UNA BROMA COLOSAL

Con una mano enjoyada voy dispersando la niebla,

con la otra —descarnada— destapo ansioso el sepulcro

en que antiguos paladines yacen en su eterno sueño.

Es una noche distinta por la que mis pies caminan,

de tal modo diferente que mis pasos los alumbran

unas luces con ayes fosforescentes y palabras luminosas.

Un caballo se encabrita ante la revelación:

con sus cascos, que echan chispas, me golpea el corazón.

Por mi pecho —constelado de cabalísticos signos—

pasa, en un rapto de plumas, una bandada de cisnes,

de cisnes negros y blancos que me muestran sus heridas.

Ahora no sé si son cisnes o si son esas medidas

con que la muerte nos mide en el momento final,

ese momento en que el vivo se refleja en el cristal

que hasta la hora de morir empañado se mostró,

porque saber cómo somos antes de decir adiós

nos vedaría esos juegos en que transcurren los días,

los días como zarpazos adornados de mil flores,

de flores como ventosas que nos inundan de olores,

en que se ven los colores de la desesperación

entrando por las narices y dando en el corazón.

Pues con mi mano enjoyada y mi mano descarnada

sepulcros yo destapé de esforzados paladines,

y fue como si en el cine empezaran a moverse

unas caras maquilladas con la cal de los sepulcros.

Por el tono de sus voces —ya lentas o ya veloces—

de esas voces que tan sólo en los sueños escuchamos,

y que cuando despertamos llevamos en el oído,

hasta que el día las dispersa en el mundo del olvido,

supe que infinitas penas al polvo los redujeron,

que sollozando en sus fosas tres mil años transcurrieron

que cautivos de sí mismos en palabras se perdían,

que un sí era un no y un no sí en un quidprocuo eterno

con el que sus roncas voces instauraban un Averno,

en donde unos belcebúes sus palabras asentaban

en la piel de los porfiantes y después los condenaban.

Dije qué noche distinta fue esa noche sepulcral,

¡y cómo no iba a ser distinta si era del Juicio Final

el día tan esperado en el que nadie creyó

pues por siglos y más siglos la gente se descreyó

de tal realidad futura anunciada por un loco,

por un loco que de tanto enloquecer su locura

sólo les dejó a los hombres la herencia de la amargura!

Pero en la noche final de los tiempos humanales

—esa noche en que las almas ya no serían eriales—

el loco de la noticia transmutado en mariposa

—por decir que es mariposa, porque más bien era cosa

antes nunca vista por nuestros ojos sin luz—,

el loco digo, no volando, pero tampoco reptando,

con un ala —por decir que lo era, porque más bien era cosa

antes nunca vista por nuestros ojos sin luz—,

los sepulcros de este mundo fue destapando con pausa,

como lo hace un juez deseoso de no dejar pendiente una causa.

Y la entera humanidad de los sepulcros surgía,

viva como en la vida que en este mundo viviera

—una batalla, un amor, una traición, un dulzor—

para llegar a vivir en la otra dimensión:

¡ésa en que inmortales somos por la fuerza del amor!

Y todos se sonreían con sonrisa angelical,

y ahora la Tierra era como un cántico triunfal,

y ahora ya todos creían en la vida verdadera,

y miraban a la falsa que como abatida fiera

a sus pies yacía exánime, sin la hermosa luz del día

de la gran revelación que brotaba por los poros

de todos los hombres nuevos en un sobrehumano coro.

Y justo en ese momento de inefable encantamiento

otro loco del espacio, de un espacio sin fronteras,

gritó con voz nocturnal, con la voz de cien mil fieras:

«¡Ya no habrá Juicio Final, sólo habrá la madriguera!

La madriguera del mundo para que el mundo se meta en ella,

y ni el consuelo se dé de contemplar una estrella.

A vuestras tumbas volved, esforzados paladines,

allí tendréis para ver un ineluctable cine,

ese cine de la Nada que entre Nadas se eterniza,

como si vida y si muerte fueran asunto de risa».

17 de marzo de 1976