Para Olga Ibáñez
Ésta es la tarde perdida en que las gentes se borran
como empañados cristales frotados por una mano
que sale de un río negro, donde un profundo silencio
va apagando los recuerdos y engendrando los olvidos.
No bien se borran las caras, el silencio se persona
en lo alto de una colina, allá por el cementerio
donde dicen que hay misterios, cuando sólo hay podredumbre.
Mas a la vista cegada le vienen bien los derrumbes,
pues un tigre que pasara por sus ojos desterrados
de la luz, le pareciera que pasa un tigre mareado…
Ésta es la historia de un hombre que ahora se fue para siempre
de este mundo singular que nadie ha logrado ver,
porque todos somos ciegos chocando entre sus paredes,
dando voces, ciegos que piden la luz hasta perecer.
Pues una noche de esa extática noche de la vida,
ese ciego cuya vista traspasaba las estrellas
hiriéndolas en la frente hasta dejarlas extintas,
ese ciego cuya luz era de un pulpo la negra tinta
tuvo la osada intención de mirarse el corazón
para saber el secreto del corazón de la vida,
mas lo que pudo no ver sino tocar fue una herida
por la que navegaban sus dos ojos de carbón
y una voz que le decía: «Tú no tienes salvación».
Entre tanto una guitarra deja oír en un rasgueo
el comienzo de esa fiesta donde la gente se mueve
como autómatas castrados que salieran de paseo
por una calle torcida, erizada de miradas
de estatuas, que allí apostadas, humanas se van haciendo
para sumarse a la ronda de las aves y lamentos.
Pues el hombre en cuyos ojos la luz no tenía asiento
fue atravesando negruras recargadas de pavuras,
tocó animales viscosos con sus dedos temblorosos,
oyó el vagido de un niño acabado de nacer
y el suspiro de un amor en trance de perecer.
Allá, en un plano inclinado, resbalaba sin caerse
una mujer degollada en cuyos ojos había tanta luz
que se podía iluminar la opacidad del planeta,
una luz con que se haría la oscuridad del poeta,
en fin, una luz tan luz que nadie pudiera verse
alma dentro de los pechos, calabozo tan estrecho
que un sollozo que cayera derramaría su llanto
más allá de esas paredes labradas por el espanto.
Al final de un corredor el hombre palpó una fruta
—dicen que fruta, cosa dice el hombre que es—
que al tacto se le antojó como la piel de una fiera
en acecho, una piel electrizada por la presa
cuya presencia en la jungla de la vida
se anuncia por la sorpresa de un estático terror;
en fin, una cosa que al tocarla se siente un escalofrío
y esa cosa es nada menos que la fiera del amor.
A su vista la piel del hombre en cera se fue mudando,
en sus venas, dando gritos, la sangre se congelaba
y su lugar ocupaba la pálida luz de un cirio:
indubitable señal de que empezaba el delirio.
«Ahora soy cosa —decía—, ¿qué cosa quieres que sea?
Si en copa me convirtiera, ¿con qué tú me llenarías?
y si en metal me fundiera, ¿caería en la pelea…?
Cortado estoy en segmentos como cuerpo de serpiente:
son mis piernas y mis brazos y mi cuello y mi cabeza
monumentos convulsivos de un hombre que gentilmente
buscó el amor de la gente con sus ojos vaciados
y fue burlado, burlado hasta parar en la huesa.
La cosa que soy ahora, esa cosa que la suerte
me mandó ser, esta inerte transfiguración,
¿fue en verdad un ser humano o fue mixtificación?,
¿qué fue este engendro que fui dentro de mi piel de hombre?
Pero déjenme así, por favor, no me nombren, no me nombren…
Ahora no soy, no respiro, no vivo: tal es mi suerte,
y créanlo o no, ésta es la muerte, la muerte».
1975