba negras formas como alambres.
—¿Qué tipo de tienda era ésta? —preguntó Chico detrás de Tak, que estaba abriendo la puerta.
Sonaba como si hubiera una máquina funcionando en el sótano. Estantes vacíos se alineaban en las paredes, y las formas como alambres eran expositores sin nada en ellos. La luz procedía de una única bombilla en algún lugar en el hueco de la escalera. Tak se dirigió a la caja registradora.
—La primera vez que vine aquí, ¿querrás creer que todavía había ochenta dólares en el cajón?
Tak pulsó una tecla.
El cajón se abrió con un campanilleo.
—Todavía están.
Lo cerró.
El sonido cesó en el sótano, luego empezó de nuevo; sólo que ahora no sonaba en absoluto como una máquina, sino como alguien gimiendo.
—Vamos abajo —dijo Tak.
Alguien había esparcido panfletos por los escalones. Susurraron bajo el pie descalzo de Chico.
—¿Qué era este lugar? —preguntó Chico de nuevo—. ¿Una librería?
—Aún lo es. —Tak miró hacia donde la única bombilla que colgaba del techo iluminaba los vacíos estantes—. El departamento de libros de bolsillo está abajo.
Clavado con chínchelas en una esquina había un cartel escrito a mano: LITERATURA ITALIANA.
Un joven con el pelo muy largo estaba sentado, con las piernas cruzadas, en el suelo. Alzó la vista, luego miró al frente, cerró los ojos y entonó:
—Om… —arrastrando el último sonido hasta que se convirtió en el gruñido mecánico que Chico había oído cuando entraron.
—Esta noche está ocupada —dijo Tak en voz baja—. Normalmente no hay nadie aquí.
Entre las solapas de franela a cuadros, el pecho del muchacho estaba lleno de sudor. Sus pómulos brillaban encima de su barba. Les lanzó otra mirada antes de cerrar de nuevo los ojos.
Hace frío, pensó Chico. Hace mucho frío.
Al lado de LITERATURA ITALIANA había CIENCIAS POLÍTICAS. No había libros en ninguno de los dos lugares.
Chico rodeó las rodillas del muchacho y alzó la vista hacia FILOSOFÍA DE LA CIENCIA (también vacío), y se dirigió a FILOSOFÍA. Al parecer, todos los estantes estaban vacíos.
—Ommmmmmmmmmmmni…
Tak tocó el hombro de Chico.
—Aquí, esto es lo que quería mostrarte. —Señaló con la cabeza hacia el otro lado de la habitación.
Chico siguió a Tak más allá de LITERATURA AMERICANA, que era una polvorienta estantería de madera en el centro de la estancia.
La desempañada bombilla arrojaba cambiantes sombras a su alrededor.
—Acostumbraba a venir aquí en busca de toda mi ciencia ficción —dijo Tak—, hasta que ya no quedó nada en las estanterías. Aquí dentro. Sigue.
Chico penetró en la pequeña habitación lateral y golpeó algo con la punta de su bota (pensando: afortunadamente), retrocedió cojeando, alzó la vista: las portadas color marfil recordaban losetas de baño apiladas.
Todos los estantes excepto el superior estaban llenos con ejemplares del mismo libro expuestos de frente. Miró de nuevo la caja que había golpeado con el pie. La tapa se agitó ligeramente. Mientras miraba dentro, algo se enfocó: una sombra, enterrada en su mente a causa de algo que había dicho Lanya en el nido, casi desechada por la mega-luz de la tarde, apareció ahora, nítida e irrefutable, bajo la clara luz de la única bombilla: del mismo modo que los manuscritos no se convierten en galeradas de la noche a la mañana, tampoco las galeradas se convierten en libros distribuidos. Habían pasado muchas más de veinticuatro horas desde que había corregido las pruebas con Newboy en el sótano de la iglesia.
Frunciendo el ceño, se inclinó para coger un ejemplar, se detuvo, tendió la mano hacia uno de los colocados en la estantería, se detuvo de nuevo, miró a Tak, que se había metido los puños en los bolsillos de su chaqueta.
Los labios de Chico murmuraron un interrogante. Miró de nuevo los libros, tendió otra vez la mano. Su pulgar rozó la brillante portada.
Tomó uno.
Otros tres cayeron; uno se deslizó contra su pie.
Tak dijo:
—Creo que es muy curioso que los hayan puesto en POESÍA —eso era lo que decía el cartel arriba—. Quiero decir que podrían haber llenado con ellos cualquier estante de toda la maldita tienda. Hay docenas de cajas en la parte de atrás.
Con el pulgar encima, tres dedos debajo, Chico intentó calcular el peso; tuvo que hacer oscilar su mano. Había una sensación de ausencia que era muy fácil llenar con
ORQUÍDEAS
DE COBRE
escrito con letras de un trazo nítido que sus dedos jamás hubieran podido trazar, ni siquiera con regla y compás. Volvió a leer el título.
—Ommmmmmmmmmmmm… —La luz se apagó y volvió a encenderse de nuevo; el medio canturreo, medio lamento—… mmmmmmmmmmmmm… —acabó en una tos.
Chico contempló los seis, siete, ocho estantes llenos.
—Es realmente curioso —dijo, y deseó que la sonrisa que tenía la sensación de que debía aflorar a su rostro mostrara las correctas emociones de sus rasgos internos—. Es realmente… —De pronto tomó otros dos ejemplares, y pasó junto a Tak en dirección a la escalera—. Hey —le dijo al muchacho—, ¿te encuentras bien?
El sudoroso rostro se alzó.
—¿Eh?
—¿Qué pasa contigo?
—¡Oh, hombre! —El muchacho rió débilmente—. Estoy enfermo como un perro. De veras, estoy enfermo como un jodido perro.
—¿Qué es lo que va mal?
—Mis tripas. Tengo un duodeno espástico. Es algo así como una úlcera. Quiero decir que estoy casi seguro de que es esto. Ya lo he sufrido otras veces, así que sé lo que se siente.
—¿Qué estás haciendo aquí, entonces?
El muchacho rió de nuevo.
—Estaba intentando ejercicios de yoga. Para el dolor. ¿Sabes que puedes controlar esas cosas con el yoga?
Tak se acercó detrás de Chico.
—¿Funciona?
—A veces. —El muchacho hizo una inspiración—. Un poco.
Chico se apresuró escaleras arriba.
Tak le siguió.
Desde el último peldaño, Chico miró las estanterías a su alrededor y se volvió a Tak, que dijo:
—Estaba pensando, de veras lo estaba pensando, en pedirte que me firmaras un autógrafo en éste. —Le tendió el ejemplar y dejó escapar una risa que era casi un gruñido—. De veras.
Chico decidió no examinar la forma que adoptaba su pensamiento, pero captó su reluciente borde: no es no tener; es no tener recuerdo de tener.
—De todos modos no me gusta este tipo de mierda… —dijo, sorprendido ante su mentira, y miró el rostro de Tak, todo él en sombras, iluminado desde atrás. Escrutó el negro óvalo en busca de movimiento. De todos modos está aquí, pensó; dijo—: De acuerdo. Dame —y tomó el bolígrafo del ojal de su chaqueta.
—¿Qué vas a poner? —Tak le tendió el ejemplar.
Chico lo abrió sobre el mostrador al lado de la caja registradora, y escribió: «Este ejemplar de mi libro es para mi amigo, Tak Loufer.» Frunció un momento el ceño, luego añadió: «Con mis mejores deseos.» La página parecía amarillenta. Y no pudo leer lo que había escrito, lo cual le hizo darse cuenta de lo escasa que era la luz.
—Ya está. —Se lo tendió de vuelta—. Vámonos, ¿eh?
—Ommmmmmmmmmmmm…
—De acuerdo. —Tak miró escaleras abajo y chasqueó la lengua—. ¿Sabes? —Caminaron hacia la puerta—. Cuando lo cogiste de entre mis manos, pensé que ibas a hacerlo pedazos.
Chico se echó a reír. Quizá, pensó, hubiera debido hacerlo. Y pensando en aquello, decidió que lo que había puesto era lo mejor.
—¿Sabes? —mientras salían a la noche, Chico notó sus dedos húmedos sobre la cubierta: ¿huellas dactilares?— que la gente habla de insuficiencia sexual? Eso no tiene nada que ver con conseguir o no una erección. Un tipo sale en busca de su amiga y ni siquiera sabe dónde vive, y no parece haberse molestado en averiguarlo… ¿Dijiste que Madame Brown podía saberlo?
—Creo que sí —dijo Tak—. Hey, no dejas de hablar de tu amiga. ¿Sabes que en este momento tienes a tu lado un amigo?
Chico imaginó que habían llegado a la esquina. Al siguiente paso descubrió que su pie desnudo colgaba sobre el bordillo.
—Sí, supongo que sí. —Bajaron a la calzada.
—Oh —dijo Tak—. Alguien me dijo que se supone que ahora lo haces con un chico de los escorpiones.
—Podría llegar a odiar esta ciudad…
—¡Ja, ja, ja! —La voz de Tak imitó reprobación—. El rumor es el mensajero de los dioses. Siento curiosidad por descubrir lo que escribiste en mi libro.
Ante lo cual Chico empezó a dudar, halló sus propias dudas divertidas, y sonrió.
—Sí.
—Y, por supuesto, los poemas también. Bueno…
Chico oyó que los pasos de Tak se detenían.
—… yo voy por este lado. ¿Seguro que no puedo convencerte…?
—No. —Añadió—: Pero gracias. Nos veremos. —Chico siguió andando, pensando: esto es una locura. ¿Cómo sabe nadie dónde está nada?, y pensó en aquello siete u ocho veces hasta que, sin perder el ritmo de sus pasos, se dio cuenta: no puedo ver nada y estoy solo. Imaginó grandes mapas de oscuridad retorcida delante de más oscuridad. Después de hoy, pensó ociosamente, ya no hay ninguna razón para que aparezca el sol. ¿Locura? ¡Vivir en cualquier estado distinto al terror! Apretó fuertemente los libros. ¿Son míos esos poemas? ¿O descubriré que son descripciones impropias de la mano de alguna otra persona de cosas que yo he creído en una ocasión que estaban cercanas: el mapa borrado, los nombres de cada localización sustituidos?
Alguien, luego más, estaban riendo.
Chico siguió caminando, registrando primero el completo salvajismo de todo aquello, los cada vez más amplios bordes; pero sólo en la farola aún encendida de la otra esquina se dio cuenta de que era alegre y entrelazado buen humor.
Dos negros, en el trapezoide de luz de un portal, estaban hablando. Uno bebía una lata de cerveza o coca cola. Una tercera figura (Chico pudo ver desde allí que los oscuros brazos estaban desnudos, que la chaqueta resplandecía) cruzó desde el otro lado de la calle.
La farola pulsó y murió, pulsó y murió. Letras negras sobre un campo amarillo anunciaban, y anunciaban, y anunciaban:
AVENIDA JACKSON
Chico se dirigió hacia ellos, curioso.
—Ella echó a correr hacia aquí… —estaba explicando el alto, luego rió de nuevo—. Una cosita hermosa y rubia, mortalmente asustada, ¿sabes?; primero se detuvo, como si fuera a dar media vuelta y echar a correr de nuevo, con la mano alzada frente a su boca. Luego va y me pregunta —el hombre bajó la cabeza y alzó la voz—: «¿Está aquí dentro George Harrison? Ya sabe, George Harrison, el hombre grande de color.» —El que contaba la historia echó hacia atrás la cabeza y rió de nuevo—. Hombre, si yo las tuviera como las tiene George… —en su puño sujetaba el cañón de un rifle (la culata contra el suelo), que se agitó con su risa.
—¿Qué le dijiste? —preguntó el otro, más robusto, y bebió de nuevo.
—«Seguro que está dentro», le dije. «Será mejor que esté dentro. Yo acabo de salir y juraría por el infierno que lo vi dentro. Así que si no está dentro, entonces no sé dónde demonios pueda estar.» —El rifle se inclinó, volvió a erguirse—. Ella echó a correr. Simplemente se dio la vuelta y echó a correr manzana abajo. ¡Simplemente así!
El tercero era un escorpión negro con la chaqueta de vinilo negro, su orquídea colgada de una cadena del cuello. Es como, pensó Chico, encontrarse con unos amigos la noche en que la televisión ha estado cubriendo el asesinato de otro político, el suicidio de otra superestrella; y por un momento sois desconocidos cómplices celebrando la articulada anulación de alguna catástrofe nacional, neutral.
Recordando la luz de la Luna, Chico frunció los ojos en la oscuridad. Y deseó estar sujetando alguna otra cosa: un bloc de notas o una flor o un trozo de cristal. Torpemente, se metió los libros debajo del cinturón, en la parte de atrás de los pantalones.
Los tres hombres se volvieron para mirar.
La piel de Chico se humedeció con el azaramiento.
—… Simplemente echó a correr —repitió finalmente el negro con el rifle, y su rostro se relajó como el de un músico tras completar una cadencia.
El que sujetaba la lata de cerveza miró a izquierda y derecha y dijo:
—Vosotros sois escorpiones. Así que venís un poco por aquí, ¿eh?
—Ése es el Chico —explicó el escorpión negro—. Yo soy Cristal.
Su nombre, pensó Chico (recordó a Araña ayudando con el brazo de Siam en el bamboleante suelo del autobús…): no resulta fácil pensar en ellos una vez sus nombres afloran a la superficie. Podían ser muy bien yo. Enfrentarse con ello era una delicia ante su propia carencia. Pero esa alegría seguía pareciendo tan opaca y esperada como el sueño banalmente edípico que había tenido la primera noche en que le había sido asignada una psiquiatra en el hospital.
—¿Tú el Chico? —El hombre clavó el fondo de la lata en la parte superior de la hebilla de su cinturón—. ¿Habéis pensado acaso en venir hasta aquí abajo y darnos protección?
—Ajá: están disparándole a la gente negra, así que habéis bajado a Jackson.
Desde dentro, apagadas, sonaban las voces de otros negros hablando y riendo.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Chico.
Cristal se acercó a él. (Chico pensó: me siento más confortable. Es probable que él también.) Los otros se movieron para acomodar sus posturas.
—¿Alguien ha estado disparando por aquí? —preguntó Cristal—. ¿Ha sido esta tarde?
—Esta tarde, sí. —El cañón del rifle pasó a la otra mano—. Algo así como un francotirador, ¿sabes? Armó un gran revuelo. Quiero decir, esta tarde, con esa cosa colgando ahí arriba.
—¿Qué ocurrió?
—Alguien se subió al tejado del edificio del Second City Bank ahí en la esquina de abajo, y empezó a disparar contra la gente como una escopeta. Simplemente eso.
—¿Mató a alguien? —preguntó Chico.
El hombre con la lata frunció los labios.
El hombre con el rifle dijo:
—A unos siete.
—¡Mierda! —exclamó Chico.
—Primero abatió a cuatro a la vez, ¿sabes?: bang, bang, bang, bang. La mujer no murió en seguida, pero no pudo llegar muy lejos. Un poco más tarde acudió otra gente a ayudarles, porque pensaron que ya se había ido. Pero aún seguía allí, y se cargó a tres de ellos. Luego escapó.
—Era un chico blanco, además. —El otro hizo un gesto con su lata—. E hizo todo el camino hasta aquí abajo para cargarse a unos cuantos negros.
—La mujer murió…, ¿cuándo? —preguntó Cristal.
—Un poco más tarde. No dijo nada acerca del tipo que hizo los disparos, sin embargo. Pero otros lo vieron. Por eso saben que era blanco. —Sonrió, terminó el contenido de la lata, la arrojó—. Vosotros los escorpiones —la lata rebotó con un sonido metálico—, ¿vais a bajar a Jackson y darnos algo de protección? ¿Impedir que los locos hijos de puta blancos disparen a la gente por la calle?
El rifle se alzó.
—No necesitamos ninguna protección de los escorpiones. —Y un despectivo—: Mierda.
—Está bien —dijo Chico—. Porque nosotros no protegemos a nadie. —Todo esto suena como algo familiar. ¿No dispararon a alguien desde un tejado…?
Los dos hombres se miraron el uno al otro, parecieron incómodos.
Finalmente, Cristal repitió:
—No es eso lo que hacemos.
El hombre con el fusil deslizó el cañón hasta su hombro.
—No, no necesitamos protección.
—Tampoco necesitamos a ningún hijo de puta de pie en el tejado del edificio del Second City Bank disparándole a la gente. —Las manos del otro hombre se dirigieron a su cinturón para sujetar la hebilla, como si deseara tener de nuevo la lata—. Ya sabéis, sin tener médicos. Ni empresarios de pompas fúnebres.
—¿Qué hicieron con ellos? —preguntó Cristal.
—Los metieron en una casa ahí abajo. Y después de tres o cuatro días, la gente empezará a cruzar la calle cuando pasen por delante de ese tramo.
El hombre con el rifle no rió.
—¿Qué hacéis vosotros los escorpiones por aquí? Porque ese sol haya salido —la culata golpeó contra el cemento—, ¿vais a bajar hasta aquí abajo?
—George me dijo que viniera a visitarle aquí —dijo Chico—. Lo vi en la iglesia de la Reverenda Amy y me dijo que acudiera a visitarle.
—Exacto —dijo Cristal—. Venimos a ver a George.
Al cabo de un momento, uno de los dos hombres dijo:
—Oh.
—Bien, entrad —dijo el otro—. Seguro, entrad. Está ahí dentro.
—Vamos —dijo Chico a Cristal.
A medio camino en el pasillo, Cristal dijo:
—¿Crees que ha tenido alguna vez algún rifle antes? Por la forma en que estaba dándole golpes por todas partes, va a terminar volándose una oreja o la nariz o incluso la cabeza o cualquier otra cosa.
—O mi cabeza —dijo Chico—. Sí, yo también he pensado eso.
Había tres quinqués colgados juntos. Su luz blanca como el magnesio endurecía el linóleo gris armada, las paredes amarillas institucionales. Chico pudo ver a través de la puerta de hierro de un ascensor un enrejado de sombras sobre los ladrillos de cenizas.
Supo que reaccionó, pero no pudo decir hasta qué punto lo demostró.
—¿Dónde ponen los cadáveres? No me va a gustar cuando pase por allí una tercera vez.
Cristal estaba observándole.
—¿Por qué llevas tu orquídea colgada del cuello? Cuando te vi el día que entramos en los almacenes, la llevabas sujeta con una tira de cuero.
—Lo sé —dijo Cristal—. Pero tú llevabas la tuya así.
—Oh. Eso es lo que pensé.
Más allá de la esquina podían oír voces.
—Hey.
Cristal se volvió. Losas de luz se deslizaron por su vinilo negro.
—¿Eh?
—¿Qué pensasteis cuando me presenté, quiero decir allá en los almacenes?
Cristal rió por la nariz. Parecía azarado. Tiró de sus pantalones encima de su estómago, se rascó la doble T de la cicatriz de una apendectomía que asomaba por encima de su cinturón. Sus nudillos eran mucho más oscuros que el resto de su piel; los lugares entre sus dedos parecían como si hubieran sido frotados con ceniza.
—¿Qué pensaste tú? Dímelo.
Cristal se encogió de hombros y agitó la cabeza para encajar su sonrisa en las amarillentas comisuras de sus ojos.
—Nosotros…, bueno, sabíamos que ibas a venir. Sólo que no sabíamos que fueras a hacerlo entonces. Quiero decir, ¿recuerdas la mañana que te despertamos en el parque?
Chico asintió.
Cristal asintió también, como si la referencia explicara algo, luego miró pasillo adelante.
Chico siguió andando.
En una fiesta, yo entrego un centenar y medio de ejemplares de mi libro, y todos apagan la música y se sientan con las piernas cruzadas en el suelo, leyendo tan intensamente que puedo caminar entre ellos, inclinarme, y examinar cada una de las expresiones, que van desde el humor pasando por la compasión hasta los rostros los más profundamente emocionados.
Sudaba bajo los libros en su cinturón. Una gota rodó, cosquilleando en sus nalgas.
Chico y Cristal cruzaron las puertas abiertas de par en par.
No había esperado que hubiera música.
—… desea más, no puede conseguir el suficiente, cómo salirse de todo ello: Tiempo —exclamó una mujer por encima de la dispersa multitud—: ¡ése es el héroe! —Se tambaleó en sus oscuras ropas sobre alguna plataforma, o quizá sólo una mesa, lo cual situaba sus rodillas a la altura de la cabeza del negro más alto, con el pelo cortado a cepillo (con un vago círculo calvo en el centro)—. ¡El tiempo es el villano! —La Reverenda Amy Taylor, a treinta metros al otro lado de la sala coronada por una galería, agitó la cabeza y el puño, miró con ojos intensos a los hombres y mujeres con rostros de humus, arena y todos los colores intermedios que puede tener la tierra, que la rodeaban—. ¿Dónde está esta ciudad? ¡Encallada fuera del tiempo! ¿Dónde ha sido edificada? Al borde de verdades y mentiras. No verdad y falsedad… Oh, no. No. Nada tan grande. Aquí estamos hundidos en el abismo de discretas mentiras, de inocentes observaciones erróneas, brillantes especulaciones que resultan equivocadas y matan… Oh, hay mucha menos verdad en el universo que cualquier otra cosa. Sí, incluso aquí zozobramos en la plenitud del lenguaje, las rápidas cenizas del deseo. —Cristal tocó el brazo de Chico. Su expresión parecía más extraña de lo que sentía Chico. Había quinqués colgados en todas las paredes. Las sombras eran múltiples y tenues en el linóleo color sangre. Cerca de ellos, tiras de papel de la pared habían caído detrás de las macetas de…, no, no eran palmas. ¡Cactus!—. ¡Así que habéis visto la luna! ¿Así que habéis visto a George… los testículos derecho e izquierdo de Dios, tan pesados con el mañana, que han desgarrado el velo para colgar desnudos sobre todos nosotros? Entonces, ¿qué ha habido hoy en el cielo? ¿El útero de Dios vuelto del revés y llameando con Su sangre, contemplando cómo hacía un momento Ella había puesto el huevo de la Tierra y su cuerpo polar que tan caballerosamente habíamos desprovisto de singularidad? ¿Es Dios una cerda que devora a Sus crías y las hace arder en Su calor? ¿Es Dios la culebra Ouroborus, mordisqueando la punta de Su propia cola? ¿O es Dios solamente un concepto categórico equivocado, como la mente de Ryle, un proceso que realiza la materia del universo, tolera, o se inflige a sí mismo, a través de la necesidad o el azar, por razones arcanas que vosotros y yo nunca descubriremos? ¿Empezando como una función del tiempo, hey, Martin? Bien, ahora, ¿dónde nos conduce todo esto? Todo me parece completamente engañoso…, porque es simplemente un agujero, un pequeño agujero en cuyo borde se nos ha permitido, por el espacio de un parpadeo, percharnos, para observar ese fluir, terrible para todos nosotros, trágico para algunos, en el que el futuro silba a su través para amontonar la fosa común del pasado. Muy profundo, ciertamente; y completamente seco. Y lleno de polvo. Y repleto de huesos como un finísimo tul. ¿Era un corazón de fuego lo que vimos hoy ahí arriba? ¿O sólo un grumo de lo que quema, estrujado fuera de las entrañas cósmicas…, con gran alivio para ellas? Quizá fuera nuestro sol, lanzado a toda veleidad, camino de algún otro lugar; y todo lo que nos quedará ahora será volvernos cada vez más fríos y más viejos, cada día y en todos los aspectos, tan dignamente como nos sea posible. ¿Cuánto tiempo más durará esta luz? Oh, mis pobres, enfermos, condenados y pronto olvidados hijos, ¡preguntad antes cuánto tiempo durará la oscuridad que va a seguirla!
No era, observó Chico, una multitud particularmente quieta o atenta…, excepto los treinta o cuarenta realmente apiñados en torno al podio de la Reverenda. La gente iba de un lado para otro, hablaba; y de tanto en tanto brotaba alguna risa en alguna parte, oscureciendo sus palabras. Allá arriba en la oscura galería, unas pocas personas, muy distantes las unas de las otras, dormitaban como manchas oscuras entre los marrones asientos de madera. Alguien avanzó a lo largo de la barandilla, comprobando los focos; ninguno parecía funcionar. Gordo, calvo, del color de la terracota y llevando solamente un mono con pechera, se puso en pie, se secó la frente con el dorso del brazo, y se dirigió a la siguiente luz apagada.
En las paredes había altas ventanas con barrotes. Mientras los ojos de Chico examinaban las puertas, un grupo de seis hombres y mujeres de mediana edad cruzaron la sala: una mujer derribó una estatua, que un hombre cogió e intentó volver a poner trabajosamente derecha, hasta que un trozo de yeso cayó. El yeso se hizo pedazos contra el suelo. Otros se reunieron alrededor de ellos para reír, para gritar consejos.
Más allá de ellos, la Reverenda Taylor agitó los brazos, inclinó la cabeza a un lado y la echó hacia atrás, arengando el polvoriento suelo, el techo en sombras; pero sólo una o dos palabras pudieron rasgar ahora claramente el velo de charlas y risas.
El grupo se dispersó dejando huellas de blancas pisadas: George Harrison se destacó entre ellos.
Rodeaba con un brazo el cuello de una mujer regordeta, rosada, de pelo rubio, con el otro el talle de una delgada y bronceada muchacha de tez color ladrillo y pecas. (La había visto, en la iglesia, con el rubio mexicano que había tropezado con él en la calle, ¿cuántas mañanas más tarde?, ¿cuántas mañanas hacía de ello?) George vio a Chico, alzó la cabeza y llamó:
—¡Hey!, así que has venido, ¿eh? ¡Mierda! —Llevaba las mangas enrolladas muy altas sobre unos bíceps como café torrefacto—. Te ha tomado un tiempo infernal hacerlo, ¿no crees? —y agitó la cabeza y saludó a la gente que pasaba a diez metros de distancia—. ¡Seguro que hoy es un superdía, con ese superdisco apareciendo en el supercielo! ¿Hey…? —Soltó la cintura de la chica delgada. Entre las solapas del mono de ella colgaba una reluciente catenaria—. ¿Qué tienes aquí? Déjame ver. —Sus negros dedos (uñas rosadas, con cimitarras amarillas en sus extremos) se engarfiaron sobre la cadena óptica—. Veo que todo el mundo por aquí lleva estas cosas. El… —señaló con la cabeza a Chico—. Ves a todo el mundo por ahí llevándolas. Vamos, dame ésta. Yo también quiero ser un hippie y llevar esas pequeñas cuentas de cristal.
—¡Ohhh! —se quejó ella—. ¡George!
—Tú me das ésta, y puedes conseguir alguna otra, ¿de acuerdo?
—No, querido. —Apartó la cadena de los dedos de él—. No puedes coger ésta.
—¿Por qué no?
—Porque no puedes, eso es todo.
—Tú sabes dónde conseguirlas. Sólo tienes que darme ésta e ir a buscar…
—No ésta, cariño. —Ella la apartó hacia el hueco de su brazo—. Dime qué otra cosa quieres y te la daré, ¿de acuerdo?
—¡Bien, eso es lo que quiero!
—Oh, George —ella se arrimó contra él…, desapareciendo de la línea de visión de Chico.
—De acuerdo, pero vigílala. Puede que no la consiga ahora, pero estoy seguro de que la conseguiré más tarde —rió Harrison.
La muchacha delgada sonrió, pero alzó la mano hacia donde costillas y esternón marcaban su piel, y cubrió la cadena con su pequeña palma de quebradizo aspecto.
—¿Qué es todo esto? —preguntó Chico. Los libros hacían presión contra uno de los prismas en la parte superior de su nalga izquierda. Incómodo, los movió. El prisma se movió con ellos—. Quiero decir, ¿qué está haciendo todo el mundo aquí? ¿Y la predicadora…?
—¡Teníamos que proporcionarle a la dama predicadora un lugar donde predicar!
—Y seguro que lo hace —dijo la chica delgada—. No para de hablar.
—Ésta es mi casa —dijo George, con un grave movimiento de su cabeza—. Tengo muchos amigos aquí, ¿sabes? Y tú también eres bienvenido. En cualquier momento. Tengo un apartamento abajo. Algunas de las habitaciones de arriba están ocupadas por gente, ¿sabes? Ésta es la gran sala de reuniones, o algo así. La predicadora, ¿sabes?, pensó que después de lo de esta tarde no iba a ser capaz de meterlos a todos en su iglesia. Así que le dijimos, ven y abriremos la gran sala de reuniones. Y tú limítate a poner un letrero diciéndole a todo el mundo que venga aquí.
—Creo que esto es estupendo —dijo Cordita con un acento que, durante sus tres semanas en la frontera con Georgia cargando melones, Chico había aprendido a identificar como de las llanuras del sur de Alabama—. Ella siempre está predicando sobre George y hablándole a todo el mundo de George. Así que creo que fue muy considerado por parte de George decirle: ¿Por qué no vienes a mi casa y lo haces aquí?
—No me parece que haya más gente de la que puede caber en su capilla —dijo la otra chica.
—Tenemos un bar por aquel lado —la mujer rubia giró su mano para señalar—, donde podéis tomar algo. Luego podéis seguir escuchando a la predicadora. George quiere que todo el mundo se sienta como en su casa.
—Mierda —dijo George. Luego se echó a reír.
Cristal rió también; la mujer rubia pareció satisfecha, hizo algo con dos dedos debajo del algodón floreado de su corpiño, sonrió.
—Había que proporcionarle a la predicadora un lugar donde predicar —repitió George. Asintió, volvió a coger por el talle a la chica delgada.
—¿Quién vive en esta ciudad? —La voz de la Reverenda Amy llegó a través de una calma pasajera—. ¡A los lógicos les gusta este lugar! —George se volvió para escuchar. Lo mismo hicieron la chica delgada y Cristal—. Aquí podéis abrir espacio con una distinción, una marca o un sello, y no hacer que sangre sobre todos vosotros. Lo que necesitamos no es un cálculo de forma sino un análisis de atención, que crea forma de la indiferente y no diferenciada pluralidad. ¡No, Che, no fanón, no sois lo suficientemente negros! Mirad… —Una vez más agitó muy alto su puño. Su negra manga aleteó debajo de él—. Tengo un puñado de mónadas aquí. Escuchad… Están charlando y rumoreando como células lógicas de ocho operaciones llamando al orden desde una configuración al azar… —A la mención de Che (¿sin ninguna relación?, pensó Chico), una oleada de ruido se había iniciado en un rincón de la sala. Ahora otra, que tenía en su centro el romperse de una botella de vidrio, se alzó por encima de su voz. En el paisaje marrón del rostro de la Reverenda, una constelación de gotitas brillaba en cada sien. Su boca siguió moviéndose, su cabeza se inclinó, luego volvió a alzarse; sus ojos se cerraron, se abrieron bruscamente, miraron con intensidad; y de nuevo Chico no pudo oír nada de su ditirambo.
Oyó a George reír quedamente. Harrison permanecía de pie, con las manos en los bolsillos de sus sucios pantalones caqui.
Cristal, a unos pocos pasos de distancia, estaba tendiendo el cuello para ver algo por encima de la cabeza de alguien. La mujer rubia se estaba abriendo camino con los hombros con sonrisas y disculpas a derecha e izquierda; la chica delgada permanecía de pie, pensativa, observando aún a la predicadora, su mano izquierda sobre su hombro derecho, con aspecto apenado y pintoresco.
—¿Sabes que tu amiga está fuera buscándote de nuevo? —dijo Chico.
—¿Sí? —dijo George—. ¿Cuál de ellas?
—La pequeña chica blanca, rubia, de diecisiete años. —El sudor, se dio cuenta Chico, no estaba solamente debajo de los libros. Los hombros de su chaqueta resbalaban en él. La parte de atrás de sus rodillas y la piel bajo su barbilla estaban mojadas—. Estaba fuera, preguntando…, preguntando por ti: «¿Está George Harrison aquí dentro? ¿Está George dentro?»
La nariz y las mejillas de George eran como arenosa teca, sus gruesos labios estaban estriados como corteza de pino, los planos en torno a sus dientes marfil y sus ojos se movieron hacia una expresión que derivó entre ironía, diversión y desdén.
—Montones de pequeñas chicas blancas vienen por aquí buscándome.
—Su nombre rima con Luna, y ella… —el puño derecho de Chico se cerró, dedos y nudillos arañando la tela de sus pantalones—, ella mató a su hermano por ti: ¿George? Tenía tu póster, contigo grande y negro y desnudo, y él lo vio, su hermano pequeño. Él lo vio y estaba incordiándola…, ¿sabes cómo son los hermanos pequeños, George? Estaba incordiándola, e iba a chivarse, ¿entiendes? Iba a decírselo a su madre, a decírselo a su padre: sólo que ella temía que lo hiciera, ellos no sabían nada…, no sabían que no era sólo una foto; no sabían que se había encontrado contigo una vez; ¡no sabían que estaba intentando verte de nuevo! Mira, habían amenazado ya con matar a su hermano mayor. Antes. Y él se había ido de casa. Así que ella lo empujó, a su hermano menor, por el hueco del ascensor…, dieciséis, diecisiete, dieciocho pisos… ¡No quiero… recordarlo! —Chico agitó la cabeza. Algo que no era dolor pulsó en ella, pulsó de nuevo—. Oh, Cristo, había… ¡sangre! Quedé cubierto de sangre. Tuve que extraerlo del sótano, cogiéndolo por los sobacos. Y subirlo de nuevo hasta arriba. Cuando ya estaba muerto. Pero… ¡fue por ti! Fue por eso que ella…, ¡que ella lo hizo! Por eso yo… —Lo que pulsaba en su cabeza se convirtió en dolor—. Ella misma me lo dijo. Me dijo que temía que él fuera a decirlo. Y que ella… —Chico dio un paso para marcharse, dio otro paso, porque el primero había sido vacilante y tuvo que afirmarse en el segundo. Volvió la vista.
George le observaba, como si lo hiciera desde el fondo de un gran salón cuyas paredes estaban llenas de rostros indiferentes, negros y amarronados.
Sus ojos estallarán como amapolas floreciendo, pensó Chico. Sus dientes entrarán en erupción como diamantes escupidos a bocanadas. Su lengua culebreará los metros que nos separan, llegando casi a tocar mi boca antes de convertirse en humo rosa. El vapor silbará en dos columnas de sus fosas nasales…
George miraba con —y reconociéndolo, Chico se volvió de nuevo bruscamente y siguió andando— la indulgencia reservada a los locos.
¿Es éste, pensó Chico (diciendo: «Hey, lo siento, hombre…» y palmeando el hombro de alguien con quien acababa de chocar), uno de esos momentos que, momentáneamente, se deslizan fuera de la mente para unirse a mi finalidad, edad y nombre? Pasó entre aquellos dos; luego alguien, riendo, sujetó su brazo para sostenerle y le empujó hacia delante. Fue a parar contra los delgados barrotes de metal con su mejilla y ambas manos, los sujetó, se inclinó hacia atrás, alzó la vista:
Alguien estaba bajando por la escalera en espiral. El hombre gordo y calvo (cuya piel parecía ahora más que nunca como aceitado papel de envolver) con el mono con pechera, bajó junto a Chico, se alejó de los resonantes, negros, triangulares peldaños que trazaban círculos en torno al poste central y desaparecían arriba en el abierto cuadrado que conducía a la galería…
Cuando Chico miró de nuevo hacia abajo, el hombre se estaba abriendo camino por entre la gente que iba de un lado para otro por el centro de la sala.
—¿Estás bien?
—Sí… —Chico miró a su alrededor.
—Bien. —Cristal, con un andar bamboleante y unos movimientos casi lentos, avanzó hacia él—. Sólo preguntaba. ¿Sabes…?
—Estoy bien… —Pero sentía frío; el sudor se estaba secando en su cuello, sus antebrazos, sus tobillos—. Sí.
Cristal se pasó el pulgar a lo largo de su cinturón. El vinilo aleteó hacia un lado, revelando la cicatriz de la apendectomía en su oscura y mate piel, volvió a cubrirla.
Múltiples risas caucasianas descendieron por la barandilla en espiral.
Cristal y Chico alzaron a la vez la vista, volvieron a bajarla al unísono.
Un quinqué, muy alto en la pared, derramaba suaves manchas de luz sobre los brazos de Cristal, señalaba otras más intensas en su chaqueta, y trazaba una línea de luz a lo largo de un pétalo de la orquídea contra su encadenado pecho, tan brillante que Chico entrecerró los ojos.
—¿Quieres ir a ver? —preguntó Cristal.
—Suena como si fuesen los chicos del parque. —Chico apretó los labios, miró de nuevo hacia arriba; de pronto sujetó la barandilla, empezó a subir los escalones, una mano en la rasposa columna central, la otra deslizándose por el pasamanos. Cristal, tras él, le siguió, golpeando su puño con el de Chico en la barandilla. La puntera de su bota alcanzó el desnudo talón de Chico un escalón antes de llegar arriba.
Desde el quiosco en sombras a la entrada del pasillo, Chico contempló las inclinadas hileras de asientos de la galería. Oyó la respiración de Cristal a unos pocos centímetros detrás de su oreja.
Estaban sentados —seis, no, siete de ellos— justo detrás de la barandilla de la galería: la mujer rubia en la tercera fila, inclinada hacia delante para ver por entre los hombros de los dos hombres de delante, era Lynn, la mujer que se había sentado a su lado en casa de los Richards, la mujer a la que había arrebatado la escopeta en Emboriky’s.
Un hombre alto y con el pelo rizado se sentaba a su lado, las manos cerradas en torno al cañón de una escopeta. Estaba inclinado hacia delante, con la punta del cañón del arma más alto que su cabeza; parecía casi dormido.
Otro hombre aún seguía riendo.
Otro decía:
—¿Dónde está esa maldita perra? Hey… —Medio se levantó, miró por encima de las sillas vacías—. ¡Muriel! Muriel…
—¡Oh, por el amor de Dios, Mark, siéntate! —dijo Lynn, con su vestido verde.
Otro hombre, con una desgastada chaqueta de ante, dijo:
—Lo que yo querría saber es dónde está esa maldita mujer. Se suponía que tenía que estar de vuelta cuan… —El final de su frase se perdió entre risas y aplausos de abajo, que debían tener algo que ver con la Reverenda; pero Chico no podía verla desde allí.
Y un hombre había abofeteado al hombre que tenía a su lado. La otra mujer, con una blusa campesina de anchos hombres, estaba intentando separarlos, riendo.
Un asiento más allá, con los maltratados zapatos en el asiento de la silla de delante, las rodillas dobladas en unos brillantes pantalones y un rifle cruzando los brazos de su silla como un guardia de bar en una fiesta de carnaval, se sentaba Jack. Mientras los otros bromeaban y reían, Chico pudo ver su enjuta mejilla sin afeitar pulsando con los movimientos de su boca mientras equilibraba su barbilla entre sus dos puños unidos y observaba meditabundo la congregación de abajo.
—¿No te parecen horriblemente familiares algunos de esos tipos? —susurró Cristal, demasiado fuerte, pareció, cerca del oído de Chico. Pero ninguno de ellos se volvió.
Chico miró hacia atrás.
—De los almacenes… —dijo, y vio a Cristal asentir antes de volver de nuevo la vista.
Muy dispersos en la semioscura galería (sólo había dos quinqués que alguien había dispuesto a unos veinte metros de la barandilla; toda la otra luz procedía de abajo), quizá una docena de personas ocupaban los asientos de atrás. Más de la mitad de los tornillos de las abrazaderas metálicas que sujetaban los asientos al polvoriento suelo frente a las rodillas de Chico habían desaparecido…
—¿Qué está diciendo? ¿Puedes oír lo que está diciendo la predicadora ahí abajo?
—¡Oh, vamos! ¡No vas a oír nada desde aquí arriba excepto ruido! ¡Quiero ir abajo y dar una vuelta por la fiesta!
—¿Quieres ir ahí abajo, con todos ellos? ¡Ve, entonces!
—Ese tipo de ahí abajo tiene buena apariencia… ¿Quién es?
—¿El tipo blanco de ahí?
—Es aquel al que yo señalaba, ¿no?
—Hombre… —El del pelo rizado arrastró el cañón de su arma contra su pecho—. Desde aquí arriba no podemos señalarlo entre tanta gente. A menos que… —Alzó repentinamente el rifle a sus ojos—. ¡Bang! —dijo, luego miró por encima de la mira y rió—. A menos que hagamos esto, ¿no? Me gustaría saber cuál de ellos es George Harrison. —Volvió a bajar el rifle—. Bang… —susurró.
—Para ya con esto —dijo el hombre llamado Mark—. Nos hemos metido aquí solamente para ver qué pasaba.
El hombre del pelo rizado se inclinó hacia delante y llamó:
—Hey, Rob. ¿No crees que deberíamos poner un poco de animación ahí abajo con unos cuantos tiros bien apuntados…?, sólo para hacer prácticas de blanco, ¿entiendes? ¿Qué te parece la idea, Rob?
Sobriamente y sin mirar hacia atrás, Jack dijo:
—Todos vosotros tenéis extrañas ideas, muchachos. Todo el mundo al que he conocido desde que llegué aquí tiene extrañas ideas. —No sobriamente, le llegó a Chico como segundo pensamiento: la voz de Jack tenía la pastosa gravedad del muy borracho.
—¿Por qué vosotros dos habéis querido traer armas a un sitio así, de todos modos? —dijo Mark.
—Ellos tenían armas —dijo el hombre del pelo rizado, volviendo a apoyar la culata de su rifle en el suelo—. ¿No has visto la forma en que esos negros intentaron echarnos a patadas, sólo porque llevábamos armas? Y eso no es justo. Ellos tenían armas, nosotros teníamos armas…, todos los hombres han sido creados iguales. ¿Acaso no sabes esto? ¡Hey, quita tus manos de aquí!
—Sólo quería verla —dijo la mujer con la blusa campesina—. Además, soy mejor tiradora que tú.
—¿De veras? —dijo el hombre—. Seguro que sí. —Apoyó su rizada cabeza contra el cañón.
—¡De veras, lo soy!
—¿Quién es Harrison? —dijo uno de los otros hombres—. ¿Sabéis?, todos parecen iguales. —Se echó a reír—. Al menos desde aquí arriba.
Jack bajó un zapato al suelo. Aparte esto —codos sobre los brazos de la silla a ambos lados de su rifle, la barbilla sobre los puños, y una brillante rodilla colgando sobre el asiento de delante— no se movió.
—¿Qué es esa mujer gritando ahí abajo? Jesús…
Chico miró a Cristal, que ahora se había situado a su lado. Cristal, con el ceño fruncido, miraba al pequeño grupo con un leve y disgustado agitar de su cabeza.
Chico hizo un gesto con la barbilla hacia la escalera en espiral, se volvió y echó a andar hacia allí.
El salón de entremezclados hombres y mujeres se agitó y los recibió.
—¡Demasiado! —dijo Cristal cuando llegaron al fondo, deteniendo a Chico con una cálida mano en el hombro—. Quiero decir: Cristo, hombre…
—Encontremos a George —Chico hizo una profunda inspiración—. Le diremos que están ahí arriba, y veremos qué quiere hacer.
—Es probable que no vayan a hacer nada… —dijo Cristal, sin demasiada convicción.
—Entonces encontraremos a George, le diremos que hay un puñado de tipos blancos ahí arriba en la galería, dos de ellos con rifles, que probablemente no vayan a hacer nada. —Chico se preguntó hacia qué lado ir, vio una abertura en la muchedumbre, y se metió en ella.
Tras él, Cristal sugirió:
—Quizá George sepa ya que están aquí.
—Estupendo —dijo Chico por encima del hombro—. Entonces podrá decirnos eso también.
Tres pequeños toneles cerca de la pared contenían los cactus de metro y metro y medio…, del tipo que Chico siempre había oído decir que enviaban sus raíces en el desierto hasta diez y doce metros de profundidad en busca de agua.
En el más cercano, entre amarronadas y entrecruzadas púas, colgaba lo que parecía ser una tela rosa. Dos pasos más cerca, y Chico vio que era el jirón de una flor, ancha como su mano, fláccida sobre la suculenta carne.
Delante del más alejado, George bromeaba en medio de un grupo ruidoso y alegre. Una mujer con brazos como amarronados sacos, arrugados en los codos, muñecas y nudillos, agitaba una botella, ofreciéndola aquí y allá con besos y grititos explosivos.
Chico miró a la galería. No, no eran visibles desde donde estaba ahora.
Chico se abrió camino dentro del grupo. Un brazo apretó su brazo, una mano se apoyó en su espalda para sostener a alguien que se tambaleaba: estaba sudando de nuevo.
—George… ¡Hey, George! —Se preguntó por qué, y como respuesta halló todos los recuerdos del encuentro de hacía diez minutos: el compulsivo relato de June, su propio terror, regresaban ahora—. George, tengo que… —Tomó la botella que le pasaban, bebió, la pasó a su vez—. George, ¡tengo que verte un momento, hombre! —¿Le tengo miedo?, se preguntó Chico. Si eso es todo, entonces lo único que tengo que hacer es no tenerle miedo al miedo—. ¡George…!
Harrison tenía la botella ahora. Su brazo se alzó, su risa cayó…
—Hey, ¿qué pasa ahora, Chico? Hey, éste es el Chico. El Chico quiere hablar un momento conmigo —el brazo cayó sobre el hombro de Chico—, así que estaré con vosotros en un segundo. —La oscura cabeza se inclinó cerca de la de Chico en un movimiento de anticipación, centrando su atención.
—Mira —dijo Chico—. Fuera había un tipo hablando de algunas personas que resultaron muertas en la calle por francotiradores desde un tejado esta tarde. Bien, arriba en la galería encontrarás a media docena de tipos blancos…, dos de ellos con rifles. Están sentados ahí, bromeando acerca de empezar a dispararle a la gente. Y están particularmente interesados en ti. Es probable que no lleguen a hacer nada, pero pensé que debías…
—¡Mierda! —silbó George. Alzó los ojos, pero no la cabeza—. ¿Van con ellos tres mujeres y un perro…?
—Dos… —empezó Chico—. No, tres y una perra.
—¡Malditos negros cabeza de chorlito! —el aliento de George silbó entre sus dientes—. ¡Les dije que no dejaran entrar a ningún loco con un arma! ¿Para qué demonios piensan que los puse ahí fuera…? A menos que vinieran por otro lado…
—Eso es lo que estaban diciendo —señaló Chico—. Han debido colarse por otra parte. Y…
George empezó a erguirse.
Chico sujetó su hombro y le hizo inclinarse de nuevo, con la mente resplandeciendo con el reconocimiento de lo que había dentro de ella:
—¡…y, George! Lo que te dije —el sudor empezó a secarse, y mientras su espalda se enfriaba bajo su chaqueta, supo por qué había venido— respecto a June matando a su hermano…
Los ojos de George, con las comisuras inyectadas en sangre, las pupilas casi fundiéndose en el blanco que era casi marfil, se acercaron a los de Chico.
—… no era cierto. Quiero decir, ella lo hizo. Pero, ¿sabes?, no sé si lo hizo a causa de ti o no. Después de que él resultara muerto fue cuando ella me dijo que él iba a contarlo todo acerca del póster tuyo que yo le di. Ella dijo que fue un accidente. Dijo que él iba a contarlo todo, y que luego, sólo por accidente… Así que no lo sé. ¿Entiendes…?
—Realmente estás preocupado por eso, ¿eh? —George se enderezó. Su brazo seguía colgando sobre el hombro de Chico, con la botella de vidrio agitándose, al compás de la respiración de George, contra el pecho de Chico—. Bien, por eso me está buscando, supongo. Porque no me importa nada, ni de una forma ni de otra. Tú has estado tan ocupado culpando o perdonando que la has vuelto loca. A mí no me importa si es inocente como un conejito blanco recién salido de la carnada, o si ha matado a su hermano, su madre, su padre y al Presidente de los Estados Unidos, ha hecho rodajas de sus cuerpos, y ha bailado desnuda en su sangre. ¿Qué es esto para mí? ¿Qué es para ella…? Otro hombre blanco fuera del camino, eso es todo. Puede que ella se preocupe un poco más que yo por el asunto, pero no mucho. Y, finalmente, esto hará nuestras vidas un poco más sencillas…, quizá incluso la tuya. Cuando ella venga a mí, le haré exactamente lo mismo, por los dos lados. ¿Dices que me está buscando? Bien, aquí estoy, hombre, sigo aquí. ¡Hey…! —llamó por entre la multitud, agitando en alto la botella—. Estamos todos un poco cansados. Creo que deberíamos empezar a pensar en irnos a casa.
Las hojas cliquetearon en el pecho de Chico, se giraron. Chico dijo:
—¿Quieres que subamos y los echemos por ti, George? Los sacaremos fuera de la galería.
George volvió la mirada hacia Chico, dudó con ojos entrecerrados.
—Enviaré a mis chicos ahí arriba a cubrirlos. Luego enviaremos a más gente para echarlos. Mis chicos les dejaron entrar. Así que ahora pueden echarlos. Sé que vosotros muchachos sois muy hábiles con ese puñado de cosas colgando de vuestros cuellos, pero ellos tienen rifles, y si todos los hombres fuimos creados iguales, será mejor que mantengamos las cosas de este modo. De todos modos, la fiesta se está alargando demasiado. Vamos a irnos todos a casa, así que será mejor que vosotros os vayáis también, ¿de acuerdo?
Chico sonrió e imitó una muy cortés reverencia.
—Muchas gracias a ti —dijo George— por todas tus molestias… —y se echó a reír. Chico miró al cactus en su barrilito de madera: por un momento pensó en lanzarse contra él para abrazar el carnoso tronco lleno de púas; era algo tan ridículo que simplemente se dio la vuelta y se alejó. Volverían a encontrarse, pensó, junto al sol, junto a lunas, junto a risas o relampagueos. Sudo porque no sé lo que me ocurrirá a mí entonces. Lo que me ocurrirá…
Cristal se situó a su lado. Tras unos seis pasos, dijo:
—¿Qué hubieras hecho si llega a decirte: «¡Hey, por supuesto, hombre! Sube ahí arriba y echa a patadas a esos hijos de madre.»?
—Probablemente —Chico sujetó a un borracho que estaba a punto de caer tres pasos más allá de ellos— me hubiera meado en los pantalones.
—Quizá —rió Cristal—. Pero probablemente también hubieras subido ahí arriba y los hubieras echado a patadas.
—No creo que hubiera tenido muchos problemas en hacerlo —admitió Chico—. Supongo.
El blanco que avanzaba hacia ellos, abriéndose camino con los hombros entre los negros y sonriendo, era el capitán Michael Kamp.
—Hey, hola. No creí que fuera a verle de nuevo. Quiero decir, no esta noche. —Su sonrisa se posó en Cristal.
—Hola, señor —dijo Chico—. Me alegra verle de nuevo. Pero creo que la fiesta ya está acabando. Han tenido algún problema arriba. Nada serio. Pero pueden haber algunos disparos. Y somos unos blancos terriblemente fáciles desde ahí arriba. —Los ojos de Kamp siguieron la dirección de los de Chico hacia la galería, y volvieron a bajar, confusos y muy abiertos. Chico dijo—: Oh. Éste es mi amigo Cristal. Cristal, éste es el capitán Kamp.
—Hola, señor —Cristal tendió su mano—. Me alegra conocerle.
Kamp tuvo que recordar que debía estrechársela.
—¿Qué es…? Quiero decir…
—Venga —dijo Chico—. Salgamos del camino.
—¿Qué está pasando ahora? —Kamp le siguió—. Bueno… Roger me dio una lista de lugares donde valía la pena ir esta noche. Me temo que soy uno de esos tipos a los que les gusta beber licor y perseguir muchachas…, los pasatiempos favoritos de la Marina. Aunque aquel bar es muy interesante, sí, muy interesante… —asintió con la cabeza—, la verdad es que pensé que debía buscar algo mejor, al menos en la segunda parte de mi periplo. Algún otro lugar…, como éste. —Alzó de nuevo la vista a la galería, mientras una repentina masa de gente se movía ruidosa hacia la puerta y salía—. Aquí tienen también hermosas mujeres… —Otra masa siguió a la primera—. ¿Qué ocurre? —preguntó Kamp.
—Algunos locos blancos con rifles —dijo Chico—. De momento no están haciendo nada excepto poner nerviosa a la gente. Pero no deberían estar ahí arriba, de todos modos.
—¿No he oído a alguien contar algo acerca de unas personas muertas a tiros en la calle esta tarde?
—Sí —dijo Cristal, e hizo una mueca.
—Oh —dijo Kamp, porque al parecer no podía pensar en ninguna otra cosa—. Roger dice que no dejan entrar a blancos en este lugar. ¿Qué están haciendo ellos aquí?
Chico frunció el ceño por unos momentos a Kamp.
—Bien, algunos de nosotros hemos entrado.
—Oh —dijo Kamp de nuevo—. Bueno, claro. Quiero decir…
—Usted viene de la Luna, ¿no? —dijo Cristal—. Eso es muy interesante.
Kamp empezó a decir algo, pero una voz le interrumpió: la de la Reverenda, brotando a través del medio silencio que siguió al éxodo:
—¿…de la travesía emprendida de nuevo no es el valor de la travesía? ¡Oh, mis pobres e inadecuadas manos y ojos! ¿No sabéis que una vez habéis transgredido ese límite, cada átomo, el interior de cada punto de realidad, ha transmitido su relación a todos los demás que habéis dejado atrás, estremecidos y sacudidos dentro del campo del tiempo, de modo que, si lo atravesáis de vuelta, regresaréis a un espacio muy diferente de aquel que abandonasteis? ¿Habéis cruzado el río para venir a esta ciudad? ¿Creéis realmente que podéis cruzarlo de nuevo de vuelta a un mundo donde un cielo azul se vuelve violeta al atardecer, dulcificado por la luz de una única luna plateada? ¿O que después de un aliento de oscuridad, presagiado por un falso y familiar amanecer, brotará un pequeño disco de fuego, escupiendo luz sobre árboles y dispersas nubes, mujeres, hombres y las obras de ambos? ¡Pero lo hacéis! ¿De qué otro modo podemos retener la acuñación inflacionista y el barato papel moneda de la cordura y el solipsismo? Oh, todo el mundo sabe el nombre de esa luna tan secundaria que se ha introducido en nuestra noche tan ordinaria. Pero el arcano y no mencionado nombre de lo que ha brotado en este tan extraordinario día, y de lo que George es sólo el consorte, ¡sólo eso os liberará de esta ciudad! ¡Rezad conmigo! ¡Rezad! Rezad porque esta ciudad es el único espacio puro, lógico, desde el que, sin ser un poeta o un dios, podemos realmente partir si… ¿Qué? —Alguien le había hecho una seña: la Reverenda bajó la vista—. ¿Qué ocurre…? —Era George. La Reverenda se inclinó. Por un momento estuvo a punto de alzar la vista; no lo hizo, y se apresuró a bajar de la plataforma. Su pequeña cabeza se perdió entre las cabezas que la rodeaban.
—Bueno, sospecho que es momento ya de que regrese con Roger. —Kamp miró a su alrededor—. Aunque tienen algunas damas preciosas por aquí, tengo que admitirlo.
—Sí, imagino que ya es momento de que nos vayamos todos —dijo Chico, y observó que Kamp no se movía. Intentó mirar en la dirección en que miraba Kamp, preguntándose en qué dama se habrían posado sus ojos, sólo encontró la vacía ventana enrejada.
Kamp dijo:
—Hum… Subir hasta casa de Roger en la oscuridad… —Cambió su peso de pie, se metió una mano en el bolsillo de los pantalones—. Realmente, no me hace ninguna gracia la idea. —Volvió a cambiar su peso de pie—. Díganme, amigos, ¿quieren un trabajo?
—¿Eh?
—Les doy cinco pavos si me acompañan hasta la casa…, ¿saben dónde está?
Chico asintió.
—Quiero decir, ustedes están en el negocio de la protección, ¿no? Vi algunos de ustedes mientras paseaba esta noche por la ciudad.
—¿Sí?
—Si recorres las calles en la oscuridad, en una ciudad sin policía, nunca sabes lo que vas a encontrarte… Ustedes dos: les daré cinco a cada uno.
—Iré con usted —dijo Cristal.
—Vamos —dijo Chico.
—Realmente les agradezco esto. De veras. Pero no quiero apresurarles. Si quieren quedarse un poco más y tomar un par de copas, estupendo. Sólo avísenme cuando estén preparados…
Cristal miró a Chico con una expresión de: ¿Está loco?
De modo que Chico dijo:
—Nos iremos ahora. —Y pensó: ¿le aterra mucho más la oscuridad que cualquier peligro conocido?
—Bien —dijo Kamp—. De acuerdo. Estupendo, ahora. —Sonrió y echó a andar hacia la atestada puerta.
La expresión de Cristal seguía siendo de desconcierto.
—Sí —dijo Chico—. Va a lo práctico. Ha estado en la Luna.
Cristal rió sin abrir los labios.
—Yo también voy a lo práctico, hombre. —Y dio una palmada.
Kamp se volvió y les miró.
Chico, seguido por Cristal, se abrió camino entre la gente que se apiñaba en la salida.
En el vestíbulo, Kamp preguntó:
—Ustedes, amigos…, son escorpiones, ¿no? ¿Causan mucho jaleo por ahí?
—El necesario —dijo Cristal.
Chico pensó: Cristal siempre espera antes de hablar, como si me correspondiera a mí hablar primero.
—No soy el tipo de hombre que normalmente eluda una pelea —dijo Kamp—. Sin embargo, no hagan planes. No llevo mucho dinero, pero me gustaría volver a casa con todo lo puesto intacto. —(La gente junto a la puerta escuchaba a una mujer que, en mitad de su historia, se detuvo para reír torrencialmente.)—. Si voy a quedarme un tiempo en Bellona, quizá fuera una buena idea contratar a un grupo de ustedes para que fuesen conmigo. Claro que esto quizá lo único que consiguiera fuese atraer la atención. De todos modos, aprecio que vengan conmigo.
—No vamos a dejar que le ocurra nada —dijo Chico, y se preguntó por qué.
Pensó en decirle a Kamp que sus temores eran infundados; y se dio cuenta de que él también, aunque no conscientemente, había empezado a sentir miedo.
Cristal encajó los hombros, y la barbilla, y los pulgares en sus deshilachados bolsillos, como un cowboy negro de drugstore.
—No le pasará nada —reiteró Chico.
La mujer se recuperó lo suficiente para poder seguir su historia, que era:
—¡…el sol! ¡Dijo que era el maldito sol! —Hombres y mujeres negros se agitaron y aullaron.
Chico rió también; rodearon el grupo, hacia la oscuridad.
—¿Habló usted con George cuando estuvo dentro? —preguntó Cristal.
—Algo así. Me ofreció una de sus chicas. Pero no era mi tipo, ¿saben? Ahora, si me hubiera ofrecido la otra… —Kamp dejó escapar una risita.
—¿Qué piensa de él? —preguntó Chico.
—No es demasiada cosa. Quiero decir, no comprendo por qué todo el mundo está tan asustado con él.
—¿Asustado?
—Roger está aterrado —dijo Kamp—. Roger fue quien me habló de él, por supuesto. Es una historia interesante, pero extraña. ¿Qué piensa usted de ella?
Chico se encogió de hombros.
—¿Qué hay que decir?
—Mucho, a juzgar por lo que oyes.
En la pared de ladrillo, debajo de la pulsante farola, los pósters de George, brillantes como si hubieran sido barnizados, se superponían como las inmensas y pintadas escamas de un dragón cuyo costado se desvaneciera hacia los lados y hacia arriba en la noche. Cristal los contempló cuando pasaron junto a ellos. Chico y Kamp miraron a Cristal.
—Por lo que he oído, todo el mundo se pasa mucho tiempo hablando de él.
—¿De qué hablaron ustedes, además de intercambiar conejos? —preguntó Chico.
—Le mencionó a usted, entre otras cosas.
—¿De veras? ¿Qué dijo?
—Quería saber si yo le conocía. Cuando le dije que sí, quiso saber mi opinión sobre usted. Parece como si la gente estuviera casi tan interesada en usted como en él.
Aquello parecía algo de lo que reírse a carcajadas. Chico se sorprendió del silencio de Kamp. La oscuridad cayó sobre el rostro de Kamp.
—¿Sabe?, hay algo…, bueno, no soy un hombre estrictamente religioso. Pero quiero decir: Por ejemplo, cuando estábamos ahí arriba y le leíamos la Biblia a todo el mundo por la televisión, lo sentíamos realmente. Hay algo respecto a eso de darle un nombre a una nueva luna; para alguien…, alguien así, y con todo ese tipo de cosas que hay ahora aquí, es algo que va contra la religión. No me gusta.
Cristal rió quedamente.
—Todavía no le han dado ningún nombre al sol.
Kamp, desconcertado por el acento de Cristal (por aquel entonces Chico lo había situado ya en algún lugar cerca de Shreveport), le hizo repetir lo que había dicho.
—Oh —dijo cuando comprendió—. Oh, se refiere usted a esta tarde.
—Sí —dijo Cristal—. Espero que no piense usted que van a darle su nombre —y volvió a reír.
—¿Cree usted que podría vivir con eso? —preguntó Chico.
Kamp hizo un gesto en la oscuridad. Pero no pudieron decir si la curva de su brazo era abierta o cerrada, así que perdió su significado.
—Ustedes, amigos, saben por donde vamos, ¿verdad?
—Vamos bien —dijo Cristal.
Chico tuvo la clara sensación de que estaban yendo mal. Pero desconfiar de las sensaciones claras se había convertido en una segunda naturaleza para él. Siguió caminando, esperando, al lado de ellos.
—Mire —dijo Cristal, arrancando a Chico de su ensoñación, quizá veinte minutos más tarde—. Éste es el lugar entre Brisbain North y Brisbain South. Ya le dije que estábamos yendo bien.
Dos paredes formando cañón se colapsaban hacia dentro la una encima de la otra, anulando el tiempo entre ellas.
—¿Qué? —preguntó Kamp.
—Estamos yendo bien —dijo Cristal—. Directos hacia arriba, hasta la casa del señor Calkins.
Fruncieron los ojos y parpadearon, mirándose, después de varias manzanas de oscuridad.
—Imagino —dijo Kamp alegremente— que debe ser más bien difícil para cualquiera navegar por la ciudad después de hacerse oscuro.
—Uno acaba aprendiendo —dijo Chico.
—¿Qué?
¿Qué clase de acento tengo yo?
—He dicho: «Uno acaba aprendiendo.»
—Oh.
Allá delante, la oscuridad estaba puntuada por una farola al menos a cinco manzanas de distancia, parpadeando entre las ramas de un árbol de otro modo invisible.
—Ustedes, amigos, ¿han tenido alguna vez algún problema en la calle?
—Sí —dijo Chico.
—¿En qué parte de la ciudad? —preguntó Kamp—. ¿Sabe?, quiero saber qué vecindarios debo evitar. ¿Fue ahí donde estuvimos? ¿La zona de color, Jackson?
—Exactamente al lado de casa de Calkins —dijo Chico.
—Oh. ¿Le robaron?
—No. Yo estaba ocupándome de mis propios asuntos, y entonces esa pandilla de tipos aparecieron y me arrancaron la mierda del culo a palos. Supongo que no tenían nada mejor que hacer.
—¿Llegó a descubrir quiénes eran?
—Escorpiones —dijo Chico (Cristal rió de nuevo)—. Pero eso fue antes de que yo empezara a correr también.
—Los escorpiones son casi la única cosa en Bellona de lo que uno tiene que preocuparse —dijo Cristal—. A menos que aparezca algún chalado con un rifle en una ventana de algún piso o en un tejado y decida tomarte como blanco.
—… porque tampoco tenga nada mejor que hacer —terminó Chico.
Kamp inspiró en la oscuridad.
—¿Dice usted que el vecindario de ahí, en torno a la casa de Roger, es realmente malo?
—Casi tan malo como el de cualquier otro lugar —dijo Chico.
—Bueno —reflexionó Kamp—, sospecho que fue una buena idea pedirles a ustedes que me acompañaran, entonces.
Está utilizando su miedo para utilizarme a mí, reflexionó Chico, y no dijo nada. ¿Diez dólares por el paseo? Se preguntó qué paralelo tenía aquello con la génesis de la protección en la comuna del parque. Se metió los dedos en los bolsillos, arqueó los hombros, sonrió a la noche y pensó: ¿Es así como camina un peligroso escorpión? Hizo sus zancadas un poco más largas.
Kamp tosió, y dijo muy poco durante el siguiente cuarto de hora.
… soy un merodeador en la ciudad interior, tenue como la oscuridad agitada sobre sí misma por el sonido de un paso, un parpadeo, el latido de un corazón. Intrigado por la forma en que su miedo me ha proporcionado finalidad, me deslizo por el laberinto de la menor resistencia. ¿Dónde es el sonido? Hay un sonido como de cristal y arena, o un dedo dando vueltas en los canales del oído. Acepto mi propia muerte con una lengua electrificada, deseando llorar. Ese aliento que dejo aquí se dispersa como apariciones de risa que me siento demasiado aterrorizado para liberar.
Lo cual era la conclusión de la ensoñación que había iniciado antes: pero no podía recordar su inicio.
—¿Sabe lo lejos que está la puerta de esta pared? —preguntó Kamp.
—La pared hace que su voz suene extraña en la oscuridad, ¿no? —dijo Cristal.
—¿No deberíamos ver alguna de las luces de la casa? —preguntó Kamp.
—¿Todavía tienen luz? —quiso saber Chico.
Siguieron caminando.
—Aquí —dijo Chico—. Veo algo… —tropezando con el bordillo—. ¡Hey, cuidado…! •—pero no cayó. Se recuperó al lado de la nerviosa risa de Kamp. Cree, pensó Chico, que algo ha estado a punto de saltar sobre nosotros. Sólo mis ojos están vendados en la oscuridad. El resto de mi cuerpo se desvía en la luz.
—Sí —dijo Kamp—. Hemos llegado.
Entre las columnas, a través de los barrotes de latón y los colgantes pinos, la luz se deslizó en los pliegues del rostro de Cristal (sudoroso, se sorprendió Chico) y derramó su polvo sobre Kamp, que simplemente estaba muy pálido.
Creí que yo era el único mortalmente asustado, pensó Chico. Mi suerte es que en mi torpe rostro esto no se nota.
—José —llamó Kamp—. José, soy Mike Kamp. He vuelto a dormir. José —explicó innecesariamente— es el hombre que tiene Roger en la puerta.
C-c-clank: la cerradura (¿accionada a control remoto?) se abrió, y los barrotes se separaron unos centímetros.
—Bien —Kamp se metió las manos en los bolsillos—. Quiero darles realmente las gracias, amigos, por… Oh. —Sus manos salieron de los bolsillos—. Aquí tienen. —Rebuscó en su cartera, la alzó hacia sus ojos—. Déjenme ver qué tengo aquí… —Tomó dos billetes.
—Gracias —dijo Cristal, cogiendo el suyo.
—Bien —dijo Kamp de nuevo—. Gracias otra vez. Si no nos vemos antes, Chico, espero verle aquí dentro de tres domingos. —Empujó la puerta—. ¿Desean entrar, amigos…?
—No —dijo Chico, y se dio cuenta de que Cristal se había preparado para decir sí.
—De acuerdo. —C-c-clank—. Buenas noches, pues.
Cristal cambió su peso de uno a otro pie.
—Buenas noches. —Luego dijo—: Esos bordillos son demasiado con toda esta oscuridad, mierda. Vayamos por en medio de la calle.
—Claro.
Bajaron de la acera y echaron a andar.
Tendrás que ver qué aspecto tiene ahí dentro de un par de semanas, pensó decir Chico, y no lo dijo. También pensó en preguntar por qué Cristal era un escorpión, cuánto tiempo llevaba siéndolo, y qué había hecho antes.
No hablaron.
Chico construyó los tocones de una docena de conversaciones, y oyó cada una de ellas derivar hasta zonas de mutuo embarazo, de modo que las abandonó. En una ocasión se le ocurrió que Cristal probablemente estuviera dedicándose al mismo proceso: por un tiempo examinó lo que probablemente deseara saber Cristal sobre él: eso también se convirtió en una conversación fantasiosa y, como las demás, embarazosa. Así que su silencioso intercambio se trasladó a otros temas.
—Todo este camino no vale cinco pavos —dijo Cristal en la conexión Norte-Sur.
—Toma. —Chico tendió su billete, arrugado tras una hora en su puño (las puntas se habían ablandado con la transpiración)—. Probablemente tampoco valga diez. Pero yo no los necesito.
—Gracias —dijo Cristal—. Hey, gracias, hombre.
Se sintió a la vez sorprendido y regocijado de que el intercambio le liberara de su preocupación sobre quién era Cristal.
Caminaron por la oscura calle entrando en la ciudad, sin hacer ningún movimiento para iluminar su proyector, in memoriam —se dio cuenta Chico— del sol.
¿Cuánto tiempo había transcurrido? ¿Tres horas? ¿Más? La distancia entre el entonces y el ahora estaba atestada de tiempo durante el cual su furiosa mente había sondeado el exterior de una miríada de fantasías y (hubiera dicho si le hubieran preguntado) no había ocurrido nada. Pensamientos de locura: Quizás esos momentos de errónea realidad o tiempo perdido fueran los puntos (durante los momentos en que nada ocurría) en que el sondeo consiguiera penetrar. El lenguaje que se desarrollaba en otros músculos distintos a la lengua era mejor para asirlos. Cosas que no podía decir fluctuaban en su boca una tras otra, mármoles azules, naranjas y rosas, para ver si podía saborear los colores.
Pasaron junto a otra farola.
El rostro de Cristal estaba seco.
De la misma forma en que todo en aquella ciudad estaba obviamente derivando; Chico derivó sobre un recuerdo cinestético. Intentar conscientemente hallar un destino era observar los letreros de las calles ilegibles a través del humo, la oscuridad o el vandalismo, mal colocados o inexistentes.
Cuando cruzaron Jackson, Chico anunció:
—Quiero volver a la fiesta.
—Seguro, amigo —sonrió Cristal—. ¿Por qué no? ¿Realmente quieres ir?
—Sólo para ver qué ha ocurrido.
Cristal suspiró.
Al otro lado del pavimento, en el otro extremo de la manzana, Chico vio el débil trapezoide.
—Todavía hay luz.
Del conjunto de tres quinqués en la parte de dentro de la puerta, uno aún ardía. Dentro, las puertas del salón estaban cerradas.
—No parece que haya nadie ahí.
—Abre la puerta —dijo Chico, porque Cristal iba delante de él.
Cristal empujó, entró; Chico entró detrás de él.
Sólo dos quinqués estaban encendidos: un tercero, en un rincón, daba sus últimos estertores. La sala estaba vacía; los detritus de la fiesta yacían esparcidos entre ruinas y sombras.
Cerca de la estatua con una sola ala, tendido entre las punzantes plantas, con la punta del cañón de su arma sobre su barriga, la culata en el linóleo, el guardia negro con el que habían hablado fuera roncaba boca arriba. Las huellas en el desmenuzado yeso, las sillas volcadas y las botellas esparcidas por todos lados trajeron momentáneamente a Chico la imagen de un francotirador borracho, el cañón oscilando por toda la habitación momentos antes de caer sin sentido…, pero no vio agujeros de balas.
No pudo divisar a nadie en la galería.
En una silla junto a la pared del fondo, envuelta en un absurdo sobretodo, la única otra persona en la habitación se tambaleaba hacia un lado, se inmovilizaba, se recuperaba, volvía a tambalearse, se inmovilizaba de nuevo en un ángulo que desafiaba la gravedad.
—¿Qué tiene dentro, un giroscopio? —preguntó Cristal.
—Más bien media cucharada de skag.
Cristal rió.
En el vestíbulo, una puerta que antes había estado cerrada permanecía ahora abierta sobre una escalera.
—¿Quieres explorar un poco? —preguntó Cristal.
—Por supuesto —dijo Chico.
Cristal se pellizcó la ancha nariz, dos veces, chasqueó los labios, carraspeó y empezó a bajar.
Chico le siguió.
Una puerta al fondo estaba abierta. El pie descalzo de Chico pisó un Times, que se vio atrapado por alguna ligera corriente de aire (la sucia escalera era fría; el pasamanos cálido) y cayó revoloteando. Raspó de nuevo debajo de su bota en el último escalón.
Chico se asomó detrás de Cristal:
El diván había sido abierto para convertirlo en una cama. La muchacha delgada con el pelo color ladrillo que había estado con George, su cuello rodeado por la cadena óptica, dormía debajo de una arrugada sábana, de la que asomaban unos pequeños pechos color café con leche, rematados con oscuros pezones.
Una lámpara junto a la cama tenía una pantalla de cristal con uno de los triángulos roto. La cuña de luz, moldeando cuerpo y cama, apenas rozaba una aréola a la altura de su ligera respiración.
—¡Hey, hombre! —susurró Cristal, y sonrió.
Chico respiró con ella, tambaleándose en el último escalón, y tuvo que separar sus pies.
—¿No te gustaría algo de eso?
—Creo que podría comerme tres raciones —dijo Chico—. ¿Dónde está George?
—Hombre, probablemente se habrá ido con la otra… —El enfático susurro de Cristal se quebró y se convirtió en un falsete.
Luego:
—¿Qué diablos hacéis aquí? —La muchacha se sentó bruscamente, y su rostro pasó del sueño a la irritación como dos cuadros de un film.
—Jesucristo, señorita —dijo Chico—, sólo estábamos mirando.
—¡Bien, pues dejad de mirar! ¡Fuera, sacad vuestros jodidos culos de aquí! ¿Dónde demonios está todo el mundo? ¡Hey, vosotros dos, largaos de aquí!
—Cariño, no te pongas así —dijo Cristal—. Tenías la puerta abierta de par en par…
—Ese loco debe haber dejado la maldita puerta sin cerrar… —Tiró hacia sí de la sábana, bajó los pies de la cama, y cogió con un manotazo alguna ropa—. ¡Vamos, salid! ¡Fuera! ¡Fuera! No estoy bromeando. ¡Fuera!
—Mira… —Chico contempló hoscamente las dificultades de una violación (un sorprendente recuerdo de sus brazos llenos con el cuerpo del ensangrentado muchacho; echó hacia atrás los pies, juntos), y se preguntó qué era lo que estaba contemplando Cristal—, si dejas de gritar, quizá podamos discutir un poco esto; puede que cambies de opinión…
—¡No en vuestra jodida vida! —Desplegó con un tirón el arrugado mono, alzó los pies del suelo y los metió en las perneras—. No sé qué tendréis en mente hacer, ¡pero si lo intentáis, alguien os va a partir el culo…!
—Nadie quiere partirle nada a nadie… —Chico se detuvo porque Cristal estaba mirando hacia la pequeña y alta ventana. Chico sintió que sus mejillas se fruncían, y la presión de la sorpresa en su frente.
Ella empezó a decir algo, y luego:
—¿Eh?
El brumoso aire de fuera se había iluminado de azul.
Entonces Cristal se dio la vuelta y echó a correr escaleras arriba.
—¡Hey! —Chico le siguió.
Tras él pudo oír a la muchacha pelearse con sus zapatos.
Chico corrió hacia el vestíbulo, salió a la calle en tromba.
Cristal, a tres metros de la acera, miraba a lo largo de la calle.
Chico se le unió, se detuvo para mirar atrás al sonido de unos pasos: ella se detuvo en la puerta, asomó la cabeza, el rostro contorsionado.
—Dios Jesús —dijo en voz baja, salió y alzó la cabeza—. Se está… ¡haciendo de día!
El primer pensamiento de Chico fue: está ocurriendo demasiado aprisa. Los desiguales techos descendían en una palideciente V, con el vértice enturbiado por el humo. Miró, esperando una erupción de broncíneos fuegos. Pero no; el arco de cielo visible, aunque modelado y moteado con ondulaciones, era azul oscuro, excepto el cuarto inferior, que se había vuelto gris.
—¡Oh, hombre! —Cristal miró a Chico—. Estoy tan cansado. —Bajo uno de sus ojos, una lágrima surcó su oscura mejilla. Parpadeando, Cristal se volvió de nuevo hacia la mañana.
Chico sintió un estremecimiento. Y luego más. No confío en esta reacción, pensó, recordando la última ocasión en que un drama de madrugada en la televisión, donde la lacrimosa realización de la frágil heroína del naciente amor que brotaba en ella le había causado la misma sensación. Me va a gustar esto porque hay un negro a mi lado a punto de echarse a llorar a gritos, y otra en la puerta que parece tan asustada y confusa como puedo estarlo yo… No, no es el día. No.
Pero los estremecimientos siguieron, deshilachando su carne, hasta que incluso sus pensamientos se tambalearon. Los estremecimientos rascaron su espina dorsal como si fueran papel de lija. Sus palmas zumbaron. Abrió mucho la boca y los ojos y los dedos al arrebolado y fluyente amanecer.