Debo estar soñando
cuando alguien me dice:
«Escucha el veredicto».
Lleva careta de león,
y sus brazos con alas de águila.
De mármol negro son sus pies.
Le arranco la careta,
pero tras ella veo las fauces de la fiera.
Lo despojo de sus alas,
pero le nacen al instante otras más largas.
Le cerceno los pies,
pero son sustituidos por dos ventosas
que se pegan al piso.
Sucede que estoy naciendo,
y no es un sueño como presumía.
Durante nueve meses
soñé en el vientre de mi madre,
y ahora estoy en la realidad.
Al romperse la fuente placentaria
oigo de nuevo la voz decirme:
«Escucha el veredicto».
Por cierto,
Shakespeare, que engendró a Macbeth,
y lo parió con todo el dolor posible
—se desconocía en su época el parto sin dolor—,
se trasmutó en bruja de sí mismo
y le pronosticó al ambicioso:
«Tú serás rey»,
lanzó una carcajada shakesperiana
y volvió a ser Shakespeare.
A ese hijo de taumaturgo
lo he visto en el teatro.
Nunca, y me hubiera gustado,
lo vi salir de la cabeza de su madre.
Así pues, habiendo salido de esa caverna
a las cinco de la madrugada
—hora lechosa, indecisa,
en que las brujas imaginarias
se confunden con las brujas reales—,
empecé a ser Virgilio.
Los egipcios tenían el Libro de los Muertos
para emprender el regreso al no ser,
pero nosotros, naciendo,
no disponemos de un Libro de los Vivos.
Toda madre
más que dar a luz, da a tinieblas,
y su fruto —topo desvalido—
engulle su primera ración de ceguera.
1975