SIMPÁTICO AQUELARRE

Para Fina Ibáñez

Por los montes y los mares deambulando inmovilizo

las personas y las cosas que desatan los destinos;

cavo fosas insondables —son refugios para locos—

con la mano paralítica, que mirada en un espejo,

es la mano apocalíptica de un noctámbulo cuatrero

apostado en una esquina donde matan a mansalva

noche y día, ahora y siempre mis ángeles de la guarda.

Por un trillo que se pierde en el fondo de una sala

va montado en un caballo un piano negro de cola;

haciendo eses de borracho me dirige un gran saludo,

con las alas desplegadas se arrodilla en el umbral,

a su encuentro salen sueños que lo duermen al instante,

los ronquidos de sus notas me dan en el corazón.

Le abro el vientre donde surgen en maléfico concierto

las palabras que en mi vida proferí inconscientemente;

todas vuelven a mi boca con verdes espumarajos

y me dicen que yo soy el que fue de todo siendo…

Con la lengua tumefacta me las saco de la boca,

los paisajes de la tarde se pierden entre la bruma,

las puestas de sol, enfermas, van cayendo una por una

en el piano aletargado devorado por la luna, por la luna

que en la sala parece un maestresala

anunciando los conciertos tocados por cuatro muertos

en el piano en que mataban mis ángeles de la guarda

noche y día, ahora y siempre, noche y día eternamente.

Ahora surge de una esquina de la sala sepulcral

una mujer de cristal con una copa en la mano,

es una copa de tierra donde hay un niño sembrado.

Dice mi nombre, lo dice vociferado,

lo dice a los cuatro vientos, y ese piano aletargado

sigue dormido, dormido… ¡y ya no hay quien me salve!

Pero va a empezar el baile de los que bailan sentados:

inmóviles en sus sillas se van haciendo de piedra,

y como cantos rodados que bajaran a un abismo

e inclinando sus cabezas hasta topar con el piso

se van perdiendo en la sombra de una pantera de Java

que allí en la sala, a las diez, una madriguera cava.

No es extraña la ocasión, sino extraño el corazón.

Lo digo porque en la sala se van oyendo sollozos,

sollozos que son fuertes como suspiros de osos;

un caballero de frac a una dama con diadema

le muestra su corazón como un colgajo de carne

y la dama le responde exhibiendo sus dos tetas

como si fueran las ruedas de una aplastada carreta.

Ríanse todos con risas verdes, moradas risas de manicomio

para que en la sala, en la sala sobrehumana

más tarde, cuando lleguen las cinco horrendas hermanas,

el llanto inunde la sala donde en un piano de cola

a la velocidad de la luz yo metí mi alma sola

para escuchar esa nota que ando buscando por vida

con el triste resultado de ir abriendo más mi herida.

Las cinco hermanas son ésas que tú sabes de memoria.

Anda, nómbralas. Si te atreves a nombrarlas

yo mandaré a ejecutarlas cuando termine la danza

y a todas las clavaré en la punta de una lanza.

Pero hermano mío, mi hermano, ya tú sabes que hay secretos

que son más duros que los más graves decretos;

de modo que no las nombres porque la iluminación

ya va a ser de tal calibre que se incendiará el salón.

De pronto el piano de cola despierta sobresaltado,

y todos sin excepción se preguntan: ¿Qué ha pasado, qué ha pasado?

Se instaura la confusión en la sala sepulcral,

ahora la vida se ve como una luz espectral;

los vinos se escapan de las copas y las copas de las manos,

los zapatos de los pies y los pies del pavimento,

y nada más que se escucha el ulular de los vientos;

y, ¡sorpresa de sorpresas!, hasta los más graves pensamientos

se van como alocados colegiales en un arremolinamiento.

¿Qué ha pasado, qué ha pasado? ¡El piano se ha despertado!

Y está tocando a rebato porque hay fuego allá en la sala de juego,

en el juego de la vida… ¡Pero hagan juego, señores!,

háganlo para que podáis comprar los grandes ramos de flores,

de flores para las tumbas como palomas dormidas,

y, créanlo o no, ésa es la vida, la vida…

Septiembre de 1975