IV

VIDA NUEVA

1

El 4 del mes de enero, Fortunata sintió un campanillazo y salió a abrir, mirando antes por el ventanillo, cubierto de una chapa de hierro con agujeros (estilo primitivo). Era Estupiñá, que miraba a los tales agujeritos del modo más autoritario. Abrió la joven, y el gran Plácido, con gesto displicente, las cejas algo fruncidas, mostrando en una mano el bastón cuyo puño era una cabeza de cotorra (regalo que le trajeron de Sevilla los señoritos de Santa Cruz), alargó con la otra un papel que tenía un sello.

—El recibo del mes —dijo en tono de déspota asiático que dicta una orden de pena de muerte.

—Pase, D. Plácido —sonriendo con gracia—. Tengo que hablarle.

—Yo no paso. Vengan los cuartos. No tengo ganas de conversación.

Decir aquel hombre que no tenía ganas de conversación era como si el mar dijese que no tiene agua. Pero el tesón podía en él más que el liviano apetito.

—¡Jesús, qué mal genio ha echado este hombre! Si le voy a dar la guita. No tendrá usted mejores inquilinas que nosotras.

—Sí… Buenas jaquecas me ha dado la Segunda. No… Yo no paso; no sea majadera.

—Quiero que vea usted cómo está la casa, para que se convenza de que aquí no pueden vivir cristianos.

—Pues mudarse.

—Pero, hijo, ¡qué tiranístico se ha vuelto! No he visto casero más malo… Pero ¿ni siquiera me blanqueará la cocina, que parece una carbonería? ¡Y hay cada agujero!… Yo no puedo vivir entre tanta suciedad. ¿Sabe lo que le digo? Que si no quiere usted hacer las obras, las haré yo por mi cuenta… ¡Vaya!

—Eso es otra cosa. Siempre que sea bajo mi vigilancia y…

—Pase, pase y verá…

Al fin Plácido se dignó entrar por el pasillo adelante. Fue a la cocina, echó un vistazo a la alcoba interior que estaba llena de grietas…

—No se pueden hacer obras cada vez que lo pide un inquilino, porque sería el cuento de nunca acabar. Mañana, si a mano viene, se mudan ustedes, y el que tome el cuarto, como vea la cal fresca, pide más obras. No podemos. El mes pasado me gasté más de veinte mil reales en reparaciones. Conque, despácheme, que tengo prisa.

—Pero ¿se ha vuelto usted cohete? Siéntese un momento. Dígame una cosa…

—No tengo que decir cosas. Que me voy…

—¡Ay qué pólvora de hombre! Mire que así va a vivir poco.

—Mejor. Bastante he vivido ya.

—Siéntese. En seguidita le doy el dinero. Pero dígame una cosa que quiero saber. ¿De quién es ahora esta casa?

—Eso a usted no le importa. ¿Cree que estoy yo para perder el tiempo? La casa es de su amo. Le repito que no tengo ganas de conversación. ¿Es que quiere usted comprar la finca? Vamos; al avío… Ya sabe que soy hombre de pocas palabras.

—¿De pocas? ¡Digo… pues si lo fuera de muchas!… Si usted el día que nació estaba charlando por siete. Dígame… ¿De quién es la casa?

—De su amo. Conque… Bastante hemos hablado… Y, finalmente, la finca es magnífica; está tasada en treinta y cinco mil duros. Sólo el pedernal de los cimientos y la berroqueña de la escalera valen un dineral. ¿Pues y las paredes? El otro día, al abrir un hueco, los albañiles no le podían meter el pico, Nada, que talmente se rompen las herramientas en este ladrillo recocho que parece un diamante… Pues para concluir… no tengo ganas de conversación. Cuando se abrió el testamento del señor D. Manuel Moreno-Isla, que en gloria esté, testamento hecho tres años ha, se encontró que dejaba esta casa y el solar de la calle de Relatores a Doña Guillermina Pacheco, su tía… La señora ha hipotecado ambas fincas para acabar el asilo, y por eso verá usted que éste va echando chispas. Lo acabarán este año… Conque…

Extendió la mano, y con la otra mostraba el bastón, como si fuera un bastón de autoridad.

—¡Doña Guillermina mi casera! —dijo Fortunata, pensativa, entregando el dinero—. Pues a ella le voy a pedir que me haga las obras. Es amiga mía.

—¡Qué ha de ser amiga de usted… qué ha de ser! —replicó Estupiñá con sarcasmo—. Y si quiere usted verla furiosa, háblele de obras que no sean las del asilo. Adiós; que haya salud… ¡Ah!, me olvidaba: cuidado con los tiestos de la ventana. Como yo vea rezumos de agua, la echo a usted; cuente que la echo… ¡María Santísima, y cuánta planta tiene usted aquí! Es un jardín… Me parece mucho peso… ¡Qué vistas tan hermosas! Mal año ha sido éste para los puestos de Navidad. Están los pobres vendedores que trinan. Ya se ve… Con tanta agua… Y hoy me parece que tenemos nieve. En toda mi vida no he visto un invierno tan frío como éste. ¿Sabe usted que se murió el sordo, el del puesto de carne? Anoche… De repente. Yo le vi tan bueno y tan sano anteayer, y… ¡qué vida esta!… En fin, voy a ver si les saco algo a los del segundo de la izquierda. Me deben cinco meses. ¡Ay qué gente! Si la señora me dejara, ya les habría puesto los trastos en la calle; pero mi ama es así, no quiere desahucios. «Por Dios Plácido, no les eches… Los pobrecitos ya pagarán; es que no pueden». «Pero señora, con que me dieran lo que gastan en aguardiente y lo que se dejan en la pastelería de Botín…». Total, que con caseras como la mía, estos bribones de inquilinos están como quieren.

Tanto charló aquel hombre, que Fortunata, después de haberle rogado para que entrara, le tuvo que echar con buen modo:

—Pero D. Plácido, mire que se le va a hacer tarde…

—¡Ah, sí!… ¡La culpa la tiene usted que es lo más habladora!… Abur, abur…

Fortunata no salía nunca a la calle. Ella misma se arreglaba su comida, y Segunda, que tenía puesto en la plazuela, le traía la compra.

En los días que siguieron a la primera visita del administrador de la casa, no pudo la prójima apartar de su pensamiento a la que por tan breve espacio de tiempo fue su amiga. «¡Quién le había de decir a ella y quién me había de decir que viviría en su casa! ¡Qué vueltas da el mundo! En aquellos días, ni a mí se me pasaba por la cabeza venirme aquí, ni esta casa era tampoco de ella. Y cuando D. Plácido le cuente que soy su inquilina, ¿qué dirá? ¿Se pondrá furiosa y querrá echarme a la calle? Tal vez no, tal vez no…». Cuando esta idea u otra semejante le refrescaba el recuerdo de la inaudita escena y altercado en el gabinete de la santa, sentía la pobre mujer que la conciencia se le alborotaba, y no podía aplacarla ni aun arguyéndose que la otra la había provocado. «Me cegué, no supe lo que hice. De veras digo que si tuviera ocasión, le habría de decir a Doña Guillermina que me perdonara».

La soledad en que vivía, favoreciendo en ella esta resurrección mental de lo pasado, inspirábale juicios muy claros de sus acciones y sentimientos. Todo lo veía entonces transparentado por la luz de la razón, a la distancia que permite apreciar bien el tamaño y forma de los objetos, así como la paz del claustro permite a los fugitivos del mundo ver los errores y maldades que cometieron en él. «¿Y a Jacinta, le pediría yo perdón?» se preguntaba sin acertar con la respuesta. Tan pronto se le ocurría que sí como que no. La Delfina la había ofendido y ultrajado, cuando ella no hacía más que contarle a la santa sus penas y el conflicto en que estaba. Por fin, a fuerza de meditar en ello, amasando sus ideas con la tristeza que destilaba su alma, empezó a prevalecer la afirmativa. Cierto que debía pedirle perdón por el intento que tuvo de arañarle la cara, ¡qué barbaridad!, y por las palabras que se dejó decir. Mas para que esta idea triunfase por completo, faltaba aclarar el siguiente punto:

¿Había faltado Jacinta con el señor de Moreno? Porque si había faltado, allá se iba la una con la otra, y tan buena era Juana como Petra. Nunca pudo la señora de Rubín llegar en sus cavilaciones a una solución terminante en este punto oscurísimo. Ya afirmaba la culpabilidad de la mona del Padre Eterno, ya la negaba. «Daría yo cualquier cosa —exclamaba invocando al cielo—, por saber esa verdad que ahora no saben más que Dios y ella, pues el tercero que la sabía se ha muerto. Lo sabrá también el confesor de Jacinta, si es que lo ha confesado. Pero nadie más, nadie más. Pues no sé qué daría yo por salir de la duda. Esta curiosidad me quema la sangre… Flojilla diferencia va de una cosa a otra… Si pecó, todo varía en mí, y no me rebajo yo a pedirle perdón; pero si no faltó…, ¡ay!, la dichosa mona me tiene debajo de su pie como tiene San Miguel al diablo».

De aquí pasaba a otro eslabón de ideas: «Y ahora estamos las dos de un color. A ninguna de las dos nos quiere. Estamos lucidas… Ambas nos podríamos consolar… porque, en mi terreno, yo soy también virtuosa, quiere decirse que yo no le he faltado con nadie; y si ella se hace cargo de esto, bien podría venir a mí, y entre las dos buscaríamos a la pindongona que nos le entretiene ahora, y la pondríamos que no habría por donde cogerla… Vamos a ver, ¿por qué Jacinta y yo, ahora que estamos iguales, no habíamos de tratarnos? Por más que digan, yo me he afinado algo. Cuando pongo cuidado digo muy pocos disparates. Como no se me suba la mostaza a la nariz, no suelto ninguna palabra fea. Las señoras Micaelas me desbastaron, y mi marido y Doña Lupe me pasaron la piedra pómez, sacándome un poco de lustre. ¿Por qué no nos habíamos de tratar, olvidando aquellas bromas que nos dijimos?… Esto en el caso de que sea honrada, porque si no, no me rebajo. Cada una tiene su aquél de honradez».

Pasaba sin pensarlo a otro eslabón. «Pero ella no querrá… Tiene mucho orgullo y mucho tupé, mayormente ahora que se la comerá la envidia. ¡Ah!, que no me venga ahora hablando de sus derechos… ¿Qué derechos ni qué pamplinas? Esto que yo tengo aquí entre mí, no es humo, no. ¡Qué contenta estoy!… El día en que ésa lo sepa, va a rabiar tanto, que se va a morir del berrinchín. Dirá que es mujer legítima… ¡Humo! Todo queda reducido a unos cuantos latines que le echó el cura, y a la ceremonia, que no vale nada… Esto que yo tengo, señora mía, es algo más que latines; fastídiese usted… Los curas y los abogados, ¡mala peste cargue con ellos!, dirán que esto no vale… Yo digo que sí vale; es mi idea. Cuando lo natural habla, los hombres se tienen que callar la boca».

Y su convicción era tan profunda, que de ella tomaba fuerza para soportar aquella vida solitaria y tristísima.

2

Una mañana, al levantarse, vio que había caído durante la noche una gran nevada. El espectáculo que ofrecía la plaza era precioso; los techos enteramente blancos; todas las líneas horizontales de la arquitectura y el herraje de los balcones perfilados con purísimas líneas de nieve; los árboles ostentando cuajarones que parecían de algodón, y el Rey Felipe III con pelliza de armiño y gorro de dormir. Después de arreglarse volvió a mirar la plaza, entretenida en ver cómo se deshacía el mágico encanto de la nieve; cómo se abrían surcos en la blancura de los techos; cómo se sacudían los pinos su desusada vestimenta; cómo, en fin, en el cuerpo del Rey y en el del caballo, se desleían los copos y chorreaba la humedad por el bronce abajo. El suelo, a la mañana tan puro y albo, era ya al mediodía charca cenagosa, en la cual chapoteaban los barrenderos y mangueros municipales, disolviendo la nieve con los chorros de agua y revolviéndola con el fango para echarlo todo a la alcantarilla. Divertido era este espectáculo, sobre todo cuando restallaban los airosos surtidores de las mangas de riego, y los chicos se lanzaban a la faena, armados con tremendas escobas. Miraba esto Fortunata, cuando de repente…, ¡ay, Dios mío!, vio a su marido; era él, Maximiliano, que entraba en la plaza por el arco del 7 de julio, y tuvo que retroceder saltando más que de prisa, porque el chorro de agua le cortó el paso. Instintivamente se quitó la joven de su ventana; pero después se volvió a asomar, diciéndose: «Si aquí no puede verme… Lo que menos piensa él es que está tan cerca de mí… Vamos; da la vuelta… Se ha metido por los soportales. Sin duda va al café de Gallo a reunirse con su hermano, la otra cabeza de campanario. ¿Pero cómo es que le dejan salir solo? ¿Se habrá puesto bueno? ¿Estará mejor? ¡Pobre chico!…».

Y no se volvió a acordar más de él hasta la noche, cuando estaba acostada, sola en la casa, pues su tía no había entrado aún.

«Es una barbaridad que le dejen salir solo a la calle. El mejor día hace cualquier desavío y da un disgusto… Pues ahora que le he visto suelto, voy a tener miedo, y me pondré a discurrir si se meterá aquí el mejor día… La suerte es que no sabrá dónde estoy; buen cuidado tengo yo de que no lo sepa. ¿Pero quién está segura de ningún secreto en estos tiempos? A lo mejor, cualquier chusco se lo canta y ya tenemos jaqueca para rato… ¡Como no le dé por venir a matarme!… Eso tendrá que ver. Pero muy descuidada habría de cogerme, porque le deshago yo de un par de porrazos… Pero ¿y si entra, se esconde, me acecha, y ¡pim!, me pega un tiro?… No; yo tengo que estar con mucho cuidado. Ni a Cristo le abro yo la puerta. Y voy a decirle a mi tía que necesito tomar una criada. Una chiquilla modosa y dispuestilla, así como Papitos, me vendría muy bien. ¡Sola todo el día en esta jaula!… ¡Ah! Gracias a Dios, ya siento el llavín de mi tía, que entra. ¿Será ella o será alguno que le ha quitado el llavín y viene a matarme?…».

—Tía, tía, ¿es usted?

—Yo soy, ¿qué se te ocurre?…

—Nada; ya estoy tranquila. Es que me da mucho miedo de estar sola, y me parece que entran ladrones, asesinos y qué sé yo…

Ninguna noche conciliaba el sueño antes de que diera las doce el reloj de la Casa-Panadería. Oía claramente algunas campanadas; después el sonido se apagaba alejándose, como si se balanceara en la atmósfera, para volver luego y estrellarse en los cristales de la ventana. En el estado incierto del crepúsculo cerebral, imaginaba Fortunata que el viento venía a la plaza a jugar con la hora. Cuando el reloj empezaba a darla, el viento la cogía en sus brazos y se la llevaba lejos, muy lejos… Después volvía para acá, describiendo una onda grandísima, y retumbaba, ¡plam!, tan fuerte como si el sonoro metal estuviera dentro de la casa. El viento pasaba con la hora en brazos por encima de la Plaza Mayor y se iba hasta Palacio, y aún más allá, cual si fuera mostrando la hora por toda la Villa y diciendo a sus habitantes: «Aquí tenéis las doce, tan guapas». Y luego tornaba para acá, ¡plam!… ¡Ay, era la última! El viento entonces se largaba refunfuñando. Otras noches se entretenía la joven discurriendo que la hora de la Puerta del Sol y la hora de la Panadería se enzarzaban. Empezaba ésta, y le respondía la otra. De tal modo se confundían los toques, que no conociera aquella hora ni la misma noche que la inventó. Las doce de acá y las doce de allá eran una disputa o guirigay de campanadas. «Vamos, que también se oye la Merced… Tantísima hora, tantísima hora, y no sabe una si son las doce o qué…».

Para tener compañía y servicio, tomó por criada a una niña, hija de una de las placeras amigas de Segunda. Llamábase Encarnación y parecía muy formalita. Su ama le leyó la cartilla el primer día, diciéndole:

—Mira, si algún sujeto que tú no conoces, por ejemplo, un señorito flaco, de mal color, así un poco alborotado, te pregunta en la calle si vivo yo aquí, dices que no. No abras nunca la puerta a ninguna persona que no sea de casa. Llaman, miras, y vienes y me dices: «Señorita, es un hombre o una mujer de éstas y estas señas». Conque fíjate bien en lo que te mando. Tu tía te habrá hecho la misma recomendación. Si no nos obedeces, ¿sabes lo que hacemos? Pues cogerte y mandarte a la cárcel. Y no creas que te van a sacar: allí te estarás lo menos, lo menos, tres años y medio.

La chica cumplía estas órdenes al pie de la letra. Un domingo llamaron.

—Señorita, ahí está un hombre con barbas largas, muy aseñorado… y tiene la voz así, como respetosa.

Miró Fortunata por los agujeros de la chapa. Era Ballester.

—Dile que pase.

Se alegraba de verle para saber lo que ocurría en la familia, y para que le contara por qué demonios andaba suelto Maxi por esas calles.

De tan gozoso, estaba turbado el bueno del farmacéutico. Venía vestido con los trapitos de cristianar, peinado en la peluquería, con una raya muy bien sacada desde la frente a la nuca, y las mechas negras chorreando olorosa grasa, las botas nuevas y sombrero de copa muy lustroso.

—¡Qué deseos tenía de verla a usted!… No me atrevía a venir… Pero Doña Lupe me ha instado tanto para que venga, que al fin… No, no, no tema que Maximiliano descubra dónde usted está. Hay mucho cuidado para que no se entere de nada. Y eso que ahora, si viera usted, ha recobrado la razón; parece que está juiciosísimo; habla de todo con tino, y no hace ningún disparate.

Fortunata estaba algo cohibida, pues a pesar de la convicción de que hacía gala con respecto a ciertas legitimidades, le daba vergüenza de no poder disimular ya su estado ante un amigo de la familia de Rubín. Se puso muy colorada cuando Segismundo le dijo esto:

—Doña Lupe me ha dado un recadito para usted. Me ha encargado decirle si quiere que le avise a D. Francisco de Quevedo… Es hombre que sabe su obligación; muy cuidadoso y muy hábil…

—No sé, veremos… Lo pensaré… Todavía… —balbució ella cortadísima, bajando los ojos.

—¿Cómo todavía? Me ha dicho Doña Lupe que será en marzo. Estamos a 20 de febrero. No, no se descuide usted… que a lo mejor podría verse sorprendida… Estas cosas deben prepararse con tiempo.

Tomando una actitud galante, añadió:

—Porque yo me intereso vivamente por usted en todas las circunstancias, en todas absolutamente. Soy el mismo Segismundo de siempre y cuando usted necesite de un amigo leal y callado, acuérdese de mí…

Y elevando el tono casi hasta lo patético, saltó de repente con esto:

—No me vuelvo atrás de nada de lo que he dicho a usted en otras ocasiones.

Como ella aparentase no interesarse en este giro de la conversación, volvió Ballester a tomar el tono fraternal de esta manera.

—Me voy a permitir hablar a Quevedo. Debemos estar prevenidos… Le diré que venga a ver a usted… Es persona de confianza, y ya sabe él que no tiene que decir nada al amigo Rubín.

Lo que tenía a Fortunata muy sorprendida y maravillada era el interés que mostraba hacia ella, según le dijo el regente, la viuda de Jáuregui.

—Yo no sé lo que es, amiga mía; pero la ministra, de unos días a esta parte me ha preguntado como unas seis veces si la había visto a usted… «Yo no voy —me dijo—; pero hay que mirar algo por ella, y no abandonarla como a un perro». Por esto me decidí a venir, y ahora me alegro, porque veo que usted me ha recibido, y que continuaremos siendo buenos amigos. Quedamos en que vendrá Quevedo. Sí; preparémonos, porque estas cosas unas veces se presentan bien y otras mal. No le faltará a usted nada. ¡Qué caramba! Hay que afrontar las situaciones, y… ¡Oh! ¡Qué cabeza ésta! ¿Pues no se me olvidaba lo mejor? —metiéndose la mano en el bolsillo—. La ministra me ha dado para usted este paquetito de dinero. Por fuera está escrita la cantidad: mil doscientos cincuenta y dos reales. Debe de ser lo que le corresponde a usted por réditos de algún dinero. Para concluir: siempre que se le ofrezca a usted alguna cosa, sea del orden que fuese, piensa usted un rato, y dice: «¿A quién acudiré yo?, pues a ese tarambana de Segismundo». Con mandarme un recadito… Aunque yo cuidaré de venir algún domingo o los ratos que tenga libres, porque ahora, como estoy solo con Padilla, dispongo de muy poquito tiempo. Si pudiera, vendría mañana y tarde todos los días, contando con su permiso. Pero en este pícaro mundo, se llega hasta donde se puede, y el que, impulsado por el querer, va más allá del poder, cae y se estrella.

Repitió sus ofrecimientos y se fue, dejando a Fortunata la impresión de que no estaba tan sola como creía, y de que el tal Segismundo era, en medio de sus tonterías y extravagancias, un corazón generoso y leal. Mucho le extrañaba a la infeliz joven que Aurora no hubiese ido a verla, y sintió que se le olvidara, durante la visita del regente, preguntar a éste por las Samaniegas. Pero ya se lo preguntaría cuando volviese.

Con el cambio de vida y domicilio, reanudó la señora de Rubín algunas relaciones de familia que estaban absolutamente quebrantadas, siendo de notar entre ellas la de José Izquierdo, que, empezando por ir a cenar con su hermana y sobrina algunas noches, acabó, conforme a su genial parasitario, por estar allí todo el tiempo que tenía libre. Fortunata encontró a su tío transfigurado moralmente, con un reposo espiritual que nunca viera en él, suelto de palabra, curado de su loca ambición y de aquel negro pesimismo que le hacía renegar de su suerte a cada instante. El bueno de Platón, encontrando al fin el descanso de su vida vagabunda, se había sentado en una piedra del camino, a la sombra de frondoso árbol cargado de fruto (valga la figura) sin que nadie le disputase el hartarse de ella. No existía por aquel entonces en Madrid un modelo mejor, y los pintores se lo disputaban. Veíase Izquierdo acosado, requerido; recibía esquelas y recados a toda hora, y le desconsolaba el no tener tres o cuatro cuerpos para servir con ellos al arte. Ni había oficio en el mundo que más le cuadrase, porque aquello no era trabajar ¡qué demonio!, era retratarse, y el que trabajaba era el pintor, poniendo en él sus cinco sentidos y mirándole como se mira a una novia. En aquellos días de febrero del 76, como se pusiera a hablar con su hermana y sobrina de las muchas obras que traía entre manos, no acababa. En tal estudio hacía de Pae Eterno, en el momento de estar fabricando la luz; en otro de Rey D. Jaime, a caballo, entrando en Valencia. Allí de Nabucodonosor andando a cuatro patas; aquí de un tío en pelota que le llaman Eneas, con su padre a la pela. «Pero lo mejor que estamos pintando ahora, y que lo vamos sacando de lo fino… es aquel paso de Hernán-Cortés cuando manda dar fuego a las judías naves…». Ganaba mi hombre todo lo que necesitaba, y era venturoso, y la sujeción del día la compensaba con las largas expansiones de charla y copas que se daba de noche en algún café, convidando a los amigos. A su sobrina le prestaba servicios, haciéndole cuantos encargos eran compatibles con sus tareas artísticas. Solía ella enviarle con algún mensaje a casa de su costurera, o se valía de él para recados y compras. Más de una vez le mandó a la gran tienda de Samaniego por tela o encajes para el ajuar que estaba haciendo; pero siempre le encargaba que no la descubriese allí, pues ya que Aurora no había ido a verla, lo que propiamente era una falta de educación, y hablando mal y pronto, una cochinada, no quería ella tampoco aparentar que solicitaba su amistad; y si razones tenía la Samaniega para retraerse, también ella las tenía para no rebajarse. «A fina me ganará; pero a orgullosa no».