LAS cañerías aullaron, empezaron a dar golpes.
Un hilillo se deslizó por la porcelana, se arrastró como un gusano de cristal a la luz de los cuadrados de la ventana muy alta en la pared de cemento. Depositó su orquídea en el lavabo contiguo y se frotó fuertemente las manos, muñecas y antebrazos, luego se inclinó para beber. Se lavó un poco más hasta que su vejiga empezó a arder.
Orinó en el desagüe en mitad del suelo. La rejilla resonó bajo su chorro.
Se mojó los puños en el lavabo y se los pasó por los sobacos. Se mojó una y otra vez el cuello. Llenó sus manos formando copa, se echó el agua a la cara, y volvió a coger más agua. Tenía trozos de corteza adheridos a su piel, del cuello hasta las rodillas. Se los sacudió, los frotó, se los lavó. (Pantalones y chaqueta estaban cruzados sobre otro lavabo.) Metió un pie en el cuenco de porcelana. El agua se deslizó entre los ligamentos. Frotó; la porcelana se estrió de negro y gris. Laboriosamente, sintiendo que le hormigueaban los dedos, eliminó toda la suciedad excepto la que las callosidades habían convertido en permanente. Mojó y se frotó las piernas hasta la cadera, luego empezó con el otro pie. Se masajeó los genitales con chorreantes manos; se encogieron ante el agua fría.
De pronto el delgado chorro se cortó.
Las cañerías empezaron a aullar de nuevo un minuto más tarde. El chorro, ligeramente más fuerte, empezó a manar otra vez.
El agua se enredó en el pelo detrás de sus testículos, resbaló a lo largo de sus piernas. Se pasó las manos por encima de la cabeza. Su pelo estaba grasiento. Con el borde de la mano, escurrió tanto como pudo el agua de sus brazos, piernas y costados. El lodoso charco sobre el que estaba de pie alcanzó el desagüe: plonc-plonc, plonc-plonc, plonc-plonc.
Alguien en los cubículos de los wateres tosió.
Las trabajosas abluciones habían disuelto todo pensamiento verbal. Pero su cerebro estaba supersaturado por el esfuerzo de pensar. La tos —repetida, y seguida por un carraspeo— hizo que se formara un pensamiento.
¿Alguien muy viejo y enfermo?
Utilizó la pernera izquierda de su pantalón para secarse ingles, vientre y espalda. Se vistió, colocó la orquídea en el cinturón, e incluso salió al exterior para secar sus pies andando. Se puso la sandalia, volvió a entrar —se dio cuenta de que había dejado el lugar hecho un asco—, y se dirigió hacia la divisoria que ocultaba los wateres.
No era viejo, pero el tipo parecía realmente enfermo.
Las botas de cowboy, vueltas hacia dentro, descansaban a sus lados. Uno de los pies, alzado, mostraba unos dedos tan costrosos como los de Chicco antes de lavárselos. Sentado en la taza del water, la cabeza apoyada contra el vacío distribuidor de papel higiénico, el rostro lleno de cerdoso pelo, costillas desnudas y arrugada barriga de la que colgaban cadenas…, entre ellas un esférico proyector de campo.
—¿Se encuentra bien? —preguntó Chicco—. Parece como si…
—Hmmm… —El escorpión blanco movió la cabeza y, aunque apoyó los dos pies en el suelo, se tambaleó como un ciclista borracho sobre una maroma—. No. No. No estoy enfermo… —La larga nariz hendía el tembloroso pelo. Junto a la nariz, un ojo a la funerala parpadeó su violáceo párpado—. ¿Quién… quién eres?
Chicco aceptó el tuteo.
—¿Quién eres tú?
—Pimienta. Me llaman Pimienta. No estoy enfermo. —Volvió a apoyar la cabeza contra el distribuidor de papel higiénico—. Sólo que no me encuentro bien.
Chicco sintió una pequeña y aguda tristeza, junto con una urgencia de echarse a reír.
—¿Qué te ocurre?
Pimienta apartó bruscamente el pelo de sus ojos y se quedó casi inmóvil.
—¿Con quién corres?
Chicco frunció el ceño.
—¿No eres un escorpión? —Pimienta hizo un gesto con una mano cuyas uñas eran como púas de grafito—. Apuesto a que corres con Dragón Lady.
—No corro —dijo Chicco—. Con nadie.
Pimienta frunció los ojos.
—Yo estaba en el nido de Pesadilla. —El fruncimiento se transformó en curiosidad—. ¿Ahora estás con Dragón Lady? ¿Cuál has dicho que era tu nombre?
Con un impulso absurdo, Chicco se metió en pulgar en el bolsillo y apoyó su peso sobre una cadera.
—Algunas personas me llaman el Chico.
La cabeza de Pimienta se inclinó hacia el otro lado. Luego se echó a reír.
—Hey, he oído hablar de ti. —Sus encías estaban orilladas de podredumbre y plata—. Sí, Pesadilla; dijo algo acerca del Chico. Estaba hablando con Dragón Lady cuando ella estaba por ahí. Les oí hablar. Sí. —Su risa se quebró; echó la cabeza hacia atrás, la apoyó contra la pared y gimió—. La verdad es que no me encuentro nada bien.
—¿Qué es lo que oíste? —Sin demasiada sorpresa, Chico (decidió Chicco) reflejaba de una forma mucho más apropiada lo pequeño de la ciudad.
Pimienta alzó sólo los ojos.
—Pesadilla —y los bajó—. Le dijo a ella que tú andabas por ahí, que creía que eras… —Tosió; el sonido, débil, pareció desgarrar cosas dentro de él. Sus manos, vueltas hacia arriba, se agitaron sobre sus muslos, se agitaron cuando tosió— …sta que ella se fue.
Lo cual no tenía apenas sentido; así que preguntó:
—¿Has estado aquí dentro toda la noche?
Una tos.
—¡Bueno, no iba a estar ahí fuera en la oscuridad! —La mano de Pimienta recobró suficientes fuerzas para señalar hacia la puerta.
—Puedes encontrar una maleza un poco espesa, meterte dentro donde nadie pueda verte. Hace bastante calor ahí fuera, y es más cómodo que dormir sentado en la taza de un water. Puedes conseguir una manta…
—Hombre, hay cosas ahí fuera. —Al principio el rostro de Pimienta pareció crisparse por el dolor. Pero sólo estaba frunciendo los ojos—. ¿Qué es lo que haces tú, eh? Sí, tienes que ser bastante valiente. Como Pesadilla le dijo a ella.
Lo cual tenía igualmente poco sentido.
—¿Cómo es que no estás con Pesadilla? Le vi esta mañana, con su pandilla. Dragón Lady no estaba con él.
—No —dijo Pimienta—. No, ella ya no está con él ahora. Tuvieron una pelea, ¿sabes? ¡Oh, Jesús, eso sí que fue una fiesta sangrienta! —Esta vez el «dolor» de Pimienta fue el recuerdo.
—¿Qué ocurrió? —preguntó Chico.
La cabeza de Pimienta cayó hacia delante, los mechones de pelo oscilaron.
—¿Has visto esas cicatrices en el hombro de Pesadilla? ¿Has visto sus cicatrices? —Intentó asentir—. Oh, sospecho que ahora ya lo han olvidado todo y que vuelven a ser casi amigos. Pero ella se hizo su propio nido, he oído que en alguna parte en Jackson. Y no han vuelto a estar juntos mucho tiempo desde entonces, no, creo que no. —Su cabeza cayó hacia atrás y repitió—: No me encuentro muy bien.
—¿Qué te ocurre exactamente?
—No lo sé. Quizá comí algo malo. O tal vez me he resfriado.
—Bueno, ¿no te duele el estómago, o notas la cabeza como obstruida?
—Ya te lo dije, no sé lo que me pasa.
—¿Qué te duele?
Pimienta agitó su pelo hacia atrás y volvió a sentarse erguido.
—¿Cómo puedo decirte lo que duele hasta que sepa qué es lo que va mal?
—¿Cómo puede alguien decir lo que va mal hasta que digas qué…?
Pimienta se tambaleó.
Chico fue a sujetarle.
Pero Pimienta no cayó. Frotándose el rostro con el puño y resoplando, dijo:
—Estaba con Bunny, pero creo que ella me echó. Quizá será mejor que vuelva allí y lo averigüe, ¿no? —Se soltó del lateral del cubículo—. Creo que ya me encuentro un poco mejor. ¿Conoces a Bunny?
—No lo creo.
—Baila en ese cubil de fenómenos, Teddy’s.
—¿Quieres decir el tipo ése, delgado con el pelo plateado?
—Es buena amiga. Loca. Pero buena amiga. —Pimienta se tambaleó hacia delante—. Me gustaría tener un maldito poco de agua.
—Ve a uno de los lavabos.
Pimienta se levantó inseguro, se tambaleó al rodear la partición.
Chico le siguió.
Pimienta hizo girar uno de los grifos, y echó bruscamente hacia atrás la mano cuando las cañerías iniciaron su queja.
—… no sale nada —aventuró.
—Dale un segundo.
Cuando el chorrito manó durante medio minuto, Pimienta hizo una mueca.
—Mierda, no es lo suficientemente grande para beber. —Se volvió de nuevo y se tambaleó hacia la puerta—. Que Dios me maldiga si quiero un poco de agua.
Chico, con divertida frustración, cerró el grifo y salió tras él. Pimienta estaba subiendo la cuesta.
Chico le observó dar unos cuantos pasos, luego se volvió para encaminarse hacia la comuna.
—¡Hey!
Volvió la vista.
—¿Qué?
—¿No vienes conmigo?
Su regocijo disminuyó a algo minúsculo.
—No. —Pese a lo minúsculo, le hizo aguardar la reacción de Pimienta.
—Hey, entonces —Pimienta regresó, con su tambaleo convertido ahora en un andar patizambo—, quizá será mejor que yo vaya contigo, ¿eh?
Chico echó a andar: no era la reacción que deseaba.
Pimienta lo alcanzó.
—Mira, primero iremos a lo tuyo, luego iremos a lo mío, ¿eh? Eso es justo.
—Hay una fuente con agua.
—¡No, no, hombre! Tienes prisa. No quiero entretenerte.
Chico suspiró, llegó a una decisión y gritó:
—¡LÁRGATE DE AQUÍ!
Pimienta se detuvo, parpadeando.
Chico inspiró profundamente y siguió andando, sacudiendo la cabeza. No me gusta gritarle a la gente, pensó. Y luego, sonriendo: Eso no es cierto…, sólo que no tengo muchas oportunidades de hacerlo.
Llegó a los árboles al borde del claro.
Los ladrillos de cenizas en el lado más cercano del fuego habían sido derribados. El humo remolineaba en el aire. Las cenizas griseaban la hierba.
No había nadie.
A tres metros de la mesa de picnic estaba el desgarrado saco de dormir que nadie utilizaba porque alguien se había puesto enfermo en él una noche y lo había ensuciado con sus vómitos y diarrea.
Desconcertado, caminó hasta el hogar, entre latas y envoltorios. (En el banco de picnic, alguien había volcado una caja de basura.) Rascó las cenizas con su sandalia. Media docena de tizones mostraron puntos rojizos que pulsaron, parpadearon y se apagaron.
—¿Lanya?
Se volvió, aguardando su respuesta, inquieto ante cualquier ruido en aquel anillado y brumoso claro. Incluso en el ápice del período de proyectos, siempre había normalmente media docena de personas junto al fuego. Una manta desgarrada yacía bajo el banco…, pero llevaba allí toda la semana. Los sacos de dormir y las mantas normalmente apilados al azar junto a los árboles y tras la leña habían desaparecido.
—¡Lanya!
¿Una mudanza repentinamente decidida? Pero ella hubiera sabido algo y se lo hubiera dicho. Excepto los ladrillos volcados de la pared del hogar, no había señales de violencia; sólo basura y desorden. Él había venido allí con ella a comer…, ¿cuántas veces? Había permanecido tranquilo y observado sus comedidos modales. Por un momento fantaseó que su reserva y su preocupación habían sido tan insoportables para ellos que todos, con Lanya cooperando, habían maquinado abandonarle, brusca y silenciosamente. La idea se hubiera demorado más de un momento en su cabeza si no le hubiera hecho sonreír; fruncir el ceño, sin embargo, parecía más apropiado.
—¿Lanya?
Se volvió para escrutar entre los árboles.
Cuando la figura que se ocultaba en la espesura se dio cuenta de que había sido vista, se puso en pie vacilante y avanzó. Era Pimienta.
—Estás buscando a alguien aquí, ¿eh? —Pimienta se inclinó para mirar a la izquierda, luego a la derecha—. Imagino que todos se han ido, ¿no?
Chico hizo chasquear la lengua y escrutó de nuevo el claro, mientras Pimienta juzgaba las distancias.
—Me pregunto por qué se habrán marchado. —Pimienta se acercó un poco más.
La irritación de Chico ante la presencia de Pimienta fue absorbida por su inquietud ante la ausencia de Lanya. No había estado tanto tiempo lavándose. ¿No podía haber esperado…?
—¿Dónde crees que puedan haber ido? —Pimienta avanzó otro paso.
—Bien, si no lo sabes, no me sirves de nada.
La risa de Pimienta fue ronca, débil, y tan enferma como su tos.
—¿Por qué no vienes conmigo a lo de Bunny? Vive detrás mismo del bar. Quiero decir, si no puedes encontrar aquí a tu amiga. Podrás conseguir algo de comer. A ella no le importa que traiga amigos. Dice que le gustan siempre que sean guapos, ¿sabes? ¿Has visto bailar alguna vez a Bunny?
—Un par de veces. —Chico pensó: tal vez haya ido al bar.
—Yo nunca. Pero se supone que es buena, ¿eh? A aquel lugar acude todo tipo de gente extraña. Me asusta entrar.
—Está bien. —Chico miró una vez más: ella no estaba allí—. Vamos.
—¿Vienes? ¡Estupendo! —Pimienta le siguió una docena de pasos. Luego dijo—: Hey.
—¿Qué?
—Es más corto si vamos por aquí.
Chico se detuvo.
—Dijiste que Bunny vive detrás mismo de Teddy’s.
—Ajá —asintió Pimienta—. Por aquí se va más rápido.
—Está bien. Si tú lo dices.
—Es mucho más corto —dijo Pimienta—. Mucho más. De veras. —Echó a andar, aún con las piernas rígidas, por entre los árboles.
Chico le siguió, dubitativo.
Le sorprendió lo pronto que alcanzaron el muro del parque; estaba justo al otro lado de una pequeña colina de árboles. El sendero que descendía hasta la puerta de los leones debía hacer más curva de lo que creía.
Pimienta trepó el muro, jadeando y haciendo muecas.
—¿Sabes? —jadeó desde el otro lado mientras Chico saltaba—. Bunny es un chico. Pero le gusta que le llamen «ella».
—Sí, sí, lo sé —dijo Chico, con una mano sobre la parte superior del muro. Saltó.
Pimienta retrocedió un par de pasos cuando Chico aterrizó sobre el pavimento.
—¿Sabes? —dijo, mientras Chico se ponía en pie—, eres como Pesadilla.
—¿Cómo?
—Él chilla mucho. Pero no lo hace a propósito.
—No volveré a gritarte —dijo Chico—. Puede que te parta la cabeza. Pero no volveré a gritarte.
Pimienta sonrió.
—Por aquí.
Cruzaron la vacía calle.
—Conoces a una nueva persona —murmuró Chico—, vas con ella, y de pronto te encuentras con una ciudad completamente nueva. —Lo ofreció como un pequeño y oblicuo cumplido.
Pimienta se limitó a mirarle, curioso.
—Recorres nuevas calles, ves casas que nunca viste antes, cruzas por lugares que nunca habías sabido que estuvieran allí. Todo cambia.
—Por aquí. —Pimienta se metió por entre edificios separados por poco más de medio metro.
Se deslizaron entre despintadas tablas. El suelo estaba sembrado de cristales rotos.
—A veces cambia incluso aunque sigas siempre el mismo camino —dijo Pimienta.
Chico recordó conversaciones con Tak, pero decidió no preguntar más a Pimienta, que no parecía ser demasiado bueno con las abstracciones. En el callejón, Chico se detuvo para sacudirse los cristales de su pie desnudo.
—¿Estás bien? —preguntó Pimienta.
—Es calloso como una piedra.
Caminaron entre las fauces abiertas de los garajes. Un coche azul —¿un Olds del 75?— había atravesado la pared de atrás de uno de ellos: tablas rotas y colgantes vigas, cristales rotos, señales de ruedas en la calzada. El coche estaba empalado en una madera rota hasta su colgante portezuela. ¿Quién, pensó Chico, había resultado herido en el coche, quién había resultado herido en la casa? Colgando del alféizar de otra ventana rota había el receptor de un teléfono azul… ¿arrojado a causa del miedo o de la furia? ¿Tirado accidentalmente o a propósito?
—Hum —Pimienta hizo un gesto con la barbilla hacia una puerta abierta.
Mientras cruzaban el oscuro corredor. Chico olió restos de algo orgánico y descompuesto, y aquello le recordó… Cuando recordó lo que era, ya habían salido al porche.
Alguien con un mono verde y botas de constructor naranjas, sobre una larga escalera apoyada contra la farola de la esquina —era la mujer que había visto la primera noche en el bar— estaba desatornillando el letrero de la calle.
El metal resonó contra el metal; CALLE HAYES fue retirado de su lugar. De la parte superior de la escalera tomó AVENIDA 23, lo colocó en el lugar del otro, y empezó a atornillar.
—Hey —Chico se sintió a la vez divertido y curioso—. ¿Cuál de los dos es cierto?
Ella frunció el ceño por encima del hombro.
—Ninguno de los dos, cariño, por todo lo que sé.
Pero Pimienta estaba cruzando hacia la puerta, sin ninguna señal en ella, que le era ya familiar. Chico le siguió, mirando hacia todos lados, desconcertado ante la humosa luz del día.
—No creo haber estado nunca antes aquí, de día.
Pimienta se limitó a gruñir.
La puerta por la que entraron era la que hacía dos desde del bar.
Arriba de los escalones, Pimienta bloqueó las rendijas e luz y golpeó con el dorso de la mano.
—Está bien, está bien. Sólo un segundo, querido. No es el fin del mundo —la puerta se abrió— todavía. —Un servilletero de plata sujetaba un pañuelo de seda blanca en torno al delgado cuello de Bunny—. Y aunque así fuera, no desearía saber nada al respecto a esta hora de la mañana, ah, eres tú.
—¡Hola! —La voz de Pimienta reflejaba alegría y entusiasmo—. Éste es un amigo mío, el Chico.
Bunny retrocedió unos pasos.
Mientras Chico entraba, Bunny apuntó a Pimienta con n nudoso y manicurado dedo.
—En realidad, la culpa de todo es de ese diente.
Pimienta exhibió su manchada y picada sonrisa.
—El Pekinés…, ¿has oído hablar del Pekinés? El Pekinés murió a causa de un diente ulcerado. —Bunny se pasó la mano por el decolorado y sedoso pelo—. Muéstrame a un chico con los dientes malos y simplemente sentiré tanta pena por él que… Oh, no soy responsable. Pimienta, querido, ¿dónde has estado?
—Jesús, tengo sed —dijo Pimienta—. ¿Tienes algo para beber? No puedes conseguir un solo maldito vaso de agua en el maldito parque.
—En el aparador, querido. No se ha movido.
Pimienta sirvió vino de un garrafón con una adornada etiqueta, primero en una taza sin asa, luego en un bote de mermelada de cristal.
—¿Tienes tú alguna idea de dónde ha estado? Sé que él no me lo dirá —preguntó Bunny mientras Pimienta le tendía a Chico el bote.
—Toma tú el vaso porque eres la compañía.
—Podrías haberme puesto uno a mí, querido. Pero eres famoso por no pensar en cosas como ésa.
—Jesucristo, cariño, creí que ya tenías uno trabajando. De veras. —Pero Pimienta no hizo ningún movimiento por servir otro.
Bunny alzó unas exasperadas cejas y fue a buscar una taza.
Pimienta engulló la suya.
—No le digas dónde estuve. Es asunto mío saberlo y suyo descubrirlo. —Fue a ponerse una segunda taza—. Vamos, coge una silla. Siéntate. Bunny, ¿no me echaste fuera la otra noche?
—Por la forma como te comportabas, muñeco, hubiera debido hacerlo. —Bunny se inclinó bajo el codo de Pimienta y, con la taza en la punta de sus dedos, se volvió—. Pero no tuve oportunidad. ¿Has observado eso en la gente que es estúpida de alguna manera particular?, son in-sen-si-bles —los ojos de Bunny se cerraron en la antepenúltima sílaba— a todo. Excepto un segundo antes de la catástrofe: entonces se rajan. Oh, saben cuándo va a producirse eso, de acuerdo. Supongo que tienen que saberlo. De otro modo estarían muertos. O perderían un brazo, o la cabeza, o algo. —Los ojos de Bunny se entrecerraron mirando a Pimienta (que, ya en su tercera taza, se había vuelto hacia la habitación, un poco más relajado)—. Querido, hubiera podido matarte la otra noche. Hubiera podido cometer asesinato. ¿Te eché? Si lo hubiera hecho, no estarías aquí ahora. Pero hoy me siento más calmada.
Chico decidió no preguntar qué era lo que había hecho Pimienta.
—Vamos —dijo Pimienta—. Siéntate. En el sofá. Ahí es donde duermo, se está bien. Ella duerme ahí dentro.
—Mi boudoir —Bunny hizo un gesto hacia otra habitación, donde Chico pudo ver un espejo y un tocador con botellas y frascos—. Pimienta se muestra siempre muy ansioso de dejar esto bien claro con todos sus nuevos amigos. Sí, siéntate.
Chico se sentó.
—Oh, ha habido algunas pocas veces, aunque probablemente volabas demasiado alto para recordarlas, en que te comportaste como un tigre. Pimienta, querido, no deberías preocuparte tanto por lo que piensen los demás.
—Si me preocupara lo que él piense, no le hubiera traído aquí —dijo Pimienta—. Si quieres un poco más de vino, Chico, simplemente sírvete. A Bunny no le importa.
—En realidad —Bunny retrocedió hasta la puerta de la otra habitación—, Pimienta forma parte de ese trágico fenómeno, el Gran Americano Nojodedor. Habla mucho acerca de lo mucho que lo desea, pero si quieres saber mi opinión, no creo que Pimienta se haya ido a la cama con nadie en absoluto en todos sus veintinueve años, a menos que alguien le haya saltado encima mientras dormía. ¡Y Dios me impida despertarle!
—Nunca hablo con nadie de nada que no haya hecho —dijo Pimienta—, lo cual es más de lo que puedo decir de ti. ¿Por qué no lo dejas correr?
Desde el sofá. Chico dijo:
—Sólo vine a ver si había alguien en Teddy’s. Quiero…
—Bien, echa una mirada, si quieres. —Bunny corrió el cerrojo de la puerta—. Pero lo dudo. Por ahí. Desde aquí puedes ver.
Intrigado, Chico se puso en pie y pasó junto a Bunny hasta la segunda habitación. Aunque nada estaba fuera de lugar, le dio la impresión —con tres sillas, una cama, una docena de cuadros en la pared, fotos extraídas de revistas (pero todas ellas enmarcadas)— de desorden. Naranjas, rojos, púrpuras y azules se apilaban sobre la cama. Flores amarillas de plástico colgaban sobre el lomo de una paloma rosa de cerámica. Interrumpiendo el papel floreado de la pared había una cortina negra.
—Ahí dentro.
Chico rodeó un mugriento almohadón de vinilo blanco (todo centelleaba con motas plateadas) y echó a un lado terciopelo negro. A través de las barras de la jaula, vio taburetes vueltos del revés alineados encima de la barra. Bajo la luz de una claraboya se dio cuenta de que nunca antes había apreciado —aquella era la primera vez que veía el lugar a la luz del día— que las vacías mesas estaban enormemente desvencijadas: todo el local tenía un aspecto más amplio y andrajoso.
—¿Está ahí el camarero? —preguntó Bunny.
—No.
—Entonces todavía no han abierto.
Chico dejó caer la cortina.
—¿No crees que es muy útil esto? Simplemente salgo ahí fuera y hago mi número, luego vuelvo en seguida aquí, y quedo aislada de todos. Vuelve dentro. No te vayas. —Bunny hizo un gesto a Chico para que regresara a la sala de estar—. De veras, creo que los escorpiones son absolutamente fascinantes. Sois la única organización ejecutiva realmente efectiva en toda la ciudad. Pimienta, ¿cuál era el nombre de ese amigo tuyo con todos aquellos feos músculos y aquel encantador y roto… —Bunny empujó ligeramente su labio superior con el índice— …ése de aquí?
—Pesadilla.
—Un chico fascinante. —Bunny miró a Chico—. Es más viejo que yo, querido, pero sigo considerándole muy joven. (Tienes que sentarte, de veras. Yo soy la única que puede ir de aquí para allá y poner a todo el mundo nervioso.) Vosotros, los escorpiones, hacéis más que nadie por mantener la ley y el orden en la ciudad. Sólo los buenos y los puros de corazón se atreven a salir a la calle una vez ha oscurecido. Pero supongo que así es la forma en que ha funcionado siempre la ley. La buena gente es aquella que vive su vida de modo que nunca tenga nada que ver con la ley. La mala es aquélla lo bastante desafortunada como para verse mezclada con ella. Me gusta la forma en que las cosas funcionan aquí, porque, puesto que tú eres la ley, ésta resulta mucho más violenta, hace mucho más ruido, y no está en todas partes a la vez: de modo que es más fácil para nosotros, la buena gente, evitarla. ¿Estás seguro de que no quieres un poco más de vino…?
—Ya le dije que se sirviera cuando quisiese.
—Yo se lo pondré, Pimienta. Puede que tú no seas un caballero, pero yo soy una dama. —Bunny tomó el bote de mermelada de manos de Chico y fue a llenarlo de nuevo—. Sólo una chica a la antigua, demasiado tímida para sumergirse en el turbulento río de la fama mundana, demasiado tarde para que la calabaza tirada por ratones me lleve al baile, demasiado vieja para el Gay Lib…, ¡sin mencionar el Feminismo Radical! —Bunny no podía tener más de treinta y cinco años, pensó Chico—. No en cuerpo, ¿sabes? Sólo en espíritu. Oh, bueno… Tengo el consuelo de la filosofía, o como demonios lo llaméis.
Chico se sentó en el sofá al lado de Pimienta.
Bunny regresó como el bote de mermelada lleno hasta el borde.
—Cuando dejas brillar tu pequeña luz, ¿en qué gran y luminosa bestia te conviertes?
—No soy un escorpión.
—¿Quieres decir que sólo te gusta vestirte así? ¿Y llevar un escudo en torno al cuello? ¿Mmmmm?
—Alguien me dio esas ropas cuando me puse perdidas las que llevaba. —Chico tomó el bote y sujetó el proyector al extremo de su cadena—. Ni siquiera tiene pilas ni nada. Simplemente lo encontré.
—Ah, entonces no eres realmente un escorpión, todavía. Como Pimienta, ¿no? Pimienta era un escorpión. Pero se le agotó la pila.
—Sospecho que fue eso. —Pimienta hizo sonar los eslabones de su escudo entre sus otras cadenas—. Tendré que mirar de procurarme otra y ver.
—Pimienta era el pájaro más encantador del paraíso. Plumas rojas, amarillas y verdes…, una casi podía ignorar su relación con el papagayo común. Luego empezó a parpadear, más y más, y a chisporrotear, y a perder fulgor. Finalmente —los ojos de Bunny se cerraron— se apagó por completo. —Los abrió—. No ha vuelto a ser el mismo desde entonces.
—¿Dónde pueden conseguirse algunas? Pilas, me refiero.
—En una tienda de radios —dijo Pimienta—. Sólo que los chicos han entrado a saco en casi todas ellas por aquí. En unos almacenes quizá. O tal vez con alguien que tenga alguna de reserva. Apuesto a que Pesadilla tiene un montón.
—Qué excitante anticipar cuál será tu aspecto luminoso, hacer cabalas sobre qué serás.
—Aquí dentro —Pimienta abrió su escudo con un chasquido— hay metida una cosa que se supone es el aspecto que tendrás. Pero si lo miras no es más que un montón de puntos coloreados, al menos para mí. La pila va aquí. —Metió una grisácea uña en el mecanismo—. Esto… —Y extrajo un objeto oblongo a franjas rojas y blancas con letras azules: 2<51/2 Voltios D. C., debajo de un anagrama que representaba un haz de rayos—. Ésta ya no vale una mierda. —La arrojó al otro lado de la habitación.
—No en el suelo, Pimienta, amor. —Bunny recogió la pila y la dejó en un estante detrás de algunas ranas de porcelana, jarrones de cristal de color y varios relojes despertadores—. Dime, Chico, ahora que me has encontrado a mí, ¿a quién estabas buscando exactamente?
—A una chica. Lanya. La conoces: hablaste con ella una noche en el bar, cuando estaba allí George Harrison.
—Oh, sí: La-que-tiene-que-ser-obedecida. Y tú estabas con ella. Ahora te recuerdo. Fue esa noche en que hicieron a George la nueva luna, ¿no? ¡La forma en que ese pobre hombre ha vuelto locas a todas esas chiquitas es sencillamente terrible!
Chico hizo girar su bote.
—Tiene un club de fans bastante numeroso.
—Más poder para él, digo. —Bunny alzó la taza por encima de su cabeza—. Pero si George es la Nueva Luna, querido, yo soy la Estrella Vespertina.
Pimienta liberó su tísica risita.
—Quiero salir a buscarla —dijo Chico—. Si aparece por Teddy’s cuando abra, ¿querrás darle un mensaje de…?
—No puedo pensar en ninguna razón por la que tenga que hacerlo. Ella se lo está pasando mucho mejor que yo. ¿Qué quieres que le diga?
—¿Eh? Sólo que he estado buscándola, y que volveré.
—Sonríe.
—¿Qué?
—Sonríe. Así. —El huesudo rostro de Bunny se convirtió en una máscara de la muerte en torno a unos brillantes y perfectos dientes—. Déjame ver una expresión de extática felicidad.
Chico frunció rápidamente sus labios en una forzada sonrisa, y decidió que aquélla era su última muestra de buena educación.
Bunny devolvió una pensativa sonrisa a la mueca de Chico.
—No pareces tener ningún punto especial de atracción. Realmente, te pondré muy abajo en mi lista. Es algo completamente personal, entiéndelo. Supongo que puedo hacer el esfuerzo de decirle a tu amiga que la estás buscando. Lo haré si la veo.
—Todo el mundo es el fetiche de alguien —dijo Chico—. ¿Quizá puedo seguir albergando esperanzas?
—Eso es lo que no dejo de decirle a Pimienta. Pero él simplemente no me cree.
—La creo —dijo Pimienta desde el extremo del sofá—. Eres tú quien no crees que te creo.
—Oh, supongo que no revelo ningún secreto embarazoso cuando digo que puedes ser muy dulce y afectuoso cuando te relajas. No, Pimienta sólo se siente terriblemente incómodo ante la idea de que alguien pueda encontrarle atractivo. Es así de simple.
—No es algo que haya ocurrido tan a menudo como para que puedas decir que me he acostumbrado a ello. —Pimienta miró de reojo al fondo de su taza, se puso en pie tambaleante y se dirigió al aparador. Al pasar junto a Bunny le dio un codazo en el brazo—. Bunny es un buen chico, pero está loca.
—¡Ay! —Bunny se frotó el brazo, pero sonrió a las espaldas de Pimienta.
Chico sonrió también e intentó no agitar la cabeza.
—De todos modos, ¿por qué estáis los dos ahora aquí? —preguntó Bunny—. ¿Qué hacen hoy los escorpiones? ¿No deberíais estar trabajando?
—¿Intentas echarme de nuevo a patadas? —Pimienta se inclinó para abrir un armarito y sacó otro garrafón, que puso en el aparador al lado del otro, ahora vacío.
Chico vio otros cuatro garrafones y decidió irse después de su vaso.
—¿Dónde ha ido la pandilla de Pesadilla esta mañana?
—Tú dijiste que los habías visto. ¿Cuántos eran?
—Veinte, veinticinco quizá —dijo Chico.
—Quizá vayan a destripar ese Emboriky’s. ¿Qué te parece eso?
—¡Oh, no! —Bunny dejó su taza—. Oh, bueno… —La volvió a tomar, dio un pensativo sorbo.
—Llevan un mes hablando de ello, pero él desea todo un maldito ejército.
—¿Para qué necesita tanta gente? —preguntó Chico—. ¿Qué es Emboriky’s?
—Unos grandes almacenes en el centro.
—Cosas preciosas —dijo tristemente Bunny—. Cosas absolutamente preciosas. Quiero decir que no es sólo coger cosas de a centavo la docena. Me encantaría poder tener aquí algo de lo que hay allí. Dar un poco de clase a este lugar. Oh, odio pensar en vosotros pisoteando por entre todo aquello.
—¿Nadie ha ido nunca a coger nada?
—Supongo que no —dijo Pimienta.
—Quizá sólo algunas cosas —explicó Bunny—. Pero, ¿sabes?, ahora está «ocupado». Un chico resultó muerto hace poco intentando entrar.
—¿Muerto?
—Alguien se asomó por la ventana del tercer piso —dijo Pimienta— y mató de un tiro al desgraciado hijo de puta. —Se echó a reír—. Otro par de personas recibieron tiros también, pero sólo eran transeúntes. Nadie más resultó herido.
—Quizá fuera el señor Emboriky, protegiendo sus valiosas posesiones. —Bunny contempló el fondo de su taza, alzó la vista al nuevo garrafón, pero se lo pensó mejor—. No le echo la culpa.
—No, no —dijo Pimienta—. Aquí ha habido muchas versiones. Pesadilla era uno de los que recibieron los disparos. Dijo que los disparos vinieron de un montón de sitios.
Bunny se echó a reír.
—¡Imagina! ¡Dos docenas de vendedores manteniendo valientemente a raya a las hordas bárbaras! Espero que esos pobres chicos no resultaran heridos.
—¿Por qué piensas que eran los vendedores del almacén? —preguntó Pimienta.
—No —suspiró Bunny—. Probablemente eran los que consiguieron llegar primero al departamento de caza.
—Pesadilla lo tiene claro. Quiere entrar allí y ver qué es lo que pasa. Supongo que yo también lo haría si alguien me disparara desde la ventana del tercer piso.
—¿Tú? —Bunny estalló al techo—. ¡Al momento siguiente estarías de vuelta aquí para meter la cabeza debajo de la almohada! ¿Por qué no estás ahora con ellos ahí fuera? No, no, está bien. Te prefiero aquí dentro, seguro y entero. Si consigues que te llenen el culo de perdigones, sé que siempre será por algo estúpido.
—Creo que dejar que te llenen el culo de perdigones es siempre estúpido, sea cual sea la razón.
—¡Exacto! —Bunny apuntó con un dedo admonitorio—. Limítate a agarrarte a esa idea y mantén a mamá feliz. ¡Un hombre honorable! —La mano de Bunny hizo girar la taza—. Sí, lo único que deseo es un hombre honorable. O una mujer…, no tengo prejuicios al respecto. Eso es lo que necesita realmente Bellona. —Bunny miró a Chico—. Pareces del tipo sensible. ¿Has pensado en eso alguna vez? Dios sabe que tenemos todo lo demás. ¿No sería agradable saber que alguien por ahí es un individuo como corresponde…, aunque sólo fuera como contraste?
—Bueno, tenemos a Calkins —dijo Chico—. Es un pilar de la comunidad.
Bunny hizo una mueca.
—Querido, es el propietario de este cubil de iniquidad donde exhibo mi pálido y flexible cuerpo cada noche. Teddy sólo lo regenta. No, me temo que el señor C no pasa el examen.
—Tienes a esa persona de la iglesia —ofreció Pimienta.
—¿La Reverenda Amy? —Bunny hizo otra mueca—. No, querido, es dulce, a su extraña manera. Pero no es en absoluto a eso a lo que me refiero. Sus sentimientos van por un camino completamente equivocado.
—No esa iglesia —contraatacó Pimienta—. La otra, allá al otro lado de la ciudad.
—¿Quieres decir el monasterio? —Bunny se mostró pensativa, y Pimienta asintió—. Realmente no sé mucho acerca de él. Lo cual es un tanto a su favor, estoy segura.
—Sí, alguien me hablo de él en una ocasión —dijo Chico, y recordó que había sido Lanya.
—Sería estupendo pensar que, en algún lugar dentro de sus paredes, hay alguna persona auténticamente buena que camina y medida. ¿Puedes imaginar eso? ¿Dentro de los límites de la ciudad? Quizás el abad o la madre superiora o como sea que les llamen. Mientras los escorpiones planean el asalto a Emboriky’s.
—Quizá, si te acercaras al monasterio, alguien te disparara también.
—Es muy probable. —Bunny miró de nuevo al garrafón—. Y sería una lástima. No me haría en absoluto feliz.
—¿Dónde está ese lugar? —preguntó Chico; dentro de su memoria se le ocurrió la fantasía de que Lanya, con su curiosidad hacia él, podía haber ido allí.
—En realidad no lo sé —dijo Bunny—. Como cualquier otra persona en la ciudad, te limitas a oír acerca de él hasta que te tropiezas con él cara a cara. Tienes que ponerte a merced de la geografía y esperar que las subidas y bajadas, trabajando para propiciar lo mucho que sientas en contra y lo mucho que sientas a favor, terminen conduciéndote hasta allí. Finalmente acabarás encontrándolo. Como estamos cansados de oír, ésta es una ciudad terriblemente pequeña.
—He oído decir que está al otro lado de la ciudad —señaló Pimienta—. Sólo que ni siquiera sé qué lado de la ciudad es éste.
Chico se echó a reír y se puso en pie.
—Bien, tengo que irme. —Apuró el vino, y paladeó su amargo regusto. Vino, lo primero que metía en su estómago por la mañana, pensó. Bueno, había hecho cosas peores—. Gracias por el desayuno.
—¿Vas a irte? Pero amor, tengo aquí lo suficiente como para desayunar, comer, merendar, ¡e incluso cenar!
—Oh, vamos —dijo Pimienta—. Toma otro vaso. A Bunny no le importa la compañía.
—Lo siento. —Chico apartó su bote de mermelada del alcance de Bunny—. Gracias. —Sonrió—. Volveré en otra ocasión.
—Sólo te dejaré si me lo prometes. —Bunny tendió bruscamente la mano hacia el pecho de Chico—. No, no, no te sobresaltes. Mamá no va a violarte. —Bunny apoyó un dedo debajo de la cadena que cruzaba el estómago de Chico—. Tenemos algo en común, tú y yo. —Con la otra mano, Bunny alzó la seda blanca para mostrar la cadena óptica en torno a un delgado y venoso cuello—. Pesadilla y yo. Madame Brown y Pesadilla. Tú y Madame Brown. Me pregunto si traiciono algo mencionándolo. —Bunny se echó a reír.
Chico, sin saber exactamente por qué, sintió que sus mejillas se acaloraban y el resto del cuerpo se enfriaba. No puedo haber absorbido tan completamente la costumbre de la reticencia en tan poco tiempo, pensó. Y sin embargo seguía deseando ansiosa y urgentemente marcharse.
Bunny estaba diciendo:
—Le transmitiré a tu amiga lo que me has dicho si la veo. ¿Sabes?, aunque tuvieras una de esas…, ejem, sonrisas que encuentro absolutamente irresistibles, le transmitiría tu mensaje. Porque, ¿sabes?, quiero gustarte, y que vuelvas. Hacer algo que tú quieres que haga puede ser una forma de conseguirlo. Sólo por el hecho de que yo no sea una buena persona —Bunny parpadeó—, no tienes que pensar que soy mala.
—Sí. Claro. Gracias. —Chico se apartó con un tirón del dedo de Bunny—. Ya nos veremos.
—¡Adiós! —dijo Pimienta desde la alacena, donde estaba sirviéndose más vino.
Ahora el letrero de la calle decía FILBERT y PEARL.
La escalera y la mujer de verde habían desaparecido.
Meditó y comparó direcciones, desechó el parque, miró hacia donde la bruma era más densa («Pearl» abajo), y echó a andar. ¿Lanya? Recordó su llamada, un eco en la brumosa imprecisión, una imagen residual en su oído. ¿Aquí? ¿En esta ciudad? Sonrió, y pensó en abrazarla. Escogió entre sus dudosos recuerdos, preguntándose hacia dónde iba. Sólo cuando estamos despojados de toda finalidad, pensó, sabemos quienes somos.
Su desaparecido nombre fue un repentino dolor y, de pronto, lo deseó, lo deseó con la misma urgencia que le había hecho aceptar finalmente el que Tak le había dado. Sin él podía buscar, sobrevivir, transmitir palabras en el bloc de notas de alguien, cometer un extravagante asesinato, luchar por la supervivencia de alguien. Con él, sólo caminar, sólo existir, podía ser más fácil. Un nombre, pensó, es lo que otra gente te llama. Y eso es exactamente lo que es importante y lo que no. ¿El Chico? Pensó: Voy a llegar a los treinta dentro de un puñado de inviernos y sol. Qué poco importante será entonces el que no pueda recordarlo. Qué importante lo que significa el no ser capaz de recordar. ¿Quizá soy alguien famoso? No, recuerdo demasiado bien lo que he hecho. Me gustaría sentirme desgajado de ello, solo, una aislada sociedad de uno, como todos los demás. ¿Alienación? No se trata de eso. Estoy demasiado acostumbrado a gustar.
¡Maldita sea! Deseó tener el bloc de notas; pero ante el sentimiento, mientras escuchaba, no brotó ninguna palabra para iniciar la compleja fijación. Acariciando las hojas que colgaban de su cintura, escuchando, sin sentir el filo que raspaba su encallecido pulgar, dobló otra esquina.
Los motores de automóvil eran algo tan poco familiar que se asustó hasta que vio realmente el autobús. Se detuvo junto a la esquina, al lado de la parada pintada con cal. Clap-clap, las puertas. Observó al casi calvo conductor fruncir los ojos hacia el parabrisas, como examinando el tráfico.
¿Por qué no?, pensó, y subió los desgastados peldaños de goma.
—¿Hace usted transbordo?
—Hey, lo siento. Si hay que pagar billete o… —Retrocedió.
Pero el conductor le hizo un gesto de que entrara.
—Éste es un punto de transbordo. Pensé que quizá hacía transbordo desde otra línea. Pase. —Clap-clap; el autobús osciló hacia delante.
Un viejo dormitaba en el asiento de atrás, el sombrero echado hacia abajo, el cuello hacia arriba.
Una mujer en el asiento delantero permanecía sentada con las manos cruzadas encima de su libro de bolsillo. Una mujer más joven de aspecto grueso miraba por la ventanilla. Un muchacho algo más delgado se sentaba nervioso inmediatamente detrás de la puerta trasera, frotándose una zapatilla con la otra.
Una pareja —él con las rodillas separadas, hundido en el asiento con los brazos cruzados y el rostro beligerante, ella con las piernas juntas, el rostro registrando algo entre el miedo y el hastío— estaban esforzándose en no mirarle.
Se dio cuenta simultáneamente de que no había ningún asiento desde el cual pudiera observarlos a todos, y de que era el único no negro en el autobús. Decidió prescindir del viejo y ocupó el penúltimo asiento.
¿Adónde…, pero no pudo pensar: voy? Miró por encima de las barras del respaldo de los asientos a la gruesa nariz y los gruesos labios, la afilada barbilla perfilada debajo de la amplia redondez.
Observó los edificios que ella estaba mirando pasar en un movimiento sin finalidad.
Ella parpadeó.
Él sólo se sentía nervioso ante las curvas, y tenía que refrenar el absurdo impulso de preguntarle al conductor a dónde se dirigía el autobús. El trayecto, con sus implicaciones de fácil regreso, parecía seguro. El autobús giró de nuevo, e intentó gozar del hecho de sentirse perdido: pero estaban yendo paralelos a su primer camino.
Pasaron unas abandonadas obras en la calle. Sólo uno de los caballetes estaba roto. Pero de un camión con un neumático deshinchado se derramaban rollos de cable por todo el pavimento.
Dejó que su estómago se destensara, maravillándose de que aquellos restos del desastre aún le excitaran.
Después del destrozado cristal de una tienda de excedentes de la marina militar llegaron marquesinas de cines; ninguna letra en la primera, una sola R en la segunda; tuvo tiempo de reconstruir la única línea que quedaba en la tercera: «Tres estrellas, dice el Times.» En la siguiente, R, O y T estaban situadas una encima de la otra; E, Q y U eran seguidas por un espacio de tres letras y luego una Y. Contemplando los mensajes, buscó con los dedos la espiral del bloc de notas, pero sólo tropezó con sus nudillos contra las hojas.
En una cartelera, de unos dos por cinco metros, George Harrison, desnudo, casi una silueta delante de un gigantesco disco lunar, alzaba la cabeza para buscar o aullar o maldecir en la noche. El negro, sólo reconocible por un destello de luz aquí y allí, estaba de pie a la izquierda; la derecha del póster estaba llena con la vista nocturna de un bosque.
Chico se volvió a medias en su asiento para observarlo, luego regresó su vista al autobús a tiempo para ver a los otros volverse. Apoyó los puños en el asiento entre sus separadas piernas y se inclinó, sonriendo y hundiendo el cuello entre doblados hombros.
E TO RT
S R OGS
Y T E G TTA
Y anunciaba la siguiente marquesina. Contempló los rotos escaparates de los comercios…, en uno de ellos había una pila de maniquíes desnudos. La calle se ensanchaba, y en una ocasión el humo se hizo tan denso que no pudo distinguir ninguna letra de la última marquesina de la serie.
¿Adónde voy?, pensó, creyendo que eran simples palabras. Luego llegaron los ecos: el estremecimiento en la espalda, el castañeteo de los dientes, la abertura tras los cerrados labios, los bamboleos y las sacudidas del motor. Buscó sombras y no halló ninguna en el penumbroso autobús, en la pálida calle. De modo que buscó qué rasgos sobresalientes arrojaban sus sensaciones corporales sobre la matriz nerviosa. Ninguna en la que rastrear un recuerdo del rostro de ella, moteado e incompleto, como si la luz incidiera sobre él a través de hojas. Intentó reírse de su pérdida. No a causa de esto, oh no. Es el vino: Cristo, pensó, ¿dónde fueron todos? El viejo tras él gimió en su sueño.
Miró por la ventanilla.
Arriba de la pared color arena, letras doradas (las leyó primero de abajo a arriba):
E
M
B
O
R
I
K
Y’
S
Sólo un escaparate estaba roto: ahora estaba cubierto con tablas sujetas con clavos. Otros dos estaban tapados con lonas. Una raja en otro cerraba el cristal de parte a parte.
Chico tiró de la desgastada cuerda del techo, luego se sujetó en la barra del respaldo del asiento que tenía delante hasta que el autobús, una manzana más adelante y no sin dejar de sorprenderle, se detuvo. Saltó a la acera y se volvió; a través de la sucia ventanilla pudo ver a la pareja que no le había mirado cuando subió contemplarle ahora fijamente. El autobús se fue.
Estaba diagonalmente de pie al alcance de los pisos quinto, sexto, séptimo y octavo del almacén. Inquieto, retrocedió hacia un portal. (Gente con escopetas, ¿en?) Buscó su orquídea…, la miró. Era un arma totalmente estúpida. ¿Gente disparando desde las ventanas? Algunas, allá arriba, estaban abiertas. Otras estaban rotas. Al otro lado de la calle, la rejilla de una cloaca despedía volutas de vapor. ¿Por qué, pensó, había bajado allí? Quizá la gente de ahí dentro se hubiera ido, de modo que todo lo que tenía que hacer era cruzar la calle y… La piel de su espalda y vientre se erizó. ¿Por qué había bajado allí? Había sido en respuesta a algún ignoto sentimiento en embrión, y había saltado del autobús, siguiendo su rastro. Pero ahora había nacido; y era terror.
Cruza la calle, jodido hijo de madre, se dijo a sí mismo. Acércate al edificio y no te podrán ver desde las ventanas.
Aquí, cualquiera puede simplemente apuntar y derribarte con sólo que se le ocurra hacerlo. Se dijo a sí mismo algunas otras cosas también.
Un minuto más tarde, caminó hacia la esquina opuesta, se detuvo junto a una boca de incendios, apoyó la mano contra la piedra beige, inspirando largas y lentas bocanadas y escuchando su corazón. El edificio ocupaba toda la manzana. No había escaparates en el callejón lateral. Excepto la puerta frontal, no había ningún lugar del almacén desde donde pudiera ser visto. Miró a través de la avenida. (Por las letras que aún quedaban sobre aquel cristal roto, aquello debió haber sido una agencia de viajes, Y allá abajo… ¿Algún tipo de edificio de oficinas, quizá? Marcas de quemaduras mostraban grandes lenguas color carbón en torno a los pisos inferiores.) La calle parecía tan ancha…, pero eso se debía a que no había ni coches ni bordillos.
Echó a andar por el callejón, pasando la mano por la piedra y alzando ocasionalmente la vista hacia el imaginario hombre con el rifle asomándose por una ventana para disparar directamente hacia abajo.
No hay nadie ahí dentro, pensó.
No hay nadie viniendo a mis espaldas…
Al extremo de la manzana, algo se… ¿movió? No, era una sombra entre dos camionetas aparcadas.
—Hey —dijo alguien directamente al otro lado del callejón, con una voz justo por debajo de lo normal—. ¿Qué jodida mierda crees que estás haciendo, eh?
Su hombro rozó duramente contra la pared; se apartó, frotándoselo.
Un recio hombro se asomó de detrás de una puerta de metal al otro lado del callejón.
—No te pongas nervioso. —La mitad del rostro de Pesadilla emergió. Chico pudo ver la mitad de su boca hablando—. Pero cuando cuente tres, saca tu culo de aquí tan rápido que yo pueda ver el humo. Uno. Dos… —El ojo visible se alzó para mirar algo arriba, en la pared del almacén, volvió a bajar—. Tres.
Pesadilla agarró a Chico por el brazo, y el recuerdo de atravesar el pavimento se vio diluido por los arañazos en la espalda, rodilla y mandíbula.
—Hey, hombre, no tienes que… —mientras Pesadilla le hacía cruzar la entreabierta puerta.
Dentro estaba oscuro en sus cuatro quintas partes, y había un montón de gente respirando pesadamente.
—Maldita sea —dijo Pesadilla—. Quiero decir, Jesucristo.
Él dijo:
—No tienes por qué romperme la cabeza —más bajo de lo que había pretendido.
Alguien muy negro, con un traje de vinilo, se echó a reír fuertemente. Por un momento pensó que era Dragón Lady, pero era un hombre.
Pesadilla emitió un sonido de disgusto. La risa se cortó en seco.
El hombro lleno de cicatrices de Pesadilla (ésa fue la primera cosa que vio Chico cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad) medio ocultaba el rostro de Denny, del mismo modo que la puerta había ocultado la mitad del de Pesadilla. Los demás rostros eran más oscuros.
—¿No lo crees, de veras? —Pesadilla seguía sujetando el brazo de Chico. Le agarró el pelo con la otra mano—. ¡Hey! —y le hizo dar un giro de 180 grados: el rostro de Chico se aplastó contra tela metálica, detrás de sucio cristal, y al otro lado había…
—Ahora mira hacia ahí arriba.
Chico enfocó la vista fuera de la sucia ventana del segundo piso del almacén.
—¿Ves bien?
… había una ventana donde unas letras doradas trazaban un arco: Última Moda. Y detrás de ellas, un hombre, con un rifle en una mano, se rascaba el delgado cuello bajo una camisa azul deportiva demasiado grande para él, luego se apartó un poco.
—Ahora —con dulzura—, ¿qué demonios estás haciendo aquí? —Pesadilla tiró hacia atrás de la cabeza de Chico, apartándola de la ventana, antes de soltarle—. Vamos. Dímelo.
—Sólo —el dolor se asentó en él, blanco como la ansiedad— pasaba por aquí y… —El dolor recedió.
—Tendría que abrirte la cabeza, ¿sabes?
—Hey, hombre, no…
—Cállate, Jetadecobre —dijo Pesadilla.
El negro grande, barbudo y pelirrojo se inclinó en el rincón.
—… no tienes por qué hacerlo —terminó—. Yo lo haré por ti, si quieres. —Hizo una seña hacia Chico con la cabeza, en rezumante reconocimiento—. Dámelo a mí.
—Ve a que te jodan. —Pesadilla agitó un perentorio puño—. Así que sólo pasabas por aquí, ¿eh? Llevamos tres meses planeando esto, ¿y tú simplemente pasabas por aquí?
—Bueno, Pimienta me dijo que quizá estuvierais aquí y…
Pesadilla bufó otra vez.
—Hemos estado planeando…
—Déjalo venir con nosotros —dijo Denny—. No va a causar ningún problema. Yo le diré lo que tiene que hacer.
Pesadilla miró interrogativamente por encima del hombro.
—De veras —insistió Denny.
En su rincón, Jetadecobre alzó su listón de debajo del brazo.
—Puede ir con mi grupo —repitió Denny—. No se meterá por en medio.
Inseguro, Chico pensó: tres contra dos.
Pesadilla agitó una vez más su puño; y gruñó.
—Ven —dijo Denny—. Irás conmigo.
—¡No le permitas que enrede en nada! —advirtió Pesadilla, adelantando la mandíbula.
—Sí. El Chico se portará bien.
—Mejor que así sea.
—Es un buen tipo. Pesadilla. Bueno, tú mismo dijiste que era un buen tipo.
Pesadilla gruñó una vez más.
Chico se apartó de su lado, intentó no mirar a Jetadecobre y falló. Jetadecobre parpadeó y empezó a sonreír. Chico pensó que si volvía a producirse algún conflicto entre los dos, aquello podía costarle la vida.
Denny le dio una palmada en el brazo.
—Vamos. —Miró a su alrededor y, en voz más alta—. Vamos, chicos.
Una docena de hombres (más o menos) se arracimó a su alrededor; y estaban cruzando otra puerta, siguiendo a Denny. ¿El vestíbulo de alguna especie de depósito? ¿Quizá el pasillo de atrás de otro almacén? Contempló los rostros a su alrededor. El tipo realmente negro vestido de vinilo alzó la vista de la orquídea de Chico, parpadeó, apartó la mirada; él también llevaba una, pero en un armazón todo de cuero.
—Por aquí —dijo Denny, principalmente a Chico—. Esperaremos aquí. Síguenos cuando actuemos. No te preocupes.
Aguardaron detrás de otra puerta. Una ventana a un lado mostraba la arenosa pared de Emboriky’s.
Denny miró con él por encima de los escorpiones.
Chico pensó: supongo que aventajan a Pimienta.
Denny cruzó los brazos y se inclinó al lado de la ventana, mirando ocasionalmente fuera.
Como el pequeño hermano rubio de Jetadecobre.
Tienen un plan, pensó Chico, y yo estoy metido en él.
No estoy pensando en Lanya.
Los pies, uno envuelto en cuero mojado, el otro sobre el arenoso suelo, le hormigueaban. ¿Cómo he llegado hasta aquí? ¿Decidí llegar? Quiero controlar a esa gente. (El hormigueo alcanzó su cabeza, se atenuó.) Decidir. Observar y seguir con ellos, sin armar jaleo. Le preguntaría a Denny los detalles del plan… El hormigueo volvió, así que no lo hizo. ¿Observar? Pero su mente se retorció hacia dentro. Bien. ¿Qué pensaba? A Pesadilla, con toda su no reciprocidad, le gustaba. Jetadecobre era eficiente y detestable, una intrigante combinación porque, en su experiencia, eso no era habitual. ¿Denny? Sorprendido, se dio cuenta: Denny le había dado las ropas que llevaba ahora, había sido el primero en cercenar la obtruvisa doble c de su nombre, y ahora lo tenía en custodia. Miró de reojo a dos de los tipos negros inclinados junto a la ventana (Denny miró a Chico, al suelo, a la ventana) entre las enrejadas sombras. El lugarteniente de Pesadilla… Intentó pasar revista a los rostros de la izquierda, al final del pasillo; había más de tres mujeres en el grupo. Impulsado por el viaje en el autobús, meditó sobre los porcentajes de población de Fenster: ¿qué porcentaje era negra? ¿George? Aguardando, encadenado y florido (había visto media docena de cuchillos), no deseó individualizarles. Antes mejor tratar con su masa que con su textura. (Sacerdote, Ántrax, Dama de España…, esos nombres habían sido ya susurrados a su alrededor: Devastación, Cristal (el negro enfundado en vinilo), California, Filamento, Revelación (rubio como Bunny pero con una piel brutalmente roja), Ángel, Dólar, D-t.) Luchar contra eso. Unas dos docenas apiñados allí en aquel grisor sobre grisor, aguardando: probablemente hay más aquí que han matado por accidente que por intención. Eso los hace peligrosos. ¿En qué pueden convertirse?
—¿Funciona eso? —Denny señaló al escudo de Chico.
—No hay pila.
Denny agitó la cabeza, imitando el disgusto de Pesadilla.
—Entonces quédate conmigo.
O la gente o la situación son fastidiosas. Pero o la situación o la gente son intrigantes. No puedo centrar la distinción. Ni, aunque hubiera elegido, sería útil. De nuevo estoy en un lugar donde esperar es más instructivo que la acción inicial o terminal. Sin pensar en la vinculación con Lanya: su verde parpadear cuando algo que yo hago la sorprende, su expresión (siempre parece triste) segundos antes de echarse a reír cuando algo que yo hago la divierte. ¿Es esto como olvidar un nombre? Deseo hallarme entre esa gente. (¿Dónde puede haber ido ella?) Es difícil, porque tiene tan poca entidad, considerar que no quiero estar con ella. Pero ésos, que rechinan los dientes y resoplan y se refrenan en una interesante espera: ¿cuál es su plan? No siento demasiado miedo de lo que no sé acerca de lo que hacen; el frío y absorbente miedo que acostumbraba a sentir antes robando libros y tebeos de los kioscos de la esquina, hurtando pequeñas brújulas y balas de adorno de los almacenes de excedentes de la marina militar.
Mucho tiempo más tarde, a bastante distancia, alguien silbó.
—Vamos —dijo Denny, y todo el mundo se movió.
Las puertas se abrieron.
Cruzaron corriendo la calle; los escorpiones corrían calle arriba.
—¡Ahí dentro! —Bajaron unos escalones, y se hallaron ante una puerta metálica a un lado de Emboriky’s. Chico pensó: granos luchando por cruzar la angostura de un reloj de arena. Observó a Denny a tres pasos por delante de él, se detuvo cuando Denny se detuvo (al final de más escalones), apresuró el paso tras él (Mundos dentro de mundos: estoy en un mundo distinto). En el primer rellano, Denny hizo un gesto a los otros para que pasaran delante, miró para asegurarse de que Chico estaba aún detrás de él (Los planos, completos y sincronizados, bosquejaban la disposición de los pisos, los esquemas del cambio de guardias…, no había visto a nadie que pareciera tan inteligente), luego se quitó una pesada cadena del cuello y la enrolló dos veces en torno a su puño.
—Por aquí. —Los demás ruidos de pasos se apagaron encima de ellos cuando salieron de la escalera por una amplia puerta.
Chico extrajo su orquídea de la trabilla de su cinturón (la trabilla, deshilachada por la orquídea, se partió) y metió el puño dentro del arnés.
—¿Qué hay aquí dentro?
—Nada —dijo Denny—. Espero.
El corto vestíbulo terminaba en una habitación llena de cajas de cartón. (El papel de envolver en el apartamento 19-B. ¿Por qué?) Habían caído de medio amontonadas pilas y ahora cubrían el suelo; habían sido empujadas a un lado formando montones y habían vuelto a caer.
—¿Qué estamos haciendo, eh? —preguntó Chico.
—Mantener nuestros culos fuera de problemas —dijo Denny—. Van a ir por ahí y conseguir que les disparen, y tú tienes más sesos que eso. El almacén tiene ocho pisos. Ocupa toda la manzana. Imaginamos que puede que haya diez, quizá quince personas ahí dentro. Creo que están en el entresuelo. —Miró de nuevo hacia atrás—. Espero.
Salieron a una oscuridad que se convirtió en sólo tres cuartos de oscuridad. Chico olisqueó. Algo había ardido también allí dentro. Su brazo rozó colgante plástico. Se abrieron camino, entre hileras de cortinas de ducha, a lavabos, bañeras y accesorios de baño.
—¿Seguro que esto es el entresuelo?
—La barandilla tendría que estar por aquí.
—¿Has estado aquí antes?
—Mantente agachado —dijo Denny—. No. Pero hablé con alguien que sí había estado.
—¿Qué está intentando hacer Pesadilla aquí? —susurró Chico.
Denny volvió a mirar hacia atrás.
—¿Crees que lo sabe? ¡Esto no es más que correr!
Alcanzaron las toallas. Caminaron, junto a un mostrador volcado, por entre montones de tela de toalla. La fría y chamuscada oscuridad se detuvo en una barandilla de cristal con un pasamanos de latón. Brotaba luz de abajo; inclinándose hacia fuera («Hey, vigila lo que haces —dijo Denny—, puede haber alguien ahí abajo.»), Chico no pudo ver su fuente.
Hay gente ahí dentro, pensó Chico. ¡Hay gente ahí dentro, yendo de un lado para otro con escopetas! Miró por encima de la barandilla, hacia los mostradores y pasillos de abajo, donde grises bandas de luz iluminaban artículos incognoscibles.
Uno, dos escorpiones pasaron corriendo entre ellos.
Denny sujetó a Chico por el hombro.
Tres más, como ratones en un laberinto, zigzaguearon por entre los pasillos.
—Hey, ¿qué demonios creéis que estás haciendo…? —gritó alguien que sonaba como si estuviese en una escalera.
Cinco cabezas, desplegadas entre lencería y correas de reloj, se volvieron. Dos de los escorpiones se encendieron como bombillas de flash…, un gallo y una especie de bebé dinosaurio.
Chico se apartó de la luz. Denny estaba mirando hacia arriba, consciente de pronto de que ambos arrojaban sombras que oscilaban en el techo.
—¡Apagad vuestras malditas luces! —ése era Pesadilla.
El escopetazo llenó dos de los pisos. El eco perduró durante un tiempo.
Algún plano reflejo que no contenía ni miedo ni excitación lo empujó hacia atrás, alejándolo de la barandilla (por un momento vio el excitado, asustado rostro de Denny), entre los oscuros exhibidores. Luego Denny estuvo detrás de él.
—¡Hey, han entrado! ¡Hey, los malditos han conseguido entrar…!
—¿Mark? —Una mujer—. ¿Mark? Mark, ¿qué ocurre ahí abajo…?
—¡Vuelve atrás! ¡Han entrado! ¿Acaso no has visto…?
El eco despojó de todo significado una cuarta voz fricativa.
Alguien más cerca intentó interrumpir:
—¿Quién eres…? ¿Por qué no…? Hey, mira…
—¡Vi sus luces! ¡Por el amor de Dios, vi sus luces! Y alguien dijo algo, además. Vi…
Algo envuelto en plástico golpeó el hombro de Chico. Y la mujer que estaba de pie detrás agitó el rifle hacia él, dijo «¡Ahhhaaaaa!», y empezó a retroceder.
Mutuamente, pensó Chico, paralizados por el terror.
Pero Denny no estaba paralizado. Aferró el proyector de su escudo y desapareció en luz.
Ni tampoco lo estaba la mujer. Retrocedió tambaleante ante el repentino resplandor y disparó al azar contra algo entre ellos. El rifle suspiró un crac, y Chico reconoció su vestido verde: era la mujer, Lynn, que se había sentado a su lado en su última visita a los Richards. Ahora, mirando hacia todos lados y gritando, alzó el rifle para bloquear la luz. En la culata, iluminada por el escudo de Denny, en una calcomanía cuatricolor: Red Rider sonreía a Little Beaver, rodeado por un lazo amarillo. El compresor de aire resonó. Iba a meterle un perdigón en el ojo, pensó: y arremetió.
Creyó que ella iba a arrojarle el arma a la cara.
Pero la mantuvo sujeta, y cuando no la soltó al segundo tirón (las hojas de la orquídea cliquetearon contra el cañón, fuertemente aferrado), la retorció y le lanzó una patada a la mujer. Ella retiró las manos, estremecida, las agitó, se volvió. Golpeó su hombro con la culata del rifle, y ella desapareció en la oscuridad.
Se volvió, sobre todo para ver dónde estaba Denny:
Un glóbulo de luz a tres metros, lleno de color y desenfocado, se hundió sobre sí mismo como una ameba entrando en erupción.
Se apagó, y la mano de Denny descendió de su cuello. Chico señaló hacia él con la escopeta de perdigones.
—¿Qué demonios se supone que eres? —susurró. El miedo le hizo reír.
Agitando el arma, echaron a andar por entre las sombras del entresuelo.
—¿Eh?
—Tu escudo.
—Oh. Hará como un mes, le ocurrió algo. Supongo que cortocircuité alguna cosa, y la rejilla de protección, es de plástico, se fundió o algo así. Así que brota de este modo. Creo que me gusta.
—¿Qué eras antes? —Giraron junto a apilados rollos de tela.
—Una rana —dijo Denny en un susurro confidencial.
¿Qué había pasado realmente, se preguntó de pronto Chico, con la mujer?
Alguien gritaba de nuevo. Abajo, Pesadilla exclamó:
—¡Hey, hombre, vigila eso! —y su excitada risa.
Llegaron a una escalera: estaba completamente a oscuras. Tres escalones hacia abajo, y Chico dijo:
—Espera…
Medio piso más abajo, Denny preguntó:
—¿Qué ocurre?
—Se me rompió la correa de la sandalia. La he perdido. —Escuchando la respiración de Denny, Chico tanteó con el pie, el escalón de arriba, el escalón de abajo.
De pronto, Denny dejó de respirar pesadamente y dijo:
—Hey, gracias.
—No puedo encontrarla —dijo Chico—. ¿Gracias por qué?
—Supongo que me salvaste la vida.
—¿Eh?
—Esa mujer. Me hubiera disparado de haber tenido la oportunidad.
—Oh. —Los dedos de los pies de Chico rozaron la pared—. No fue nada. También me hubiera disparado a mí. —Pensó: ¿con una escopeta de perdigones? Con sus quince años, Denny fue repentinamente alguien demasiado joven—. Esa maldita cosa tiene que estar por algún lado aquí cerca.
—Déjame encender una luz —dijo Denny, y se iluminó.
Chico se volvió hacia todos lados para ver si su sandalia estaba debajo de su sombra.
—Quizá haya caído abajo… —Miró por encima de la barandilla—. Bueno, no importa…, apaga eso, ¿quieres? —La ameba luminosa se colapso. La escalera se llenó de oscuridad—. ¿Puedes oír algo?
La pulsante mancha en la oscuridad dijo, tentativamente:
—No.
—Entonces vamos. —Chico siguió bajando.
—De acuerdo —susurró Denny delante de él.
… me hubiera disparado a mí, si hubiera tenido la oportunidad: ¿lo hubiera hecho si me hubiera reconocido? ¿O le hubiera arrebatado el rifle si yo no la hubiera reconocido a ella? (Tropezó blandamente con el hombro de Denny.) Él cree que le he salvado la vida. ¿Qué —porque vio luz— están haciendo ahí fuera? Golpeándose los hombros, caminaron por la silenciosa planta baja.
Denny avanzó entre hileras de crepusculares trajes de tweed y pana.
Chico contempló la figura que se alzaba de pie justo al otro lado de la puerta a su lado (que era, por supuesto, un espejo enmarcado en madera, ligeramente inclinado de modo que reflejaba el suelo formando un ángulo) y… En los vestuarios de un gimnasio, que daban al campo, alguien había arrojado en una ocasión una bola de nieve contra su desnuda espalda.
Mirando, experimentó de nuevo (y recordó) aquel momento de aquel invierno en Vermont. Luego lo olvidó, contemplando el reflejo, intentando recordar, ahora que había mirado por tercer, por cuarto, por quinto segundo lo que le había impresionado en un primer momento. Alzó una mano (la mano reflejada se alzó), volvió un poco la cabeza (la otra cabeza se volvió ligeramente), inspiró (el reflejo hizo una inspiración); se tocó la chaqueta (el reflejo tocó su camisa caqui), luego alzó repentinamente la mano para golpearse la barbilla (el reflejo se golpeó su densa y negra barba) y parpadeó (los ojos parpadearon tras el marco de plástico negro de sus gafas).
Los pantalones, pensó, ¡los pantalones son los mismos! Había un hilo blanco culebreando por el dril negro en su cadera. Él (y el reflejo) lo sujetaron con cuidado, arqueó repentinamente los desnudos dedos de los pies sobre la moqueta (las puntas de las botas negras del ingeniero se flexionaron), luego alzó una vez más la mano hacia el cristal. Abrió los dedos (los dedos reflejados se abrieron), el hilo cayó (el hilo cayó).
Entre deformes nudillos y mordidas uñas, contempló la lisa parte inferior de unos dedos más delgados que los suyos. (Es más alto que yo, pensó neciamente Chico; más alto y más robusto.) Giró la mano para contemplar su palma: los amarillentos callos estaban surcados y surcados por líneas, lo bastante profundas como para parecer cicatrices. Entre sus dedos vio el dorso de dedos con sólo un escaso vello, sólo la más débil de las cicatrices sobre el nudillo del dedo índice y un oscurecimiento a la izquierda de la primera falange. Las uñas reflejadas, aunque sin lunas excepto los pulgares, eran largas como sus sueños de adolescente, y sólo ligeramente más sucias. Bajó la vista hacia su otra mano. Donde la suya estaba enjaulada en hojas, el reflejo sujetaba… ¿su bloc de notas? Pero la correspondencia (recordó el reloj de la iglesia con sus manecillas rotas) era demasiado banal para constituir un alivio. Deseando gritar, contempló directamente al rostro, que, reflejando gesto a gesto, con su barba y sus gafas (¡y un pequeño pendiente circular de latón en una oreja!), le devolvió la mirada, con confusión, desesperación y tristeza.
La combinación era terrible.
—Hey —dijo alguien—, ¿qué miras? —Sujetó la parte superior del espejo desde atrás y tiró de él. Giró sobre su soporte. El borde inferior golpeó sus espinillas.
Chico se tambaleó.
—¿Te estás mirando los barros? —sonrió Jetadecobre al otro lado del espejo, plano ahora como una mesa.
Sorprendido y furioso, Chico bajó con violencia su puño libre contra el extremo de su lado del espejo. El otro extremo escapó de entre los dedos de Jetadecobre, rascó contra su pecho y se estrelló en su mandíbula. El espejo volvió a bajar de nuevo.
Rugiendo y sujetándose la mandíbula, Jetadecobre dio unos saltos por entre las hileras de trajes.
—¿Qué cono te ha…? ¡Argggg! Oh, mi jodida lengua, creo que me la he mordido… ¡Ahhh…! —Alzó la vista por tercera vez, simplemente parpadeó.
Chico inspiro aire.
Un triángulo de cristal se deslizó del marco, se rompió de nuevo contra la moqueta. Por entre las líneas de rotura se vio a sí mismo, descalzo y sin barba, jadeando y frotando las cadenas de su pecho. La orquídea destelló junto a su cadera. Un poco más atrás, Denny, sujetando algo entre sus brazos, observaba.
Chico se volvió en la escasa luz.
—Te traje algunas… —Denny miró a Jetadecobre, que se frotaba la mandíbula y parecía furioso—. Mira, tienen zapatos y botas y todo tipo de cosas. Te traje —alzó el puñado que llevaba entre los brazos— éstas.
—¿Eh?
—Porque perdiste la tuya. —Denny miró de nuevo a Jetadecobre.
—¿Ahora eres tú quien se mira los barros? —dijo Chico. Y se echó a reír. La risa, una vez iniciada, derivó hacia la histeria. Estaba asustado. Una risa, pensó, es un conjunto de ladridos coagulados. Rió y se reclinó contra la mesa cubierta con camisas, e hizo un gesto a Denny para que se acercara.
—Sólo llevas el derecho, ¿no? —Denny dejó caer lo que llevaba, en su mayor parte botas, sobre la mesa.
Chico tomó dos, tres… Todas eran del pie derecho. Rió más fuerte, y Denny sonrió.
—¿Qué demonios estáis haciendo con todo este ruido? —gritó Pesadilla al otro lado del pasillo—. ¿Queréis parar con ese maldito estruendo?
Chico ahogó risa y miedo, tomó una bota mocasín de suave tafilete negro.
Denny observó gravemente mientras Chico, sujetando el borde con una mano y agitando su orquídea para mantener el equilibrio, se calzaba la bota.
—Ésa es la que más me gusta también —dijo Denny.
Chico rió de nuevo. Denny rió también, con una voz más seca y aguda.
—Sospecho que los asustamos y se han ido para arriba —dijo una chica a Pesadilla.
—Vosotros, malditos bastardos, hacéis el suficiente ruido como para asustar a cualquiera —dijo Pesadilla.
—Hey —dijo Chico—, si te he roto algún diente, lo siento. Pero no me jodas más, ¿de acuerdo?
Jetadecobre murmuró algo y siguió frotándose su ralamente barbuda mandíbula.
—Con todo el follón que hay por aquí, ¿y vosotros dos os dedicáis a esas tonterías? —Pesadilla se frotó el hombro.
—Pesadilla —dijo Denny—, Chico me salvó la vida. Arriba, junto a la barandilla. Alguien vino hacia nosotros con una escopeta, nos disparó desde tan cerca como estás tú ahora. El Chico simplemente le agarró el cañón del arma y se la quitó.
—¿De veras?
Un robusto escorpión detrás de Pesadilla dijo:
—Alguien estaba disparando ahí abajo también.
—¿Así que vas por ahí salvando la vida a la gente? —dijo Pesadilla—. Tienes redaños, después de todo. Ya dije que eras un buen chico.
Chico flexionó los dedos de los pies. La bota cedió como lona. El miedo seguía apuñalando, buscando un enfoque, lo encontró: se sintió enormemente embarazado. ¡Una escopeta de perdigones, pensó, empuñada por una asustada mujer junto a la que había cenado, a la que incluso le había leído un poema! Apoyó su pie calzado en el suelo.
Denny parecía enormemente feliz.
Pesadilla echó la cabeza de Jetadecobre hacia un lado para examinarla.
—Yo de ti no me metería con el Chico. La primera vez que lo vi, tampoco me gustó. Pero me dije: si no tengo que matarle, mejor no meterme con él. Eso es lo mejor.
Jetadecobre se apartó de la inspección de Pesadilla.
—Hay algo en él —prosiguió Pesadilla—. Eres malintencionado, Jetadecobre, pero eres tonto. Te digo esto porque soy más listo que tú y creo que te gustará saber cómo tienes que actuar. El Chico también es más listo que tú.
Entre unos dientes apretados y una cavidad bucal llena de lengua, Chico pensó: ¿quiere matarme, eh?
—Simplemente agarró el arma —repitió Denny—. Por el cañón. Y se la arrancó de las manos.
—Voy a llevarme eso a casa —dijo otro escorpión blanco, sujetando una lámpara de sobremesa con una base de mármol sobre la que estaba agazapado un gran león de cobre; todos los negros parecían silenciosos, una inversión de su experiencia habitual. La pantalla de la lámpara se apoyaba contra la granujienta y no afeitada barbilla del muchacho—. Siempre he deseado tener una de ésas.
—Puedes llevártela —dijo Pesadilla—. Pero no voy a ayudarte. Salgamos de aquí.
—¿Todavía hay gente ahí arriba con armas? —Jetadecobre apartó la mano de su mandíbula para señalar hacia el oscuro entresuelo.
—Chico los asustó y los alejó —dijo el negro llamado D-t.
Pesadilla se volvió y gritó tan fuerte que sus rodillas y codos se doblaron:
—¡De acuerdo, mamones! ¡Aquí estamos! ¡Si queréis dispararnos, adelante! —Miró a su alrededor, a los demás, y rió—. ¡Dios os maldiga, adelante, echadnos! —Echó a andar.
El no afeitado y granujiento escorpión alzó el león y lo apretó contra su barriga, echó la barbilla hacia un lado para evitar la pantalla, y le siguió.
—¡Hey, los de arriba, mejor que vengáis ahora a por nosotros! ¡Adelante, sarnosos mamoncillos, culos de mierda de pollo! ¡No vais a tener otra oportunidad!
Esto, pensó Chico mientras caminaba entre un alto y delgado negro (llamado Araña) y uno robusto (llamado Catedral: Chico retuvo un poco su marcha para dejar que Jetadecobre pasara unos pasos adelante, donde pudiera verle), es una locura. Sintió deseos de reír: sólo un sonido fragmentado brotó de su boca. Dos de los otros le miraron. Sonriendo, Chico agitó la cabeza.
—¡Vosotros, los de arriba! ¡Será mejor que disparéis! —aulló Pesadilla a la barandilla del entresuelo—. ¡Si no lo hacéis, sois unos auténticos mierdosos gallinas! —Desfrunció el rostro y le dijo a Sacerdote, que caminaba a su lado—: Te oí en el otro lado, gritando. ¿Qué hacías?
—Había alguien allí. No creo que llevara un arma. Lo eché hacia arriba…
—¡Será mejor que lo hagáis ahora, hijos de puta! —Pesadilla se volvió hacia el tipo que caminaba a su lado—. ¿Sí…? ¡Hacedlo, hacedlo, mamones; si tenéis que hacerlo, hacedlo ahora!
—… hacia arriba por las escaleras.
Dama de España dio una patada al fondo de cartón de un exhibidor. Jetadecobre alzó la vista, con consternación y sorpresa, y atravesó con su bota la baja estantería de cristal que tenía delante, primero el estante de arriba, luego el del fondo, luego por el otro lado; cristales y relojes se esparcieron sobre la moqueta. Jadeando, apuntó al siguiente. ¡Crash! y ¡crash! y ¡crash-crash-crash! Todos sus ojos, observó Chico (intentando recordar lo que significaban) eran cuentas rojas de cristal.
Otro negro delgado le frunció el ceño a Chico, con párpados fruncidos sobre vacías esferas carmesíes. Parecía tener la misma edad que Denny.
—¡Sois unos auténticos gallinas ahí arriba, ¿sabéis?!
¡CRASH-CRASH!
—¡No valéis ni la mierda que cagáis, maldita sea!
¡CRASH!
—¡No valéis ni para comeros mi mierda…! —Pesadilla miró a su alrededor y sonrió—. ¡Que os den por el culo…, que os jodan!
Dama de España derribó toda una estantería; se estrelló contra la que tenía detrás. Sonrió a Jetadecobre, que no miraba; otros rieron.
—Han cerrado la puerta. —Alguien trasteó con la manija.
—Espera, lo arreglaremos… —dijo Pesadilla, y cogió el león.
—Hey, no…
El cristal estalló sobre el pavimento. La gris calle se vio momentáneamente oscurecida por una miríada de brillantes prismas.
—¡Vamos! Chico cruzó con cuidado los restos de cristal, recordando: sobre cristales, pies planos.
El escorpión blanco sin afeitar se detuvo (entre los que pasaban por su lado) contemplando su lámpara. La base de mármol se había partido en dos trozos, la pantalla estaba aplastada. Finalmente se agachó, recogió el dañado objeto —un trozo de mármol cayó de la partida base, que se mantenía sorprendentemente unida— y echó a andar, pateando cristales.
—Vamos… —Denny tiró del brazo de Chico.
Chico echó a andar de nuevo.
—¡Un jodido autobús! —que giraba bamboleándose la esquina—. ¿Qué os parece eso?
Algunos estaban ya en la calle, agitando los brazos.
El autobús se acercó al bordillo. Con Pesadilla a la cabeza, se apiñaron en las puertas plegables. Los hombros entrechocaron. Entre ellos, Chico vio el preocupado rostro del calvo conductor negro.
—¡Vas a llevarnos a casa! —estaba diciendo el negro delgado, mientras los otros intentaban abrirse camino para subir—. ¡No has podido llegar más oportuno! ¡Vas a llevarnos…!
—¡AHHHH! —el grito sonó directamente en el oído de Chico.
Chico se agachó y se volvió (¿Un disparo de escopeta? ¡Allí!) y agarró al escorpión que abría y cerraba la boca y caía. Sujetándose al poste junto al asiento delantero con el codo de su mano armada, Chico tiró del herido joven hacia el interior. Mientras caía, el tipo sin afeitar (y algunos otros), sin sujetar ya el león, trepó por encima de ellos («¡Cuidado!»). Agachado en la parte superior de los escalones de entrada del autobús, Chico vio la aplastada pantalla de la lámpara apoyada de lado contra la puerta. Agarró el palo del soporte, tiró de todo el objeto al interior, y mientras las puertas se cerraban oyó ¡ping-CRACK! El autobús se estaba moviendo: ¡ping-CRACK!
Se irguió…, todos los demás estaban agachados en sus asientos o entre ellos.
Incluso el conductor estaba agazapado sobre el volante.
Fuera, Chico vio la silueta en una ventana del tercer piso de la pared de piedra caliza (al lado mismo de la i dorada de Emboriky’s), tomando puntería con el rifle, el ojo en el visor.
El mármol roto se clavaba en su espinilla, oscilando de un lado para otro. ¿Doce kilos? Mientras alzaba el león hacia su antebrazo (clavó su orquídea en la parte inferior para sujetarlo), el autobús dio un bandazo.
—Aquí. —El rostro sin afeitar se volvió en su asiento y parpadeó—. Aquí.
El escorpión abrazó la cosa —la pantalla se desprendió por completo y colgó a un lado del palo—, bajó el rostro, luego volvió a alzarlo.
Chico se volvió, sujetando el respaldo del asiento.
Denny estaba inclinado a los pies del escorpión herido.
Una mujer con un sombrero gris, encajada contra la ventana al lado de Pesadilla, dijo:
—¡Oh, Dios mío! ¡Oh, está terriblemente herido…! —Apoyó ambas manos en el cristal de la ventanilla cuando Chico la miró, y se puso a llorar. Luego cortó su llanto, miró de nuevo al frente con los ojos cerrados.
Desde uno de los asientos de atrás:
—Decidme…
Nadie dijo nada.
—… ¿qué os ha pasado, chicos?
Nadie respondió.
Chico se quitó la orquídea y fue a sujetar una de sus uñas en la trabilla de su cinturón, hasta que vio (recordó) que estaba rota. Así que la enganchó en su cadena y se acuclilló.
—¡Annnnn… uaa! Me dieron… en el brazo. Yo… ¡ayyy!
Denny alzó la vista: sus ojos muy azules estaban estriados con sangre.
—Annnnn… ah. ¿Auhhh? Oh… ¡ayyyy!
Cálida sangre alcanzó los dedos de los pies de Chico y se extendió.
—¿Quieres que te haga un torniquete o algo…? —sugirió Denny.
—Auuuuu… ahhh…
—Sí.
—¡Toma! —La chica de color en el asiento delantero se inclinó y ofreció un pañuelo, y casi se cayó cuando Chico tendió la mano para cogerlo. El escorpión jadeó como una mujer en pleno parto mientras Chico apretaba la enrollada tela en el mango de un cuchillo que uno de los otros le había dado.
—Tendréis que aflojárselo un poco —le dijo a Araña, que estaba ayudando—. Cada cinco minutos o así. Así no pillará gangrena ni nada. —Se sentó sobre sus talones, balanceándose con la marcha del autobús. El conductor miró hacia atrás, luego dobló una esquina.
Pesadilla, con los brazos cruzados sobre sus rodillas, estaba observándolo todo con interés.
—Te has tomado realmente en serio tu papel de héroe. Un torniquete, ¿eh? Eso está bien. Sí, me gusta.
Chico se levantó, con una expresión casi disgustada: el dolor apuñaló sus pantorrillas por los minutos que había pasado acuclillado. Así que olvidó toda expresión, caminó hasta donde estaba Denny y se sentó.
Al otro lado del pasillo, el viejo con la cabeza embutida en el cuello de su chaqueta, que estaba ya en el autobús cuando había ido en la otra dirección, fingía dormir.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Denny—. Pareces…
Chico se volvió hacia el muchacho (otros dos, un escorpión y un pasajero, apartaron precipitadamente la vista): Denny se frotó debajo de la nariz, parpadeó sus azules…
El recuerdo de los ojos carmesíes a la salida de Emboriky’s hizo que Chico abriera la boca: los ojos que veía ahora, intensos y compasivos, se volvieron horribles cuando descubrió el significado de lo que había olvidado. La sorpresa borró otro recuerdo —lo sintió desvanecerse de su mente, luchó por conservarlo, fracasó— de algo ocurrido en un espejo. ¿Qué podía haber visto en un espejo? ¿A sí mismo? ¿Nada más? Estoy loco, pensó: como un eco, Esto es una locura, había dicho allí. Despojado de contexto —¿qué había ocurrido en el almacén?—, agitó la cabeza ante lo que podía haber significado. ¿Por qué dije: Esto es una locura? Algo se agitó en él. Su cabeza se tambaleó.
—¿Chico…? —Chico fue desesperadamente consciente de que aquél no era su nombre.
Denny había apoyado una mano sobre su antebrazo. Lo supo porque ahora la retiró. Liberado, intentó recordar haber sido sujetado, fijado por el calor que ahora se estaba desvaneciendo, se había desvanecido. Denny se frotó de nuevo el labio superior.
Respirando pesadamente, Chico se echó hacia atrás en el bamboleante asiento.
Fuera, las marquesinas de los cines pasaron en críptica cabalgada.