EL ORO DE LOS DÍAS

¿No es por esas ventanas que entran el aire y la música y las algas

del sueño próximo a fundirse en los ojos del caballo?

¿No es por esas ventanas que podemos asomarnos

para que la vida verdadera ahuyente la desdicha de esas salas desiertas,

para que en ellas se deposite el impalpable oro de los días?

Las negras acostadas esperando por el olor de las bestias,

mirando por las ventanas sin arcos los riñones azulados,

esperando la poderosa luz que defina sus contornos

y su lentitud de madréporas entrelazadas,

esperando por el vértigo de los días.

Paramos,

tejes con los juncos que están al borde de las aguas

las cabezas sembradas de senos acribillados a lanzadas.

Incansable diosa de los parajes con una púrpura en tus costillas,

diosa perpetua con el ojo colmado de avispas,

bajo las aguas que atraviesas la tierra

regando el oro impalpable de los días.

Hundida entre actinias y poliedros amargos del último relato,

precipitas el derrumbe del castillo de naipes,

como si la existencia cristalizara sus modos

en el incontenible río de la disolución.

Las negras en la pesada atmósfera con sus muslos abiertos,

paisaje de una luz cenital,

rombos, poliedros, conos y dodecaedros haciendo el amor,

todo cuanto hace no pensar sino ver

para que el hombre teja la molicie del mundo.

En estos balcones, en esas terrazas,

asomado a esas ventanas vibrátiles,

me acostumbro sin una vacilación, sin un suspiro,

los falos cabalgan los enormes globos de la carne,

y la geometría del deseo, divinamente,

dispara sus flechas,

sin una mitología, sin un tribunal.

1945