LOS DESASTRES

I

LA MURENA

Nadie medita la murena;

un tema de la romanidad;

yo no sugiero los esclavos,

no digo la voracidad.

Entre la cabeza y la cola

—en ese espacio sin salida—

la murena se desola.

No es un problema de comida.

Todo el mundo pontificaba

que la murena resolvía

un punto de gastronomía.

Quizá si el César sabía…

El esclavo bajo las aguas

era un pretexto romano;

el pueblo chocaba las manos,

la murena se oscurecía…

La beatitud de la murena

no salía a la superficie:

¿qué cabellera para asirla

si la murena es la calvicie?

La salvación por un cabello,

la beatitud en el espacio;

la murena como un palacio

deshabitado, no podría…

Nadie defina que es marino

el silencio de la murena;

es un silencio repentino

el silencio de la murena.

Escucha entre dos sonidos

su silencio como una almena.

Su silencio de murena

es la flor del escalofrío.

Muerde la memoria acuática

la fulguración de su lomo,

y la tristeza, como un plomo,

muestra la murena enigmática.

II

LA OSTRA

La ostra en su tiniebla asume

el quietismo, el modo linfático,

su duración se resume

en el estar matemático.

Entre nadas su ser inunda,

chorros de nada para hacerla.

¿Cómo puede ser que la perla

sea la enfermedad de una tumba?

La delectación en su costra

es el juego de la mortaja.

¿No sabe separar la ostra

el abanico de la caja?

El abanico inconsolable

en el aire de la campana

sobre la ostra se amortaja

como un estilo memorable.

Ninguna mano pueda alzarte

en tu concha, Venus surgente;

bajo ese techo era su arte;

el de la ostra secamente.

Hila su palpitación verde

con simetría de sepulcro;

yo no sugiero llamar culto

al consonante que se pierde.

Pero su ataraxia anula

el motor del conocimiento;

no rima la ostra, simula

el artificio del acento.

El artificio donde habita

la música que no se escucha:

la música como una trucha,

bajo su hielo se ejercita.

En el artificio se afina

la única testa que no piensa,

y apoyada sobre su ruina

la ostra la música trenza.

III

LA HIENA

Esa manera de la hiena

despide un olor especial;

no es un capítulo del mal

esa manera de la hiena.

Su pestilencia desconoce

—ese tema de la literatura—,

la cantidad de su fragancia

reconstruye su boca pura.

Si la hiena se estimula

con la viscera nauseabunda,

su instrumento no disimula:

sabed que un estilo funda.

El estilo de la carroña,

o la indiferencia glacial.

¿Se vio sonreír a este animal?

Esto lo sabe la carroña.

En el amarillo vuelo del diente

la indiferencia se retrata;

el vuelo que resume la hiriente

sordera de la catarata.

Si desune los vendados

pies su hocico, como un insulto,

su hocico, entre las tumbas, es

la duda de un animal culto.

Ese cuerpo de más a menos

desorienta el juego del ojo.

¿Quién pudo mirar de lleno

el triángulo inscrito en su ojo?

Ese melancólico asalto

erige la insepulta memoria;

su respiración de contralto

se afina en el son de la escoria.

¡Oh, tú, nocturna, fría, aniquila

la piedad, la piel inmunda,

allí tu perfume destila,

fragante dama de las tumbas!

1942