Capítulo 1

—MIRA, déjame solo…

—Oh, vamos; vamos…

—Tak, ¿quieres meterte tus jodidas manos…?

—No voy detrás de tu cansado cuerpo moreno. Sólo quiero llevarte al bar, donde puedas sentarte.

—Mira, por favor, estoy…

—No estás borracho; dices que no estás cargado ni nada así; ¡entonces será mejor que te sientes un poco y te relajes! —La musculosa mano de Tak aferró su hombro. (Chicco dio otros tres pasos vacilantes)—. Vas tambaleándote por ahí como si estuvieras medio sumido en alguna especie de trance. Ven conmigo, siéntate, bebe algo, y recupérate un poco. ¿Seguro que no has tomado nada?

La adornada orquídea en el cinturón de Tak golpeó contra la más sencilla de Chicco.

—Mira, déjame solo… ¿Dónde está Lanya?

—Es más probable que la encuentres en Teddy’s que vagando por ahí en la oscuridad. Anda, ven.

Con este coloquio, hicieron el vacilante camino del parque al bar.

Chicco se tambaleó en la puerta, contemplando las oscilantes llamas de las velas, mientras Tak discutía con el camarero:

—¡Coñac caliente! Mira, será mejor que te tomes tu café en un vaso, con un chorro de…

¿June? ¿O George?

Paul Fenster alzó la vista de su cerveza, tres personas más allá (Chicco sintió que algo frío pero soportable se coagulaba en su vientre al reconocerle), y se acercó hasta situarse detrás de Tak, que se volvía en aquellos momentos con dos humeantes vasos.

—¿Eh…?

—Hola. Menos mal que veo alguien a quien conozco. —Fenster llevaba una camisa roja de manga larga abrochada hasta la mitad del pecho—. No esperaba tener tanta suerte en mi primera noche de vuelta.

—Oh. —Tak asintió con la cabeza—. Sí, ¿cómo estás? Hey, voy a llevarle esto a un amigo. Hum…, ven conmigo. —Tak alzó los vasos de coñac por encima del hombro de una mujer, rodeó un hombre. Fenster alzó la barbilla, mirando.

Tak llegó junto a Chicco. Fenster venía detrás.

—Aquí tienes tu coñac. Éste es Paul Fenster, mi rebelde-que-consiguió-extraviar-su-causa preferido.

—Eso es lo que tú crees. —Fenster saludó con su botella de cerveza.

—Bueno, en realidad no la extravió. Se le fue hacia otro lado cuando él no estaba mirando. Paul, éste es el Chico. —(Chicco se preguntó si él estaba proyectando la misma falta de entusiasmo de Tak)—. Ven y siéntate.

—Hola. —Chicco hizo una inclinación de cabeza hacia Fenster, que no le estaba mirando, que no le había oído, que al parecer no le había reconocido. Bueno, tampoco sentía deseos de hablar, así que la ambigüedad de Fenster podía ser divertida.

—Vamos, vamos —Tak les guió hacia una mesa, miró de nuevo a Chicco aprensivamente.

Haciendo un gesto con su botella, Fenster prosiguió:

—¡Oh, pero es una causa! Quizá hayáis perdido el noventa y cinco por ciento de vuestra población, pero seguís siendo la misma ciudad que antes…

—Tú no estabas aquí, antes. —Tak se sentó en medio del banco de la parte de fuera de la mesa, de modo que Fenster tuvo que sentarse en el otro lado. Luego Tak se deslizó hacia un lado, dejando sitio para Chicco, que captó toda la maniobra y se preguntó si Fenster la habría captado también.

Se sentó. Inmediatamente la pierna de Tak entró en contacto con la suya, en un claro, aunque indeseado, movimiento tranquilizador.

—No es eso lo que quiero decir —señaló Fenster—. Bellona era…, ¿cuánto? ¿Quizá un treinta por ciento negra? Ahora, aunque hayáis perdido a tanta gente, apostaría a que se acerca a un sesenta. Según mi estimación, al menos.

—Todos viviendo en armonía, paz y amor fraternal…

—Y un cuerno —dijo Fenster.

—… con el tranquilo, claro y dorado atardecer desgarrado sólo ocasionalmente por los sollozos de alguna pobre muchachita blanca deshonrada a manos de un violento macho cabrío negro.

—¿Qué estás intentando hacer, ofrecerle un espectáculo al muchacho? —Fenster le sonrió a Chicco—. Conocí a Tak aquí el primer día que llegué a Bellona. Es un tipo listo, ¿sabes? Le gusta fingir que es un poco tonto. Luego deja que tú mismo te cuelgues. —Fenster seguía sin reconocerle.

Chicco asintió sobre su humeante vaso. El vapor era intenso; lo olió y se sintió enfermo.

—Oh, soy el maldito guardián de la puerta. He hablado con más gente en su primer día en esta ciudad de la que te puedas llegar a imaginar. —Tak se echó hacia atrás en su asiento—. Déjame darte una pista. Es a la gente con la que me tomo la molestia de hablar de nuevo en su tercer, cuarto y quinto día de estancia a la que tendrías que observar.

—Bueno, te estás engañando a ti mismo si crees que no tenéis un problema negro aquí.

De pronto Tak se sentó hacia delante y apoyó los desgastados codos de piel de su chaqueta sobre la mesa.

—¿A mí me lo dices? Lo que quiero saber es cómo estás haciendo algo al respecto, sentado ahí arriba en la avenida Brisbain.

—Ya no estoy con Calkins. Me he trasladado a Jackson. De vuelta a casa.

—¿De veras? Bien, ¿qué conseguiste durante tu estancia?

—Infiernos…, creo que fue muy amable por su parte el invitarme. Me lo pasé bien allí. Tiene un lugar precioso ahí arriba. Tuvimos un par de charlas interesantes. Muy buenas, creo. Es un hombre sorprendente. Pero con esa constante fiesta de fin de semana, treinta y ocho días al mes parece que sean, no comprendo cómo tiene tiempo de tomarse un respiro, y mucho menos de escribir la mitad de un periódico cada día y de velar por lo que queda de la maldita ciudad. Delineé un par de ideas para él: una centralita, un centro de primeros auxilios, un programa de inspección domiciliaria. Dice que quiere cooperar. Le creo…, tanto como se puede creer a alguien, hoy en día. Puesto que hay tan poco control por aquí como el que estamos viendo, no me sorprendería que hiciera más de lo que tú esperas, ¿sabes?

Tak volvió sus manos hacia arriba sobre la mesa.

—Recuerda tan sólo que nadie aquí le votó.

Fenster se inclinó también hacia delante.

—Nunca he estado en contra de los dictadores. Mientras ellos no me dicten a mí. —Se echó a reír y bebió más cerveza.

Los sorbos de coñac cayeron en ardientes nudos en el estómago de Chicco y allí se desataron. Apartó su pierna de la de Tak.

—¿Habló con él acerca de ese artículo sobre Harrison? —preguntó Chicco a Fenster.

—¿George Harrison?

—Ajá.

—Infiernos, eso no es más que agua pasada. Ahora hay auténticos problemas a los que hacer frente. ¿Has paseado alguna vez por la avenida Jackson?

—La he cruzado.

—Bien, entonces echa una buena mirada a tu alrededor, habla con la gente que vive allí, antes de venir a hablarme de esa boñiga de George Harrison.

—Paul no aprueba lo de George —dijo Tak con un profundo movimiento de cabeza.

—Ni lo apruebo ni lo desapruebo. —Fenster hizo sonar su botella contra la madera—. Simplemente, el sadismo no es lo mío. Y no estoy de acuerdo con nadie que cometa violación o algo así. Pero si quieres asociarte con él, ése es tu problema, no el mío. Creo que todo este barullo a su alrededor es la peor forma que hay de desviar la atención de lo que realmente interesa.

—Si has vuelto a Jackson, entonces lo tienes como vecino en la puerta de al lado; así que eres tú quien más tiene que asociarse con él, ¿no? Yo sólo tengo que mostrarme amigable en el bar. —De pronto, Tak dio una palmada en el borde de la mesa—: ¿Sabes cuál es el problema, Paul? George es más simpático que tú.

—¿Eh?

—No, de veras: os conozco a los dos, me caéis bien los dos. Pero me cae mejor George.

—Infiernos, hombre, he visto esos pósters que la Reverenda Amy está repartiendo por ahí. Sé lo que os gusta a los tipos de ahí dentro…

—No —dijo Tak—. No, te confundes.

—Un infierno me confundo… Hey, ¿sabes? —Fenster se volvió a Chicco—. ¿Has leído alguna vez esos artículos, los que hablaban del tumulto, y el otro con la entrevista?

—¿Oh? No, pero he oído hablar de ellos.

—Tak tampoco los ha leído.

—He oído lo suficiente sobre ellos —hizo eco Tak.

—Pero ahí está la cuestión. Todo el mundo ha oído hablar de los artículos. Pero puesto que yo estaba allí, soy el único que habló con la persona que realmente dice que los ha leído.

—¿Quién? —preguntó Tak.

—George Harrison. —Fenster se echó hacia atrás en su asiento y pareció satisfecho.

Chicco inclinó su coñac.

—Yo he conocido a alguien que también los ha leído.

—¿Sí? —preguntó Fenster—. ¿Quién?

—La chica a la que violó. Y su familia. Sólo que no la reconocieron en las fotos. —Por algo que ocurrió en el rostro de Fenster sin destruir su sonrisa, Chicco decidió que quizá Fenster no fuera tan malo después de todo.

—¿La has conocido de veras?

—Sí. —Chicco bebió—. Y usted también puede conocerla si quiere. Todo el mundo no deja de decirme lo pequeña que es la ciudad. Hey, Tak, gracias por la copa. —Empezó a ponerse en pie.

—¿Seguro que estás bien, Chicco? —dijo Tak.

—Sí. Ya me siento mejor. —Hizo una inclinación de cabeza a Fenster, luego se encaminó, aliviado, a la barra.

Cuando Jack dijo: «Hey, ¿cómo estás?», Chicco se sobresaltó. Su alivio, la más somera de todas las cosas, se desvaneció.

—Hola —dijo—. Estoy bien. ¿Cómo te van las cosas?

—Me van. —La camisa de Jack estaba arrugada, sus ojos rojos, sus mejillas sin afeitar. Parecía muy feliz—. Me están yendo muy bien. ¿Y a ti? ¿Y tu amiga?

—Yo estoy bien —repitió Chicco, asintiendo con la cabeza—. Ella también.

Jack se echó a reír.

—Esto es estupendo. Sí, es realmente grande. Espera, quiero que conozcas a un amigo mío. Éste es Frank. —Jack retrocedió un paso.

—Hola. —Con una alta y calva frente y un pelo que le llegaba casi hasta los hombros, Frank había decidido al parecer dejarse crecer la barba quizás desde hacía una semana: Las tomo de ti cruzadas, te las doy descruzadas…; sí, eso era. Sólo que se había puesto una camisa verde con cierres a presión nacarados en vez de botones; y se había lavado las manos.

—Éste —le explicó a Frank— es el amigo de Tak del que te decía que escribe poemas. Sólo que no puedo recordar su nombre.

—Chicco —dijo Chicco.

—Ajá, le llaman el Chico. —Jack siguió con su explicación—. Chico, éste es Frank. Frank estaba en el ejército, y también escribe poemas. Le estaba hablando de ti hace un momento. ¿No es así, Frank?

—Sí, te he visto por el parque —asintió Frank—. Jack me estaba diciendo que eres un poeta.

Chicco se encogió de hombros.

—Bueno. Un poco.

—Llevamos bebiendo toda la tarde —prosiguió Jack su explicación.

—Y ya es de noche —sonrió Frank.

—Esta maldita ciudad. Si pensáis emborracharos, habéis ido al mejor lugar. Podéis pedir bebidas en la maldita barra sin parar, y no tendréis que pagar ni una moneda. Nada. Y vayáis donde vayáis, la gente siempre os ofrecerá algo que fumar o que beber. Jesús. —Eructó—. Voy a regar el jardín. Vuelvo en un minuto. —Se apartó de ellos y se encaminó a los servicios.

Chicco sintió una oleada de desorientación, pero las frases que había preparado antes brotaron de sus labios:

—¿Estabas buscando un alma gemela?

—La realidad es que ha sido él quien me ha encontrado a mí —dijo Frank—. Los dos somos desertores del ejército. Él un poco más reciente. Sólo que creo que Jack está sintiendo añoranza.

Chicco tragó saliva.

—¿Del ejército? —Y se sintió mejor.

Frank asintió.

—Yo no. Lo abandoné hará unos seis meses. Aquí me siento feliz. Estoy teniendo la oportunidad de escribir de nuevo, y éste es un lugar más bien solidario.

—¿Realmente escribes poemas? —y con la reiteración sintió hacia Frank una repentina, sorprendente y total desconfianza. Así que sonrió.

Frank le devolvió la sonrisa y asintió sobre su vaso.

—Bueno, en realidad he tenido mucha suerte consiguiendo que mis cosas fueran publicadas. El libro fue sólo un accidente. Una de las pequeñas revistas de la costa oeste se dedicó a hacer buenas ediciones en libro de sus colaboradores. Tuve la suerte suficiente como para ser seleccionado.

—¿Quieres decir que tienes un libro?

—No hay ejemplares en Bellona —indicó Frank—. Como he dicho, fue un accidente.

—Entonces llevas mucho tiempo escribiendo.

—Desde que tenía quince o dieciséis años. Empecé en la escuela secundaria; y la mayor parte de lo que escribes entonces es pura basura.

—¿Cuántos años tienes?

—Veinticinco.

—Entonces te dedicas a eso desde hace mucho tiempo. Un poeta. Quiero decir que es tu trabajo, tu profesión.

Frank se echó a reír.

—No puedes vivir de ello. Durante un año enseñé en la Estatal de San Francisco, hasta que entré en el ejército. Sin embargo, me gusta pensar en ello como en una profesión.

Chicco asintió.

—¿Tienes muchos poemas en revistas y cosas así?

—Tres en el New Yorker, hará cosa de un año. Algunas personas piensan que ha sido mi mayor logro. Dos en Poetry, Chicago, antes de eso. Luego hay algunos más. Pero ésos son de los que me siento más orgulloso.

—Sí, yo solía leer mucho esa revista.

—¿De veras?

—¿No es aquella que antes tenía ese emblema del caballo dibujado a base de volutas? Ahora pone dibujos muy curiosos. La leía cada mes en la biblioteca, en la escuela. Lo hice durante años.

Frank se echó a reír.

—Entonces has estado haciendo las cosas mejor que yo.

—He visto el New Yorker —dijo Chicco—. Pero nunca lo he leído.

La expresión de Frank cambió ligera y evasivamente.

—Y nunca he publicado ningún poema —añadió Chicco—. En ningún lugar. Hace muy poco tiempo que soy poeta. Un par de semanas. Desde que llegué aquí. Probablemente sabrás mucho más de todo eso que yo.

—¿Acerca de ver tus cosas publicadas?

—Sobre eso también. Sin embargo, me refiero a escribirlos. Es duro.

—Sí, sospecho que puede serlo.

—Es casi la cosa más malditamente dura que haya hecho nunca.

Frank se echó a reír y se frotó su incipiente barba.

—A veces. ¿Llevas escribiendo… poemas desde hace sólo unas semanas? ¿Qué te hizo empezar?

—No lo sé. ¿Qué te hizo empezar a ti?

—Supongo que tenía que hacerlo —dijo Frank, y asintió de nuevo.

—¿Encuentras… —Chicco hizo una pausa, tomando en consideración el hurto— …encuentras Bellona interesante, te estimula para producir tu obra?

—Tanto como cualquier otro lugar, supongo. Quizás un poco menos, porque tienes que pasar tanto tiempo yendo de un lado para otro, ¿entiendes? Estaba trabajando en algunas cosas cortas. Pero perdí mi bloc de notas hace unas semanas.

—¿Oh?

Frank asintió.

—Desde entonces no he escrito nada. No he tenido tiempo.

—¡Hey, perdiste tu bloc de notas! —La incomodidad se transformó en miedo—. Cristo, eso debió ser… —Luego sus pensamientos se centraron. Se inclinó sobre la barra—. Hey, ¿puedes darme el cuaderno? ¿Eh? ¡Oh, vamos!¡Déme el bloc de notas, por favor!

—De acuerdo —dijo el camarero—. De acuerdo, te lo daré. Tranquilo. ¿Queréis otra…?

—¡El bloc de notas! —Chicco golpeó la barra con el puño.

—¡De acuerdo! —Haciendo silbar el aire entre sus dientes, el camarero lo tomó de la jaula y lo dejó caer sobre la barra—. Ahora, ¿queréis otra ronda?

Junto a la sangre, la orina, el estiércol y las señales de quemaduras, se veían los anillos de las botellas que había ido depositando al azar sobre la tapa. Lo abrió por el centro.

—¿Es esto tuyo?

Frank frunció el ceño.

—¿Lo encontraste?

—Sí. Estaba en el parque.

Geoff Rivers Arthur Pearson

Chico Plumaoscura Earlton Rudolph

David Wise… Phillip Edwards…

Chicco miró por encima del hombro de Frank y leyó la lista de nombres, hasta que Frank giró la página.

—Hey, ¿qué estás haciendo? —dijo Jack tras ellos—. ¿Le estás mostrando tus poesías a Frank?

Chicco se volvió en redondo.

—Sólo este bloc de notas que encontré, lleno con lo escrito por alguien.

—Frank es muy listo —asintió Jack—. Conoce todo tipo de mierdas. Enseñaba historia. En una universidad. Y también cortó con el ejército.

—Muchos lo hicimos —dijo Frank, sin alzar la vista—. Los que tienen un poco de buen sentido se van a Canadá. El resto terminamos aquí. —Volvió una página.

—¿Te lo estás pasando bien? —Jack apoyó una mano en el hombro de Chicco—. Éste es un lugar donde pasárselo bien, ¿no?

—Muy bien —dijo Chicco—. Pero no te he visto por ahí. ¿Dónde has estado?

—He pasado algunos días con Tak. —La mano de Jack se alzó, cayó—. Me echó a patadas al cabo de una semana, cuando no le dejé que siguiera chupándomela más.

Al otro lado del bar, Loufer, con la gorra calada sobre las orejas, seguía hablando concentradamente con Fenster.

La mano de Jack volvió a caer.

—¡Han conseguido chicas en esta ciudad! Frank conoce la casa. Está llena de chicas. Chicas auténticamente deliciosas. Estuvimos allí y… —Su sonrisa se ensanchó hacia el éxtasis—. Les encantó Frank. —Frunció el rostro—. Creo que es porque se deja la barba y todo eso. O quizá porque enseñó en una universidad.

—Tú también les gustaste —dijo Frank, todavía sin alzar la vista—. Pero aún no te conocían.

—Sí, supongo que aún no me conocían lo suficiente.

—Hey —Frank alzó ahora la vista—. ¿Tú escribiste todo esto…?

—Sí…, bueno, no. Quiero decir que la mayor parte ya estaba escrito cuando lo encontré. Por eso quería saber si era tuyo.

—Oh —dijo Frank—. No. No es mío.

Chicco se apartó de debajo de la mano de Jack.

—Estupendo. Pero cuando dijiste que habías perdido tu cuaderno, ¿sabes?, pensé que tal vez…

—Sí —dijo Frank—. Entiendo.

—Vamos fuera y busquemos algunas chicas —dijo Jack—. ¿Vienes con nosotros?

—Jack piensa que el número da la seguridad —dijo Frank.

—No. No, no es eso —protestó Jack—. Simplemente pensé que tal vez quisieras venir y ayudarnos a buscar algunas chicas. Eso es todo. Quizá podamos volver a aquella casa.

—Hey, gracias —dijo Chicco—. Pero me voy a quedar por aquí un poco más.

—El Chicco tiene ya a su propia dama —indicó Jack con aires de entendido—. Apuesto a que la está esperando.

—Hey, lamento… que éste no sea tu cuaderno —dijo Chicco a Frank.

—Sí —dijo Frank—. Yo también.

—Nos veremos —dijo Jack, mientras Chicco (sonriendo, asintiendo con la cabeza) se interrogaba acerca del tono de Frank.

Frotando con aire ausente el papel (podía notar las incisiones del bolígrafo), les observó alejarse.

Casi chocando con ellos, Ernest Newboy entró en el bar. Newboy hizo una pausa, tirando de los faldones de su chaqueta, miró a su alrededor, vio a Fenster, vio a Chicco, y avanzó hacia Chicco.

Chicco se envaró un poco en su asiento.

—Hey, hola. ¿Cómo le ha ido en estos últimos días?

El pequeño triunfo hizo aflorar una sonrisa en Chicco. Para ocultarla, miró de nuevo al cuaderno. El poema que Frank había dejado abierto había sido titulado tentativamente:

LOUFER

En el margen, había anotado alternativas: El Lobo Rojo, El Lobo de Fuego, El Lobo de Hierro.

—Oh… Bien. —Con un repentino y decisivo impulso, tomó el bolígrafo del ojal superior de su chaqueta, tachó LOUFER, y escribió encima: LOBO CONDUCTOR. Alzó la vista hacia Newboy—. Muy bien; y además, trabajando mucho.

—Esto es estupendo. —Newboy recogió el gin tonic que el camarero había dejado delante de él—. En realidad esperaba encontrarle a usted aquí esta noche. Es algo que tiene que ver con una conversación que sostuve con Roger.

—¿El señor Calkins?

—Estábamos fuera tomando un coñac después de cenar, en los jardines de Octubre, y le hablé de sus poemas. —Newboy hizo una pausa aguardando una reacción, no obtuvo ninguna—. Pareció muy impresionado con lo que le dije.

—¿Cómo pudo impresionarse? Él no los ha leído.

Newboy dejó su gin tonic.

—Quizá lo que le impresionó fue mi descripción, junto con el hecho de que…, ¿cómo lo diría? No el que se refieran a esta ciudad… Bellona. Sino que más bien Bellona proporciona, en los que recuerdo mejor, el telón de fondo que hace que los poemas… existan. —Un ligero asomo de pregunta al final de la frase de Newboy parecía pedir corroboración.

Más para que siguiera que como corroboración, Chicco asintió.

—Proporciona el telón de fondo, así como un cierto aire de preocupación. ¿O estoy siendo demasiado presuntuoso?

—¿Eh? Oh, no, en absoluto.

—En cualquier caso, fue Roger quien expresó la idea: ¿por qué no preguntarle al joven si le gustaría verlos publicados?

—¿Eh? No, por supuesto… —Aunque la puntuación era la misma, cada palabra tenía una longitud, énfasis e inflexión completamente distintos—. Quiero decir, eso sería… —Una sonrisa hendió las tensiones que se habían apoderado de su rostro—. ¡Pero si ni siquiera los ha visto!

—Eso le indiqué. Dijo que confiaba en mi entusiasmo.

—¿Se mostró usted tan entusiasta? ¿Lo que él quiere es quizá publicar algunos en su periódico?

—Mi sugerencia fue otra. No, lo que quiere es publicarlos en un libro, y distribuirlo por toda la ciudad. Quiere que yo consiga de usted copias de los poemas, y un título.

El sonido fue todo aire expulsado. Chicco recorrió la barra con la mano. Su corazón latía intensamente, de forma irregular, y aunque no creía que estuviera sudando, tuvo la sensación de que una gota resbalaba hacia abajo por su espalda, se detenía unos instantes en un eslabón de la cadena…

—Debió mostrarse usted bastante entusiasta… —y siguió resbalando.

Newboy se volvió hacia su bebida.

—Puesto que Roger hizo la sugerencia, y supongo que querrá usted seguir adelante con el proyecto, déjeme ser perfectamente honesto: me gustaron sus poemas, disfruté oyéndole leerlos; tienen una especie de vigor primitivo que procede en buena parte de un lenguaje sincopado que, teniendo en cuenta la forma en que revisa usted, domina aparentemente muy bien. Pero no he vivido con ellos lo suficiente como para decidir si son, por emplear un término sencillo, buenos poemas. Es muy posible que, si los hubiera comprado en una librería, y leído más de una vez, leído con mayor atención y cuidado, no encontrara en ellos nada en absoluto que me interesase.

Chicco frunció el ceño.

—¿Dice que lleva escribiendo sólo hace unas semanas?

Chicco asintió, aún con el ceño fruncido.

—Esto es sorprendente. ¿Cuántos años tiene usted?

—Veintisiete.

—Oh. —El señor Newboy se echó un poco hacia atrás—. Hubiera jurado que era usted mucho, mucho más joven. Supuse que tendría usted entre los dieciocho y los diecinueve años, y que había trabajado la mayor parte de su vida en el campo.

—No. Tengo veintisiete y he trabajado en todas partes: en la ciudad, en el campo, en el mar. ¿Qué tiene que ver con esto?

—Absolutamente nada. —Newboy se echó a reír y bebió—. Nada en absoluto. Sólo nos hemos encontrado unas pocas veces, y sería terriblemente presuntuoso por mi parte pensar que le conozco, pero, francamente, en lo que he estado pensando es en cómo debe ser algo como esto para usted. ¿Veintisiete…?

—Me gusta.

—Muy bien. —Newboy sonrió—. Y la decisión a la que he llegado es, simplemente, que se publica tan poca poesía en el mundo que sería actuar mal por mi parte el colocarme en el camino de alguien que desea verse publicado. El hecho de que sea usted mayor de lo que había supuesto lo hace todo más fácil. No me siento tan responsable. Compréndalo, en realidad no estoy conectado con todo el asunto. La idea surgió del señor Calkins. No deje que esto le ponga en contra mía, pero por unos momentos intenté disuadirle.

—¿Porque no creía que los poemas fuesen lo bastante buenos?

—Porque Roger no está en el negocio de publicar poesía. A menudo sin intención, muchas veces termina en el negocio del sensacionalismo. Sensacionalismo y poesía no tienen nada que ver lo uno con lo otro. Pero sus poemas no son sensacionalistas. Y no creo que él desee transformarlos.

—¿Sabe?, hace un momento estaba hablando con otro poeta, quiero decir con alguien que lleva mucho tiempo escribiendo, y que tiene incluso un libro publicado y todo eso. Sus poemas han salido en Poetry. Y en esa otra revista…, el New Yorker. ¿Quizá al señor Calkins le gustaría leer algo de él también?

—No lo creo —dijo el señor Newboy—. Y si tengo que hacer alguna objeción a todo el asunto, supongo que es ésa. ¿Qué título le gustaría para su libro?

Los músculos de la espalda de Chicco se tensaron hasta casi el nivel del dolor. Mientras los relajaba, sintió las alteraciones en sus entrañas que eran síntomas inequívocos del miedo. Su mente estaba aguda y atenta. Era consciente de los dos hombres vestidos de cuero hablando en una esquina, de la mujer con botas de constructor que salía de los servicios de caballeros, de Fenster y Loufer aún en su mesa, del camarero reclinado sobre su paño en la barra, del mismo modo que lo era de Newboy. Tras contar siete, alzó la vista y dijo:

—Quiero llamarlo… Orquídeas de cobre.

—¿Puede repetir?

—Orquídeas de cobre.

—¿Nada de «Las» o algo parecido?

—No, así está bien. Sólo: Orquídeas de cobre.

—Es muy bonito. Me gusta. Yo… —Entonces la expresión de Newboy cambió; se echó a reír—. ¡Es realmente bonito! ¡Y tiene usted un buen sentido del humor!

—Sí —dijo Chicco—, porque creo que se necesitan redaños para sacar a la luz una mierda como ésa. Quiero decir, ¿yo con un libro de poemas? —Se echó a reír también.

—Bueno, a mí me gusta —repitió Newboy—. Espero que funcione. Quizás, al fin y al cabo, mis vacilaciones demuestren ser infundadas. Y cuando quiera traernos copias de los poemas, dentro de los próximos días, ya lo sabe.

—Seguro.

Newboy tomó su vaso.

—Voy a ir a hablar un momento con Paul Fenster. Hoy dejó lo de Roger, y me gustaría decirle hola. ¿Me disculpa?

—Por supuesto. —Chicco hizo una inclinación de cabeza a Newboy, que ya se alejaba.

Miró de nuevo su bloc de notas. Tiró con el pulgar del clip del bolígrafo, sacándolo de la espiral donde lo había metido, y se sentó mirando fijamente la tapa: clic-clic, clic-clic, clic.

Escribió en el cartón: Orquídeas de cobre. Apenas podía leerse a causa de la suciedad.

Pasó las páginas hasta el final (haciendo una pausa en el poema titulado Elegía para leer dos estrofas, luego apresurándose con las hojas), y notó una sensación familiar: en la página donde había estado escribiendo antes, escuchando un ritmo de su voz interior, se volvió para tensar el murmullo interior…

Golpeó como el dolor, fue dolor; anudó su vientre y extrajo todo el aire de sus pulmones, de modo que se tambaleó en el taburete y tuvo que aferrarse a la barra. Miró a su alrededor (sólo que sus ojos estaban cerrados), dando cortas bocanadas. En su interior, la visión cambió a imágenes de gloria, inevitable e inefablemente sensuales, hasta que se sentó erguido, sonriendo, con la boca abierta y jadeando, y con los dedos apretados contra el papel. Abrió bruscamente los párpados, el sello ilusorio, y bajó la vista al cuaderno. Tomó el bolígrafo y escribió apresuradamente dos estrofas, hasta que se detuvo en un no revelado nombre. Releer lo escrito le hizo temblar, y empezó a tachar automáticamente palabras antes de poder rastrear el hilo del significado de sonido a imagen: no deseaba sentir las cadenas. Se apretaban contra él y picaban.

Llevaban dolor y ninguna solución al dolor.

Y lo etiquetó incorrectamente como otra cosa.

Escribió más palabras (ni siquiera seguro de cuáles eran las últimas cinco), y de pronto, una vez más, los músculos de su espalda se tensaron, su estómago golpeó el borde de la barra y, dentro de las esferas de sus ojos, ocurrió algo ciego y luminoso y terrible.

Aquellas mujeres, pensó, aquellos hombres que me lean dentro de un centenar de años, van a…, y no pudo fijar ningún predicado a la fantasía. Agitó la cabeza y sintió que se ahogaba. Jadeante, intentó leer lo que había escrito, y notó que su mano se movía para tachar las banalidades que lixiviaban toda energía: «… ahoyar…» Era una palabra (¡un verbo!), y observó como aquéllas a ambos lados se enfocaban repentinamente y perdían toda fuerza combativa, hasta que todo se convertía en algo blando y arcaico. Escribir: movió su mano (recordar, intentó recordar, esos garabatos son letras, «… tr…», cuando intentas copiar eso), y depositó letras que se aproximaban a los sonidos que arañaban la raíz de su lengua. «Awnnn…» fue el sonido que brotó de su nariz.

Algún día voy a… Esta vez le llegó junto con luz; y el miedo del parque, los recuerdos de todos los miedos que manchaban y manchaban como el tiempo y el polvo, olvidados página, bolígrafo y barra. Su corazón latía alocado, su nariz goteaba; se secó la nariz, intentó volver a leer. ¿Qué era ese garabato que dejaba la palabra entre «… razón…» y «… dolor…» indescifrable?

El bolígrafo, que había soltado, rodó sobre la barra y cayó. Lo oyó caer, pero siguió mirando parpadeante aquel garabato. Tomó el cuaderno, cerró la tapa con gesto torpe, y el suelo, golpeando sus pies, lo empujó hacia delante.

—¡Señor Newboy…!

Newboy, de pie junto a la mesa, se volvió.

—¿…Sí? —Su expresión se volvió extraña.

—Mire, tome esto. —Chicco le tendió el bloc de notas—. Tómelo ahora…

Newboy lo cogió al vuelo cuando él lo dejó caer.

—Bueno, de acuerdo…

—Tómelo —repitió Chicco—. Ya he terminado con él… —Se dio cuenta de lo afanoso de su respiración—. Quiero decir que creo que ya he terminado con él…, así que —Tak alzó la vista desde su silla— puede llevárselo con usted. Ahora.

Newboy asintió.

—De acuerdo. —Tras una ligera pausa, frunció los labios—. Bien, Paul. Me alegro de haberle visto. Esperaba que volviera otra vez arriba. Tiene que venir alguna vez, antes de que me vaya. De veras, he disfrutado con nuestras charlas. Me han abierto la puerta a muchas cosas. Me ha dicho usted muchas cosas, me ha mostrado muchas cosas acerca de esta ciudad, sobre este país. Bellona ha sido algo muy bueno para mí. —Hizo una inclinación de cabeza a Tak—. Ha sido un placer conocerle. —Miró una vez más a Chicco, que sólo se dio cuenta de que la expresión era preocupada cuando Newboy, con el bloc de notas bajo su brazo, se alejaba.

Tak dio unas palmadas en el asiento a su lado.

Chicco fue a sentarse; a medio movimiento, sus piernas cedieron y cayó.

—¡Otro coñac caliente para el Chicco! —gritó Tak, tan fuerte que todo el mundo miró. Ante el ceño fruncido de Fenster, Tak se limitó a agitar su sonriente cabeza—. Está bien. Sólo que ha tenido un día muy duro. ¿Estás bien, Chicco?

Chicco tragó saliva y se sintió un poco mejor. Se secó la frente (empapada) y asintió.

—Como estaba diciendo —prosiguió Tak, mientras unos brazos rubios con tintados leopardos depositaban ante Chicco un humeante vaso—, para mí es un asunto anímico. —Observó a Fenster más allá de sus nudillos, y siguió con lo que estaba hablando antes de la interrupción—. En esencia, mi alma es negra.

Fenster apartó la vista de Newboy, que se dirigía a la salida.

—¿Hum?

—Mi alma es negra —reiteró Tak—. ¿Sabes lo que significa un alma negra?

—Sí, sé lo que significa un alma negra. Y un infierno tienes tú.

Tak agitó la cabeza.

—No creo que comprendas…

—No puedes tenerla —dijo Fenster—. Yo soy negro. Tú eres blanco. No puedes tener un alma negra. Te lo digo yo.

Loufer agitó la cabeza.

—La mayor parte de las veces me pareces completamente blanco.

—¿Te asusta el que pueda imitarte tan bien? —Fenster cogió su cerveza, luego volvió a depositar la botella—. ¿Por qué todos vosotros, los blancos, deseáis de pronto ser…?

—Yo no quiero ser negro.

—¿…Qué es lo que os proporciona un alma negra?

—La alienación. Todo el asunto gay, por un lado.

—Eso es un pasaporte a toda un área de cultura y arte en la que simplemente caéis dejándoos caer en la cama —contraatacó Fenster—. Ser negro es un desgajamiento automático de esa misma área, a menos que estés metido en unos círculos muy determinados. —Fenster hizo chasquear su lengua—. ¡Ser un marica no te hace negro!

Tak apoyó las manos sobre la mesa, una encima de la otra.

—Oh, de acuerdo…

—Vosotros —anunció Fenster ante la retirada parcial de Loufer— no habéis deseado un alma negra desde hace trescientos años. ¿Qué demonios ocurrió en los últimos quince años que os hace creer que os podéis apropiar de ella ahora?

—Mierda. —Tak abrió los dedos—. Puedes tomar de mí todo lo que quieras: ideas, manerismos, propiedades y dinero. ¿Y yo no puedo tomar nada de ti?

—El hecho de que te atrevas —los ojos de Fenster se entrecerraron— a expresarme sorpresa o indignación o dolor (observa que no incluyo furia), porque ésa es precisamente la situación, indica que no tienes un alma negra. —De pronto se puso en pie, el rojo cuello cayó abierto sobre la clavícula, y agitó el dedo—. Vive así durante diez generaciones, luego ven y pregúntame acerca del alma negra. —El dedo, pálida uña sobre oscura carne, se proyectó hacia delante—. ¡Podrás tener un alma negra cuando yo te diga que puedes tenerla! ¡Ahora no me molestes! ¡Voy a mear! —Se apartó de la mesa.

Chicco permaneció sentado, con la punta de los dedos hormigueando, las rodillas a kilómetros de distancia, su mente tan abierta que cada afirmación en el altercado le había parecido un comentario a y/o acerca de él. Permaneció sentado intentando integrarlo, mientras su significado se deslizaba de las tablas de su memoria hasta que Tak se volvió hacia él con un gruñido y con el índice engarfiado en la visera de su gorra.

—Tengo la sensación —Tak hizo una profunda inclinación con la cabeza— que en mi implacable batalla por la supremacía blanca he sido, una vez más, derrotado. —Frunció el rostro—. Es un buen hombre, ¿sabes? Vamos, bebe un poco de eso. Chicco, me preocupas. ¿Cómo te sientes ahora?

—Extraño —dijo Chicco—. Curiosamente extraño…, y bien, supongo. —Bebió. Su respiración se mantenía en la parte superior de sus pulmones. Algo oscuro y lodoso rezumaba debajo.

—Agresivo, farisaico —Tak contemplaba el lugar donde había estado sentado Fenster—. Pensarías que es judío. Pero es un buen hombre.

—Lo conociste el día de su llegada —dijo Chicco—. ¿Te lo has follado alguna vez?

—¿Eh? —Tak se echó a reír—. Ni en toda una vida. Dudo que se deje sobar por nadie excepto por su mujer. Si es que tiene. Y aunque la tenga, subsiste la duda. Allá donde ha ido, ha dejado un rastro de cuerpos desmoronados de maricas sedientos de amor. Bueno, es una forma de educación, por ambas partes. Hey, ¿estás seguro de que no has tomado alguna píldora que no debieras o algo así? Piensa.

—No, de veras. Ahora estoy bien.

—Quizá quieras venir a mi casa, donde se está un poco más caliente, y donde yo podré echarte una ojeada de tanto en tanto.

—No, esperaré a Lanya. —Los pensamientos de Chicco, aún quebradizos y agitados, resonaban tan fuertes que no fue hasta quince segundos más tarde, cuando Fenster regresó a la mesa, que se dio cuenta de que Tak no había dicho nada más, y de que estaba contemplando con ojos fijos la luz de las velas reflejada en el coñac.

Vaciar su vejiga había extinguido el ardor de Fenster. Cuando se sentó, dijo muy moderadamente:

—Hey, ¿ves lo que estaba intentando…?

Tak lo interrumpió alzando un dedo.

—Touché, hombre. Touché. Ahora no me incordies. Estoy pensando en ello.

—De acuerdo. —Fenster estaba apaciguado—. De acuerdo. —Se echó hacia atrás en su asiento y contempló las botellas alineadas frente a él—. Después de tanta bebida, esto es todo lo que uno puede pedir. —Empezó a arrancar la etiqueta con el pulgar.

Pero Tak siguió en silencio.

—¿Chicco…?

—¡Lanya!