Así,
velado,
fúnebre,
descalzo,
entre la vida y la indecisión,
bajo la luz dorada de las palmas
al fin reposas desde tu propia vida.
Mírate,
ya sin ojos,
y levanta tu losa.
Deja que los vapores entren
en la circunstancial mansión
que te preparan las mujeres de la tribu
para que sobre la noche se alce tu cadáver.
Y si en la invernal atmósfera
de los días muertos
sigue su curso el sol que va más bajo que esa nieve
—espectadora blanca
de lo que en vida se llamó el orgullo—,
aparta el pie, disipa el homenaje,
pues serán tus lamentos humo lejano.
Como las caras de los niños en sus cunas
muestra la tuya entrando en la mañana
de los adioses que se dan sin manos.
Ven, desciende a tu sepulcro,
rompe la vida,
pues la muerte toma tu forma
hasta entrarla en el laberinto
donde nada se pierde ni se encuentra.
Aunque parezca el día vano heraldo
a los vivos llamando a sus ruidos,
no vuelvas la cabeza;
son tus ojos los que en el tiempo
verán por ti las plúmbeas madrugadas.
Acepta y reverdece tu mortaja
como si a un esplendor te dirigieras.
1945