Capítulo 5

—¿PARA qué has venido aquí?

Tak alzó un rollo de papel.

—Para completar mi colección de pósters. Llevas un tiempo lejos de nosotros. Estábamos preocupados por ti.

—¡Mierda! —brotó del residuo de irritación—. ¿Quizá deseabas volver a chupármela un poco? Adelante. Está toda sucia de jugos de coño. A ti te gusta, ¿no?

—¿Coño negro?

—¿Eh?

—¿Has estado jodiendo con una chica de color? ¿Y con la gono?

—¿De qué estás hablando?

—Si no era carne negra y un poco pasada, no estoy interesado. Desde que te tuve la última vez, muchacho, he descendido a niveles de perversión en los que jamás has pensado. De todos modos, ¿qué te ocurre? ¿Vuelves a estar descentrado? ¿Por qué no subes conmigo y me lo cuentas mientras me emborracho?

—Oh, mierda… —Sin desearlo, Chico se metió las manos en los bolsillos e inclinó la cabeza en el gredoso hedor nocturno; caminaron juntos hacia el bordillo.

—¿Te encontró tu amiga?

Chico gruñó.

—¿Os peleasteis o algo así? Las últimas veces que hablé con ella tuve la impresión de que estaba abierta para cualquiera que se presentase.

—Quizá sí nos peleáramos —dijo Chico—. No lo sé.

—Oh, ¿una de ésas?

—Ella dijo que me viste bajar de un autobús.

—Sí. Hace poco, esta misma tarde. Yo estaba en la esquina. Iba a llamarte, pero te diste la vuelta antes de que pudiera hacerlo y te encaminaste hacia aquí.

—Oh.

Una luz se agitó en una ventana.

Fuego, pensó Chico. La oscilante luz le puso nervioso. Intentó imaginar toda la manzana, la iglesia y los edificios que la rodeaban, en medio de la conflagración.

—Creo que vive alguien ahí —dijo Tak—. Sólo son velas. —Bajaron de la acera.

—¿Dónde estamos? —preguntó Chico cuando subieron a otra—. Quiero decir, Tak, ¿qué es este lugar? ¿Qué ocurrió aquí? ¿Cómo llegó a ser lo que es?

—Una buena pregunta —respondió Tak sobre sus taconeantes botas—. Muy buena, sí. Durante un tiempo, pensé que se trataba de espías internacionales…, quiero decir, quizá la ciudad no fuera más que un experimento, una especie de plan de prueba para destruir todo el país. Quizás el mundo.

—¿Crees que se trata de algo así?

—No. Pero es un consuelo considerar todo esto como el resultado de algo organizado. Por otra parte, puede que sólo sea otra catástrofe ecológica. Quizás alguien anegó nuestro pantano por error.

—¿Qué pantano?

—Junto a cada gran ciudad siempre hay alguna especie de gran pantano, normalmente de la misma extensión. Mantiene retenida la bruma, proporciona la mayor parte del oxígeno y hace media docena de otras cosas absolutamente esenciales. Nueva York tiene las Jersey Flats, San Francisco el borde de Oakland de la Bahía. Anega el pantano, y la bruma subirá, el problema de las aguas fecales escapará de las manos y la ciudad se volverá inhabitable. No hay forma de evitarlo. Creo que es justo decir que la mayor parte de la gente la considerará inhabitable.

Chico olisqueó.

—Realmente, tenemos bastante bruma. —Las hojas en su cinturón cosquillearon el vello de la parte interna de su antebrazo. La cadena que le envolvía había bajado un poco, y ahora se tensaba en la parte de atrás de su cadera izquierda a cada paso. Metió la mano dentro de su chaqueta y tiró de ella con el pulgar—. ¿Crees que es eso lo que le ha ocurrido a Bellona? —Algún día moriré, pensó de forma irrelevante: muerte y alcachofas. La pesadez inundó sus costillas; se frotó el pecho en busca de los tranquilizadores golpes sistólicos y diastólicos. No era que creyera realmente que podía pararse, pensó: sólo que aún no lo había hecho. A veces (pensó), desearía no sentirlo. (Algún día, se parará.)

—En realidad —estaba diciendo Tak—, sospecho que todo el asunto es cosa de ciencia ficción.

—¿Eh? ¿Quieres decir un bucle temporal o un universo paralelo?

—No, sólo…, bueno, ciencia ficción. Sólo que real. Sigue todas sus reglas.

—¿Naves espaciales, pistolas de rayos, ir más rápidos que la luz? Acostumbraba a leer ciencia ficción, pero no he visto nada de eso a mi alrededor.

—Apuesto a que no has leído lo último que se está escribiendo. Déjame ver: Las Tres Reglas de la ciencia ficción. —Tak se secó la frente con su manga de piel. (Chico pensó, estúpidamente: se está puliendo el cerebro)—. Primera: un solo hombre puede cambiar el curso de todo un mundo: mira a Calkins, mira a George, ¡mírate a ti mismo! Segunda: La única medida de la inteligencia o del genio es la aplicación lineal y práctica: en un entorno como éste, ¿qué otro tipo podemos permitir que nos visite? Tercera: el universo es un lugar esencialmente hospitalario, lleno de planetas de tipo terrestre donde puede uno estrellar su astronave y sobrevivir el tiempo suficiente para tener una auténtica aventura. Aquí en Bellona…

—Quizá sea por eso que ya no leo más ciencia ficción —dijo Chico. Ya había tenido toda su cuota de crítica con Newboy; el ruido ya no era confortable—. ¿No había una farola que funcionaba en esta manzana?

Tak siguió imperturbable con el final de su frase:

—… en Bellona puedes tener todo lo que quieras, siempre que puedas cargar tú mismo con ello o conseguir que lo hagan tus amigos por ti.

—Es curioso que tan poca gente tenga tanto.

—Un comentario sobre la insuficiencia de nuestras imaginaciones…, ninguna de las maravillas de aquí valen tanto como eso. No…, es un comentario sobre los límites de la mente en particular lo que alienta la ciudad. ¿Quién desea ser tan solitario como puede convertirle la adquisición de todos esos objetos? La mayor parte de la gente de aquí ha pasado la mayor parte de su tiempo en algún otro lugar. Puedes aprender algo de eso.

—Tú has conseguido más que prácticamente nadie que conozca —dijo Chico.

—Entonces conoces a muy poca gente.

—Excepto el señor Calkins. —Chico pensó en los Richards—. Y no le conozco. —Pero Tak había visto al señor Newboy antes. Tak debía saber que su libro estaba siendo impreso.

—Hay un amplio abanico entre los dos —dijo Tak—. Has limitado tus conocidos a la gente que no desea demasiado. Supongo que, esencialmente, es una elección religiosa. Considerándolo todo, diría que es una elección juiciosa. Hay un millar de personas, quizás, en la ciudad.

—Conocí a una familia que…

—Hay muchas otras. Y la mayoría de ellas, como no deja de recordarnos Paul Fenster, son negras.

—George Harrison me dijo hace poco que tenía que ir a visitarle en Jackson.

Tak golpeó la oscuridad con su póster.

—¡Ajá! Aquí está el meollo del asunto. Paul te lo dirá, pero George te lo mostrará, si le das la mitad de una oportunidad. —Loufer suspiró—. Me temo que sigo siendo básicamente un tipo verbal. Me lo han dicho muchas veces.

—Y te gustan los pósters.

—Y leo libros. Preferiblemente ciencia ficción. Pero como he dicho, Bellona es terriblemente hospitalaria. Puedes tener tu fantasía y…, bien, además de engullirla a bocados, puedes tener también la sensación de que, en una cierta medida, no estás privándole a nadie de la suya. Ya estamos de nuevo en casa.

Chico miró a su alrededor, con torpes pulgares de oscuridad sobre sus ojos.

—¿De veras? Tak, ¿no había una farola encendida en un extremo de tu manzana?

—Se apagó hace unos días. Así de simple. Vigila los escalones. Hay todo tipo de basura por aquí.

Parte de ella rodó bajo la flexible suela de cuero de Chico. La suave oscuridad se volvió dura. El eco del sonido de sus respiraciones y sus pasos cambió de timbre.

Cruzaron el vestíbulo, bajaron unas escaleras, volvieron a subir.

—La primera vez que subiste —rió Tak—, te hice aparcar tus armas en la entrada. Muchacho, no sé cómo alguna gente puede conmigo.

La puerta del tejado se abrió a una distante luz color carne.

Donde las calles habían sido absolutamente negras, el tejado estaba espolvoreado por una luz nocturna.

Como dos jeroglíficos gigantes, sobreimpresos y fuera de registro, los cables de suspensión del puente se alzaban hasta dos vértices gemelos, luego se hundían en el humo. A no más de una hilera de edificios de distancia, el agua nocturna recogía el resplandor de las dos farolas y los rojizos y oscilantes fuegos.

—Hey, está tan cerca…

Ante él, por encima de la ciudad, las formas se desenroscaban sobre el agua. No podía ver la otra orilla. Lo que estaba contemplando podía ser incluso un mar, excepto por el puente… Encima, algunos jirones de cielo parecían desgarrarse, aunque su claridad no quedaba confirmada por las estrellas.

—¿Cómo es que está tan cerca? —Se apartó de la pared, mientras la luz del cobertizo se encendía.

Tak había pasado ya dentro.

Chico contempló los almacenes junto al río, el agua que se extendía más allá. Una brusca e insistente alegría retorció los músculos de su boca hacia la risa. Pero contuvo el sonido en medio de cortos jadeos. Lo que se henchía dentro de él estaba hecho de luz. Estalló —parpadeó, y la parte interna de sus párpados era cegadora— y dejó que una gran oleada de confianza le lavara por dentro. No era que confiara en aquella confianza ni por un momento, pensó, sonriendo. Pero estaba ahí, y era agradable. Entró en el cobertizo.

—Esta noche… es tan clara.

Una solitaria mota de tristeza brilló en los pliegues aterciopelados de la agradable sensación.

—La última vez que estuve aquí arriba, Lanya estaba conmigo.

Tak se limitó a gruñir y se volvió de su escritorio.

—Toma un poco de coñac. —Pero sonrió.

Chico aceptó el vaso y se sentó sobre la dura cama. Tak desenrolló el póster.

George Harrison como la luna.

—Ahora tienes los tres. —Chico dio un sorbo, con los hombros hundidos.

George vestido de motorista estaba aún encima de la puerta.

George en el bosque había reemplazado al chico germano.

Tak arrastró su silla hasta la pared y se subió al acolchado verde. Despegó, esquina tras esquina, el «Chico español sobre las rocas».

—¿Me pasas la grapadora?

El primer póster cayó blandamente al suelo.

Cha-clac, cha-clac, cha-clac, cha-clac, la nueva luna lo reemplazó.

Chico se sentó de nuevo y contempló los tres aspectos de George por encima del borde de su vaso mientras Tak bajaba de la silla.

—Yo… —la voz de Chico sonó hueca e hizo que algo hormigueara en lo más profundo de su oído, de modo que sonrió—. ¿Sabes?, perdí cinco días. —Deslizó sus dedos en torno al vaso hasta que se encontraron al otro lado.

—¿Dónde? —Tak dejó la grapadora, tomó la botella y se reclinó contra el escritorio, las manos sujetando el verde cuello; la base dejó una marca de suciedad sobre su estómago—. O quizá sea mejor preguntarte si sabes cómo los has perdido.

—No lo sé.

—Sin embargo, pareces bastante complacido con ello.

Chico gruñó.

—Un día, ahora, toma casi tanto tiempo como acostumbraba a tomarlo una hora cuando yo tenía trece o catorce años.

—Y un año toma casi tanto como un mes. Oh, sí, estoy familiarizado con el fenómeno.

—La mayor parte del tiempo de mi vida lo he pasado tendiéndome por ahí, preparándome para quedarme dormido.

—Eso lo mencioné yo antes, pero no soy consciente de haberlo hecho.

—Quizá, de alguna manera, durante los últimos días me haya hundido simplemente en la zona del sueño. Además, la luz apenas cambia aquí de la mañana a la noche.

—¿Quieres decir que los últimos cinco días son los que no puedes recordar?

—Sí. Pero tengo que haberlos pasado despierto. Lanya… dijo que todo el mundo estaba hablando de ello.

—No todo el mundo. Pero bastante gente, supongo.

—¿Qué era lo que decían?

—Si has perdido esos días, no veo por qué te sientes interesado en ellos.

—Simplemente me gustaría saber qué he estado haciendo.

El coñac chapoteó dentro de la botella ante la risa de Tak.

—Quizás hayas estado negociando los últimos cinco días a cambio de tu nombre. Rápido, dime: ¿quién eres?

—No. —Chico hundió más los hombros. La sensación de que se estaban burlando de él se agitó como una insegura pelota en algún inclinado alero, rodó dentro de la bolsa de terciopelo—. Tampoco sé eso.

—Oh. —Tak bebió directamente de la botella, la volvió a apoyar contra su estómago—. Bueno, creo que valió la pena intentarlo. Sospecho que no es algo sobre lo que valga la pena insistir. —El coñac osciló—. ¿Qué has estado haciendo durante la última semana? Déjame ver.

—Sé que estuve con los escorpiones… Conocí a ese tipo llamado Pimienta. Y eso me llevó a esos almacenes en los que pretendían entrar…, para saquear, supongo.

—Hasta ahora estoy contigo. Se dice que hubo tiros ahí dentro. Se dice que salvaste a un tipo de que le dispararan con una escopeta, así, con las manos desnudas. Se dice que clavaste un espejo en la cabeza de otro tipo que se puso a malas contigo…

—En la barbilla.

—Eso es. El propio Jetadecobre me lo contó. Y luego, cuando otro tipo llamado Siam recibió un tiro…

—¿Ése era su nombre?

—… cuando Siam recibió un tiro, tú lo sacaste de la calle y lo metiste en el autobús.

—Y tú me viste bajar de este mismo autobús hace poco, esta misma tarde.

—Jetadecobre me habló de todo ello hace un par de días.

—Sólo que para mí ocurrió esta tarde. ¡Maldita sea! —Avergonzado, miró su manos y parpadeó—. ¿Eso es todo lo que dijeron que había ocurrido? Quiero decir, ¿no hay nada más?

—Me parece que es suficiente.

—¿Qué le ocurrió a Siam?

Tak se encogió de hombros. El coñac chapoteó.

—Recuerdo que alguien del bar fue a verle.

—¿Madame Brown?

—Sí, creo que fue ella. Pero no he vuelto a saber nada más de él. Para alguien que no recuerda dónde ha estado, pareces saber tanto sobre ello como yo. —Tak adelantó una mano, arrastró la silla hacia el escritorio, pero se detuvo para dar un último trago—. ¿Recuerdas todas las cosas que te he dicho como realmente ocurridas?

Chico asintió a su regazo.

—Entonces simplemente he perdido el tiempo. Quiero decir, he perdido unos días…, pensé que era jueves cuando en realidad era viernes.

—Lo que todos pensamos fue que nos habías abandonado para convertirte en un escorpión de cuerpo entero. Eso me dejó helado. Y tu aspecto es como si realmente hubiera ocurrido eso. Llevas tus luces y todo lo demás.

Chico enfocó su mirada en la esfera cristalina que colgaba sobre su estómago.

—No funciona. Necesita una nueva pila.

—Espera un segundo. —Tak abrió un cajón de su escritorio—. Aquí tienes. —Se la tiró.

Chico la cogió con ambas manos: un haz de rayos sobre rojo y azul.

—Ya me la devolverás algún día.

—Gracias. —Deseando decir algo más, se metió la pila en el bolsillo, notando que la tela estaba lo suficientemente deshilachada como para que sintiera la carne a través de ella en la costura del fondo—. Tak, ¿crees saber realmente lo que le ha ocurrido a la ciudad?

—¿Yo?

—Me has estado contando cómo sigue todas esas reglas…

Tak se echó a reír y se secó la boca con la muñeca.

—No, yo no. Yo no comprendo nada de eso. Soy un maldito ingeniero. Tomo una clavija; la meto en un enchufe; y funciona. La pongo en otro; y no funciona. Entro en un edificio de oficinas y un ascensor funciona, y sólo las luces del piso de arriba. Eso es imposible, por todo lo que sé. Bajo a una calle: los edificios están ardiendo. Bajo a la misma calle al día siguiente. Siguen ardiendo. Dos semanas más tarde, bajo a la misma calle y no parece que nada hubiera ardido nunca. Quizás aquí simplemente el tiempo esté corriendo al revés. O de lado. Pero eso también es imposible. Hago mis incursiones en los almacenes, o en algunas tiendas, y a veces puedo entrar, y a veces no, y a veces tengo problemas, y a veces no, y a veces llevo mis bolsas a una tienda y limpio todo una estantería de alimentos enlatados, y vuelvo de nuevo a la misma tienda una semana más tarde, quiero decir que supongo que es la misma maldita tienda, y esa estantería vuelve a estar llena como la primera vez que la vi. Para mí, eso es imposible.

—A veces el amanecer empieza por aquí —dijo Chico—, y a veces empieza por allá.

—¿Quién te ha hablado de eso?

—Tú lo hiciste. El primer día que llegué aquí.

—Oh. —Tak alzó la botella—. Oh, sí. Eso es cierto. Tienes una memoria muy buena para algunas cosas.

—Recuerdo montones de cosas: algunas de ellas de una forma tan aguda que… a veces duelen. Toda esta bruma, todo este humo…, en ocasiones es tan denso que ni siquiera puedes ver lo que tienes delante de tus ojos. Y otras veces, en cambio —alzó la vista de nuevo, y observó el nerviosismo de Tak—, simplemente no está ahí. —Chico se echó a reír, lo cual hizo que Loufer mordiera con más fuerza lo que fuera que tenía dentro de la boca—. ¿Por qué sigues en Bellona, Tak?

—He sabido que tu amigo Ernest Newboy se marcha mañana. No lo sé. ¿Por qué sigues tú?

—No lo sé.

—Quiero decir, teniendo en cuenta por lo que has pasado, quizá Bellona no sea el mejor lugar para ti. —Tak se inclinó hacia delante y tendió la botella.

—Oh —dijo Chico—. Gracias. —Alzó su vaso; Tak lo llenó.

—Estabas hablando de la primera noche que te conocí. ¿Recuerdas que te pregunté por qué habías venido aquí, y tú me dijiste que tenías un propósito para venir?

—Eso es cierto.

—Dime cuál era.

Y en una ocasión, en Dakota del Sur, había dejado caer un cuarto de dólar en un estanque que resultó ser mucho más profundo de lo que había imaginado. Había contemplado la moneda girar sobre sí misma y enturbiarse y desaparecer más allá del borde de las hojas. Ahora un pensamiento se desvaneció de su mente, y el recuerdo del perdido cuarto de dólar fue todo lo que le quedó para describir el desvanecimiento.

—Yo… ¡no lo sé! —Chico se echó a reír y pensó en todas las demás cosas que podía haber hecho; reír parecía la mejor—. ¡No… lo recuerdo! Sí, sé que tuve una razón para venir aquí. ¡Pero que me condene Dios si puedo decir cuál era! —Se echó hacia atrás, luego hacia delante, llevó a su boca el coñac que estaba a punto de derramarse del vaso y tragó—. Realmente no puedo. Debió ser… —Miró al techo, conteniendo el aliento en busca del recuerdo—. No puedo recordar… ¡No puedo recordar eso tampoco!

Tak estaba sonriendo.

—¿Sabes?, la tenía conmigo; la razón, quiero decir. —Chico agitó las manos—. La llevaba conmigo, en la parte posterior de mi cabeza, ¿sabes? ¿Como en un estante de atrás? Y luego fui a buscarla para traerla hacia delante, sólo que al parecer le di un golpe y cayó. La vi caer y desaparecer. Estoy buscándola por toda mi mente, pero no puedo… encontrarla. —Dejó de reír el tiempo suficiente para sentir la irritación que había empezado a crecer en él—. Bellona no es un mal lugar para mí —afirmó razonablemente, sonriendo; pero la irritación persistió—. Quiero decir, tengo una chica; he conocido a todo tipo de personas, algunas realmente encantadoras…

—¿Y algunas no tanto?

—Bueno, ya sabes. Y he conseguido que me publiquen un libro, Orquídeas de cobre. Mis poemas, ¿sabes?; ¡los he terminado! Ya tienen las galeradas.

Tak seguía sonriendo y asintiendo.

—Y tú dices que la gente habla de mí como si hubiera hecho algo realmente grande. ¿Irme? ¿Crees que no voy a volverme loco en alguna otra ciudad? Allí puede que no disponga de todos estos extras. —Chico dejó el vaso, puñeó el aire, y se reclinó contra la pared—. ¿Me gusta… aquí? No. Deseo ver un poco de sol. A veces desearía alzar las manos y desgarrar todo este cielo. Parece como el cartón con el que hacen las hueveras, ¿sabes? Simplemente arrancarlo, en grandes y aleteantes trozos. Me pregunto adónde fue Lanya. —Frunció el ceño—. ¿Sabes?, quizá ya no tenga ninguna chica. Y he terminado ya con el libro; quiero decir que ya está escrito y en letra de imprenta; y no deseo seguir escribiendo. —Hizo girar su puño, con el dedo índice extendido—. Y aunque digan que soy un héroe, en realidad no hice nada. —Miró a los pósters: sólo fotos, aunque no pudo dejar de pensar que abrían resonancias burlonas y perturbadoras; apartó la vista—. Pero hay algo que aún no ha terminado… aquí. No. —La negativa le hizo sonreír—. Soy yo. Al menos, parte de ello tiene que ver conmigo. O quizá George. O June… Casi parecería como si todo hubiera terminado, ¿no? Y que quizá sea el momento de irse. Pero hay algo que me hace saber que no debo hacerlo. Porque no hay distracciones. Puedo mirar dentro y ver. No hay mucho que no sepa. —La risa llenó su boca, pero cuando la dejó salir, fue sólo el aliento de una sonrisa—. Hey, ¿quieres que jodamos un poco? Quiero decir…, si quieres, yo también quiero.

Tak frunció el ceño, echó la cabeza hacia un lado. Pero antes de que pudiera hablar, su áspera risa resonó:

—¡Eres un descarado bastardo!

—No me refiero sólo a chupármela. He hecho el amor contigo. Lo he hecho también otras veces, con hombres.

—Nunca lo dudé ni un minuto. —Tak rió de nuevo—. Y no, no deseo chupártela, con cono antes o no. ¿De dónde sacaste esa idea?

Pero algo en su interior se había soltado. Chico bostezó ostentosamente y explicó, con el final de su bostezo ahogando sus palabras:

—Lanya dijo que tenía que irme de nuevo a la cama contigo; ella creía que te gustaría.

—¿Sigue creyéndolo ahora?

—Pero yo le dije que tú sólo estabas interesado en el primer bocado. —Miró a Loufer, y de pronto se dio cuenta de que detrás de la rubia jocosidad había azaramiento, así que se miró de nuevo las piernas—. Creí que sería… —bueno fue ahogado por otro bostezo.

—Oh, mira. ¿Por qué no te echas un poco y simplemente duermes? Lo que quiero hacer es darme otros tres latigazos de coñac y leer algún maldito libro o algo así.

—De acuerdo. —Chico se echó boca abajo en el camastro, y se agitó un poco hasta que cadenas y prismas y proyectores dejaron de morder su pecho.

Tak sacudió la cabeza, hizo girar su silla, y buscó algo en el segundo estante encima del escritorio. Un libro cayó. Tak suspiró.

Chico sonrió y apoyó su boca contra el hueco de su brazo.

Tak bebió un poco más de coñac, cruzó los brazos sobre el escritorio y empezó a leer.

Chico buscó de nuevo la tristeza, pero ahora era casi invisible entre oscuros pliegues. No ha pasado una página en diez minutos, fue su último regocijado pensamientos antes de cerrar los ojos y…

—Hey.

Chico, tendido de espaldas, gruñó.

—¿Eh?

Tak se rascaba su desnudo hombro y parecía perturbado. Chico pensó: ¿Ahora va a…?

—Me temo que voy a tener que pedirte que te vayas.

—Oh… —Chico parpadeó y se desperezó, en una ahogada y mecánica protesta—. Sí, claro. —Tras las cortinas de bambú había estrías de luz.

—Quiero decir, ha venido un amigo —explicó Tak—, y querríamos…

—Oh, sí… —Chico cerró los ojos tan fuerte como pudo, luego los abrió, se sentó, con las cadenas repiqueteando pecho abajo, y parpadeó:

Negro, quizá quince años, con tejanos, zapatillas y una sucia camiseta blanca, el chico permanecía junto a la puerta, parpadeando sobre unos globos oculares de cristal rojo.

Chico sintió frío a lo largo de su espina dorsal; se obligó a sonreír. De algún otro lugar le llegó el pensamiento predispuesto: esta distorsión no me dice nada de él, y sólo es terrible porque aún desconozco tanto. Y los nervios autónomos, habituados al terror, casi le hicieron gritar. Siguió sonriendo, asintió, se puso torpemente en pie.

—Seguro —dijo—. Sí, seguiré mi camino. Gracias por dejarme descansar un poco.

Al cruzar la puerta tuvo que cerrar de nuevo los ojos, tan fuerte como le fue posible, luego miró de nuevo, esperando que el carmesí se desvaneciera en castaño y blanco. ¡Pensarán que aún estoy medio dormido! Cojeó, cojeó desesperadamente, con su bota raspando el papel embreado del tejado. La mañana era del color de una toalla sucia. La dejó por la oscuridad de la escalera. Sacudiendo la cabeza, intentó no sentirse asustado, así que pensó: echado fuera por alguien más joven y más apuesto, era de esperar. Bueno…, ¡tras sus párpados, los ojos eran de cristal y rojos! Llegó a un rellano, lo cruzó, y recordó a la nerviosa mujer con la falda siempre demasiado larga para la estación del año que había sido su profesora de matemáticas en su primer período en Columbia.

—Una proposición verdadera —le había explicado, frotándose fuertemente unos contra otros los dedos sucios de yeso— implica sólo otras proposiciones verdaderas. Una falsa puede implicar, bien, cualquier cosa: verdaderas, falsas, no importa. Cualquier cosa. Cualquiera… —Como si lo absurdo le proporcionara tranquilidad, su perpetuo tono de histeria se había ablandado momentáneamente. Se fue antes de que terminara el período. ¡No hubiera debido hacerlo, maldita sea!

Nueve pisos más abajo, cruzó el cálido vestíbulo. ¿Doce escalones hacia arriba? Trece, contó esta vez, golpeándose la punta de los dedos en el último.

Chico salió al porche débilmente iluminado por el amanecer, con sus ganchos colgando y rodeado por volutas de humo. Saltó de la plataforma, aún groggy, aún parpadeando, aún lleno con el terror contra el que no había otra forma de luchar que la risa. Después de todo, pensó, caminando a largas zancadas hacia la esquina, si estos incendios pueden continuar por siempre, si además de la luna hay realmente una George, si Tak me echa por un marica de ojos de cristal, si los días pueden desaparecer como los dólares que te has metido en el bolsillo, entonces no hay nada que decir. O sí hay algo que decir, pero nada que razonar. Colgó sus pulgares de los bolsillos de su pantalón, donde la tela empezaba ya a deshilacharse, y volvió la esquina.

Entre los almacenes, apareciendo y desapareciendo al compás del moviente humo, el puente se alzó y se hundió en el olvido.

Entre los asociados fragmentos de su curiosidad se consolidó el pensamiento: al menos tendría que haber hecho que me diera una taza de café antes de irme. Carraspeó, sintiendo la garganta pegajosa, y se volvió, esperando que los cables de suspensión desaparecieran para siempre en cualquier momento, mientras él (¿para siempre?) vagaba por el oloroso borde del agua que, de alguna manera, nunca se abría realmente sobre el agua.

Aquella amplia avenida tenía que conducir hasta el puente.

Chico la siguió durante dos manzanas, orillando un oscuro edificio de aspecto oficial. Luego, más allá de un giro de ochos y tréboles, la calzada se extendió por entre los suspensores, sobre el río.

Sólo podía ver hasta el principio del segundo tramo. La bruma, entre pliegues y zarcillos, condensaba los límites de la visión. Los amaneceres brumosos tenían que ser fríos y húmedos. Éste era arenosamente seco, hormigueaba en la parte de atrás de sus brazos y en la piel de su nuca con algo parecido a un aliento. Se subió a la acera que bordeaba la carretera, pensando: no hay coches, podría caminar por el centro. De pronto se echó a reír con voz fuerte (tragando las flemas que había acumulado durante la noche) y corrió hacia delante, agitando los brazos, gritando.

La ciudad absorbió el sonido, no devolvió ecos.

A los treinta metros estaba cansado, así que retuvo el paso y jadeó en el denso y seco aire. Quizá todas esas carreteras simplemente continúen avanzando, teorizó, y el puente siga colgando ahí. Infiernos, sólo llevo unos minutos caminando. Pasó por debajo de varios pasos elevados. Echó a correr de nuevo, llegando, después de una curva, a la entrada real del puente.

Los carriles de la carretera entre los cables de suspensión iniciaban una docena de V en perspectiva, con su vértice único hundido en la bruma. Lentamente, meditando, empezó a cruzar hacia la invisible orilla del otro lado. En una ocasión fue hasta la barandilla y miró por encima hacia el agua, por entre el humo. Alzó la vista por entre las vigas y los cables, más allá de la calzada, hacia la torre de sustentación. ¿Qué estoy haciendo aquí?, pensó, y miró de nuevo a la niebla.

El coche permaneció como anclado durante medio minuto entre los pasos elevados mientras el ruido de su motor aumentaba. Marrón, romo, y con veinte años de antigüedad, enfiló el hormigón armado; mientras pasaba gruñendo por su lado, un hombre en el asiento de atrás se volvió, sonrió, agitó una mano.

—¡Hey! —llamó Chico, y agitó a su vez la mano.

El coche no frenó su marcha. Pero el hombre hizo un nuevo gesto a través de la ventanilla trasera.

—¡Señor Newboy! —Chico corrió seis pasos y gritó—: ¡Adiós! ¡Adiós, señor Newboy!

El coche se empequeñeció entre los cables, golpeó el humo, y se hundió como un peso sobre algodón hilado. Un momento más tarde —demasiado pronto, según sus recuerdos del puente cruzado a pie—, el sonido del motor cesó.

¿Qué era ese sonido? Chico había creído que era algún viento tormentoso muy, muy lejano. Pero era el aire entrando a bocanadas en la caverna de su boca. Adiós, señor Ernest Newboy, y añadió con la misma buena voluntad: Es usted un Hindenburg de hojalata, un verboso Nautilus, un cobarde hasta la médula de cada metatarso. Ya sea en Hollywood o en el Infierno, espero que nos encontremos de nuevo. Me gusta, viejo e insincero marica; y debajo de todo eso, es probable que yo también le guste a usted. Chico se volvió y miró al sudario que envolvía la ciudad, como algo costroso debajo del humo, con las calles cegadas por él, sus colores perlinos y al pastel; había tanta distancia implicada en la limitada visión.

Podría abandonar esta vaga, vaga ciudad…

Pero, reteniendo todo su humor, se volvió hacia los pasos elevados. De tanto en tanto su rostro se enfrentaba con lo grotesco. ¿Dónde está el centro de esta ciudad?, se preguntó, y caminó, la pierna izquierda ligeramente rígida, mientras los edificios se alzaban de nuevo para recibirle.

Libre de nombre y finalidad, ¿qué tengo que ganar? Poseo lógica y risa, pero no puedo confiar ni en mis ojos ni en mis manos. La tenebrosa ciudad, ciudad sin tiempo, la generosa, saprofítica ciudad: es por la mañana, y me perdí la clara noche. ¿La realidad? El único momento en que me acerqué lo bastante a ella fue cuando en el desierto sin luna de Nuevo México alcé la vista hacia las cabezas de alfiler de las estrellas en aquella profunda y hueca noche. ¿El día? Es hermoso aquí, cierto, fijado en el paisaje a capas, rojo, cobre y azul, pero es tan distorsionado como la propia distancia, con la realidad completamente enmascarada por una pálida defracción.

Los edificios, óseos y atestados de adornos, cascarones de piedra de diversas alturas: ventanas, dinteles, cornisas y umbrales perfilando docenas de planos. Rozados por ondulaciones que barrían polvos que eran demasiado insustanciales para moverse, asentados en el pavimento y entrando en erupción en lentas explosiones que podía ver dos manzanas más allá…, pero, cuando las alcanzó, habían desaparecido.

Estoy solo, pensó, y lo demás es soportable. Y se preguntó por qué la soledad en él era casi siempre un sentimiento sexual. Bajó de la acera y siguió caminando por entre la hilera de viejos coches aparcados —ninguno en aquel bloque de después de 1968—, pensando: eso es lo que lo hace terrible en esta ciudad intemporal, en esta reserva fuera de todo espacio donde puede producirse cualquier tipo de deslizamiento; esas paredes que se cierran, el entramado de sus escaleras de incendios, puertas y almenajes, todo está demasiado suelto para contener nada, de modo que, para mí como módulo semoviente, todo parece expandirse, fluir y rezumar, sobre todo el inquieto paisaje. Tuvo una imagen momentánea de todas aquellas paredes sobre goznes controlados por máquinas subterráneas, de modo que, una vez él había pasado, podían girar bruscamente para mirar a otra dirección, separándose en esta esquina, juntándose ahora en esa otra, como un gran laberinto…, eternamente ajustable, y en consecuencia inaprehendible…

Cuando el corpulento hombre apareció corriendo en la calle, lo primero que reconoció Chico fue la camisa verde parduzca de lana sin cuello. Tambaleándose desde el callejón lateral, vio a Chico, se encaminó hacia él. El hombre era uno de los blancos que habían asistido a la iglesia la noche antes.

El carnoso rostro, rojo y orlado de sudor, se crispó sobre sus agitantes puños. La parte superior de la cabeza mostraba manchones bajo un halo amarillo; el pelo caía sobre su frente como virutas de cobre.

De pronto, Chico se echó hacia atrás.

—¡Hey, cuidado con…!

—¡Usted…! —jadeó el hombre. Sus dedos se tendieron, sujetaron las cadenas de Chico—. Usted es uno de los que… —Su acento mexicano despertó los heridos recuerdos de Chico—. Cuando yo estaba… ¿usted… no? Oh, por favor…, no… —El hombre jadeaba entre húmedos labios. Sus ojos eran coral teñido en sangre—. Oh, por favor, usted no…, estaba ahí dentro, ¿verdad? Yo…, quiero decir, usted va por ahí de este modo, ellos van a… —Su boca se comprimió; miró al otro lado de la calle, miró hacia atrás—. Usted… ¡Oh, el Chico! —y soltó su mano de los enredados eslabones mientras Chico pensaba: No, no ha dicho «el Chico», quizá haya dicho «el chico», o tal vez… El hombre estaba agitando la cabeza—. No, usted va a… Hey, no haga eso…

—Mire —dijo Chico, intentando sujetar su brazo—. ¿Necesita ayuda? Espere, déjeme…

El hombre se liberó de un tirón, estuvo a punto de caer, echó a correr.

Chico dio dos pasos tras él, se detuvo.

El rubio mexicano dio un traspiés en la otra acera, cayó sobre una rodilla, volvió a levantarse, y desapareció en el callejón.

Dando vueltas por la mente de Chico estaba la voz mexicana en el rellano de los Richards; varias menciones de Trece; ¿psicosis inducida por las anfetaminas? Y luego pensó, clara y abrumadoramente:

¡Estaba… loco!

Algo cayó en cascada, hormigueando como una hilera de insectos, en su estómago. Por un momento lo confundió con un estremecimiento helado de reconocimiento; de hecho, los auténticos estremecimientos se desencadenaron un momento más tarde.

Pero la cadena óptica se había partido, probablemente bajo los tirones del hombre, y había caído sobre su cinturón.

Chico recogió el extremo suelto, encontró el otro colgando en su pecho —se había partido entre lente y prisma— y volvió a unir el delgado cobre. En un extremo aún colgaba un diminuto y retorcido eslabón. Con grandes y torpes dedos, casi insensibles dentro de sus callosidades, intentó cerrarla de nuevo. Permaneció de pie allí en la calle, tanteando, torciendo, a veces conteniendo el aliento, a veces dejándolo escapar con brusquedad junto con un murmurado «Mierda…» o «Jodida…» Notaba los sobacos resbaladizos a causa del sudor de la concentración. Sus talones, uno enfundado en piel, el otro sobre el pavimento, hormigueaban con distintas temperaturas. Su barbilla permanecía clavada contra su cuello: miró de reojo a la luz del amanecer, girándose en una ocasión de modo que su imprecisa sombra se deslizara más allá de sus tanteantes dedos. Necesitó prácticamente diez minutos para arreglarla.

Aún podía verse qué eslabón se había partido.

Cuando terminó, se sintió muy deprimido.