EL JARDÍN

Un jardín me ha construido el sueño

para que en él yo sueñe la realidad;

allí los muertos, los vivos, los ausentes

conversan entre sí animadamente:

a mi difunta madre yo le he oído

quejarse de las frutas del mal año,

y decirle a mi padre que yo soy

un niño desterrado de su amor.

De pronto ha aparecido Robespierre

sentado en su carreta del patíbulo

vendiendo una cabeza con gusanos

mientras grita: ¡Manzanas coloradas!

Mi padre pide una, y él le dice:

¿Cuál prefieres? ¿La de Dantón?

¿La de María Antonieta?

Pero mi madre viendo una cabeza

en donde por las cuencas de los ojos

asomaban dos uvas temblorosas,

la eligió, y Robespierre le dijo:

Es para mí un honor que usted me coma.

Lo que leí en los inciertos libros

ahora lo veo señaladamente:

Nerval se va a ahorcar en la Vieille Lanterne,

Zenea se dispone a ser fusilado,

Casal en su hemoptisis se consume,

y en Dos Ríos Martí la patria funda.

De Henry James los niños misteriosos

se acercan a su aya desencarnada

para confiarle que ellos están viendo

un hombre vivo en lo alto de la torre.

Sonriendo ella asiente y pone un dedo

sobre sus labios como diciéndoles:

Todo es posible en el reino de la muerte.

Aún no salido de mi asombro escucho

de Carlos Marx la voz tronitonante:

Aunque quieras los ángeles no existen.

Vas caminando por una estrecha calle,

o por el ancho mar o el aire surcas

y no hay ángeles que choquen con tu vista;

sólo hay seres humanos y animales

que mueven como pueden su existencia.

Tu pensamiento debes concentrar en ellos,

en una esquina abandonar la fantasía,

dejarla ciega, que se estrelle sola,

y tú decir con convicción profunda:

Somos materialistas convencidos.

Ya no tienen cabida en este mundo

las locas invenciones de la mente,

las gorgonas se han ido para siempre,

en los océanos no hay buques fantasmas,

y aquel que caminó sobre las aguas

se ha perdido en el lago de los Quantas.

En el teatro de los idealistas,

Hegel (si lo pudieras ver), menos que ambiguo

está, olímpico, detrás de la cortina,

sentado entre la tesis y la antítesis.

No hay público para escuchar su verbo:

toda la fenomenología del espíritu

es un sólido bloque de materia

contra el que las mónadas se estrellan.

Tú estás aquí, en este jardín,

estás bien muerto y, sin embargo,

oigo tu voz hablando de materia.

Y Marx contesta: No soy yo el que te habla,

eres tú el que me sueña.

Estás vivo y estás soñando

que yo te hablo de la materia,

de la que tu sueño es una parte.

Dime, le imploro, ¿el que está muerto

en su hoyo es mecido por el sueño?

Yo he muerto, dice Marx, y tú aún eres

materia viviente. Hablo por tu mente,

y en nada soy mecido, al menos que tú digas

que yo me estoy meciendo.

Desde un púlpito con blancos espectrales

la voz de un sacerdote cae helada:

Los designios de Dios son insondables,

y aunque las naves viajen a la Luna

en tierra nos quedamos con el tiempo.

Sólo el espíritu puede redimirnos

de tal arena aciaga, y esta envoltura corporal

convertirla en gusanos, y que surja

la eternidad empapándose en la Muerte.

Muy lindas tus palabras —dice Marx—,

pero las naves viajan a la Luna,

y en tu cabeza tus ángeles vuelan

como las moscas sobre el cadáver.

Enseña a tu rebaño que el poema,

en las casas mentales, siempre ocupa

un lugar irrisorio, y diles

que vivimos en un mundo

donde soñar es como estar ya muertos.

1965