Roto, dividido,
ciego, confundido,
paseo por el Prado
llevando de la mano
uno de los leones de bronce
que se limitan a ver pasar.
Como es de bronce, es dócil
este león de Nemea.
Si fuera de carne y huesos
ya me hubiera devorado.
Pero un león de bronce
jamás abre las fauces.
Con esfuerzo lo arrastro
—el bronce no camina—
y moribundo llego
hasta el poeta de bronce
que en sus manos sostiene
un libro también de bronce.
Por ser de bronce
no le es posible hablar,
ni mover la cabeza
por el mismo motivo,
ni mirarme a los ojos
porque el bronce no mira.
Y no obstante conoce
que hasta allí me he arrastrado
para implorar de su inmortalidad
el secreto de su inmovilidad,
y me dice en el lenguaje del bronce
—funerario lenguaje de los poetas muertos—
que mi carne le entregue a ese león de bronce,
y que el león mi alma con su bronce revista.
El poeta presencia la mutación insigne:
me inmoviliza el bronce y la fiera se anima.
Siento que Prado abajo carnicero me alejo,
y al mismo tiempo siento que eternamente verde,
voy a ser para siempre un león en el Prado,
arrogante, irrisorio, sobre mi pedestal,
esperando que pase un poeta inquietante
que ha tenido el designio asombroso
de llevarme a morir
a los pies inmortales del poeta de bronce.
1978