Capítulo 2

DESPERTÓ a solas.

Chico se sentó, con los ojos cerrados, durante medio minuto. El aire en el altillo era pesado y seco. La pulsación en su nuca, ¿iba a convertirse en un dolor de cabeza? La gente iba de un lado para otro en las demás habitaciones. La puerta del cuarto de baño se cerró tres veces. Raspando sus rodillas contra la manta, se volvió en busca de sus ropas.

Denny se había ido.

En otra habitación, una mujer negra se echó a reír.

Todavía llevaba puestos los pantalones. Se puso la chaqueta y, sin ninguna de las dos cosas abrochadas, bajó. Uno de los sacos de dormir todavía estaba ocupado. Otros dos habían sido enrollados en apretados anillos.

Se apoyó en la pared para calzarse su bota. Deseó de nuevo tener la otra, pero sintió que el hábito disolvía el deseo. Se dirigió al pasillo preguntándose si encontraría primero a Denny o a la muchacha.

Una repentina luz brotó de la puerta de entrada al otro lado del pasillo y le hizo fruncir los ojos.

—¡Hey, Dragón Lady!

Chico miró hacia dentro.

Pesadilla, acuclillado en uno de los colchones, se frotaba su musculoso hombro lleno de cicatrices.

—¡Hey, Dragón Lady, has venido!

La impresionante bestia avanzó destellando por la destartalada habitación.

Pesadilla se echó hacia atrás contra la pared. Una figura debajo de una manta se apartó. Pesadilla rió y se agitó de un lado para otro.

—¡Así que has venido! ¡Oh, hey, hombre, has vuelto! —Dragón Lady se volvió, apagó sus luces. Y rió. Chico observó los manchados dientes en el hueco de su boca.

Una docena de personas dormían en la habitación. Pesadilla y Dragón Lady hablaron roncamente.

—¡Te traje café! —Ella respiraba pesadamente, los pechos tensando los cordones de cuero que enlazaban los ojales de su chaqueta—. Adam y Baby están fuera reuniéndolo todo. ¡Hemos encontrado un jodido almacén lleno! —Su rostro era largo y oscuro como chocolate amargo—. Te traje toda una caja.

—¿Instantáneo?

—No. —Cerró la mano en un puño—. ¡No! —insistente como un maestro de económicas—. Auténtico. Mis chicos lo están llevando a la cocina.

Pesadilla siguió balanceándose y sujetándose los hombros.

—¡Hey, vamos a poder darle un poco a la cafeína! Eso es realmente bueno. ¡Oh, sí!

De pronto, Jetadecobre, con las rodillas separadas, se alzó y se quedó sentado. Miró su vello, con la cabeza hundida entre los hombros. Con las pecosas manos cruzadas sobre sus oscuros genitales, parpadeó a la habitación. Sus párpados estaban hinchados, de modo que sólo se veían dos rendijas doradas, que se volvieron hacia Chico. Jetadecobre frunció el ceño, inclinó la cabeza hacia un lado; su boca colgó abierta; sus labios, marcados con una línea que Chico sabía que era sangre seca (porque sus propias encías sangraban cuando dormía), se estremecieron sobre unos dientes amarillentos. La chica en el chaquetón de marinero gimió e intentó encajarse entre la almohada y el respaldo del canapé.

Pesadilla agitó una mano hacia Chico.

—Es él.

—Seguro que parece él. —Dragón Lady frunció sus gruesos labios.

Los delgados de Pesadilla sonrieron.

—¿Por qué llevas esa cosa por la casa? —preguntó Jetadecobre.

Chico bajó la vista hacia la orquídea…, en su mano.

—Hace que se me agite la cosa después de hacer una pausa en una auténtica aventura. —Inspiró, intentó no buscar en su memoria, buscó, y encontró un vacío.

—Sin mencionar el subirte la cremallera del pantalón —dijo Jetadecobre—. La llevas abierta. —Se volvió para tomar sus pantalones de debajo de la chica rubia, que chilló e intentó arrebujarse más entre el acolchado del asiento y el respaldo.

—¿Ése es él? —preguntó burlonamente Dragón Lady.

Chico asintió.

—Soy yo. —Se reclinó contra la jamba de la puerta y se dejó resbalar hasta quedar de cuclillas—. Voy a dejarla abierta por ahora, también. No siento deseos de castrarme a mí mismo.

—Es realmente divertido. —Pesadilla echó por encima de su hombro el extremo de su trenza—. Es un buen chico. No hace demasiado ruido. Pero cuando hace algo, generalmente lo hace bien.

Ésa es una buena imagen para vivir con ella, decidió Chico; y decidió no decir mucho más. ¿Cuándo se había puesto la orquídea…? ¿Cuándo…? Jetadecobre pareció disgustado, gruñó de nuevo:

—¿Quieres salirte de mis jodidas ropas? ¡Quiero vestirme!

—Hey, chicos, ¿queréis traer ese café? —gritó Dragón Lady.

Alguien medio oculto junto al canapé alzó la cabeza del hueco de su brazo y la dejó caer. No era la chica de Denny.

—Han estado hablando mucho de ti —dijo Dragón Lady, Le frunció el ceño a Jetadecobre—. Él no ha estado diciendo nada agradable. —Se echó a reír.

—No he estado diciendo nada —Jetadecobre trasteó con el cierre de su mono de trabajo. Uno de los bolsillos de la cadera estaba desgarrado. Tenía agujeros en ambas rodillas—. No tengo nada que decir acerca del Chico.

Pesadilla se agachó un poco.

—Chico, ¿qué tienes que decir tú acerca de Jetadecobre?

Chico sacudió la cabeza. Quieren que nos irritemos y nos pongamos a pelear aquí mismo, pensó.

La risa de Pesadilla resonó amplia, luego se asentó en una ronca y beligerante amigabilidad.

Alguien más alzó la cabeza de un montón de mantas, parpadeó soñoliento, luego sonrió:

—¡Hey! —y se puso en pie torpemente, primero rascándose el sudoroso pelo que casi cubría su frente, luego el estómago debajo de la camiseta. Su otro brazo estaba vendado hasta el hombro—. ¡Hey, es el Chico! ¿Has venido a quedarte una temporada?

—¿Cómo te encuentras, Siam? —aventuró Chico. El moreno y agónico rostro agitándose de un lado para otro en el suelo del autobús había sido… ¿diferente? No, no tan diferente…

—¡Estupendo! —Siam inclinó la cabeza, con una amplia sonrisa—. Me encuentro bien. ¡Estoy perfectamente! —Su mano buena tocó el vendaje; el dedo resbaló por la sucia tela. (Pesadilla seguía masajeándose los múltiples bultos en su hombro que hablaban de muchas sesiones de levantamiento de peso.) Siam miró a los otros, adoptó una extraña expresión, sonrió a través de la inquietud y se acuclilló también, imitando a Chico.

—¡Quiero un poco de maldito café! —chilló Dragón Lady.

—No tienen muchas tazas. —El muchacho llevaba dos en cada mano y tres en sus brazos. Su pelo era una maraña de deslucido oro; pecho, barbilla y nalgas eran todo llagas y pústulas, las uñas de sus manos y pies estaban sucias, e iba desnudo—. No creo que haya bastantes para todo el mundo. —Miró a su alrededor.

—Dale una a Pesadilla, Baby. —Dragón Lady tomó una para ella.

Entró Denny. Se sentó junto a Chico, silencioso, y se reclinó sobre sus cruzadas piernas: la rodilla de sus tejanos rozó la espinilla de Chico.

Pesadilla tomó una taza e hizo un gesto a Baby para que le diera una a Denny.

—Y dale también una a Chico…

—… siempre que quede una para mí. —Jetadecobre se calzó su segunda bota y dio dos patadas en el suelo para encajarla. Miró a Chico.

—Supongo que Adam y yo podemos compartir una. —Baby frunció el ceño hacia las tazas apretadas contra su pecho.

Chico tornó su taza y pensó: si no hubiera bastantes, supongo que tendríamos que pelear.

Pesadilla consiguió una. También Siam.

—¡Adam! —llamó Dragón Lady—. Baby acaba de pasar las tazas. ¿Qué estás haciendo tú con el brebaje?

Adam entró, con su moreno rostro velado por el vapor. El vapor se enredaba en las cadenas de su pecho. Tenía montones de denso y oscuro vello.

—Aquí está. —Sirvió a Dragón Lady y se volvió hacia Pesadilla. Sus pantalones eran demasiado grandes, hinchados por debajo, o quizá simplemente colgando a causa de la cadena que utilizaba como cinturón.

Chico sujetó su taza con ambas manos, notando su calor.

En mitad de la habitación, Baby estaba examinando la última taza para ver si una raja iba de lado a lado.

—Todo un almacén —repitió Dragón Lady—. Puedes ir allí y coger todo lo que necesites cuando se acabe lo que te he traído.

—Mierda. —Adam parpadeó tras el vapor—. Les hemos traído toda una caja. —Se frotó el pecho; las cadenas brillaron.

—No corro en busca de comida. —Pesadilla sopló el vapor de entre sus manos—. Sabes que no hago malditas carreras en busca de comida.

—Tenemos demasiados inquilinos —gruñó Jetadecobre a la taza de café que sujetaba sobre su rodilla derecha—, más de los necesarios. —Con la cabeza aún baja, miró de nuevo a Chico—. Y cada día vienen más.

—¿Queda algo para ti? —preguntó Dragón Lady a Adam, que miró el fondo de su pote y asintió. Luego dirigió su vista hacia Jetadecobre y recriminó—: Realmente no te cae bien el Chico, ¿eh? ¿Por qué no te cae bien?

—Porque Jetadecobre es grande y torpe —dijo Pesadilla—. Me gusta Jetadecobre. Es grande, torpe y ruin. El Chico es pequeño y listo. Pero apuesto a que es tan ruin como Jetadecobre.

—Cuando me dispararon —dijo Siam—, el Chico me metió en el autobús. Chico no es ruin…

—¡Oh, que te jodan! —aulló Pesadilla, y se volvió bruscamente sobre sus rodillas.

Siam derramó su café sobre su mano.

Pesadilla no se movió de su sitio.

Siam dejó a un lado su taza, agitó los dedos, se chupó los nudillos.

Pesadilla se echó a reír a carcajadas, dio un sorbo y siguió riendo,

Jetadecobre parpadeó, se frotó la barba contra su pecosa muñeca, y se retiró aún más entre sus hombros.

Chico sujetó su taza; su palma estaba incómodamente caliente.

—¿Hey, Jetadecobre? —Flexionó las protuberancias de sus dedos sobre la ardiente porcelana—. Hey, Jetadecobre, ¿por qué crees que están tan ansiosos de que nos lancemos el uno contra el otro?

El pelirrojo le miró con ojos llameantes desde el canapé.

—Soy medio indio —dijo Chico—. Y tú eres más o menos… ¿qué? ¿Medio negro? —Dirigió la vista a Dragón Lady, que les miraba alternativamente al uno y al otro, sus negros ojos un destello en su oscuro rostro, como si estuviera conteniendo una sonrisa. Pesadilla, con su piel, pese a todos sus músculos, translúcidamente blanca, atisbo por encima de su taza, y pareció realmente sorprendido.

—Así que supongo que simplemente piensan que va a ser fácil, ¿no?

La belicosa mirada de Jetadecobre se convirtió en desconcierto. Luego, de pronto, estalló en una carcajada.

—Sí —dijo Jetadecobre—. Sí, sólo que… —Señaló con el pulgar a Pesadilla, a Dragón Lady—. Fácil, seguro. Sólo que un medio indio es un mestizo o algo así, ¿no? Mientras que un medio negro, en cualquier lugar en esta parte del mundo al menos, sigue siendo únicamente un viejo negro. —Su risa fue un ladrido que echó su cabeza hacia atrás. Pero la ira acumulada se liberó en desprecio hacia toda la habitación.

La risa de Dragón Lady se ahogó en café, que castañeteó audiblemente bajo sus entrecerrados ojos.

—Jetadecobre y yo —Chico tendió un brazo hacia delante para mantener el equilibrio mientras se alzaba balanceándose— estamos en el mismo lado, ¿no? —Caminó por encima de alguien que seguía dormido—. Será mejor que sigamos así, con tantos bastardos como vosotros a nuestro alrededor.

—Hombre, se te ha visto el plumero, chico blando —dijo Dragón Lady a Pesadilla, riendo quedamente.

—Oh, cállate —murmuró Pesadilla.

—A los dos se os ha visto el plumero —dijo Jetadecobre—. Jesucristo… —Metió la mano debajo de la muchacha en el canapé, extrajo su chaqueta.

Chico estaba a punto de mirar a Denny; pero la chica de Denny apareció por la puerta del fondo.

Parecía muy sorprendida.

Chico cruzó la habitación. Vio a Jetadecobre peleándose con su chaqueta para ponérsela, lo observó. Lo mismo hicieron Dragón Lady y Pesadilla, cada cual con diferentes sonrisas.

—¿Quieres un poco de café? —preguntó Chico.

La muchacha tomó la taza que él le tendía y pareció aún más sorprendida. Él pasó por su lado, en dirección a la puerta.

La fregadera y las encimeras estaban llenas de platos. La mesa estaba atestada de basura. Una bolsa de basura, debajo, se había roto.

Fuera de la puerta mosquitera, el cielo gravitaba y se retorcía como una cosa encadenada.

Chico se detuvo en el linóleo lleno de basura y alzó las manos a su rostro…

Había olvidado las hojas.

Apretó el talón de su otra mano contra uno de sus ojos. Limpio metal y sucia carne… Acercó más su mano armada, hasta que el metal cosquilleó contra su mejilla.

Más allá del metal y la piel y la puerta mosquitera o los techos de madera al otro lado de la calle, el cielo corría y se ampollaba y goteaba sobre sí mismo.

Jugaré en otro momento a este juego, pensó. En algún otro momento. Cuando vaya a hacer alguna otra cosa. Estoy cansado. No es complicado. Simplemente estoy cansado.

Se frotó el ojo hasta que puntos claros aparecieron en sobreimpresión sobre hojas, mano y cielo.

Estaban riendo en la otra habitación.

¿Qué deseo yo aquí?

¿El muchacho?, pensó, para verlo caer. Aún sigue gustándome, ¿no? Pero me aburre ya (pensando: Todo lo que garantiza eso es que aún me sigue gustando.)

Lanya, pensó furiosamente Chico, se ha ido. ¿Por qué? Porque soy imposible. Y se dio cuenta, con asombro, que lo que deseaba era a ella.

Una doble risa, separada en la de un muchacho y la de una chica. Cuando pasaron junto a él, cogidos de la mano, miró rápidamente hacia otro lado. Denny no lo hizo.

Chico sintió que su expresión cambiaba, sin estar seguro de a qué. Pero hizo pararse a Denny.

—Sal de aquí —le dijo Denny a la chica.

Ella miró del uno al otro, desconcertada y… ¿ansiosa? Luego volvió a la sala de estar.

Al cabo de un segundo, Chico dijo:

—A tu amiga no le gusto mucho.

Los hombros de Denny hicieron un movimiento, pequeño y brusco.

—Le resultas muy agradable.

—Y un infierno. —Quizá, pensó Chico, debiera decirle que se fuera, como él se lo ha dicho a ella—. Ven aquí.

Denny se le acercó.

Chico buscó en su bolsillo la pila de Tak.

—¿Quieres ponerme esto por mí?

El rostro de Denny hizo una serie de movimientos, pequeños y extraños como sus encogimientos de hombros. Efectúo rituales, pensó Chico. Ellos intentan comprenderlos; y forzó el recuerdo de los ojos verdes de Lanya, cerrados.

Denny trasteó con el proyector. (La cadena cosquilleó en el pecho de Chico). Mordiéndose el labio inferior, Denny abrió la esfera. Empujó la pila entre los clips con el pulgar.

Chico agitó dedos libres y enjaulados sobre las hojas y dejó que su mano oscilara hacia los pantalones de Denny.

—Has tenido una erección.

—Lo sé. —Denny frunció los labios y cerró la caja del proyector. Encajó con un clic.

—Ya está. —Sin alzar la vista, se dio la vuelta hacia la puerta.

Chico metió el pulgar entre sus propias piernas y, como si fuera un gancho, sacó sus genitales por la bragueta.

—Hey, date la vuelta.

Denny se dio la vuelta.

—Y sonríe.

Denny se echó a reír, y luego intentó detener la risa. Agitando la cabeza, dijo:

—Estás realmente loco. —Y se fue.

—¡Jesucristo! —Trece se abrió camino junto al muchacho—. ¡Hey, es el Chico! —Se volvió y repitió a Smokey, como un reflejo suyo detrás de su hombro—: Es el Chico. Hey, Chico, me dijeron que estabas por aquí, pero pensé que ya te habías marchado. ¿Cómo estás?

Chico asintió con la cabeza. La puerta se cerró tras ellos. No hay espacio en esta cocina para toda esa gente, pensó Chico.

—¡Me alegra verte! —Trece le devolvió la inclinación de cabeza—. Antes de que te vayas. Quiero decir —sujetó la correa de la cantimplora que colgaba de su hombro—, te marchas, ¿no?

—No lo sé.

—Quiero decir, puedes quedarte tanto tiempo como quieras. Para mí estupendo. Han traído ahí dentro a todos esos malditos tipos raros. Me alegra tener a alguien como tú, ¿sabes? De veras.

—Gracias —dijo Chico, y se preguntó qué era lo que deseaba Trece.

—Hummm —dijo Trece, evidentemente incómodo—. Hum… Alguien me dijo que has estado jodiendo por ahí con los chicos, ¿eh?

—¿Eh?

—Quiero decir, alguien os oyó hacerlo ahí arriba en el altillo. ¿Sabes? —Trece sonrió; y seguía pareciendo incómodo—. Quiero decir, ¿cuántos años tienen? ¿Quince? ¿Dieciséis? Quiero decir, me siento algo así como responsable de ellos, porque no son tan mayores como eso, ¿entiendes?

—Yo no estaba jodiendo con ellos. Ellos estaban jodiendo conmigo.

—Oh —dijo Trece, y asintió—. Son demasiado, ¿verdad? Quiero decir, no me preocupa lo que hagas, hombre. No se trata de una cosa moral. —De pronto tendió la mano hacia atrás y atrajo a Smokey debajo de su brazo—. Quiero decir: Smokey, aquí, tiene, ¿cuántos años tienes, amor? ¿Dieciocho? Y yo digo, diecisiete, dieciocho, no hay mucha diferencia. Es sólo que no deseo ver que nadie les haga daño, ¿entiendes?

—No he salido a hacerle daño a nadie.

—Sí, hombre. Seguro. —Trece asintió enérgicamente—. No creí que lo hicieras. Es sólo que, bueno…, algunas personas sí lo hacen, eso es todo. Hey, ven dentro y echa una fumada conmigo, ¿hey? Quiero decir, si te apetece.

Chico dejó que su mano enjaulada cayera blanda a su costado.

—Quiero decir, quizá más tarde, si quieres. —Trece sonrió de nuevo.

—Es bueno que tú… no quieras que nadie resulte lastimado.

Trece vaciló.

—Gracias. —Apretó a Smokey un poco más fuerte, y pasaron junto a Chico en dirección a la otra habitación, mientras alguien al otro lado de la puerta decía:

—¿Hola…?

Ella y su sombra en la mosquitera estaban fuera de registro.

—¿Chico? ¿Eres tú…?

La puerta se abrió…, ella y el recuerdo de ella lo hicieron también.

Ella le miró, y pequeñas cosas ocurrieron a su boca, que tanto podían ser preparativos para echarse a reír como para lanzar recriminaciones; y otras pequeñas cosas ocurrieron en sus ojos verdes.

—Oh, ¡hey…! —dijo él de todos modos, porque algo estaba insinuándose en su pecho. Ascendió para caldear su rostro, le dejó sonriendo y entrecerrando los ojos—. Hey, me alegra que tú… —Sus brazos se tendieron. Ella y el recuerdo de ella (la puerta mosquitera crujió) entraron juntos. Su mejilla se aplastó contra la de él, su risa rugió feliz en su oído—. ¡Oh, hey, me alegra que vinieras! —Sus brazos se habían cerrado en la espalda de ella…, uno ligeramente separado de su cuerpo (y estremeciéndose con deseos a acercarse más) a causa de la orquídea.

Ella se apartó un poco.

—¿Estás seguro? —y le besó—. Yo también me alegro.

La besó…, fuerte, largo, perdiéndose en el beso (y su mano colgó, perdida en aire y metal; cerró los dedos, los aflojó), hasta que notó la cosa en el bolsillo de su blusa, clavándose.

Se echó hacia atrás: al lado de la armónica de ella estaba el bolígrafo de él.

Ella le vio mirar y dijo:

—El camarero en Teddy’s me pidió que te lo diera. Dijo que lo dejaste caer allí… —y entonces él la besó de nuevo (siguió clavándosele); la siguió abrazando.

Ella se echó hacia atrás una vez más, frunciendo la nariz.

—Algo huele bien. —Miró a su alrededor, se dirigió a la puerta de la sala de estar (él la siguió), asomó la cabeza con una mano en el blanco marco—. Hey, Pesadilla…, ¿hay algo más aquí aparte de café?

—¿Quieres un poco, corazón? —la voz era la de Dragón Lady—. Sírvete tú misma.

Chico la observó cruzar la estancia, se reclinó en el marco de la puerta.

Ella se agachó para llenarse una taza —primero miró dentro de ella; alguien debía haberla usado ya, pero se encogió de hombros— del pote esmaltado. Una vez alzó la vista hacia él, apartó un mechón de pelo de su frente, sonrió. Tomó la taza y regresó. El calor dentro de él creció.

En el canapé, la chica de Denny y Jetadecobre estaban dedicados a alguna especie de juego ceremonioso, brindando con sus tazas y riendo.

Pesadilla estaba diciendo:

—¡No puedo pasarme todo el día en este lugar! Hey, Dragón Lady, ¿vas a venir conmigo? Quiero decir, no puedo pasarme…

Una mujer extrajo dos morenos brazos de debajo de una manta, se desperezó con temblorosos puños.

Dragón Lady y Adam estaban murmurando acerca de algo, marrón oscuro y marrón claro en dos cabezas muy juntas. Adam se restregó las cadenas.

De pronto apareció Baby. Entre la débil pelusa de un recién brotado bigote, su nariz había goteado sobre su labio superior. Sujetaba entre unos dedos huesudos y de sucias uñas un bol de cristal tallado, escarchado en los bordes con azúcar.

—¿Queréis un poco? —Hizo un gesto con la barbilla hacia el mango de la cuchara sopera.

—No, gracias —dijo Lanya.

Chico agitó también la cabeza. Baby dijo:

—Oh —y se alejó.

Lanya tendió su taza para que Chico diera un sorbo. Él adelantó sus manos para guiar las de ella. Una hoja golpeó contra el asa; la retiró, notó los ligamentos del dorso de la mano de ella con la otra.

El café chapoteó ligeramente en la parte de atrás de su lengua; tragó. El vapor hormigueó en su nariz.

Ella retiró la taza; bebió; dijo:

—¡Está fuerte!

—¡Hey, Baby! Espera… ¡vuelve aquí, Adam! —gritó Dragón Lady, volviéndose irritada—. ¡Venid aquí inmediatamente!

A través de alguna puerta, no la de la cocina, un montón de gente entró en la casa.

Lanya frunció el ceño, parpadeó.

Mucha gente entró en la habitación. Rostros café, chocolate y tamarindo, manos y hombros empujándose, dando vueltas, mientras las cadenas colgaban de recios y enjutos cuellos bajo enormes peinados con dimensiones de pelotas de playa. Dos de los hombres estaban discutiendo, mientras un tercero agitaba un brazo tan flexible como una culebra negra para calmar a uno de ellos:

—¡Vamos, hombre! ¡Oh, vamos, hombre! Vamos…

Un mínimo de media docena de rostros blancos quedaron tapados o eclipsados antes de que Chico pudiera fijarlos en su memoria. La mayor parte de los demás, negros y otros, los reconoció como componentes de la incursión a Emboriky’s. Un tipo del color de la caoba oscura, con una chaqueta de vinilo negro, se detuvo junto al canapé para lisonjear a Jetadecobre, mientras un tímido blanco, sin chaqueta y escorpión sólo por las cadenas (su barriga y pecho estaban cruzados por una sola y larga cicatriz, aún costrosa y rosada) se paraba a su lado, aguardando para hablar. En trío, parecían extrañamente familiares. El negro con el vinilo era el que se había mostrado amistoso hacia él en el grupo de Denny, en los almacenes.

Una mano del color de un neumático viejo aterrizó bruscamente sobre el hombro de Lanya, otra sobre el de Chico; la cabeza, con un peinado muy corto a cepillo, se agitó entre ellos; el largo cuerpo negro, bajo las oscilantes solapas de la chaqueta y las colgantes vueltas de la cadena, olía acremente a sudor, y su aliento, sobre unos pequeños dientes y un pesado y colgante labio inferior, apestaba a vino.

—Mier-da… —pronunció, en dos sílabas claramente diferenciadas.

—Hey, Destripador —dijo Lanya—, ¡lárgate! —Chico se sorprendió de que ella conociera su nombre.

Pero Destripador —sí, era Jack el Destripador— se fue.

Una robusta muchacha blanca con un brazo tatuado estaba hablando con Pesadilla cuando otros dos negros se unieron al coloquio, hablando con voz fuerte. Pesadilla, con voz más fuerte que ellos, cortó la discusión:

—Hombre, no puedo ir todo el día por ahí…

—Vámonos —dijo Chico a Lanya—. Quiero hablar contigo.

Los ojos de Lanya se desviaron de la estancia al rostro de Chico.

—Está bien.

Él hizo un gesto con la cabeza para que ella le siguiera.

Rodeando a una persona y pasando por encima de otra, llegaron al pasillo de entrada.

El ruido entró en erupción y rodó y se aceleró.

Buscando la habitación con el altillo de Denny, Chico abrió la segunda puerta que vio. Pero había demasiada luz…

Siam, sentado sobre una caja al lado del canalón verde, dijo:

—¡Hey! —y apoyó el periódico sobre sus rodillas. Miró a Chico con una sonrisa que se transformó en sorprendida confusión—. Estaba…, estaba leyendo el periódico. —Su piel empezaba a escamarse en el borde del vendaje, sobre su mano. Siam ofreció de nuevo su amarronada sonrisa, se lo pensó mejor, la retiró—. Sólo estaba leyendo el periódico.

—Se puso en pie; el periódico cayó al suelo. Las tablas del piso habían sido pintadas en su tiempo de marrón.

No había ni cristal ni mosquitera en la amplia ventana del porche. La ciudad descendía colina abajo.

—Puedes ver… hasta tan lejos —dijo Lanya tras el hombro de Chico. Dio otro sorbo a su café—. No acabo de entender cómo puede verse hasta tan lejos desde aquí.

Pero Chico seguía frunciendo el ceño.

—¿Qué es eso?

Más allá de las últimas casas, más allá del propio grisor, en un lugar que podía marcar el horizonte, ardía un bajo y luminoso arco.

—Parece como el sol asomándose —dijo Lanya.

—No —dijo Siam—. Estamos a media tarde. Quizá sea… —Miró de nuevo a Chico, se detuvo.

—Quizá sea un incendio —dijo Chico—. Es demasiado ancho para ser el sol.

Siam entrecerró los ojos. El arco era rojizo. Más allá de la cuchillada del parque, unas cuantas casas aquí y allá estaban tocadas por una pincelada de cobre que, en la bruma, palidecía hasta casi un dorado blanco.

—A veces —dijo Siam—, cuando ves la luna muy cerca del horizonte, así, parece mucho más grande. Quizá le ocurra lo mismo al sol, a veces.

—Pero acabas de decir que estamos a media tarde. —Chico entrecerró también los ojos—. Además, sigue siendo diez veces demasiado grande. —Miró a Lanya—. Vamos.

—De acuerdo. —Lanya cogió su mano, la envuelta en hojas, deslizando sus dedos entre el metal para sujetar dos de los suyos.

Volvieron a entrar al pasillo.

La habitación con el altillo de Denny no tenía puerta.

—Si no hay nadie ahí dentro, podremos hablar —dijo Chico.

—¿Quieres un poco más de café?

—No.

Ella terminó la media taza que le quedaba (mientras él se preguntaba lo caliente que podía estar aún) y la dejó sobre una tabla de planchar atestada de cosas, detrás de la moto.

—Sube al altillo.

Ella subió, miró hacia atrás.

—No hay nadie aquí.

—Sube.

Ella trepó por el borde; primero una zapatilla de tenis, luego la otra, desaparecieron.

Él subió tras ella.

—Mira —dijo ella, mientras él apoyaba su otra rodilla en la plataforma—. Vine porque deseaba disculparme por haber sido tan…, bueno, ya sabes. Yéndome de aquella manera. Y mostrándome tan furiosa.

—Oh —dijo él—. Está bien. Estabas furiosa. Me alegra que hayas venido. —Se sentó con las piernas cruzadas, con un puño cerrado apoyado sobre las mantas, observando la silueta de ella a contraluz de la ventana—. Ahora, ¿cómo sabías que yo estaba aquí? —Deseaba apoyar su cabeza en el regazo de ella; deseaba hundir su rostro entre sus piernas—. ¿Cómo me encontraste esta vez? ¿Quién me vio entrar aquí esta mañana y vino corriendo a decírtelo?

—Pero si éste es el lugar donde dijeron que habías estado desde…

—¡Ya sé! —Se echó hacia atrás, rió secamente—. ¡Me he ido por otros cinco días! ¿Correcto?

La silueta frente a él frunció el ceño.

—O seis. O diez… La gente ha estado hablando de nuevo de mí, diciendo cómo he estado viviendo aquí, corriendo con los escorpiones, dejándome ver. —Deseó sujetar las mejillas de ella entre sus ásperas y feas manos—. Te he estado viendo cada día desde que te conocí… —Dejó caer las manos, la armada y la desarmada, sobre sus piernas, donde se juntaron hueso y músculo y cadena y piel y nervio y metal, todo mezclado, pesado, confuso y restrictivo—. ¡Ya lo tengo! —dijo, tragó saliva—. Eso es lo que parece. Para mí…

Ella dijo:

—Ésa es una de las cosas de las que quería hablar. Quiero decir: después de que te dejara dormido, en la iglesia, pensé que tal vez desearas saber algo de lo que ocurrió mientras tú… estabas fuera. Me dijiste que me habías buscado en la comuna del parque. Pensé que tal vez desearas saber lo que ocurrió allí después de que aquel tipo con la escopeta…

—Yo… —dedos y metal y arnés se agitaron en sus rodillas—. Yo no… Quiero decir, vivo en una ciudad. —Movió las manos, pero no pudo alzarlas—. Quizá tú vivas en otra. En la mía, el tiempo… deriva. Va hacia adelante y hacia atrás, se da la vuelta y muestra lo que hay… debajo. Las cosas cambian. Sí, quizá puedas explicarlo. En tu ciudad. En tu ciudad, tú estás cuerda y yo estoy loco. ¡Pero en la mía, tú eres la que está ida! ¡Porque no dejas de decirme cosas que están ocurriendo y que no encajan con lo que yo veo! Quizás ésta sea la única ciudad en la que yo pueda vivir. ¿Un tipo con una escopeta? ¿En el parque? —Se echó a reír, roncamente—. ¡No sé si quiero vivir en la tuya!

Ella guardó silencio; por un momento él vio su cabeza agitarse ante alguna idea; pero ella decidió no expresarla, y segundos más tarde decidió expresar otra:

—¿Dijiste que me viste, ayer por la noche…, en la iglesia? ¿Y luego, antes de eso, ayer mismo…, por la mañana? ¿En el parque? De acuerdo. Aceptaré que así es como te parece, si tú aceptas que a mí no me parece así. De acuerdo. —Hizo un gesto hacia la rodilla de él, no llegó a tocarla—. Siento curiosidad hacia tu… ciudad. Pero pregúntame también acerca de lo que ocurre en la mía. Quizá algo de aquí pueda ayudarte.

—¿Tienes mi bloc de notas?

—Sí. —Sonrió—. Imaginé que te habías cansado de él, simplemente lo abandonaste en el suelo detrás de ti. Has escrito algunas cosas extrañas ahí dentro.

—¿Mis poemas?

—Ésos también —dijo ella.

Lo cual le hizo fruncir el ceño, porque algo de su calor, aún sin definir, estaba conectado con el deseo de escribir.

—Me alegra que lo tengas tú. Me alegra que hayas venido a verme. Porque yo…

Ruido de pasos abajo.

Y la cabeza de Denny se asomó por el borde de la plataforma.

—Hey, mira. Es… oh. Tú. —Denny siguió subiendo sobre alguien que lo hacía detrás de él.

Ella se detuvo con su cabeza apenas visible, y reconoció a Chico con un ceño fruncido que se resolvió en resignación, luego subió el resto del camino, los pechos oscilando debajo del jersey azul.

—Hum…, este altillo es de él —dijo Chico a Lanya.

—Así es —dijo la muchacha—. No es mío. Toda la basura que hay aquí es de él. Vinimos sólo para alejarnos un poco de toda la gente.

—¿Sabes? —dijo Chico—, en vez de contarme lo que ocurrió mientras yo estaba aquí, tendrías que averiguar lo que ha estado ocurriendo aquí mientras tú estabas ahí fuera.

—Seguro —dijo Lanya—. ¿Qué fue?

—En primer lugar, he estado jodiendo con esos dos. Eso pareció como si durara días…

Denny agitó la mandíbula.

La muchacha suspiró ligeramente.

—Denny es un buen jodedor —dijo Chico—. Ella también lo es. Pero a veces la cosa se vuelve un poco agitada.

—¿Denny…? —dijo la muchacha.

Denny, sentado sobre sus talones, clavó sus ojos primero en Lanya, luego en Chico.

—Quizá —dijo Chico, y abrió bruscamente las manos— tuviéramos que volver a joder todos un poco. Quiero decir los cuatro. Eso tal vez funcionara mejor…

—Denny —dijo la muchacha—, se supone que tengo que ir a algún sitio con Jetadecobre y sus amigos. Te lo dije antes. Mira, voy a…

—Oh —dijo Denny—. Sí, está bien.

—¿Estás segura? —preguntó Chico a la muchacha—. Quiero decir, toda la idea ha surgido porque pensé que tal vez hiciera sentirte mejor si…

La muchacha se dirigió hacia el borde de la plataforma.

—Mira —dijo—. Es probable que estés intentando ser amable. Pero simplemente no comprendes. Ése no es mi estilo. Quizá sea el suyo. —Indicó con la cabeza a Denny—. No lo sé… ¿es el tuyo? —eso a Lanya.

—No lo sé —dijo Lanya—. Nunca lo he probado.

—A mí no me importa que alguien esté mirando —dijo la muchacha—, si es un amigo. Pero lo que estuvimos haciendo —se encogió de hombros— no es lo mío. —Empezó a bajar de la plataforma, se detuvo de nuevo, sólo asomando la cabeza—. Denny, te veré luego. Adiós —con el mismo tono que Chico recordaba del apartamento en el piso dieciséis de los Labrys. Un segundo más tarde ella tropezó con algo, lanzó un sorprendido y rígido—: Mierda… —y desapareció.

Chico miró a Denny, luego a Lanya, luego de nuevo a Denny.

—Nosotros… —empezó—. Nosotros solamente… pensamos que podíamos usar tu altillo porque, bueno, porque había tanta gente por ahí. Como ella dijo: una multitud.

—Está bien —dijo Denny. Cruzó los brazos—. ¿Os parece bien si mira?

Lanya se echó a reír y se reclinó contra el borde de la ventana. Una cicatriz de luz de un lado de la persiana incidió sobre su pelo.

Denny la miró.

—Eso es lo que me gusta hacer. A veces, quiero decir, puesto que éste es mi lugar. Él lo sabe.

—Seguro —dijo Lanya—. Eso es razonable. —Asintió, se echó a reír de nuevo.

—Sólo lo estábamos usando para hablar —dijo Chico.

—Oh —dijo Denny—. Yo pensé…, puesto que dijisteis que podíamos todos…, ya sabes. Los cuatro.

—Vivís en una extraña ciudad —dijo Lanya—. Quizá yo también. —Miró a Denny—. ¿Dónde vives?

—Precisamente aquí. —Denny frunció el ceño—. La mayor parte del tiempo.

—Oh. —Al cabo de un momento, Lanya dijo—: ¿Vosotros dos lo habéis hecho? ¿Por qué no volvéis a hacerlo, entonces —sacó sus pies calzados con zapatillas de tenis de debajo de ella, alzó las rodillas, dejó caer sus puños, juntos, entre ellas— y yo miro? He estado en otra habitación mientras dos tipos jodían. Pero nunca he estado en la misma cama. La idea no deja de excitarme.

Chico dijo:

—Yo sólo pretendía…

—Lo —dijo Lanya—. Quieres que Denny y yo jodamos, y quieres mirar. Bien… —se encogió de hombros, se echó hacia atrás el pelo y sonrió—. Creo que eres agradable —a Denny—. No me importaría.

—Hey —dijo Denny—, no sé si… —y cambió a otro registro emocional—: Porque, ¿sabes?, eso es lo que estábamos… —y a otro—: antes. Estuvo bien. Pero… —Se inclinó hacia delante sobre sus puños, bajó las piernas—. Se trata sólo de que no era su… —miró por encima del borde de la plataforma—. Como ella dijo. Y nunca lo había hecho antes de esa forma, tampoco.

—Oh —dijo Lanya, juntando los codos.

Chico pensó: Sigo sin saber su nombre.

—Hey —dijo a Lanya—, ven aquí.

Lanya frunció los labios, dudó con envarados brazos; luego los relajó. Avanzó.

—Tú también, mamoncillo. —Denny prácticamente se dejó caer a su lado. Chico abrazó el cuello del muchacho con el hueco de su brazo. Las hojas oscilaron más allá del rostro de Denny, apenas visibles a la media luz. Chico apretó su otro brazo en torno a los hombros de Lanya, su mano una hombrera sobre su blusa, sobre su clavícula, sobre sus músculos.

—Si no participas en el juego, no miras.

Él había planeado abrazarla con afecto, quizá decir algo gracioso, luego abandonar el asunto. Pero, por un momento, fue consciente de que había dos temperaturas completamente distintas; y algo en su propio calor era definido, centrado, decidido. Y Denny (su hombro cálido y sin embargo de nuevo seco como polvo) tendió una mano sobre el pecho de Chico, apoyó dos dedos en la mejilla de Lanya (su cuello contra el brazo de Chico era más frío y blando, como si hubiera sido secado recientemente tras una lluvia) y dijo:

—Eres… —y se detuvo cuando ella tendió también su mano y apoyó la palma contra el cuello de Denny.

Chico dijo:

—Sí…

Ella miró, algo ocurrió en su rostro que se convirtió en una suave risa, sus ojos fueron de Chico a Denny y de Denny a Chico, y se acercó un poco más.

La cabeza de Denny se movió de pronto. La respuesta de su risa fue seca, estridente. Sin embargo, cualesquiera que fuesen las tensiones que había tras ella, se disiparon.

—Abre tu boca después de lo de esta mañana, mamoncillo —dijo Chico—, y no voy a dejar que vuelvas a meterte en ella mi aparato…

—Chico… —la protesta de Lanya era auténtica.

Pero Denny sujetó a Lanya por el antebrazo, giró su rostro contra la palma de ella.

Algo en la maquinaria entre el vientre y los riñones de Chico se tensó. Denny estaba intentando montar sobre él. Chico movió una pierna entre ellos…, algo raspó. Lanya se apoyaba sobre un codo. La mano de Chico se deslizó por su espalda. Es torpe, pensó Chico. ¡Es torpe! Y una desesperación que había estado intentando mantener en suspensión durante… ¿cuánto tiempo?, se quebró. Pensó que iba a echarse a llorar. Lo que brotó fue un gran e inarticulado jadeo.

Denny inclinó su cabeza contra la mano de Lanya, que estaba sobre el pecho de Chico. Luego dijo, en voz muy baja:

—¿Vamos a quitarnos la ropa… esta vez?

Lanya movió su otra mano y la hizo descender por la cabeza de Denny, hasta que estuvo sujetando su oreja.

—No tires —dijo Denny.

—No estoy tirando —dijo ella—. Estoy haciendo cosquillas.

—Oh —dijo Denny. Y luego—: Eso es agradable. —Y luego, alzando la cabeza—: Creo que sería mejor que le quitaras esa cosa… al menos.

(Chico miró su mano aún en el aire. Había tranquilidad en la otra habitación.)

Lanya se sentó bruscamente.

—Oh, sí. Seguro. —Adoptó una de sus extrañas expresiones—. ¡Ni siquiera me había dado cuenta!

Arrodillándose sobre él, tomó la muñeca de Chico, soltó el cierre. Chico se sintió completamente asombrado cuando las manos de Denny se unieron con las de ella y, sin ningún esfuerzo, las hojas se abrieron, cayeron: el arnés fue alzado de su hormigueante muñeca.

Lanya depositó la orquídea en el alféizar de la ventana, junto a la persiana, donde quedó erguida, como una larga y brillante corona.

Chico giró su mano libre en el aire, contemplando las hirsutas articulaciones y las arruinadas puntas flexionarse, las callosas palmas y nudillos doblarse, abrirse, hasta que, cansada, empezó a oscilar y cayó. Alguien trasteó en su cinturón. Alguien tiró del hombro de su chaqueta. Se echó a reír, volviéndose, mientras a través de alguna puerta en alguna otra habitación un montón de gente se iba.

Hicieron el amor.

Fue energético. Fue vívido. Fue intenso. Había un calor que se agitaba en torno y entre ellos. Había calores que se movían a su alrededor, entre él y cada uno de los otros. En un momento determinado, con los ojos cerrados contra la húmeda manta, movió su mano a través de la caja torácica de ella, rascando debajo de sus pechos con el nudillo de su pulgar (ella contuvo la respiración…) hasta que alcanzó su brazo (…luego la dejó escapar), y lo siguió longitudinalmente hasta donde su codo se doblaba sobre el vientre de Denny, y más allá hasta donde su mano sujetaba el pene de Denny.

Al cabo de unos momentos, su mano cayó hacia un lado, contra el dique de su cadera, lo cruzó. Apretó las puntas de sus dedos en el vello sobre su hueso púbico, las deslizó hacia abajo y los curvó, apretó hacia dentro. Primero uno, luego otro, acarició sus genitales. Finalmente se puso de rodillas, apoyó una rodilla al otro lado de ellos, les observó observarle, parpadeó. El sudor corría por su mejilla. Una gota se prendió en sus pestañas y osciló. Agitó la cabeza.

¿Es sólo una hora, pensó, la que ha marcado los cuatro orgasmos de tres personas? Ahora sé por qué, aunque los prolegómenos pueden ser delineados con todo su fascinante y psicotrópico detalle, un poeta debe usar asteriscos o papel en blanco para una mecánica orgásmica que sea satisfactoria: se abre hacia algo tan enorme que no puedes comprender por qué, cuando el sexo es algo tan bueno, puedes decir: «El sexo no es la parte más importante», y sentir que esas palabras son el análogo de alguna sombra de verdad.

Luego recordó, entre sus autopontificaciones, que había otras dos personas que tenían que mostrarse de acuerdo con él antes de que pudiese siquiera sospechar que tales divagaciones eran correctas. Sonriendo, se empujó con sus manos, trepó sobre uno de ellos (se detuvo para observar el dormido rostro vuelto hacia arriba, los labios momentáneamente apretados, las aletas de la nariz agitándose, dos dedos alzados para rascarse la nariz y luego bajados de nuevo, todo ello en mitad del sueño), miró al otro (éste de lado, los labios entreabiertos, el párpado inferior dejando ver a través de una ligera rendija un atisbo del blanco de abajo, el aliento susurrando contra apretados nudillos) y, después de tomar el bolígrafo del bolsillo de Lanya y meterlo por el ojal inferior de su chaqueta, bajó, arrastrando sus ropas detrás de él.

Si despiertan, se dijo, pensarán que he ido al cuarto de baño.

En la puerta se puso los pantalones, la chaqueta. Había una línea fría contra su pecho…, el bolígrafo. La cadena en torno a él era cálida. Pasó las puntas de los dedos a lo largo de ella, preocupado e intentando recordar por qué.

Recorrió el extrañamente tranquilo pasillo, fue a la puerta del porche, la abrió. Y parpadeó. Había trapezoides de oro en la parte alta de la pared de planchas superpuestas. Su húmeda piel se vio bañada de bronce. Cada pelo de su antebrazo relució ámbar.

Oyó su propia y pesada respiración; cerró la boca.

Bajando la vista hacia su pecho, antes de que su visión se borrara entre lágrimas, vio que un prisma había derramado sobre su piel una pequeña cadena de color.

La casa permanecía perfectamente silenciosa a sus espaldas.

Se frotó los ojos, agitó la cabeza.

El lagrimeo, al menos, cesó.

Alzó de nuevo los ojos, miró otra vez por la ventana del porche hacia el horizonte…

Cuando se trasladó por primera vez a la ciudad de Nueva York para ir a Columbia, se había llevado con él un pánico absoluto a la Bomba. Era octubre; no había clases el jueves por la mañana, estaba medio dormido sobre las sudadas sábanas de un persistente verano indio. Las sirenas lo despertaron…, no recordaba que estuviera prevista ninguna prueba de emergencia. Un avión a reacción rugió en alguna parte del cielo. Se estremeció, e inmediatamente intentó desechar el estremecimiento con la lógica. Éste es el tipo de coincidencia, pensó, parpadeando ante la deslustrada ventana, que puede arruinar un buen día.

Entonces la ventana se llenó con una cegadora luz amarilla.

Saltó de la cama, llevándose las sábanas con él. Su garganta se congestionó y su corazón estalló mientras observaba como el fuego dorado se extendía de ventana a ventana en el edificio al otro lado de la calle.

¡La bola de fuego!, pensó, más allá del dolor en su aterrado cuerpo. Ahora llega la luz. La onda de choque y el sonido llegarán en cuatro segundos; cinco segundos, y estaré muerto…

Cuatro segundos, cinco segundos, siete segundos, diez segundos más tarde, seguía de pie allí, tembloroso, jadeando, intentando pensar en algún lugar donde esconderse.

Las nubes, en una coincidencia de combinaciones, se habían apartado del sol. El avión había desaparecido. La radio-despertador en la estantería señalaba el mediodía. La sirena bajó de tono, disminuyó su intensidad, y cesó.

Lo que sintió entonces fue un activo terror.

Lo que sentía ahora era su pasivo equivalente.

No podía ser una bola de fuego, pensó. Eso era imposible.

Más allá de la bruma, brillaba a su través como brillarían la luna o el sol por entre un velo de nubes. Era del color del amanecer: quizá se había alzado una sexta parte del círculo, cortado en secante por el horizonte. Pero ya era, ¿qué? ¿Un centenar? ¿Trescientas? Seiscientas veces el área de la ficha de póker de platino que recordaba como el sol.

¡…Si el sol se convierte en nova!, pensó. Aferró aquella información entre los alocados latidos de su corazón: ¡Si era eso, entonces la Tierra herviría en unos segundos! Su corazón se detuvo. ¡Qué hecho estúpido para basar la confianza de uno ante aquella luz!

Las nubes sobre la mitad del cielo eran un holocausto de peltre y pálido oro.

¿Era cálida la luz?

Se frotó su bronceado antebrazo.

El verdegrisáceo canalón en la pared goteaba chapoteos fundidos sobre el lodoso desagüe. El papel arrugado metido contra el marco de la ventana trazaba filigranas de sombra sobre la pared a su lado.

Cuando había creído que había caído la bomba, allá en Nueva York, se había quedado con una tremenda energía, había caminado de un lado para otro y meditado y buscado algo que hacer con ella, y había terminando simplemente saliendo a dar un paseo.

Puedo estar muerto, pensó, en… ¿segundos, minutos, horas? Miró con los ojos fruncidos hacia el brillante arco, con una anchura ya de quizá treinta edificios. El pensamiento le vino con una absurda frialdad: voy a tener que escribir algo.

Se sentó rápidamente en el suelo (pese a los callos, observó de nuevo que era mucho más fácil distinguir texturas en las irregulares tablas con el pie que mantenía desnudo que con el que calzaba la bota), tomó el periódico que Siam había dejado caer desde encima de la caja. (Sus pantalones tiraron de su piel en el lugar donde se había raspado la rodilla trepando al altillo.) El Times tenía a menudo frecuentes espacios en blanco, irregularmente distribuidos. Pasando las páginas, vio uno, y sacó su bolígrafo del ojal de la chaqueta.

Tenía una madre, tenía un padre. Ahora no recuerdo sus nombres. No recuerdo el mío. En otra habitación están durmiendo dos personas que están más cerca de mí en muchos años y miles de kilómetros, hacia quienes, en esta aterradora luz, podría casi admitir amor.

Abrió las páginas y les dio la vuelta, y colocó el periódico sobre la caja. Las páginas eran amarillas a la nueva luz.

Y no había ningún espacio en blanco.

El cuarto inferior de la página lo formaba un recuadro publicitario. Enmarcadas en las líneas, letras de cinco centímetros anunciaban:

ORQUÍDEAS

DE COBRE

En letras más pequeñas al lado del título, en cursiva, resaltadas entre comillas, había líneas de versos.

Moduló con la boca: «… a este incienso…», y se detuvo. Echó hacia atrás la cabeza ante el helor en su nuca (y cerró los ojos contra la luz: en el interior de sus párpados quedó el color del arco naranja), abrió los ojos para mirar el periódico. Había leído mal: «… esta incidencia…» Expulsó el aliento.

¿Por qué habían tomado esas estrofas?, se preguntó. Sin las dos de antes o la de después, significaban… ¿nada? Meditó, perplejo, en la guillotinada imagen, metiendo y sacando la punta del bolígrafo.

¿Cuál era el propósito de aquello?

(¿Qué había deseado escribir?)

Su frente se humedeció; su ojos se desviaron hacia la columna a la izquierda del… anuncio; y se anclaron en «… Newboy…» Fue al principio, para liberar la confusión:

Hemos perdido a nuestro poeta residente: para ser precisos, a las seis y media, después de un desayuno de despedida preparado por la señora Alt. El profesor Wellman, el señor y la señora Green, Thelma Brandt, el coronel Harris, Roxanne y Tobie Fischer estaban entre los huéspedes que se levantaron a tiempo. Tras una apresurada segunda taza de café, nuestro chófer, Nick Pedaikis, llegó desde Wells Cottage para conducir a Ernest Newboy hasta Helmsford.

Un emocionante incidente en la lamentada partida; un joven al que el señor Newboy estuvo animando con su poesía llegó para dedicarle un admirado adiós con la mano en la embocadura del Pons Asonorum de Bellona. Así, otra celebridad se nos marcha, amigos. Pero Bellona, parece ser, y pese a todos sus empobrecimientos, alberga miríadas de fascinaciones.

Hemos oído rumores de la llegada de nuestro más reciente huésped; de todos modos, francamente, hemos tenido algunas dudas acerca de si su visita es tan cierta como parece. Las comunicaciones con el mundo exterior, como saben todos aquellos que lo han intentado, constituyen en el mejor de los casos un asunto agotador, inexacto y frustrante. ¡Qué conveniente! En el mismo viaje en el que nuestro Nick depositó al señor Newboy al pie de su viaje a Pittsfield, se encontró, a través de unos arreglos tentativos, con el capitán Michael Kamp. Llegaron a Bellona poco después de las tres. El capitán Kamp se muestra indefinido respecto a la duración de su estancia. Somos incapaces de expresar el privilegio que representa el tener entre nosotros a este ilustre caballero en Incienso había brotado como una mala lectura de incidencia; ilustre, ¿hacía eco a ilusión?, se preguntó Chico.

Alzó los ojos a la brillante vista, los entrecerró, y pensó: el problema de los ojos rojos alucinados, incluso de ese gran ojo rojo alzándose en el cielo…

El pensamiento llegó con una carga de monstruoso confort: Esto es imposible. Dejó de sacar y meter la punta del bolígrafo. Por unos momentos deseó echarse a reír.

¿Alucinación?

Miró la luz, intentó abrir completamente los ojos a ella; le dolieron y se negaron a obedecerle.

¿Había deseado escribir algo?

Aquello ni siquiera era alucinación. Probablemente estoy tendido en una cama, en algún lugar, con los ojos cerrados…, ¿eso es lo que llaman soñar?

Imágenes residuales motearon las paredes.

Apartó la cabeza hacia la oscuridad…, ¿soñando?

Su mejilla estaba apoyada contra una manta. Un brazo agarrotado bajo su costado. Estaba lleno del retintineo que experimenta uno después de haber reído largo rato. Permaneció tendido, intentando recordar qué era exactamente lo que había pasado, mordisqueándose los dedos hasta que notó el sabor de la sangre. Y siguió mordisqueando.

Lanya se movió a su lado, emito un lento y soñoliento sonido.

Chico apartó la mano de su boca, cerró fuertemente los dedos contra su palma.

—Hey —dijo—. ¿Estás dormida?

Lanya se desperezó.

—Más o menos… —Bajó la barbilla y contempló la rubia cabeza entre sus caderas—. ¿Cómo se llama?

Chico se echó a reír.

La mano de Denny se desenroscó del muslo de Chico. Luego la rubia cabeza se alzó.

—¿…eh?

—¿Cómo te llamas? —Echó hacia atrás mechones de pelo.

Denny cerró los párpados. Suspiró, sin responder, y volvió a bajar la cabeza.

Esta vez Chico retuvo la risa.

Lanya agitó la cabeza; su mano revolvió el hirsuto pelo que caía sobre la frente de Chico.

—¿Qué tal se portó? —murmuró él, desde algún lugar muy adentro de su pecho.

—¿Mmmm?

—Os oí a los dos mientras estaba algo así como medio dormido. —Acarició la mejilla de Lanya con el hueco de su mano, y ella se volvió para lamer la yema de su pulgar—. ¿Cómo lo hizo?

Ella se volvió de nuevo. Una sonrisa y un fruncimiento se ceño se mezclaron en su rostro.

—No sé con quién de los dos… —Se echó a reír cuando él le dio un tirón en la oreja—. Muy dulce y muy enérgico. —Bajó de nuevo la vista—. Algo así como… arriba y abajo, ¿entiendes? Tiene un buen sentido del humor.

—Así se le puede llamar.

Ella alzó otra vez los ojos; incluso en la sombra, su verde era brillante entre los dedos de él que enmarcaban su rostro.

—Terriblemente, terriblemente dulce, sobre todo.

—¿Y cómo eres tú?

—Mmmmm. —Ella cerró los ojos y sonrió.

—¿Sabes lo que hizo esta mañana?

—¿Qué?

—Me arrastró hasta aquí arriba y dijo que iba a soplármela, y luego trajo a esa muchacha.

Ella abrió los ojos.

—Oh, así es como ocurrió. —Él notó cómo alzaba las cejas—. Bueno, sospecho que darle la vuelta al asunto es algo así como jugar limpio.

—Quise repetir esa escena…

—Me di cuenta de ello. Tú también eres dulce.

—… pero hay algo curioso respecto a todo el asunto. No me gusta. Quiero decir con ella.

—Eso imaginé. Él también es un jovencito, ¿no? ¿O acaso es otro cara de niño como tú?

—Tiene quince años. Ella diecisiete. Creo.

Lanya suspiró.

—Entonces quizá lo único que tengas que hacer sea darles tiempo para crecer en sus propias perversiones. Y por cierto, ¿cómo estás tú?

—Estupendo. —Chico sonrió—. Realmente estupendo.

Y, riendo, ella empujó su rostro hacia él.

Unas manos treparon por el vientre de Chico; Denny gruñó.

Un codo se clavó en el estómago de Chico. Una rodilla golpeó su rodilla.

—Hey, cuidado —dijo Lanya.

—Lo siento —dijo Denny, y cayó encima de ellos.

El olor del aliento de Denny, con aroma a pino, se unió al de Lanya, que hizo pensar a Chico en helechos.

—Uff —dijo Lanya—. ¿Tendrás la bondad de decirme cuál es tu nombre?

—Denny —dijo Denny con voz fuerte, junto al oído de Chico—. ¿Cuál es el tuyo?

—Lanya Colson.

—Eres la amiga de Chico, ¿eh?

—Cuando recuerda quién soy. —Su mano apretó la muñeca de Chico.

Chico frotó la nuca de Denny con una mano y sujetó a Lanya con la otra. De nuevo notó lo gredosa que era la piel de Denny. La de Lanya era cálida.

—¿Te gusta esto?

Lanya rió y rodeó con sus brazos la espalda de Denny.

—Vivo aquí arriba. —Denny se echó bruscamente hacia atrás—. ¿Te gusta?

Le observaron acurrucarse entre las mantas. La cadera que Chico tenía apoyada contra la de ella era cálida. La parte superior, allá donde Denny había estado, se enfriaba.

—No puedes ponerte en pie —dijo Lanya—. Pero debe ser bueno para sentarse y pensar.

—Me paso mucho tiempo aquí arriba —dijo Denny—. Porque nunca hace tanto calor. Luego, a veces, no subo aquí durante dos o tres días. —De pronto se sentó hacia atrás y tiró de un envoltorio de plástico, colocándolo sobre sus rodillas—. ¿Te gusta esto?

—¿Qué es? —preguntó Lanya, y se inclinó hacia delante.

—Es una camisa —dijo Denny—. Una camisa realmente hermosa.

Chico miró también.

Debajo de la envoltura de plástico, y sobre satén verde, se enmarañaban líneas doradas: las hombreras tenían flecos. Los puños de velludillo llevaban gemelos de oropel y cristal verde.

—La encontré en unos almacenes. —Denny rebuscó detrás de él—. Y ésta otra también.

Hilos plateados bordaban elaboradamente el fondo negro.

—Éstas dos fueron las que más me gustaron —explicó Denny—. Sólo tú puedes llevar una cosa así por aquí. Quizá, si yo fuera a algún otro lugar… —Miro rápidamente a los dos.

Chico se rascó el vello de la entrepierna y se retiró un poco.

Lanya se había acercado un poco más.

—¡Son preciosas!

—¿De qué está hecha ésa? —preguntó Chico.

Lanya apretó la envoltura de plástico con la palma de su mano.

—Es crepé.

—Y también tengo esto. —Denny empujó las camisas detrás de él—. Mirad.

Cuando la tapa de la caja de plástico se abrió con un cliqueteo, los cubos que había en su interior saltaron.

—Es un juego —explicó Denny—. Lo encontré en otros almacenes. Es demasiado complicado para mí, no sé jugarlo, y tampoco tengo a nadie por aquí con quien jugar. Pero me gustaron los colores.

Lanya tomó uno de los cubos verdes. En cada cara había una letra dorada en bajorrelieve: p, q, r, s, o, i…

Denny parpadeó y mantuvo la caja abierta para que ella volviera a colocar la pieza que había cogido.

Lanya la hizo girar entre sus dedos durante un rato, hasta que Chico, dándose cuenta de la contenida impaciencia de Denny, empezó a ponerse nervioso.

—Devuélvela a su sitio —dijo Chico con voz queda.

Ella lo hizo, rápidamente.

—Y esto —Denny extrajo un libro de bolsillo de gran tamaño—. Tenéis que mirarlo desde muy cerca. Hay unos dibujos realmente curiosos…

—¡Escher! —exclamó Lanya—. Lo son, realmente.

Chico tendió una mano por encima de su brazo para volver la página.

—¿Dónde lo conseguiste? —preguntó Lanya.

—En otros… almacenes. —(Chico se interrogó ociosamente acerca de la vacilación, pero no alzó la vista)—. En casa de alguien —se corrigió Denny—. Forzamos la puerta. Estaba allí, así que lo tomé. Lo habías visto antes, ¿verdad?

—Hummm… —Lanya asintió.

Chico pasó otra página, al grabado de una perspectiva implosionada sobre sí misma y vuelta del revés. Lanya se inclinó para mirarla.

—¡Hey! —dijo Denny.

Los dos miraron. Y Chico tomó el libro de Lanya y se lo devolvió a Denny.

(—Está bien —dijo Denny—. Ella puede mirarlo, si quiere —ignorando el gesto de Chico.)

Les mostró una caja plateada.

—¿No es esto una radio? Dice AM y FM, e incluso dice ONDA CORTA. —Era del tamaño de una caja de cerillas para la cocina—. Y tiene todo tipo de diales.

—Me pregunto si alguien emite algo —dijo Lanya.

—Ése de ahí dice VOLUMEN —explicó Denny—. Ése otro que dice AFC es el control automático de frecuencia, de modo que no gira. Pero nada de esto sirve para nada, porque las radios ya no funcionan aquí.

—Como las camisas —dijo ella—. Cuando vayas a algún otro lugar, podrás llevarte algo realmente bonito.

—Si vamos a algún otro lugar —consideró Denny—, lo más probable es que deje todo esto aquí. Puedes encontrar cosas realmente bonitas en cualquier parte por aquí. Sólo tienes que tomarlas.

—Quiero decir a algún lugar fuera de… —Chico se dio cuenta de que ella había comprendido algo que Denny no.

De pronto, ella tocó la radio.

—¡Hey, no es cuadrada! —anunció. La caja negra y metálica era trapezoidal. Apoyó las manos en sus costados—. Es hermosa —dijo, con la voz de alguien que admite que un rompecabezas es aún irresoluble. (¿Cuál era el nombre de su compañero de clase en Delaware que tenía tantos problemas con la inducción matemática? Otra cosa que no podía recordar…, y era triste para su arruinada memoria y feliz para Lanya)—. Realmente es… encantadora.

Chico se acercó a ella y se masajeó la cara interna de sus muslos. Había apoyado el Escher contra su tobillo. La esquina del libro se clavaba en su pierna; no lo movió.

—¿Has visto también estos dibujos? —Denny extrajo otro libro con una brillante sobrecubierta.

—Déjame ver —dijo Lanya.

Lo abrió por la primera página y frunció el ceño.

—Hum…, ¿pintó alguna vez Boucher cuadros religiosos? —apuntó Chico.

—No —dijo Lanya—, para dioramas tridimensionales laminados en plástico.

—Creo que las imágenes tridi son estupendas —dijo Denny, mientras Chico se sentía vagamente azarado.

—Ésos son extraños. —Lanya volvió otra página.

Una mujer coronada de azul estaba erguida con un pie sobre un creciente de luna, mientras debajo de ella dos hombres desnudos permanecían agachados en un bote de remos. Fantasmas de la misma imagen en otros ángulos se insinuaban en el estriado plástico.

—¿Cuál es el siguiente? —preguntó Lanya.

Un hombre que parecía un clásico Jesús, con taparrabo, cojeaba sobre una muleta, con una estigmatizada mano extendida.

—¿Español…? —murmuró.

—Portorriqueño —sugirió Chico.

Lanya le miró.

—No hay texto por ninguna parte.

Una mujer, quizá una virgen, muy probablemente una emperatriz, cabalgaba sobre un tigre.

—Las rocas y el musgo y el agua del fondo son tomados de Da Vinci. —Lanya pasó al siguiente—. Realmente son… —Cerró el libro sobre una portada blanca con un corazón coronado y sangrante detrás de una cruz—. Dime que todos son cristianos. ¿También lo encontraste en casa de alguien?

—En una tienda —dijo Denny. Estaba rebuscando de nuevo al extremo de la manta—. Y eso también.

Entre sus manos formando copa había tres cubos de cristal con brillantes piedras incrustadas.

—¿Dados? —preguntó Chico.

—Tenía cuatro —dijo Denny—. Uno se rompió. —Los hizo rodar contra la pierna de Lanya.

Tres, dos y seis: contar los números de la cara superior era difícil debido al reflejo de los de las otras caras.

—Coleccionas cosas realmente hermosas. —Lanya cogió uno de los cubos.

Denny se reclinó contra la pared y atrajo sus rodillas hacia sí.

—Hum…

—Yo también. —Ella le miró—. Sólo que lo dejo todo allí donde lo encuentro. Como edificios. O árboles. O cuadros en museos.

—Tú… —Denny dejó caer abiertas sus rodillas— simplemente registras dónde se encuentran las cosas; ¿y vuelves y las miras?

Ella asintió.

Denny enredó sus dedos en la manta entre sus pies.

—Pero aquí no tienes por qué hacerlo así. Puedes coger todo lo que quieras. Bueno, quizá no los árboles y los edificios. Pero los cuadros: si encuentras uno que te guste, puedes llevártelo contigo. ¡Mierda, puedes irte a vivir a un jodido edificio si te gusta! ¡Delante del jodido árbol!

—No. —Lanya arqueó su delgada espalda—. Yo colecciono objetos hermosos y útiles. Los tuyos sólo son hermosos.

—¿Eh?

—Pero si se supone que deben seguir siendo útiles, tengo que dejarlos allá donde están.

—¿Crees que está mal coger todas estas cosas?

—No…, por supuesto que no. Siempre que no se las cojas a alguien.

—Bueno, en algún momento tienen que haber pertenecido a alguien.

—¿Crees que hay algo malo en cogerlas?

—Mierda. —Denny sonrió—. Nadie va a detenerme por ello. ¿A ti no te gusta coger cosas?

—No es…

—Dime —Denny se puso de rodillas—, ¿nunca has puteado?

—¿Eh? —Lanya se recobró de su sorpresa con una sonrisa incierta—. ¿Perdón?

—Quiero decir, cobrar por irte a la cama con alguien.

—No, por supuesto que no.

—Apuesto a que Denny sí —dijo Chico.

—Sí, por supuesto —dijo Denny—. Sólo quería saberlo. Acerca de ti.

Su regocijo derivó hacia la curiosidad.

—¿Por qué?

—¿Lo harías?

—No sé…, quizá. —Se echó a reír de nuevo, y sujetó la rodilla de él entre sus manos—. ¿Estás planeando meterme en el negocio? No hay ningún negocio de éstos aquí.

Denny dejó escapar una risita.

—No es eso lo que quería decir. —De pronto tomó la caja de plástico, abrió la tapa, la sacudió.

—¡Hey! —chilló Lanya, y retrocedió ante la avalancha de cubos de madera coloreada.

Denny tomó uno de los cubos y se lo arrojó.

—Oh, deja eso…

Le arrojó otro, y se echó a reír.

—Maldita sea…

Frunciendo el ceño, Lanya tomó un puñado y se los arrojó de vuelta, con fuerza. Él se agachó: cliquetearon contra la pared.

Ella le arrojó otro, que golpeó contra su cabeza.

—¡Ahh…! —Le devolvió uno.

Ella se echó a reír y le arrojó dos más, uno con la izquierda y otro con la derecha. Los dos acertaron. Denny se apartó presa de un ataque de risa histérica y buscó más piezas.

—Vas a perder los… —empezó a decir Chico. Luego se inclinó sobre el borde de la plataforma para impedir que algunos de los cubos cayeran abajo. La risa de Denny fluctuó entre octavas. Su voz aún no ha terminado de cambiar, pensó Chico.

Lanya estaba riendo también, casi tan fuerte que no podía seguir arrojando proyectiles.

Un cubo golpeó el muslo de Chico. Lo echó a la manta de un manotazo. Otro rebotó en su hombro y cayó resonando al suelo, abajo. Les observó moverse y agacharse y arrojarse proyectiles y deseó que le lanzaran también a él. Al cabo de poco lo hicieron.

Se los devolvió, intentó guardar su rincón, desistió, ahora riendo también hasta que empezó a dolerle debajo del esternón, y no pudo parar de reírse, así que siguió arrojando los brillantes cubos con doradas p, q, L y r.

—¡Esto no es justo! —exclamó Lanya contra el brazo de Chico, y luego rió de nuevo, cuando consiguieron hacerle abandonar el baluarte del borde de la plataforma.

—¡Sólo porque tiras tan fuerte! —Con un cubo en la mano, Denny se agachó primero a la izquierda, luego a la derecha.

—Oh…, vamos… —jadeó Chico, y no pudo seguir riendo.

Denny miró por encima del borde.

—Hay un montón en el suelo.

Lanya buscó, lanzó otro. Rebotó en el muslo de Denny. Se agachó detrás de Chico.

Denny miró hacia atrás.

—Ahí va otro.

Lanya asomó tentativamente los ojos.

—Quizá será mejor que bajemos y los recojamos.

Frunciendo el ceño, Denny tendió la mano hacia la caja a sus espaldas.

—Sí… —Se inclinó para volver a colocar las camisas y los libros y los dados de cristal en el rincón. Koth contemplaba el altillo desde su brillante póster.

Uno de los envoltorios de las camisas se había roto.

—Bajemos —dijo Chico.

Lanya le siguió por la escalerilla.

Recogieron los cubos. Cuando bajó Denny, le arrojó uno cuando se agachaba al suelo.

—Hey, no… —dijo Denny, porque el cubo fue a parar entre la basura debajo de la plataforma.

—¡Lo siento! —se rió burlonamente Lanya de nuevo—. Espera, déjame ayudar. —Le siguió al montón de herramientas apoyadas contra la pared, sillas apiladas, cajas. Apartó una tabla de plancha mientras Denny se inclinaba—. Toma…

Volvió con el cubo, se lo tendió a Chico para que lo pusiera con los demás. Mientras él los devolvía torpemente a su lugar, ella preguntó:

—¿Has recibido dinero alguna vez por tener contacto sexual con alguien?

—Sí.

—¿Hombres y mujeres?

Un cubo no quería encajar con los demás; Chico hizo presión, y otro saltó fuera de la matriz.

—Sólo hombres.

—Quizá debiera probarlo —dijo ella al cabo de un momento—. Todo el mundo piensa en ello.

—¿Por qué? —Chico se agachó para tomar otro cubo junto a su pie.

—Y quizá sólo tú hayas puesto el dedo en la llaga.

Cuando Chico se levantó para colocar el cubo, añadió:

—Pero eso no va a detenerme.

Cerró la tapa y se volvió hacia Denny.

Chico sonrió, observando su espina dorsal hundirse como una flecha en el corazón de sus nalgas. No sé, pensó, qué se agita dentro de ella. De lo único que estoy seguro es de que se trata de algo muy distinto de lo que parece.

—Todavía hay algunos arriba. —Lanya volvió a subir la escalerilla.

—No veo ningún otro aquí abajo. —Chico empezó a subir detrás de ella.

—¡Hey…! —dijo Denny.

Y algo se sujetó en torno al cuello de Chico, rascó su costado y se colgó.

—Joder, ¿qué…?

—¡Llévame! —exclamó Denny, aferrándose—. Vamos, llévame arriba.

—¡Que te jodan! —gritó Chico, agitándose en su presa. Intentó conseguir que el muchacho se soltara—. ¡No me ahogues…, estúpido bastardo! —Subió otro peldaño.

Lanya se inclinó asomándose al borde.

—¡Vas a hacerle caer…!

Chico subió un peldaño más.

—¡Sube arriba, mamón!

Lanya estaba sujetando a Denny por un brazo.

Chico intentó empujarle hacia arriba.

—¡Hey…

Chico sintió a Denny deslizarse. Unos pies desnudos resbalaron hacia arriba por sus caderas. Luego algo se apoyó sobre su cabeza.

—Hey —repitió Denny, con una voz distinta. Se apoyó en el hombro de Chico—. ¿Estás bien?

Lanya se sentó detrás de él, palmeándose primero los muslos y luego el estómago, incapaz de nuevo de contener su risa.

—Que te jodan. —Chico se reclinó en el borde del altillo. Mientras se izaba hacia delante, algo silbó en su pecho.

—¡Hey, mi cadena!

—¿Qué? —Denny se empujó hacia atrás, arrastrando las mantas del borde. Tendió la mano, sin mirar, hacia su propio tobillo.

Chico se preguntó si era aquello lo que había rascado su costado.

Lanya observaba, con los labios entreabiertos.

—Mi cadena —repitió Chico; se volvió para sentarse en el borde del altillo, y miró abajo. El extremo, colgando de su pie, oscilaba a unos centímetros del suelo. Se inclinó hacia abajo para recogerlo—. Se rompió esta mañana…, alguien la rompió.

—¿Quién? —preguntó Lanya.

—Alguien la rompió. Intenté arreglarla, pero sabía que probablemente no iba a aguantar,

La siguió con dos dedos por su hombro. Se había roto en el mismo eslabón. Unió los dos extremos.

—Espera un momento —dijo Lanya—. No tienes uñas. Déjame ver. —Se acuclilló delante de Chico, tan cerca de él que su pelo le cosquilleó el pecho. ¿Cómo puede ver?, se preguntó—. Apenas la alcanzo.

Hizo algo con los dientes.

—¿Hey? —dijo Chico.

—Ya está —y se echó hacia atrás.

Detrás de Lanya, Denny preguntó de nuevo.

—¿Quién la rompió?

Denny apoyó su pie en la rodilla de Lanya. Dejó a un lado la caja y pasó los brazos rodeando el estómago de ella, tiró de ella hacia sí, apoyó un brazo a lo largo de los suyos.

—¿No te enredas con ésa? —Lanya miró la pierna de Denny y la cadena para perro enrollada en su tobillo—. Sexy, supongo.

—¿Quién? —repitió su pregunta Denny.

—No lo sé —dijo Chico—. De veras, no lo sé.

Buscó con los dedos el eslabón débil. En parte era culpa de la poca luz, pero dudó que pudiera encontrarlo ni siquiera con iluminación plena. Tiró, primero de aquí, luego de allí.

—¿La has arreglado realmente?

Lanya, con el hombro bajo la barbilla de Denny, se mordió el labio para retener su risa. Las palabras «… a tiempo» pasaron por la cabeza de Chico, pero no estuvo seguro de a qué se referían. He encontrado algo, pensó, a tiempo. ¿Quién necesita monasterios? Se rió a carcajadas para el enjaulado humor de Lanya.

Ella soltó a Denny y cogió la caja, mirando entre sus piernas para ver si había alguna otra pieza caída.

Un cubo mordisqueó un lado del pie de Chico.

—¡Aquí!

Lanya se recobró lo suficiente para sujetar la caja.

Chico metió el cubo. Ella apoyó la caja en su muslo y la sacudió para hacer que el cubo encajara en su lugar.

—Realmente crees que eres un divertido mamoncillo, ¿eh? —Chico se puso en pie, ligeramente agachado, avanzó. Su cabeza golpeó el techo. No muy fuerte, pero se tambaleó—. ¿Sí? —Se agachó de nuevo, volviéndose hacia Denny y frotándose la entrepierna—. Mírate. Chupas una buena porra. Proporcionas un buen rato, pero ¿qué crees que hace eso de ti? —Dio un suave codazo a Lanya. Los cubos resonaron, ella alzó la vista—. Sí, me gusta tu lengua en mi culo. ¿Pero crees que esto hace de ti algo más que una mierda tibia…? ¡Hey, mira a Denny! —Señaló hacia la entrepierna de Denny—. Mira, le digo esto, y ya tiene una erección. —Se sentó y sonrió—. Vamos, salgamos de aquí.

—¿Ahora? —preguntó Lanya.

—¡Sí, ahora!

Denny se arrastró para mirar en la caja.

—Ya hemos recogido todas las piezas. —Suspiró.

—Hummm —dijo ella suavemente, y cerró la tapa.

Denny colocó la caja en el rincón. Chico tomó su chaqueta y se la puso.

Lanya permanecía sentada, con las piernas cruzadas, en medio de la cama. Chico no pudo decidir si su expresión era pensativa o ausente.

—Vamos. —Le tiró su blusa, y no esperó a ver qué hacía con ella, sino que tomó sus pantalones.

—¿Todo el mundo se ha ido de la casa? —preguntó Lanya.

—Realmente está todo muy tranquilo —dijo Denny.

Chico volvió la vista.

Lanya metió otro botón en su ojal. Los faldones de la blusa colgaban sobre su regazo.

Denny se puso en pie, escuchando; su pene empezaba finalmente a deshincharse.

—Tengo hambre —dijo Chico—. No he hecho otra cosa más que joder desde hace veinticuatro horas: tú, él, su amiga…

—Eres un atareado —Lanya se subió los tejanos— hijo de puta.

—¿Eh?

—Nada.

—… él, luego tú de nuevo. —Metió el doble pasador de la hebilla en los agujeros del cinturón—. ¡Jesús! —Alzó la vista.

Denny dijo:

—Está todo muy tranquilo, sí. Quizá haya salido todo el mundo.

—Eso sería estupendo —dijo Lanya.

—¿Tenéis comida en casa? —preguntó Chico.

—No mucha. —Denny arrojó a Chico su proyector.

Lanya bajó primero. Sujetaba los cordones de sus zapatillas de tenis entre los dientes.

—No puedo llevarlas puestas y subir y bajar. —Tuvo que decirlo tres veces antes de que la comprendieran.

Mientras Denny se dejaba caer por el borde de la plataforma, Chico se volvió para recoger su orquídea.

La luz en torno a la persiana de la ventana era un neón naranja. Mientras recogía las arracimadas hojas, resplandores rojos penetraron por los bordes. Chico frunció el ceño y retrocedió hasta la escalerilla.

En el pasillo, Lanya preguntó:

—¿Se ha aclarado el humo fuera? —La pequeña ventana en la puerta del pasillo estaba llena con una luz como la de un amanecer sangriento.

—Sospecho que han salido todos. —Denny miró dentro de otra habitación.

—¿Piensas que quizá esté aclarándose? —preguntó Lanya—. Sal fuera y mira.

Chico les siguió hasta la puerta delantera.

Lanya la abrió y bajó los escalones.

—Todavía hay nubes por todo el cielo. —Alcanzó la acera, se volvió, alzó la vista…, y gritó.

Mientras Chico y Denny se apresuraban a bajar los escalones, el grito perdió intensidad y se convirtió sólo en aire expulsado.

En la acera, se volvieron para alzar la vista en la dirección que ella miraba:

Desde el borde de la acera eran visibles tres cuartos del disco por encima de las casas. Las nubes lo empañaban lo suficiente como para poder mirarlo con los ojos entrecerrados, pero había ascendido en el cielo, cubriendo los tejados, y ascendido más, y más, y más. Lo que podían ver de él llenaba la mitad del cielo visible. ¡Y, se dio cuenta Chico, la mitad del cielo era algo enorme! Pero aquello entraba en el reino de la imposibilidad. O de la no verificabilidad, al menos. El borde era un ascua de oro. Todo lo demás era como metal ardiente.

Lanya se apretó los hombros, jadeando.

Denny estaba diciendo:

—¿Eh…? —y dando un paso atrás, y diciendo—: ¿Eh…? —de nuevo. Retrocedió y tropezó con Chico. Giró bruscamente la cabeza, y su expresión (sus órbitas eran tazas de cobre fundido derramando su contenido por sus mejillas) era maníaca—. Hey, eso es realmente… algo, ¿no? —La pregunta no era retórica—. ¿No es algo? —Se volvió para mirar de nuevo, con los ojos entrecerrados.

—¿Qué es? —susurró Lanya.

—Es el sol —dijo Chico—. ¿No lo ves? Es simplemente el sol.

—Dios mío, estamos cayendo en él… —Lanya contuvo el aliento, lo dejó escapar, luego sollozó.

—¡Oh, vamos! —dijo Chico—. Deja esto, ¿quieres?

—Dios mío… —susurró ella, y miró de nuevo.

Él estudió su rostro, abierto y brillante y tembloroso.

—¿Es peligroso? —murmuró Denny—. ¡Me siento tan asustado como un jodido hijo de madre!

—¡Se está haciendo más grande! —chilló Lanya, se volvió, y se acurrucó, cubriéndose un lado de la cabeza con las manos.

—No, no se está haciendo más grande —dijo Chico—. ¡Al menos, no lo bastante aprisa como para verlo! ¡Oh, vamos! —Sacudió su hombro.

La orquídea osciló colgada de la cadena en su pecho, tintineando y brillando. No es un sueño, pensó Chico. Ya estaba soñando antes. No es un sueño; eso lo convierte en… Los músculos se tensaron tanto en su garganta que sintió el dolor.

—¡Hey! —Golpeó con el puño la espalda de Denny—. Hey, ¿estás bien?

Con los ojos muy abiertos y el pecho lleno al máximo de aire, Denny dejó escapar:

—¡Sí!

Lanya se cubría el rostro con los nudillos, frunciéndolo mientras miraba con ojos entrecerrados al gran, gran, gran círculo.

—Vamos —reiteró Chico—. Salgamos de aquí, ¿eh?

Denny le siguió, demasiado rápidamente para decir por qué.

Lanya aguardó hasta que hubieron dado tres pasos (Chico miró hacia atrás), luego corrió tras ellos con rostro asombrado. Sujetó la mano de Chico. Chico tendió la otra a Denny, que la cogió apretadamente. Denny estaba sudando:

—Eso es algo. —(Chico alzó de nuevo la vista)—. Nunca antes vi nada parecido a eso en toda mi vida.

Chico observó a Lanya, que le miraba de una forma extraña en vez de mirar hacia donde estaban yendo.

—No estamos cayendo al sol ni nada parecido —dijo Chico—. De otro modo ya hubiéramos ardido todos. Ni siquiera hace calor. —Miró a Denny, que bajó la vista del cielo y le miró—. Bien, por Cristo —dijo Chico—, ¿no pensáis que es algo jodidamente curioso? —No se echó a reír—. Quiero decir, no hay nada que podáis hacer al respecto. —Ahora sí rió, solo. Le hizo bien.

—¿Qué demonios es? —repitió Lanya. Su voz era más tranquila.

—No lo sé —dijo Chico—. ¡No sé qué jodida cosa es!

Jetadecobre, el pelo resplandeciente óxido, apareció corriendo por una esquina y se detuvo en medio de la calle, los pies abiertos, los codos doblados, los puños oscilando entre sus caderas y vientre.

Los otros escorpiones surgieron detrás. Entre ellos estaban Siam y Jack el Destripador y la chica de Denny, pero ni Dragón Lady ni Pesadilla.

Chico soltó sus manos y señaló hacia el cielo.

—¿No es eso ya jodidamente demasiado? —rió, y lo que fuera que constreñía su garganta se aflojó. Se salió de la risa, que había cerrado sus ojos y sacudido su coxis hasta casi el espasmo, para descubrirlos a todos mirando—. ¡Hey, Jetadecobre! ¿Adónde vas? ¿No quieres venir conmigo?

—¿Qué…? —empezó a aullar Jetadecobre, luego tosió, y no quedó nada en su voz para sostenerla—. ¿Qué es eso? —Su voz era lagrimeantemente alocada—. ¿Es alguna especie de iluminación?

Alguien dijo:

—¿Te parece algún tipo de iluminación?

Chico parpadeó y se lo preguntó a sí mismo.

—Será mejor que vengáis conmigo —aventuró.

—¿Estás bien, Chico? —preguntó el negro con la chaqueta de vinilo desde detrás de Jetadecobre, acercándose un poco más a él mientras Dama de España se acercaba por el otro lado.

—Tú —Chico habló cuidadosamente, explicándoles como si se tratara de una lección—, ¡ven conmigo! —Inspiró profundamente y echó a andar cruzando la calle. Cuando subía a la otra acera, una mano se apoyó en su hombro. Volvió la vista; era Denny, y detrás de él, Lanya; escorpiones negros se movían a su alrededor, pasaban frente a ellos.

Y ruido de pasos.

No volvió a mirar atrás.

Quizá, pensó, vamos a morir todos dentro de unos momentos, oscurecidos por la llama y el dolor. Para eso es todo esto. Y luego quizá ya no estemos. Para eso es así.

Los escorpiones se arracimaban, y rió de nuevo.

Aquello era tan estúpido como las hojas haciéndole cosquillas en el pecho.

La risa se aferró a la parte de atrás de su lengua, liberándola. La carne yació demasiado pesada en su boca. Así que la retiró, y se envaró contra la estaca de su espina dorsal. Soy feliz, pensó. Y oyó a alguien, una chica blanca (no Lanya; la escorpión, que llevaba una chaqueta y a la que llamaban Filamento), reír también.

Así que soltó su propia risa.

Lo dobló sobre sí mismo, tambaleante.

Alguien —ésa era Lanya, y eso fue, casi, suficiente para detenerle— gritó.

Pero otros rieron.

Alguien más —ése era Denny, y cuando vio que lo era, siguió riendo a través de su desconcierto— corrió hacia más adelante, tomó la tapa de un contenedor de basura reclinado contra el bordillo y la lanzó calle arriba. Golpeó con un estruendo metálico contra un portal. Denny danzó de vuelta a la luz color sangre.

Nódulos de oro manchaban las nubes.

Chico tendió una mano, tuvo que inclinarse hacia delante para sujetar los dedos de Lanya; sus dedos, entre los de ella, cubrieron el dorso de la mano femenina. Ella se apretó contra su lado, y observó maravillada como los otros seguían adelante en la calle de adoquines.

—Elige una casa —le dijo Chico.

—¿Eh?

—Sólo elige una casa de la calle —susurró (ella se le acercó más para oír)—. Quizá una que no te guste demasiado.

Jetadecobre pasó corriendo por su lado, agitó un brazo: el adoquín voló cruzando la calle, destrozó una ventana; Jetadecobre, con el denso pelo y la rala barba furiosamente alborotados, se volvió, sonriendo.

—¿Ésa? —preguntó Chico.

—¡No! —con una urgencia que él no pudo seguir—. En la parte de arriba de la colina. Ésa. Allí.

—De acuerdo —Chico se volvió.

La chica rubia con el chaquetón de marinero estaba cayendo de espaldas entre los negros que la acompañaban. Estaba llorando; miró al cielo, y lloró más fuerte. La chica de Denny la rodeó con un brazo, le habló, hizo movimientos de consuelo con su cabeza. Por un momento contempló la enorme y ardiente rueda; su rostro estaba estriado con rabia.

La mano de Chico ascendió por su mejilla. Hirsutos pelos mordieron su palma.

—¡Por aquí! —Hizo señas y se volvió de nuevo. Pasaron por su lado mientras conectaba la luz—. ¡Hey, Destripador, Denny, Jetadecobre! —Sujetó el oscilante proyector, pulsó el botón inferior—. ¿Cómo se enciende esta cosa?

—¿Eh? —Destripador miró hacia atrás—. Oh…, hacia el lado. No hacia dentro.

El botón se deslizó.

Por supuesto, pensó, no puedo ver nada desde dentro. Y se preguntó cuál sería su aspecto.

Lanya había retrocedido unos pasos y estaba mirándole. Chico se palmeó las rodillas y dio una vuelta completa. Y Denny había desaparecido en su propia deformada explosión.

—¡Hey —exclamó el atezado Destripador—, ahí vamos!

Figura rebasó a figura mientras se reunían sobre los adoquines. Chico miró a donde Jetadecobre estaba riendo; y Jetadecobre desapareció en su reluciente arácnido. El zoológico se formó en medio de la terrible luz.

Trece, al que Chico no había visto hasta entonces, pasó por su lado.

—Vamos —susurró a Smokey, detrás de su brazo—, larguémonos de aquí. Esto no va a traer nada bueno…

—¡Quiero mirar! —insistió ella—. ¡Quiero mirar!

Chico llegó al porche. Algunas personas corrían detrás de él. Había roto tres puertas en su vida: de modo que esperó hacerse daño en el hombro. (La luz que era Denny parpadeó a su lado: el muchacho estaba subiéndose a la barandilla.) Chico se estrelló contra la maltratada madera. Cedió tan fácilmente que cayó sobre una rodilla y se agarró a la jamba. (A su alrededor, los aspectos místicos oscilaron.) Al mismo tiempo, el cristal se rompió y la luz llenó todo el pasillo cuando la aparición que era Denny atravesó la destrozada ventana del porche.

—Oh… Jesús… —El negro rostro de una muchacha pasó por la puerta opuesta.

Luego, otra:

—¡Son escorpiones…!

Un flaco muchacho negro entró corriendo en la habitación con un palo. Abrió mucho la boca y los ojos.

—¡Jimmy, vuelve aquí…!

El muchacho (¿tendría veinte años? Chico vaciló sobre sus pies, un poco asustado y sin creer que era invisible detrás de alguna brillante bestia) avanzó agitando el palo.

—¡Jimmy! —chilló la voz de mujer—. ¡Sal de ahí! ¡Son los escorpiones, por el amor de Dios…!

Jimmy (se sorprendió Chico) cerró bruscamente la boca, arrojó a un lado el palo y echó a correr de vuelta por la puerta por donde había salido. Los pasos de alguien más de la casa resonaron escaleras abajo.

Denny ganó a Chico en su camino hacia la otra puerta y se extinguió. Se asomó por ella, luego miró hacia atrás con una sonrisa desconcertada (otros habían entrado ya en la habitación, arrojando sus sombras en la luz roja de la pared del otro lado).

—Hey, ¿has visto la forma como corrían todos esos negros?

Detrás de Chico, alguien volcó una silla.

Frunció el ceño, se dio cuenta de que nadie podía ver su gesto, dejó de fruncirlo, y deslizó un dedo por el fondo de su proyector.

—Mierda, hombre —dijo Denny—. Estaban algo más que asustados, esos mamones negros. —Agitó la cabeza y cruzó la puerta.

—¡No hagas eso! ¡No hagas eso! ¡No hagas…!

—¿Qué jodida cosa tienen ahí dentro?

—¡Ven aquí, maldita sea, no hagas eso!

A la amarronada luz de la pared frente a Chico, una sombra simiesca se hizo pequeña, y más pequeña, y más pequeña, hasta que la mano, sólo ligeramente mayor que la de Chico, se alzó.

La mano se apoyó en el hombro de Chico.

—Hey —dijo Jetadecobre—. ¡Tenían un buen lugar aquí! Moqueta en el suelo… —Su otra mano hizo un gesto hacia abajo, luego hacia arriba—. Y mira toda esa mierda en el techo.

Chico miró.

Mujeres entre tules y hombres con armadura entre árboles, junto a lagos, entre colinas por encima de las molduras.

Chico bajó la vista para ver a Jetadecobre observar con los ojos fruncidos la enrojecida calle a través de la puerta.

—Bueno. —Miró hacia atrás—. Voy a ver qué tienen ahí dentro. —Mientras alguien gritaba en otra habitación, la mano de Jetadecobre cayó dos veces más, en perfecta amigabilidad. Luego cruzó la puerta. Chico atravesó la habitación, buscando a Lanya.

Estaba de pie justo al lado de la puerta, en la parte interior, y furiosa.

—¿Qué ocurre?

—¡Había gente viviendo aquí! —silbó—. ¿Qué demonios…? —Agitó la cabeza.

—No lo sabía —dijo Chico—. Tú elegiste la casa.

—¡Y yo no sabía lo que tú querías hacer con ella! —Habló con una intensa suavidad, como si no deseara que el disco más allá del techo oyese—. ¿Qué demonios pretendes hacer?

—Nada. —Se encogió de hombros—. Vamos a echar un vistazo.

Ella chasqueó la lengua y le tendió la mano. Él dejó que le condujera cruzando la habitación, ahora sólo medio llena.

Las figuras oscilaron y se tambalearon ante el confetti de neón del zumbante televisor en la otra habitación.

—Toma. —Siam extrajo una botella con su mano vendada.

—Voy a comer —dijo Chico—. Primero, creo. —Pero tomó la botella de todos modos y dio tres pequeños sorbos de un escocés malo y ardiente—. ¿Quieres un poco?

—No, gracias —dijo ella en voz baja, y sujetó su brazo con ambas manos.

Mientras subían las escaleras hasta el tercer piso, Chico dijo:

—Quiero —la frase se definió como una idea que había estado esforzándose por recordar y que sólo ahora brotó a su consciencia— escribir algo.

Se sorprendió cuando ella corrió hasta la parte superior de la escalera, tomó algo de encima de una mesita con un teléfono, y se volvió con ello en la mano.

—Toma. No hay ningún lápiz. Pero tienes tu bolígrafo. —Le sorprendió y regocijó a la vez la urgencia que adquirió su expresión a los rayos de luz que brotaban por la cuarteada puerta al final del pasillo.

Tomó el bloc telefónico que ella le tendía, empujó la puerta de su lado…

Debajo del chaquetón de marinero, abierto en torno a ella sobre el suelo, la muchacha estaba desnuda. El borde de luz de la ventana, a través de las persianas, cruzaba la lana azul marino y trazaba franjas como cintas sobre sus costillas. Encima de otra muchacha, las pecosas nalgas de Jetadecobre se tensaban, se relajaban y se alzaban, caían y se tensaban, se relajaban y se alzaban, entre gordezuelas piernas. La muchacha, se dio cuenta de pronto Chico, era aquella cuyo nombre no conocía, que le había dicho adiós, a la que había hecho el amor.

—Oh —dijo Lanya con voz desapasionada.

La muchacha con el chaquetón de marinero abrió los ojos, lanzó un suave grito y rodó sobre sí misma para aferrar el caqui verde en los muslos de Jetadecobre. Jetadecobre gruñó, hizo una pausa, miró hacia atrás por encima del hombro, dijo «¡Hey!», y sonrió ampliamente. Hizo un torpe gesto de invitación. (En el suelo, la otra muchacha, respirando pesadamente, apretó los labios hacia una expresión de burlona furia.)

—¡Únete a la fiesta, amigo! Tú me das una de las tuyas, y yo te daré una de las mías.

—Jódete tú mismo. —Chico se retiró de la puerta, con la mano de Lanya en la suya.

El pasillo estaba lleno de gente. Chico fue golpeado por codos negros y hombros bronceados.

—¿Qué está pasando ahí dentro? —Denny se abrió paso entre ellos.

—Mantente fuera de aquí, chupapollas. —Chico apoyó su mano en el pecho del muchacho, lo empujó hacia atrás.

—¿Por qué?

—Porque estoy celoso como un demonio.

Denny frunció el ceño, se encogió de hombros.

—Está bien —y se alejó.

Dama de España se apoyó contra el hombro de Chico, agitó la cabeza y dijo, con una voz casi ebria:

—¡Mierda! Vaya sitio donde ir a parar. Supongo que nos vamos, ¿no? —Pasó por entre ellos, tirando de sus cadenas, que se habían enganchado en el hombro de Lanya, tras ella.

Lanya sacudió el hombro de Chico.

—Por aquí —dijo en voz alta, y los demás miraron. Chico empujó a alguien a un lado («Hey, ¿cómo vamos, Chico?»), que le había metido una botella debajo de la nariz.

Abajo de las escaleras, dos niños de pelo largo que le eran familiares (¿de la comuna del parque?), cogidos de la mano, miraban hacia arriba.

—¿Estáis celebrando… una fiesta? —Empezaron a subir las escaleras, parpadeando cuando la luz incidió en sus ojos; la luz se deslizó hacia abajo en sus rostros como la cortina por una ventana, creando falsas quemaduras del sol. Sus arrugadas camisetas, manchadas de malva, fucsia y cereza, cambiaron de esquema ante la nueva iluminación. Otras personas blancas se congregaron tras ellos, y sus mezcladas voces se abrieron en un abanico distinto al beligerante-a-asustado hacia los escorpiones.

—¿Es Pesadilla…, es éste el nido de Pesadilla? —preguntó una muchacha, y se abrió camino por delante de los dos primeros.

—¡Lanya! —Se detuvo a medio camino de las escaleras, su rojo pelo encendido, su rostro fruncido para protegerse del resplandor.

—¡Milly! —Soltando a Chico, Lanya corrió escaleras abajo para sujetar a Milly por las muñecas—. ¿Qué estás haciendo aquí? —La voz de Lanya era de alegría. Cuando su sombra bloqueó el resplandor, Milly empezó a… ¿reír? No, a llorar. Chico miró hacia la puerta de un dormitorio, hacia la ventana al otro lado, brillante como una hoja de papel de aluminio.

Se abrió camino entre la gente que atestaba el rellano.

—¡Joder! —le exclamó a alguien en una ocasión—. ¡Salte del camino!

Alguien detrás de Chico dijo (miró hacia atrás para ver a Siam blandiendo muy alto su brazo vendado para conseguir pasar; pero era Sacerdote quien estaba hablando):

—No, hombre, éste es el nido de Chico. Pesadilla no está aquí. Pesadilla no está por los alrededores.

—¿Chico…? —era el flaco negro que en una ocasión le había proporcionado un plato—. ¿Quieres decir que está por aquí? Acostumbraba a ir por la comuna. Yo no sabía que fuese el Chico. ¿Os gusta esto?

Chico se abrió camino hasta el estrecho balcón, sorprendido de hallarlo vacío, y miró hacia arriba:

Era lo suficientemente ancho como para verse cortado por el techo del edificio del otro lado de la calle y por su propio techo. ¿Recuerdo esto, se preguntó, del otro lado del sueño? Luego añadió, sombríamente irónico: ¡Rayos de la muerte!

Unos estropeados leones de adorno miraban con ojos llameantes desde debajo de la mellada barandilla, con asomos de pintura dorada, vueltos hacia dentro (¿no debería ser hacia fuera?, pensó Chico), hacia las puertas de madera, con isocefálica firmeza.

Con una luz (pensó lógicamente como música) como la de aquella fuente, no podía haber sombras.

Apoyó su pie desnudo en la barandilla para examinarlo, para ver si aquella nueva iluminación le decía algo. La barandilla apretó la planta hacia arriba, con los dedos tensos hacia abajo. Las concavidades de cada lado de su talón estaban escamadas como la piel del borde del vendaje de Siam. La articulación de cada dedo, con su ralo penacho de negro vello, tiraba de la piel de los lados, señalando edad. Estoy más cerca de los treinta que de los veinte, pensó, bajó el pie y alzó el otro.

La bota de ante estaba manchada con lo que siempre había llamado manchas de sal, debidas a caminar por los charcos de la lluvia. Sólo que no había llovido. Debajo de la arrugada piel —doce metros más abajo—, los adoquines se extendían entre las casas como una anaconda de caoba.

Examinó su mano izquierda. No me gusta el aspecto de mis manos, pensó. No me gustan: son como algo vegetativo, arrancado del suelo, todo raíces y nódulos, con sucias y mordisqueadas cosas en sus extremos, como algo medio consumido: y recordó ácidamente el tiempo en que le habían aterrorizado.

Examinó la mano derecha. Había costras en los lugares donde se las había mordido hasta sangrar. Siempre había considerado su rostro aniñado, pese a eventuales inconvenientes, como algo esencialmente afortunado. Pero las manos, de algún trabajador viejo y cansado, no parecían corresponder. Asustaban a la gente (le asustaban a él); seguía sin creer, debido a que todo residía en su forma y su textura y su vello y sus grandes venas, que interrumpir por la fuerza su costumbre de mordisqueárselas sirviera de algo. (Sentado en la acera, en una ocasión, cuando tenía diez años, había frotado sus palmas contra el cemento, porque deseaba saber cuál era la sensación que proporcionaban las callosidades cuando se masturbaba: ¿había desencadenado, aquella tarde, algún proceso irrevocable en la piel que, incluso después de unos días de cuidados, había dejado sus manos córneamente duras y cuarteadas durante semanas, hasta meses, después?) Le gustaba cuando Lanya las envolvía con las suyas suaves, las besaba, cosquilleaba su carne interior con su lengua, les hacía el amor como si fueran gnomos, mientras él, como un voyeur, observaba y se burlaba y se sentía tierno.

Bajó la vista a las cadenas: pasó sus dedos por debajo de ellas: alzó la colgante orquídea y la contempló girar bajo el oro sin fuente. Luego se sentó contra la entejada pared, con los pies en los pies de los leones, apoyó el bloc sobre sus rodillas, y empezó a sacar y meter la punta del bolígrafo.

Entre otros sonidos de dentro, alguien estaba chillando y jadeando y chillando de nuevo, lo cual significaba que alguien debía estar haciendo algo terrible. O alguien pensaba que alguien lo estaba haciendo.

Es interesante observar las acciones. Aprendo cosas sobre los actores. Sus movimientos son emblemas de las tensiones en su paisaje interno, que sus acciones resuelven. A-punto-de-actuar es un interesante estado para experimentarlo, porque soy consciente de todas esas tensiones. Actuar uno mismo parece más bien monótono; no sólo resuelve, sino que anula esas tensiones de mi consciencia. Actuar es sólo interesante cuando conduce a nuevas tensiones que, irrelevantemente, hacen que actúe de nuevo. Pero aquí, bajo esta gigantesca luz, con el bloc telefónico con la parte de atrás de cartón cubriendo el agujero en la rodilla de mis tejanos, no es eso lo que deseo escribir. Estoy a punto de escribir. Aparto el pulgar del botón que extrae la punta del bolígrafo. Agito el bolígrafo hacia arriba entre mis (¿horribles?) dedos hasta que agarro la punta. Empiezo.

Lanya aplastó la visión de Chico como un pequeño y silencioso iguanodon. Chico no se movió. Lanya se sentó de lado sobre la cabeza de uno de los leones y miró al otro lado de la calle durante cuarenta y cinco sorprendentes segundos. Luego, a Chico:

—¿Todavía sigues escribiendo sobre eso…?

—No. —La hipersensibilidad abandonada por el trabajo se resolvió de nuevo ante la voz de Lanya—. No. Hace unos minutos que he terminado.

Lanya frunció los ojos hacia el inmenso semicírculo. Luego dijo:

—Hey… —frunció el ceño—. ¡Está bajando!

Chico asintió.

—Casi puedes verlo caer.

Las nubes que empañaban el borde se habían oscurecido de oro a bronce. Tres cuartas partes del círculo habían llegado a ser visibles por encima de los tejados cuando habían salido por primera vez a la calle. Ahora estaba ligeramente por debajo de la mitad. (Y sin embargo seguía siendo espantosamente enorme.) Lanya hundió los hombros.

Denny cruzó las puertas, se detuvo, con una mano en cada una de ellas, para fruncir el rostro al resplandor. Luego, silencioso, se sentó en la barandilla al lado de Lanya, se sujetó las rodillas, con su brazo a un par de centímetros del de ella.

Denny llega: algún objeto fantástico.

Ella llega: algún objeto más fantástico, y con una historia.

Lanya se inclinó hacia delante, tomó el bloc, leyó. Al cabo de unos momentos dijo:

—Me gusta esto.

Pero, pensó Chico, ¿y si alguien es lo suficientemente estúpido como para pedirme que haga una elección? Intentó una sonrisa irónica; pero la parte irónica se emborronó en la maquinaria de su rostro. Así que supuso que sólo era una sonrisa.

Como la sonrisa que le devolvieron.

—Está bajando —dijo Denny, innecesariamente para ella.

Una mano se apretó contra su rodilla, la otra cruzó su rostro, y ella dejó escapar todo su aliento.

El terror resonó en él como una cuchara contra una sartén abollada. Chico adelantó una mano, tocó su pantorrilla. ¿Terror?, pensó: cuando lo que aterroriza no es ni ruidoso, ni se mueve rápido, y dura horas, entonces nos convertimos en algo muy diferente. ¡No sé quién es ella! Apretó más fuerte.

Ella frunció el ceño, apartó la puntera de su zapatilla de su pie desnudo.

De modo que él dejó caer su mano.

Ella, con la suya sobre su estómago, inspiró y alzó su sudoroso rostro, parpadeando y parpadeando sus verdes ojos, para mirar.

Mientras alguien más salía, Lanya preguntó:

—¿Por qué no tenéis miedo? —Chico pensó en soñar, no pudo pensar en nada que decir, así que hizo un gesto con la cabeza hacia la descendente luz.

Ella dijo:

—Entonces yo tampoco tendré.

El muchacho que había salido era el escorpión granujiento con el asomo de barba. Miró incómodo a su alrededor, como si pensara que podía haber interrumpido algo, pareció a punto de darse la vuelta e irse (¿cuál es el sentimiento, pensó Chico, que le hace adoptar esta expresión convencional?), cuando Frank, el poeta de la comuna, salió también.

Luego dos chicas negras (¿trece? ¿doce?), cogidas de la mano, le imitaron: sin parpadear, su pelo casi rapado, pequeños aretes de oro en sus orejas. Y había más gente junto a las puertas. (¿Resistiría el balcón?) Pensó también en lo mucho más fácil que resultaba preguntarse esto que preguntarse acerca de lo que inundaba el cielo.

—Está bajando, ¿veis? —repitió Denny.

Disfruta diciéndole esto a Lanya, pensó Chico; pero con nueve personas aquí, las ecuaciones son distintas; no puede conseguir las mismas reacciones.

Imaginó brevemente a Pesadilla y a Dragón Lady.

Milly se abrió camino junto con Jetadecobre. La luz robó el brillo de los distintos rojos de su pelo, dando una igual cualidad llameante a todo el conjunto. Se puso de rodillas junto a la barandilla. La luz entre dos leones creó un deshilachado vendaje en torno a su pantorrilla.

Las cicatrices, pensó Chico, son brillantes como cristal rojo.

Había demasiada gente.

Milly se rozó la mejilla.

¿Por qué hace este gesto? Es culpable de hacer algún movimiento en una situación que exige inmovilidad. (Miró su cicatriz.) ¿Es culpable…?

Había demasiada gente.

Los jóvenes del pelo largo, con las manos unidas, avanzaron; uno tomó la mano del granujiento escorpión sin afeitar (que estaba también muy borracho): respiraba pesadamente y oscilaba de un lado para otro.

No se movieron.

—¿Qué vas a hacer con eso? —preguntó Lanya, con una voz lo suficientemente baja como para sonar baja incluso en medio de aquel silencio.

La respiración del escorpión era atronadora.

—No lo sé. —Eso sonó atronador también.

—Déjamelo a mí. —Arrancó las tres páginas, corregidas y vueltas a corregir. (¿Se necesita tanta luz para iluminar el material para otro poema?) Con un movimiento de su cabeza (la sombra resbaló de la diana verde de su ojo hacia abajo por su mejilla), le detuvo—. Tengo tu bloc de notas en casa. Las pondré con él. Quiero irme. —Se volvió hacia Denny. Y la sombra había rodado hasta algún lugar debajo de su barbilla; en los pliegues de sus párpados pudo ver sudor—. ¿Quieres llevarme a casa?

Chico deseó protestar, decidió no hacerlo; ¿ofrecerse a ir también?

Ella acarició el brazo de Denny. Su nariz y su oreja estaban en sombras: el increíble disco había descendido hasta el punto en que lo que quedaba de él era lo bastante pequeño como para que todo lo que les rodeaba, debajo de un codo doblado, detrás de un talón sobre las rojizas baldosas, bajo el arrugado dril donde una manga se había desgarrado, o dentro y detrás de las curvas de carne sobre carne en la oreja, hubiera desarrollado de nuevo sombras. Parecía asustada.

Lanya se puso en pie, y la gente se apartó.

Denny, como alguien que acaba de ser despertado, se apartó de la barandilla y, parpadeando (hacia los demás tanto como hacia Chico), la siguió.

Denny se fue, y la gente volvió a cerrarse.

—Cuando haya bajado del todo… —empezó el escorpión granujiento.

Chico, y los dos que habían tomado su mano, miraron.

Algo blanco se había secado en su boca. Sus párpados sin pestañas se veían rosas e hinchados. Los otros dos desviaron la vista.

—Cuando haya bajado del todo, no quedará ninguna jodida luz, en absoluto…, nunca. —Agitó la cabeza, movió sus botas en un movimiento restregante contra el suelo, se tambaleó en el umbral—. Negra como una jodida puta… ¡sí!

Se han ido, pensó Chico. ¿Ninguna luz en absoluto?

Quince minutos más tarde, cuando se hubo puesto por completo, el cielo regresó a su ordinario gris.