Capítulo 2

EL viento estalló entre las hojas, despertándola, despertándole cuando ella volvió la cabeza y agitó la mano. Los recuerdos se aferraban a él, alertas como algas, como palabras: habían hablado, habían caminado, habían hecho el amor, se habían levantado y caminado de nuevo…; esta vez había habido poca charla porque las lágrimas seguían afluyendo a sus ojos y se vaciaban en su nariz, dejando labios húmedos, resoplidos, pero mejillas secas. Habían vuelto, se habían tendido sobre la manta, habían hecho de nuevo el amor, y habían dormido.

Reemprendiendo alguna conversación cuyo principio estaba prendido en un brillante y claro recuerdo, ella dijo:

—¿Realmente no puedes recordar dónde fuiste o qué ocurrió? —Le había dado tiempo para descansar; ahora estaba presionando de nuevo—. En un instante estabas en la comuna, al instante siguiente habías desaparecido. ¿No tienes ninguna idea de lo que ocurrió entre el momento en que llegaste al parque y el momento en que Tak te encontró vagando por ahí fuera…? ¡Tak dijo que debían ser tres horas más tarde, como mínimo! —Él recordaba haber hablado con ella, con Tak, en el bar; finalmente se había limitado a escuchar, mientras ella y Tak hablaban entre sí. No parecía comprender nada.

Chicco dijo, porque era en lo único en que podía pensar:

—Ésta es la primera vez que veo auténtico viento aquí. —Las hojas se agitaban delante de su rostro—. La primera vez.

Ella suspiró, apretando su boca contra el cuello de él.

Él intentó tirar de la esquina de la manta sobre sus hombros, gruñó porque no cedió, alzó un hombro; cedió.

El sorprendido párpado de hojas se abrió encima de ellos, giró, y pasó. Apretó los labios, miró con ojos entrecerrados el estriado amanecer. Pardo, oscuridad y perla se retorcieron más allá de las ramas, parpadearon, se doblaron sobre sí mismos, pero no se desgarraron.

Ella acarició su hombro; él alzó su rostro contra el de ella, abrió la boca, la cerró, volvió a abrirla.

—¿Qué es? Dime qué ocurrió. Háblame de ello.

—Estoy… Puede que me esté volviendo loco. Eso es lo que pasa, ¿sabes?

Pero estaba tranquilo; las cosas eran menos brillantes, más claras.

—No sé, pero puede que…

Ella agitó la cabeza, no negando, sino maravillada. Él descendió su mano entre las piernas de ella, donde el vello aún estaba húmedo y pegajoso, enrolló mechones entre sus dedos. Los muslos de ella hicieron un movimiento para abrirse, luego para cerrarse atrapando su mano. No ultimó ninguno de los dos; restregó su rostro contra el vello de él.

—Puedes hablarme de ello. Tak tiene razón… ¡parecía como si estuvieras drogado o algo así! Puedo decir que estabas asustado. Intenta hablar conmigo, ¿quieres?

—Sí. Sí, yo… —Rió quedamente, contra su carne—. Aún puedo joder.

—Sí, mucho, y me encanta. Pero incluso ese tipo de…, a veces prefiero hablar.

—En mi cabeza no dejan de atropellarse las palabras, ¿sabes?

—¿Qué palabras? Cuéntame lo que dicen.

Él asintió y tragó saliva. Había intentado contarle a ella todo lo importante: acerca de los Richards, sobre Newboy. Dijo:

—Esa cicatriz…

—¿Qué? —preguntó ella sobre su flotante silencio.

—¿Dije algo?

—Dijiste: «La cicatriz».

—No sé… —Empezó a sacudir la cabeza—. No puedo asegurar que lo dijera en voz alta.

—Sigue adelante —animó ella—. ¿Qué cicatriz?

—John: le hizo a Milly un corte en la pierna.

—¿Eh?

—Tak trajo una orquídea, una auténtica obra de arte, toda de cobre. John la cogió y, sólo como demostración, le hizo un corte en la pierna a ella. Fue… —inspiró profundamente— horrible. Ella ya tenía un corte allí antes. No sé, supongo que se lo hizo con alguna roca. No puedo comprender eso. Pero el corte…

—Sigue.

—Mierda, no tiene sentido cuando hablo de ello.

—Sigue.

—Tus piernas: no tienes ningún corte en ellas. —Dejó escapar el aliento; pudo notar que ella fruncía el ceño sobre su pecho—. Pero él le hizo un corte.

—¿Tú lo viste?

—Ella estaba de pie. Y él sentado en el suelo. Y de pronto él tendió la mano, y simplemente cortó de través, contra su pierna. Probablemente no fue un corte muy grande. Él lo había hecho antes. Quizá a alguien distinto. ¿Crees que se lo hizo alguna vez a alguien…?

—No sé. ¿Por qué te trastornó?

—Sí…, no. Quiero decir, ya estaba trastornado. Quiero decir, porque… —Agitó la cabeza—. No sé. Es como si hubiera algo muy importante que no puedo recordar.

—¿Tu nombre?

—Ni siquiera… sé si es eso. Es sólo… muy confuso todo.

Ella siguió acariciando, hasta que él se alzó y detuvo su mano.

Ella dijo:

—No sé qué hacer. Me gustaría saberlo. Te ocurre algo. No es agradable de ver. No sé quién eres, y me gustas mucho. Eso no lo hace más fácil. Has dejado de trabajar para los Richards; esperaba que eso liberase algo de presión. Quizá simplemente debieras marcharte; quiero decir, irte de aquí…

El viento caminaba pesadamente por entre las hojas. Pero fue el agitar de su cabeza lo que la detuvo. El viento se alejó con sus recios pasos.

—¿Qué estaban…, por qué estaban todos allí? ¿Por qué me llevaste allí?

—¿Eh? ¿Cuándo?

—¿Por qué me llevaste allí esta noche?

—¿A la comuna?

—Sí: tenías una razón, sólo que no puedo comprender cuál era. Es probable que ni siquiera importe. —Acarició su mejilla hasta que ella agarró su pulgar entre los labios—. No, no importa. —La difusa ansiedad se endureció en él, empezó a apretar contra el muslo de ella.

—Mira, sólo te llevé allí porque… —y el fuerte viento y los giros de la mente de él bloquearon las palabras. Cuando agitó la cabeza y pudo oír de nuevo, ella estaba alborotando su denso pelo y murmurando—: Chisss…, Intenta relajarte. Descansa, sólo un poco… —Tiró de la manta con su otra mano. El suelo era duro bajo hombro y codo.

Se arrebujó mientras se adormecían, y sondeó sus recuerdos.

De pronto se volvió hacia ella.

—Mira, sé que intentas ayudarme, ¿pero qué…? —Sintió que todo lenguaje se disolvía en silencio.

—¿Pero qué siento realmente al respecto? —terminó ella por él—. No lo sé…; sí, sí lo sé. —Suspiró—. Y mucha parte de ello no es agradable. Quizá estés realmente en mala forma, y puesto que sólo te conozco desde hace poco, lo que tendría que hacer sería irme ahora. Pero entonces pienso: Hey, me he topado con algo realmente bueno, así que, si me esforzara sólo un poco más, tal vez fuera capaz de hacer algo que ayudara. A veces sólo pienso que tú me has hecho sentir muy bien…, y eso es lo que más duele. Porque te miro y veo lo mucho que sufres, y no puedo pensar en nada que hacer.

—Él… —Se extirpó de inundadas ruinas—. Yo…, no sé. —Deseó que ella preguntara qué quería decir con «él», pero ella se limitó a suspirar en su hombro. Añadió—: No quiero asustarte.

Ella dijo:

—Creo que lo haces. Quiero decir, es difícil no pensar que sólo estás intentando alejarte de mí por algo que otro te hizo. Y eso es horrible.

—¿Y yo?

—Chicco, cuando tú estás fuera en alguna parte, trabajando, o vagando por ahí, ¿qué recuerdas cuando me recuerdas?

Él se encogió de hombros.

—Muchas cosas. El abrazarnos, y el hablar.

—Sí —y él oyó que una sonrisa modulaba su voz—, y eso es la parte más hermosa. Pero hacemos otras cosas. Recuérdalas también. Es cruel que te pregunte cuando estás pasando por todo esto, ¿no? Pero hay tanto que no ves. Vagas por un mundo lleno de agujeros; tropiezas con ellos; y te haces daño. Es cruel decirlo, pero también resulta duro verlo.

—No. —Frunció el ceño al largo amanecer—. Cuando subimos a ver a Newboy, a ti no te gustó… —y recordó su destrozado vestido mientras preguntaba—: En Calkins, ¿te lo pasaste bien?

Ella se echó a reír.

—¿Tú no? —Su risa murió.

Pero siguió notando su sonrisa apretada contra su hombro.

—Fue extraño —siguió ella—. Para mí. A veces resulta fácil olvidar que tenemos otras cosas que hacer aparte de…, bien, esto.

—En una ocasión hablaste de haber estudiado arte. Recuerdo esto. Y de hacer de disc jockey y de enseñar. ¿También pintas?

—Hace años —respondió ella—. Cuando tenía diecisiete años obtuve una beca para la Liga de Estudiantes de Arte en Nueva York…, hace cinco, seis años. Ahora no pinto. No quiero hacerlo.

—¿Por qué paraste?

—¿Te gustaría oír la historia? Básicamente, porque soy muy perezosa. —Se encogió de hombros entre sus brazos—. Simplemente lo dejé correr. Cuando lo hice, estuve muy preocupada durante un tiempo. Mis padres odiaban la idea de que yo viviera en Nueva York…, acababa de dejar de nuevo a Sarah Lawrence, y ellos querían que me alojara con una familia. Pero yo estaba compartiendo un horrible apartamento en la calle Veintidós con otras dos chicas y yendo a la Liga a tiempo parcial. Mis padres pensaban que estaba completamente loca, y se alegraron mucho cuando deseé ir a un psiquiatra acerca de mi «bloqueo de pintar». Creyeron que él iba a impedirme que hiciera una auténtica locura. —Rió, una sola sílaba que pareció casi un ladrido—. Al cabo de un tiempo, él dijo que lo que yo tenía que hacer era centrarme en un proyecto. Tenía que obligarme a mí misma a pintar tres horas cada día…, pintar cualquier cosa, no importaba. Tenía que mantener un registro en un pequeño cuaderno de cómo empleaba este tiempo. Y por cada minuto de estas tres horas que no pintara, tenía que pasar seis veces ese mismo tiempo haciendo algo que no me gustara…, lavar platos, sí. Habíamos decidido que lo que yo tenía era fobia a pintar, y mi aprietatornillos era behaviorista. Su idea era establecer una contradesagradabilidad…

—¿También tenías fobia a lavar los platos?

—Absoluta. —Le frunció el ceño en la semioscuridad—. Abandoné su consulta por la mañana, y empecé aquella misma tarde. Me sentía muy excitada. Tenía la sensación de que de aquella forma podría introducirme en todo tipo de áreas de mi inconsciente a través de mi pintura…, significara eso lo que significara. No empecé a flaquear hasta el tercer día. Y sólo fueron veinte minutos. Pero no pude obligarme a pasar dos horas lavando platos.

—¿Cuántos platos tenías?

—Se suponía que debía volver a lavar los limpios si se me acababan los sucios. Al día siguiente volvía a estar bien. Sólo que no me gustaba la pintura que estaba surgiendo. Al día siguiente no creo que pintara nada. Vino alguien, y me llevó al Poe’s Cottage.

—¿Has estado alguna vez en la casa de Robert Louis Stevenson en Monterrey?

—No.

—Él sólo alquiló una habitación en ella durante un par de meses, y al final lo echaron porque no podía pagar el alquiler. Ahora la llaman la Casa de Stevenson, y la han convertido en un museo.

Ella se echó a reír.

—De todos modos, se suponía que tenía que ir a ver al doctor al día siguiente. E informarle de cómo iban las cosas. Aquella noche empecé a mirar las pinturas…, las saqué porque pensé que podía trabajar un poco. Entonces empecé a ver lo horribles que eran. De pronto me puse absolutamente furiosa. Y las rasgué todas: dos grandes, una pequeña, y como una docena de esbozos que había hecho. Las rompí en un montón de pedazos. Y los tiré a la basura. Luego lavé hasta el último plato de la casa.

—Mierda… —Él frunció el ceño sobre la cabeza de ella.

—Creo que hice algunos dibujos después de eso, pero fue entonces más o menos cuando dejé realmente de pintar. Me di cuenta de algo, aunque…

—No deberías haber hecho eso —interrumpió él—. Fue horrible.

—Fue hace años —dijo ella—. Yo aún era muy niña. Pero yo…

—Me asusta.

Ella le miró.

—Fue hace años. —Su rostro era grisáceo al gris amanecer—. Hace años, sí. —Se apartó un poco, continuó—: Pero me di cuenta de algo. Respecto al arte. Y a la psiquiatría. Los dos son sistemas que se autoperpetúan. Como la religión. Los tres te prometen una sensación de valía interior y de significado, y se pasan un montón de tiempo hablándote de los sufrimientos por los que tienes que atravesar para conseguirla. Tan pronto como te enfrentas a un problema en alguno de los tres, la solución que recibes es siempre profundizar más en el mismo sistema. Mantienen entre ellos una tregua más bien insegura en lo que en realidad es una batalla mortal. Como todos los sistemas que se autorrefuerzan. En el mejor de los casos, cada uno intenta pasar por delante de los otros dos y definirlos como subgrupos. ¿Sabes?, religión y arte son dos formas de locura, y la locura es el reino de la psiquiatría. Oh, el arte es el estudio y la alabanza del hombre y de los ideales del hombre, de modo que una experiencia religiosa se convierte tan sólo en una brutalizada respuesta estética y la psiquiatría es únicamente otra herramienta para que el artista observe al hombre y haga más exactamente sus retratos. E imagino que la actitud religiosa es que los otros dos son útiles sólo mientras proporcionen la buena vida. En el peor de los casos, todos intentan destruirse los unos a los otros. Que era lo que mi psiquiatra, lo supiera o no, estaba intentando hacer, muy efectivamente, con mi pintura. Abandoné también la psiquiatría, muy pronto. Simplemente no quería verme enredada de nuevo en ningún sistema.

—¿Te gusta lavar platos?

—No lo he hecho desde hace mucho, mucho tiempo. —Se encogió de nuevo de hombros—. Y cuando tengo que hacerlo, lo encuentro algo realmente relajante.

Él se echó a reír.

—Supongo que yo también. —Luego—: Pero no hubieras tenido que romper esas pinturas. Quiero decir, supón que cambiaras de opinión. O quizá que hubiera algo bueno en ellas que pudieras haber usado más tarde…

—Hubiera sido malo si yo hubiera deseado ser artista. Pero no lo era. Ni lo deseaba.

—Conseguiste una beca.

—También la consiguieron muchos otros. Sus pinturas, las de la mayoría, eran terribles. Según las leyes del azar, las mías eran probablemente terribles también. No, no fue malo que no quisiera seguir pintando.

Pero él seguía agitando la cabeza.

—Eso te trastorna, ¿verdad? ¿Por qué?

Él inspiró y extrajo su brazo de debajo de ella.

—Es como si todo lo que tú…, y todos los demás, me dicen… Como si estuvieran intentando decirme otras ciento cincuenta cosas al mismo tiempo. Además de lo que me están diciendo de una forma directa.

—Oh, quizá lo esté haciendo. Sólo un poco.

—Quiero decir: aquí estoy, medio loco y queriendo escribir poemas, y tú estás intentando decirme que no debería depositar mi fe ni en el arte ni en la psiquiatría.

—¡Oh, no! —Cruzó los brazos sobre el pecho de él, y apoyó allí su barbilla—. Estoy diciendo que yo decidí no hacerlo. Pero no estaba loca. Sólo era perezosa. Es una diferencia, espero. Y no era una artista. Una disc jockey, una maestra, una intérprete de armónica, pero no una artista. —Él rodeó el cuello de ella con sus brazos y apretó su cabeza sobre su mejilla—. Supongo que el problema —prosiguió ella, con la voz ahogada por el antebrazo de él— reside en que tenemos un dentro y un fuera. Nos encontramos con problemas en ambos lados, pero es tan difícil decir dónde terminan los unos y empiezan los otros. —Hizo una momentánea pausa, agitando la cabeza—. Mi traje azul…

—¿Eso te recuerda los problemas con él fuera?

—Eso, y el subir a lo de Calkins. No me importa vivir así…, de tanto en tanto. Cuando he tenido la oportunidad, siempre me he salido bastante bien de ello.

—Podríamos tener un lugar como el de Calkins. Puedes tener lo que quieras en esta ciudad. Quizá no sea tan grande, pero podemos encontrar una hermosa casa; y yo podría conseguir lo mismo que tenga cualquier otro. Tak consiguió un horno eléctrico que hace un asado en diez minutos. Con microondas. Podríamos tener de todo…

—Ahí —ella estaba agitando la cabeza— es precisamente donde empiezan los problemas de dentro. O empiezan a convertirse en problemas, al menos. Hay veces en las que no creo tener ningún problema interior. Imagino que sólo me estoy procurando algo de lo que preocuparme. No me asustan ni la mitad de las cosas que sé que asustan a la mitad de la gente que conozco. He ido a montones de lugares, he conocido a montones de gente, me lo he pasado bien montones de veces. Quizá todo consista en resolver los problemas de fuera. Otra cosa no muy agradable: cuando te miro, a veces no sé si tengo derecho a pensar que tengo ningún problema, dentro o fuera.

—¿No deseas hacer algo? Cambiarlo todo; conservarlo todo; encontrar cualquier… —Se detuvo, porque se sintió claramente incómodo.

—No —dijo ella, muy firmemente.

—Quiero decir: quizás eso hiciera más fácil resolver algunos de los problemas de fuera, al menos. ¿Sabes?, quizá te sintieras más feliz si pudieras conseguir otro vestido.

—No —repitió ella—. Quiero que me ocurran cosas maravillosas y fascinantes y espectaculares, y no deseo hacer nada para forzar el que ocurran. Nada en absoluto. Supongo que esto te hará pensar que soy una persona superficial… No, eres demasiado inteligente. Pero un montón de gente sí lo haría.

Él se sintió confuso.

—Eres una persona maravillosa, profunda, fascinante —dijo—, y en consecuencia tendrías que ser mundialmente famosa en este mismo instante.

—Para tener veintitrés años, soy ya bastante famosa, teniendo en cuenta que no he hecho nada. Pero tienes razón.

—¿Cómo eres famosa?

—Oh, no realmente famosa. Sólo tengo montones de amigos famosos. —Giró otra vez el rostro sobre su mejilla—. En ese artículo dice que Newboy fue nominado tres veces para el premio Nobel. Conozco a tres personas que realmente lo ganaron.

—¿Eh?

—Dos en ciencias, y Lester Pearson era un buen amigo de mi tío y acudía a pasar semanas enteras conmigo y con mi tío en nuestra casita de veraneo en Nova Scotia. El de química era muy agradable…, tenía sólo veintinueve años, y estaba relacionado con la universidad. Estuvimos muy unidos durante un tiempo.

—¿Salíais juntos, os citabais y todo eso? ¿Con todos tus famosos amigos?

—No. Odio eso. Nunca me cito con nadie. Ésas fueron personas a las que conocí y con las que hablé y con las que me gustaba hablar, así que volvía a hablar con ellas. Eso es todo.

—Yo no soy famoso. ¿Te sentirías feliz en un lugar como el de Calkins, viviendo conmigo?

—No.

—¿Por qué no? ¿Sólo porque no soy famoso?

—Porque tú no serías feliz. No sabrías qué hacer ahí. No encajarías. —Sintió todos los músculos de ella, de las caderas a los hombros, tensarse sobre él—. ¡Eso no es cierto! Estoy siendo terrible contigo. —Hizo chasquear la lengua—. ¿Sabes?, estaba aterrorizada ante la idea de ir a casa de Roger contigo. No tenía nada que ver con lo que yo llevaba: pensaba que tú te comportarías de una forma terrible, o te pasarías diciendo Ooooh y Ahhhh toda la tarde, o te callarías y te convertirías en un silencioso agujero del día.

—¿Crees que nunca antes he estado en lugares así?

—Pero no te comportaste así —dijo ella—. ¡Eso es lo que importa! Fuiste perfectamente educado, te lo pasaste bien, y estoy segura de que el señor Newboy disfrutó todo el rato. Si alguien lo estropeó, fui yo con mi estúpido traje. Y soy una persona pequeña, egoísta e insignificante por preocuparme por tales cosas. —Suspiró—. ¿Crees que me merezco algún punto por guardarme esto para mí misma durante tanto tiempo? —Suspiró de nuevo—. No, sospecho que no.

Él parpadeó al salvaje cielo e intentó comprender: podía seguir su lógica, aunque las emociones que había detrás le confundían.

Al cabo de un rato ella dijo:

—Crecí en algunas casas espantosamente grandes. Algunas eran casi tan grandes como la de Roger. Cuando estudiaba en el internado, una vez, mi tío dijo que podía llevar a algunos amigos a la casita de veraneo por mi cumpleaños. Caía en un fin de semana largo, y me dijo que podía traer a diez chicos desde el jueves hasta el domingo por la noche. Había un chico en la Irving School, la escuela masculina contigua a la nuestra, llamado Max, del que pensaba que era simplemente algo grande. Venía de una familia pobre…, bueno, pobrísima. Había conseguido una beca. Era inteligente, sensible, gentil…, y delicioso. ¡Probablemente estaba enamorada de él! Me hubiera sentido perfectamente feliz de poder tenerlo para mí sola durante todo el fin de semana. Pero tenía que organizar una fiesta: así que lo planeé todo pensando en él. Invité a dos chicas que adoraban escuchar a los chicos inteligentes…, yo no era muy buena oyente por aquel entonces, de modo que a Max podía gustarle. Invité a ese chico de color perfectamente horrible que Max decía que admiraba porque era segundo en el equipo de debates y nunca hacía nada equivocado. Rastreé cuatro escuelas en busca de la gente más encantadora y maravillosa…, gente que le divirtiera, le complementara, ofreciera exactamente el contraste correcto. No dos personas de la misma pandilla, ¿entiendes?, que formaran un núcleo aparte y se convirtieran en una pelota indigerible en el caldo. El fin de semana fue espantoso. Todos se lo pasaron de fábula, y durante los dos siguientes años no dejaron de preguntarme cuándo iba a repetirlo. Excepto Max. La excursión en avión, los caballos, las barcas, las doncellas, los chóferes, todo fue demasiado para él. Todo lo que dijo en los cuatro días fue: «Gracias», y «Oh, Dios». Unas cuarenta y cuatro veces cada una. Oh, sospecho que simplemente éramos demasiado jóvenes. Otro par de años más y seguramente hubiera sido socialista o algo así y lo hubiera atacado todo. ¡Aquello hubiera sido estupendo! Había allí gente que hubiera podido discutirlo. Al menos hubiera habido comunicación. No sé…, quizá todavía sigo siendo demasiado joven. —De pronto se dio la vuelta—. En este mismo momento podría ser la anciana de una novela francesa del siglo XVIII. —Se volvió de nuevo—. ¡Veintitrés años! ¿No es horrible? Y dicen que el siglo XX es problemático para los jóvenes. —Rió quedamente contra su pecho.

—¿Quieres oír una historia de mí, ahora?

—Hummmm. —Captó su asentimiento.

—Sobre cuando tenía veintitrés años. Tu edad.

—Seguro, abuelo. ¿Es acerca de tres años después de que salieras de la institución mental?

—No, es acerca de ir a lugares hermosos. —Frunció el ceño—. Un verano estaba trabajando por aquí y por allá a lo largo de la costa del golfo, como pinche en los barcos langostineros.

—¿Qué es un pinche?

—Lava los platos y arranca las cabezas de los langostinos. Sea como fuere, acababa de ser despedido en Freeport, y estaba merodeando por ahí en busca de algún otro barco…

—¿Por qué te despidieron?

—Me mareé. Ahora calla. Estaba sentado en la terraza de aquel café, que era lo único que uno podía hacer allí, cuando aparecieron aquellos dos chicos con su Triumph negro aullando entre el polvo. Y uno me grita si sé dónde puede cobrar un cheque de viajero en aquella maldita ciudad. Yo llevaba allí tres días, de modo que le dije dónde estaba el banco. Y él me dijo: Sube, y les mostré a él y a su amigo dónde tenían que ir. Hablamos: Él estudiaba leyes en Connecticut. Le hablé acerca de ir a Columbia. Cobró su cheque y me preguntó si quería ir con ellos…, lo cual era mejor que dormir en una habitación de dos pavos la noche, los cuales tampoco tenía, así que dije: De acuerdo. Había todo un puñado de chicos en aquella isla justo al lado de la costa.

—¿Como la comuna?

—El padre de uno de los chicos era el director de una compañía de explotaciones turísticas de por allí. La compañía había trasladado a todos los pescadores que vivían en la isla a otro lugar, había construido un puente hasta tierra firme, cavado un canal, y edificado un montón de casas de ciento cincuenta mil a doscientos cincuenta mil dólares cada una, con céspedes delante, piscinas a un lado, garaje al otro, y caseta para la barca en la parte de atrás directamente sobre el canal, de modo que podías sacar sin problemas tu barca al mar. Todas eran para los ejecutivos de la Dow Chemical, que era la propietaria de prácticamente toda la ciudad. Así que los posibles compradores podían verlas primero, las casas estaban amuebladas, los congeladores llenos con bistecs, los armarios repletos de licores, toallas en los cuartos de baño y todas las camas hechas. Los ejecutivos podían traer a sus familias y pasar todo un fin de semana para probar la casa antes de comprarla. El lunes venía un camión con doncellas, carpinteros, lampistas y proveedores para reemplazar todo lo que se hubiera usado, limpiar todo lo que se hubiera ensuciado y arreglar todo lo que se hubiera roto. No había nadie en la isla, así que las puertas habían sido dejadas abiertas. El padre del chico le había dicho que, puesto que estaba en la zona, por qué no se quedaba allí. De modo que el chico, con unos veinte amigos suyos, todos ellos entre los diecisiete y los veinticinco años, se había instalado. Empezaron en una de las casas, bebieron todo el licor, comieron toda la comida, destruyeron los muebles, rompieron las ventanas, destrozaron todo lo que pudieron, luego se trasladaron a otra. El lunes las doncellas, carpinteros y lampistas arreglarían los daños. Me quedé dos semanas con ellos, elegí una habitación, cerré la puerta con llave, y leí casi todo el tiempo, mientras me llegaba todo aquel ruido de fuera. De tanto en tanto, por supuesto, salía para comer algo…, vadeaba las latas de cerveza de la cocina, rascaba la grasa de alguna sartén, y me freía un bistec. Luego me iba a la piscina si no estaba en demasiado mal estado y, si no había demasiados muebles flotando en ella, o botellas, o cristales rotos a su alrededor, nadaba un poco. Pronto, cuando la cosa empezaba a llenarse demasiado, volvía a mi habitación. En alguna ocasión alguien había estado jodiendo en mi cama, o se había puesto malo y había vomitado sobre la mesilla de noche. Una vez encontré a una muchachita sentada en mitad del suelo, completamente ida, con cocaína por toda la alfombra, y eso significa un montón de cocaína: había arrancado las cortinas, y estaba haciendo muñecas con ellas con unas tijeras. De modo que en estos casos tomaba mi libro y me mudaba a otra habitación. Un par de días después de llegar allí, los dos chicos que me habían traído decidieron de pronto largarse a algún otro sitio y dejar a los otros que siguieran con su diversión. Me dieron las llaves del Triumph y me dijeron que podía quedármelo. Yo ni siquiera sabía conducir. Por aquel entonces uno de ellos había aplastado toda la parte frontal, pero el resto aún estaba bien. La policía vino dos veces. La primera vez los chicos les dijeron que se fueran a que les jodieran por el culo y afirmaron que se suponía que tenían derecho a estar allí, y los agentes se fueron. La segunda vez pensé que lo mejor era desaparecer. Cuando cayera toda la mierda encima de ellos, yo no tenía ningún familiar rico en Texas a cuya casa correr. Había una chica allí que me dijo que me compraría un billete de autobús hasta Houston si la jodía un poco y me quedaba con ella aunque sólo fueran cinco minutos.

—No… —Lanya ahogó su risita contra el cuello de él.

—Me compró el billete de autobús y unos tejanos y una camisa nueva.

Su risita se convirtió en una auténtica risa. Luego alzó los ojos.

—Esto no es cierto, ¿verdad? —Su sonrisa intentó perforar la luz del amanecer.

Al cabo de un segundo, él dijo:

—No. No lo es. Quiero decir, sí la jodí, y ella me compró el billete de autobús. Pero no me lo planteó de esa manera. Aunque así la historia queda un poco mejor.

—Oh. —Ella volvió a bajar la vista.

—Pero, ¿ves?, conozco lugares bonitos. Sé cómo comportarme en ellos. Entras, y tomas todo lo que deseas. Luego te marchas. Eso es lo que estaban haciendo ellos allí. Eso es lo que hice yo ahí arriba en lo de Calkins.

Una vez más, ella balanceó la cabeza sobre su barbilla.

Él la miró.

Ella tenía el ceño fruncido.

—Creo que lo estás viendo todo del revés. Pero si eso te hace sentir, a tu deliciosa e ingenua manera, educado y encantador, supongo que… —Apoyó de nuevo la cabeza y suspiró—. Aunque no me sorprendería si resultara que una o dos de las personas que acudieron a mi fiesta en Nova Scotia estaban también ahí abajo en Texas unos cuantos años más tarde…, en la tuya.

Él la miró de nuevo y rió suavemente.

La bruma creó montañas encima de los árboles, creó olas que se rompieron y cayeron sin alcanzarles.

El pecho de él estaba húmedo de la mejilla de ella. Lanya volvió la cabeza, haciéndole cosquillas con el pelo. Una hoja, sorprendentemente como un esquisto, golpeó su frente y le hizo alzar la vista hacia las semidesnudas ramas.

—No deberíamos hacerlo así. Estamos sucios. Es incómodo. Pronto va a hacer frío, o empezará a llover o algo parecido. Como has dicho, la comuna es un poco como estar en la calle. Te sientes y les contemplas gastar todo lo que tienen, y luego tú acabas con las sobras. Buscaremos un lugar…

—¿Como el de los Richards? —preguntó ella con voz cansada.

—No, no como ése.

—¿Crees que te gustará montar algo como la casa de Roger?

—No tiene que ser tan espectacular, ¿no? Sólo algo que sea nuestro, ¿comprendes? Quizá algo como lo que tiene Tak.

—Hummm —dijo ella. Luego, una vez más, alzó la cabeza y la apoyó sobre su barbilla—. Deberías irte de nuevo a la cama con Tak.

—¿Eh? ¿Por qué?

—Porque es una persona encantadora. Y a él le gusta.

Él agitó la cabeza.

—No, no es mi tipo. Además, los atrapa apenas llegan aquí. No creo que esté interesado más que en el primer mordisco, ¿sabes?

—Oh. —Ella volvió a bajar la cabeza.

—¿Estás intentando librarte de mí —preguntó él—, como siempre piensas que yo estoy intentando librarme de ti?

—No. —Y al cabo de un momento preguntó—: ¿No te preocupa el hacerlo tanto con hombres que con mujeres?

—Cuando tenía quince o dieciséis años es algo que acostumbraba a ponerme fuera de mí. Supongo que me preocupaba mucho. Cuando llegué a los veinte, sin embargo, me di cuenta de que, no importaba lo mucho que me preocupara, no parecía causarme mucho efecto el con quién terminara yéndome a la cama. Así que ahora no me preocupo. Es más divertido de esta forma.

—Oh —dijo ella—. Insincero. Pero lógico.

—¿Por qué lo preguntas?

—No lo sé. —Él la atrajo más hacia su lado. Ella bajó una mano para alcanzar su cadera. Acarició su muslo—. En el internado hice algunas tonterías. Con chicas, quiero decir. A veces, ¿sabes?, tenía la impresión de ser un poco extraña porque no lo hacía más a menudo. Pero nunca me he sentido atraída por las chicas. Sexualmente, quiero decir.

—Eso te perdiste —dijo él, y la atrajo por los hombros.

Ella se volvió para saborear su cuello, su barbilla, su labio inferior.

—Lo que me contaste que ocurrió —dijo entre sondeos de lengua— en casa de los Richards anoche… debió ser… horrible.

—No pienso volver allí. —Mordisqueó—. Nunca. Jamás voy a volver.

—Estupendo…

Luego, por un pequeño movimiento en la parte inferior del cuerpo de ella, él se dio cuenta de que un nuevo pensamiento había pasado por su cabeza.

—¿Qué?

—Nada.

—¿De qué se trata?

—No es nada. Sólo he recordado que me dijiste que tenías veintisiete años.

—Es cierto.

—Pero recuerdo también que una vez mencionaste, sólo de pasada, que habías nacido en 1948.

—¿Sí?

—Bien, eso es imposible… Hey, ¿qué ocurre? Se te ha puesto la carne de gallina.

También, tras sus rígidas ingles, había una losa de dolor. Empujó contra ella. El borde de la manta, atrapado debajo de ellos, se tensó contra su hombro mientras él se agitaba, hasta que ella lo liberó de un tirón; restalló contra su cuello. Mantuvo las caderas alzadas, sondeando. Ella metió las manos bajo su espalda, lo empujó hacia atrás, hundió su lengua bajo la de él. Él le hizo el amor tomando enormes y jadeantes bocanadas de aire. Ella respiraba breve y entrecortadamente. El viento volvió y enfrió sus descubiertos hombros.

Tras un laborioso y agitado orgasmo, se relajó.

Qué celoso me siento de aquellos a los que he conocido temerosos de dormir por miedo a los sueños. Temo esos momentos antes del sueño, cuando las palabras se desgarran de la matriz nerviosa y, como chispas, iluminan las respuestas que quieren. Esa visión fragmentada, seductora con alegría y terror, roba el propio descanso. Afortunadamente, hundido en la pesadilla, el ansioso cerebro, liberado al menos de conocer su propia descomposición, puede encarnar esas esqueletales epifanías con coherencia visual y aural, si no racional: mejor esos paisajes donde el terror es experimentado como terror y la rabia como rabia que esos otros donde sólo existe un dolor en las entrañas o una pulsación encima del ojo, donde el espasmo de un nervio en la espinilla desmorona toda una ciudad de huesos, donde una contracción en el párpado detona a la vez el sol y el corazón.

—¿Qué estás mirando? —preguntó Lanya.

—¿Eh? Nada. Sólo pensaba.

La mano de ella se movió sobre su pecho.

—¿En qué?

—En el sueño…, y supongo que también en la poesía. Y en volverme loco.

Ella emitió un pequeño sonido que significaba «sigue».

—No sé. Estaba recordando. Ser un niño y esas cosas.

—Eso está bien. —Movió la mano, emitió aquel pequeño sonido de nuevo—. Sigue…

Pero, sin miedo ni angustia, él tuvo la sensación de que no tenía ningún lugar donde ir.

Emergió de su sueño ante las luces y el olor a quemado.

La luminosa araña parpadeó y se apagó sobre él: el pelirrojo bajó una mano (y, al hacerlo, Chicco le reconoció) de las cadenas que colgaban sobre su barriga. En la otra, esta vez, llevaba un recio listón de una caja de embalaje color naranja.

Un escarabajo iridiscente desapareció de un rostro repentinamente negro (también conocido) sobre una ropa de vinilo, lustrosa como su anterior caparazón.

Las arqueadas pinzas de un escorpión se colapsaron.

—Hey —dijo Pesadilla—. Creo que acaban de despertar.

Los brazos de Chicco rodeaban a Lanya. Ella apretó su rostro contra su cuello; luego lo apartó, bruscamente, de una forma conscientemente deliberada.

Dos docenas de escorpiones (la mayor parte eran negros) formaban un anillo contra la gris mañana.

Chicco reconoció a Denny entre un hombro huesudo y moreno y otro carnoso y negro.

Entonces el pelirrojo agitó su listón.

Lanya gritó…, él sintió su brusco movimiento golpear contra su hombro. Ella agarró el extremo del listón.

Se puso de rodillas, sujetándolo, los ojos muy abiertos; sus mejillas estaban hundidas.

Chicco se alzó sobre sus codos.

El pelirrojo empezó a mover su extremo del listón de uno a otro lado para liberarlo.

—Deja esa mierda, Jetadecobre. —Pesadilla golpeó el listón con los nudillos.

—Sólo quería asegurarme de que estaban despiertos —dijo el pelirrojo—. Eso es todo lo que quería. Eso es todo. —Tiró del listón.

Lanya lo soltó.

Pesadilla se acuclilló lentamente delante de ella, apoyando las muñecas sobre sus deshilachadas rodillas y dejando colgar las pesadas manos entre ellas, equilibrado por los musculosos antebrazos.

—Hombre —dijo Lanya—, si lo que pretendías era asustarnos, lo has conseguido.

Chicco no se sentía asustado.

Lanya se sentó sobre sus talones, sujetando su brazo izquierdo con la mano derecha y moviendo el pulgar sobre el hueso del codo.

Chicco apartó la manta de sus piernas y se sentó, con las piernas cruzadas.

Estar desnudo en el encadenado círculo, pensó, era mejor que estar medio tapado.

—Tengo cosas mejores que hacer que asustarte, señorita. Sólo quiero hablar.

Ella inspiró profundamente y aguardó.

—¿Cómo se porta? —Pesadilla inclinó la cabeza hacia Chicco.

—¿Qué?

—¿Vas bien con él?

—Di lo que tengas que decir —dijo ella, y tocó la rodilla de Chicco. Estaba asustada; sus dedos eran puro hielo.

La frente de Pesadilla, grandes poros y profundas arrugas, se frunció más.

—El otro. Te libraste del otro, ¿eh? Eso está bien. —Asintió.

—¿Phil…?

—No pude encontrarle mucho uso a… ¿Phil? ¿Ése era su nombre? —La sonrisa de Pesadilla movió sus labios hacia un lado cuando los curvó—. Imagino que tú tampoco. Así que no tienes por qué preocuparte ahora. ¿Qué hay de ello? Te lo he preguntado antes. —De pronto inclinó la cabeza y se quitó una vuelta de cadena, medio enredada en el semi-trenzado pelo, de su grueso cuello.

No era la óptica.

Inclinándose hacia delante, Pesadilla la colocó en torno al cuello de Lanya. Sus puños colgaron de ella como pesas de reloj. Los eslabones de centímetro mancharon sus pezones. Un puño se alzó, el otro descendió.

—Hey, hombre… —dijo Chicco.

Jetadecobre hizo restallar el listón contra su otra mano, observando a Chicco.

Chicco alzó la vista, El negro pelirrojo, barbudo y con pecas como de leopardo, era más alto y enjuto que Pesadilla y, pese a todos los trabajados músculos de Pesadilla, parecía más fuerte.

Los puños de Pesadilla se detuvieron, uno sobre el vientre de Lanya, el otro sobre su pecho: la miró.

Ella le devolvió la mirada, flexionando la mandíbula. Apartó la mano de la rodilla de Chicco, puso ambos puños en torno a la cadena, muy arriba en su cuello, y los dejó deslizar hacia abajo, de modo que el izquierdo suyo apartó el derecho de Pesadilla.

—Quita eso —murmuró—. Te lo dije una vez: no lo quiero.

Una mujer delgada y oscura del círculo, con un pecho desnudo empujando hacia un lado la solapa de su chaqueta y las cadenas, cambió el peso de su cuerpo de uno a otro pie. Alguien tosió.

—¿Qué hay con él? —dijo Pesadilla, sin mirar a Chicco—. ¿Qué vas a hacer cuando nos lo llevemos? Éste va a venir con nosotros, señorita.

—Hey, ¿qué es lo que…? —Chicco se interrumpió. Furia, fascinación, y un tercer sentimiento que no pudo identificar, se trenzaron desde la base de su cerebro hasta su vientre, y más abajo.

—Quítame eso —dijo Lanya—. No lo quiero.

—¿Por qué?

—Quiero ocuparme sólo de mis asuntos. No tengo demasiadas oportunidades de hacerlo. —Luego lanzó una curiosa carcajada—. Además, vuestro diseñador de vestuario es un tanto burdo.

Pesadilla bufó. Algunos del círculo se echaron a reír.

—¿Y qué nos dices del tuyo? —dijo alguien. Pero Pesadilla alzó la cadena. Algunos cabellos de ella cayeron de los eslabones.

Luego los talones del escorpión giraron, desgarrando ambos hierba.

—Toma. —La cadena pasó por encima de la cabeza de Chicco. Los ojos de Pesadilla tenían estrías de coral. Al parecer, una de las mangas de su chaqueta se había desgarrado a la altura del hombro, y ahora mostraba un burdo zurcido.

Pesadilla empezó a tensar la cadena.

Los fríos eslabones se deslizaron por el pezón izquierdo de Chicco hacia abajo. El puño de Pesadilla se alzó hasta detenerse contra su pecho izquierdo, cálido y áspero,

—¿De acuerdo? —Pesadilla le miró de soslayo. Chicco se dio cuenta, irrelevantemente, de que había algo que no funcionaba bien en el enfoque de los ojos del escorpión.

—¿Qué se supone que debo hacer con esto? —dijo Chicco—. ¿Qué se supone que significa?

—No significa nada —dijo Pesadilla—. Puedes tomarla y echarla al lago Holland si quieres. —Se echó hacia atrás y se puso en pie—. Pero si fuera tú, yo la conservaría.

El círculo se rompió.

Con Pesadilla a la cabeza, los anchos hombros balanceándose, los gruesos brazos oscilando, los escorpiones se alejaron. Algunos miraron hacia atrás. A tres metros de distancia, una chica que podía ser tanto blanca como negra, y un alto chico negro, se echaron a reír a carcajadas. Luego, como hinchada demasiado rápido para poder seguir el proceso, una iguana ocupó su lugar, translúcida a la verdosa luz. Luego un pavo real. Luego una araña. Los escorpiones desaparecieron entre los árboles.

—¿Qué jodida mierda significa todo esto? —preguntó Chicco. Ahora se daba cuenta de que tenía tres cadenas en torno al cuello: la óptica, la proyectora, y ésta nueva…, la más pesada.

—A Pesadilla se le mete a veces en la cabeza que necesita a ciertas personas…

El timbre de su voz le hizo mirar.

—… para llevarlas a su nido. —Rebuscó en la manta, extrajo su armónica, la puso a un lado y siguió rebuscando.

—Te quería a ti antes, ¿no? ¿Qué quiso decir con eso de Phil?

—Ya te dije que fue mi amigo durante un tiempo, antes de conocerte.

—¿Cómo era?

—Era un chico negro, bastante brillante; bastante amable, bastante obcecado. Estaba aquí revisando los acontecimientos, un poco como tú… —Su voz se ahogó con las últimas palabras. Él miró de nuevo: su cabeza estaba asomando por la parte superior de su blusa mientras tiraba de ella hacia abajo sobre sus oscilantes pechos—. Realmente no podía hacer bien lo de Calkins. Tampoco podía hacer lo de Pesadilla.

El borde de la manta formaba como una pequeña tienda, con la orquídea debajo. Chicco tendió la mano hacia ella, y entonces observó una superficie de casi dos hectáreas de carbonizada hierba al otro lado del prado. El humo se alzaba en volutas en sus bordes. Aquello no estaba allí antes, pensó. Frunció el ceño. No estaba.

—A la gente de la comuna les caía bien, supongo. Pero él era una de esas personas de las que te cansas rápidamente. —Oyó el roce de la cremallera de sus pantalones—. Pesadilla es curioso. Supongo que resulta muy considerado por su parte el preguntar, pero no soy del tipo de unirme a ellos. A nadie.

Chicco deslizó la mano dentro del arnés de la orquídea, lo cerró. El olor a quemado era muy fuerte. Abrió sus mordisqueados y anchos nudillos, flexionó sus arañados y romos dedos…

… un cosquilleo en su hombro.

Saltó, girando rápidamente, y se agazapó.

La hoja rodó hombro abajo, aleteó junto a su rodilla, giró hasta el suelo. Jadeando y con el corazón batiendo como un tambor, alzó la vista hacia el inclinado tronco, más allá del tocón de una gruesa rama, a las ramas desnudas y a las que colgaban de ellas, a las entrecruzadas ramitas que parecían líneas quebradas en el cielo.

El sudor en su cuerpo se enfrió.

—¿Lanya…?

Miró a su alrededor en el claro, y luego de nuevo a la manta. ¡No había tenido tiempo de ponerse sus zapatillas!

Pero las zapatillas no estaban.

Dio la vuelta al árbol, con el ceño fruncido, mirando la carbonizada hierba y los otros árboles, volviendo a mirar aquél.

Con orquídea y cadenas, se sintió de pronto mucho más consciente de su desnudez que cuando había despertado con Lanya en el centro del anillo de escorpiones.

Ha vuelto a la comuna, pensó. ¿Pero por qué así? Intentó recordar la curiosa cualidad que había captado en su voz. ¿Ira? Pero aquello era estúpido. Tocó la cadena que Pesadilla había situado en torno a su cuello. Aquello también era estúpido.

Pero permaneció inmóvil allí durante largo rato.

Luego —y todo su cuerpo se movió con un ritmo distinto ahora— dio un paso hacia el árbol, dio otro paso; dio un tercer paso, y el borde de su pie pisó una raíz. Se inclinó hacia delante, la rodilla apoyada contra la corteza, su muslo, su vientre, su pecho, su mejilla. Cerró los ojos y alzó tanto como pudo su brazo encadenado, y apretó los dedos contra el tronco. Inspiró profundamente en busca del olor de la madera, y empujó su cuerpo contra la inclinada curva. La corteza era áspera contra la unión de pene y escroto, áspera contra el hueso de su tobillo, contra la parte de atrás de su mandíbula.

El agua corría por ambas comisuras de sus ojos. Los abrió ligeramente, pero volvió a cerrarlos con rapidez contra las distorsiones.

Con su mano armada —la urgencia de clavar profundamente la orquídea en la floema vino y se fue, como la pulsante imagen residual dejada por la bombilla de un flash—, movió suavemente las hojas contra la corteza. Girando la mano hacia un lado y luego hacia otro, escuchando los distintos roces, golpeó una y otra vez el árbol.

Cuando se apartó, la corteza se pegó al pelo de su pecho, al vello de su pubis. Le picaba el tobillo. También la mandíbula. Se frotó la palma de la mano contra el rostro para sentir la moteada huella; pudo verla a lo largo de la carne en la parte interna de su brazo, deteniéndose junto a los eslabones de la cadena para proseguir al otro lado.

Regresó a la manta y tomó sus ropas de entre los pliegues. Su sentimientos se asentaban extrañamente entre el embarazo y el más grande de los alivios. No acostumbrado a ninguno de los dos, la yuxtaposición le confundió. Sin dejar de preguntarse dónde habría ido ella, se puso los pantalones, luego se sentó para atarse (preguntándose por qué seguía preocupándose por aquello) su única sandalia.

Empezó a rebuscar en la manta. Miró debajo de los pliegues, la alzó para escrutar debajo, frunció el ceño, y finalmente registró toda la zona.

Al cabo de quince frustrantes minutos, desistió y echó a andar ladera abajo. No fue hasta que alcanzó la puerta de los servicios del parque (había permanecido cerrada hasta que alguien la había forzado, de modo que la aldaba aún colgaba de uno de los tornillos) que recordó que ya había entregado el bloc de notas, la noche anterior, a Newboy.