LA MURENA
Nadie medita la murena;
un tema de la romanidad;
yo no sugiero los esclavos,
no digo la voracidad.
Entre la cabeza y la cola
—en ese espacio sin salida—
la murena se desola.
No es un problema de comida.
Todo el mundo pontificaba
que la murena resolvía
un punto de gastronomía.
Quizá si el César sabía…
El esclavo bajo las aguas
era un pretexto romano;
el pueblo chocaba las manos,
la murena se oscurecía…
La beatitud de la murena
no salía a la superficie:
¿qué cabellera para asirla
si la murena es la calvicie?
La salvación por un cabello,
la beatitud en el espacio;
la murena como un palacio
deshabitado, no podría…
Nadie defina que es marino
el silencio de la murena;
es un silencio repentino
el silencio de la murena.
Escucha entre dos sonidos
su silencio como una almena.
Su silencio de murena
es la flor del escalofrío.
Muerde la memoria acuática
la fulguración de su lomo,
y la tristeza, como un plomo,
muestra la murena enigmática.
LA OSTRA
La ostra en su tiniebla asume
el quietismo, el modo linfático,
su duración se resume
en el estar matemático.
Entre nadas su ser inunda,
chorros de nada para hacerla.
¿Cómo puede ser que la perla
sea la enfermedad de una tumba?
La delectación en su costra
es el juego de la mortaja.
¿No sabe separar la ostra
el abanico de la caja?
El abanico inconsolable
en el aire de la campana
sobre la ostra se amortaja
como un estilo memorable.
Ninguna mano pueda alzarte
en tu concha, Venus surgente;
bajo ese techo era su arte;
el de la ostra secamente.
Hila su palpitación verde
con simetría de sepulcro;
yo no sugiero llamar culto
al consonante que se pierde.
Pero su ataraxia anula
el motor del conocimiento;
no rima la ostra, simula
el artificio del acento.
El artificio donde habita
la música que no se escucha:
la música como una trucha,
bajo su hielo se ejercita.
En el artificio se afina
la única testa que no piensa,
y apoyada sobre su ruina
la ostra la música trenza.
LA HIENA
Esa manera de la hiena
despide un olor especial;
no es un capítulo del mal
esa manera de la hiena.
Su pestilencia desconoce
—ese tema de la literatura—,
la cantidad de su fragancia
reconstruye su boca pura.
Si la hiena se estimula
con la viscera nauseabunda,
su instrumento no disimula:
sabed que un estilo funda.
El estilo de la carroña,
o la indiferencia glacial.
¿Se vio sonreír a este animal?
Esto lo sabe la carroña.
En el amarillo vuelo del diente
la indiferencia se retrata;
el vuelo que resume la hiriente
sordera de la catarata.
Si desune los vendados
pies su hocico, como un insulto,
su hocico, entre las tumbas, es
la duda de un animal culto.
Ese cuerpo de más a menos
desorienta el juego del ojo.
¿Quién pudo mirar de lleno
el triángulo inscrito en su ojo?
Ese melancólico asalto
erige la insepulta memoria;
su respiración de contralto
se afina en el son de la escoria.
¡Oh, tú, nocturna, fría, aniquila
la piedad, la piel inmunda,
allí tu perfume destila,
fragante dama de las tumbas!
1942