FINAL
1
Fortunata sintió ruido en la puerta y esta voz:
—¿Se puede?
—Pase usted, D. Segismundo —dijo reconociendo al regente de la botica.
Y entró el tal con cara risueña y actitud oficiosa, como de persona que cree ser útil. Estaba la joven incorporada en su lecho, con chambra y pañuelo a la cabeza. «¡Qué reguapa está! —pensaba Ballester al saludarla, apretándole mucho la mano—. ¡Lástima de mujer!».
—Ayer no pasó usted —le dijo ella con amabilidad—, porque yo no sabía quién era, y no quiero recibir visitas. Estoy muerta de miedo, y por las noches sueño que alguien viene a robármelo. ¿Quiere usted verle?…
A su lado estaba, durmiendo con plácido sueño, el recién venido personaje, cuyas precoces gracias quería mostrar a su amigo. Así lo hizo con más orgullo que vergüenza, y apartó las sábanas, dejando ver la carita sonrosada y los puños cerrados del tierno niño.
—¡Cuidado que es bonito! —dijo Ballester inclinándose—. Tiene a quien salir por una y otra banda.
—Dos horas hace que está tan dormidito. ¡Qué ángel! ¡Y si viera usted qué pillo es, y qué tragón! Viene determinado a darse buena vida. Si lo viera usted cuando se pone a mirarme… ¡Pobrecito! Me quiere mucho. Sabe que le quiero más que a mi vida, y que es para mí el mundo entero.
—Ya sabe usted lo convenido. Seré padrino de su excelencia. Usted me lo prometió la última vez que nos vimos.
—Sí, sí, y no me vuelvo atrás. Usted será padrino.
—Y después del primer nombre, que usted designará —poniéndose muy inflado—, llevará el mío, Segismundo. ¿Qué le parece a usted?
—Muy bien. Se llamará Juan, después Evaristo, y después Segismundo.
—Bueno; transijo con el tercer lugar en el escalafón, pero de ahí no paso; como usted me quiera echar al cuarto, me sublevo.
Ambos se rieron. Ballester se había sentado en una silla junto al lecho, y no quitaba los ojos de aquella mujer, que le parecía entonces más hermosa que nunca. «Le daría cuatro besos —pensaba—; pero de amistad, de pura amistad, porque me interesa esta infeliz… Y, digan lo que quieran, no es tan mala como se cree por ahí». Después empezó a dar noticias de la familia y amigos, las cuales oía Fortunata con gran curiosidad.
—Doña Lupe, con toda su fiereza, no la olvida a usted. Todos los días nos pide noticias a mí o a Quevedo, y pregunta también por el muchacho, si es robusto, si mama bien, si tiene algún defecto físico…
—¡Defecto!… —exclamó la madre indignada—. Si es una preciosidad. Más perfecto es que las perfecciones. Se lo enseñaré a usted desnudo, para que vea qué hermosura de hijo. Estoy loca con él. Me parece que han de venir a quitármelo. Y no crea usted; ¡hay tanta envidiosona!…
Dejando que pasara la racha de entusiasmo maternal, Ballester continuó así:
—Pero lo que la pasmará a usted es saber que el amigo Maxi está tan mejorado, pero tan mejorado, que si le ve usted no le conoce.
—¿Pero es de verdad?… Quiá, guasas de usted.
—No hija. Siempre que ocurre en la casa o en la vecindad algo difícil de resolver, se le consulta a él. Está hecho un Salomón. Doña Desdémona, cuando surge alguna dificultad en su república de pájaros, le llama, y lo que él dice, se hace.
—Vaya, que hoy estamos de vena. Ojalá fuera verdad lo que usted dice. Yo me alegraría mucho, con tal que no se acordara de mí para nada, ni supiera que estoy viva.
—Pues eso sí que no lo logra usted… Todo lo sabe.
—¡Ay, no me lo diga, por Dios! —asustadísima y palideciendo—. No sabe usted el miedo que me ha entrado. Ya no voy a tener un minuto de tranquilidad. ¿Pero es eso verdad? No se divierta conmigo, Ballester; mire que estoy temblando de miedo.
—¿Miedo a qué? Si está muy razonable, y más tranquilo que nunca. Todas sus ideas son ideas de benevolencia y tolerancia. Habla poco, y a lo mejor se descuelga diciendo cosas muy buenas. No le suelta a usted un disparate ni aunque se lo pida por favor. Respecto de usted, creo que el sentimiento que tiene es la indiferencia, si es que la indiferencia se puede llamar sentimiento.
—No me fío, no me fío —meditaba, demostrando en el tono que no las tenía todas consigo—. Verá usted cómo el mejor día…
La conversación pasó de Maximiliano a las Samaniegas, mostrando Fortunata gran extrañeza de que Aurora no se acordase de ella.
—Es una mala crianza, porque bien sabe dónde estoy, y desde su obrador aquí se viene en tres minutos. Y si no quería ella venir, ¿qué le costaba mandar una oficiala a preguntar si vivo o si muero?… Crea usted que esto me duele; porque yo, a quien me quiere como dos le quiero como catorce.
Ballester contestó con un gran suspiro, al cual no dio su interlocutora la interpretación conveniente. De pronto el farmacéutico mudó el tema:
—¡Ah!, me olvidaba de lo mejor. ¿Sabe usted que el crítico y yo nos hemos hecho amigos? ¡Quién lo creería! ¡Tanto como yo le odiaba! Pues verá usted. Padillita le metió un día en la botica, y yo empecé a darle guasa con sus críticas, diciéndole que me gustaban mucho. Pues resulta que es muy modesto y que se asusta cuando le elogian lo que escribe. Poco a poco hemos ido intimando, y toda la inquina que le tenía se ha evaporado. Es tan honradito el pobre Ponce, que todo lo que escribe es de conciencia, y hasta cuando elogió el dramón aquel que a mí me sacaba de quicio, lo hizo porque le salía de dentro. Y aunque le paguen tarde, mal y nunca, él tan conforme en su sacerdocio; lo toma en serio, y le parece que nadie ha de tener opinión sobre las obras si él no la da. Ha hecho oposición a una placita en el Tribunal de Cuentas y la ha ganado. ¿Pues qué cree usted? El infeliz tiene que mantener a su madre, que está enferma; y yo, desde que me contó su historia, no le cobro nada por las medicinas. Le damos bromas con Olimpia y la pieza que toca, diciéndole que su adorada es muy romántica y que no tenga miedo de casarse, porque no come. Ni necesitan cocinera, ni cocina, ni siquiera cesto para la compra. Yo le digo que abandone el sacerdocio y que deje a los autores y al público que se arreglen como quieran. Está conforme conmigo, y por fin me ha revelado un secreto: ha escrito un drama y lo tiene en el Español; y como se represente, el exitazo es seguro. La noche del estreno pienso ir con todos mis amigos para armar un alboroto y llamar al autor a la escena lo menos cuarenta veces. Me quiere leer la obra y yo le he dicho que me la deje allí. Sin leerla, le diré que es magnífica, y un amigo mío periodista pondrá un sueltecito con aquello de que en los círculos literarios se habla mucho, etc. Le digo a usted que me interesa mucho ese infeliz, y que haría yo algo por él si pudiera. En bálsamo tranquilo le tengo dado ya más de medio cuartillo, y el extracto de belladona se lo lleva de calle, porque lo que padece la mamá es reuma. También le he hecho una bizma para la cintura que vale cualquier dinero. Yo soy así; al que me entra por el ojo derecho, le doy hasta la camisa. ¡Y si viera usted qué cariño me ha tomado Ponce! Echamos largos párrafos sobre el arte realista, y el ideal, y la emoción estética, y cuanto yo digo, aunque sea un gran desatino, porque en mi vida las he visto más gordas, lo escucha como el Evangelio, y yo me doy con él un lustre que no hay más que ver. Fuera de estas tonterías de la crítica, es un alma de Dios, muy agradecido, muy delicado, sin más debilidad que la de querer a Olimpia y figurarse que un hombre de sesos se puede casar con semejante inutilidad. Yo me he propuesto quitárselo de la cabeza, y creo que lo voy consiguiendo. Porque yo le digo: «¿Con qué se van a mantener? ¿Con la pieza?». Si se casa, van a ser cuatro de familia; el matrimonio y la maná de él, enferma, y una hermanita que, según me ha contado Ponce, debe de tener hambre canina. De esto hablamos largamente en la botica, que llamamos el círculo literario, y le voy engatusando. Olimpia me sacaría los ojos si supiera las cosas que le digo a su novio; pero que se fastidie. Ya le he conocido siete osos, y lo que es a éste no le pesca tampoco. Yo le he tomado bajo mi protección, y le he de salvar. ¡Buen turrón le caía si se casara!…
—¡Qué risa con usted! ¡Pobre Ponce! Ya le decía yo que era un buen chico, y usted empeñado en darle la morcilla.
—¡Ah! De buena escapó. Guardo la fatídica yema para otro, sí, para otro, en quien ahora recaen todos mis odios. No me pregunte usted quién es, porque no se lo he de decir… Se lo diré después que se la haya zampado, porque se la tiene que comer, como éste es día.
En esto, el ruido de voces, que sonaba en la salita próxima aumentó considerablemente, y a los oídos de Ballester llegaban estas palabras: envido a la chica, órdago a los pares.
—Es mi tío José —dijo Fortunata—, que está jugando al mus con su amigo. Le mando que venga aquí para que me acompañe mientras estoy en la cama, porque tengo mucho miedo, y para que no se aburra, hago que le traigan una botella de cerveza y le permito que venga su amigo a hacerle compañía.
Ballester se asomó a la puerta entornada para ver a la pareja. No conocía a ninguno de los dos; pero la cara de Ido del Sagrario no era nueva para él, y creía haberla visto en alguna parte, aunque no recordaba dónde ni cuándo.
2
La primera vez que Ballester vio a Izquierdo y a su docto amigo, no les dijo más que algunas palabras dictadas por la buena crianza; pero a la segunda se cruzó entre ellos tal tiroteo de cumplidos, ofrecimientos y franquezas, que no había de tardar la amistad en unirles a los tres con apretado lazo.
Desde su alcoba, donde continuaba encamada, Fortunata se reía de las ocurrencias de Segismundo buscándole la lengua a Platón y a Ido del Sagrario, a quien solía llamar maestro. Siempre que iba por las noches el farmacéutico, les encontraba infaliblemente y se divertía con ellos lo indecible.
Mucho agradecía la desdichada joven aquellas visitas. Ballester era el corazón más honrado y generoso del mundo, y tenía cierta vanidad en tomar sobre sí el cumplimiento de los deberes que correspondían a otros y que estos otros olvidaban. Y aunque alentara, con respecto a la señora de Rubín, pretensiones amorosas a plazo largo, no dejaban por eso de ser puros y desinteresados sus actos de caridad, y habrían sido lo mismo aun en el caso de que su amiga espantara de fea y careciese de todo atractivo personal.
Fortunata iba adquiriendo confianza con él, y le revelaba sus pensamientos sobre diferentes cosas. No obstante, algo había que no se atrevía a manifestar, por no tener la seguridad de ser bien comprendida. Ni Segunda ni José Izquierdo lo comprenderían tampoco. Y como le era forzoso echar fuera aquellas ideas, porque no le cabían en la mente y se le rebosaban, tenía que decírselas a sí misma para no ahogarse. «Ahora sí que no temo las comparaciones. Entre ella y yo, ¡qué diferencia! Yo soy madre del único hijo de la casa; madre soy, bien claro está, y no hay más nieto de D. Baldomero que este rey del mundo que yo tengo aquí… ¿Habrá quien me lo niegue? Yo no tengo la culpa de que la ley ponga esto o ponga lo otro. Si las leyes son unos disparates muy gordos, yo no tengo nada que ver con ellas. ¿Para qué las han hecho así? La verdadera ley es la de la sangre, o como dice Juan Pablo, la Naturaleza, y yo por la Naturaleza le he quitado a la mona del Cielo el puesto que ella me había quitado a mí… Ahora la quisiera yo ver delante para decirle cuatro cosas y enseñarle este hijo… ¡Ah! ¡Qué envidia me va a tener cuando lo sepa!… ¡Qué rabiosilla se va a poner!… Que se me venga ahora con leyes, y verá lo que le contesto… Pero no, no le guardo rencor; ahora que he ganado el pleito y está ella debajo, la perdono; yo soy así».
«Pues él, ¡digo!, cuando lo sepa, ¿qué hará?, ¿qué pensará? ¡No acabo de cavilar en esto, Dios mío! Él será un pillo, y un ingrato; pero lo que es a su nene le tiene que querer. Como que se volverá loco con él. Y cuando vea que es su retrato vivo ¡Cristo! ¡Pues digo, si Doña Bárbara le viera…! Y le verá, toma, le verá… Como hay Dios, que se vuelve loca. ¡Qué contenta estoy, Señor, qué contenta! Yo bien sé que nunca podré alternar con esa familia, porque soy muy ordinaria, y ellos muy requetefinos; yo lo que quiero es que conste, que conste, sí, que una servidora es la madre del heredero, y que sin una servidora no tendrían nieto. Ésta es mi idea, la idea que vengo criando aquí, desde hace tantísimo tiempo, empollándola hasta que ha salido, como sale el pajarito del cascarón… Bien sabe Dios que esto que pienso, no es porque yo sea interesada. Para nada quiero el dinero de esa gente, ni me hace maldita falta: lo que yo quiero es que conste… Sí, señora Doña Bárbara, es usted mi suegra por encima de la cabeza de Cristo Nuestro Padre, y usted salte por donde quiera, pero soy la mamá de su nieto, de su único nieto».
Quedábase muy convencida después de sentar estas arrogantes afirmaciones, y la satisfacción le producía tal contento, que se ponía a cantar en voz baja, arrullando a su hijo; y cuando éste se dormía, continuaba rezongando como la pájara en el nido. El gozo, algunas noches, no la dejaba dormir, y se pasaba largas horas jugando con su idea ya realizada, saltándola como Feijoo saltaba el bilboquet.
Quevedo iba a verla todos los días, y aunque la encontraba muy bien, ordenaba que no se levantase. ¡Qué aburrimiento estar tanto tiempo prisionera! Gracias que con su chiquitín se entretenía. De noche le ayudaba Segunda a fajarlo y limpiarlo; por el día Encarnación, que era muy lista y se volvía loca de gusto cuando su ama le dejaba tener el pequeñuelo en brazos durante algunos minutos. En sus ratos de alegría delirante, Fortunata se acordaba mucho de Estupiñá.
—Pero, tía, ¿no se ha tropezado usted en la escalera con Plácido? Dígale que pase, que le tengo que hablar.
Respondía Segunda que no una ni dos veces, sino más de veinte había encontrado al tal; pero que todas las chinitas que le echaba para que subiese habían sido como si no.
—Me puso una cara, chica, cuando le conté la novedad, que parecía un juez de primera estancia. Y ayer me dijo: «¡Quite usted allá, so chubasca, encubridora; a usted y a la otra fanfarrona, las voy a poner en la calle!».
—Ya se amansará. ¿Qué apostamos a que se amansa? —decía la joven sonriendo—. Yo quiero que entre y vea esta estrella que se ha caído del cielo.
Tanto hizo Segunda y tales enredos armó, que Estupiñá entró una mañana, gruñendo y echándoselas de hombre de mal genio que tiene que contraer todos los músculos de su cara para enfrenar su indignación. A cuanto le decían Segunda y su hermano, respondía con bufidos; y si la señora de Izquierdo no me le sujeta por un brazo, de fijo que echa a correr por las escaleras abajo.
—No se puede tratar con estas tías fanfarronas… Vaya usted al rábano. Vaya usted muy enhoramala.
Pero dando estos respiros a su ira verdadera o falsa, ello es que no se marchaba, y Segunda le metió casi a la fuerza en la alcoba. Obedeciendo a un impulso instintivo, Estupiñá se quitó el sombrero en el momento en que sentía los chillidos del heredero de Santa Cruz que estaba pidiendo la teta con mucha necesidad. Al ver que el hablador descubría su venerable cabeza, Fortunata sintió en su alma inundación de alegría, y se dijo: «Eso es, saluda a tu amito. Él te protegerá como te han protegido sus abuelos y su padre». Plácido se inclinó para verle, y aunque se quería hacer el hombre terrible, se le escapó esta frase:
—Clavado, talmente clavado…
—¡Qué feo es!… ¿Verdad, D. Plácido? —dijo la madre, radiante de gozo—. ¿Qué, no le da un beso?… ¿Cree que le va a pegar algo? Descuide, que lo bonito no se pega… ¿Sabe una cosa D. Plácido? Me parece que le va usted a querer… y él a usted también. ¿A que sí?
El hablador murmuraba algo que no se oía bien. Estuvo un momento como indeciso entre el furor y la suavidad. Después rompió a hablar con Segunda sobre si ésta ponía o no ponía aquel año cajón en San Isidro, y se retiró al fin, despidiéndose de una manera que bien podía pasar por conciliadora. Fortunata estaba contentísima, y se decía: «De seguro que ahora mismo va con el cuento. Es lo que yo quiero, que lleve el chisme». Encadenando ideas, se daba a pensar en el gusto que tendría de ver a Doña Guillermina, presumiendo al mismo tiempo que si la viera había de sentir mucha vergüenza. «Le pediré perdón por lo mal que me porté aquel día, y me perdonará… como ésta es luz. De fijo que me calienta las orejas; pero paso por todo con tal de ver la cara que pone delante de este hijo. A ver qué tiene que decir de mi idea. ¿Qué se le ocurrirá? Alguna cosa que yo no entenderé ni la entenderá nadie… Diga lo que quiera y tómelo por donde lo tome, Dios no puede volverse atrás de lo que ha hecho; y aunque se hunda el mundo, este hijo es el verídico nieto natural de esos señores, D. Baldomero y Doña Bárbara… Y la otra, con todo su ángel, no toca pito, no toca pito… eso es lo que yo digo. Que me presente uno como éste… No lo presentará, no. Porque Dios me dijo a mí: tú pitarás; y a ella no le ha dicho tal cosa. Y si Doña Bárbara se chifló por el Pituso falso, ¡cómo no se dislocará por el de oro de ley! De lo contenta que estoy, creo que me voy a poner mala… Y de fijo que Estupiñá lleva el cuento. La que yo quiero que lo sepa primero de todos es mi amiga la obispa. ¿Apostamos a que viene a verme? Ya… no se le queda a ella en el cuerpo el sermón que me tiene preparado. ¡Vengan sermones! No me importa; mejor. Yo le diré que tiene razón; pero que yo tengo el hijo, y allá se van hijos con razones».
Esta visita teníala por infalible, pues la santa era muy amiga de echar réspices y de enderezar a las que cometían pecados gordos. Tan segura estaba de verla, que siempre que sonaba la campanilla creía que era ella, y se preparaba a recibirla, arreglando la cama y poniéndose con la mayor decencia posible, trémula de emoción y esperanza.
3
El bautizo se celebró con modestia suma en San Ginés, una mañana de abril, y le pusieron al chico los nombres de Juan Evaristo Segismundo y algunos más. Ballester se corrió gallardamente aquel día a convidar a Izquierdo y a Ido del Sagrario en el próximo café de Levante. Instó mucho al maestro a que tomara un biftec, pero D. José lo rehusó, aunque buenas ganas tenía de aceptarlo. De solo oler la carne y ver la sangre de ella y la grasa en el plato de sus amigos, le parecía que se trastornaba. Su almuerzo fue un café con media tostada de abajo… y otra media de arriba. Tras el café vinieron las incitantes copas, y también les hizo escrúpulos el profesor; no así el modelo, que se llenó el cuerpo de ron hasta que ya no podía más, sin que por eso se perturbase su sólida cabeza, que debía de ser un alambique. Mientras comían, vieron pasar a Maximiliano Rubín, que salía del café; pero como él no aparentó verlos, no le dijeron nada. A eso de la una, Ballester se fue a su botica y los dos Josés a la casa de la Cava. Era domingo y ninguno de los dos tenía ocupaciones. Izquierdo mandó a Encarnación por una grande de cerveza, y sacando de una caja muy sucia el juego de dominó, extendió y mezcló las fichas para empezar una partidita. Y cuentan las crónicas platónicas, que antes de llegar a la mitad del segundo juego, las pobres fichas se quedaron solas. Ido se había levantado y daba paseos por la sala. Izquierdo se dejó caer sobre el sofá de Vitoria y dormía como un verídico bruto, el sombrero sobre los ojos, la boca abierta y las cuatro patas estiradas. La señá Segunda se llevó a Encarnación a la plazuela, porque la noche antes había habido fuego en dos o tres puestos inmediatos al de ella, y se pasó la mañana ayudando a sus compañeras a meter los trastos que se sacaron, y a reparar lo que de reparación era susceptible.
Fortunata estuvo aquel día aburridísima, con muchas ganas de levantarse. Por respeto a las ordenanzas del señor de Quevedo, seguía en la cama, pero ya no aguantaría aquella cárcel enojosa dos días más. Juan Evaristo Segismundo, después que le trajeron de San Ginés, estaba tan guapote y satisfecho, cual si tuviera conciencia de su dichoso ingreso en la familia cristiana; y para celebrarlo, en cuantito llegó al lado de su madre, buscó la despensa y se puso el cuerpo que no le cabía una gota más de leche. Oía Fortunata los ronquidos del venerable Platón, cual monólogo de un cerdo, y sentía también los paseos de Ido, y algún monosílabo ininteligible, suspiros que parecían ayes de pena o invocaciones poéticas; y cuando el profesor llegaba en su deambulación febril a la puerta de la alcoba, creía distinguir sus manos o parte de un brazo que subían hasta cerca del techo. Luego sonó la campanilla y D. José fue a abrir. Fortunata creyó que era Encarnación que volvía de la plazuela; pero se equivocaba. No tardó en oír cuchicheos en la puerta. ¿Quién sería? Después sintió pasos y un chillar de botas que la hicieron estremecer, y se quedó muda de terror al ver en la puerta a Maximiliano. Era él; así lo afirmó después de dudarlo un momento. La estupefacción que sentía apenas le permitió dar un grito, y su primer movimiento fue echarle los brazos al nene, decidida a comerse a bocados a quien intentase hacerle daño o quitárselo. Rubín estuvo más de un minuto sin dar un paso, clavado en la puerta y destacándose dentro del marco de ella como la figura de un cuadro. ¡Cosa rara! Ningún signo de hostilidad se veía en su cara ni en su ademán. Miraba a su mujer con seriedad, pero sin dureza, y cuando dio los primeros pasos para acercarse a la cama, su expresión era casi indulgente. Pero ella no las tenía todas consigo, y le miró como quien se dispone a una defensa enérgica.
—Tío, tío —dijo alzando la voz—. Encarnación…
Como ni Izquierdo ni la criada respondieran, quiso llamar al esperpento aquel que en el cuarto se paseaba. Mas al ir a pronunciar su nombre se le borró de la memoria.
—¿Cómo diablos se llama este hombre?… Usted, venga acá… ¡Ah!, ya me acuerdo. Señor Sagrario, haga el favor de despertar a mi tío.
Pero ni el tío despertaba, ni D. José se hacía cargo de que le llamaban.
—Parece que me tienes miedo, y que pides socorro —le dijo Maxi con fría bondad—. No te voy a comer. Estás equivocada si piensas que vengo de malas. Si no se trata ya de matarte ni de matar a nadie… Esa idea estúpida voló… por fortuna de todos.
Diciendo esto se sentó en la silla, y quitándose el sombrero lo puso sobre la cama. Fortunata le encontró más delgado; la calva parecía mayor, y sus miradas tenían cierto reposo que la tranquilizó.
—Aunque nadie me ha dicho una palabra —prosiguió Rubín—, sé todo lo que te ha pasado; lo he sabido por mi propia razón, y vengo a compadecerte y a hacerte un gran bien… Porque yo perdí la razón, bien lo sabes; pero luego la volví a adquirir. Dios me la quitó y me la volvió a dar tan completa, que en este momento estoy más cuerdo que tú y que toda la familia. No te asombres, hija, que bien conocerás por lo que voy a decirte que mi cabeza está buena, tan buena como nunca lo estuvo. Qué, ¿no lo crees?
Fortunata no sabía si creerlo o no. Su miedo no se había extinguido, y esperaba que tras aquellas palabras tranquilas, vinieran otras airadas y sin pies ni cabeza. No dijo nada, y siguió protegiendo a su hijo, en actitud de defenderle al primer ataque. Maxi no parecía reparar en el niño. Con gran serenidad habló así:
—Tan sano estoy de la cabeza, que me hago cargo de tu situación y de la mía. Ya entre tú y yo no puede haber nada. Nos casamos por debilidad tuya y equivocación mía. Yo te adoraba; tú a mí no. Matrimonio imposible. Tenía que venir el divorcio, y el divorcio ha venido. Yo me volví loco, y tú te emancipaste. Los disparates que habíamos hecho los enmendó la Naturaleza. Contra la Naturaleza no se puede protestar.
Miraba el bulto que en la cama hacía Juan Evaristo; pero como su ademán no tenía nada de hostil, Fortunata se iba sosegando.
—¡Ya sé lo que hay aquí! ¡Pobre niño! Dios no ha querido que sea mío. Si lo fuera, me querrías algo. Pero no lo es, todo el mundo lo sabe, y lo sé yo también… Divorcio consumado. Más vale así. Yo no debí casarme contigo. Bien lo pagué perdiendo la razón. ¿Qué debo hacer ahora que la he recobrado? Pues ver las cosas de muy alto, y acatar los hechos, y observar las lecciones tremendas que da Dios a las criaturas… Antes me las dio a mí… Ahora, a ti. Prepárate. No vengo a hacerte daño, sino a anunciarte la buena nueva de la lección, porque estas pedradas que vienen de arriba sanan, curan y fortalecen.
«Pero este hombre —se decía Fortunata—, ¿está cuerdo o está más loco que antes? Buena jaqueca me está dando; pero como no pase de ahí, se le puede aguantar».
Algo quiso decir en alta voz; pero él no la dejaba meter baza, y como si trajera un discurso preparado y no quisiera dejar de pronunciar ninguna de sus partes, pegó en seguida la hebra:
—¿Te acuerdas de cuando yo estaba loco? Los ratos que te di te los tenías bien merecidos; porque en realidad te portabas muy mal conmigo. Tu infidelidad se me había metido a mí en la cabeza; no tenía ningún dato en qué fundarme; pero el convencimiento de ella no lo podía echar de mí. No sé decir bien si soñé que ibas a ser madre, o si me inspiraron esta idea los celos que tenía. Porque yo tenía unos celos ¡ay!, que no me dejaban vivir. «Mi mujer me falta —decía yo—, no tiene más remedio que faltarme; no puede ser de otra manera». Y como por lo mucho que te quería, yo no encontraba a tu pecado más solución que la muerte, ahí tienes por qué me nació en la cabeza, lo mismo que nace el musgo en los troncos, aquella idea de la liberación, pretextos y triquiñuelas de la mente para justificar el asesinato y el suicidio. Era aquello un reflejo de las ideas comunes, el pensar general modificado y adulterado por mi cerebro enfermo. ¡Ay, qué malo me puse! Te digo que cuando inventé aquel sistema filosófico tan ridículo, estaba en el periodo peorcito. No me quiero acordar. Los disparates que yo decía los recuerdo como se recuerdan los de las novelas que uno ha leído de niño; y ahora me río de ellos, y calculo cuánto se reirían los demás. ¿Te acuerdas tú?
Fortunata respondió que sí con la cabeza. No le quitaba los ojos, siguiendo atentamente sus movimientos por ver si se descomponía, y estar preparada a cualquier agresión.
—Después me atacó lo que yo llamo la Mesianitis… Era también una modificación cerebral de los celos. ¡El Mesías… tu hijo, el hijo de un padre que no era tu marido! Empezó por ocurrírseme que yo debía matarte a ti y a tu descendencia, y luego esta idea hervía y se descomponía como una sustancia puesta al fuego, y entre las espumas burbujeaba aquel absurdo del Mesías. Examínalo bien, y verás que todo era celos, celos fermentados y en putrefacción. ¡Ay, hija, qué malo es estar loco! Cuánto mejor es estar cuerdo, aunque uno, al recobrar el juicio, se encuentre apagado el hornillo de los afectos, toda la vida del corazón muerta, y limitado a hacer una vida de lógica, fría y algo triste.
Al oír esto, que Maxi expresó con cierta elocuencia, Fortunata volvió a inquietarse, y llamó de nuevo a su tío, que seguía dando los ronquidos por respuesta. El mismo resultado tuvieron las voces de:
—Señor Sagrario, señor Sagrario… haga el favor de venir.
D. José se asomó a la puerta, echando a la pareja una mirada de maestro de escuela que inspecciona el aula en que estudian sus alumnos, y vuelta a pasearse sin hacer caso de nada.
Rubín acercó más la silla, y Fortunata tuvo más miedo:
—Pero todo aquello de la liberación y del Mesías voló. Los hechos reales sustituyeron a las figuraciones de mi cerebro… Dios me devolvió mi razón, y me la devolvió corregida y aumentada. Con ella vi los hechos; con ella descubrí lo que mi familia me ocultaba; con ella reconstruí mi ser, que había pasado por tantos cataclismos; con ella me penetré bien de nuestro divorcio y deseché dos y hasta tres veces la idea de homicidio; con ella pude llegar a considerarte mujer extraña, madre de hijos que yo no podía tener, y con ella me he revestido de serenidad y conformidad. ¿No te admiras de verme como me ves? Más te asombrarías si pudieras leer en mi pensamiento, y comprender esta elevación con que yo miro todas las cosas, la calma con que te veo a ti, la indiferencia con que veo a tu hijo… ¡Un ser más en el mundo! Cuando él ha venido sus razones tendrá. ¿Qué derecho tengo yo a estorbarle la vida? ¿Qué derecho a matarte a ti porque se la hayas dado? Fíjate bien: es muy grave eso de decir: «Tal o cual persona no debió de nacer».
«¡Dios mío! —exclamó para sí Fortunata—. ¿Pero este hombre está cuerdo o cómo está? ¿Eso que dice es razón, o los mayores disparates que en mi vida le he oído?…».
—Yo pregunto —añadió Maxi acercándose más—. El derecho a nacer, ¿no es el más sagrado de todos los derechos? ¿Quién me mete a mí a poner estorbo a ningún nacimiento? Estaría gracioso… Nazcan y vivan, que viviendo aprenderán.
«Nada, para mí está peor que antes —pensaba la esposa—, y esto que dice podrá ser cuerdo, pero yo no entiendo palotada».
—Parece que me tienes miedo —le dijo él siempre serio y tranquilo—. No sé por qué. Ya habrás visto que a razonable no me gana nadie.
—Sí, es verdad; pero…
—Pero ¿qué?…
—Tú dirás que gato escaldado del agua fría huye —sonriéndose ligeramente, por primera vez en aquella conferencia—. Otra cosa: enséñame a tu hijo.
Fortunata volvió a sentir terror, y al ver que Maxi alargaba las manos hacia donde estaba el pequeñuelo, las apartó con las suyas, diciendo:
—Otro día le verás… Déjale… Está dormido y me le vas a despertar.
—¡Pero qué maniática eres!… Yo creí que después de haberme oído, te convencerías de que mi razón está como un reloj y de que además me ha entrado un gran talento. ¿Qué has visto en mí que te parezca sospechoso? Nada absolutamente. Mis sentimientos son de paz; la última idea mala la tuve hace días; pero la arranqué y estoy limpio de ira y de odio. Y para decírtelo todo en una palabra: Fortunata, soy un santo. No es esto jactancia, es la verdad… ¿Crees que voy a hacer daño a tu hijo? ¡Hacer daño a una criatura! Eso no cabe en lo humano. Déjamele ver, y te diré algo que te aprovechará.
Fortunata, al fin, sospechando que la contrariedad podía irritarle, permitióle ver al nene, sin acercarse mucho, y protegiéndole con sus manos. No dijo nada mientras le miraba. Después volvió a su asiento y estuvo un rato con la mirada perdida entre los ramos de la colcha, ligeramente fruncido el ceño.
—Se parece a tu verdugo. Lo malo no perece nunca. La maldad engendra y los buenos se aniquilan en la esterilidad.
4
—Tío, por Dios, tío, despierte usted —volvió a decir Fortunata gritando.
Y como asomase a la puerta la flácida y carunculosa efigie de Ido del Sagrario, la joven le dijo:
—¿Pero qué hace usted que no despierta a mi tío?… ¡Qué sola me tienen aquí! ¡Y esa chiquilla que no viene!
Ido refunfuñó algo que Fortunata no pudo entender. Mirando al profesor con lástima, Maxi dijo a su esposa:
—Este buen señor está tocado. Me da mucha lástima, porque sé lo que es andar mal de la cabeza. Si él quisiera seguir mi plan, yo me comprometía a ponerle como nuevo.
Y en alta voz, viendo al desgraciado Ido llegar otra vez hasta la puerta de la alcoba y mirar hacia dentro con los ojos de estúpido:
—Señor D. José, serénese, y aprenda a ver la vida como es… Es tontería creer que las cosas son como nos las imaginamos y no como a ellas les da la gana de ser. Al amor no se le dictan leyes. Si la mujer falta, divorcio al canto, y dejar que obre la lógica, pues ella castiga sin palo ni piedra.
Y Fortunata se persignaba, llena de admiración, diciéndose: «¿Pero será verdad, Dios mío, que a mi marido le ha entrado un gran talento, o estas cosas que dice son farsa para tapar una mala idea? ¿Qué haré yo para que se marche pronto? Porque a lo mejor me sale por malagueñas, y me da el gran susto».
—¡Se parece a tu enemigo! —repitió Maxi, volviendo a la idea que le había excitado ligeramente—. Es una desgracia para él. Y si en lo moral saca la casta, peor que peor. El niño inocente no es responsable de las culpas del padre; pero hereda las malas mañas. ¡Pobre niño!, tengo lástima de él. Si se te muere debes alegrarte, porque si vive te dará muchos disgustos.
A Fortunata le indignó esta idea; pero no se atrevió a contradecirla. Que dijera todo lo que quisiese. Su plan era no contestarle nada, a ver si se aburría y se marchaba pronto.
—Tiene a quien salir —añadió Maxi con lúgubre ironía—. Su papá es de oro… No necesitas decirme que no te hace caso… Harto lo sé. Ni siquiera habrá venido a verle… También me lo figuro. No vendrá; ten por cierto que no vendrá.
—¡Quién sabe!… —se dejó decir la joven, sintiendo que se le apretaba la garganta.
—Te repito que no vendrá… Tengo mis razones para asegurarlo.
—Claro… ¡Qué ha de venir!… Ni falta.
—Dices bien; ni falta. Gracias que te oigo una expresión filosófica. Ese hombre tiene ahora otros entretenimientos.
Fortunata sintió que toda la sangre se le subía al rostro, y se puso muy sofocada. Rubín estiró el codo sobre el lecho, apoyándose en él con actitud perezosa, semejante a la que tomaba en la botica cuando leía.
—Es preciso que lo sepas pronto. Todo lo que tardes en saberlo, tardas en regenerarte.
La Pitusa tenía mucho calor, y cogiendo un abanico que junto a la almohada tenía, empezó a abanicarse.
—Es preciso que lo sepas —volvió a decir Maxi con cierta frialdad implacable, propia del hombre acostumbrado al asesinato—. Tu verdugo no se acuerda ya de ti para nada, y ahora tiene amores con otra mujer.
—¡Con otra mujer! —dijo ella, repitiendo la frase como una muletilla, a la cual no se saca sentido. Sus miradas vagaban por los dibujos de la colcha.
—Sí, con otra mujer a quien tú conoces.
El asesino le iba soltando a la víctima las palabras en dosis pequeñas, y la miraba observando el efecto que le causaban. Fortunata quiso sobreponerse a aquel suplicio, y sacudiendo la despeinada cabeza, como para alejar y espantar una convicción que quería penetrar en ella, le dijo:
—¿Qué historias me vienes a contar ahí?… Déjame en paz.
—Esto que te cuento no es un enredo; es verdad. Ese hombre está enamorado de otra mujer, y tú la conoces. Aprende, pues. Ahí tienes la maravillosa arma de la lógica humana, con la cual te hiero para sanarte. Más vale morir aprendiendo, que vivir ignorando. Esta lección terrible puede llevarte hasta la santidad, que es el estado en que yo me encuentro. ¿Y quién me ha traído a mí a este bendito estado? Pues una lección, una simple lección. Mira, Fortunata, bendito sea el cuchillo que sana.
—Falta que sea verdad lo que cuentas —dijo la víctima defendiéndose.
—Tú podrás creerlo o no creerlo, como un enfermo puede tomar o no la medicina que el médico le da. Porque esto es la medicina de tu conciencia. ¿Quieres otra? ¿Quieres el nombre de la que te ha robado lo que tú robaste? Pues te lo voy a decir.
Fortunata sintió como un desvanecimiento, y al incorporarse se le iba la cabeza, y la habitación daba vueltas en torno suyo. Llevándose la mano a los ojos, dijo a su marido:
—Me lo tienes que decir.
—Es una amiga tuya.
—¡Amiga mía!
—Sí, y su nombre empieza con A.
—¡Aurora, Aurora es! —exclamó la joven dando un salto en su lecho, y mirando a su marido como miran las personas de honor que han recibido una bofetada.
—Ella es.
—Hace tiempo que el corazón me decía algo de esto, pero muy bajito, y yo no lo quería creer.
—Estoy tan seguro de lo que afirmo, que no puede ser más.
—Tú me engañas, tú me engañas —replicó la joven en actitud de Dolorosa—. Tú me quieres matar, y en vez de pegarme un tiro, me vienes con esta historia.
—Si lo tomas como golpe de muerte, tómalo —manifestó Rubín con implacable frialdad.
—¡Aurora… Aurora! ¡Dios mío! ¡Qué idea tan perra!… (agitándose extraordinariamente). Pero no puede ser. Este hombre está loco y no sabe lo que se dice.
—¿Que estoy loco?… (imperturbable). Bueno, defiéndete con eso. Pero tú caerás, tú te convencerás. No tienes escape. La verdad se impone. Ahí tienes un tiro que no yerra nunca. ¿Quieres más señas? Cuando Aurora sale de su obrador, él la espera en la calle de Santo Tomás y van juntos hacia el Ave María. Los domingos, Aurora dice en su casa que va al obrador, y a donde va es a…
—Cállate; te digo que te calles —gritó Fortunata retorciéndose los brazos—. Eres un mentiroso, un calumniador.
—¿Pues qué querías tú? (con sonrisa glacial). Hija, es preciso estar a las agrias y a las maduras. ¿Qué querías? ¿Herir y que no te hirieran? ¿Matar y que no te mataran? El mundo es así. Hoy tiras tú la estocada, y mañana eres tú quien la recibe… ¿Dudas todavía?
La víctima no dijo nada. No dudaba, no; lo denunciado por aquel hombre, que a veces parecía demente, a veces no, revestía las apariencias de un hecho cierto. Algo tenía la infeliz joven en su cabeza que se lo confirmaba, inundándola de luz. Recordó frases y actos, ató cabos, y… Nada, que era verdad, como hay Dios. El infeliz chico estaría todo lo enfermo que se quisiera suponer; pero lo que decía, verdad era.
—¿Lo dudas todavía? —volvió a preguntar él.
—No sé, no sé… ¿Y si te has equivocado?… (con extremada inquietud y ráfagas de ira). No sé qué pensar… Maxi, Maxi, si me hubieras dado un tiro, me habrías matado menos. Te juro que si es verdad, esa mujer, esa hipócrita, esa sinvergüenza que me vendía amistad, no se ha de reír de mí. Te juro que le pateo el alma más pronto que lo digo (revolcándose en el lecho). Esto no puede quedar así. La mato, le saco los ojos, le arranco el corazón… Que me traigan mi ropa. Tío, chiquilla; quiero levantarme. ¡Pero qué abandonada me tienen!
—Comprendo que te dé tan fuerte. Así me dio a mí; pero luego me he vuelto estoico. Aprende de mí. ¿No ves qué sereno estoy? He pasado por todas las crisis de la ira, de la rabia y de la locura…
—Porque tú no eres un hombre (interrumpiéndole).
—Es que las lecciones me han valido.
—Bueno, porque eres un santo… Yo no soy santa, ni quiero.
—¿Y por qué no habías de serlo tú también? (tomándole las manos y tratando de contener con suavidad sus movimientos de ira). ¿Por qué no habías de aspirar al estado en que yo me encuentro? A él he llegado pasando por la rabia, por la locura… Ahora mismo, no hace mucho, cuando vi a ese diablo de hombre cometiendo una nueva infamia, sentí otra vez la debilidad de espíritu que creía vencida… Me entraron ganas de pegarle un tiro, por librar a la humanidad de semejante monstruo… Pero después he sabido vencerme y he dicho: «Mejor castiga una consecuencia lógica que un puñal».
—¡Quiere decirse que le viste con ella y te quedaste tan fresco! —gritó la joven, furibunda, echando llamaradas de los ojos.
—No me quedé fresco… Me alboroté mucho; pero después vino la reflexión. Lo que importa, me dije, no es que él muera, sino que ella aprenda. Y tú has aprendido.
—¡Pues si yo les llego a ver…!
—Si les llegas a ver, acuérdate de mí. Hazte santa como yo… Les miras y pasas…
—Tú no eres hombre… Tú no eres nada —exclamó la joven con desprecio—. A ella, a esa bribona es a quien yo quisiera arreglar. Si la cojo, no lo cuenta. ¡Infame, arrastrada, indecente, engañarme así!
—Tú, mira bien si tienes derecho a tratarla de ese modo.
—¡Pues no he de tener! —ofuscándose por completo y sin reparar en lo que decía—. Me ha quitado lo mío. Yo seré mala; pero ella lo es más, mucho más.
—Comprendo tu exaltación. Yo, que no tenía otro móvil que la justicia, cuando les vi, cuando me persuadí de que pecaban, creo que si tengo un revólver, les suelto los seis tiros por la espalda.
—Bien, bien —dijo la esposa con ferocidad—. ¿Por qué no lo hiciste? Eres un tonto… aunque después me hubieras matado a mí también. Tienes derecho a hacerlo.
—Les vi entrar en aquella casa…
Fortunata abría los ojos con espanto.
—Les esperé para verles salir. Calle tal, número tantos. Me escondí en un portal. ¡Oh!, la suerte de ellos fue que no llevaba revólver.
—Yo te lo compraré… Hoy mismo, ahora mismo (agitándose en el lecho, cogiendo a su hijo, volviéndolo a dejar, descubriéndose el pecho, tapándoselo y sin saber qué hacer).
—¡Matar!… ¿Lección a ella? ¿Y la tuya?
—¿La mía, la mía? Ya la tengo, majadero. ¿Todavía quieres más lección? A esa traicionera sí que se la voy a dar, y gorda.
—Irás a presidio si matas.
—Pues iré contenta.
—¿Y tu hijito?
Al oír esto, Fortunata tuvo un retroceso en su salvaje idea, y cogiendo al chiquillo, que empezaba a rezongar, se lo llevó al seno.
La madre lloraba, el chico también, y el gran Ido apareció otra vez en la puerta sin decir nada, contemplando a marido y mujer con miradas semejantes a las de las estatuas de yeso o mármol, pues parecía no tener niñas en los ojos. Gracias que la entrada de Segunda puso término a la situación; y lo mismo fue ver a Rubín que volarse, soltando por aquella boca sapos y culebras y echando la culpa de todo a su hermano y al tagarote inútil de D. José Ido, el cual, viéndose insultado, a su parecer tan sin motivo, hacía contracciones casi inverosímiles con los músculos de la cara, juntando un ojo con la boca y encaramando el otro hasta la raíz del pelo.
—Yo no sé lo que es —decía—, yo no sé lo que es; pero hoy no tengo la cabeza buena… Y conste que si entró fue porque quiso; que yo no le mandé entrar… Y si la mata, sus razones tendrá, naturalmente… ¡Vaya con la señora esta qué genio gasta! ¡Y cómo me trata! ¿No sabe quién soy? Pues soy Josef… el Idumeo… Profesor en partos… intelectuales.
5
—Cállese usted, so guillati —chillaba Segunda, que por los movimientos amenazadores que hizo, parecía dispuesta a desbaratar con un par de bofetadas la frágil persona del profesor idumeo—. La culpa la tiene este morral que está aquí durmiéndola.
Obra de romanos fue el despertar a Platón; por fin, su hermana le tiró de una pata, mientras Encarnación tiraba de la otra, y el corpachón del modelo, resbalando sobre el sofá, se desplomó con estruendo sobre el piso. Un rato estuvo estirándose, refregándose los ojos con las manazas, y escupiendo más hostias que palabras.
—¿Onde está el judío ladrón que ha entrado sin mi premiso? ¡Hostia, que le parto por la metá!
El lenguaje de Segunda no desmerecía del de su hermano por la finura ni por lo escogido de las voces, lo que desagradaba extraordinariamente a Ido. Maxi salió a la salita, y José Izquierdo se le cuadró ladrándole así:
—¡Ah!, era usté. Ora mismo a la calle… brr… ¡Y que tengo yo un genio mu blando!… Pues si le llego a ver antes ¡hostia!, me caso con la santísima… Si le llego a ver antes, por el judío balcón, ¡hostia!, va solutamente a la calle.
Sin demostrar temor alguno, Maximiliano sonreía. Se armó tal zaragata, que tuvo que intervenir Ido con frases de concordia, y Segunda manoteaba, echando la culpa al calzonazos de su hermano, y éste increpaba a Encarnación, y la chiquilla daba de rechazo contra Maxi; y fue tal el vocerío que hubo de presentarse en la puerta, que estaba abierta, Estupiñá, y penetró en la casa con ademanes policiacos, mandando callar a todo el mundo y amenazando con traer una pareja.
—Ya decía yo que en este cuarto no habría paz, y como sigan así, pronto los planto a todos en la calle.
Se fue refunfuñando, y al anochecer, cuando ya Ido y Maxi se habían marchado, y los hermanos Izquierdo estaban comiendo, volvió a subir, con bastón de mando, y dijo despóticamente:
—Orden, orden y el primero que meta ruido, va a la cárcel.
—Pues qué, D. Plácido, ¿va a venir el Viático?
—Poco menos —replicó el hablador entrando sin pedir permiso y dirigiéndose a la alcoba—. Que va a venir el ama, la señora casera. Mucho orden, señores, mucha formalidad.
Lo mismo fue oír Platón que la señora de Pacheco venía, que el temor de verla le intranquilizó y no tuvo ya sosiego. A trangullones despachó la comida, apresurándose a largarse a la calle. Tal era su miedo de que la señora le viese, que bajó la escalera a escape, y se le erizaba el cabello pensando en que si Guillermina subía cuando él bajaba, no tendría dónde meterse para evitar su encuentro.
Desde la entrevista con su marido, Fortunata se puso tan inquieta, que Segunda tuvo que enfadarse para impedir que se levantara, pues quería hacerlo a todo trance. El chiquitín debía de encontrar novedad en lo tocante a provisiones de boca, porque estaba mal humorado, como si quisiera también echarse a la calle, en son de pronunciamiento. El aviso de la visita de la santa calmó bastante a la madre; pero no al hijo, que no entendía aún ni jota de santidades. Presentóse la dama a las nueve, acompañada de Estupiñá; y después de saludar a Segunda como si fuera ésta la señora más encopetada, pasó, y antes de decir nada a la que fue su amiga, examinó bien a Juan Evaristo Segismundo. Segunda acercaba una vela para que la dama pudiera ver bien las facciones del niño, quien no parecía entusiasmado, ni mucho menos, con inspección tan impertinente ni con la viveza de la luz, tan próxima a sus ojitos.
—¡Qué mal genio tiene! —dijo la santa sentándose junto al lecho, mientras Fortunata agasajaba a su hijo, y metiéndole el pecho en la boca, trataba de aplacarle. Fue Guillermina muy parca en saludos y demostraciones de afecto, y luego, cuando se quedaron solas la señora de Rubín y la santa, ésta no dijo nada de religión, ni mentó la virtud, ni el pecado, ni cosa alguna concerniente al orden moral. Habló de si la joven madre tenía o no mucha leche, y de si sentía esta o la otra molestia, con otras cosas pertinentes al estado en que se hallaba. Fortunata notó en la cara apacible de la fundadora cierta severidad estudiada, y para romper aquel hielo, dijo lo siguiente, cuya oportunidad podría dudarse:
—Éste sí que es el Pituso legítimo, el de la propia tía Javiera, ¿verdad, señora? ¡Ah! ¿No sabe? En cuanto mi tío José oyó decir que usted venía, salió de carrera, como alma que lleva el diablo.
—Por el miedo que me tiene. Buena nos la dio… Déjele usted estar, que como yo le coja a mano, le he de decir cuatro cosas.
Y cuando la madre puso al niño a su lado, ya harto y dormido, Guillermina le volvió a mirar atentamente, observando sus facciones como el numismático observa el borroso perfil y las inscripciones de una moneda antigua para averiguar si es auténtica o falsificada. Después dio un suspiro, y guiñando los ojos para mirar a Fortunata, se expresó así:
—¡Buena la hemos hecho, buena!…
Y ambas estuvieron calladas un rato, mirándose.
—Señora —dijo de improviso la parida, como queriendo romper un secreto que abruma—. Yo tengo que pedir a usted perdón…
—¡A mí! ¿Perdón… de qué?
—De las burradas que hice, de las atrocidades que dije aquella mañana en su casa de usted. También a ella le pediría perdón si la viera… Me porté mal, lo conozco. Yo no guardo rencor a nadie… Digo, no se lo guardo a ella, porque… ¡Ay, señora, usted no sabe lo que pasa, usted no sabe que a las dos nos está engañando!… Y sé quién es la que nos le entretiene, una culebra, una hipocritona, que me vendía amistad… Esto no quedará así, señora, no quedará así…
—No me traiga usted a mí cuentos, que no me dan frío ni calor —con reprensión graciosa—. Ahora lo que le conviene es tranquilidad; que tiempo hay de ajustar cuentas atrasadas…
Y volvió a mirar al chico, recreándose silenciosamente en su hermosura y lozanía. Fortunata le bebía a ella las miradas, jactándose de adivinarle el pensamiento, el cual bien podía ser éste: «¡Si Jacinta le viera!…». ¿Pero cómo le había de ver? Esto sí que era imposible. «Por mí —pensaba la Pitusa—, no habría inconveniente… ¡Pero cuánto sufrirá la pobrecilla, si le ve! Y puede que se le antoje… Sí, para ella estaba… Amiga mía, tenerlos, tenerlos… Ésta le irá contando cómo es; le dirá: “Tiene la boca así, los ojos asado, y en esto se parece a su padre y en lo otro a su madre. Criatura más perfecta no ha echado Dios al mundo”».
—Cuando usted esté buena, hablaremos —indicó la santa con ánimo ya de retirarse—. Yo tengo una idea… No es usted sola quien tiene ideas; sólo que las mías no son malas, al menos no las tengo por tales. Y para concluir por hoy, ¿necesita usted algo? Si no puede criar, no se apure, le pondremos un ama a este caballerito, que me parece no habría de hacerle ascos. Es preciso criarle bien.
—Yo puedo, yo puedo… ¡Vaya! —replicó la otra contrariada—. ¿Qué cree usted? Soy muy fuerte. Mi hijo no lo cría nadie más que yo.
—Pues alimentarse bien —recobrando su tono dulcemente autoritario—. Y cuidado con hacerme disparates. Obedecer al médico… Nada de arrebatos de ira, ni devaneos. ¡Ah!, yo dudo mucho que usted sirva…
Y sintiendo uno de aquellos arranques de inspiración que la embellecían y sublimaban, le dijo esto, ya en pie para marcharse:
—Porque ha de saber usted que Dios me ha hecho tutora de este hijo… Sí, buena moza, no se espante ni me ponga esos ojazos. Su madre es usted, pero yo tengo sobre él una parte de autoridad. Dios me la ha dado. Si su madre le faltara, yo me encargo de darle otra, y también abuela. Hijo mío, has venido al mundo con bendición, porque suceda lo que suceda, no estarás nunca solo. Déjeme usted que le vea otra vez. No me harto de mirarle. Quiero llevármelo metido dentro de mis ojos. ¡Virgen del Carmen! ¡Qué lindísimo es!… Tiene a quien salir. Adiós, adiós.
Salió acompañada de Estupiñá, diciendo al modo de rezo:
—Acatemos la voluntad de Dios… Él sabrá por qué ha mandado acá este angelote. Jacinta, furiosa, dice que Dios está chocho y que no hace más que disparates… Pobrecilla… ¡Qué limitada inteligencia la nuestra! No comprendemos nada, pero nada, de lo que Él hace, y nos devanamos los sesos por adivinar el sentido de ciertas cosas que pasan, y mientras más vueltas les damos menos las entendemos. Por eso yo corto por lo sano, y todas mis matemáticas se reducen a decir: «Cúmplase la voluntad del Señor».
Fortunata soñó aquella noche que entraban Aurora, Guillermina y Jacinta, armadas de puñales y con caretas negras, y amenazándola con darle muerte, le quitaban a su hijo. Después era Aurora sola la que cometía el nefando crimen, penetrando de puntillas en la alcoba, dándole a oler un maldecido pañuelo empapado en menjurje de la botica, y dejándola como dormida, sin movimiento, pero con aptitud de apreciar lo que pasaba. Aurora cogía al chiquillo y se lo llevaba, sin que su madre pudiera impedirlo, ni siquiera gritar. Despertó acongojadísima. Se sentía mal, propensa a desvaríos de la mente en cuanto se aletargaba, y con muchísima sed. Ésta llegó a ser tan fuerte, que no pudiendo despertar a su tía dando con los nudillos en el tabique, tuvo al fin que levantarse en busca de agua. Al volverse a acostar sintió bastante frío, y con estas alternativas de frío y calor estuvo hasta la mañana.
6
Ballester fue temprano, y a ella le faltó tiempo para hablarle de la visita de Maxi y de la historia que éste le había llevado. Mucho se incomodó el regente al enterarse de esto, y con desusada seriedad y calor hubo de negar lo que su amigo contara de la Samaniega.
—Mire, compañero —dijo ella—, mientras más se amontone usted para negarlo, más creo yo en ello. Usted no habla nunca así; y cuando se pone serio, no dice más que mentiras. Lo que quiere es que yo me serene. Se lo agradezco; pero no puede ser. Y lo que es esa francesilla asquerosa no se ríe de mí.
Agotó el buen amigo toda su lógica para arrancarle aquella idea, sin adelantar nada.
—Y por fin —dijo tomando el tono festivo y maleante que empleara con Maxi en otra ocasión—, ¿para qué hacemos caso de lo que diga ese desventurado?… ¡Ay qué románticas y qué súpitas… semos! Mi amigo Rubín, con esas apariencias que ahora tiene de hombre de seso, está más tocati que nunca. Todo lo dice al revés, y el otro día me sostenía que doña Desdémona es una mujer hermosa. Me parece que si seguimos por ese camino, tendré que traerme acá la vara…
No afectaron a Fortunata estas bromas. Observábala él con atención seria, notando que una idea muy siniestra y tenaz la dominaba, y que no era fácil quitársela de la cabeza. Temió que aquel estado de ánimo influyese desfavorablemente en su salud, y para prevenirlo metiole miedo.
—Me ha dicho Quevedo que en estos días hay que tener mucho cuidado con usted, y que no le permitirá levantarse hasta la semana que viene. Cualquier disparate que usted hiciera podría sernos fatal. Conque, hija mía —tomándole las manos—, muchísimo cuidado. No le digo que lo haga por mí. ¿Qué caso hace usted de este pobre boticarín? Ninguno, y con razón, porque yo para usted no soy nadie… Hágalo por mi amigo Juan Evaristo, a quien quiero ya como si fuera hijo mío, sí, sépalo usted, y me constituyo en su tutor; hágalo por él, y tutti contenti.
Parecía convencida, y Ballester se fue con la impresión de haber triunfado. Tranquila estuvo toda la mañana; pero a eso del mediodía, al despertar de un sueño breve, se sintió tan vivamente acometida de ganas de salir a la calle, que no pudo sobreponerse a este ciego impulso. Levantóse, con gran sorpresa de Encarnación, única persona que en la sala estaba, se peinó a la ligera y se puso su falda de merino oscuro, pañuelo de crespón negro, otro de color a la cabeza, mitones colorados, sus botas de caña clara, y… Pero antes de salir dedicó un gran rato a su hijo, que habiendo despertado cuando la mamá se vestía, parecía declarar con sus chillidos que le cargaba la salidita. Le convenció ella dándole todo lo que quiso o lo que había, y el angelito se quedó dormido en su cuna de mimbres.
—Mira —dijo a Encarnación su ama—; yo voy a salir. No estaré fuera sino poco tiempo, porque tomaré un coche, y haré la diligencia en media hora. Tú no te separas de aquí, y si despierta el niño, le arrullas y le meces, diciéndole que yo vendré en seguidita… Cuidado cómo te separas de él. Oye; mientras yo esté fuera, no abres a nadie… Mejor será otra cosa; yo cierro dando las dos vueltas y me llevo la llave. Si viene Segunda, que espere en la escalera.
Dio muchos besos a su hijo, de quien por primera vez en aquella ocasión se separaba, y salió, cerrando la puerta y llevándose la llave. «No sea cosa que alguien venga y… No, no me le quitarán; pero se han dado casos. Este ángel mío, veo que tiene muchos golosos. Y sobre todo esa envidiosona de Jacinta es la que más miedo me da. De la pelusa que tiene le van a salir más canas, y se va a poner como un alambre de flaca. ¿Pero qué remedio tiene sino conformarse?… Bastante he penado yo… Que pene ahora ella. ¡Ah!, siento pasos. Francamente, no quisiera que me viera nadie, porque empezarán a decir que si salgo o no salgo, y no me gustan refirencias. Me parece que es D. Plácido el que sube. Me guardaré un poquito hasta que entre en su casa… Ya llega, abre su puerta. Ahora me escabullo, y Dios me acompañe. Debiera llevar algo que duela… ¡Ah!, la llave. Es mejor que la mano del almirez. Con esto y las uñas… yo le juro que…».
Tomó un coche y apenas entró en él se sintió tan mareada, a causa del movimiento y de su propia debilidad, que hubo de cerrar los ojos e inclinar la cabeza para no ver las casas volteando en torno suyo. «Debí haber tomado un caldito antes de salir… Pero a buena hora me acuerdo. En fin, esto pasará». Pasó ciertamente, y lo primero que hizo al reponerse fue variar la orden que había dado al simón. Habíale dicho Ave María, 18; pero tuvo una idea, y dijo Cabeza, 10, sacando la suya por la ventanilla, alargando el brazo y tocando con la llave que en la mano llevaba, al modo de un arma, el brazo del cochero. En la casa últimamente designada estuvo como una media hora, y cuando bajó a tomar de nuevo el carruaje, su cara pálida tenía transparencias de cera, los labios no tenían color…
—¿Adónde vamos, señora? —le preguntó el cochero, viendo que pasaba tiempo sin que diera ninguna orden.
—Subida a Santa Cruz, esquina a la calle de Vicario Viejo.
Y dicho esto, y al rodar de la berlina, daba vueltas a este pensamiento: «Claro; lo que yo dije. La Visitación a mí no me lo había de ocultar. ¡Y luego dice el tonto de Ballester que mi marido está loco! Más razón tiene y más talento que todos los cuerdos juntos… No se ha equivocado ni en tanto así. Veinte duros le he dado a la Visitación por la cantinela… Claro; a mí no me lo había de negar…». Y partiendo de esta idea, volvía a la misma cien y cien veces, describiendo el doloroso círculo.
Apeóse en la subida a Santa Cruz, y subió al obrador de Samaniego, entrando por el portal, que estaba en la calle de Vicario Viejo. Iba tan decidida, que no tuvo ni la más ligera vacilación. La puerta del entresuelo tenía mampara de hule, que al abrirse hacía sonar un timbre. Fortunata había estado allí en los días que precedieron a la inauguración de la tienda, y recordaba perfectamente todo. No había que llamar, sino que se empujaba la mampara, sonaba un plin muy fuerte, y ya estaba uno dentro. Así lo hizo aquel día, y apenas recorrió el corto pasillo que a la estancia principal conducía, encaróse con Aurora que en aquel momento iba desde el centro, donde estaba la mesa, hacia una de las ventanas, llevando telas en la mano. Alrededor de la mesa vio Fortunata como unas seis o siete oficialas, cosiendo, y en un sofá, junto a la ventana apaisada que daba a la calle, estaban dos señoras, examinando a la luz encajes y telas.
—Buenos días —dijo la Rubín, deteniéndose un instante y recorriendo con mirada fugaz todas las caras que delante tenía.
Aurora, al verla, se quedó tan inmutada, que no supo ni qué decir ni qué cara poner.
—¡Ah!… Tú, Fortunata… ¡Cuánto tiempo!…
De improviso tomó un tonillo de sequedad.
—Dispensa… Estoy ocupada. Si quisieras volver a otra hora…
Pero al instante cambió de registro.
—¡Qué cara te vendes! ¿Has estado mala?
—Y tú, ¿cómo estás?… siempre tan famosa… —le dijo Fortunata acercándose y poniendo una cara fingidamente amable; pero en la cual no era difícil ver la cruel suavidad con que algunas fieras lamen a la víctima antes de devorarla.
—Y tú, ¿dónde te metes? —balbució Aurora muy cortada, sin saber para dónde volverse.
Por fin se dirigió a las señoras que allí estaban; pero no supo qué decirles. Fortunata se le puso delante cuando volvía hacia la mesa central.
—Tenía que hablar contigo… Como no se te ve… ¡Ay, qué amigas estas, se muere una sin que le digan nada!
Algo se tranquilizaba Aurora con este lenguaje, y sonriendo contestó:
—Hija, con tantas ocupaciones, no tiene una tiempo para visitas. Pensé ir a verte… Pero siéntate.
—Estoy bien así… Pronto despacho.
Aurora se acercó otra vez a las señoras, y al volverse, su amiga le tocó un brazo.
—Tenía que hablarte dos palabras… Una cosita que te quería decir. Me estaba muriendo por verte. ¡Ingrata! ¡Sabiendo el gusto que me da tu compañía!…
—Tienes razón —dijo la otra volviendo a inquietarse, porque en la cara de su amiga advirtió algo que la puso en cuidado—. Todos los días pensaba ir…
—Sabiendo que te quiero tanto…
—Y yo a ti… ¿Pero por qué no te sientas?
—No… Me voy en seguida. No he venido más que a traerte una cosa…
—¡A traerme una cosa… a mí!
—Sí; verás.
Y diciendo verás, hizo con el brazo derecho un raudo y enérgico movimiento, y le descargó tan de lleno la mano sobre la cara, que la otra no pudo resistir el impulso, y dando un grito, se cayó al suelo. Fortunata dijo:
—¡Toma, indecente, púa, ladrona!
Bofetada más sonora y tremenda no se ha dado nunca. Todas las oficialas corrieron espantadas al auxilio de su jefe; pero por pronto que acudieron, no fue posible impedir que Fortunata, empuñando su llave con la mano derecha, le descargase a la otra un martillazo en la frente; y después, con indecible rapidez y coraje, le echó ambas manos al moño y tiró con toda su fuerza. Los chillidos de Aurora se oían desde la calle. Las dos señoras aquellas salieron a la escalera pidiendo socorro. Gracias que las oficialas sujetaron a la fiera en el momento en que clavaba sus garras en el pelo de la víctima, que si no, allí da cuenta de ella. Sujetada por tantas manos, Fortunata hizo esfuerzos por desasirse y seguir la gresca; pero al fin el número, que no el valor, venció su increíble pujanza. A una de las modistillas la tiró patas arriba de una manotada; a otra le puso un ojo como un tomate. Dando resoplidos, lívida y sudorosa, los ojos despidiendo llamas, Fortunata continuaba con su lengua la trágica obra que sus manos no podían realizar.
—Eso para que vuelvas, so tunanta, a meter tus dedos en el plato ajeno… Embustera, timadora, comedianta, que eres capaz de engañar al Verbo Divino. ¡Lástima de agua del bautismo la que te echaron! Tramposa, chalana… Te pateo la cara aunque me deshonre las suelas de las botas.
Y tal esfuerzo hizo por desasirse, que a punto estuvo de lograrlo. Dos de ellas habían acudido a levantar a Aurora, que continuaba dando gritos de dolor. Si no se presentan Pepe Samaniego y un dependiente, sabe Dios la que se arma allí.
—¿Qué es esto? ¿Qué ha pasado aquí? ¿Quién es usted? ¿Qué busca usted?
—¡Quién soy!… —gritó Fortunata con desesperación—. Una persona decente…
—Sí, ya se conoce… Aurora, ¡por Dios!… ¿Qué es esto?
—Una persona decente, que he venido a ajustarle la cuenta a este serpentón que tiene usted en su casa. Y también es calumniadora.
—Cállese usted y váyase muy enhoramala… Pero ¿qué es esto, Aurora?… ¡Jesús!, sangre en la cabeza. Una herida… Oiga usted, mujerzuela, ahora mismo va usted a la cárcel… ¡Eh!, llamar a una pareja.
La Fenelón estaba como desmayada, y sus alumnas le desabrocharon el vestido para aflojarle el corsé.
—Quien va a ir a la cárcel es ésa —chilló la agresora, frenética, revertida otra vez bruscamente a las condiciones de su origen, mujer del pueblo, con toda la pasión y la grosería que el trato social había disimulado en ella—. Yo no he faltado… A mí sí que me han faltado… Esa bribona me ha engañado, nos ha engañado a las dos, porque somos dos las agraviadas, dos, y usted debe saberlo… Aquélla es un ángel, yo otro ángel, digo, yo no… Pero hemos tenido un hijo; el hijo de la casa, y ésta es una entrometida, fea, tiñosa y sin vergüenza que me la tiene que pagar, me la tiene que pagar.
—¡Si no se calla usted!… —dijo Samaniego, llegándose a ella con ademán amenazador—. Vamos, que por ser usted mujer, no le sacudo el polvo ahora mismo.
—¿Usted a mí?… falta que pueda. Más le valdrá a usted no permitir las indecencias que hace esta…
—Le digo a usted que si no se calla… No me puedo contener… ¡Eh!, llamar a una pareja.
La escena tomó aún peor carácter con la aparición de Doña Casta, que hubo de llegar a la tienda en aquel instante, y enterada de la zaragata, subió renqueando, y entró en el teatro del dramático suceso, dando gritos.
—¡Hija de mi alma!… Pero ¿qué?… ¡La han matado!… ¡Sangre!… ¡Ay, Dios mío! ¡Aurora…, Aurora!… ¿Pero quién ha sido?… ¡Ah! ¡Esa mujer!…
—Sí, yo, yo he sido —le dijo Fortunata desde el rincón donde la tenían acorralada—. Mejor cuenta le tendría a usted, so bruja, no ser tapadera de las tunanterías de su niña…
Doña Casta, acudiendo a su hija, no se hacía cargo de las flores que la otra le echaba. Aurora volvió en sí exhalando gemidos.
—No es nada, tía —dijo Samaniego—. No se asuste usted… Una leve contusión, y el susto correspondiente… Pero ¿no se calla esa salvaje?… A la prevención, a la prevención…
—Dejarla; que se vaya… —murmuró Aurora con los ojos cerrados.
—A la cárcel —gritaba ronca Doña Casta.
—No, a la cárcel no —dijo la víctima, haciendo gala de generosidad—. Dejadla, dejadla… Pepe, no le hagas nada.
—No; si yo no le pego… Allá se entenderá con el juez.
—No, juez no, juez no —decía la de Fenelón muy apurada—. La perdono. Dejarla; que se vaya, que se vaya pronto; que yo no la vea.
Fortunata, implacable, no se quería callar, y entre los que rodeaban a la víctima se dividieron los pareceres respecto a lo que se debía hacer con la agresora. Subió más gente, y el obrador, con tanto vocear y las pisadas de los que entraban y salían, parecía un infierno.
7
La primera que llegó a la casa de la Cava, durante la ausencia de la Pitusa, fue Guillermina. Después de llamar dos veces, la voz de Encarnación le respondió al través de los agujeros de la chapa:
—La señorita ha salido. Me ha dejado encerrada.
—¡Ha salido!… ¡Dios nos asista!… Pero ¿es eso verdad, o es que no quiere recibirme?
—No, señora, no está. Dijo que volvería pronto. Echó la llave con dos vueltas.
—¿Y el niño?
—Sigue tan dormidito.
—Esperaré un rato —dijo la santa dando un suspiro; y cansada de estar en pie, se sentó en el más alto escalón del tramo. Parecía una pobre que espera se abra la puerta para pedir limosna. «¿Pero dónde habrá ido esa loca?… Lo que yo digo: a ésta no la sujeta nadie. No va a poder criar a su hijo. Tiene a lo mejor algunas corazonadas felices; pero cuando menos se piensa la pega… El mejor día abandona a su niño o lo mete en la Inclusa… No, eso sí que no se lo consentimos. Si el pobrecito tiene una madre descastada, no le faltará quien mire por él».
Cuando esto pensaba, sintió subir a otra persona. Era Ballester, quien al verla, se quedó algo cortado.
—¿Viene usted a esta casa? —le dijo la dama—. Pues tómelo con paciencia, que el pájaro voló. La señora esa se ha ido a la calle. Dentro están el chico y la criada; pero como se llevó la llave, no podemos entrar. Aguante usted el plantón, como yo, si no tiene prisa, que ya no puede tardar.
—¡Pero si le habíamos prohibido que saliera! —asustadísimo y disgustado—. Anoche, según me dijo D. Francisco de Quevedo, estaba algo excitada. Por eso yo venía a ver… ¡Qué disparates hace!
—¡Ya lo creo que es disparate! ¿Y usted no sospecha dónde podrá estar?
—Yo… nada. En fin, esperaremos.
Sentóse el regente dos escalones más abajo, y la santa guiñó los ojos para mirarle. Como no se paraba en barras cuando creía necesario interrogar a alguna persona, de buenas a primeras acometió a Ballester en esta forma:
—Dígame usted, caballero, y dispense la confianza. ¿Es usted la persona que ahora… tiene más ascendiente con esta mujer?
—Yo, señora… Ascendiente no creo tenerlo… La conozco hace poco tiempo. Soy su amigo; me intereso algo por ella.
—No trato yo de que usted me diga qué clase de amistad es ésa…
—Las relaciones más puras… ¿Qué, no lo cree usted?
—Sí, yo creo todo. Precisamente, tengo mucha fe —riendo con gracia—; pero no se trata ahora de esto. ¿A mí qué me importa? Lo que quiero decir es que si usted tiene algún influjo sobre ella, debe aconsejarle que… Porque el día mejor pensado, esta mujer vuelve a las andadas, y se cansará de criar a su niñito. Lo mejor sería que le pusiera un ama, entregándoselo a personas que le habrían de cuidar mejor que ella. Aconséjele usted esto.
—Yo… Que quiere usted que le diga… Creo que no le abandonará. Está muy entusiasmada con él.
—Sí; buen entusiasmo nos dé Dios. ¡Mire usted que ésta!… ¡Marcharse a paseo!, qué ganas de calle tenía. Ni sé cómo el angelito aguanta tanto tiempo sin mamar…
No había acabado de decirlo, cuando oyeron los chillidos del pobre niño. No pudiendo contenerse, Guillermina se levantó y fue hacia la chapa agujereada, y por allí echó estas vehementes expresiones:
—¡Hijo mío, esa loca que no viene!… Tienes razón… ¡Bribona! Aguárdate un poquitín, un poquitín.
Llamó para que viniese a la puerta la chiquilla, y le dijo:
—Oye, niña, a ver cómo le entretienes un momentito, que tu ama no puede tardar. Mécele en su cunita, cántale algo, sosona.
Y volviendo al peldaño, charló con su compañero de plantón:
—¡Qué alma de mujer!… ¡Ay!, tengo el genio tan vivo, que rompería la puerta, cogería al niño y le llevaría a que le dieran de mamar… ¿Es usted médico?
—No, señora; soy farmacéutico.
Se calló porque sintieron pasos, ya muy cerca, como de una persona que subía con cautela, y miraron a la meseta intermedia, esperando a que el que subía diese la vuelta. La aparición de aquella persona les dejó a ambos muy sorprendidos. Era Maximiliano, quien al ver a Doña Guillermina y a Segismundo sentados en la escalera, hizo el siguiente razonamiento: «Dos personas que esperan y que se sientan cansadas. Luego, hace tiempo que esperan, y la casa está cerrada».
Un rato estuvo inmóvil sin saber si seguir subiendo o volverse para abajo. El regente se reía y Guillermina le miraba con gracejo.
—Nada —le dijo ésta—, que tiene usted que esperar también. ¿Tiene usted llave?
—¿Llave yo?
—La del campo —indicó Ballester con mal humor, discurriendo que maldita la falta que hacía Maxi allí—. Más vale que se vaya usted, amigo Rubín, y vuelva, porque esto va para largo.
—Esperaré yo también —contestó el otro sentándose debajo de Ballester.
Y volvieron a oírse los desesperados gritos del Pituso, y Guillermina no disimulaba su impaciencia y zozobra.
—Ya se ve, la pobre criatura tiene ganita… ¡Cuidado que levantarse antes de tiempo y plantarse en la calle!… Le digo a usted que le pegaría…
Maximiliano callaba, no quitándole los ojos a la santa, a quien nunca había visto tan de cerca.
—Pues estamos lucidos —añadió ella—. Ya somos tres. Y esto va picando en historia. Siento pasos. Si será al fin esa veleta…
Los pasos no parecían de mujer. ¿Quién sería? Miraron los tres, y apareció José Izquierdo, quien al ver a Doña Guillermina, se sobresaltó extraordinariamente y miró para abajo, como si se quisiera tirar de cabeza. Habría él dado cualquier cosa por tener dónde meterse. La santa se reía en sus barbas, y por fin le dijo:
—No me tenga usted miedo, señor de Platón… ¿Por qué está usted tan asustado? No me como la gente. Si somos amigos usted y yo…
—Señora —dijo el modelo con un gruñido—, cuando el endivido tiene necesidad, no pué ser caballero y hace cualquiera cosa.
—Sí, hombre, ya lo sé; y aquel gran timo que usted nos dio está olvidado… Pues ¡si viera usted qué guapo está el Pituso!
—¿De veras? ¡Ay! ¡Probe piojín de mis entrañas!
—Sí, se cría perfectamente. Y es tan listo y tan travieso que tiene alborotado todo el asilo.
—¡Ay!, cómo se le conoce la santísima sangre de su madre, que revolvía medio mundo. ¡Si tenía aquel chico un talento macho!… Vamos que…
—Ahora está usted como quiere, señor de Platón, según he oído, ganando unos grandes dinerales con la pintura.
—Defendemos el santo garbanzo, señora…
—Yo me alegro por diferentes motivos, pues estando usted tan en grande no se le ocurrirá engañar a la gente.
Izquierdo se rascaba una oreja, y la habría dado porque la santa mudara de conversación.
—Si la señora quiere, no miremos pa tras.
—Si esto no es mirar pa trás… Vamos, que ahora, si usted estuviera mal de fondos, bien podría intentar otro negocio como aquél… Y no con moneda falsa, sino con legítima.
Ballester se reía y Maximiliano estaba muy serio, lo que reparó la fundadora, apresurándose a decir:
—Si no fuera por estas bromas, ¿cómo pasaríamos el horrible plantón? Yo me consumo cuando tengo que esperar, y cuando espero estúpidamente por la tontería de una persona, pierdo la paciencia en absoluto…
Volvió a oírse la quejumbrosa cantinela de Juan Evaristo, y Guillermina tiró de la campanilla para decir a la criada:
—Mujer, entretenle; dile cositas. Pareces tonta… ¡Hijo mío, ya viene, ya viene!… Verás qué soba le doy cuando entre, por tenerte así tan solito, muertecito de hambre… Señores —volviendo al escalón—, ustedes me han de dispensar, y si alguno se cansa, no esté aquí por hacerme compañía. Algo debe de haberle pasado a esa mujer, cuando tarda tanto. Propongo que se nombre una comisión, que vaya a hacer un reconocimiento a la calle y averigüe dónde puede estar.
Al decir esto, miraba a Maxi, dando a entender que fuera él de la citada comisión. El joven no hizo ademán alguno que indicara intención de moverse, y en la misma actitud perezosa en que estaba, mirando de soslayo a sus compañeros de plantón, dijo así:
—Hace como unos cinco cuartos de hora iba en un coche por la calle de Atocha… Entró por la calle de Cañizares… Hace como unos tres cuartos de hora, vi el mismo coche atravesar la plaza de Santa Cruz hacia la calle de Esparteros…
Ballester y Guillermina se miraron alarmados.
—Pues propongo —repitió ella—, que vaya una comisión a la calle de Esparteros… ¿Y no vio usted si el coche se detuvo en alguna parte?
—No, señora… Yo creí que el coche venía hacia acá, pues aunque el camino más directo desde la calle de Atocha es Plaza Mayor, Ciudad Rodrigo y Cava, como en la entrada de la Plaza, por Atocha, están adoquinando y no se puede pasar, dije yo: «Es que el cochero va a tomar la calle Mayor». Pero por lo visto no ha venido aquí. Luego, ha ido a otra parte. Quizás haya ido a visitar a alguna amiga: Aurora, por ejemplo…
Ballester y la santa volvieron a mirarse con inquietud.
—Lo que este chico dice —indicó el farmacéutico, comunicando a la dama sus temores—, me parece tan lógico, que casi casi me inclino a tenerlo por cierto.
Oyéronse pasos otra vez; pero eran muy pesados y los acompañaba un carraspeo y resoplido de persona madura, por lo que nadie creyó fuera Fortunata la que llegaba.
—Es Segunda —dijo izquierdo antes de verla.
Y no se equivocó. La placera se puso en jarras al ver la escalonada tertulia que allí había, y cuando apreció quién estaba sentada en el lugar más alto, abrió medio palmo de boca, expresando su admiración de esta manera:
—¡Bendito Dios! ¡El ama de la casa sentadita en la escalera, como una pobre que está esperando las sobras de la comida! Pero qué, ¿no está esa diabla? ¡Se ha escapado a la calle! Me lo temía. ¡Qué cabeza! ¡Si estaba ella anoche muy encalabrinada!… Pero señora, ¿por qué no pasa a casa de D. Plácido? Allí habrá sillas, al menos, y podrán la señora y los señores sentarse a gusto…
—Hágame el favor de llamar en el tercero y ver si está Plácido. Tengo la seguridad de que él la encuentra.
Segunda llamó, y Plácido no estaba.
—¿Quiere la señora que vaya a buscarla?… Pero ¿adónde?
—Yo iré —dijo Ballester, que no podía desechar la idea de que en el obrador de Samaniego darían razón de la fugitiva.
Pero aún hablaba con Guillermina en secreto, cuando Segunda, que había bajado en busca de una llave o ganzúa con que abrir la puerta, gritó desde el principal:
—Ya está aquí, ya está aquí.
—¡Ah, gracias a Dios!… —exclamó Guillermina sin intención de doble sentido—. Ya pareció la perdida. Veremos lo que trae.
—Una de dos —dijo Ballester suspirando—: o trae la cara arañada, o trae sangre o quizás piel humana en las uñas.
—Es mucha mujer ésta…
Todos se levantaron menos Maximiliano, que continuó echado apáticamente hasta que vio a su mujer. Ésta subía jadeante, sofocadísima, limpiándose con un pañuelo el sudor de la cara, y levantándose las faldas para no pisárselas. En la mano traía la llave de la casa.
—¿Qué, he tardado?… Si no he tardado nada. Despaché en seguida… ¡Ah! Doña Guillermina también aquí. Hija, yo creí desocuparme más pronto… Y mi rey tiene hambre… Ya le oigo llorar… Voy, voy, hijo de mis entrañas… ¡Ay!, creí que no me dejaban venir. Si me llevan a la cárcel, no sé… Pobrecito mío.
—Abra usted, abra pronto… —le dijo Guillermina empujándola—, callejera, cabra montés. Está visto; no sirve usted para madre… ¡Ángel de Dios!, hace dos horas que está rabiando… Si usted no se enmienda, tendremos que mirar por él.
8
Abrió y entraron todos atropelladamente; Fortunata delante, Guillermina agarrada a ella, y detrás Ballester, Maxi, Izquierdo y Segunda. La madre corrió derecha a la alcoba, donde estaba el pequeño en su cuna, dando unos gritos que enternecerían al caballo de bronce de Felipe III.
—Aquí estoy, rico mío, aquí está tu esclava… Ven, ven, cielo de mi vida; toma la tetita, toma… ¡Ay qué hambre tan grande!… ¡Cuánto ha llorado mi ángel!… Yo desatinada por venir. ¡Qué contento se pone mi niño!… Ya no llora más, ¿verdad? Ya no más…
Sin quitarse el mantón, había cogido al chiquillo, disponiéndose a aplacar su gran necesidad. Se sentó en la cama, para dejar a Guillermina la única silla que en la alcoba había. La santa no atendía más que al pequeñuelo, observando si la ansiedad con que mamaba iba acompañada de satisfacción:
—Me temo que con esos arrebatos se quede usted sin leche.
—¡Quiá, no señora!… Vea usted, la tengo de sobra. Al contrario, creo que si no me desahogo, me quedo seca. Estaba yo anoche, que no cabía en mí. Me era tan preciso vengarme como el respirar y el comer. Pues verá usted… Después de darle una bofetada que debió de oírse en Tetuán, le pegué un achuchón con la llave, y la descalabré… Después metí mano a las greñas…
—Cállese usted por Dios, que me da horror de oírla.
—Me querían llevar a la cárcel, y estuvieron cerca de una hora si me llevan o no me llevan. Fueron los policías, y yo dije que estaba criando. Total, que por fin me soltaron, y aquí me vine corriendo. ¡Si no hay como ser así para que la respeten a una! Si no están allí las condenadas modistas, me paseo por encima de su corpacho como por esa sala. Porque mire usted que es remala; ¡engañar a dos, a dos, señora, a mí y a la otra, que es un ángel, según dice todo el mundo! Dígale usted que su cuenta con la Samaniega está ajustada.
—Me parece que está usted muy trastornada… Cállese, cállese y atienda a su hijo…
—Ya atiendo, señora, ya atiendo. ¿Pues no me ve?… Hijo, gloria de tu madre, emperador del mundo… ¡Ay!, crea usted que si aquellos perros guindillas no me dejan venir a dar de mamar a mi hijo, no sé lo que me pasa… El mismo Samaniego fue quien me soltó, diciendo: «Que se vaya noramala». Pues sí, señora, estoy contenta. Y crea usted que no me alegro por interés… ¿Para qué quiero yo el dinero? Para nada. Me alegro por tener el hijo de la casa, y esto no me lo quita nadie. Ni con latines ni sin latines me lo quitan. ¿Verdad, señora? Usted está ahora de mi parte. Y ella también está ahora de mi parte, ¿verdad?
—Cuando digo que usted no tiene la cabeza buena —bastante alarmada—. Cállese la boca. Tengamos formalidad —dándole palmadas en el hombro—, porque si no le cría bien, le pondremos ama; y en último caso, hasta le recogeremos para tenerlo con nosotras.
—¡Quiá!… No, señora… Yo no lo suelto —con gran excitación y desbordamientos de alegría—. ¡Estoy tan contenta!… Usted me va a querer, señora ¿verdad? ¿Me querrá usted? Porque yo necesito que alguien me quiera de firme. Verá usted qué bien me voy a portar ahora. ¿Hombres?, ni mirarlos. No quiero cuentas con ninguno. Mi hijito y nada más.
—Sí… Quien te conozca que te compre.
—¡Ah, usted no me conoce, señora!… ¿Cree que…? ¡Ja, ja, ja!… Mi hijito, y aquí paz… Verá usted; nos haremos cargo de que es hijo de las tres, y tendrá tres madres en vez de una…
A la santa le hizo gracia aquella extraña idea.
—Mire usted; después que Dios me ha dado al hijo de la casa, no le guardo rencor a la otra… Porque yo soy tanto como ella por lo menos… Como no sea más. Pero pongamos que soy lo mismo. No le guardo rencor, y como me apuren mucho, hasta le tomaré cariño… Tres mamás va a tener este rico, esta gloria: yo, que soy la mamá primera; ella la mamá segunda, y usted la mamá tercera.
—¡Pero, hija, qué alborotada está usted, y qué disparates dice! —tomándole el pulso y examinando con alarma el brillo de sus ojos—. Extraño mucho que el pobre Juanín encuentre qué sacar de ese pecho…
Las demás personas que en la casa entraron estaban en la sala, sin atreverse a pasar mientras durase aquel animado coloquio de la diabla y la santa, cuyo lejano runrún oían. Guillermina pasó a la salita en busca de Ballester, que estaba muy cariacontecido junto a los cristales de la ventana, mirando a la plaza, y le dijo:
—Está esa mujer excitadísima, y me temo que se seque… ¿Hay aquí antiespasmódica?
—Sí, sí, la preparé yo con muchísimo esmero; pero traeré más esta noche. ¿Dice usted que está excitadísima?
—Pero atroz… Cabeza trastornada; dice mil despropósitos. Entre usted.
Cuando Ballester le propuso que tomara la medicina, replicó la joven:
—Lo que quiero es agua. Tengo una sed horrible… La boca seca.
Bebió con ansia, y entre tanto, la fundadora llevaba aparte a Ballester y le decía:
—Oiga usted. Y su marido, ese pobre hombre, ¿qué viene a buscar aquí? ¿Qué hace, qué dice, cómo ha tomado esto?
—Señora —replicó el regente fluctuando entre la seriedad y la risa—. ¿Usted no lo entiende?… Pues yo tampoco. Su natural es tímido. Por eso, cuando veo que rompe a hablar con personas que no son de confianza, me escamo mucho. De algún tiempo acá todo cuanto ese chico habla es tan atinado, que podrían tenerlo por suyo los siete sabios de Grecia.
—¿Pero no está…? —preguntó la dama llevándose a la sien su dedo índice.
—A saber… Él fue quien le trajo el cuento de lo del tal con la cual, quiero decir, con la Fenelona. Yo no me fío de la cordura de este caballerito, y siempre que le cojo a mano le registro, a ver si trae algún arma. No me gusta nada verle aquí.
Rubín e Izquierdo estaban sentados en el sofá de la sala, ambos silenciosos, Fortunata llamó a Ballester y a Platón para contarles lo que había hecho, y en tanto Guillermina se fue a sentar junto a Maximiliano, insinuándose con él por medio de una sonrisa de benignidad. Quiso la dama hablarle, y no pudo decir una palabra, pues con todo su talento y práctica del mundo no acertaba con la clave de las ideas que ante aquel hombre, dada la situación de él, debía desarrollar. ¿Qué le diría? ¡Éste sí que era problema! ¿Qué tono tomaría? ¿Era cuerdo el tal o no? Porque si había dificultades considerándole demente, tratándole como sano las dificultades eran tales que rayaban en lo imposible. ¿Le hablaría del niño?… Jesús, qué disparate. ¿Le diría que su mujer era una joya? ¡Qué barbaridad! ¿Acometería el estado real de las cosas? Ni pensarlo. ¿Lo tomaría por el lado religioso y de la resignación? Tampoco. ¿Por el lado mundano? Quiá… Nunca se había visto la buena señora enfrente de un problema de ciencia social tan enrevesado y temeroso. Aquel enigma superaba a cuantos enigmas había visto ella en su vida infatigable.
«Vamos —pensó la fundadora—, ¿a que tirando por la calle de en medio salgo bien? Es lo mejor, y este sistema siempre me ha dado resultados».
—Oiga usted, caballerito…
—Señora…
Y aquí se atascó el diálogo, porque la santa no se atrevía a pasar adelante. Pero quiso Dios que la misma esfinge le abriese camino diciéndole:
—Yo conocía a usted de vista y de fama; pero nunca había tenido el gusto de hablarle… Es usted una santa, y cuando se muera, la canonizaremos y la pondremos en los altares.
—Gracias; es favor —replicó ella con gracejo—. Y a mí me parece que el santo es usted.
—Yo… —sin maravillarse mucho de la lisonja—. Pero de mí a usted hay una gran diferencia. Cierto que yo he ganado algunas batallitas contra mis pasiones; pero no he llegado, ni con mucho, al grado de perfección que usted. Disto bastante todavía. Si con padecer se llegara, ya estaríamos en el pináculo, porque yo he padecido mucho, señora. Usted se pasmará de la serenidad que nota en mí. Todos se pasman, y no es para menos. Porque aquí donde usted me ve, he estado loco, loco perdido…
—Lo sé, lo sé… ¡Ay, qué dolor!
—Y he ido pasando por este y el otro grado. Primero tuve el delirio persecutorio, después el delirio de grandezas… Inventé religiones; me creí jefe de una secta que había de transformar el mundo. Padecí también furor de homicidio, y por poco mato a mi tía y a Papitos. Siguieron luego depresiones horribles, ganas de morirme, manía religiosa, ansias de anacoreta, y el delirio de la abnegación y el desprendimiento… Pero Dios quiso curarme, y poco a poco aquellos estados fueron pasando, y la razón, que estaba muerta, empezó a nacer, primero chiquitita, y después creció tanto, tanto, que se me hizo un cerebro nuevo, y fui otro hombre, señora. Y me encontré entonces con la novedad de un gran talento, perdóneme usted la inmodestia, con una gran aptitud para juzgar de todas las cosas…
Guillermina estaba pasmada y no se le ocurría nada que oponer a aquellas razones. Expresábase él con admirable serenidad y con fácil y aun ingeniosa palabra, sin atropellarse ni vacilar un instante, las facciones reposadas, todo cortesía y aplomo.
—Y cuando volví a la vida, porque volver a la vida fue aquello, encontréme como el que sube a un monte muy alto, muy alto, y ve todas las cosas de golpe, reducidas a mínimo tamaño. «Aquello —decía yo— que me pareció tan grande, vedlo allá tan chiquitín». Híceme cargo de todo lo que había pasado durante mi enfermedad, que más bien me parecía sueño, y vi la infidelidad de esa desgraciada, vi también que tenía una cría, y la claridad de aquella razón nueva y robusta que yo había echado, me hizo ver un caso de aplicación de la justicia, y consideré que era de mi deber contribuir a la extirpación del mal en la humanidad, matando a esa infeliz, con lo cual la redimía, porque yo he dicho siempre: «Bienaventurados los que van al patíbulo, porque ellos en su suplicio se arrepienten, y arrepintiéndose se salvan».
Guillermina iba a contestar algo a esto; pero el otro no la dejaba meter baza.
—Aguárdese usted un poquito, que falta la segunda parte. Pensaba yo cómo realizaría aquel acto de justicia, cuando la casualidad, mejor será decir la Providencia, me deparó una solución mejor y más cristiana que la muerte. Esta pobre mujer no necesitaba de mi justicia. Dios mismo había dispuesto su castigo y una lección tremenda. ¿Qué debía yo hacer? Dejar que hiriera la lección. La infidelidad castiga la infidelidad. ¿Hay nada más lógico que esto? Yo debía, pues, dejar que obrase la lógica. Di gracias a Dios por aquella luz que hizo venir a mí. Dios es el único que castiga, ¿verdad, señora? ¡Y qué bien que lo sabe hacer! ¿A qué usurparle sus funciones? Dios, realizando la justicia por medio de los sucesos, lógicamente, es el espectáculo más admirable que pueden ofrecer el mundo y la historia. Así es que yo me lavo las manos, y dejo que la lección natural se produzca y la justicia se cumpla. ¿Es esto ser razonable? ¿Es esto ser cuerdo?
Hizo la pregunta cruzándose de brazos, y Guillermina después de vacilar, le dijo:
—Vaya si lo es. Y Cristo nos enseña que no debemos tomarnos la justicia por nuestra mano, pues Dios castiga sin palo ni piedra, y Él da a cada criatura lo que le conviene. Cuando alguna injusticia nos envuelve, por picardías de los hombres, lo que debemos hacer es aguantar, y cruzarnos de brazos y decir: «Vengan palos. Mientras más me humillen, más me levantaré después. Mientras más me azoten aquí, más salud tendré allá».
—Eso mismo pienso yo. Los resentimientos que había en mi corazón, los he ido desechando… La idea de matar la considero yo ineficaz y absurda, como un medicamento equivocado. Sólo Dios mata, y Él es quien siempre enseña. Yo he tenido celos horribles, yo he tenido rencores ardientes; sin embargo, toda esta maleza va cayendo bajo el hacha de la razón. Razón y nada más que razón. Ya no pienso en matar a nadie, ni aun a los que tanto odié. Veo las admirables enseñanzas de Dios, veo a los malos recibir su castigo, y procuro no merecerlo yo… Éste es mi sistema, ésta es mi vida.
Segismundo había llamado a Guillermina desde la puerta de la alcoba. Allí cuchichearon algo referente a Fortunata, y habiéndole preguntado a la santa su parecer respecto al joven Rubín, la fundadora se expresó de este modo:
—Lo último que me ha dicho es el colmo de la sabiduría y de la cordura; pero…
—No las tiene usted todas consigo… Ni yo tampoco.
9
Izquierdo entró con una botella de cerveza y detrás el mozo del café de Gallo con un grande de limón, ponchera y copas.
—La señora —dijo él queriendo ser amable—, va a tomar un vasito de cerveza con limón.
—¡Quite usted allá! —replicó la dama—. Yo no bebo esas porquerías. Se lo agradezco…
A Fortunata la invitaron también; pero ella no quiso tampoco tomarlo, y pidió leche. Ballester, atento a serle agradable, mandó a Encarnación por la leche, y Guillermina se despidió para retirarse en el momento en que entraba Plácido, que había subido presuroso y lleno de oficiosidad a ponerse a sus órdenes.
Segismundo observaba a su amiga, y a la verdad, no le parecía su estado muy católico. El falso gozo que la hacía reír a cada instante no era buena señal, y hubiera él deseado que hablase menos. Pero todo se volvía contar el lance con Aurora, dándole proporciones trágicas, y una vez concluido, lo empezaba de nuevo, revelando contra la que fue su amiga una saña implacable. Ballester la contradecía suavemente, recomendándole la prudencia, la tolerancia y el perdón de las injurias. No sabiendo ya qué decirle, llegó hasta sacarle el ejemplo de Maximiliano, que llevaba con tan cristiana mansedumbre el cargamento de sus agravios. La diabla, al oír esto, se reía más, diciendo que su marido era un santo, un verdadero santo, y que si le canonizaban y le ponían en los altares, ella le rezaría y le escupiría. Esto no lo oyó Rubín, que a la sazón estaba jugando a las damas con Izquierdo.
Trajeron la leche, y cuando Encarnación se la servía a su ama, esta vio que habían caído dos moscas; le entró mucho asco y puso a la chiquilla como hoja de perejil, llamándola puerca y descuidada. El regente mandó traer más leche, y dijo que la de las moscas se la bebería él, pues no tenía asco de nada. Sacó los insectos con el dedo meñique, y su amiga le criticó esta acción, llamándole sucio y tratándole con cierta sequedad. Trajeron la leche bien tapada para que no cayeran moscas, y mientras Fortunata se la bebía, Ballester se tomó la otra, diciendo bromas y chuscadas, con las cuales no lograba disipar la negra tristeza en que la joven había caído tras la ruidosa alegría. Mandóla acostar, y entretanto, pasó el farmacéutico a la sala, haciendo que atendía al juego de las damas. No podía tener tranquilidad mientras Maxi estuviera allí, ni se fiaba de sus apariencias resignadas y filosóficas. Con disimulo, y fingiendo que le hacía cosquillas, por jugar, le tocó los bolsillos, temeroso de que llevara algún arma. Pero nada encontró en su disimulado reconocimiento. A pesar de todo, no quería Ballester irse sin llevarle por delante, y tanto bregó con él, que hubo de conseguirlo. Salió, pues, el regente haciendo propósito de volver, pues su amiga le había puesto en cuidado.
Platón se fue también al anochecer, pero a las nueve regresó encendiendo luz en la sala. No eran las nueve y cuarto, cuando Fortunata, que había empezado a dormitar, sintió pasos, y vio que un hombre entraba en la alcoba.
—¿Quién es? —preguntó alarmada, echando los brazos a su hijo—. ¡Ah!, eres tú, Maxi; no te había conocido. Está esto tan oscuro…
La tos perruna de su tío la tranquilizó, diciéndole que no estaba sola. Mandó a la chica que trajese luz, pues se le había despabilado el sueño, y José, atento a custodiarla, se asomaba a cada instante a la alcoba. Sentóse Maximiliano junto a la cama como el día anterior, y bondadosamente le dijo:
—Esta tarde había aquí mucha gente y no pude hablarte. Por eso he vuelto. Ya sé que tú y Aurora os pegasteis. Doña Casta está furiosa, y mi tía, no puedes figurarte lo alborotada que está contra ti. Sobre este suceso de hoy se me ocurre a mí una cosa que te quiero comunicar.
—Dímelo, dímelo prontito —indicó ella, que sin saber por qué, esperaba de aquel hombre, a quien tenía en tan poco, ideas extrañas y quizás consoladoras.
—Pues lo que has hecho esta tarde favorece a tu enemiga —afirmó Rubín con severidad de médico, aguardando el efecto que tales palabras habían de hacer en ella—. Sí; favorece a tu enemiga. Tú eres tonta y no conoces la naturaleza humana. Yo, desde que entré en esta gran crisis de la razón, todo lo veo claro, y la naturaleza humana no tiene secretos para mí.
Fortunata no comprendía.
—Me explicaré mejor. Quiero decir que al maltratar a tu rival le has dado la victoria sobre ti. El hombre a quien queréis las dos pudo haber vacilado antes de elegir la que definitivamente había de merecer su amor. Ahora no vacilará. Entre una que se descompone y hace las brutalidades que tú hiciste y otra que padece y es maltratada, el amor tiene que preferir a la víctima. Toda víctima es por sí interesante. Todo verdugo es por sí odioso. En un pleito de amor, la víctima gana siempre. Ésta es una verdad que está escrita en el corazón humano como en un libro, y yo leo en él tan claro como leemos una noticia en El Imparcial. Yo lo sé todo; nada se me oculta. Demasiadas pruebas tienes de ello.
A Fortunata le hizo esto tan mal efecto, que sintió ganas de coger la palmatoria y tirársela a la cabeza. Respondió con despecho:
—Pues si gana ella, mejor. A mí no me importa nada que él la quiera ni que la deje de querer…
—Y ahora la va a querer tanto —agregó Maxi impasible y frío—, la va a querer tanto, que los amantes de Teruel van a ser paja al lado de ellos. La querrá porque ha sido atropellada, y las víctimas siempre inspiran amor. Créetelo porque te lo digo yo, que todo lo sé. La querrá con locura, más que a ti, más que a su mujer; y hará con ella lo que no hizo con ninguna. Abandonará a su mujer y a sus padres para vivir a sus anchas con ella… Y serán felices y tendrán muchos hijitos.
Lo que la de Rubín dijo no fue más que un mugido. Hizo ademán de coger la palmatoria. Después se tapó la cara con la mano.
—Yo te digo estas cosas porque son la verdad, y te pego con la verdad para que la lección escueza. Así, así es como aprendes. Bonita enseñanza, ¿verdad? Cierto que duele y hace sangre; pero padecer y aprender son sinónimos. Por tu bien es. Tu conciencia se purificará, y ojalá te murieras con esta pena, porque te irías derecha al cielo.
La joven lloraba con angustia, y él no parecía tenerle compasión.
—Veo que me crees y haces bien. Lo que te he dicho ha salido siempre verdad. Yo lo sé todo, y mi razón me presenta la vida como un panorama ante los ojos. Es un don que recibí de Dios. Cuando estaba loco, adivinaba por inspiración; bien lo sabes, y recordarás que te anuncié todo lo que iba a pasar… La verdad venía entonces a mí envuelta en una especie de simbolismo, como las verdades reveladas a los pueblos de Oriente. Pero luego entré en la época de la razón, y la verdad se me ofrece clara y desnuda, y desnuda y clara te la digo. ¿Acerté a encontrarte cuando todos me decían que te habías muerto? ¿Acerté a descubrir lo de Aurora con los detalles de casa, hora a que se reunían, etcétera? Pues ya ves. Nada se me esconde, y lo que acabo de decirte es el Evangelio. Has dado la victoria a tu enemiga… Aguanta el golpe. Tu víctima y tu verdugo serán felices y tendrán muchos hijos.
—Cállate, cállate o verás… —dijo Fortunata amenazándole con el puño, y tratando de vencer el terror sugestivo y supersticioso que su marido le inspiraba—. Yo también sé verdades y te voy a decir una.
—Pues dímela pronto.
—Digo que eres un hombre sin honor…
Maximiliano se estremeció ligeramente, pero nada más. Seguía oyendo.
—¿Y qué más? —dijo.
—¿Te parece poco? —prosiguió la diabla, que de rabiosa que estaba, tenía espuma de saliva en los labios—. Pues Ballester y Doña Guillermina lo decían hace poco: «Es un santo; pero no tiene el sentimiento del honor». Conque ya sabes. Déjame en paz. No quiero verte más. Unos dicen que estás cuerdo, y otros que estás loco. Yo creo que estás cuerdo, pero que no eres hombre; has perdido la condición de hombre, y no tienes… vamos al decir, amor propio ni dignidad… Conque ahí tienes tu lección. Aguanta y vuelve por otra. ¿Qué creías?, ¿que yo iba a sufrirte tus lecciones, y no te iba yo a dar las mías?
—Lo que dices —con glacial estoicismo— es propio de una criatura llena de debilidades y de impurezas, en quien la razón se halla en estado embrionario, y que habla y obra siempre al impulso de las pasiones y del vicio.
—¡Tiologías! —gritó Fortunata exaltándose y moviendo los brazos como una actriz en pasaje de empeño—. Si tú hubieras tenido tanto así de dignidad, me habrías pegado un tiro… No lo has hecho. Mejor para mí. Y otra cosa te digo. Si hubieras tenido un adarme de sangre de hombre, cuando viste a ése y a ésa, les habrías pegado seis tiros, dejándoles secos a los dos. Pero tú no tienes sangre. Esa santidad y esa cristiandad y esa pastelera razón son la horchata que tienes en las venas.
Izquierdo, que oía desde la puerta, se alarmó, creyendo oportuno evitar aquel coloquio que tan mal giro tomaba:
—¡Ea! —dijo entrando—, bastante hemos hablado. Y usted, señor de Maxi, haga el favor de tomar soleta…
Le cogía por un brazo, sin que él hiciese resistencia. Rubín estaba algo aturdido, como si analizara y descompusiera en su mente las acusaciones de su mujer antes de darles la réplica que merecían. De repente, cual movida de un impulso epiléptico, Fortunata se incorporó en el lecho, echó los brazos hacia adelante, clavó los dedos de una mano en el hombro de su marido con tanta fuerza que le tuvo atenazado, y comiéndoselo con los ojos, le gritó de este modo:
—Marido mío, ¿quieres que te quiera yo?, ¿quieres que te quiera con el alma y la vida?… Di si quieres… Yo me he portado mal contigo; pero ahora, si haces lo que te pido, me portaré bien. Seré una santa como tú… Di si quieres…
Maxi la interrogaba con su mirada luminosa.
—Di si quieres. Verás cómo lo cumplo. Seré una mujer modelo, y tendremos hijos tú y yo… Pero has de hacer lo que te digo. Yo te juro que no me volveré atrás, y te querré. Tú no sabes lo que es una mujer que se muere por un hombre. ¡Pobretín, esa miel no la has catado nunca!… ¿No darías tú algo porque yo te quisiera como tú me querías a mí?… ¿Te acuerdas de cuando me adorabas, te acuerdas?… Pues figúrate que yo te adoro a ti lo mismo y que te llevo estampado en mi corazón, como tú me llevabas a mí…
Maximiliano empezó a inmutarse… La máscara fría y estoica parecía deshacerse como la cera al calor, y sus ojos revelaban emoción que por instantes crecía, como una ola que avanza engrosando.
—Di si quieres… —repetía la diabla con exaltación delirante—. Déjate de santidades y reconciliémonos y querámonos… Tú no lo has catado nunca. No sabes lo que es ser querido… Verás… Pero ha de ser con una condición… Que hagas lo que debiste hacer, matar a esa indina, matarla… porque lo merece… Yo te compro el revólver… ahora mismo.
Sus manos revolvieron temblorosas bajo las almohadas buscando el portamonedas. De él sacó un billete de Banco.
—Toma, ¿quieres más? Compras un revólver… bien seguro… pero bien seguro… La acechas, y ¡plim!…, la dejas seca… Oye otra cosa: Para que se te quiten los celitos, y cumplas con tu honor como un caballero, les matas a los dos, ¿sabes?, a ella y a él, que también lo merece, y después de muertos —con salvaje sarcasmo—, después de muertos, ¡que tengan los hijos en el otro mundo!… Conque, ¿lo harás? Hazlo por mí, y por su pobrecita mujer, que es un ángel… Las dos somos ángeles, cada una a su manera… Dime que lo harás… ¡Y luego te querré tanto!… No viviré más que para ti… ¡Qué felices vamos a ser!… Tendremos niños… hijos tuyos, ¿qué te crees?…
Maxi, lelo y mudo, la miraba, y al fin sus ojos se humedecieron… Se deshelaba. Quiso hablar y no pudo. La voz le hacía gargarismos.
—Sí… Quererte a ti —añadió ella—. No sé por qué lo dudas… ¡Ah!, no me conoces… No sabes de lo que soy capaz… Déjate de tiologías… ¡El amor! Yo te enseñaré lo que es… No lo sabes, tontín… ¡La cosa más rica!…
—Vamos, ¿qué yecciones son éstas? —clamó Izquierdo, tirando a Rubín de un brazo—. Basta de música… A la calle, que esta chica está mu mala.
—Tío, déjele usted, déjele usted… Es mi marido, y queremos estar juntos… ¡Vaya!…
Maxi se dejaba levantar del asiento como un saco. Se había quedado inerte. De pronto, hubo algo en su espíritu que podría compararse a un vuelco súbito, o movimiento de cosas que, girando sobre un pivote, estaban abajo y se habían puesto arriba. Las manos le temblaban, sus ojos echaron chispas, y cuando dijo matarles, matarles, su voz sonó en falsete como en la noche aquella funesta, después del atropello de que fue víctima en Cuatro Caminos.
—Mátamelos, sí… —añadió la diabla, retorciéndose las manos—. ¡Hijos ella!… En el infierno los tendrá…
Cayó desplomada sobre las almohadas, chocando la cabeza contra los hierros de la cama.
Maxi alargó la mano y recogió el billete, que estaba aún sobre la colcha. Y a punto que Izquierdo le sacaba, resonó la voz de Juan Evaristo con agudísimo timbre, y entraba Segismundo, asombrándose mucho de ver al filósofo otra vez allí.
10
—¡Demonio de chico! —dijo a Izquierdo cuando volvía de acompañar hasta la puerta al señor de Rubín—. Hay que tener mucho cuidado con él y no perderle de vista cuando entra aquí. Y ella, ¿qué tal está?… Buena moza, ¿cómo va ese valor?
La joven no respondía. Estaba como aletargada. Pero el chico siguió chillando, y al reclamo de él, la madre abrió los ojos, y tomándole en brazos, le acercó a su seno. Ballester mandó a la criada que quitara la luz, que acaloraba mucho la alcoba, y se sentó donde antes había estado Maxi. Luego sacó una cajita de medicinas y una botellita con poción.
—Aquí traigo otra antiespasmódica. La he hecho yo mismo, y traigo también el percloruro de hierro y la ergotina, por si acaso… Mucho cuidado, hija mía, mucho reposo; que las emociones y los disparates de hoy nos pueden traer un trastorno. Apuesto a que Maxi ha venido a contarle a usted alguna otra tontería. Es preciso prohibirle la entrada.
Fortunata había vuelto a cerrar los ojos. El niño callaba y se oían sus lengüetazos.
—Buenas tragaderas tiene el amigo —dijo Ballester; y para sí, contemplando a la diabla, que dormía o fingía dormir—: «¡Qué hermosa está!… Le daría yo un par de besos… con la intención más pura del mundo… He aquí una mujer que hoy no vale nada moralmente, y que valdría mucho, si reventara ese maldito Santa Cruz, que la tiene sugestionada… ¡Lástima de corazón echado a los perros!…».
El chico rompió a llorar otra vez, y la madre parecía tan inquieta como él.
—Amigo Ballester… ¿sabe usted que me parece que me quedo sin leche? Mi hijo chupa, chupa y no saca…
—No asustarse. Es accidental. Procure usted dormir… A ver: ¿Maxi le ha dicho a usted alguna tontería?
—Tontería no, verdades.
—¡Verdades!… —rompiendo a reír—. ¿Y cómo sabe usted que son verdades?
—Porque las grandes verdades las dicen los niños y los locos.
—Es un refrán sin sentido común. Los locos no dicen más que disparates.
—Es que mi marido no está loco… Tiene ahora mucho talento. Tal creo yo.
Juan Evaristo volvió a callar, pegándose al pezón con salvaje ahínco.
—Tome usted un poco de esta bebida. La he preparado como para usted. Está riquísima. Es preciso calmar los nervios.
La chica trajo un vaso con cucharilla, y Fortunata tomó la antiespasmódica.
—¡Qué bueno es usted, Segismundo! ¡Qué agradecida estoy a lo que hace por mí!
—Todo y mucho más se lo merece usted, carambita —replicó el farmacéutico con efusión de cariño—. Hemos de ser muy amigos.
—Amigos sí, porque lo que es querer… No vuelvo yo a querer a ningún hombre, como no sea a mi marido, siempre y cuando haga lo que le mando.
—¡A su marido! —tomándolo a broma—. No me parece mal. Y ahora que está hecho un santo…
—Santo, no ¡Qué simplezas dice usted!
—Santo; así como suena. De modo que será usted también santa. Pues yo seré su discípulo. Nos iremos los tres a un desierto a hacer penitencia y comer yerba.
—Cállese usted.
—Usted es la que se va a callar, a ver si se duerme y se le calman los nervios. La salida de hoy no tendrá consecuencias. ¿Sabe usted lo que venía pensando?, que si encontraba mal a la buena moza, me quedaría aquí esta noche. Y al salir de casa, le dije a mi madre que quizás no volvería. Nada, que estoy decidido a cuidarla como si fuera mi cara mitad.
—No, si no es preciso que usted se moleste. Crea que me siento regular esta noche, casi bien. Anoche ¿sabe?, estaba peor.
—Pues me estaré hasta las doce o la una. Me pondré a leer La Correspondencia o a jugar al tute con el señor de Izquierdo. Y si la veo a usted tranquila y dormida, me retiraré. Si no, aquí me estoy de centinela.
Así lo hizo, y no habiendo observado hasta más de media noche nada de particular, salió de puntillas, dando a la placera instrucciones por si la mamá o el niño tenían alguna novedad durante la noche. El modelo se fue también, y Segunda se metió en su cuchitril; mas apenas había descabezado el primer sueño, la llamó Encarnación de parte de la señorita, que se sentía mal. El chiquillo soltaba todos los registros de su voz y no había manera de acallarle. Agotó la madre todos sus medios y Encarnación los suyos, que eran cogerle en brazos y dar un paso adelante y otro atrás, como si bailara, tratando de persuadirle con amorosas palabras de que los niños deben estarse calladitos.
—Paréceme —dijo Fortunata con terror—, que me estoy secando.
—Pues si te secas —le contestó su tía, que hasta para consolar era regañona y desapacible—, pues si te secas, ¡demonche!, mejor, ponemos un ama, y a vivir.
—Diga usted, tía, ¿ha venido mi marido?
Segunda la miró asombrada.
—¡Tu marido!… ¿Sabes la hora que es? ¿Y para qué quieres que venga acá ese tipo?
—Tenía que hablarle…
—¡Santo Cristo de Burgos, cortinas verdes!… A buenas horas nos entra la fineza… El demonio que te entienda, chica, ¡ahora clamas por tu marido! Para lo que ha de servirte, más vale que no parezca por acá en mil años.
—Es que le tenía que hablar. No ha estado aquí desde anoche.
Segunda la volvió a mirar, echándose a reír con descarada grosería.
—Pero, chica, si ha estado aquí esta noche, y se fue a las diez…
—¡Ah! ¿Esta noche ha sido? Es que confundo yo las noches. Creí que había habido un día entre medio. Cuando una está en la cama, se le va la idea del tiempo.
La criatura seguía alborotando, y su madre se quejaba de un desasosiego que no podía explicar.
—¡Cuánto siento que se haya ido Segismundo! Él me recetaría alguna cosa, o al menos, diciéndome que esto no es nada, yo me lo creería.
Segunda propuso ir a llamarle; pero Fortunata no consintió en ello, porque una noche, dijo, se pasaba de cualquier manera. Así fue, y la verdad es que la pasaron todos muy mal, incluso Encarnación, que se dormía en pie.
A la mañana siguiente, subió Estupiñá a preguntar por toda la familia con un interés del cual Segunda sabía sacar partido.
—¿Cómo ha pasado la noche la mamá? Y el niño, ¿qué tal? Ya me he enterado del artículo de amas, y tengo noticias de tres muy buenas, la una pasiega, otra de Santa María de Nieva y la tercera de la parte de Asturias, con cada ubre como el de una vaca suiza. ¡Género excelente!
—Pues no está demás que usted haya dado estos pasos, D. Plácido, porque estoy en que se nos seca —dijo la placera, gozosa de meter su cucharada en aquel asunto—; y si la señora —aludiendo a Guillermina—, quiere que se le ponga ama, yo soy de la misma conformidad.
Plácido, después de cotorrear un poco con Segunda en la puerta de la casa de ésta, bajó a la suya, y en la salita, tapizada de carteles de novenas y otras funciones eclesiásticas, estaba Guillermina, en pie, el rosario y el libro de rezos en la mano. La casera y el administrador cotorrearon otro poco, y el resultado de esta nueva conferencia fue que Rossini volvió a subir presuroso y a tener otra hocicada con Segunda en la puerta.
—Dígame usted, ¿está durmiendo ahora? ¿Y el niño mama o no mama?
—Pues ahora están los dos callados… Paice que duermen.
—Pues silencio. Cuide usted de que no haya ruido en la casa… Yo, verá usted, como salgan los chicos del latonero a alborotar en la escalera, les deslomo.
Y vuelta a bajar y a subir nuevamente con un mensaje.
—Señá Segunda, oiga. Que no deje usted de mandar recado hoy a ese señor de Quevedo, para que la vea y nos diga si traemos el ama o no traemos el ama.
—Bien está, bien.
—Yo estaré a la mira; ya las tengo apalabradas, y las reconoceremos en mi casa. Buenas mujeres, y no tienen pretensiones de cobrar un sentido. Como leche, señá Segunda, como leche, creo que la asturiana nos ha de dar mejor resultado que ninguna. Tengo yo un ojo… En fin, mucho cuidado.
Y tornó a bajar con toda su oficiosidad y diligencia, dispuesto a subir cien veces si fuese menester. Guillermina estuvo aún un ratito en casa de su amigo, el cual no sabía qué hacerse al ver su pobre vivienda honrada con persona tan excelsa. Habría traído de San Ginés, si pudiera, el trono de la Virgen del Rosario, para que se sentara. Pues, digo, cuando llamaron a la puerta y fue a abrir, y vio ante sí la simpática figura de Jacinta, creyó el pobre hombre que toda la corte celestial penetraba en su casa. No dijo nada la señorita; no hizo más que sonreír de un modo que significaba: «¡Qué raro verme aquí!». Guillermina alzó la voz desde la sala diciendo:
—Pasa, aquí estoy…
Estupiñá, siempre delicado, se apartó para dejarlas hablar a solas. Parecía que la santa reprendía paternalmente a la otra:
—Si ya te he dicho que lo dejes de mi cuenta. Yo me entiendo. Si te empeñas en meter la cuchara, creo que lo vas a echar a perder… No, no te dejo subir… ¿Te parece fácil entrar a verle sin que se entere su madre? Atrevidilla te has vuelto… ¿Que le bajen aquí? ¡Vamos; las cosas que se te ocurren…! Tiempo tienes de verle. Si empezamos a hacer disparates y a portarnos como dos intrigantas que se meten donde no las llaman, merecemos que nos tome Ido por tipos de sus novelas. Vámonos ahora a San Ginés, y luego sabremos la opinión del señor de Quevedo. Descuida, que no se nos morirá de hambre.
Salieron, y Plácido se fue con ellas a la iglesia, pues aunque ya había estado en ella, érale muy grato acompañar a las señoras a misa. Oyeron dos, y antes de salir, sentadas en un banco, la Delfina dijo a su amiga:
—¿Sabe usted que no he podido oír las misas con devoción, acordándome de esa mujer? No la puedo apartar de mi pensamiento. Y lo peor es que lo que hizo ayer me parece muy bien hecho. Dios me perdone esta barbaridad que voy a decir: creo que con la justiciada de ayer, esa picarona ha redimido parte de sus culpas. Ella será todo lo mala que se quiera; pero valiente lo es. Todas deberíamos hacer lo mismo.
La santa no respondió, porque dentro de la iglesia no gustaba de tratar ciertos asuntos de reconocida profanidad; pero cuando salían por el patio que da a la calle del Arenal, tomó el brazo de su amiguita, diciéndole:
—Bueno estuvo el lance, bueno. ¡Qué par de alhajas!
—¡Crea usted que a mí me daba una alegría cuando lo oí contar!… Habría yo dado cualquier cosa por estar presente en aquella tragedia…
—Quite allá… Es repugnante… Dos mujeres pegándose…
—Será lo que usted quiera; pero desde que me lo contaron, la bribona antigua se ha crecido a mis ojos y me parece menos arrastrada que la moderna.
—Este mundo, hija mía, está lleno de maldades. A donde quiera que mira una, no ve más que pecados, y pecados cada vez más gordos, porque la humanidad parece que se vuelve de día en día más descarada y menos temerosa de Dios… ¡Quién había de decir que esa muchacha, esa Aurorita, que parecía tan buena, tan lista!… No, como lista, ya lo es; aunque la otra lo ha sido más… ¿Y qué dice Bárbara?, estaba encantada con ella, y todos los días iba al obrador a verla trabajar… Pero cállate, que aquí viene tu señora suegra…
Barbarita y la pareja se encontraron.
—Ya no alcanzas la del señor cura… ¡Qué horas de ir a misa!
—Pero si no me han dejado salir en toda la mañana… Mira, Jacinta, allí tienes a tu marido llama que te llama… Entré y… «Que dónde estabas tú. Que qué tenías tú que hacer en la calle tan temprano». Conque bien puedes darte prisa.
—Que espere… Pues no faltaba más… —replicó Jacinta con tedio—. Que tenga paciencia, que también la tienen los demás.
—Y vosotras, ¿de dónde venís?
—¿Nosotras? De ver amas de cría —dijo la santa sonriendo.
—¡Amas de cría!…
—Sí, no es broma… Amas, amas, amas.
—¡Qué graciosa estás hoy!…
—Pues qué, ¿no te ha dicho esta tonta que hemos encontrado otro Pituso?
Barbarita se echó a reír con donaire.
—Pero qué, ¿os han dado otro timo?
—Quiá, ahora no. Éste es auténtico… éste es de ley; no tiene hoja, como el otro, por quien perdiste la chaveta.
—¡Bah!, no quiero oírte —repuso Barbarita con humor festivo, y se separó de ellas para ir presurosa a la iglesia.
—Oye… mira… —dijo Guillermina llamándola—, cuando salgas, date una vuelta por las tiendas. Allí tienes a tu corredor, Estupiñá el Grande. Aguarda, oye; te compras una buena cuna.
La dama se reía; todas se reían.
11
El dictamen de Quevedo no fue alarmante con respecto a la madre; pero al chico le dio el comadrón malas noticias, anunciándole que se quedaba sin provisiones. Por la tarde, Plácido comunicó a la señora que la mujer aquella se negaba a poner a su hijo en pechos de nodriza, aunque esta fuese bajada del cielo; insistía en que tenía leche; el niño berreaba, dando a entender que su mamá faltaba descaradamente a la verdad.
—En fin, señora —agregó Estupiñá con oficiosidad sañuda—; que a esa mujer hay que matarla. Es más mala que arrancada, y lo que ella quiere es que la criaturita perezca…
Fue allá la fundadora, y se alegró de encontrar a Ballester en la sala.
—A ver si la convence usted de que no puede criar. La pobre, como tiene la cabeza un tanto débil y trastornada, se figura que le van a quitar a su hijo… Y no es eso, no es eso… Hay interés en que le críe bien.
—Ya se lo he dicho… Casi he empleado las mismas palabras, señora… Pero si viera usted… Hállase hoy en un estado de apatía y tristeza que no me hace maldita gracia. No hay medio de sacarle una respuesta a nada de lo que se le dice. Tiene el chico en brazos, y cuando le hablan de amas o de que ella se está secando, le aprieta, le aprieta tanto contra sí, que me temo que en una de éstas le ahogue.
—Todo sea por Dios… Entraré a ver a la fiera, y trataremos de amansarla.
Sin abandonar aquella actitud de desconfianza y miedo, Fortunata pareció alegrarse de ver a Guillermina, que la saludó con extremada amabilidad, demostrando un gran interés por ella y por su niño.
—¡Qué gusto verla a usted! —exclamó la pecadora sin moverse—. Tenía yo ganas de que viniera para decirle una cosa…
—Pues ya me la está usted diciendo, porque me voy a escape.
La infeliz joven puso el nene a su lado, mostrando menos desconfianza; pero le rodeó con su brazo en ademán de protección.
—¿Pero me le quitará?… Diga si me le quería quitar… Fuera bromas. Lo que usted me diga lo creeré.
—Muchas gracias, amiga mía… Me toma por ladrona de chiquillos. No sabía yo que soy bruja…
—No, es que… verá. Yo pensaba que me lo iban a quitar, por lo mala que he sido. Pero eso no tiene que ver, ¿verdad? Pues ahora soy mucho más mala. ¡Ay!, señora, he cometido un pecado tan grande, tan grande, que no creo que me lo perdone Dios.
—¿Apostamos a que es cualquier tontería? —inclinándose hacia ella y acariciándole la barba.
—¡Ay, señora, ojalá fuera tontería!… Voy a decírselo… Pero no me riña mucho… Pues anoche estuvo aquí mi marido, hablamos, y le di veinte duros para que comprara un revólver. El revólver es para matar a ése y a ésa… sobre todo a la francesota, infame, traicionera…
Guillermina recibió impresión muy fuerte con estas palabras; pero hizo un esfuerzo por aparentar que no perdía su serenidad.
—Fuertecillo es, sí, señora… Pero su marido de usted no hará nada. He hablado con él y me ha parecido muy razonable.
—La razón es su tema… pero no hay que fiar… Lo que es los tiros, crea usted que no se le escapan. Yo le calenté bien la cabeza… Toda aquella sabiduría que ahora tiene se la quité con las cosas que le dije… Se volvió loco otra vez, señora; le prometí quererle como él me quiso a mí, y crea usted que hice la promesa con voluntad.
—Me hace usted temblar —alarmándose—. Vamos; el pecado ese es de lo más atroz que puede haber. Él, si los mata, peca menos que usted, por haberle mandado que lo hiciera, acalorándole con promesas.
—Lo mismo me parece a mí, y por eso he estado con miedo toda la noche.
—Si usted reconoce que ha hecho mal, y le pide perdón a Dios de su mala intención y procura limpiarse de ella, Dios tendrá piedad de la pecadora.
—Es que… verá usted… estoy arrepentida por mitad. ¡Matarle a él! ¿Sabe usted que me da lástima? No, no, que no le mate… Pero lo que es a esa bribona, tramposa, embustera… ¿Pues no tiene la poca vergüenza de creer que tendrá hijos?… ¡Hijos ella!… Dígame usted, ¿qué se pierde con que se vaya para el otro mundo un trasto semejante?
Esto lo decía con tanta naturalidad, que Guillermina, por un instante, no supo si indignarse o tomarlo a risa.
—Vaya, que las ideas de usted me gustan… Se me figura que marido y mujer allá se van… en sabiduría. Si usted no se desdice al momento en todos esos disparates me voy y no vuelve a verme en su vida más. No se puede tolerar esto…
—¿De modo que a esta tía monstrua no se le da un castigo?… Eso sí que está bueno. Y seguirá riéndose de nosotras… No lo entiendo.
—Dios es el que castiga; nosotros aprendemos.
Ambas callaron, mirándose.
—Tengo que traerle a usted un confesor. Usted no está buena ni del cuerpo ni del alma. Pues digo, si lo que Dios no quiera, sobreviene la muerte a la hora menos pensada, y la coge así, le cayó la lotería.
—Si me muero, me llevo a mi hijo conmigo —dijo la diabla, volviéndole a coger y estrechándole contra sí.
—Otra barbaridad. Hoy estamos de vena.
—¿Pues no es mío?, ¿no le he dado yo la vida? —con febril impaciencia y ardor.
—¡Cómo!… ¿Darle vida usted? Hija, no tiene usted pocas pretensiones. También quiere ponerse en competencia con el Creador del mundo y de todas las cosas… Vamos, lo mejor es que me eche a reír… En fin, estamos aquí como dos tontas, y hay que poner las cosas en su lugar. Tiene usted que llamar a su marido y decirle que para quererle como Dios manda, es preciso que no mate a nadie, absolutamente a nadie. ¿Lo hará usted?
—Si usted me lo manda, sí… ¡Ay!, yo creí que matar al que nos engaña, al que nos vende, no es pecado… Vamos, que no era pecado muy gordo, se me subió la hiel a la cabeza. ¡Le tengo tanta rabia a ésa!… Digo yo que se puede tener rabia a otra persona, desear que la maten, y sin embargo no ser una mala.
Incorporóse para expresar con mímica más persuasiva un argumento que se le había ocurrido y que creía de gran fuerza:
—Vamos a ver, señora. ¿A que la dejo callada ahora?, ¿a que, sabiendo usted tanto como sabe, no me devuelve ésta?
—¿Qué?
—Esta razón. Vamos a ver. La señorita Jacinta es, como quien dice, un ángel… Todos la llaman así… Bueno; pues con todo su mérito y su santificación, ¿no se alegrarla ella de que me quitaran a mí de en medio?
Se volvió a reclinar en las almohadas, satisfecha, esperando la respuesta, con la seguridad de que la santa no tenía más remedio que mentir para no darle la razón.
—¿Qué está usted diciendo? —replicó Guillermina indignada—. ¡Jacinta desear que maten a nadie!… ¡O usted es tonta o ha perdido el juicio!
—Vamos… Pues bueno, diré otra cosa —retirándose a la segunda paralela después de rechazada en la primera—. ¿No se alegrará la señorita de que yo me muera?…
—¿Alegrarse… de que usted se muera… de que se la lleve Dios?… —titubeando—. Tampoco… Tampoco… Jacinta no desea el mal del prójimo, y sabe que debemos amar a nuestros enemigos y hacer bien a los que nos aborrecen.
Con un ju ju melancólico expresaba Fortunata su incredulidad.
—¡Ay! ¿No lo cree?…
—¡Que me desea bien a mí! Tié gracia.
—Jacinta no sabe tener rencor… ni se acuerda de usted para nada…
—Pero de eso a que me mire con buenos ojos…
—Pues no faltaba más sino que la quisiera a usted como me quiere a mí… Por cierto que ha hecho la niña merecimientos para ello. Conque la perdone debe darse por satisfecha…
—¿Y me perdona de verdad?… ¿Pero es de verdad?
—¿Pues qué duda tiene? Usted, como no sabe lo que es fe, ni temor de Dios, ni nada, no comprende esto.
—¿Y podría ser mi amiga?…
—Hija, tanto como amiga… Eso ya es un poco fuerte —no pudiendo contener la risa—. Vamos, que no pide usted poco… Ahora quiere que después de lo que ha pasado partan un piñón…
—¡Amigas!… —repitió la diabla frunciendo las cejas—. Por más que usted diga, no me puede ver, mayormente ahora que he tenido un hijo y ella no… Y lo que es ahora, ya no lo tiene, está visto… Que no le dé vueltas.
Como Ballester se acercara a la puerta de la alcoba cuando oía reír a la santa, ésta le dijo:
—Entre usted si quiere divertirse, pues esto es una comedia. Su amiga de usted está por conquistar. ¡Qué ideas tiene! Por cierto que yo le voy a traer al Padre Nones. Tenemos que darle una limpia buena. En fin, me retiro, que con estas tonterías se me va la mañana.
Se levantó, y Fortunata le tiró del vestido para hacerla sentar otra vez.
—Una duda me queda, señora. Sáqueme de ella.
—Veamos esa duda… Otro despropósito. ¡Ay, qué cabeza!
—Siéntese usted un momento, que le voy a hacer otra pregunta. Dígame —bajando la voz—: ¿Jacinta faltó o no faltó con aquel caballero?
—¡Ave María Purísima!… ¿Con qué caballero?
—Con aquél que se murió de repente…
—Cállese, cállese o le pego…
—No, si yo no lo creo ya. Lo creía; pero como fue la indecente de Aurora quien me lo dijo, ya dejé de creerlo… Sólo que tenía un poquito de duda.
—¿Ésa?… —con soberano desprecio—. ¡Y se atrevía a decir…!
—Si es lo más mala… Usted no puede figurarse lo mala que es —con la mayor buena fe—. Aquí donde usted me ve, yo, al lado de ella, soy un ángel.
—Lo creo —sonriendo—. No nos ocupemos de esas miserias. ¡Jacinta faltar! Estas pecadoras empedernidas creen que todas son como ellas…
—No, si yo no lo creo, señora, si no lo creí —muy apurada—. Ella fue la que lo dijo y lo creía… ¿Sabe una cosa? —Atrayéndola a sí y hablándole en secreto—. Créame esto que le voy a decir… Uno de los motivos porque le pegué fue el haber dicho eso, el haberme encajado la bola de que Jacinta era como nosotras… Y dígame, ¿no merecía el morrazo que le di con la llave por afrentar a nuestra amiguita?… ¿No lo merecía? Claro que sí.
Guillermina estaba confusa; no sabía si aprobar o desaprobar.
—Quedamos en una cosa —dijo levantándose—; mañana vendrá el Padre Nones para usted, y para este ternerito un ama asturiana que, según dice Estupiñá…
—Ama, no… ¿Para qué? Si puedo… ¿No ha visto lo satisfecho que está el rey de la casa? ¿No es verdad, rico, que para nada te hacen falta amas? Su mamá, su mamá le da al niño todo lo que quiere.
—El señor de Quevedo sabe más que usted… Aquí no se hace más que lo que yo mando —declaró la santa con aquel ademán y tono autoritarios a los cuales nadie se podía oponer—. Si de aquí a mañana Quevedo no varía de opinión, vendrá la nodriza. Usted se calla y obedece… Yo pago y dispongo. Conque a cuidarse, y ya hablaremos. El excelentísimo señor de Ballester queda encargado de la ejecución del presente decreto.
12
Por la tarde llegó Doña Lupe muy alarmada buscando a Maximiliano, a quien suponía allí. No pasó de la sala, ni quiso ver a Fortunata, de quien dijo que la compadecía, pero que no podía tener ninguna clase de relaciones con ella. En la sala cuchicheó la ministra con Segismundo contándole lo ocurrido. Pues ahí era nada: Maximiliano había comprado un revólver… ¿Pero quién diablos le dio el dinero? Descubriólo la señora por una casualidad… Le dio el olor, al verle entrar con un bulto entre papeles. Lo peor del caso fue que no pudo quitárselo. Salió escapado de la casa, y al poco rato los del herrero del bajo vinieron diciendo que le habían visto en la Ronda, pegando tiros contra la tapia de la fábrica del Gas, como para ejercitarse… ¡Ay!, La de los Pavos estaba aterrada. Toda aquella sabiduría lógica, que el pobre chico tenía en la cabeza, se le había convertido en humo sin duda. Y lo peor era que no había ido a almorzar, ni se sabía su paradero.
—Tenemos que dar parte a la policía, para evitar que haga cualquier barbaridad. Yo pensé que habría venido aquí, y corrí desolada… ¿Dónde demonios estará? Ballester, por Dios, averígüelo usted y sáqueme de este conflicto. Usted es la única persona que le domina cuando se pone así… Salga a ver si le encuentra; yo se lo ruego.
A esto replicó el buen farmacéutico que no podía repicar y andar en la procesión. Fuese la de Jáuregui desconsoladísima, con intento de ver al señor de Torquemada, faro luminoso que le marcaba el puerto en todas las borrascas de la vida.
Fortunata había oído la voz de Doña Lupe, y cuando ésta se retiró, quiso que Ballester le explicase qué traía por allí.
—Pues nada, que la ministra esa quiere meter las narices, y ver a usted, y hablarle y decirle cosas que sin duda la marearán.
—¡Ah! Que no entre… No la puedo ver. Creo que me pondré mala si la veo. Y de mi marido, ¿qué dijo?
—No le nombró.
—Pues tampoco a Maxi le quiero ver… No sabe usted lo mal que me sienta verle y hablar con él… Me trastorna. No les deje usted pasar. Que se vayan a los infiernos. ¡Estoy tan tranquila aquí solita con mi hijo, y los amigos que me protegen!… ¡Que no venga, por Dios! ¿Usted me promete que no vendrán?
Lo pedía con terror suplicante. Ballester, deshaciéndose en demostraciones de caballerosidad protectora y de fraternal hidalguía, le dijo que los Rubín grandes y chicos, así los de carne y hueso como los que tenían pechos de algodón, no entrarían en aquella alcoba sino pasando sobre su cadáver.
Toda aquella tarde estuvo la joven con la idea fija de lo antipáticos que eran los Rubín, y de lo que ella haría para no recibirlos si a verla iban. El buen Segismundo se esforzaba en tranquilizarla sobre este particular, y habiendo observado que el recuerdo de otras personas excitaba y encendía su ánimo favorablemente, le habló de Doña Guillermina y de su hermosa vida.
—¿Sabe lo que me dijo al salir? Pues que si se le ofrece a usted algo no estando yo aquí, avise a D. Plácido, al cual se ha encargado que se ponga a las órdenes de usted si lo necesitara.
—Claro —dijo Fortunata rebosando de orgullo inocente—; como que Plácido es todo de la casa, y desde chiquito no hace más que llevar recados de los señores, y servirles en mil menudencias. Es un buen hombre, y yo le quiero mucho… Y a Doña Bárbara, ¿la conoce usted? Yo tampoco… Pero cuando Jacinta y yo seamos amigas, también lo seré de Doña Bárbara… Francamente, estoy admirada del cariño que le tengo ahora a la mona del Cielo, cuando en otro tiempo, sólo de pensar en ella me ponía mala. Verdad que no acababa de aborrecerla, quiere decirse, que la aborrecía y me gustaba… Cosa rara, ¿verdad? Ahora seremos amigas, crea usted que seremos amigas… ¿Lo duda usted?
—¿Cómo he de dudar eso, criatura?
—Es que usted parece como que se sonríe un poquitín, cuando me lo oye decir.
—Está usted viendo visiones. Bueno va…
—Pues, aunque usted se guasee, seremos amigas… y nadie tendrá que decir de mí ni esto, para que usted lo sepa… Porque voy a portarme… ¡Cristo, cómo me voy a portar ahora! Mi hijo, mi hijo, y nada más… Vaya, ¿me sostendrá usted que no se sonríe ahora?
—Sí, pero es de satisfacción, por verla a usted tan regenerada… ¡Quién le tose a usted ahora, hallándose en relaciones con personas de la corte celestial!…
—Y nada más… ¿Pues qué se creía usted?
Se sofocaba tanto, que el farmacéutico creyó prudente llevar la conversación a un terreno insignificante; pero Fortunata se las componía para volver a lo mismo, a que ella y la Delfina iban a ser uña y carne, y a que su conducta en lo sucesivo había de ser como de quien está en escuela de serafines.
—Aquí donde usted me ve, amigo Ballester, yo también puedo ser ángel, poniéndome a ello. Todo está en ponerse… Y es cosa muy sencilla. Al menos a mí me parece que no me ha de costar ningún trabajo. Lo siento yo aquí entre mí.
—Depende también de las personas con quien uno se junta —le dijo su amigo muy serio—. Hablemos ahora de otra cosa. De ciertos atrevimientos que yo tenía y tengo respecto a usted, no quiero decirle nada, porque se nos va a hacer santa… Aunque todo podía conciliarse, me parece a mí, ser santa y querer a este hijo de Dios… Pero en fin, vuelvo la hoja. ¿Sabe usted que si me descuido pierdo mi colocación en la botica de Samaniego? Si Doña Casta sabe que estas ausencias mías son para venir a visitar a la que le tomó las medidas a su niña, al instante me limpia el comedero. Por eso no puedo tirar mucho de la cuerda, y esta noche no vendré. Tengo que quedarme de guardia. Yo rompería con todo, si no fuera porque me será difícil encontrar colocación inmediatamente, y crea usted que un periodo de vacaciones me balda… Por mí no me importaría; pero a mi madre y a mi hermana no quiero hacerlas ayunar. El pobre pensador, mi ilustre cuñado, está mal de intereses, y si yo no tiro del carro, los ayes y lamentos pidiendo pan se han de oír en Algeciras.
—Pero no sea usted tonto —dijo Fortunata con aquel arranque de generosidad, que en ella era tan común—. Yo tengo guita. Si quiere mandar a paseo a las Samaniegas, mándelas. Que se fastidien, que se arruinen, que coman piedras… Yo le doy a usted lo que necesite para su madre y para el pensador, hasta que encuentre otra botica. Tenga confianza conmigo… O semos o no semos.
Ballester era tan delicado, que de sólo oír tal proposición, le salieron los colores a la cara, y se excusó con expresiones de gratitud. Poco después de anochecer se retiró dando las órdenes más rigurosas a los hermanos Izquierdo con respecto a visitas. Si algún Rubín, fuese quien fuese, se presentaba, no abrir. Dejó sobre la mesa de la sala un arsenal de medicamentos, y a Fortunata le recomendó la quietud, y que diese con la puerta del cerebro en los hocicos a toda idea triste que se presentara.
Izquierdo se plantó de centinela en la sala, acompañado de una grande de cerveza, y por si la grande no era bastante para pasar la noche, llevó también una chica de añadidura. Segunda regresó a las diez, después de la horita de tertulia que solía pasar en el puesto de carne, y viendo a su sobrina muy despabilada, le dio un poco de palique:
—¿Sabes a quién he visto? A la tía esa, la de los Pavos. Fue a buscarme al cajón, muy ofendida porque el señor Ballester no la dejó entrar a verte. Anda a caza del sobrino que se les escapó esta mañana, y todavía no ha aparecido. ¿Sabes lo que me dijo? Te lo cuento para que te rías. Dice que las Samaniegas están trinando contigo, y que la viejona aquella, Doña Casta, no parará hasta no verte en el modelo. ¡Qué comedia! Ríete, que eso es envidia. Pues verás, La tía esa indecente, la Fenelona, francesota, más mala que el no comer, dice que este hijo que tienes no es hijo de quien es, sino de D. Segismundo. Tú ríete, tonta, que eso no es más que envidia.
La prójima no chistó; pero bien se conocía que aquellas palabras habían hecho en su espíritu un efecto desastroso. Cuando se quedó sola, no le fue posible contener los impulsos de levantarse. La rabia surgió terrible en su alma, y sin reparar en lo que hacía, incorporóse en el lecho, alargando las manos a la percha para coger su ropa… «Ahora mismo, ahora mismo voy, y con esta zapatilla le aporreo la cara hasta chafarle la nariz… trasto, indecente. ¡Decir eso!… ¡Una mentira tan grande! ¿Pero qué hora es? ¡Si están dando las doce! Sea la hora que quiera, saldré, no me puedo contener… Voy, entro en la casa, la saco a rastras de la cama, me paseo por encima de su alma… ¡Decir eso, decir eso!… Sin creerlo, porque ella no lo cree. ¡Lo dice por deshonrarme! Antes calumnió a Jacinta, y ahora me calumnia a mí».
Se sentó en la cama, entreviendo, a pesar de lo ofuscado que su espíritu estaba, las dificultades de la empresa. «Si lo dejo para mañana, ya no iré, porque me lo quitarán de la cabeza… Y yo le he de refregar la jeta con la suela de mis botas. Si no lo hago, Dios mío, me va a ser imposible ser ángel, y no podré tener santidad. Como no haga esto, tendré que volver a ser mala; lo conozco en mí».
Y tan pronto se ponía una pieza de ropa como se la quitaba, con vacilación horrible, fluctuando entre los ímpetus formidables de su deseo y el sentimiento de la imposibilidad. Por fin se vistió, y saliendo a la sala, vio a su tío dormido, de bruces sobre la mesa, junto a la luz, la botella grande a su lado, medio vacía. «Podría salir sin que me sintiera nadie… Y si despertara a mi tío y le dijera que viniese conmigo…». La idea de asociar a Platón a su temeraria empresa, hízole ver la realidad, y lo disparatado de aquella idea. «Pues lo que es mañana temprano —se dijo volviendo a la alcoba—, mañana tempranito, antes de que salga para el obrador, voy y la acogoto…».
Al mirar a su hijo, la llama de su ira se avivó más. «¡Decir que no es hijo de su padre!… ¡Qué infamia! La despedazaría sin compasión ninguna. ¡Inocente! ¡Tan chiquito y ya le quieren deshonrar! Pero no le deshonrarán, no, porque aquí está su madre para defenderle; y al que me diga que éste no es el hijo de la casa, le saco los ojos. Él no puede haberlo dicho… A mí me la soltó, pero fue así como en broma. Él no puede haberlo dicho, y si yo supiera que lo había dicho, juro por esta cruz (haciéndola con los dedos y besándola), por esta cruz en que te mataron, Cristo mío, juro que le he de aborrecer… pero aborrecerle de cuajo, no de mentirijillas… ¡Ay, Dios mío! (echándose en la cama, acongojadísima); si le dicen esta mentira tan gorda a Guillermina y a Jacinta, ¿la creerán?… Puede que sí… Todo lo malo se cree, y lo malo que de mí se diga, se cree más… Pero no, puede que no lo crean… Es muy atroz el embuste. Esto no lo puede creer nadie, no puede ser, no puede ser, y primero creerán que el mundo se vuelve del revés, y que el día se hace noche, y el sol luna, y el agua fuego. Y si alguien lo creyera, él lo desmentiría; estoy segura de que lo desmentiría. Yo no he faltado, yo no he faltado (alzando la voz), y quien diga que yo he faltado, miente, y merece que se le arranque la lengua con unas tenazas de hierro echando fuego. Quieren que yo me pierda; pero por más que hagan esos perros, no me quitarán, Dios mío, que yo sea tan ángel como otra cualquiera. Que rabien, que rabien, porque lo seré, lo seré».
Estaba inquietísima, dando vueltas en la cama. El hijito pidió y tomó el pecho; pero no debía de encontrar muy abundante el repuesto, cuando a cada instante apartaba su boca, chillando desesperadamente. A sus gritos de necesidad y desconsuelo, uníanse los de su madre, que decía:
—Hijo de mi alma… qué, ¿no hay?… Ésa, esa bruja ratera tiene la culpa; ella te lo ha quitado. Ya verás cómo la arregla tu mamá… Pobretín, tan chiquitito y ya le quieren deshonrar… Y mi niño es el rey de España, y nada tiene que ver con Ballester, que es su amiguito y nada más… Y mi niño es de quien es, y no hay otro en la casa, ni le habrá, ¿verdad?… ¿Verdad, gloria, cielo, alegría del mundo?
13
Todo esto era muy bonito y muy tierno; pero la leche no parecía, por lo cual Juan Evaristo no se daba por satisfecho con aquellas expresiones de tan poco valor en la práctica. Los alaridos que la madre y el hijo daban, cada uno en su registro, no despertaron a José Izquierdo, pues éste era hombre que en cogiendo la mona, no le enderezaba un cañón; pero sí sacaron de su letargo a Segunda, que fue a ver lo que ocurría, y hallando a su sobrina medio vestida, se puso hecha una furia y por poco le pega.
—Mira que te estrello, si das en hacer funciones de comedia —le dijo con aquellas formas exquisitas que usaba—. ¿Pero no ves, burra, no ves que se te ha retirado la leche, y el pobrecito no tiene qué mamar?
Por fortuna, entre las cosas que dejó Ballester en previsión de todos los contratiempos posibles, había un biberón muy majo. Segunda, con determinación rápida, lo llenó de leche (de la cual tenía por casualidad un par de copas) y probó a dárselo al chico. Éste al principio extrañaba la dureza y frialdad de aquel pezón que en su boquita le metían. Hizo algunos ascos, pero al fin pudo más el hambre que los remilgos, y apencó con la teta artificial.
—Mira, mira, qué pronto se hace a todo el angelito. ¡Si es lo más noble!… Rico… ¡qué carpanta estábamos pasando!
La madre le miraba con desconsuelo, aunque contenta de que se hubiera encontrado forma y manera de vencer la dificultad.
—¿Sabes una cosa? —le dijo su tía, poniéndole las manos en la cara—. Tienes calentura… Eso es por ponerte a pensar lo que no debes. ¡Si hicieras caso de mí, ahora que vas a ser la reina del mundo!… Porque lo que es tu tanto mensual te lo tienen que dar. De eso hablamos la de los Pavos y yo… ¡Vaya, pues no vas tú a ser ahora poco señora!… Chica, chica, no te hagas de miel; levanta tu cabeza. ¡Aire!… ¿Pues no ves que las señoronas esas te hacen la rueda? Como que será una potentada, y yo que tú, no paraba hasta que la Jacinta viniera a besarme la zapatilla. Pues qué… ¿crees que él no ha de venir también? Ya le llamará la sangre, y en cuantito que vea a este retrato suyo, se le caerá la baba… Y… chica, créemelo, hasta coche vamos a tener… ¡Qué comedia! ¡Cuando digo que estaremos en grande! Vendrá, vendrá él, y te aseguro que si tarda cuatro días es mucho tardar. ¿No ves que esa familia no tiene un nene que la alegre?… ¡Si se están todos muriendo de ganas de chiquillo!… Tú, trabájalo bien, que nos ha venido Dios a ver con este hijo de nuestras entrañas… Yo estoy muy orgullosa, porque él Santa Cruz es como hay Dios; pero su poco de Izquierdo no se lo quita nadie: las dos familias están de enhorabuena… Ya he empezado yo a sacudirme las pulgas, y esta tarde le eché su puntadita a Plácido para que nos diera la casa gratis… ¿Qué te crees?… Si están los Santa Cruz con tu hijo como chiquillos con zapatos nuevos… Te diré una cosa que no sabes. Ayer estuvo la Jacinta en casa de D. Plácido… Quería subir a verle; pero esa otra, la santona, le dijo que otro día, por si tú te remontabas… Conque vete enterando… ¡Ah! ¡Quién me lo había de decir!… Todavía me he de ver yo cogida al brazo de D. Baldomero, dando vueltas en la Castellana… ¡Y poco charol que me voy a dar!… Si es una comedia… Tú date tono, no seas boba… que, si sabemos aprovecharnos, de esta hecha vamos para marquesas.
Fortunata, desde que su tía empezó a hablar, lloraba a lágrima suelta; pero al oír lo de que iban a ser marquesas, una ráfaga de jovialidad pasó por encima de la onda de tristeza, y la joven se echó a reír con la cara anegada en llanto.
—No, no te rías; tanto como marquesas no; ni para qué queremos nosotras ser títulas; pero lo que es nuestro coche no nos lo quita nadie… Yo te aseguro que si hoy viene la Jacinta, tiene que subir… Verás qué prontito viene el otro… Claro, cuando no esté aquí su mujer… Me paice a mí que su mujer, de esta hecha se tendrá que ir a plantar cebollino. Tú, tú eres la que va a subir al trono ahora, o no hay equidad en la tierra… Y no digan que eres casada y que tu hijo se tiene que llamar Rubín… ¡Qué comedia! Tú eres mayormente viuda y libre, porque a tu marido cuéntale como que está en gloria… Y bien saben todos que a la vuelta lo venden tinto, y el chico en la cara trae la casta, y lo que es la pensión verás cómo te la dan.
Fortunata no se rió más, ni Segunda dijo nada que excitase su hilaridad. Hasta la madrugada estuvo la tía acompañándola, y viéndola relativamente sosegada, se fue a descabezar un sueño antes de bajar al mercado. A poco de quedarse sola, la joven sintió dentro de sí una cosa extraña. Se le nublaron los ojos, y se le desprendía algo en su interior, como cuando vino al mundo Juan Evaristo; sólo que era sin dolor ninguno. No pudo apreciar bien aquel fenómeno, porque se quedó desvanecida. Al volver en sí advirtió que era ya día claro, y oyó el piar de los pajarillos que tenían su cuartel general en los árboles de la Plaza Mayor y en las crines de bronce del caballo de Felipe III. Fue a coger a su hijo en brazos, y apenas podía con él. Le faltaban las fuerzas; ¡pero de qué manera!, y hasta la vista parecía amenguársele y pervertírsele, porque veía los objetos desfigurados y se equivocaba a cada momento, creyendo ver lo que no existía. Se asustó mucho y llamó; pero nadie vino en su auxilio. Después de llamar como unas tres veces, fue a llamar la cuarta, y… aquello sí era grave; no tenía voz, no le sonaba la voz, se le quedaba la intención de la palabra en la garganta sin poderla pronunciar. Dio algunos toques con los nudillos en el tabique; pero al fin su mano se quedó como si fuera de algodón; daba golpes con ella, y los golpes no sonaban. También podía ser que sonaran y ella no los oyera. Pero ¿cómo no los oía Segunda, que estaba al otro lado del tabique? Luego, el brazo se puso también como carne muerta, resistiéndose a moverse. «¿Será que me estoy muriendo?» pensó la joven, echando miradas a su interior. Pero poco pudo ver allí, por estar el interior a oscuras o fantásticamente iluminado. Todas sus ideas sufrieron trastornos más o menos febriles, las imágenes se disfrazaron, cual si fuesen a las máscaras, tomando cara y apariencia de lo que no eran, y la única sensación dominante con alguna claridad en aquel desorden fue la de estar inmóvil y rígida, con los movimientos involuntarios suspendidos y los voluntarios desobedientes al deseo. A su parecer no respiraba; el oído y la vista daban de rato en rato alguna impresión fugaz de la vida exterior; pero estas impresiones eran como algo que pasaba, siempre de izquierda a derecha. Creyó ver a Segunda y oírla hablar con Encarnación; pero hablaban a la carrera, como seres endemoniados, pasando y perdiéndose en un término vago que caía hacia la mano derecha. El piar de pájaros también se precipitaba en aquel sombrío confín, y los chillidos con que Juan Evaristo pedía su biberón.
Pasado cierto tiempo, indeterminado para ella, recobró sus sentidos y pudo moverse, apreciando fácilmente la realidad.
—¿Quién eres tú? —preguntó a Encarnación, única persona que estaba a su lado—. ¡Ah!, ya te conozco… ¡Qué tonta soy! ¿No está mi tía?
Díjole la chiquilla que la señá Segunda había bajado al mercado, y que subió con la leche para el niño, y después se volvió a marchar. Sacó Fortunata de aquel desvanecimiento una convicción que se afianzaba en su alma como las ideas primarias, la convicción de que se iba a morir aquella mañana. Sentía la herida allá dentro, sin saber dónde, herida o descomposición irremediables, que la conciencia fisiológica revelaba con diagnóstico infalible, semejante a inspiración o numen profético. La cabeza se le había serenado; la respiración era fácil aunque corta; la debilidad crecía atrozmente en las extremidades. Pero mientras la personalidad física se extinguía, la moral, concentrándose en una sola idea, se determinaba con desusado vigor y fortaleza. En aquella idea vaciaba, como en un molde, todo lo bueno que ella podía pensar y sentir; en aquella idea estampaba con sencilla fórmula el perfil más hermoso y quizás menos humano de su carácter, para dejar tras sí una impresión clara y enérgica de él. «Si me descuido —pensó con gran ansiedad—, me cogerá la muerte, y no podré hacer esto… ¡Qué gran idea!… Ocurrírseme tal cosa es señal de que voy a ir derecha al cielo… Pronto, pronto, que la vida se me va…». Llamando a Encarnación, le dijo:
—Chiquilla, vete corriendito al cuarto de abajo, y le dices a D. Plácido que le necesito…, ¿entiendes?, que le necesito, que suba… Anda, no te detengas. Ya debe de estar ahí, de vuelta de la iglesia, tomándose su chocolate… Anda prontito, hija, y te lo agradeceré mucho.
En el tiempo que estuvo fuera Encarnación, la diabla no hizo más que dar a su hijo muchos besos, diciéndole mil ternezas. El chico estaba despierto, y callado la miraba, y aunque nada decía, a ella se le figuró que hablaba… «Estarás tan ricamente…, hijo mío. No te querrán tanto como yo, pero sí un poquito menos… Me estoy muriendo…, qué sé yo qué tengo… La medicina esa…, yo la tomaría…, ¿dónde está…? ¡Encarnación…! Pero si ha ido abajo… Parece que me voy en sangre… Hijo mío, Dios me quiere separar de ti; y ello será por tu bien… Me muero; la vida se me corre fuera, como el río que va a la mar. Viva estoy todavía por causa de esta bendita idea que tengo… ¡Ah!, qué idea tan repreciosa… Con ella no necesito Sacramentos; claro, como que me lo han dicho de arriba. Siento yo aquí en mi corazón la voz del ángel que me lo dice. Tuve esta idea cuando estaba aquí sin habla, y al despertar me agarré a ella… Es la llave de la puerta del cielo… Hijo mío, estate calladito, y no chistes, que si tu mamá se va es porque Dios se lo manda… ¡Ah!, D. Plácido, ¿está usted ahí?…».
—Sí, señora —dijo el hablador entrando en la alcoba con los ademanes más oficiosos del mundo—. ¿Qué se le ofrece a usted? La señora me ha encargado…
—Amigo, hágame el favor de traer pluma y papel… Espere; deme la medicina…, esos polvos amarillos…, ¿cuáles?, no sé… Pero deje, deje, que me tiene que escribir una carta.
—¡Una carta!… Pero antes… —revolviendo en la mesa de noche—. ¿Qué medicamento quiere?
—Ninguno, ¿ya para qué?… Ándese pronto, que me voy…, que me muero.
—¡Que se muere! Vamos…, no bromee usted.
—D. Plácido, si no me sirve para esto, llamaré a otra persona. Si pudiera esperar a Ballester; pero no, no me da tiempo…
—No, hija, no hay que apurarse. Voy por el tintero.
Y no tardó cinco minutos en volver, y al entrar de nuevo en la alcoba, vio que Fortunata se había incorporado en su cama con el chiquillo en brazos, y que después, entre ella y Encarnación, le ponían bien abrigadito en su cuna de mimbres, la cual venía a ser como un canasto. Le pusieron entre las manos su biberón para que no alborotase, y cubriéronle con un pañuelo finísimo de seda. Estupiñá no entendía una palabra, ni veía la relación que la pluma y papel pudieran tener con lo que veía.
—D. Plácido —dijo Fortunata con mucha animación—; hágame el favor de escribir… Aquí no hay mesa. Chiquilla, tráele el tablero de las damas. Déjate de medicinas… ¿Para qué ya…? Vaya, D. Plácido, prepárese; verá qué golpe… Se me ocurrió una idea, hace poco, cuando estaba sin habla, al punto que me entraba también la idea de mi muerte… Ponga ahí lo que yo le diga: «Señora Doña Jacinta. Yo…».
—Yo… —repitió Plácido.
—No, hay que empezar de otra manera… No se me ocurre. ¡Qué torpe soy! ¡Ah!, sí, ponga usted: «Como el Señor se ha servido llevarme con Él, y ahora se me alcanza lo mala que he sido…». ¿Qué tal? ¿Va bien así?
—«Lo mala que he sido…».
—En fin, siga usted poniendo lo que le digo… «No quiero morirme sin hacerle a usted una fineza, y le mando a usted, por mano del amigo D. Plácido, ese mono del Cielo que su esposo de usted me dio a mí, equivocadamente…». No, no, borre el equivocadamente; ponga: «que me lo dio a mí robándoselo a usted…». No, D. Plácido, así no, eso está muy mal…, porque yo lo tuve…, yo; y a ella no se le ha quitado nada. Lo que hay es que yo se lo quiero dar, porque sé que ha de quererle, y porque es mi amiga… Escriba usted. «Para que se consuele de los tragos amargos que le hace pasar su maridillo, ahí le mando al verdadero Pituso. Éste no es falso, es legítimo y natural, como usted verá en su cara. Le suplico…».
—«Le suplico…».
—Usted póngalo todo muy clarito, D. Plácido; yo le doy la idea. Pues «le suplico que le mire como hijo y que le tenga por natural suyo y del padre… Y mande a su segura servidora y amiga, que besa su mano…». ¿Qué tal? ¿Está con finura…? Ahora, veremos si puedo echar mi nombre… Me tiembla mucho el pulso… Tráigame la pluma…
Puso un garabato, y luego mandó a Estupiñá abriese la cómoda y sacara la inscripción de las acciones del Banco. Después de revolver mucho, fue encontrado el documento.
—Eso —dijo Fortunata—, se lo da usted a mi amiga Doña Guillermina.
—Pero no vale sin transferencia —replicó el hablador examinando el papel.
—¿Sin qué?
—Sin transferencia en toda regla.
—Pamplinas. Es mío, y yo lo puedo dar a quien quiera. Coja usted la pluma, y ponga que es mi voluntad que esas acciones sean para Doña Guillermina Pacheco. Le echaré muchas firmas debajo, y verá si vale.
Aunque Estupiñá no creía válida aquella manera de testar, hizo lo que se le mandaba.
—Ahora, amigo —dijo ella, perdiendo gradualmente el uso de la palabra—, coja usted a mi hijo y lléveselo. ¡Ay!, déjemelo besar otra vez… Aguarde a que me muera… No; lléveselo antes de que venga mi tía, o mi marido, o Doña Lupe…, gente mala. Pueden venir, y ya ve usted… qué compromiso. No me dejarán hacer mi gusto, me enfadaré, y no me moriré tan santamente…, como quiero morirme.
No dijo más. Plácido, acercándose a contemplarla, se asustó extraordinariamente. Creyó que estaba muerta o que le faltaba poco para morirse; mandó a Encarnación en busca de Segunda y de José Izquierdo, y cogiendo la cesta en que Juan Evaristo dormía, la puso en la sala. «No me determino a llevármelo —pensó el buen viejo—. Pero al mismo tiempo, si esos brutos se empeñan en impedirme que me lo lleve… ¡Ah!, no; yo cargo con él, y que tiren por donde quieran». Cogió la cesta, y bajándola a su casa con toda la rapidez que le permitían sus piernas no muy fuertes, azorado como ladrón o contrabandista, volvió a subir y se aproximó a la enferma, mirándola tan de cerca, que casi se tocaban cara con cara.
—Fortunata…, Pitusa —murmuró echando talmente la voz en el oído de la joven.
A la tercera o cuarta llamada, Fortunata movió ligeramente los párpados, y desplegando los labios, apenas dijo:
—Nene…
14
«¡Caracoles, esta mujer se va…! ¡Y yo solo aquí con ella!, y el crío allá abajo. ¡Van a decir que le he robado! Anda, los ladrones serán ellos. Que digan lo que quieran. ¿A mí, qué? Les presento el papelito firmado por ella, y en paz. ¡Pobre mujer! —contemplándola horrorizado—. ¡Virgen del Carmen, si se va en sangre! Pero esta gentuza, ¿cómo es que la abandona así? ¿No vieron el peligro? Y ese médico, ¿en qué está pensando…? ¡Qué compromiso! ¿Y qué le diría yo…? Aquí hay medicinas; se las daré. Pero ¿y si me equivoco? Cuidado con las drogas, Plácido, y no hagas una barbaridad. Esperaremos. ¡Pero qué…, si cuando vengan ya estará ella en el otro barrio! Dios la perdone y le dé lo que más le convenga… Es preciso tratar de animarla…». Hablándole al oído:
—Fortunata, Fortunata, abra usted los ojos, y no se nos muera así tan tontamente… Le traeré el Viático, si quiera la Santa Unción… ¡Eh, hija, chica…! Quiá, no se entera… Esto está perdido. Hija mía, piense usted en Dios y en la Santísima Virgen; invóqueles en esta hora tremenda y la ampararán… Nada, como si le hablaran en griego; no oye, o es que está tan aferrada a la maldad que no quiere que se le hable de religión. Voy a tocar otro registro —con malicia—. Fortunata, buena moza, mire usted quién está aquí, despierte y verá. ¿No le conoce? Es aquel sujeto, el señor D. Juanito que viene a ver a su… dama. Mírele, mírele tan afligido de verla a usted malita. —Hablando para sí—. ¡Cómo se sonríe la picarona! ¡Ah!, está dañada hasta el tuétano. Abre los ojos y le busca con las miradas. Es como los borrachos, que aunque estén expirando, si les nombran vino, parece que resucitan… ¡Como no se salve ésta! Al infierno se va de cabeza… Vean qué manera de arrepentirse. Le nombro a Nuestro Divino Redentor y a María Santísima del Carmen, y como si tal cosa… Sorda como una tapia. Pero le nombro al señorete, y ya la tiene usted tan avispada, queriendo vivir, y sin duda con intenciones de pecar. ¡Ah, cualquier día se salva ésta…! Me parece que sube ya la tía. Oigo sus resoplidos como los de una loba marina… Sí, aquí vienen (saliendo al pasillo y hablando con Segunda, que subía sofocadísima precedida de Encarnación). ¡Vaya una calma que tiene usted! Se ha puesto muy mala, pero muy mala.
Apenas entró en la alcoba, Segunda empezó a dar gritos.
—¡Hija de mi alma, me la han matado, me la han matado, me la han asesinado! ¡Ay, qué carnicería! ¡Cómo está…! ¡Me la han matado…! ¿Y el niño? ¡Nos le han robado, nos le han robado…!
—Atienda a su sobrina, y vea si la puede salvar —dijo Estupiñá cogiéndola por un brazo—, y déjese de asesinatos, y de robos de hijos, y no sea usted mamarracho.
—Niña de mi alma…, ¿pero qué? Fortunata…, ¿te han matado, o qué es esto? A ver, cordera, ¿tienes heridas? Paice que te han dado cien puñaladas… Pero estás viva. Cuéntame qué ha sido, ¿quién ha sido? ¿Y tu niño, nuestro niño, dónde está? ¿Te lo quitaron…?
—Llame usted al médico —indicó Plácido con ira—. ¿Dónde vive? Yo le avisaré… Y no se cuide del niño, que está mejor que quiere, y nada le falta.
—¿Pero dónde está…? D. Plácido, D. Plácido —exclamó Segunda, descompuesta y furiosa—; me parece que va usted a ir al palo… Voy a dar parte a la justicia. Usted es un forajido, sí señor, no me vuelvo atrás… Usted nos ha birlado a la criatura.
—¡Atiza…! Pero mujer de Barrabás —retirándose por miedo a que Segunda le sacara los ojos—. ¿Quiere usted callarse? ¿No ve que su sobrina se muere?
—Porque usted me la ha matado, so verdugo, caribe, usted, usted.
—Dale con gracia… Habrá que ponerle un bozal. Voy a avisar a la Casa de Socorro.
—A la cárcel… es donde tiene que ir usted.
Y en aquel momento entró José Izquierdo, a quien su hermana quiso incitar para que acometiese al bueno de Estupiñá. Platón vacilaba, no dando a Segunda todo el crédito que esta creía merecer.
—Ea, que me voy cargando…, y quien va a traer el juez soy yo —afirmó el anciano, dando una patada—. El chico está donde debe estar, y bien saben que yo no miento. Y si no, pregúntenle a su madre.
—Hija de mi vida —chillaba Segunda, abrazando y besando a su sobrina, que si no era ya cadáver, lo parecía—. Dinos lo que te han hecho, dímelo, corazón. ¡Ay, qué dolor de hija…!
—Usted —dijo Plácido a Izquierdo autoritariamente—, corra a llamar a ese señor boticario que suele venir, el que ahora la protege. Yo avisaré a otra persona, y vamos a escape, que la muerte nos coge la delantera.
Se escabulló sin esperar la opinión de Segunda. Platón, comprendiendo por instinto antes que por criterio, que las órdenes de Estupiñá eran más prácticas que las de la placera, salió y fue presuroso a la calle del Ave María.
La primera persona que llegó a la casa fue Guillermina, a quien Plácido enteró por el camino de cuanto había ocurrido. Subiendo la escalera, la santa dijo a su sacristán:
—Entre usted en su casa a esperar a Jacinta que vendrá en seguida. Adviértale que no quiero que suba. En cuanto pueda, bajaré yo. A Jacinta que no se mueva de aquí y me aguarde.
Cuando la fundadora entró, la enferma continuaba en el mismo estado. Segunda, llena de consternación, no hablaba ya de asesinato, y aunque no acababa de comprender el robo del chiquillo, no se atrevió a mentarlo ante la señora casera. Había intentado hacerle tomar a Fortunata fuertes dosis de ergotina; pero no pudo conseguirlo. Apretaba los dientes, y no había medio de traerla a la razón. Guillermina tuvo más suerte o puso en ejecución mejores medios, porque logró hacerle beber algo de aquel eficaz medicamento. Hubo gran barullo, aplicación precipitada de remedios diferentes, externos e internos. La santa y la placera, ambas con igual ardor, trabajaron por atajar la vida que se iba; pero la vida no quería detenerse, y ante la ineficacia de sus esfuerzos, las dos mujeres se pararon rendidas y desconsoladas. Fortunata miraba con expresión de gratitud a su amiga, y cuando ésta le cogía la mano, trataba de hablarle; pero apenas podía articular algún monosílabo. Calladas, se hablaron mirándose.
—El padre Nones va a venir —dijo la santa—; le mandé recado al salir de casa. Prepárese usted, hija mía, poniendo el pensamiento en Nuestro Señor Jesucristo; y como le pida perdón de sus pecados con verdadera contrición, se lo dará. ¿Se lo ha pedido usted?
Fortunata dijo que sí con la cabeza.
—Mi amiguita se ha enterado del regalo que usted le ha hecho, y está tan agradecida. Ha sido un rasgo feliz y cristiano.
En las nieblas que envolvían su pensamiento, la infeliz joven, al oír aquello del rasgo, se acordó de Feijoo y de sus prohibiciones; pero este recuerdo no la hizo arrepentirse de su acción.
—Jacinta me encarga que dé a usted las gracias. No le guarda ningún rencor. Al contrario; usted ha sabido arreglarse para dejar buena memoria de sí. Además, ella es de las pocas personas que saben perdonar. Imítela usted ahora, que no le vendría mal en este instante sofocar sus pasiones, amar a sus enemigos y hacer bien a los que la aborrecen. Hija mía —abrazándola—, ¿ha perdonado usted al hombre que tiene la culpa de todos sus males y que la ha arrastrado tantas veces al pecado?
Fortunata dijo que sí con la cabeza, y sus miradas daban a entender que aquel perdón era de los fáciles, porque el amor andaba de por medio.
—¿Perdona usted también a esa mujer de quien se suponía ofendida, y a quien usted ofendió de palabra y de obra, con o sin motivo?
Este perdón sí que era de los duros. Callóse la santa observando a la diabla intranquila. Ésta tenía la cabeza echada hacia atrás, moviéndola sobre la almohada con cierta inquietud, y sus miradas vagaban por el techo.
—¿Qué?, ¿duda usted…? Pues Dios, para perdonarnos, necesita saber si perdonamos nosotros antes. ¿Para qué quiere usted ahora ese odio mezquino? ¿De qué le sirve? De peso para impedirle subir al cielo. Hay que arrojar ese plomo —abrazándola con más cariño—. Amiguita, hágalo por mí, por el mono del Cielo, que debe quedar aquí rodeado de bendiciones, no de maldiciones.
Fortunata se estremeció desde el cabello hasta los pies… Su respiración fatigosa indicaba el afán de vencer las resistencias físicas que entorpecían la voz.
—No necesita usted hablar —le dijo la santa—; basta que manifieste su intención respondiéndome con la cabeza. ¿Perdona usted a Aurora…?
La moribunda movió la cabeza de un modo que podría pasar por afirmativo, pero con poco acento, como si no toda el alma, sino una parte de ella afirmase.
—Más, más claro.
Fortunata acentuó un poquitito más, y sus ojos se humedecieron.
—Así me gusta.
Entonces resplandeció en la cara de la infeliz señora de Rubín algo que parecía inspiración poética o religioso éxtasis, y vencida maravillosamente la postración en que estaba, tuvo arranque y palabras para decir esto:
—Yo también… ¿No lo sabe usted…? Soy ángel…
Y algo más expresó; pero las palabras volvieron a ser ininteligibles, y en la cara le quedó una expresión de dicha inefable y reposada. La santa estuvo un instante sin saber qué actitud tomar.
—¡Ángel…! Sí —dijo al fin—; lo será, si se purifica bien. Amiga querida, es preciso prepararse con formalidad. El Padre Nones va a venir, y él le dará a usted consuelos que yo no puedo darle… Ahora recuerdo que usted tenía una idea maligna, origen de muchos pecados. Es preciso arrojarla y pisotearla… Busque, rebusque bien en su espíritu y verá cómo la encuentra; es aquel disparate de que el matrimonio, cuando no hay hijos, no vale…, y de que usted, por tenerlos, era la verdadera esposa de… Vamos —con extraordinaria ternura—, reconozca usted que semejante idea era un error diabólico a fuerza de ser tonto, y prométame que ha de renegar de ella y que no la olvidará cuando el amigo Nones la confiese. Mire usted que si se la lleva consigo le ha de estorbar mucho por allá.
La Pitusa no expresaba nada, por lo cual su fervorosa amiga volvía al ataque con más brío y pasión.
—Fortunata, hija mía, por el cariño que me tiene, y que yo no me merezco, por el que yo le he tomado y que le conservaré toda mi vida, le pido que se arranque esa idea, y la arroje aquí, como si fuera un adorno de los que se ponen las pecadoras, un lunar postizo, un colorete. Eso no sirve allá, como no le sirva al demonio para hacer de las suyas… Se la arranca usted, ¿sí o no? Hágalo por mí, para que yo me quede tranquila.
Fortunata volvió a tener la llamarada en sus ojos, al modo de un reflejo de iluminación cerebral, y en su cuerpo vibraciones de gozo, como si entrara alborotadamente en ella un espíritu benigno. La voluntad y la palabra reaparecieron; pero sólo fue para decir:
—Soy ángel…, ¿no lo ve…?
—Ángel, sí; bueno, esa convicción me gusta —con inquietud—. Pero yo quisiera…
Interrumpió a la señora la aparición del Padre Nones, que no cabía por la puerta, y tuvo que inclinarse para poder entrar. Toda la estancia se llenó de una negrura triste y severa.
—Aquí estoy, maestra —dijo el anciano, y la dama se levantó para dejarle el asiento.
Algo susurraron los dos antes de que ella se retirara. Nones habló cariñosamente a la enferma, que le miraba con empañados ojos, sin dar ninguna respuesta a sus palabras… Por fin, echó una voz que parecía infantil, voz quejumbrosa y dolorida, como de una tierna criatura lastimada. Lo que Nones creyó entender entre aquellas articulaciones de indefinible sentimiento fue esto: «¿No lo sabes…?, soy ángel…, yo también…, mona del Cielo».
Y siguió su exhortación el cura, diciendo para sí: «Trabajo perdido…, cabeza trastornada».
Y en voz alta:
—Ángel, sí; pero es preciso, hija mía, confesar la fe de Cristo, consagrar a ella nuestros últimos pensamientos y pedirle con el corazón que nos perdone. Es tan bueno, tan bueno, que no niega su amparo a ningún pecador que se llegue a Él por empedernido que sea… Lo principal es tener un interior puro, un…
La miró alarmado. ¿Había dicho algo? Sí; pero Nones no pudo enterarse. Fue sin duda aquello de soy ángel, y luego inclinó la cabeza como quien se va a dormir. El sacerdote la miró más de cerca, y en alta voz dijo:
—Maestra, maestra, venga usted.
Entró Guillermina y ambos la observaron.
—Creo —dijo Nones— que ha concluido. No ha podido confesar… Cabeza trastornada… ¡Pobrecita! Dice que es ángel… Dios lo verá…
La maestra y el cura se pusieron a rezar en voz alta. Segunda empezó a escandalizar, y en aquel momento llegaba Segismundo, quien sabedor en la escalera de lo que ocurría, entró en la casa y en la alcoba más muerto que vivo.
15
Mientras estuvo allí el padre Nones, Ballester se mantuvo en una actitud consternada, contemplando el lastimoso cuadro con el respeto que infunden los muertos, y encerrando su dolor en una compostura que tenía cierta corrección. Pero cuando no quedaron allí más testigos que la santa y Segunda, el buen farmacéutico creyó que no tenía para qué sujetar la onda impetuosa que del corazón le salía, y llegándose al cuerpo todavía caliente de su infeliz amiga, la abrazó, y estampó multitud de besos en su frente y mejillas.
—¡Ah!, señora —dijo a la fundadora, secándose las lágrimas—; veo que se asombra usted de…, de verme llorar así, y de estas demostraciones… Es que yo la quería mucho…, era mi amiga…, iba a ser mi querida…, digo…, no, dispense usted, éramos amigos… Usted no la conocía bien; yo sí… Era un ángel…, digo, debía serlo, podría serlo; dispense usted, señora, no sé lo que me digo; porque me ha llegado al alma esta desgracia. No la esperaba… Ha sido un descuido. Ella misma, con los disparates que hacía…, porque era de estos ángeles que hacen muchos disparates…, ¿me entiende usted?… ¡Pobre mujer…, tan hermosa y tan buena…! La hemorragia ha provenido sin duda de no haberse verificado la involución… Me lo temía… La salida antes de tiempo, la agitación moral… Añada usted descuidos, falta de asistencia, de vigilancia, y de una autoridad que se le hubiera impuesto. ¡Ah!, si yo hubiera estado aquí. Pero no podía, no podía. Mis obligaciones… ¡Ah!, señora, crea usted que tengo el corazón destrozado, y que tardaré en consolarme de esta pesadumbre… La había tomado yo tanto cariño, que a todas horas la tenía en el pensamiento. Mi destino me ligaba a ella, y hubiéramos sido felices, sí, felices, créalo usted… Nos habríamos ido a otro país, a un país lejano, muy lejano. Con permiso de usted, la voy a besar otra vez. No la había besado nunca. No me atrevía, ni ella lo habría consentido, porque era la persona más honrada y honesta que usted puede imaginar.
Guillermina sentía tanto asombro como lástima ante las demostraciones de aquel buen hombre que con tanta franqueza se expresaba. Poco a poco fue tomando el dolor de Segismundo acentos más tranquilos, y sentado a la cabecera del lecho mortuorio, habló con la santa de un asunto que necesariamente y por la fuerza de la realidad se imponía.
—¡Ah!, no señora; dispense usted. Los gastos del entierro los pago yo. Quiero tener esa satisfacción. No me la quite usted, por Dios.
—Pero, hijo —replicó la fundadora—, si usted es un pobre. ¿Qué necesidad tiene de ese gasto? Si no hubiera más remedio, muy santo y muy bueno. Pero no sea usted tonto y guarde su dinero, que bastante falta le hace. Esta obligación la pagará quien debe pagarla, y no digo más: al buen entendedor…
No dándose por vencido, Ballester persistió en su idea: pero Guillermina hubo de machacar tanto, que al fin se la quitó de la cabeza. Segunda y sus dos compañeras de plazuela amortajaron a la infeliz señora de Rubín, y en tanto el farmacéutico se ocupaba con incansable actividad en los preparativos del entierro, que debía de ser a la mañana siguiente. En todo aquel día no abandonó la casa mortuoria. Al mediodía estaba solo en ella, y el cuerpo de Fortunata, ya vestido con su hábito negro de los Dolores, yacía en el lecho. Ballester no se saciaba de contemplarla, observando la serenidad de aquellas facciones que la muerte tenía ya por suyas, pero que no había devorado aún. Era el rostro como de marfil, tocado de manchas vinosas en el hueco de los ojos y en los labios, y las cejas parecían aún más finas, rasgueadas y negras de lo que eran en vida. Dos o tres moscas se habían posado sobre aquellas marchitas facciones. Segismundo sintió nuevamente deseos de besar a su amiga. ¿Qué le importaban a él las moscas? Era como cuando caían en la leche. Las sacaba, y después bebía como si tal cosa. Las moscas huyeron cuando la cara viva se inclinó sobre la muerta, y al retirarse tornaron a posarse. Entonces Ballester cubrió la faz de su amiga con un pañuelo finísimo.
Guillermina volvió más tarde. Subía del cuarto de Plácido a decir a Ballester algo referente al entierro. Un rato hablaron, y como ella se mostrase recelosa de que el marido de la difunta fuese por allá y armara un escándalo, el farmacéutico la tranquilizó diciéndole:
—No tema usted nada. Esta mañana hemos conseguido encerrarle. Está furioso el infeliz, y costó Dios y ayuda quitarle un maldito revólver que ha comprado y con el cual quiere fusilar a las pobres Samaniegas y a otra persona que suele pasear por el barrio. La célebre Doña Lupe estaba con el alma en un hilo. Acudimos Padilla y yo, y con gran trabajo pudimos desarmar al filósofo y encerrarle en su cuarto, donde quedó dando cabezadas contra las paredes y pegando unos gritos que se oían desde la calle.
—Ya lo dije yo. Tanta y tanta lógica tenía que parar en eso. Conque ya sabe usted. A las diez habrá misa y responso en el cementerio. Y se ha dispuesto, por quien debe hacerlo, que el entierro sea de primera, coche de lujo con seis caballos; irán los niños del Hospicio… Usted dirá que esta ostentación no viene al caso.
—No, yo no digo nada.
—No tendría nada de particular que lo dijera, porque a primera vista es absurdo. Pero la complicación de causas trae la complicación de efectos, y por eso vemos en el mundo tantas cosas que nos parecen despropósitos y que nos hacen reír. Vea usted por qué yo profeso el principio de que no debemos reírnos de nada, y que todo lo que pasa, por el hecho de pasar, ya merece algo de respeto. ¿Se va usted enterando?
Algo más iba a decir; pero entró Plácido, sombrero en mano, y con ciertos aires de ayudante de campo anunció a su generala que había llegado Doña Bárbara.
Bajó, pues, la santa, y encontró a su amiga un poco adusta, observando los cariñosos extremos de Jacinta con aquel canario de alcoba que estaba en su poder, como si se lo hubiera encontrado en la calle o se lo hubieran puesto en una cesta a la puerta de su casa. Algo le decían también a la señora de Santa Cruz las facciones del chiquitín; pero escarmentada y previsora, se contenía por no incurrir en la ridiculez de un chasco semejante al de marras. Estaba, pues, la señora, indecisa, sin resolverse a entusiasmarse; y las razones que Guillermina le dio para convencerla no la sacaron de aquella actitud reservada y suspicaz. Los afectos que se desbordaban del corazón de la Delfina eran combinación armoniosa de alegría y de pena, por las circunstancias en que aquella tierna criatura había ido a sus manos. No podía apartar su pensamiento de la persona que un poco más arriba, en la misma casa, había dejado de existir aquella mañana, y se maravillaba de notar en su corazón sentimientos que eran algo más que lástima de la mujer sin ventura, pues entrañaban tal vez algo de compañerismo, fraternidad fundada en desgracias comunes. Recordaba, sí, que la muerta había sido su mayor enemiga; pero las últimas etapas de la enemistad y el caso increíble de la herencia del Pituso, envolvían, sin que la inteligencia pudiera desentrañar este enigma, una reconciliación. Con la muerte de por medio, la una en la vida visible y la otra en la invisible, bien podría ser que las dos mujeres se miraran de orilla a orilla, con intención y deseos de darse un abrazo.
Las tres señoras dijeron a un tiempo:
—¿Y qué hacemos ahora?
Entablóse discusión breve sobre el punto a que llevarían aquella adquisición preciosa. Guillermina cortó las dificultades, proponiendo que le llevaran a su casa. Se dieron órdenes a Estupiñá para que fuesen conducidas también al domicilio de la santa las tres mujeronas entre las cuales sería elegida, a toda conciencia, la que había de criar al mono del Cielo.
Por la noche de aquel célebre día, hubo en la casa de Santa Cruz una escena memorable. Jacinta y su suegra cogieron por su cuenta al Delfín, y le pusieron en duro compromiso, refiriéndole lo ocurrido, mostrándole la carta redactada por Estupiñá y obligándole (con lastimoso desdoro de su dignidad) a manifestarse sinceramente consternado, pues el caso no era para puesto en solfa, ni para rehuido con cuatro frases y un pensamiento ingenioso. Había faltado gravemente, ofendiendo a su mujer legítima, abandonando después a su cómplice, y haciendo a esta digna de compasión y aun de simpatía, por una serie de hechos de que él era exclusivamente responsable. Por fin, Santa Cruz, tratando de rehacer su destrozado amor propio, negó unas cosas, y otras, las más amargas, las endulzó y confitó admirablemente, para que pasaran, terminando por afirmar que el chico era suyo y muy suyo, y que por tal lo reconocía y aceptaba, con propósitos de quererle como si le hubiera tenido de su adorada y legítima esposa.
Cuando se quedaron solos los Delfines, Jacinta se despachó a su gusto con su marido, y tan cargada de razón estaba y tan firme y valerosa, que apenas pudo él contestarle, y sus triquiñuelas fueron armas impotentes y risibles contra la verdad que afluía de los labios de la ofendida consorte. Ésta le hacía temblar con sus acerados juicios, y ya no era fácil que el habilidoso caballero triunfara de aquella alma tierna, cuya dialéctica solía debilitarse con la fuerza del cariño. Entonces se vio que la continuidad de los sufrimientos había destruido en Jacinta la estimación a su marido, y la ruina de la estimación arrastró consigo parte del amor, hallándose por fin este reducido a tan míseras proporciones, que casi no se le echaba de ver. La situación desairada en que esto le ponía, inflamaba más y más el orgullo de Santa Cruz, y ante el desdén no simulado, sino real y efectivo, que su mujer le mostraba, el pobre hombre padecía horriblemente, porque era para él muy triste, que a la víctima no le doliesen ya los golpes que recibía. No ser nadie en presencia de su mujer, no encontrar allí aquel refugio a que periódicamente estaba acostumbrado, le ponía de malísimo talante. Y era tal su confianza en la seguridad de aquel refugio, que al perderlo, experimentó por vez primera esa sensación tristísima de las irreparables pérdidas y del vacío de la vida, sensación que en plena juventud equivale al envejecer, en plena familia equivale al quedarse solo, y marca la hora en que lo mejor de la existencia se corre hacia atrás, quedando a la espalda los horizontes que antes estaban por delante. Claramente se lo dijo ella, con expresiva sinceridad en sus ojos, que nunca engañaban.
—Haz lo que quieras. Eres libre como el aire. Tus trapisondas no me afectan nada.
Esto no era palabrería, y en las pruebas de la vida real, vio el Delfín que aquella vez iba de veras.
Durante algún tiempo, el Delfinito siguió en casa de Guillermina, donde estaba la nodriza, hasta que enteraron de todo a D. Baldomero, y se le pudo llevar a la casa patrimonial. Jacinta vivía consagrada a él en cuerpo y alma, y tenía la satisfacción de que todos en la casa le querían, incluso su padre. A solas con él, la dama se entretenía fabricando en su atrevido pensamiento edificios de humo con torres de aire y cúpulas más frágiles aún, por ser de pura idea. Las facciones del heredado niño no eran las de la otra, eran las suyas. Y tanto podía la imaginación, que la madre putativa llegaba a embelesarse con el artificioso recuerdo de haber llevado en sus entrañas aquel precioso hijo, y a estremecerse con la suposición de los dolores sufridos al echarle al mundo. Y tras estos juegos de la fantasía traviesa, venía el discurrir sobre lo desarregladas que andan las cosas del mundo. También ella tenía su idea respecto a los vínculos establecidos por la ley, y los rompía con el pensamiento, realizando la imposible obra de volver el tiempo atrás, de mudar y trastocar las calidades de las personas, poniendo a éste el corazón de aquél, y a tal otro la cabeza del de más allá, haciendo, en fin, unas correcciones tan extravagantes a la obra total del mundo, que se reiría de ellas Dios, si las supiera, y su vicario con faldas, Guillermina Pacheco. Jacinta hacía girar todo este ciclón de pensamientos y correcciones alrededor de la cabeza angélica de Juan Evaristo; recomponía las facciones de éste, atribuyéndole las suyas propias, mezcladas y confundidas con las de un ser ideal, que bien podría tener la cara de Santa Cruz, pero cuyo corazón era seguramente el de Moreno…, aquel corazón que la adoraba y que se moría por ella… Porque bien podría Moreno haber sido su marido…, vivir todavía, no estar gastado ni enfermo, y tener la misma cara que tenía el Delfín, ese falso, mala persona… «Y aunque no la tuviera, vamos, aunque no la tuviera… ¡Ah!, el mundo entonces sería como debía ser, y no pasarían las muchas cosas malas que pasan…».
16
En el entierro de la señora de Rubín contrastaba el lujo del carro fúnebre con lo corto del acompañamiento de coches, pues sólo constaba de dos o tres. En el de cabecera iba Ballester, que por no ir solo se había hecho acompañar de su amigo el crítico. En el largo trayecto de la Cava al cementerio, que era uno de los del Sur, Segismundo contó al buen Ponce todo lo que sabía de la historia de Fortunata, que no era poco, sin omitir lo último, que era sin duda lo mejor; a lo que dijo el eximio sentenciador de obras literarias, que había allí elementos para un drama o novela, aunque a su parecer, el tejido artístico no resultaría vistoso sino introduciendo ciertas urdimbres de todo punto necesarias para que la vulgaridad de la vida pudiese convertirse en materia estética. No toleraba él que la vida se llevase al arte tal como es, sino aderezada, sazonada con olorosas especias y después puesta al fuego hasta que cueza bien. Segismundo no participaba de tal opinión, y estuvieron discutiendo sobre esto con selectas razones de una y otra parte, quedándose cada cual con sus ideas y su convicción, y resultando al fin que la fruta cruda bien madura es cosa muy buena, y que también lo son las compotas, si el repostero sabe lo que trae entre manos.
En esto llegaron y se dio tierra al cuerpo de la señora de Rubín, delante de las cuatro o cinco personas acompañantes, las cuales eran Segismundo y el crítico, Estupiñá, José Izquierdo y el marido de una de las placeras, amiga de Segunda. Ballester, afectadísimo, hacía de tripas corazón, y se retiró el último. De regreso a Madrid en el coche, llevaba fresca en su mente la imagen de la que ya no era nada.
—Esta imagen —dijo a su amigo—, vivirá en mí algún tiempo; pero se irá borrando, borrando, hasta que enteramente desaparezca. Esta presunción de un olvido posible, aun suponiéndolo lejano, me da más tristeza que lo que acabo de ver… Pero tiene que haber olvido, como tiene que haber muerte. Sin olvido, no habría hueco para las ideas y los sentimientos nuevos. Si no olvidáramos no podríamos vivir, porque en el trabajo digestivo del espíritu no puede haber ingestión sin que haya también eliminación.
Y más adelante:
—Mire usted, amigo Ponce, yo estoy inconsolable; pero no desconozco que, atendiendo al egoísmo social, la muerte de esa mujer es un bien para mí (bienes y males andan siempre aparejados en la vida); porque, créamelo usted, yo me preparaba a hacer grandes disparates por esa buena moza; ya los estaba haciendo, y habría llegado sabe Dios a dónde… ¡Calcule usted qué atracción ejercía sobre mí! Me tengo por hombre de seso, y sin embargo, yo me iba derecho al abismo. Tenía para mí esa mujer un poder sugestivo que no puedo explicarle; se me metió en la cabeza la idea de que era un ángel, sí, ángel disfrazado, como si dijéramos, vestido de máscara para estampar a los tontos, y no me habrían arrancado esta idea todos los sabios del mundo. Y aun ahora, la tengo aquí fija y clara… Será un delirio, una aberración; pero aquí dentro está la idea, y mi mayor desconsuelo es que no puedo ya, por causa de la muerte, probarme que es verdadera… Porque yo me lo quería probar…, y créalo usted, me hubiera salido con la mía.
A la semana siguiente, Ballester salió de la botica de Samaniego, porque Doña Casta se enteró de sus relaciones (que a ella se le antojaron inmorales) con la infame que tan groseramente había atropellado a Aurora, y no quiso más cuentas con él. Doña Lupe le rogó varias veces que fuese a ver a Maximiliano, que continuaba encerrado en su cuarto, y le daban la comida por un tragaluz, no atreviéndose a entrar ni la señora ni Papitos, porque los aullidos que daba el infeliz eran señal de agitación insana y peligrosa. Segismundo fue el primero que penetró en la estancia, sin miedo alguno, y vio a Maxi en un rincón, hecho un ovillo, con más apariencias de imbecilidad que de furia, demudado el rostro y las ropas en desorden.
—¿Qué? —le dijo el farmacéutico inclinándose y tratando de levantarle—. ¿Se va pasando eso…? Como hace días nos quiso usted morder, cuando le quitamos el revólver, y daba mordiscos y patadas, y quería matar a todo el género humano, tuvimos que encerrarle. Justo castigo de la tontería… ¿Qué? ¿Ha perdido el uso de la palabra? Míreme de frente y no hagamos visajes, que se pone muy feíto. ¿No me conoce? Soy Ballester, y ahí tengo la vara aquella para enderezar a los niños mal criados.
—Ballester —dijo Maxi mirándole fijamente y como quien vuelve de un letargo.
—El mismo, ¿y qué…? ¿Quiere que le dé noticias del mundo? Pues prométame tener juicio.
—¿Juicio…? Ya lo tengo, ya lo tengo. ¿Pues acaso he perdido yo alguna vez ni tanto así del juicio?
—¡Quiá! Nada en gracia de Dios. ¡Usted perder el juicio! Bueno va…
—Ello es que yo he dormido, amigo Ballester —dijo Rubín con relativa serenidad levantándose—. Lo que recuerdo ahora es que yo estaba cuerdo, más cuerdo que nadie, y de repente me entró el frenesí de matar. ¿Por qué, por qué fue?
—Eso, rásquese la cabecita a ver si hace memoria… Fue porque semos muy tontos. Era usted el espejo de los filósofos, y ya iba para santo, cuando de repente le dio por comprar un revólver…
—¡Ah…! Sí —abriendo espantado lo ojos—, fue porque mi mujer me dio palabra de quererme con verdadero amor, de quererme con delirio, ¿oye usted?, como ella sabe querer.
—Bueno va. Y ahora le quiere echar la culpa a la otra pobre.
—Ella, sí, ella fue. Me arrebató… y arrebatado estoy. Tengo dentro de mí el espíritu del mal… y apenas me queda un recuerdo vago de aquel estado de virtud en que me hallaba.
—¡Qué lástima, hijo, qué lástima! Tenemos que volver a las duchas y al bromuro de sodio. Es lo mejor para echar virtud y filosofía.
—Volveré —dijo Maxi con gravedad suma—, cuando haya cumplido la promesa que a mi mujer hice. Mataré, gozaré después de aquel amor inefable, infinito, que no he catado nunca y que ella me ofreció en cambio del sacrificio que le hice de mi razón, y luego nos consagraremos ella y yo a hacer penitencia y a pedir a Dios perdón de nuestra culpa.
—¡Bonito programa, sí, señor, bonito contrato! Sólo que ya no puede realizarse, porque falta una de las partes.
—¿Qué parte?
—La que ponía el amor, ese amor tan sublime y… delirante.
Maxi no comprendía, y Ballester, decidido a darle la noticia sin rodeos ni atenuaciones, concluyó así:
—Sí, su mujer de usted ya no existe. La pobrecita se nos ha muerto hace hoy ocho días.
Y al decirlo, se conmovió extraordinariamente, velándosele la voz. Maxi prorrumpió en una risa desentonada.
—Otra vez la misma comedia, otra vez… Pero ahora, como entonces, no cuela, señor Ballester… ¿Apostamos a que con mi lógica vuelvo a descubrir dónde está? ¡Ay, Dios mío!, ya siento la lógica invadiendo mi cabeza con fuerza admirable, y el talento vuelve…, sí, me vuelve, aquí está, le siento entrar. ¡Bendito sea Dios, bendito sea!
Doña Lupe, que escuchaba este coloquio desde el pasillo, aplicando su oído a la puerta entornada, fue perdiendo el miedo al oír la voz serena de su sobrino, y abrió un poquito, dejando ver su cara inteligente y atisbadora.
—Entre usted, Doña Lupe —le dijo Segismundo—. Ya está bien. Pasó el arrebato. Pero no quiere creer que hemos perdido a su esposa. Ya; como la otra vez le engañamos… Pero él tuvo más talento que nosotros.
—Y ahora también, y ahora también —afirmó Rubín con maniática insistencia—. Empezaré al instante mis trabajos de observación y de cálculo.
—Pues no necesitará calentarse la cabeza, porque yo se lo probaré…, yo demostraré lo que he dicho. Doña Lupe, hágame el favor de traerle la ropita, porque no está bien que salga a la calle con esa facha.
—¿Pero a dónde le va usted a llevar? —alarmada.
—Déjeme usted a mí, señá ministra. Yo me entiendo. ¿Teme que le robe esta alhaja?
—Mi ropa, tía, mi ropa —dijo Maxi tan animado como en sus mejores tiempos, y sin ninguna apariencia de trastorno mental.
Por fin, se hizo lo que Ballester deseaba; Maxi se vistió y salieron. En el pasillo, Segismundo comunicó su pensamiento a Doña Lupe:
—Mire usted, señora: Yo tengo que ir al cementerio a ver la lápida que he hecho poner en la sepultura de esa pobrecita. La costeo yo; he querido darme esa satisfacción… Una lápida preciosa, con el nombre de la difunta y una corona de rosas…
—¡Corona de rosas! —exclamó la de los Pavos, que con toda su diplomacia no supo disimular un ligero acento de ironía.
—De rosas… ¿Y qué más le da a usted…? —quemándose—. ¿Acaso tiene usted que pagarla…? Yo hubiera querido hacerla de mármol; pero no hay posibles…, y es de piedra de Novelda; tributo modesto y afectuoso de una amistad pura… Era un ángel… Sí; no me vuelvo atrás, aunque usted se ría.
—No, si no me he reído. Pues no faltaba más.
—Un ángel a su manera. En fin, dejemos esto y vamos a lo otro. Como ha de influir mucho en el estado mental de este pobre chico el convencerse de que su mujer no vive, le pienso llevar… para que lo vea, señora, para que lo vea.
Aprobó Doña Lupe, y los dos farmacéuticos salieron y tomaron un simón. Por el camino iba Maxi cabizbajo, y la aproximación al cementerio le imponía, subyugando su ánimo con la gravedad que lleva en sí la idea del morir.
—Adelante, niño —le dijo su amigo cogiéndole por un brazo, y llevándole dentro del camposanto.
Atravesaron un gran patio lleno de mausoleos de más o menos lujo, después otro patio que era todo nichos; pasaron a un tercero en el cual había sepulturas abiertas, recién ocupadas, y paráronse delante de una en la cual estaban aún los albañiles, que acababan de poner una lápida y recogían las herramientas.
—Aquí es —dijo Ballester señalando la gran losa de cantería de Novelda, en cuyo extremo superior había una corona de rosas, bastante bien tallada, debajo del R. I. P. y luego un nombre y la fecha del fallecimiento—. ¿Qué dice ahí?
Maximiliano se quedó inmóvil, clavados los ojos en la lápida… ¡Bien claro lo rezaba el letrero! Y al nombre y apellido de su mujer se añadía de Rubín. Ambos callaban; pero la emoción de Maxi era más viva y difícil de dominar que la de su amigo. Y al poco rato, un llanto tranquilo, expresión de dolor verdadero y sin esperanza de remedio, brotaba de sus ojos en raudal que parecía inagotable.
—Son las lágrimas de toda mi vida —pudo decir a su amigo—, las que derramo ahora… Todas mis penas me están saliendo por los ojos.
Ballester se le llevó no sin trabajo, porque aún quería permanecer allí más tiempo y llorar sin tregua. Cuando salían del cementerio, entraba un entierro con bastante acompañamiento. Era el de D. Evaristo Feijoo. Pero los dos farmacéuticos no fijaron su atención en él. En el coche, Maximiliano, con voz sosegada y dolorida, expresó a su amigo estas ideas:
—La quise con toda mi alma. Hice de ella el objeto capital de mi vida, y ella no respondió a mis deseos. No me quería… Miremos las cosas desde lo alto: no me podía querer. Yo me equivoqué, y ella también se equivocó. No fui yo solo el engañado, ella también lo fue. Los dos nos estafamos recíprocamente. No contamos con la Naturaleza, que es la gran madre y maestra que rectifica los errores de sus hijos extraviados. Nosotros hacemos mil disparates, y la Naturaleza nos los corrige. Protestamos contra sus lecciones admirables que no entendemos, y cuando queremos que nos obedezca, nos coge y nos estrella, como el mar estrella a los que pretenden gobernarlo. Esto me lo dice mi razón, amigo Ballester, mi razón, que hoy, gracias a Dios, vuelve a iluminarme como un faro espléndido. ¿No lo ve usted…? ¿Pero no lo ve…? Porque el que sostenga ahora que estoy loco es el que lo está verdaderamente, y si alguien me lo dice en mi cara, ¡vive Cristo, por la santísima uña de Dios, que me la ha de pagar!
—Calma, calma, amigo mío —con bondad—. Nadie le contradice a usted.
—Porque yo veo ahora todos los conflictos, todos los problemas de mi vida con una claridad que no puede provenir más que de la razón… Y para que conste, yo juro ante Dios y los hombres que perdono con todo mi corazón a esa desventurada a quien quise más que a mi vida, y que me hizo tanto daño; yo la perdono, y aparto de mí toda idea rencorosa, y limpio mi espíritu de toda maleza, y no quiero tener ningún pensamiento que no sea encaminado al bien y a la virtud… El mundo acabó para mí. He sido un mártir y un loco. Que mi locura, de la que con la ayuda de Dios he sanado, se me cuente como martirio, pues mis extravíos, ¿qué han sido más que la expresión exterior de las horribles agonías de mi alma? Y para que no quede a nadie ni el menor escrúpulo respecto a mi estado de perfecta cordura, declaro que quiero a mi mujer lo mismo que el día en que la conocí; adoro en ella lo ideal, lo eterno, y la veo, no como era, sino tal y como yo la soñaba y la veía en mi alma; la veo adornada de los atributos más hermosos de la divinidad, reflejándose en ella como en un espejo; la adoro, porque no tendríamos medio de sentir el amor de Dios, si Dios no nos lo diera a conocer figurando que sus atributos se transmiten a un ser de nuestra raza. Ahora que no vive, la contemplo libre de las transformaciones que el mundo y el contacto del mal le imprimían; ahora no temo la infidelidad, que es un rozamiento con las fuerzas de la Naturaleza que pasan junto a nosotros; ahora no temo las traiciones, que son proyección de sombra por cuerpos opacos que se acercan; ahora todo es libertad, luz; desaparecieron las asquerosidades de la realidad, y vivo con mi ídolo en mi idea, y nos adoramos con pureza y santidad sublimes en el tálamo incorruptible de mi pensamiento.
—Era un ángel —murmuró Ballester, a quien, sin saber cómo, se le comunicaba algo de aquella exaltación.
—Era un ángel —gritó Maxi dándose un fuerte puñetazo en la rodilla—. ¡Y el miserable que me lo niegue o lo ponga en duda se verá conmigo…!
—¡Y conmigo! —repitió Segismundo, con igual calor—. ¡Lástima de mujer…! ¡Si viviera!
—No, amigo, vivir no. La vida es una pesadilla… Más la quiero muerta…
—Y yo también —dijo Ballester, cayendo en la cuenta de que no debía contrariarle—. La amaremos los dos como se ama a los ángeles. ¡Dichosos los que se consuelan así!
—¡Dichosos mil veces, amigo mío! —exclamó Rubín con entusiasmo—, los que han llegado, como yo, a este grado de serenidad en el pensamiento. Usted está aún atado a las sinrazones de la vida; yo me liberté, y vivo en la pura idea. Felicíteme usted, amigo de mi alma, y deme un gran abrazo, así, así, más apretado; más, más, porque me siento muy feliz, muy feliz.
Al entrar en su casa lo primero que dijo a Doña Lupe fue esto:
—Tía de mi alma, yo me quiero retirar del mundo, y entrar en un convento donde pueda vivir a solas con mis ideas.
Vio el cielo abierto la de Jáuregui al oírle expresarse de este modo, y respondió:
—¡Ay, hijo mío, si ya te tenía yo dispuesta tu entrada en un monasterio muy retirado y hermoso que hay aquí, cerca de Madrid! Verás qué ricamente vas a estar. Hay en él unos señores monjes muy simpáticos que no hacen más que pensar en Dios y en las cosas divinas. ¡Cuánto me alegro de que hayas tomado esa determinación! Anticipándome a tu deseo, te estaba yo preparando la ropa que has de llevar.
Apoyó Ballester la idea que a su amigo le había entrado, y todo el día estuvo hablándole de lo mismo, temeroso de que se desdijera; y para aprovechar aquella buena disposición, al día siguiente tempranito, él mismo le llevó en un coche al sosegado retiro que le preparaban. Maxi iba contentísimo y no hizo ninguna resistencia. Pero al llegar, decía en alta voz como si hablara con un ser invisible:
«¡Si creerán estos tontos que me engañan! Esto es Leganés. Lo acepto, lo acepto y me callo, en prueba de la sumisión absoluta de mi voluntad a lo que el mundo quiera hacer de mi persona. No encerrarán entre murallas mi pensamiento. Resido en las estrellas. Pongan al llamado Maximiliano Rubín en un palacio o en un muladar… lo mismo da».
FIN DE LA NOVELA
Madrid, junio de 1887.