Capítulo 4

BAJO altas notas eléctricas, otras más bajas y húmedas burbujeaban y penetraban y estallaban. Un acorde metálico; otro acorde metálico. Entre ellos: el silbido de la cinta.

Chico carraspeó; el carraspeo se convirtió en una tos.

—¿Sí? —La Reverenda Taylor sujetó su lápiz por ambos extremos—. ¿Puedo ayudarle?

—Tengo hambre —dijo Chico—. Hum… —Apartó las manos del antepecho de la media puerta—. Alguien…, alguien me dijo que usted daba de cenar gratis aquí.

—Oh, dejamos de hacerlo hace ya tiempo… —Tras ella, como girantes ojos, las bobinas daban vueltas.

Chico inspiro una bocanada de aire.

—Sí, entiendo…

—¿Se ha caído… o se ha hecho daño?

—¿Eh? No, yo…, no.

—¿Sólo tiene hambre?

—Sí, señora.

—La verdad es que ya no proporcionamos este servicio, ¿sabe? Era demasiado… —Dejó caer los ojos, hizo chasquear la lengua, y consideró—: ¿Quizás un poco de café? Y… —alzó la vista—. Quizás encuentre algo…, y pueda sentarse usted un rato.

—Sí, señora.

Las ruedas de la silla giratoria gimieron y chillaron por entre la música cuando ella la echó hacia atrás.

—Venga conmigo. —Se dirigió hacia la puerta, sus negras ropas aleteando.

Él retrocedió cuando ella cruzó el umbral, la siguió a través del vestíbulo.

 

 

 

—Bien, entienda que no estoy estableciendo una tradición. Sólo esta vez: no estoy abriendo de nuevo el Programa de Ayuda Vespertina. Es sólo para usted, esta noche. No para sus amigos mañana. —Bajaron unas escaleras.

—Sí, señora.

Al final, la Reverenda Taylor se volvió hacia una enjaulada lámpara portátil colgada de un clavo. Una alta ventana, situada al nivel de la calle, pasó de azul a negra.

—Veamos lo que tenemos.

Las columnas arrojaban densas sombras en el auditorio del sótano. Junto a una pared había, dobladas, una gran cantidad de sillas plegables. Un sofá medio hundido se apoyaba contra otra. Delante de las cerradas cortinas de un escenario había un piano vertical, con las teclas desnudas.

—Esta tarde tenemos un servicio en la capilla de arriba. Dentro de muy poco. Quizá, si se siente con ánimos, quiera subir luego a la capilla y unirse a nosotros.

Otra ventana alta estaba abierta. El ligero soplo de aire le hizo mirar en vez de responder. Tres hojas se agitaron en el alféizar; una revoloteó antes de caer. Resbaló pared abajo, golpeó contra las sillas apiladas, aterrizó en el arañado linóleo, como una errática manecilla derribada de un destartalado reloj.

—Aquí dentro. —La Reverenda Taylor aguardaba junto a otra puerta.

Dentro, encendió otra lámpara portátil.

Junto a una larga mesa cubierta con papeles de periódico, Chico pudo ver una pared de donde colgaban potes, trituradores de patatas, coladores, y estantes llenos de variados utensilios de cocina.

—Durante un tiempo pudimos conseguir pan, quiero decir en grandes cantidades. Así que podíamos preparar bocadillos de carne enlatada…, eso fue cuando teníamos la Ayuda Vespertina. Pero perdimos nuestra fuente de aprovisionamiento. Sin ayuda, un programa así se agosta rápidamente. Las judías tardan mucho en cocerse, y yo no disponía de la ayuda necesaria. —De un armarito junto a la pared tomó una lata con pequeños puntitos de papel pegados allá donde había sido arrancada la etiqueta—. Carne guisada.

Aceptó la lata.

—Quitar las etiquetas —explicó ante su pregunta no formulada— es una pequeña forma de desanimar la ratería. No me gusta poner candados a las cosas. Los rateros miran en los estantes llenos de latas sin identificar, y no saben si es veneno para ratas, aceite para coches o guisantes. Lo único que tengo que hacer es recordar dónde está cada cosa. —Intentó parecer modesta—. Tengo mi propio sistema. Supongo que sabrá cómo funcionan esos hornillos si lleva aquí algún tiempo…

—Sí. —Preguntándose si debía explicarle que todo lo que sabía era lo que había aprendido en un viaje de acampada cuando tenía doce años.

—El café de la cafetera de aquí está caliente. La mantengo así todo el día. Estoy segura de que bebo demasiado café. ¿Puedo dejarle solo? Tengo que volver a mis notas.

—Por supuesto. Gracias, señora.

—Lave las cosas cuando haya terminado. ¿Y me lo hará saber cuando se marche?

Asintió.

En la puerta de la cocina, ella frunció su negra y amplia frente.

—¿Está seguro de que no ha sufrido ningún tipo de accidente? Quiero decir, tiene manchado todo un lado de la cara.

—¿Eh? Oh…, estoy bien. De veras.

Ella frunció sus negros y redondos labios; asintió brevemente y se fue.

Buscando entre potes y sartenes, él pensó: No hay abrelatas. Y le entró el pánico.

Estaba al lado del fogón.

Retorció y retorció hasta que la última brizna de metal se partió y la tapa de la lata, rezumando salsa, se hundió. Miró el hornillo y la lata; entonces algo ocurrió en sus entrañas. Hundió los dedos, se llevó a la boca un puñado de grasa, carne y trozos de verdura, se lamió la salsa de la mano, secó la que resbalaba por su barbilla con el índice y lo chupó.

Su estómago burbujeó, se contrajo dos veces, se tensó, y sintió ascender hasta su boca una bocanada de gases con el regusto del vino de Bunny. Se inclinó, anticipando la náusea, e inspiró profundamente varias veces. Luego llevó la lata fuera, se sentó en el desvencijado sofá, y volvió a meter la mano en el dentado anillo de metal.

Masticó y lamió y tragó y chupó y lamió.

Cuando el cobrizo interior estuvo limpio excepto una esquina del fondo para la que su dedo índice era demasiado grueso, regresó a la cocina, lavó la lata, y dejó que el negro café humeara en ella desde la canilla de plástico de la cafetera. La caliente lata entre sus manos le hizo darse cuenta de su seca izquierda, su pegajosa derecha.

De vuelta al sillón, sujetando la lata entre sus rodillas, observó el ligero vapor y se sintió soñoliento, lo probó (caliente, amargo), decidió que no lo quería, y dejó que sus ojos se cerraran…

—Sí, está aquí —estaba diciendo la Reverenda Taylor.

Chico se despertó con un parpadeo. Había puesto el café en el brazo del sofá antes de adormecerse.

—No creo que se sienta demasiado…, oh.

Chico tomó la lata en su puño para ocultarse tras un sorbo…, estaba casi frío.

—Ah —dijo el señor Newboy—. Gracias.

Chico volvió a dejar el café en el brazo del sillón.

—Oh —repitió la Reverenda Taylor, pero en un tono tan distinto que Chico solamente identificó la similitud unos segundos más tarde—, ¿ha comido algo?

—Sí, señora.

—Estupendo. —La Reverenda Taylor miró radiante a Newboy, pasó por su lado y dijo, desapareciendo—: Me dispensarán. Tengo que volver.

—¡Me alegra terriblemente haberle encontrado! —El señor Newboy llevaba un maletín sujeto delante de él, con una desnuda ansiedad en su rostro.

—¿Qué desea? —Chico notó que todavía le hormigueaba el cuerpo de su sueño—. ¿Cómo ha sabido que estaba aquí?

Newboy dudó delante del sofá (Chico miró el tapizado y pensó: hay demasiado polvo), se sentó.

—Sólo otra prueba de lo pequeña que es la ciudad. Su amigo en el bar, el hombre grande, rubio…

—¿Tak?

—Sí, ése. Le vio bajar de un autobús y encaminarse en esta dirección. Pensó que finalmente iría a Teddy’s. Cuando no lo hizo, decidí echar un vistazo por aquí por si acaso aún seguía en este lugar. Nunca lo había visitado antes. Y pronto voy a tener que irme de Bellona. En realidad, mañana por la mañana.

—Oh —dijo Chico—. ¿Él me vio? ¿Y usted se marcha? Hey, eso es una pena. —Luchando contra el hormigueo y el torpor, se puso en pie y se dirigió hacia la cocina—. ¿Quiere un poco de café, señor Newboy?

—Gracias —dijo Newboy, y añadió—: Sí.

—¿Para qué —en la puerta— quería verme?

En la blanca cafetera, el café burbujeaba y gorgoteaba. Fuera, el señor Newboy abrió su maletín.

—No sé dónde están la leche y el azúcar.

—Lo tomo solo.

Chico abrió la canilla, metió una segunda taza debajo para él (el de la lata estaba frío), y llevó las dos hasta el sofá, con los nudillos de ambas manos ardiendo.

—Oh, gracias.

—¿Qué desea de mí? —sentándose al lado de Newboy.

—Bueno, pensé que le gustaría echarle un vistazo a esto. —Anchas cintas de papel brotaron del interior del maletín—. Y a esto —ahora eran hojas de papel negro—. Y a esto. Es la portada.

En el centro de un papel grueso, gofrado, se leía:

ORQUÍDEAS

DE COBRE

Tomó la…

—Oh, mis manos no están demasiado limpias.

—No importa, sólo es una prueba.

… portada, que se dobló bruscamente hacia abajo cuando la sujetó por un extremo; la niveló con la otra mano y leyó de nuevo:

ORQUÍDEAS

DE COBRE

—Y ésas son las galeradas, que tiene que revisar. —El señor Newboy indicó los papeles que ahora descansaban sobre las rodillas de Chico—. Afortunadamente, no es demasiado largo. Treinta y seis páginas, creo. Contando la portada. Puede que haya algunos horribles errores. Será impreso en un papel un poco mejor que éste. Yo había pedido una letra un poco más grande…

ORQUÍDEAS

DE COBRE

—… pero Roger me explicó, algo de lo que supongo que todos somos conscientes, que aquí en Bellona tenemos que conformarnos a menudo con lo que tenemos.

—Oh, sí. —Chico alzó la vista y dejó que el título de su libro empapara aquella parte de su consciencia reservada a la realidad, mientras lo borraba de la parte denominada sueños. La transición fue fácil, pero con una firmeza y una inevitabilidad que asoció con una violencia generalizada. Estaba alegre, y trastornado, pero apenas podía distinguir que las reacciones eran contiguas, no consecuentes.

—Ésas son las ilustraciones. De nuevo tenemos que enfrentarnos con el sentido de lo teatral de Roger. No estoy seguro de que sean de buen gusto. Francamente, no creo que la poesía necesite ilustraciones. Pero él me pidió que se las mostrara: la decisión, en último término, es de usted.

Estuvo a punto de decir: Están todas en negro, cuando captó asomos de algo en el fajo de papeles.

—Están impresas en tinta negra sobre papel negro —explicó el señor Newboy—. La única forma en que pueda verlas realmente es manteniéndolas cerca de una luz y mirándolas desde un lado. Entonces la luz capta la tinta. Roger cree que puesto que los poemas extraen tanto de su imaginería de la ciudad, lo mejor es utilizar las que él cree han sido las más impactantes ilustraciones de su periódico. Pero las ha impreso de esta forma…, no creo que se necesite ningún esfuerzo para correlacionar las ilustraciones con cada uno de sus poemas.

Chico asintió.

—Es una buena idea. —Inclinó otro dibujo para captar, en una repentina ondulación plateada, edificios incendiados, gente con la boca abierta, y un niño, en primer plano, mirando directamente a la cámara—. ¡Oh, sí! —Se echó a reír, y miró las otras.

—¿Tiene usted alguna idea de cuándo habrá podido revisar las pruebas? El Times es notable por su tipografía. Su libro ha sido compuesto con la misma maquinaria.

—Podría hacerlo ahora. —Chico dejó a un lado las ilustraciones y tomó las galeradas—. ¿Cuántas páginas ha dicho que eran?

—Treinta y seis. Yo mismo las he cotejado con su bloc de notas… Hubiéramos preferido un original mecanografiado; y cuando usted puso el cuaderno en mis manos, aquella noche, me sentí un poco preocupado. Pero su escritura es bastante clara. ¿Sabe que escribe usted al menos de cuatro formas distintas?

—Nunca he sido demasiado bueno escribiendo.

—Pero su escritura es perfectamente legible. —Newboy rebuscó en su maletín—. Aquí está… —Le entregó a Chico el bloc de notas.

Se abrió entre las manos de Chico:

Poesía, ficción, drama… Sólo estoy interesado en…

Chico le dio la vuelta al cuaderno a la página con su poema (un borrador intermedio de Elegía), luego tomó las galeradas. Pasando cinta tras cinta sobre sus rodillas, vio aparecer en letra impresa ELEGÍA y contuvo el aliento. Las letras eran mucho más nítidas y serenas que la tinta sobre el papel del bloc de notas.

Dejó que una estrofa impresa cruzara ante sus ojos. Las palabras detonaron recuerdos lo suficientemente intensos como para borrar el hecho de que no eran suyos…, o al menos aquéllos no eran…, o… Tras sus labios, los dientes se entreabrieron blandamente; luego los propios labios se abrieron. Inspiró en silencio. Mi poema, pensó, terriblemente excitado, terriblemente feliz.

—No he podido evitar el leer algunas de sus notas. Siempre he hallado divertido que los escritores llenen páginas y páginas de análisis sobre por qué no pueden escribir… Dios sabe que yo mismo lo he hecho.

—¿Eh?

—Hay muchos, muchos lugares donde hallé que su análisis estético me permitía penetrar en algunas de las cosas más difíciles que estaba intentando hacer usted en su auténtico trabajo. —El señor Newboy tomó su taza de café—. Posee usted una mente crítica fascinante, y una gran perspicacia hacia los problemas del poema. Me hizo sentirme más próximo a usted. Y por supuesto, lo más importante es que los propios poemas adquieren una mayor profundidad a la luz de su…

Chico estaba agitando la cabeza.

—Oh… —Cerró de nuevo la boca, la volvió a abrir, con una momentánea urgencia, luminosa en su fuerza, de permitir que la mala interpretación se convirtiera en engaño.

Newboy hizo una pausa.

Parpadeando en los residuos de la urgencia, con la pausa señalando que ya había tomado su decisión (hurgó en su fragmentada memoria en busca de algún intento anterior de engañar, para apoyarle en lo que deseaba revelar), dijo:

—Todo este otro material…, hey, no lo escribí yo.

La gris cabeza de Newboy se inclinó ligeramente hacia un lado.

—Simplemente encontré el cuaderno. —La desesperación del embarazo recedió, su corazón martilleó con menor fuerza y más lentamente—. Estaba todo escrito, pero sólo en un lado de las páginas. Así que utilicé el otro lado para…, para lo mío. —Una última pulsación de ardor detrás de sus ojos.

—Oh —dijo Newboy, intentando retener su sonrisa—. Esto es embarazoso. ¿No escribió usted esas secciones del diario?

—No, señor. Sólo los poemas.

—Oh, yo… Bueno, supongo… Oh, lo siento, de veras. —Newboy dejó que la sonrisa se convirtiera en risa—. Bueno, realmente, tengo la sensación de que, una vez más, me he mostrado como un tonto.

—¿Usted? No —dijo Chico, y se dio cuenta de que estaba furioso—. Hubiera debido decirle algo. Pero no pensé en ello cuando le di el cuaderno la otra noche. De veras.

—Por supuesto —dijo el señor Newboy—. No, simplemente quiero decir que sus poemas son sus poemas. Existen por sí mismos. De la misma forma que nada que yo pueda decir sobre ellos va a cambiar lo que son, nada de lo que pueda decir usted, o nadie que yo crea equivocadamente que es usted, va a cambiarlos tampoco.

—¿Cree usted que eso es cierto?

Newboy frunció los labios.

—En realidad, no sé si es cierto o no. Pero en realidad no veo tampoco como ningún poeta pueda escribir aquello que no sienta.

—¿Por qué se marcha usted, señor Newboy? —Chico inició la pregunta para hacer una conexión: pero ahora parecía igualmente apta para una ruptura, y el azaramiento de Newboy y su propia confusión parecían mejores así—. ¿No puede trabajar bien aquí? ¿Bellona no le estimula?

Newboy aceptó la ruptura, admitiendo su aceptación con otro sorbo.

—En cierto sentido, supongo que tiene usted razón. De tanto en tanto siempre viene alguien para recordarme que después de todo soy, aunque no tan a menudo como a veces me gustaría, un poeta. ¿Qué es lo que dice el señor Graves? Toda poesía es sobre amor, muerte o el cambio de las estaciones. Bien, aquí las estaciones no cambian. Así que me marcho. —Tras las volutas de vapor, sus grises ojos brillaron—. Después de todo, sólo soy un visitante. Pero las circunstancias parecen haber maquinado para cambiar ese status con una rapidez absolutamente inquietante. —Agitó la cabeza—. He conocido a algunas personas muy agradables, he visto algunas cosas fascinantes, he acumulado una gran riqueza de intensas experiencias…, sólo por la forma en que me ha sido presentada la ciudad. Realmente, no me siento decepcionado.

—¿Pero no todas las cosas que le han ocurrido han sido agradables?

—¿Acaso lo son siempre? No, Roger ha arreglado las cosas para llevarme hasta Helmsford. Allí, otras personas pueden llevarme hasta Lakesville. Desde allí aún hay transportes. Puedo tomar el autobús hasta el aeropuerto de Pittsblain. Luego…, de vuelta a la civilización.

—¿Qué le ha resultado tan desagradable aquí?

—Una de las cosas fue mi encuentro inicial con usted.

—¿En Teddy’s? —Chico se sintió sorprendido.

Newboy frunció el ceño.

—Fuera del muro, en la parte de atrás de la casa de Roger.

—Oh. Oh, sí. Eso. —Se echó un poco hacia atrás en el sofá. El proyector rodó entre las solapas de su chaqueta. No bajó la vista, y se sintió incómodo.

—Me temo que dentro de esas paredes —ponderó Newboy— se hallan todas las intrigas y choques de personalidad que…, bien, que uno puede llegar a imaginar en un lugar como el de Roger. Y están empezando a aburrirme. —Suspiró—. Supongo que tales cosas me han conducido de una a otra ciudad durante toda mi vida. No, no puedo decir que Bellona esté mal representada. Pero incluso para mí, a mi edad, no todas sus lecciones han sido amables.

—Jesús —dijo Chico—. ¿Qué ha estado ocurriendo en…?

—Hay, si puedo simplificar mucho —prosiguió Newboy (Chico inspiró profundamente y tomó su café)— dos concepciones del artista. Uno lo da todo a su trabajo, de una forma muy real; si no produce volúmenes, al menos pasa por muchos, muchos borradores. Olvida su vida, y su vida se tambalea y falla y a menudo se hunde en el caos. Es presuntuoso por nuestra parte juzgar la fuente de todo ello. Si somos justos con él, le proporciona al arte todo su romance, su energía, y crea esa atracción absolutamente necesaria para la mente adolescente sin la cual la maduración adulta es imposible. Si es escritor, arroja sus palabras a las lagunas de nuestro pensamiento. Admitiendo lo certero de los chapoteos, las olas son tremendas y brillan y resplandecen a la luz de nuestra consciencia. Ustedes los americanos, sin mencionar a los australianos, se sienten extraordinariamente orgullosos de él. Pero hay otro concepto, un concepto más europeo, uno de los pocos conceptos que Europa comparte con Oriente, que incluye a Spenser y Chaucer, pero excluye a Shakespeare, que incluye a los caballeros y a los metafísicos, pero deja de lado a los románticos: el artista que dedica toda su vida a vivir dentro de alguna especie de ideal de perfección. En algún momento de su pasado, ha descubierto que es… digamos un poeta: que ciertas situaciones, ciertas convergencias de situaciones, normalmente demasiado complicadas para que las comprenda por entero, puesto que yuxtaponen propiciamente voluntad consciente con pasión inconsciente, a veces permiten e incluso provocan un poema. Se dedica a vivir, de acuerdo con estos conceptos, la vida civilizada en la cual la poesía existe porque forma parte de la civilización. Arriesga tanto como su primo. Generalmente produce pocas obras, con grandes intervalos entre ellas, y constantemente debe luchar con la posibilidad de que nunca vuelva a escribir si su vida así lo dicta…, una gran cantidad de sus civilizadas energías deben ir hacia resignarse a la insignificancia de su arte, a la supresión de ese lado teatral de su personalidad de la que la ambición es sólo una pequeña parte. Permanece mucho más cerca de las lagunas. No arroja nada. Deja caer. La exactitud es también lo más importante: hay algunas personas que pueden acertar el centro de la diana desde cuatrocientos metros de distancia, mientras otros ni siquiera pueden alcanzar el blanco a tres metros. Dado esto, los esquemas y oleajes que produce este tipo de artista pueden ser mucho más intrincados, si carecen de la inicial apariencia de fuerza. Es en su mayor parte una víctima de la civilización en la que vive: sus mayores obras proceden de los períodos que los historiadores del arte llaman en general «propicios a la producción estética». Yo digo que permanece muy cerca de las lagunas; de hecho, pasa la mayor parte de su vida simplemente mirándolas. Yo mismo aspiro a ser más bien este segundo tipo de artista. Vine a Bellona para explorar. Y descubro que toda la cultura de aquí, no puedo ser considerado, es completamente parasitaria…, saprofítica. Infecta…, incluso dentro de la propiedad cuidadosamente cerrada de Roger. Esto no propicia mi concepto de la buena vida, sino que más bien, aunque sea sólo de una forma terciaria, daña todos mis impulsos hacia el arte. Me gustaría ser una buena persona. Pero es demasiado difícil aquí. Sospecho que es cobardía, pero es cierto.

El café, despertando un recuerdo que no acababa de definirse, era de nuevo frío en su boca.

—Señor Newboy —tragó, pensativo—, ¿cree usted que una mala persona puede ser un buen poeta? ¿O es una pregunta estúpida?

—No si la pregunta se la hace usted esencialmente a sí mismo. Quiero decir, sospechamos que Villon llegó al asesinato y murió en la horca. Pero, y ésa es una noción terriblemente impopular, puede que solamente estuviera escribiendo acerca de la extraña gente que conoció a su alrededor; y, cuando esa gente le metió en problemas, abandonó su mala compañía, dejó de escribir, cambió de nombre, y fue a morir como un pacífico ciudadano en otra ciudad. Desde un punto de vista perfectamente práctico, y uno tendría que haber escrito honestamente bien para apreciar la practicalidad, imagino que la respuesta es que eso tiene que ser más bien difícil. Pero sería absurdo por mi parte pronunciarlo como imposible. Francamente, no lo sé.

Cuando Chico alzó la vista, se sorprendió al ver que el viejo caballero le sonreía directamente.

—Pero esa cuestión es sólo la expresión de su idealismo natural. —Newboy se volvió un poco en su asiento—. Todos los buenos poetas tienden a ser idealistas. También tienden a ser perezosos, cáusticos, y locos por el poder. Ponga juntos a dos cualesquiera de ellos e invariablemente hablarán de dinero. Sospecho que lo mejor de su obra intenta reconciliar lo que son con lo que saben y sienten que deberían ser…, en un intento de encajarles en el mismo universo. Ciertamente, esos tres son tres de mis propios rasgos, y sé que a menudo pertenecen también a algunos hombres realmente malvados. Sin embargo, si debo triunfar sobre mi pereza, sospecho que debo barrer todo sentimiento hacia la expresión económica que es la base del estilo. Si consigo superar mi amargura, arrojarla de mi persona, me temo que toda mi obra va a perder todo ingenio e ironía. Si consigo derrotar mi locura hacia el poder, mi ansia de fama y reconocimiento, sospecho que mi obra se convertirá en algo vacío de toda perspicacia filosófica, sin mencionar la compasión hacia los demás que comparten mis debilidades. Dejando a un lado esas tres características, tenemos que trabajar preocupados solamente por la verdad, lo cual es trivial sin esos tipos que la amarran al mundo. Pero estamos derivando hacia cuestiones de hacer el mal versus la capacidad de hacer el mal, la inocencia, el libre albedrío y la libertad. Oh, bien, durante la Edad Media, la religión fue a menudo capaz de redimir el arte. Hoy, sin embargo, el arte es casi la única cosa que puede redimir la religión, y los clérigos nunca nos perdonarán por eso. —Newboy miró hacia el techo y agitó la cabeza. Una apagada música de órgano llegaba desde la escalera. Volvió a bajar la vista a su maletín.

—Creo que, en realidad, lo que quiero saber… —El pulgar de Chico había manchado el margen de la galerada: sintió un momentáneo pánico—. ¿Cree usted que éstos… —y cuatro dedos marcaron el papel en un barrido— …que alguno de éstos vale la pena? —Habría otras copias, pensó para tranquilizarse. Tenía que haberlas—. Quiero decir, realmente.

Newboy chasqueó la lengua y depositó el maletín en el suelo, contra sus rodillas.

—Usted no se da cuenta de lo absurda que es esta pregunta. Hubo un tiempo en el que, cuando me hallaba en esta situación, solía responder siempre automáticamente: «No, creo que no valen nada.» Pero soy viejo, y ahora me doy cuenta de que lo que estaba haciendo era castigar a la gente que me hacía tales preguntas por su estupidez, y que estaba siendo «honesto» sólo en el sentido más semánticamente vulgar del término. En realidad, no puedo pensar en la poesía en términos tan absolutos como «bueno» y «malo», ni siquiera en los términos más flexibles que usted probablemente estaría dispuesto a aceptar en su lugar: «bien hecho» o «mal hecho». Quizá sea debido a que sufro de todas las enfermedades estéticas de la época que hacen que lo que no vale nada sea alabado y lo valioso ignorado. Bueno, son enfermedades que han asolado todas las épocas. Pero tiene que dejar usted abierta la posibilidad de que la poesía significa demasiado para mí como para vulgarizarla de la forma en que me pide que lo haga. El problema es esencialmente de paisaje. Ya he dejado bien claro, espero, que yo, personalmente, he disfrutado del intercambio particularmente complejo entre usted y sus poemas, tal como los he percibido y, ante mi embarazo personal, mal percibido. Si considera usted insultante mi distancia, extiéndase en sus complejidades. Pero déjeme ponerle un ejemplo. ¿Conoce a Wilfred Owen? —Newboy no aguardó el asentimiento le Chico—. Como muchos jóvenes, escribió sus poemas durante la Guerra; parece que odió aquella guerra; pero luchó en ella, y fue murió ametrallado mientras intentaba llevar su compañía al otro lado del canal Sambre cuando era más joven que usted. Es generalmente considerado como el mayor poeta de la guerra en lengua inglesa. ¿Pero cómo podemos compararlo con Auden u O’Hara, Coleridge o Campion, Riding o Roethke, Rod o Edward Taylor, Spicer, Ashbery, Donne, Waldmen, Byron o Berrigan o Michael Denis Browne? Mientras la guerra, la experiencia o el concepto, siga siendo un concepto vital, Owen seguirá siendo un poeta vital. Pero si la guerra fuese abolida y olvidada, entonces Owen se convertiría en una figura menor, interesante sólo desde un punto de vista puramente filológico en el desarrollo del idioma, como una influencia sobre figuras más sobresalientes. La poesía de usted se enrolla en torno y dentro de esta ciudad, del mismo modo que la de Cavafis retuerce y refracta la Alejandría de antes de la Segunda Guerra Mundial, como la de Olson es atrapada por la luz oceánica del Gloucester de mediados de siglo, o la de Villon en el París medieval. Cuando me pregunta usted el valor de esos poemas, me está pidiendo que sitúe la imagen de esta ciudad en las mentes de aquellos que nunca han estado aquí. ¿Cómo puedo pretender hacerlo? Hay veces, mientras deambulo por esta bruma abismal, en que estas calles parecen apuntalar todas las capitales del mundo. Hay otras, lo confieso, en las que todo el lugar parece un inútil y feo error, sin ninguna relación con lo que conozco como civilización, mejor eliminado que abandonado. No puedo juzgar, porque todavía estoy en ella. Francamente, no seré capaz de juzgar ni siquiera fuera de ella, debido al condicionamiento que permanecerá en mí por el hecho de haberla visitado.

Chico, a la mitad del segundo poema de las pruebas, alzó la vista ante el silencio.

—¿La valía de su trabajo? —(Chico bajó los ojos y siguió con su lectura)—. La gente que no crea siempre está segura de que, a algún nivel rudimentario, el creador lo sabe. Pero el panteón de premios Nobel al que he estado a punto de acceder en tres ocasiones está atestado de escritores mediocres que no tienen ni elegancia ni profundidad, ni legibilidad ni relevancia: laureados en vida, estoy seguro de que murieron convencidos de que habían hecho avanzar sustancialmente sus idiomas. Su Miss Dickinson murió igualmente convencida de que nadie leería jamás una sola palabra de las que había escrito; y es una de las más luminosas poetisas que ha producido su país. Un artista simplemente no puede confiar en ningún emblema público de mérito. ¿Los privados? Aún son más engañosos.

Chico pasó a la siguiente galerada.

—Está hablando usted de sí mismo. —Con los ojos bajos, se preguntó qué expresión tenía el rostro de Newboy.

—Es muy probable —dijo Newboy tras una larga pausa.

—En realidad está asustado de que su propia obra no valga nada.

Newboy hizo una pausa.

En la pausa, Chico consideró alzar la vista, pero no lo hizo.

—Cuando no estoy trabajando, no tengo elección: debo considerar su falta de valía. Pero cuando estoy metido en ella, escribiendo, revisando, modelando y puliendo, por el mismo proceso, tengo que considerar que es lo más importante del mundo. Y me siento muy suspicaz ante cualquier otra actitud.

Chico alzó ahora la vista: la expresión que exhibía el rostro de Newboy era seria. Pero las marcas de la risa la estaban reemplazando.

—Oh, cuando era joven, tan joven como una vez pensé que lo era usted, recuerdo que trabajé con increíble diligencia sobre una traducción de Le bateau ivre. Y aquí estoy ahora, en el respetable, aunque un poco locuaz, umbral de la vejez, y la noche pasada, en la biblioteca delantera de Roger, después de que todo el mundo se hubiera retirado, me senté a trabajar, a la luz de un quinqué: no hay electricidad en aquel ala, en Le cimetiére marin. El impulso fue absolutamente el mismo. —Agitó la cabeza, aún riendo—. ¿Ha encontrado algún error?

—Hum —dijo Chico—, no en las primeras tres hojas.

—Me pasé todo ayer y la mayor parte de hoy comprobándolas con su original manuscrito. He puesto un par de interrogantes aquí y allí. Ya los encontrará cuando siga.

—¿Dónde?

—El primero un poco al principio. —Newboy dejó su taza y se inclinó sobre el hombro de Chico—. La siguiente hoja. Aquí. Es el poema del que tenía una copia suelta en papel azul simplemente metida en el cuaderno. Parece como si alguien lo hubiera copiado para usted. ¿No quiere una coma en la tercera estrofa? Lo comprobé con la versión de su cuaderno, y ninguna de las dos la tiene. De no ser por la construcción, no hubiera…

—La copia en el bloc de notas tiene una coma, ¿no? —Chico frunció el ceño y hojeó las páginas escritas a mano. Sus ojos recorrieron palabras, intentando no verse atrapados por ellas, hasta que encontraron el lugar—. No está aquí. —Alzó la vista—. Juraría que puse una.

—Entonces quería ponerla. Tome, utilice mi lápiz. Simplemente tache el interrogante que puse junto a la estrofa. Me pareció que… ¿Qué ocurre?

—Juraría que puse una coma ahí. Pero no lo hice.

—Oh, yo siempre estoy descubriendo que he olvidado palabras que estaba seguro de haber escrito en un primer borrador…

—¿Usted…?

El señor Newboy se sobresaltó ante la pregunta, pareció incómodo, volvió la mirada a la estrofa.

—¿…simplemente lo leyó y supo que yo deseaba una coma ahí?

Newboy empezó a decir varias cosas, pero se detuvo (tras un ligero asentimiento) antes de transformarlas en palabras, como si sintiera curiosidad hacia cuál iba a ser el efecto del silencio.

Dos emociones hincaron sus dientes en el cráneo de Chico. Cuestionó el miedo apenas surgió: es un truco de los nervios autónomos que hace que se me humedezca la nuca, se acelere mi corazón, las rodillas se estremezcan como motores; era sólo una coma, un pequeño átomo de silencio que situé mal…, sólo una pausa. Estoy temblando como las velas de Teddy’s. La alegría, superando la otra emoción, anulándola y distanciándola, era la respuesta a una captada comunión. (¡Newboy lo había sabido!) Para refrenarla, Chico se dijo a sí mismo: Entre dos frases como éstas, ¿por qué Newboy no sería capaz de detectarlo? Inclinó la cabeza para leerlas: sus ojos se llenaron de agua, y la emoción desgarró aquella lógica. Y la oscuridad que había debajo. Anticipó que su colisión crearía algunas olas. Pero como dos remolinos de distinto giro, se juntaron… y se anularon. Parpadeó. El agua goteó de sus pestañas sobre el dorso de su mano.

Había habido un dolor recurrente en la parte de atrás de su hombro derecho que, hacía tres o cuatro años, le había intrigado porque podía convertirse en una pulsante irritación durante horas e incluso días y luego, en un segundo, se desvanecía: ni apretando el lugar con las manos, ni haciendo contorsiones, podía hacerlo volver. Ahora hacía años que no se presentaba.

Tensando los hombros, leyó el siguiente poema, y las imágenes se instalaron en la parte de atrás de sus ojos, su sustancia y estructura familiares, su textura extraña, extraña y grave. Siguió parpadeando, para terminar mentalmente la estrofa; los ojos se abrieron para terminar en la página donde pedía nuevas bombillas. Cajas de cristal abrieron sus claras tapas a sorprendidas maravillas. Las cosas eran seguras, y eso era tan horrible que su corazón pulsó en el pequeño pozo en la base de su garganta como si estuviera tragando roca tras roca.

—¿Señor Newboy?

Chico alzó la vista.

Newboy estaba examinando las ilustraciones.

—No creo que vuelva a escribir más poemas.

Newboy volvió otra página negra.

—¿No le gustan, ahora que los lee de nuevo?

Chico apartó a un lado la siguiente tira de papel.

—Las primeras dos palabras de la primera estrofa del primer poema estaban intercambiadas…

—¡Tome! —El señor Newboy le ofreció su lápiz—. ¿Ha encontrado un error? —Se echó a reír—. ¡Hey, cuidado, no tiene que escribir tan fuerte como esto! ¡Espere! ¡Va a romper el papel!

Chico desencajó el hombro, enderezó la espina dorsal, y dejó que sus dedos se relajaran sobre la madera amarilla. Respiró de nuevo.

—Arreglarán eso, ¿verdad?

—Oh, sí. Por eso lo está revisando usted ahora.

Chico leyó, y recordó:

—Las partes que me gustan, bien… —Agitó la cabeza, con los labios fruncidos—. No tienen nada que ver conmigo: parece como si las hubiera escrito alguien distinto, acerca de cosas sobre las que yo tal vez pensara alguna vez. Es más bien extraño. Las partes que no me gustan…, bien, puedo recordar haberlas escrito, oh, sí, palabra tras palabra tras palabra.

—Entonces, ¿por qué no va a escribir más…?

Pero Chico había encontrado otro error.

—Mire —dijo Newboy—, ¿por qué no apoya las galeradas sobre su cuaderno? Así podrá escribir con más facilidad.

Mientras Chico estaba a la mitad de la siguiente galerada, Newboy musitó:

—Quizá sea una buena cosa que no vaya a escribir usted más: tiene que empezar a considerar todas esas cosas estúpidas como su relación con su público, la relación entre su personalidad y su poesía, la relación entre su poesía y toda la poesía antes que ella. Puesto que me ha dicho que no era usted responsable de estas notas, he estado intentando imaginar exactamente si era una casualidad o había estado haciendo usted una referencia consciente: consiguió usted reproducir, en la práctica textualmente, una de mis estrofas favoritas de la traducción de Golding de la Metamorfosis.

—¿Hum?

—¿Está usted familiarizada con ella?

—¿Es un libro de bolsillo grande, verde y blanco? Es el que usó Shakespeare para algunas de sus obras. Sólo leí más o menos la primera mitad. Pero no tomé ninguna estrofa de él, al menos no a propósito. ¿Quizá simplemente sucedió?

Newboy asintió.

—Usted me sorprende. Y cuando lo hace, sospecho que soy una persona pequeña por tener unas ideas tan mezquinas. Bien, la estrofa a la que me refería era del último libro, de todos modos. Así que no ha llegado aún a ella. Dígame, ¿quién cree usted que debe leer sus poemas una vez hayan sido publicados?

—Imagino que la gente que…, bueno, todo aquel a quien le guste leer poesía.

—¿A usted le gusta?

—Sí. Era lo que más leía, supongo.

—No, eso no me sorprende.

—¿Sabe?, en las librerías universitarias donde acostumbraba a ir, o en el Village de Nueva York, o en San Francisco, tenían secciones enteras de poesía. Podía leerse mucha poesía allí.

—¿Por qué poesía?

Chico se encogió de hombros.

—La mayoría de los poemas son más cortos que los cuentos y las novelas.

Newboy, vio Chico, estaba reprimiendo una sonrisa. Chico se sintió azarado.

—¿Y no va a escribir usted más?

—Es demasiado difícil. —Chico volvió a bajar la vista—. Quiero decir que si sigo, creo que acabaría matándome, ¿sabe? Nunca lo había hecho antes, de modo que simplemente no lo comprendo.

—Es triste… No, puedo ser más honesto que eso. Es aterrador para un arista ver a otro, a cualquier otro, apartarse del arte.

—Sí. —Los ojos de Chico se alzaron—. Lo sé. Realmente lo sé. Y desearía…, desearía que no se sintiera usted tan aterrado como me siento yo. ¿A qué viene esto? ¿Qué le ocurre a usted ahora?

—Nada. —Newboy agitó la cabeza.

—Me gustaría que no fuera así —repitió Chico—. El último poema… —Chico empezó a pasar galeradas—. ¿Qué opina usted de ése, quiero decir comparado con todos los demás?

—¿El que está escrito en metro? Bueno, no está terminado. Lo hemos reproducido hasta donde usted lo interrumpió. Ésa es otra de las cosas sobre las que quería preguntarle…

—¿Le gusta tal como está?

—Francamente, no creo que sea tan intenso como muchos de los otros. Cuando lo leí por cuarta o quinta vez, empecé a ver que su sustancia tiene probablemente una gran intensidad. Pero el lenguaje no es inventivo. O claro.

Chico asintió.

—El ritmo del habla natural —musitó—. Tenía que escribirlo, Y es bastante malo, ¿no? No, no creo que escriba más. Además, probablemente tampoco conseguiré que se me publique otro libro… —Alzó una ceja hacia Newboy.

Newboy, con los labios fruncidos, meditó.

—Podría decir que sinceramente no creo que ésa deba ser una consideración. O que, según recuerdo, pasaron algo así como once años entre mi primer y mi segundo libro de poemas. O que creo que está pidiendo usted confirmación a algo que realmente no tiene nada que ver con la poesía.

—¿Qué otra cosa podría decir?

Los labios de Newboy se desfruncieron.

—Podría decir: «Sí, probablemente no lo haga.»

Chico sonrió rápidamente y volvió a la corrección.

—Es muy estúpido aconsejarle en algo así, tanto si va a seguir escribiendo como si no. Si escribió éstos, escribirá más. Y si se promete a sí mismo que no lo hará, lo único que conseguirá será sentirse tremendamente infeliz cuando rompa su promesa. Sí, a una buena parte de mí no le gusta la idea de un artista renunciando al arte. Pero es otra parte de mí la que está hablando ahora. Créame.

La mente de Chico estaba en aquellos momentos en Lanya.

La apartó, para reflexionar: La traducción de Golding de la Metamorfosis. Había visto el libro en una docena de estantes en una docena de librerías, lo había tomado multitud de veces, había leído la contraportada, la primera página de la introducción, había hojeado tres o cuatro páginas, incapaz de leer más de tres o cuatro estrofas de cada. (Lo mismo le había ocurrido, se dio cuenta, con Peregrinaje.) ¿La primera mitad? ¡Había sido incapaz de leer siquiera una página entera! Poesía, pensó. Si me hace empezar a mentirle a alguien como él, tengo que dejar de escribirla.

Chico corrigió la última media docena de hojas en un silencio empapado de visiones. Las juntó, crujientes como plumas secas.

Se reclinó en el brazo del sillón (respiraba suavemente: pero sentía la frialdad de su aliento sólo en el lado izquierdo de su labio superior) y miró los papeles sobre sus piernas. Sólo he corregido la última media docena de hojas, pensó: le dolían los huesos de los brazos. El dolor pulsaba en las articulaciones de sus dedos. Aflojó la presión sobre el lápiz.

La página del título, observó ahora, decía:

 

ORQUÍDEAS

DE COBRE

POR

 

Empezó a sonreír; los músculos de su boca bloquearon la sonrisa.

El señor Newboy, que había ido a la cocina, regresó ahora con otra humeante taza.

—Creo —la sonrisa logró atravesar las barreras— que será mejor que quite el «por» del título.

—Oh. —El señor Newboy alzó la barbilla—. Eso parecerá un tanto extraño. Hablé con su amigo el señor Loufer. Y él me contó lo de…

—Quiero decir que ya está bien así —dijo Chico—. Pienso que puede ser una buena idea que salga sin ningún nombre. Anónimo.

—El señor Loufer dijo que usted, de una forma un tanto pintoresca, era llamado «el Chico» por muchos de sus amigos.

—Eso sonaría bastante estúpido —dijo Chico—. Poemas, por el Chico. Creo que será mejor sin nada. —En algún lugar, dentro de la cosa dentro de él que le hacía sonreír, estaba el inicio de un azaramiento. Suspiró, aún sonriendo.

Gravemente, el señor Newboy dijo:

—Si es así como siente realmente, se lo diré a Roger. ¿Ha terminado de revisarlo?

—Sí.

—Fue rápido. ¿Cómo estaba?

—Oh, bien. Quiero decir, no había muchos errores.

—Estupendo.

—Tome.

—Oh, ¿está seguro de que no quiere conservar el bloc de notas?

Estaba abierto por la mitad. Chico bajó los papeles sobre sus rodillas. Para evitar la sensación de confusión, dejo que sus ojos se posaran en las líneas que abrían la página:

Poesía, ficción, drama…, estoy interesado en las artes del acontecimiento sólo hasta tan lejos como la ficción toca la vida; oh, no, no en ningún sentido vulgar, autobiográfico, sino más bien al nivel de la correspondencia más cristalina. Considerad: si un autor, pasando junto a un espejo, llegara a ver un día no a sí mismo sino a algún personaje inventado por él, aunque se sintiera sorprendido, aunque cuestionara incluso su cordura, tendría sin embargo todavía algo con lo que relacionarlo. Pero supongamos que, pasando por la parte interior, el personaje mirara a su espejo y viera, no a sí mismo, sino al autor, un completo extraño, mirándole a su vez a él, alguien con quien no tiene ninguna relación en absoluto, ¿qué le quedaría a esa pobre criatura…?

 

Newboy estaba diciendo:

—Ahora está usted completamente seguro de que no desea volver a escribir. Pero esté seguro de que la inspiración llegará, llegará como uno de los ángeles de Rilke, tan deslumbrado por su celestial viaje que habrá olvidado completamente el mensaje que le ha sido confiado y sin embargo lo entregará con toda efectividad simplemente a través de su maravillosa presencia…

—¡Tome! —Chico le tendió galeradas y bloc de notas—. ¡Por favor, cójalo! Por favor, tómelo todo. Quizá… Quiero decir, quizá desee comprobar alguna otra cosa. —Observó sus manos extendidas temblar al compás de su martilleante corazón.

—De acuerdo —dijo Newboy—. No, conserve usted el bloc de notas. Puede que lo necesite de nuevo. —Tomó los papeles, y apoyó el maletín contra su cadera—. Le devolveré todo esto a Roger esta noche. —Los papeles desaparecieron en el maletín—. Probablemente no volveremos a vernos. No sé en realidad cuánto tiempo va a tomar la impresión. Me gustaría ver todo el proyecto terminado. —Cerró el último cierre—. Estoy seguro de que él me enviará un ejemplar cuando esté todo listo…, funcione como funcione aquí su servicio postal. Adiós. —Tendió su mano—. He disfrutado realmente del tiempo que hemos pasado juntos, las charlas que hemos tenido. ¿Le dirá adiós a su pequeña amiga por mí?

Chico agitó la cabeza.

—Sí, señor. Esto…, muchas gracias. —El bloc de notas estaba en el suelo, una esquina sobre el pie descalzo de Chico.

Newboy se encaminó a las escaleras.

—Adiós —repitió Chico en el silencio.

Newboy asintió, sonrió, se fue.

Chico esperó que el inquietante recuerdo parpadeara una vez más. Su corazón se aquietó. Tomó bruscamente su taza de café y la de Newboy y se dirigió a la cocina.

Unos segundos después de empezar a enjuagarlas en la fregadera, observó lo firme que era la presión del agua. Pasó el dedo índice por el borde de la loza. El agua silbó sobre el esmalte.

Alguien tecleó una disonancia en el piano.

Curioso, Chico cortó el agua. Las tazas cliquetearon en el estante. Mientras se dirigía fuera de la cocina, una de las planchas del suelo chirrió: había deseado guardar un absoluto silencio.

En el oscuro extremo del auditorio, alguien con ropas de trabajo estaba de pie delante del piano vertical. Las botas de constructor naranja y el mono le recordaron momentáneamente a la mujer en la escalera, cambiando los letreros de la calle.

La figura se volvió y caminó hacia el sofá.

—Hey… —Una voz pesada y plana, una ligera inclinación de cabeza y una sonrisa aún más ligera: George Harrison tomó un viejo ejemplar del Times y se dejó caer en el sofá, cruzó las piernas y abrió el periódico tamaño tabloide.

—Hola. —Chico oyó la débil música de órgano.

—¿S’spone que t’debs’tar ’quí? —Harrison le miró desde detrás del periódico.

El ritmo natural del habla; no, pensó Chico, es imposible.

—¿Se supone que tú debes estar aquí? —repitió George.

—La Reverenda Taylor me trajo aquí abajo. —(Sería estúpido, decidió, intentarlo siquiera.)

—Porque si se supone que tú no debes estar aquí, se va a poner furiosa. —Harrison sonrió, un moteado creciente de marfil entre el desigual pigmento de sus labios—. Te vi en el bar.

—Cierto —sonrió Chico—. Y tú estás en esos pósters por toda la ciudad.

—¿Los has visto? —Harrison dejó a un lado el periódico—. ¿Sabes?, los tipos que los hicieron están un poco… —hizo un movimiento circular con la mano—, ¿entiendes?

Chico asintió.

—Son buenos, sin embargo. Y los tipos también. —Agitó la cabeza, luego señaló al techo—. Ella no quiere ningún escorpión por aquí. ¿Estás seguro de que se supone que debes estar aquí? A mí no me importa, si ella dijo de acuerdo.

—Tenía hambre —dijo Chico—. Ella dijo que podía darme algo de comer.

—Oh. —Harrison se volvió en el sofá. Su mono verde estaba abierto hasta la cintura, sobre una camisa de banlón de deshilachado cuello—. ¿Has venido para el servicio?

—No.

—Tampoco deja entrar a ningún escorpión en el maldito servicio. ¿Para qué mierda organizáis todo eso, eh? —Harrison rió, pero agitó un dedo—. Además, hace frío, sí, frío ahí arriba.

Chico contempló los anchos y estriados nudillos y pensó en grietas en la negra tierra.

—¿De qué tipo de servicio se trata?

—Yo sólo vengo porque ella dice que le gusta que venga, así que, ¿sabes?, vengo algunas veces. —Harrison agitó la cabeza—. Desde Jackson, de allí es de donde… —y algo que Chico no pudo seguir—, ¿entiendes? Aunque no entendió nada, Chico asintió. Luego sintió curiosidad y preguntó:

—¿Qué has dicho?

—En Jackson. ¿Sabes lo que es Jackson?

—Sí, claro.

Pero Harrison estaba riendo de nuevo.

Se está convirtiendo en un dios, reflexionó Chico, para ver qué surgía de su tono de pensamiento. El ojo interior de Chico estaba lleno con visiones de June.

Pero George se puso en pie y dejó caer su periódico. Hojas blancas se abrieron y cayeron, una sobre el sofá, varias al suelo.

—Tú eres el que llaman el Chico, ¿no?

Chico se sintió aterrado, y estúpido por no saber de qué.

—Hablan de ti. He oído hablar de ti. He oído lo que dicen. —El dedo se agitó de nuevo—. Tú eres el que no sabe quién es. Lo he oído.

—Nadie por aquí tiene nada que hacer excepto hablar —dijo Chico—. ¿Sabes eso? ¿Sabes lo que pienso sobre eso?

La negra mano descendió hacia el mono. El verde se arrugó.

—¿No te gusta este lugar?

—Sí —dijo Chico—, me gusta… ¿A ti no?

Harrison asintió, con la mejilla llena por su lengua.

—¿Tú siempre andas por Jackson?

La lengua revoloteó por los labios.

—Ando por aquí y por allá.

—¿Sabes si hay gente negra viviendo allí?

—No. Bueno, Paul Fenster…

—Oh, ya.

—Pero no sé dónde vive.

Un silencio.

—Ven en cualquier momento por ahí a visitarme, ¿eh?

—¿Eh? —Chico no estuvo seguro de haber captado ninguna de las últimas palabras envueltas en una voz con una lanilla más larga que el terciopelo.

—He dicho: Ven a verme alguna vez.

—Oh. Sí. Gracias. —Chico estaba desconcertado. Hurgando en aquello, halló dos preguntas acerca de cosas que rimaban con el fluyente embarazo bloqueado. Así que en vez de ello entrecerró los ojos.

—Chico —llamó una voz femenina desde las escaleras, tras él. Luego, con una voz completamente distinta—: George…, ¡hey, aquí, muchachos!

Chico se volvió.

—¡Hey…!

George respondió por encima de él:

—Hey, aquí… —y luego, con una expresión más precisa—: Dime, ¿no es éste tu viejo, eh? El tipo del que he estado oyendo todo eso en el bar… ¡Vamos, dímelo! La última vez que vi a tu vieja dama, muchacho, ¿sabes que le pedí que te trajera a visitarme, eh?

Lanya bajó la escalera; George caminó hacia ella.

—Bueno —dijo Lanya—, no te he vuelto a ver desde el parque.

—Si tengo que invitarte dos veces, supongo que tendré que invitaros dos veces —dijo George, empezando a subir—. Ahora tengo que ir a ver a la Reverenda. Apañaos vosotros mismos —George hizo una inclinación de cabeza hacia Chico.

—Hum…, gracias —dijo Chico, devolviéndole el gesto.

—Nos veremos —dijo George.

—Seguro —dijo Lanya. Se cruzaron. La respuesta de George fue un «Oooooooo» con voz de falsete, que se quebró y se convirtió en una risa atronadora. La risa se enroscó en el techo como humo. George montó en ella.

Al final de las escaleras, Lanya dijo:

—¿Dónde has estado? —y parpadeó cuatro o cinco veces más de las que él creyó necesarias en el silencio.

—Yo… No pude encontrarte esta mañana. Te busqué. No pude encontrarte. Ni en la comuna, ni abajo en el bar. ¿Qué ocurrió? ¿Dónde se fue todo el mundo?

Los ojos de ella preguntaron. Sus labios se movieron uno sobre el otro, pero no se abrieron.

—¿Quieres un poco de café? —preguntó él, incómodo; dio la vuelta y se dirigió a la cocina—. Te traeré un poco de café. Está preparado aquí dentro.

En la cafetera, tomó una taza, tiró de la palanca.

—¿Tú también viste a Tak? ¿Cómo supiste que yo estaba aquí? —Burbujas ambarinas brotaron de la espita; el negro líquido humeó—. Toma… —Se volvió, y se sorprendió al descubrir que ella estaba inmediatamente detrás de él.

—Gracias. —Lanya tomó la taza. El vapor trazó volutas delante de sus bajados ojos—. Vi a Tak. —Dio un sorbo—. Dijo que era posible que estuvieras aquí. Y que el señor Newboy te buscaba.

—Acaba de irse. Trajo mi libro. Las galeradas de los poemas. Ya está todo picado.

Ella asintió.

—Cuéntame qué has estado haciendo.

—Ha sido un día más bien curioso. —Se sirvió café para él, decidiendo mientras lo hacía que ya había tomado demasiado—. Realmente curioso. Después de que te fuiste, te busqué. Y no pude hallarte por ninguna parte. Me detuve en los servicios del parque para lavarme. Cuando volví al campamento, no pude encontrarte. Y todo el mundo se había ido. —Apoyó una mano en el hombro de ella; Lanya sonrió débilmente—. Esta tarde fui con algunos escorpiones. Fue algo más bien extraño. Uno de los chicos recibió un disparo. Estábamos en el autobús, y él no paraba de sangrar. Y no dejo de preguntarme: ¿Qué van a hacer con él? ¿Adónde van a llevarlo? No hay ningún médico por los alrededores. Todo lo que pudimos hacer fue colocarle un torniquete en el brazo. No pude soportarle. Así que simplemente me bajé del autobús. Y vine aquí. Porque tenía hambre. No había comido nada en todo el día excepto un maldito vaso de vino para desayunar.

—¿Has comido aquí? —Ella miró más allá de sus hombros—. Estupendo.

—¿Qué has hecho tú? —Ella llevaba una blusa blanca, limpia pero sin planchar, que no había visto antes. Mientras caminaba debajo de la bombilla, vio que sus pantalones eran lo bastante nuevos como para que se notara la suciedad—. ¿Conseguiste alguna ropa esta tarde? —La siguió al desnudo auditorio.

—Ayer. Las encontré en un armario del lugar donde estoy ahora.

—Has estado atareada, ¿eh? ¿Has encontrado una casa?

—Hará unos tres días.

—Jesús —dijo Chico—, ¿cuándo tuviste tiempo de hacer eso? No creo haberte dejado sola el tiempo suficiente ni para ir al maldito lavabo, y mucho menos para encontrar una casa…

—Chico… —Ella se volvió con la palabra, para reclinarse contra uno de los brazos del sofá. El vacío anfiteatro les devolvió los ecos—. Chico —dijo en voz más baja—, ¡no te he visto en cinco días!

—¿Eh? —El talón apoyado en el suelo y el talón dentro de su bota hormiguearon. El hormigueo ascendió por sus piernas, se difundió por sus muslos—. ¿Qué quieres decir?

—¿Qué quieres decir con qué quiero decir? —Ella habló torpemente, su voz quebrándose en tres tonos distintos—. ¿Dónde has estado? —La torpeza se alejó de su voz, dejando solamente un tono dolido—. ¿Por qué te fuiste? ¿Qué has hecho durante todo este tiempo?

Pequeñas cosas ascendieron clavando sus pequeñas garras en sus nalgas, subieron costilla a costilla, se percharon sobre su hombro para mordisquear su cuello. Líneas de transpiración se enfriaron bruscamente.

—Estás burlándote de mí, ¿verdad? Como con las lunas.

Ella pareció desconcertada.

—La noche en que aparecieron por primera vez las lunas, y más tarde hablamos de ellas; tú fingiste que sólo había habido una, y que yo había estado viendo cosas raras. ¿Te estás burlando ahora igual que entonces?

—¡No! —Ella sacudió la cabeza, la detuvo en mitad de una sacudida—. Oh, no…

Él notó que sus mejillas era como un alfiletero.

—Chico, ¿qué ocurrió desde la última vez que me viste?

—Despertamos, y nos hallamos con esos hijos de puta de pie a nuestro alrededor, ¿correcto?

Ella asintió.

—Luego tú te fuiste, y yo…, bueno, fui un poco de un lado para otro por un rato, y luego bajé a los servicios públicos a lavarme. Imagino que me tomó bastante tiempo, hubiera debido apresurarme… Pero estaba ese chico allí, Pimienta, un escorpión. —El hormigueo había abandonado sus pies: ahora sentía como si estuvieran derramando agua fría sobre él. Le llegaba hasta la altura de las rodillas—. Pimienta y yo fuimos al campamento, sólo que había sido abandonado.

—John y Milly no trasladaron la comuna hasta el día después de que te viera por última vez; pensaron que sería más seguro.

—Entonces fuimos a Teddy’s para buscarte. Sólo que aún no estaba abierto. Y tomé un montón de vino con Bunny…, ya sabes, el tipo que baila allí. Le di un mensaje para ti.

Ella asintió.

—Sí, me lo dio…, ¡anteayer!

—No —dijo él—. Porque yo se lo di a él esta mañana. —El agua alcanzó sus ingles, rodeó su escroto; el escroto se encogió—. Luego salí, y terminé en ese almacén del centro. Allí es donde encontré a los otros tipos, y entramos en el lugar. Había gente viviendo ahí dentro. Salimos. Pero le dispararon a uno de los tipos. ¡Conseguimos salir de allí en el maldito autobús que por fortuna llegó en aquel momento!

—¡Eso ocurrió hace dos noches, Chico! Algunos de los escorpiones vinieron al bar, y querían saber si alguien sabía dónde podían conseguir un médico. Madame Brown fue con ellos, pero volvió en menos de diez minutos. Todo el mundo hablaba de ello ayer.

—¡Estaba sangrando y gimiendo en el suelo del autobús! —El agua rugió en torno al pecho de Chico, luego cubrió la columna de su cuello, cayó como una fuente dentro de su cabeza—. Salí del autobús, y vine… —Se atragantó con el líquido, y por un momento pensó que iba a ahogarse— …y vine aquí. —El agua alcanzó sus ojos (y la lámpara portátil se convirtió en pequeñas agujas de luz); la apartó con la mano, antes de que más de ella cayera sobre su rostro, ya no fría sino caliente.

Siguió frotándose los ojos con una mano.

Algo quemó los nudillos de la otra: había derramado el café.

Alzó la taza y sorbió el amargo líquido de su piel.

—¡Oh, trae eso! —Ella le cogió la taza y colocó las dos sobre el brazo del sofá—. ¡No te estoy engañando!

Su mano, perdida sin nada que sujetar, colgó como algo arrancado de raíz y sin embargo lleno aún de terrones de tierra.

Lanya la tomó, apretó los nudillos contra su boca.

—No estoy bromeando, en absoluto. Esa mañana en el parque, cuando Pesadilla nos despertó, fue hace cinco días. ¡Y no te he visto desde entonces!

Él se sintió tremendamente calmado ante su contacto, y siguió intentando determinar si el silencio submarino que lo llenaba ocultaba ira o alivio.

—Mira, dijiste que el señor Newboy estuvo aquí con las galeradas. No puedes componer todo un libro en una noche, ¿no?

—Oh…

—Cuando estábamos todos hablando de ti, la otra noche en el bar, vino buscándote con ellas.

—¿Estabais hablando de mí? —Deseó apartar su mano, pero se sintió azarado.

—De ti y de los escorpiones. Decían que le salvaste la vida a alguien.

—¿Eh?

Ella tomó ahora su otra mano; el gesto familiar no consiguió más que hacerle sentir más incómodo.

El agravio entre los pequeños rasgos de ella y los suyos creó algo feo entre ellos. Para disiparlo, alzó las manos y la atrajo hacia sí. Ella se apoyó contra él con los brazos cruzados sobre su estómago, y él notó una cosa dura en uno de sus pechos…, su armónica. Ella apoyó la cabeza contra su pecho.

—Oh, por el amor de Dios —susurró.

—¡Yo tampoco estoy bromeando contigo! —Notó que su voz no sonaba tan desesperada como realmente se sentía—. Te vi esta mañana. Yo… creo que te vi esta mañana.

—Has estado corriendo con los escorpiones durante toda la semana. Todo el mundo piensa que eres una especie de héroe o algo así.

—¿Qué piensas tú?

El pelo de ella se agitó con los movimientos de su mandíbula.

—Mierda. Eso es lo que pensé: «Mierda». Tú quieres ir en esa dirección. Estupendo. Pero no siento deseos de verme mezclada con algo así. Realmente no.

—Esta tarde —dijo él—. Quiero decir que los encontré por accidente. Y no salvé la vida de nadie. Fue simplemente…

—Mírate —dijo ella, sin apartarse—. Vas vestido como ellos; llevas las mismas cadenas que ellos. Quiero decir: adelante; si eso es lo que deseas, adelante. Pero no es lo mío. No puedo seguirte en eso.

—Sí, pero… Hey, mira. Dices que has conseguido una casa, ¿no? ¿Dónde estás ahora?

—¿Te importaría si no te lo digo? —murmuró ella en voz baja. Pero abrió los brazos y los pasó en torno a él—. ¿Sólo por un tiempo? —El borde de la armónica se clavaba en su pecho.

Se preguntó si ella podría captar la ira dentro de él, pulsante bajo sus manos.

—Yo te vi esta mañana —dijo.

Ella se echó hacia atrás, con toda su ira en su rostro.

—¡Mira! —clavó los puños en sus caderas—. No me importa si me estás mintiendo por alguna loca razón, pero no quiero tener nada que ver con ello, ¿entiendes? La noche antes de verte por última vez, perdiste tres horas. Ahora has perdido cinco días. Quizás estés realmente loco. ¡Quizá me convenga no tener nada que ver contigo! Eso es completamente irracional, ¿no? ¡No te he visto en cinco días y, Cristo, me siento furiosa contra ti!

—Entonces, ¿por qué diablos me estabas buscando? —Se volvió y echó a andar por el auditorio, con una gran burbuja a punto de estallar debajo de sus costillas.

Junto al piano, se dio cuenta de que Harrison debía haber abierto las cortinas del bajo escenario. El telón de fondo —y había pies para focos y cámaras fotográficas— mostraba una luna pintada, de unos dos metros de diámetro, y siluetas de árboles a su alrededor.

Se volvió junto al telón, sorprendido de nuevo de encontrarla inmediatamente detrás de él.

—¿Por qué has venido?

—Porque ésta es la primera vez que he sabido dónde estabas. No sabía… —jadeó—. No sabía si estabas bien. No volviste. Pensé que quizá estuvieras irritado conmigo por algo. Siempre acostumbrabas a volver. Y de pronto, durante todo este tiempo, en vez de a ti, todo lo que conseguía era lo que la gente iba diciendo de ti. Tú y los escorpiones, tú y los escorpiones. —Algo brotó en sus ojos. Cerró los párpados en la penumbra—. Mira, hasta ahora no hemos tenido una de estas relaciones de «te-seguiré-donde-tú-vayas». Todavía no he decidido si es ahí a donde quiero llegar. Y simplemente me puse un poco nerviosa cuando me descubrí a mí misma pensando que podía. Eso es todo.

—Una semana. —Sintió que su rostro se contraía—. ¿Qué demonios puedo haber hecho durante… cinco días? ¿Cuándo…? —tendió las manos hacia ella.

El rostro de ella se aplastó contra el suyo, mordiendo su boca, pero ella empujó su lengua contra la de él, y estaba sujetándole fuertemente por la nuca. Intentó apretarla más contra sí, apoyado contra el escenario.

Soltó una mano para hurgar entre ellos, hasta que pudo extraer la armónica del bolsillo de la blusa de ella. El instrumento resonó en el escenario, detrás de ellos.

—Nunca le harás daño a nadie —dijo ella—. Nunca me harás daño a mí. Lo sé. Nunca lo harás.

La histeria con la que ella le hizo el amor en aquel oscuro escenario fue primero furiosa, luego extraña (preguntándose si en cualquier momento iba a entrar alguien, y excitada ante la idea); permaneció tendido de espaldas mientras ella se agitaba encima de él. Pero los sonidos que estaba emitiendo ella y que él pensó que era llanto se definieron en risa. Sus nalgas llenaron sus manos, y las hundió entre ellas.

Ella se alzó demasiado, y dejó expuesta su erección al frío. Mientras acudía de nuevo en su busca, él la hizo girar de costado. Con las piernas enredadas en un rollo de dril, se arrastró hacia abajo, hasta los sudados faldones de su blusa, y empujó su lengua a través del salobre vello. Ella alzó una rodilla para facilitarle la operación. Después que ella alcanzara el orgasmo (mientras tanto había conseguido liberar un pie de sus pantalones), la montó, empujó su pene dentro de ella, bajó su vientre contra el vientre de ella, su pecho contra el pecho de ella, su húmedo rostro contra el arrugado hombro de la blusa de ella, e inició los largos golpes finales, mientras los brazos de ella se apretaban contra su espalda.

El orgasmo ardió en sus ingles (recordó el derramado café) y le dejó exhausto y aún ardiendo (recordó cómo se sentía después de masturbarse cuando todo había empezado con una meada), y el agotamiento venció. Lagos de sudor se enfriaban en todo su cuerpo. Ella asintió en el hueco de su hombro, donde él sabía que su brazo se iba a quedar muy pronto dormido, pero no sentía deseos de hacer nada al respecto. Deslizó la mano hacia abajo sobre su propio pecho, hasta que sus dedos agarraron la cadena transversal, al lado de formas angulares.

¿Voces del tiempo en competencia? ¿Quién desea oír a jorobados y porfiados espásticos? Ni siquiera aunque no hubiera otros en concierto. No deberíamos estar tendidos aquí, enfriándonos, medio desnudos, medio dormidos. Una buena razón para hacerlo. Todavía me siento furioso contra ella. Todavía estoy furioso. ¿Lo estaría ella si yo eligiera a los escorpiones por razones simplemente negativas? ¿Han sido los escorpiones un entorno para mí? No: es mejor aceptar lo inevitable con energía. Bien, entonces, si hasta ahora no he elegido, ahora elijo. Eso es la libertad. Una vez haya elegido, soy libre. En algún lugar de mi memoria hay una luna que arroja una extraña luz. Es más seguro aquí…

Despertó: ocurrió en aquel espacio entre las tablas, con el contacto de pestaña contra pestaña, el peso de su fláccido puño contra su propia pelvis y las tablas apretando sus nalgas.

Ella se ha ido, pensó, con su armónica, para sentarse en el sofá y tocar. Escuchó, en busca de la música al otro lado del auditorio.

Pero no puedes crear esa discordancia en una armónica.

Abrió los ojos y rodó de costado (el proyector sin pila resonó contra el suelo al extremo de la tintineante cadena) y frunció el ceño.

El sonido era mucho más lejano de lo que había creído; y era música de órgano.

¿Ella se ha ido…?

Chico se puso en pie y tiró hacia arriba de sus pantalones a lo largo de una de sus piernas.

La armónica no estaba sobre el escenario, allá donde la había tirado.

Metió el pie en la otra pernera, consciente de las ronchas de sudor. Tomó su chaqueta, su orquídea, y caminó hacia el borde del escenario. Pie calzado y pie descalzo fueron dejando sus huellas alternas en el polvo.

Su bloc de notas tampoco estaba junto al sillón.

En el centro de la estancia, se detuvo para tragar algo que llenaba su garganta. El sonido que lo acompañó fue casi un sollozo.

Arriba, el órgano seguía sonando. Y había voces, murmurando y gruñendo y disminuyendo. Era una estupidez pensar que ella estuviera arriba. Metió la orquídea en su cinturón y se ajustó la chaqueta mientras subía los escalones.

Una docena de hombres y mujeres negros se estaban dirigiendo de la capilla al vestíbulo, del vestíbulo a la calle. Dos mujeres que caminaban juntas le miraron con curiosidad. Un hombre con un sombrero de ala estrecha le sonrió y desapareció. Otros parecían menos amistosos. Las voces giraban y se mezclaban como humo, o eran salpicadas por risas que se fundían con la siguiente docena que pasaba junto a la cerrada oficina.

—Un servicio encantador, ¿no crees…?

—Ella va a volver a hablar del mismo tema la próxima vez, lo sé, porque yo…

—¿No crees que fue un servicio encantador…?

Echó a andar entre ellos para irse. Alguien golpeó dos veces su talón desnudo, pero lo achacó a un accidente y no miró. Fuera, el anochecer era de un color gris púrpura; el humo difuminaba las fachadas al otro lado de la calle.

Sólo algunas personas blancas cruzaban el trapezoide de luz al otro lado de la acera. Una mujer con un pañuelo de flores atado en torno a su cabeza siguió a un hombre más viejo, hablando ansiosamente con su compañero negro; y un tipo robusto, rubio, con una camisa sin cuello que parecía como si estuviera hecha con una manta del ejército, se plantó delante de la puerta, mientras rostros muy tostados y más oscuros pasaban aún a su alrededor. Entonces una muchacha flaca, con sus bronceadas mejillas llenas de pecas y el pelo color rojo ladrillo, se le acercó. Se susurraron algo, echaron a andar hacia la oscuridad.

Chico aguardó junto a la puerta, observando a los feligreses, escuchando la cinta. La gente se alejaba. Algunas voces colgaron en el aire unos momentos, hasta que sus propietarios siguieron a sus sombras en dirección a la noche. La menguante multitud le hizo sentirse perdido. Quizá debiera volver para decirle a la Reverenda Taylor que se iba.

Con los remaches brillando en la ajada piel, las sombras deslizándose en su colgante y rubio estómago, la gorra echada hacia atrás dejando ver mechones dorados, Tak Loufer salió de la iglesia, miró a Chico con una sola chispa de luz en un ojo en sombras y dijo:

—Hey, ¿todavía sigues por aquí? Envié a dos personas a buscarte. Pero creí que a estas alturas ya te habrías marchado.