UN TEÓLOGO ATRACÓN

Para Juanita Gómez

Voy pasando por la bruma que el olvido nos procura:

con mis pies hollo lamentos, con mis manos la tersura

de esos días en que preso de las horas, sus garfios

se van hundiendo en mis carnes hasta dejarlas colgadas

entre el cantar de las aves y los ojos de la Nada.

Ahora no soy el que fui ahora soy el que han pintado

en el lienzo del futuro con nombre de Iluminado;

ahora no soy, para ser, y de este modo haber sido,

puesto que ser ahora o después, es en el tiempo un latido

que echa andar el corazón por un oscuro sendero

donde trabaja incansable ese colosal partero.

Pues digo que ya olvidado de mí hasta no conocerme

voy pasando por la bruma del olvido, y sin detenerme

como la corza que huye del leopardo voraz

—el leopardo del mundo con sus saltos de titán—

hago que mi nueva forma se deslice en un desván:

ahí veo que me esperan dos signos de interrogación,

para que dé cumplimiento a un examen de admisión

a ese inefable vergel que paraíso lo llaman

y que con gritos de angustia todos los hombres reclaman.

Rodeando a mi nueva forma ambos signos, misteriosos y fatales

se echan plácidamente como esos animales

que en ciertos cuadros famosos aparecen contemplando

con miradas que de mansas se nos antojan caricias

esas copas de cicuta que unos hombres van tomando.

Con sus malignos ojillos me miran aviesamente,

pues ya saben de antemano lo que se fragua en mi mente,

y con una voz de Esténtor que al cuerpo le da pavura

me hacen esa pregunta que es nuestra eterna tortura:

Dinos ¿qué paraíso prefiere? ¿El del Bosco o el del Dante?

Te advertimos que si no tienes una respuesta al instante

perderás toda noción de ese jardín de delicias

en donde al aparecer todo no es sino caricias, caricias

que van tornando las almas en esferas musicales

que es el sonido recóndito de sus pretéritos males.

Suspenso entre cielo y tierra y con la mente suspensa

como aquél ante lo ignoto ignora si en algo piensa,

o si piensa en el cruel pensar de una mente sobrehumana,

emito sonidos roncos de animal de muerte herido

cuyo hilo de la vida la Parca a cortar se apresta

para sumirse de golpe en la insondable floresta

del eterno dudar si vivos o muertos estamos

en ese ignoto país del que nunca regresamos.

Entre tanto los malditos signos con airados aspavientos

me instan a que conteste tan colosal argumento.

Tal un muñeco que habla merced a ingenioso mecanismo

se abre mi boca —ahora tornada en horrendo abismo

de las infinitas falanges con que nos mata la duda—

y como aquel que a punto de ahogarse pide ayuda,

mi voz de muñeco hueco exclama: ¡Prefiero el del Dante!

y no bien hablo, una carcajada homérica se deja oír al instante,

y acto seguido, sin tregua, una voz atronadora

me grita: ¡Mísero de ti, pues sabe ahora

que el paraíso del Dante o el paraíso del Bosco

es tan sólo una quimera surgida de un quehacer fosco

en que un pintor y un poeta la vida eterna quisieron

hacer con los pobres recursos que en esta vida le dieron!

Sal de este desván —estrecha antesala de la muerte—

y vuelve, engendro irredento, a tu ineluctable suerte,

y una vez allí pinta o describe tu mentido paraíso,

para que un buen atracón se den todos con tu guiso.

1976