NOTAS PROLOGALES

Por muchos años Virgilio Piñera fue considerado un dramaturgo. Su celebridad literaria descansaba, y aún descansa, en sus piezas teatrales. Otros aspectos de su creación permanecían ignorados o soslayados por la crítica y los lectores. Si en Cuba se publicó una parte de su obra narrativa en la década del sesenta, en vida del autor, y en España después de su muerte la editorial Alfaguara editó sus tres novelas y dos tomos con sus cuentos, y se hizo en La Habana luego la primera edición cubana de su novela La carne de René, edición que se agotó en unos meses, pese a esto, continúa esta zona de su escritura parcialmente ignorada. Al menos su consideración crítica, sin duda muy escasa, no ha conseguido todavía remover en parte su imagen parcial de dramaturgo.

A esta parcialidad debe sumarse el desconocimiento en que quedó sepultada su poesía. El propio Piñera tuvo en esto parte de responsabilidad. Durante sus años de madurez no se mostró interesado en publicar sus poemas. No ocurrió así en su juventud, en la que, por el contrario, apareció en público —fundamentalmente— como un poeta. Constituía la poesía el centro de sus preocupaciones. Escribía crítica de poesía, se ocupaba de la obra de sus contemporáneos poetas, discutía y teorizaba. El primero de sus libros, Las Furias, de 1941, fue un cuaderno de poemas. Pero en un momento, difícil de fijar, comenzó su desinterés por la poesía. O más exactamente, perdió interés en publicarla. No ocurrió de pronto, pero sí paulatinamente. Su cuento «El conflicto», uno de los relatos más extensos que escribió, apareció al año de Las Furias. Tres años después reunió en Poesía y Prosa un conjunto de relatos y poemas, en el que ya la mayor parte eran páginas de prosa. Más adelante se realiza su primer estreno teatral, Electra Garrigó; escribe dos más, En esa helada zona y Jesús, y publica otra, Falsa Alarma en 1949, en dos números de la revista Orígenes. Sin duda toda esta actividad, ajena a la escritura poética, se hizo pública con cierta displicencia, la que siempre lo aquejó cuando se trataba de divulgar su obra escrita, y constituye un rasgo más de lo paradójica que fue su personalidad: se cuidó sobremanera en escribir, trabajó febrilmente a lo largo de sus sesenta y siete años de existencia, sin preocuparse demasiado en dar a conocer cuanto escribía. A su muerte se encontraron dieciocho cajas de manuscritos inéditos.

Esta displicencia pudo ser el resultado de varios factores externos. Piñera era pobre y carecía de un salario estable. No podía pagarse sus propias ediciones, como hacían otros escritores cubanos. Múltiples veces, posteriormente, se refirió a esta pobreza. La continuidad de su revista Poeta estaba en proporción directa con el número de sus trajes. Cuando no le quedaron trajes que vender o empeñar en su ropero, la revista cesó. En total, dos trajes por dos números de Poeta. Sus obras, después de terminadas, tenían que esperar tres o cuatro años para publicarse. Por esa época en La Habana no había editoriales, sólo existían varias imprentas que se ocupaban en imprimir algunos libros mediante pago del autor. A estos factores debe agregarse el más importante: la actitud de Piñera. Sus discrepancias y su concepto de la literatura lo llevaron a enajenarse de uno de los centros actuantes de su momento: primero del grupo de Espuela de Plata, después del de Orígenes. Pobre y excéntrico, se quedó solo. Lo que tal vez en el fondo quería y buscaba. Perdió o nunca quiso tener la ayuda económica de Rodríguez Feo, que sufragaba los gastos de la revista Orígenes y de su editorial.

Tal vez estas dificultades contribuyeron a su abandono o terminaron en una especie de sabiduría respecto a sus escasas posibilidades de publicar sus escritos. Muchos años después, cuando estuvo al frente de una verdadera editorial, Ediciones R., en 1960, ninguna obra propia incluyó en su catálogo. Debido a la continua insistencia de Cabrera Infante, se decidió al fin a recoger su teatro en un tomo, que apareció por esa fecha. Yo le serví de mecanógrafo. Solía, con el original entre las manos, dejar de dictarme para preguntarme con cierto desánimo: «¿Tú crees que lleguen a publicarse?». Se reanimaba y volvía a dictar.

Sus poemas sufrieron esta indiferencia, y otra más aguda: con el tiempo su poesía se convirtió en un hecho exclusivamente personal. No sólo se negó a difundirla en público, sino que dejó de leerla incluso a sus propios amigos. Nunca hablaba de ella. Nunca confesaba «acabo de escribir un poema». Y no obstante este silencio, continuó escribiendo poesía hasta el final. Dentro de las dieciocho cajas quedaron guardados cientos de poemas. Muchos son pura tentativa, experimentos fallidos, esbozos, búsquedas, otros están completamente terminados y conseguidos. Esta papelería muestra una cosa: pese a todo, dudas y rivalidades, dificultades para publicar, no renunció a ejercitarse en la poesía.

A este aspecto debe sumarse otro, un tanto más complejo. Quizá llevado por su elevada valoración de la poesía y del poeta, de la que dio diversas muestras, sus poemas le parecían demasiado imperfectos, y al terminarlos, dejaban de interesarle. O le producían esa singular molestia que en un poeta es irrevocable, y lo lleva a condenar lo que escribe. Es indudable un hecho: su afán de escribir una poesía diferente a la de su época sentimental o lezamiana, ponía en tensión sus fuerzas. Con frecuencia esta tensión lo hacía, según acostumbraba decir, «romper la vajilla». Cuando en 1968, a instancias reiteradas de Rodríguez Feo, consintió en recoger en La vida entera poemas que había publicado en su juventud y un corto número de inéditos, escritos con posterioridad, precedió la recopilación de una notica en la que públicamente declara que no se consideraba un poeta en toda la línea, sino «un poeta ocasional». Es decir, y de acuerdo con su valoración de la poesía, escribía poemas de circunstancia como los versos de Víctor Hugo a su nieto, los de Mallarmé al abanico de su mujer, o los que adornaban las postales que enviaba Luisa Pérez de Zambrana.

¿Son estos poemas circunstanciales la obra de un poeta ocasional?

Leídos ciertos textos teóricos de Piñera, sus críticas a poetas, sus artículos como «Terribilia Meditans», «Erística sobre Valéry» o «Poesía cubana del XIX», el poeta ocasional, del que se siente un ejemplo, se opone el poeta concentrado. Es decir, Piñera nos advierte que en sí mismo padece el defecto (carencia de concentración) que encontraba en varios poetas cubanos.

Pero también la notica introductoria es característica de Piñera. Con idéntica modestia irónica casi se adelanta y se repite en el prólogo a la recopilación de sus piezas teatrales, en el que califica su obra de dramaturgo, que era sin embargo la más conocida y valorada en esos momentos, como una casi obra, y él mismo se presenta como un casi dramaturgo. ¿Es esto modestia, rigor, un gesto elegante, una estrategia o una mueca despreciativa hacia sí mismo y hacia el lector? Suelo pensar que todas estas cosas a la vez.

¿Dudaba Virgilio Piñera del valor de su obra poética? Esta pregunta, tras su muerte, no puede ser respondida más que con especulaciones. Lo cierto, meridiano y definitivo para nosotros, ante su cuantiosa escritura poética, reside en un hecho tangible: en silencio y en la sombra, esa deliciosa sombra que tanto se complacía en citar porque le recordaba la observación que, acerca de la actitud de su predilecto Baudelaire, hiciera Gautier, continuó trabajando el verso. El poeta que lo habitaba no le cerró el acceso a la veleidosa poesía. Y la objeción que hiciera a un grupo importante de poetas cubanos, para Pinera carentes de concentración, permaneció latente en su ánimo. Durante la última etapa de su vida, no escribió poemas aislados, trabajó con la mayor concentración en un libro de poesía, donde cada parte era la suma del conjunto. Una broma colosal apareció entre sus papeles póstumos, con más de cincuenta textos, como ejemplo de lo mismo que predicaba.

En esta primera época, su escritura estuvo signada por cierto desencanto del valor de la literatura, que lo llevaba a descreer de la poesía y del poeta: posición crítica frente al artificio y las falsedades a los que conduce una excesiva actitud literaria ante la vida. Expresión consciente de esta posición son sus excelentes «Ah, del hotel» y «Poema para la poesía», ambos de 1944, sus ensayos de esta época; e igualmente se expresa, en un plano más secreto, en su narrativa y en su teatro inicial. El conflicto entre vida y literatura, lacerante en Pinera, se manifiesta en la apreciación del cuerpo humano por encima del alma, de la realidad sin ornamentos y de la busca del momento vital anterior a las valoraciones éticas, religiosas o filosóficas, y en una expresión literaria acorde con esta actitud: lenguaje despojado y casi coloquial, desfile alucinante de lugares comunes y frases hechas, adjetivación neutra, ausencia de descripciones sublimadoras del paisaje.

No obstante, este dualismo entre vida y literatura sufre en los años finales de su desolada vejez —cuando escribe la mayoría de los textos de Una broma colosal— una ligera inclinación. El plano parece ahora inclinarse hacia la literatura, hacia la recuperación de su valor, cuando antes, por el contrario, parecía inclinado hacia el valor de la vida. En los poemas que abarcan la década del setenta, pese a la ironía punzante y al sarcasmo que los recorren como una paradójica llama fría, resulta evidente que Piñera ha desplazado su apreciación: el artista se instala en su obra como creador supremo de algo decisivo para el hombre. Aunque mutilado, detestado, pero en verdad eficaz, es el descifrador de la irrealidad, como él mismo diría, que se desprende de lo real. Así su escritura, a pesar de los diversos géneros que empleó y cuyas fronteras a veces desaparecen, se cierra en una síntesis de plena sabiduría con la integración de ambos polos del dilema. O con más exactitud: con su fusión en una unidad, en las que se anulan como entidades antinómicas.

No sólo Virgilio Pinera es el narrador y el dramaturgo que conocemos, que conocemos más deficientemente de lo que creemos o suponemos, sino un altísimo poeta, uno de los grandes poetas latinoamericanos. De la llamada generación de Orígenes, Lezama Lima y él constituyen las mentalidades más originales. Y resulta curioso que quien, como Piñera, apenas publicó su poesía, se refugió en la sombra, dejándole el campo libre a Lezama, su gran antagonista, y quizá murió dudando de su valor, aparezca hoy y para siempre junto a Lezama, equiparado al gran poeta de Enemigo rumor. Así de veleidosa es la poesía. Así de imprevistas son las consecuencias de las valoraciones que hacemos de un poeta desconocido.

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En el año postrero de su vida, plagado de presentimientos sobre la inminencia de su muerte —sin que padecimiento cotidiano alguno le hiciera indicación—, presentimientos que ahora se van descubriendo en los poemas, cartas y relatos últimos que escribió, Virgilio Piñera dispuso varios libros suyos para la imprenta.

En Una broma colosal recogió los poemas de su última etapa. La mayoría fueron escritos del año 1969 al 1979, fecha de su muerte. De ellos sólo uno, «El hechizado», soneto dedicado a Lezama Lima, no es inédito. El resto lo son en rigor, y constituyen el estado final que su poesía alcanzó.

El título de Una broma colosal es del autor. No el de las secciones interiores ni tampoco la organización. Se han escogido, entre Luis Marré y yo, versos de sus propios poemas para nombrarlas, tratando además de hacerlo con aquellos que le hubiera gustado a él escoger: los más desenfadados y poco «literarios».

La organización sigue el orden cronológico. El poeta tenía —felizmente— la costumbre de fechar sus poemas. Los pocos que no lo están, se han colocado, por semejanzas del tono o color del papel, en el lugar en que aparecen.

Realicé con los originales que él me entregó, los que poseía Abilio Estévez y con los que donó la familia a la Biblioteca Nacional, un minucioso cotejo.

Ofrezco la versión más trabajada, la de fecha más reciente, que es, casi siempre, la que el poeta dejó en las manos de Estévez o en las mías.

Sólo incluyo dos poemas[1] de redacción anterior: «El león», de 1944, y «Aire mallarmeano», de 1951, que Virgilio Piñera no recogió en sus poemarios publicados, y se encontraban entre sus originales, quizá por azar. De estilo y entonación diversos al resto de los que conforman el volumen presente, el lector, si conoce la obra poética de Piñera, sabrá colocarlos en su justo lugar histórico.

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Advertimos al lector que esta recopilación no es exhaustiva. Hemos respetado la selección que el propio Virgilio Piñera realizó de su poesía. Reproducimos los libros La vida entera y Una broma colosal, tal como él los hizo, el primero en vida y el segundo meses antes de morir. Los poemas que desautorizó expresamente (véase su artículo «Cada cosa en su lugar», Lunes de Revolución, diciembre, 1959) como «La muerte del danzante», elogiado por algunos críticos despistados, no se recoge en esta compilación. En su nota a La vida entera, el autor se refiere a un número de poemas de los que afirma que se han perdido o los desapareció él mismo, y que de ellos deja, no obstante, «un corto número» a la voracidad de sus biógrafos. Encontrados éstos y otros impresos en Espuela de plata y Clavileño, integramos la última sección de este libro bajo el título, naturalmente, de «Poemas desaparecidos». Pese a nuestra búsqueda, no nos atrevemos a garantizar que en esas dieciocho cajas no se encuentren muchos poemas más. Los dejamos a la «voracidad» de los futuros editores de Piñera.

Antón Arrufat