Y cuando me contó que el asesino,
sus manos en la funda de mi almohada,
de la almohada en que mi cabeza se encabrita
víctima de los vaivenes del sueño,
me dijo: «¿Nunca pensaste, Virgilio,
en el poco tiempo de vida que te queda?».
Me cagué en los pantalones,
puse un disco de alegría en conserva,
y me tomé un diazepán.
Me habían despertado los gatos
en su templeta homérica.
Todo normal:
temperatura entre veinticinco y treinta grados,
algunos chubascos, marejadas por la noche.
El día monótonamente programado
en su inevitable desarrollo hacia la noche,
que pese a su tan alabado misterio
no es otra cosa que una duración del tiempo.
Me había lavado los dientes
con esa holgazanería con que enfrentamos
al nuevo día en su temor creciente,
como si la muerte llegara de golpe
en mitad de una claridad deslumbrante.
Pasé entonces a la cocina,
hice café, lo tomé a sorbos,
prendí un cigarro, cogí una hoja de papel,
la puse en la máquina y escribí:
Y cuando me contó que el asesino…
Qué extraño
levantarse, tomar café,
ponerse a la máquina, escribir.
Pero el día tiene que marchar
y yo con él, y con el asesino,
hasta que llegue la noche y
ponga la cabeza en la almohada,
mi cabeza, víctima de los espasmos del sueño,
del sueño donde el asesino me dice
el poco tiempo de vida que me queda.
1974