OTRA RESTAURACIÓN
1
Las personas muy rutinarias y ordenadas que se acostumbran a las dulzuras tranquilas del método en la vida, concluyen, abusando en cierto modo de la regularidad, por someter al casillero del tiempo, no sólo las ocupaciones, sino los actos y funciones del espíritu y aun del cuerpo que parecen más rebeldes al régimen de las horas. Así, pues, la gran Doña Lupe, cuya existencia era muy semejante a la de un reloj con alma, había distribuido tan bien el tiempo, que hasta para pensar en cualquier asunto de interés que sobreviniese, tenía marcada una parte del día y un determinado sitio. Cuando era preciso meditar, por el picor de una de esas ideas, hermanas del abejorro, que se plantan en el cerebro y no hay medio de sacudirlas, o Doña Lupe no meditaba, o tenía que hacerlo sentada en la silleta junto a la ventana de la sala, los anteojos en el caballete de la nariz, la cesta de la ropa delante y el gato muy repantigado en un extremo de la alfombrita. La meditación era mucho más honda y eficaz si la señora tenía metida toda la mano izquierda, hasta más arriba de la muñeca, dentro de una media, y si las claraboyas de ésta eran bastante anchas para poder tener sobre ellas enrejados como los de una cárcel. Tal era la fuerza del método, que Doña Lupe no pensaba a gusto sino allí, así como para hacer sus cálculos aritméticos el mejor momento era cuando descascaraba los guisantes en la cocina (en tiempo de guisantes), o cuando ponía los garbanzos de remojo. La costumbre obraba estos prodigios, y lo mismo era ver la señora los garbanzos y poner su mano en ellos, que se le llenaba el cerebro de números y veía claro en sus negocios, si le convenía o no tal préstamo, si debía quedarse o no con tal o cual alhaja. Al levantarse, por la mañana temprano, preveía todos los sucesos y acciones del día que empezaba, y se preparaba para ellos con una evocación mental de su energía, y con la distribución metódica de las horas para todo lo previsto y probable. Era esto como si se diera cuerda, acumulando en sí la fuerza inteligente que necesitaba.
Todas estas rutinas del pensamiento y de la acción fueron perturbadas por la mudanza de casa, que se efectuó en diciembre del 74, y no hay que decir cuán gran sacrificio fue para Doña Lupe este cambio. Era de esas personas que aborrecen lo desconocido y que se encariñan con el rincón en que viven. Mover los trastos era para ella algo semejante a incendio o demolición; pero no había más remedio que dar el salto del Norte al Sur de Madrid, pues teniendo Maximiliano que pasar la mayor parte del tiempo en la botica de Samaniego, era una falta de caridad hacerle recorrer dos veces al día los tres cuartos de legua que separan el barrio de Chamberí del de Lavapiés. Cargó, pues, la señora de Jáuregui con sus penates, y se instaló en un segundo de la calle del Ave María. Habríale gustado vivir en la misma casa de la botica; pero no había allí ningún cuarto con papeles. Eligió un segundo de la finca inmediata, y sus balcones caían al lado de los de su amiga Casta Moreno, viuda de Samaniego. Los primeros días extrañaba la casa, teniéndola por peor que la otra; mas pronto hubo de reconocer que era mucho mejor, más espaciosa y bella, y en cuanto a los barrios, lo que la señora había perdido en tranquilidad ganábalo en animación. Poco a poco se fue adaptando a su nuevo domicilio, y cuando la sorprende de nuevo nuestro relato, sentada junto a la ventana y recapacitando, con la mano dentro de la media, en una fecha que debe caer allá por marzo del 75, ya no se acordaba de la vivienda de Chamberí en que la conocimos.
La meditación y el zurcido no le impedían mirar de vez en cuando a la calle, y la del Ave María es mucho más pasajera que la de Raimundo Lulio. En una de aquellas miradas casi maquinales que la viuda echaba hacia afuera, como para poner solución de continuidad al temeroso problema que tenía entre ceja y ceja, vio pasar a una persona que le retuvo un instante la atención. Era Guillermina Pacheco. «Parece que la santa frecuenta ahora estos barrios —murmuró Doña Lupe, alargando la cabeza para observarla por la calle abajo—. Ya la he visto pasar cuatro o cinco veces a distintas horas. Verdad que para ella no hay distancias… Ahora que recuerdo, me ha dicho Casta que es pariente suya, y he de preguntarle…».
La fundadora inspiraba a Doña Lupe grandes simpatías. De tanto verla pasar por la calle de Raimundo Lulio, camino del asilo de la de Alburquerque, llegó a imaginar que la trataba. Siempre que había función pública en la capilla del asilo, iba Doña Lupe, deseosa de introducirse y de hacer migas con la santa. Admirábala mucho, no exclusivamente por sus santidades, sino más bien por aquel desprecio del mundo, por su actividad varonil y la grandeza de su carácter. Quizás la señora de Jáuregui creía sentir también en su alma algo de aquella levadura autocrática, de aquella iniciativa ardiente y de aquel poder organizador, y esta especie de parentesco espiritual era quizás lo que le infundía mayores ganas de tratarla íntimamente. Sólo le había hablado una o dos veces en las funciones del asilo, así como por entrometimiento y oficiosidad, y cuando en dichas fiestas veíala rodeada de damas «de la grandeza» y de señoronas ricas, que tenían el coche a la puerta, Doña Lupe habría dado el único pecho que poseía por meter las narices entre aquella gente, codearse con ellas y mangonear en los petitorios. Porque ella tenía la vanidad, muy bien fundada por cierto, de no desmerecer de las tales señoras en punto a buena crianza y modales. Harto sabía, además, que no todas habían nacido en doradas cunas, y que la finura es lo que constituye la verdadera aristocracia en estos tiempos liberales. No había razón para que ella, que sabía presentarse como la primera, dejase de alternar con las damas que seguían a Guillermina cual las ovejas siguen al pastor… A mayor abundamiento, en lo tocante a ropa estaba a la sazón la viuda de Jáuregui en excelentes condiciones. Con su talento y su economía se había agenciado un abrigo de terciopelo, con pieles, que la más pintada no lo usara mejor. Y le había salido por poco más de nada, atendido lo que generalmente cuestan estas piezas… Le estaban arreglando una capota, que…, vamos; el día que la estrenara había de llamar la atención… Estas reflexiones fueron como un inciso en lo que aquella tarde pensaba la señora, inciso que se abrió al ver pasar a Guillermina, cerrándose cuando la virgen y fundadora desapareció por la calle abajo.
Vuelta a la meditación, tomando el hilo de ella en el mismo punto en que lo había soltado… «Y aunque el señor de Feijoo lo niegue hoy, es tan verdad que me rondaba la calle al año de perder a mi Jáuregui…, tan verdad como que nos hemos de morir. Y si no, ¿qué hacía plantado en aquella dichosa esquina de la calle de Tintoreros? Esto fue poco antes de la guerra de África, bien me acuerdo; y si el tal no se va a matar moros, sabe Dios si… Pero esto no hace al caso, y vamos a lo otro. Que es un caballero decentísimo, no tiene la menor duda. Jáuregui le apreciaba mucho, y me decía que no tenía más contra que ser muy mujeriego… Fuera de esto, hombre de veracidad, con una palabra como los Evangelios, y cosa que él decía poniéndose formal era como si la escribieran notarios… Con todo, ¡lo que me ha venido contando estos días me parece tan extraño!… Que está arrepentida, que él la ha tomado bajo su protección… Se la encontró en casa de unos vecinos, y le dio lástima, y qué sé yo qué… Por más que diga ese santo varón, tales arrepentimientos me parecen a mí las coplas de Calaínos… Y si por acaso… Quita, quita, pensamiento y no me tientes con una sospecha, que parece tan verosímil… El mismo Feijoo quizá…, puede…, habrá tenido…, y ahora… Sobre esto quiero echar tierra, porque me volvería loca. La verdad es que el pobre señor ha dado un bajón tremendo y no debe de haber estado para morisquetas de algunos meses acá. ¡Si será cierto lo que dice!… ¡Caridad, lástima, arrepentimiento…, necesidad de transigir, decoro, reconciliación!…».
Otro inciso. Miró a la calle y vio por segunda vez a Guillermina que subía. «¿Pero qué trae en la mano?, un palo y un garfio de hierro. ¡Vaya con la santa esta! Algo que le han dado. Dicen que lo acepta todo. Véase por dónde yo le podría ayudar a su obra, dándole media docena de llaves viejas que tengo aquí. Aquella tabla que lleva parece una plantilla… Toma, como que vendrá del almacén de maderas de la calle de Valencia. Vaya unos trajines… Vea usted una cosa que a mí me gustaría, edificar un establecimiento, pidiéndole dinero al Verbo… Lo haría yo tan grande como el Escorial…».
Cerrado el inciso, y otra vez al tema: «¡Vaya con lo que me ha dicho esta mañana Nicolás: que Feijoo es el primer caballero de Madrid y que le ha prometido una canonjía! Si se la dan, ya no me queda nada que ver. Yo me alegraría, para quitarme esa carga de encima; pero ¡qué tiempos y qué Gobiernos! ¡Ah!, si yo gobernara, si yo fuera ministra, ¡qué derechitos andarían todos! Si esta gente no sabe…, si salta a la vista que no sabe. ¡Dar una canonjía a un clérigo joven, que entra en su casa a la una de la noche y pasa el tiempo charlando en el café con los curas de caballería que andan por ahí sueltos y sin licencias! Pero en fin, allá te la dé Dios, y si pescas el turrón, hijo, buen provecho, y escribe en llegando, y no parezcas más por aquí, egoistón, tragaldabas… Pues digo, el otro, el Juanito Pablo, desde que tiene empleo no pone los pies en casa. ¡Si comparado con sus hermanos, Maximiliano es un ángel de Dios y un talentazo!… Voy a lo que me decía Nicolás esta mañana… Que D. Evaristo es un cristiano rancio, y que cuando le administraron, recibió al Señor con una edificación y una santidad tan grandes, que todos los concurrentes al acto lloraban a moco y baba. Vaya, no sería para tanto… Exageración. En estas cosas de santidad hay que llamar al tío Paco para que traiga la rebaja. Pero en fin, pongamos que sea así, ¿y qué? Ahora lo que falta saber es si con toda esa cristiandad nos querrá dar gato por liebre… ¡Lástima, arrepentimiento!… Dios mío, o dame una luz clara sobre esto, o quítame esta grillera de mi cabeza. Yo me vuelvo loca… Y no sé por qué me devano los sesos, porque en rigor, ¿a mí qué me va ni me viene? Si Maximiliano quiere humillarse después de las atrocidades que pasaron, yo no debo meterme… Pero sí, sí me meteré. ¿Cómo consentir tal afrenta? La muy bribona… ¡Imaginar que su marido puede perdonarla después de la trastada indecente que le hizo, después que el querindango atropelló a este infeliz abusando de su fuerza!… ¡Qué infamia! Si yo no hubiera estado un mes seguido trasteando a este chico para quitarle de la cabeza la idea de la venganza…, no sé qué catástrofes habrían sucedido. Quería pegarle un tiro al otro, y hasta se le ocurrió hacer un cartucho de dinamita para ponérselo en la puerta de su casa. Delirios… Lo mejor es el desprecio… A estos badulaques se les desprecia… Bueno está mi sobrino para meterse en lances, él que se asusta de entrar en un cuarto sin luz. ¡Pobrecillo Maxi! ¡Tiene un corazón de oro, y ahora que está tan dado a estudiar lo del otro mundo, se le ocurren unas cosas!… ¡Vaya con lo que me decía anoche! “Tía de mi alma, a fuerza de pensar y padecer, he llegado a desprenderme de todas las pasiones, y a no sentir en mí ni odio ni venganza”. Dice que la perdona cristianamente, por esto y lo otro y qué sé yo qué… Pero en cuanto a hacer vida común, ni que se lo mande el Papa. Y a renglón seguido me marea para que la vaya a ver. “Tía, visítela usted, entérese… Sondéela, a ver cómo se presenta. Puede que sea verdad lo que dice D. Evaristo…”. Todas las noches la misma canción. Al fin, si se pone muy pesadito, no tendré más remedio que ir. Y no es flojo el paseo que tengo que dar, de aquí a Puerta de Moros…».
2
Un lunes por la tarde, Doña Lupe entró en su casa a eso de las cinco. Venía muy emperifollada.
—Papitos, ¿quién ha venido?
—Aquel señor de las barbas blancas.
—¿Y nadie más? ¿No ha estado Mauricia?
—No señora… Esta mañana la vi en la puerta del bodegón de la Plazuela de Lavapiés. Vive por aquí cerca… «Señá Mauricia, mire que la señora la está esperando…». Me contestó, dice: dile a esa tiona que si quiere correr los pañuelos que los corra ella, y que si no, que los deje…
—¡Habrá indecente!… —exclamó la señora algo distraída.
Papitos, que aquella mañana había sido castigada porque trajo de la plaza una merluza muy mala, creyó que a su ama no se le había pasado el berrinchín, y temblaba mirándole las manos. Pero en el ánimo de Doña Lupe se había disipado la ira correccional, a causa de los sentimientos de otro orden y del gran estupor que desde una hora antes reinaban en él.
—Oye, Papitos —le dijo—. Ven acá, y atiende bien a lo que te encargo. Yo tengo que salir otra vez. Das de comer al señorito Nicolás y al señorito Maxi; pero este vendrá mucho más tarde que su hermano. Fíjate bien, y no salgas luego haciendo lo contrario de lo que te mando. Para principio del clérigo, pones la merluza mala que trajiste esta mañana, ¿sabes?, y que está apestando… Le echas bastante sal, y después la cargas de harina todo lo que puedas y la fríes. Ponle todas las tajadas, y se las embaulará sin enterarse de si está buena o mala. Es como los tiburones, que tragan todo lo que les echan. Para postre, las nueces y el arrope, ¿sabes? Le pones en la mesa la orza, y que se harte; a ver si lo acaba. Está fermentando y no hay quien lo pase… Si el señorito Maxi viniese antes de que esté de vuelta, le pones de principio una de las dos chuletas de ternera, la más crecidita, y de postre le sacas las pastas que trajo el bollero esta mañana, y la carne de membrillo que yo tomo. Conque a ver si lo haces todo al revés.
Cuando le daban tales pruebas de confianza, delegando en ella la autoridad, la mona se crecía, y aguzado su entendimiento por la vanidad, desempeñaba sus obligaciones de un modo intachable. Doña Lupe, que ya la conocía bien, estaba segura de que sus órdenes serían cumplidas. Papitos hizo con la cabeza signos de inteligencia, y se sonreía la muy tunanta, pensando sin duda, ¡aquí que no peco!…, en la cantidad de sal que le iba a echar a la merluza del señorito Nicolás.
Doña Lupe permaneció un rato en la sala, sin moverse del sillón en que se sentara al entrar, con el manto puesto, la mano en la mejilla, pensando en lo mismo. No había vuelto aún de su asombro, ni volvería en mucho tiempo. Fortunata, de cuya casa venía, le había dado mil duros para que se los colocara del modo que lo creyera más conveniente…, y sin querer admitir recibo… Al pronto sospechó la señora de Jáuregui si serían falsos los billetes… Pero ¡quiá, si eran más legítimos que el sol! Tal prueba de confianza le llegaba al alma, porque no sólo era confianza en su honradez, sino en su talento para hacer producir dinero al dinero… Pues además, Fortunata, en el curso de la conversación, había dado a entender que tenía acciones del Banco, sin decir cuántas. ¿De dónde había salido esta riqueza? Quizás Juanito Santa Cruz… Quizá Feijoo… Lo más particular era que Doña Lupe, por impulsos de tolerancia que habían surgido bruscamente en su espíritu, se esforzaba en suponer a aquel caudal una procedencia decente. ¡Fascinación que la moneda ejerce en ciertos caracteres, porque para éstos lo bueno tiene que tener buen origen!… «¿Y por qué no ha de ser verdad todo eso del arrepentimiento?… —se decía—. Lo que no me explico es una cosa… El primer día me dijo Feijoo que estaba miserable…, pero miserable, y comiéndose sus ahorros. ¡Pues si son éstas las sobras!… En fin, doblemos la hoja; pongámonos en un punto de vista imparcial, y no hagamos juicios temerarios antes de tener datos seguros. ¿Quién se atreve a condenar a un semejante sin oírlo? Sería una crueldad, una injusticia. Eso de que siempre hayamos de pensar mal, me parece una barbaridad… Pero me estoy aquí ensimismada, y si tardo, quizás no encuentre en su casa a D. Francisco… Él dirá qué hacemos con todo este guano».
Al bajar la escalera, sus pensamientos tomaban otro giro. «¡Y qué guapa está!… Es un horror de guapa. Y siempre tan modosita… Parece que no rompe un plato. Cuando entré, por poco se desmaya. Y aquello no es fingido… Ella será todo lo que se quiera; pero no hace papeles, no tiene talento para hacerlos. En cuanto a modales, ha olvidado todo lo que le enseñé… Será preciso volver a empezar… Y de lenguaje seguimos lo mismo. Ni la más ligera alusión a los sucesos del año pasado. Dirá, y con razón, que peor es meneallo…».
Como tres horas largas estuvo Doña Lupe fuera de su casa. Cuando volvió, Nicolás había comido y marchádose, y Maximiliano estaba concluyendo. La primer pregunta que hizo el ama a Papitos fue referente a las órdenes que le había dado.
—No dejó ni rastro —replicó la muchacha, enseñando a su ama la fuente en que había servido la merluza.
—¿Y dijo algo?
—No podía decir nada, porque no paraba de tragar.
Doña Lupe se sonreía. Cercioróse de que a Maximiliano se le había servido conforme a sus órdenes, y después de cambiar de ropa, dispuso su propia comida, que era de lo más frugal. Cuando entró en el comedor, ya Maxi no estaba allí, y media hora después encontróle en su cuarto, sin luz, sentado junto a la mesa y de bruces en ella, con la cabeza sostenida en las manos, y agarradas éstas al cabello, como si se lo quisiera arrancar. Viéndole tan sumergido en su tristeza, su señora tía le dijo:
—Vamos, hombre, no te pongas así. No hay que tomar las cosas tan a pechos… Lo que está de Dios que sea, será. Cuando las cosas vienen bien rodadas, no hay medio de evitarlas.
—Y qué, ¿la ha visto usted? —dijo Maxi dejando al fin aquella posición violenta, y mirando con ansiedad a su tía.
—Sí… Me has mareado tanto… que, al fin… Pues nada…, la he visto y no me ha comido. Es la misma panfilona inexperta de siempre.
—¿Está desmejorada?
—¿Desmejorada? Quítate de ahí. Lo que está es guapísima. Por cada ojo parece que le salen cuantas estrellas hay en el cielo. A algunas personas la miseria les prueba bien.
—Pero qué, ¿está miserable? ¿Pasa necesidades? —preguntó el chico, moviéndose con inquietud en la silla—. Eso no debe consentirse…
—No digo que tenga hambre… y tal vez… Su situación no debe ser muy desahogada. Hoy a las cuatro de la tarde, según me dijo, no había entrado en su cuerpo más que un poco de pan del día antes, un pedacito de chocolate crudo, y al mediodía una corta ración de bofes.
—¡Por Dios! ¿Y usted consiente eso? ¡Bofes!…
—Será penitencia tal vez —replicó la viuda en aquel tono de convicción ingenua que tomaba cuando quería jugar con la credulidad de su sobrino, como el gato con la bola de papel.
—Francamente, tía, eso de que pase hambres… Yo no la perdono, no puede ser… Le aseguro a usted que eso…, jamás, jamás, jamás.
—Ya te he dicho que no es prudente soltar jamases tan a boca llena sobre ningún punto que se refiera a las cosas humanas. Ya ves el bueno de D. Juan Prim qué lucido ha quedado con sus jamases.
—Pues a mí no me pasará lo que a D. Juan Prim, porque sé lo que digo… Y como la restauración depende de mí, y yo no he de hacerla… Pero de esto no se trata ahora. Aunque no ha de haber las paces, me duele que pase hambre. Es preciso socorrerla.
—Pues volveré allá. Pero se me ocurre una cosa. ¿Por qué no vas tú?
—¡Yo! —exclamó el exaltado chico sintiendo que los cabellos se le ponían de punta.
—Sí, tú… Porque estás acostumbrado a que todo te lo den bien amasado y cocido… Esto es cosa delicada… Yo no quiero responsabilidades. Tú no eres ya un niño, y debes decidir por ti mismo estas cosas.
—¡Yo! ¡Que vaya yo! —murmuró el joven farmacéutico, sintiendo un temblor, un frío… Se ponía malo de sólo pensarlo.
—Tú, sí, tú… Déjate de miedos y vacilaciones. Si lo quieres hacer lo haces, y si no lo dejas.
—No tengo tiempo de ir —dijo Rubín tranquilizándose al encontrar tan liviano pretexto.
Volvió a insistir Doña Lupe con lenguaje duro en que él debía decidir por sí mismo aquel asunto de la reconciliación, ver a Fortunata y proceder en conciencia según las impresiones que recibiera. Tanto y tanto le predicó, que al cabo el pobre muchacho hizo propósito de ir; y al día siguiente, en un rato que le dejó libre la botica, tomó el camino de la calle de Tabernillas, más muerto que vivo, pensando en lo que diría y lo que callaría, con la penita muy acentuada en la boca del estómago, lo mismo que cuando iba a examinarse. Al llegar y reconocer el número de la casa, entróle tal espanto, que se retiró, huyendo de la calle y del barrio…
Al día siguiente hizo un segundo esfuerzo y pudo entrar en el portal; pero ante la vidriera que daba paso a la escalera, se detuvo. Le aterraba la idea de subir, y de su mente se había borrado todo lo que pensaba decirle. Aguardó un rato en espantosa lucha, hasta que le asaltaron ideas alarmantes como ésta: «Si ahora baja y me ve aquí…». Y salió escapado por la calle adelante sin atreverse ni a mirar hacia atrás. La tentativa del tercer día no tuvo mejor éxito, y aburrido al fin y desconcertado, resolvió expresarse con su mujer por medio de una carta. Andando hacia la calle del Ave María, iba discurriendo que debía poner en la carta mucha severidad, y un ligero matiz de indulgencia, un grano nada más de sal de piedad para sazonarla. Diríale que no podía admitirla en su casa; pero que con el tiempo…, si daba pruebas de arrepentimiento… En fin, que ya saldría la epístola tan guapamente. Excitado por estas ideas y propósitos, entró en su casa, y al dirigirse a su cuarto y oír la voz de su tía que desde la sala le llamaba, sintió en el corazón como si se lo tocaran con la punta de un alfiler… Entró en la sala, y…, ¡lo que vieron sus ojos, Dios omnipotente!… ¡Dios que haces posible lo imposible! En la sala estaba Fortunata, en pie, lívida como los que van a ser ajusticiados…
Maximiliano no cayó redondo por milagro de Dios… Dijo ¡ah!… y se quedó como una estatua. Tampoco ella chistaba nada y sus miradas caían al suelo como pesas de plomo. Por fin el joven, en el último grado de la turbación y del desconcierto, se aventuró a hablar, y dijo algo así como buenas tardes…; y después: Yo creí que…; y luego: De modo que usted, tía…
—No, yo no me meto en nada —declaró Doña Lupe, que estaba sentada como presidiendo—. Lo único que he dispuesto es traerla aquí para que frente a frente decidáis… Fortunata, siéntate.
Al recuerdo de su agravio sintió Maximiliano en su alma una reacción brusca contra aquel misticismo recién aprendido, más hijo de la necesidad que de la convicción.
—Esto me parece prematuro —dijo, y salió de la sala.
Pronto se le reunió su tía en el despacho, y le dijo:
—Me parece bien tu severidad. Pero las circunstancias… ¿No me has dicho que era indispensable pasarle un tanto diario para alimentos? ¿Y te parece a ti que estamos en disposición de sostener dos casas?
Tenía el muchacho la cabeza tan alborotada, que no pudo hacerse cargo de tales argumentos. Para él lo mismo era que su tía le hablase de dos casas que de cuatro mil.
—Déjeme usted —le dijo, casi sollozando—. Estoy dejado de la mano de Dios.
—Pues ya que está aquí, no se ha de marchar —prosiguió Doña Lupe en voz baja—. La pondremos en el cuartito próximo al mío. Y basta. ¡Ay! ¡Que siempre me han de tocar a mí estos arreglos y composturas!… ¿Sabes lo que te digo? Pues que aquí tenéis ocasión de deciros todas las perrerías que queráis o de daros todas las explicaciones que juzguéis convenientes. Yo me lavo mis manos. A mí no me metáis en vuestras contradanzas. Si queréis llegar a un acuerdo, en hora buena sea, y si no queréis, también. Bastante servicio os hago con prestaros mi casa para que os toméis el pulso hasta ver si hay paces o no hay paces. Y por Dios, no me des más jaquecas. Si pasan días y no salta la avenencia, se acabó. Pero no me deis más jaquecas, por Dios, no me deis más jaquecas.
Esto último lo dijo en alta voz, saliendo ya al pasillo, de modo que lo oyeron muy bien, Papitos en un extremo de la casa, y Fortunata en otro. Ésta quedó desde aquella tarde en la casa, y su situación era de las menos airosas, porque su marido apenas le hablaba. Nicolás hacía el gasto de conversación en la mesa. Al segundo día, Fortunata dijo a Doña Lupe que se marchaba, lo que dio motivo a que la señora saliera por los pasillos gritando: «Por Dios, no me deis más jaquecas…, ya no puedo más. Que cada cual haga lo que quiera». Pero a pesar de esto, la esposa no se marchó. Al tercer día, en medio de la reserva y huraño silencio que entre ambos cónyuges reinaba, empezó Maxi a soltar una que otra palabra; luego ya no eran palabras, sino frases, y tras las cláusulas frías vinieron las tibias. Por fin se permitió algún concepto jovial. Al quinto día se sonreía mirando a su mujer. Al sexto, Fortunata le miraba con atención cortés cuando decía algo; al séptimo, Maxi opinaba como ella en toda discusión que en la mesa se trabase; al octavo le daba una palmadita en el hombro; al noveno la señora de Rubín se interesaba porque su marido se abrigase bien al salir, y al décimo estuvieron como un cuarto de hora secreteándose a solas en un rincón de la sala; al undécimo Maxi le apretó mucho la mano al entrar, y al duodécimo exclamó Doña Lupe como sacerdote que entona el Hosanna:
—Vaya que os ponéis babosos. Por Dios, no me deis jaquecas. Si estáis reventando por hacer las paces, ¿a qué tantos remilgos? Bien hago yo en no meterme en nada, bendita de mí.
Y de este modo se verificó aquella restauración, aquel restablecimiento de la vida legal. Fue de esas cosas que pasan, sin que se pueda determinar cómo pasaron, hechos fatales en la historia de una familia como lo son sus similares en la historia de los pueblos; hechos que los sabios presienten, que los expertos vaticinan sin poder decir en qué se fundan, y que llegan a ser efectivos sin que se sepa cómo, pues aunque se les sienta venir, no se ve el disimulado mecanismo que los trae.
3
En los primeros días que sucedieron a este gran suceso, nada ocurrió digno de contarse. Y si algo hubo fue de puertas afuera. Voy a ello. Una tarde estaban Doña Lupe y Fortunata en la sala cosiendo unas anillas a las magníficas cortinas de seda con que se había quedado la señora por préstamo no satisfecho, cuando Papitos, que se había asomado al balcón para descolgar la ropa puesta a secar, empezó a dar chillidos:
—Señoras, vengan, miren… ¡Cuánta gente!… Han matado a uno.
Asomáronse las dos señoras y vieron que en la parte baja de la calle, cerca de la esquina de la de San Carlos, había un gran corrillo que a cada momento engrosaba más.
—Hay un cadávere difunto allí en mitad de la gente —gritó Papitos que tenía medio cuerpo fuera del balcón.
—Yo veo un bulto tendido en el suelo —dijo Doña Lupe—. ¿Ves tú algo?… Será algún borracho. Pero observa qué multitud se va reuniendo. Como que los coches no pueden pasar… Y mira qué policías estos. Ni para un remedio.
—Señora, mándeme por los fideos… Ya sabe que no hay… —dijo la mona.
—Vamos…, lo que tú quieres es curiosear…
—Mándeme —repitió la chiquilla dando brincos entre risueña y suplicante.
—Pues anda —dijo Doña Lupe, que aquel día estaba de buen humor—; si no sales te vas a caer por el balcón. Pero ven prontito… Y ten cuidado de limpiarte bien los pies en los felpudos que hay en la portería, porque hay muchos barros… Mira cómo pusiste la alfombra cuando volviste de avisar al carbonero.
Salió Papitos más pronta que la vista, y estuvo fuera como unos veinte minutos. Su ama la vio entrar en la casa y fue a abrirle la puerta…
—¿Te has restregado bien las patas?
—Sí señora…; mire.
—Ahora aquí otra vez… ¿Sabes lo que debes hacer siempre que subes?, refregarte bien en el limpiabarros del vecino, en ése que está ahí.
—¿En éste? —dijo la mona, bailando el zapateado en el limpiabarros del cuarto de la izquierda.
—Porque todos los pisotones de menos que le demos al nuestro, eso vamos ganando.
—¿Sabe, señora, sabe?… —agregó Papitos, que a pesar de venir sofocada de tanto correr, seguía bailoteando en el felpudo ajeno—. ¿No sabe lo que hay allí? Es una mujer que parece está bebida; pero muy bebida… ¿Y no acierta quién es?, la señá Mauricia.
—¿Pero oyes, mujer, has oído? —dijo Doña Lupe desde el pasillo volviendo a la sala—. Mauricia…, borracha… Ahí tienes lo que reúne tantísima gente.
—¿Pero la viste bien? ¿Estás segura de que es ella? —preguntó Fortunata pasado el primer momento de asombro.
—Sí, señorita, ella es…
—Pero hija —observó Doña Lupe volviendo a asomarse con oficiosidad…— cree que me hace esto una impresión… ¡Y los de Orden Público que no parecen!… ¡Ah!, sí, la levantan… ¡Qué mujer!… Miren que ponerse en ese estado.
—Ahora se la llevan… Está como un cuerpo muerto —decía Fortunata, acordándose de las escenas que había presenciado en el convento.
—Sí, se la llevan a la Casa de Socorro o al Hospital… Pero ¡quiá!, no… Suben. ¿Apostamos a que la traen a la botica?
—Si tiene rajada la cabeza en salva la parte… —afirmó Papitos dando a conocer gráficamente las dimensiones de la herida—. Y echaba la mar de sangre…, que corría por la calle abajo, como corre el agua cuando llueve.
Cuando pasaba bajo los balcones el cuerpo inerte de Mauricia la Dura, cargado por los de Orden Público y escoltado por el gentío, Fortunata se quitó del balcón, porque le faltaba ánimo para presenciar tal espectáculo. Doña Lupe y Papitos sí que lo vieron todo, y ésta tuvo aún la pretensión de que su ama la dejase ir a la botica para ver la cura que le hacían a aquella borrachona. Pero esto ya era mucha libertad, y aunque la chiquilla imaginó diferentes pretextos para bajar, no se salió con la suya.
A la hora de comer, Maximiliano habló del caso, describiendo la cura y haciendo augurios poco lisonjeros sobre la suerte de la enferma.
—Tienes razón —observó la viuda—. Me parece que de este barquinazo no sale. ¡Pobre mujer! ¡Tener ese vicio! De veras lo siento, pues no hay otra como ella para correr alhajas.
Refirió entonces Maxi un pasaje curiosísimo y reciente de la historia de la tal Mauricia, que había sido contado aquella misma tarde, después de la cura, por el señor de Aparisi, uno de los que solían ir de tertulia a la botica.
—Pues esa buena pieza, en una de las tremendas borrascas que le produce el maldito vicio, fue recogida de la calle por los protestantes, que tienen su capilla y casa en las Peñuelas. Enteróse Doña Guillermina, la señora esa que pide para los huérfanos de la calle de Alburquerque, y lo mismo fue saberlo, que volarse… Vean ustedes. Plantóse en la casa de los protestantes a reclamar a la tarasca. Tun, tun… «¿Quién?». «Yo»… Y salió el pastor, que es uno que llaman D. Horacio, que tiene el pelo colorado y ralo, como barbas de maíz; salió también la pastora, su mujer, que es una tal Doña Malvina… Buenas personas los dos, porque lo protestante no quita lo decente. Entre paréntesis, se distinguen por su independencia en el vestir. Doña Malvina le hace las levitas a D. Horacio, y D. Horacio le arregla los sombreros a Doña Malvina. Total, que estos inglesones lo entienden: no gastan un cuarto en sastres ni modistas. Pero voy al cuento. Los pastores se las tuvieron tiesas, y Doña Guillermina más tiesas todavía. Religión frente a religión, la cosa se iba poniendo fea. Los protestantes decían que la mujer aquella les había pedido limosna y protección; Doña Guillermina lo negaba, acusándoles de haberla sonsacado y de haber ido a buscarla a su propia casa. D. Horacio dijo que nones y que haría valer sus derechos luteranos ante el mismo Tribunal Supremo; amoscóse la otra, y Doña Malvina sacó el libro de la Constitución, a lo que replicó Guillermina que ella no entendía de constituciones ni de libros de caballerías. Por fin, acudió la católica al Gobernador, y el Gobernador mandó que saliese Mauricia del poder de Poncio Pilatos, o sea de D. Horacio.
—¿Ves, qué cosas? —observó Doña Lupe—. Ahí tienes los belenes que se arman por la religión. Bien decía mi Jáuregui que él era muy liberal, pero que no le petaba por la libertad de cultos.
—Pues aguárdense ustedes, que falta lo mejor. D. Horacio, como inglés que sabe respetar las leyes, obedeció la orden del Gobernador, reservándose el sostener su derecho ante los tribunales. Pero cuando le dijo a Mauricia que se marchara, ésta no quiso, y empezó a poner de oro y azul a Doña Guillermina, hallándose esta presente, y a todas las señoras de las Juntas católicas, diciendo que eran unas tales y unas cuales.
—¡Qué bribona! Si es atroz… Le entran esos toques, y no sabe lo que dice.
—Doña Guillermina no se acobardó por esto, ni renunció a llevársela. Se fue pian pianito, y se sentó en la puerta, en un guardacantón que hay allí. Todos los días iba a ponerse en el mismo sitio, como un centinela. El pastor y la pastora le decían que pasara y ella contestaba que muchas gracias… Y por fin ayer se volvieron las tornas, porque Mauricia se enfureció, y acometiendo a Doña Malvina le llenó la cara de arañazos… D. Horacio llama a los de Orden Público, y la tarasca se mete en la capilla, rompe el púlpito, vuelca el tintero, hace pedazos todos los libros, arma una barricada con las sillas, y coge la copa en que ellos comulgan, y… la profana del modo más indecente. Costó trabajo echarla a la calle… Al salir, ¡tras!… Doña Guillermina, que me le echa un cordel al pescuezo y se la lleva. Todo esto lo ha contado Aparisi, que lo sabe por el mismo D. Horacio y por Doña Guillermina, y porque tuvo que intervenir como teniente alcalde que es del distrito… A Mauricia la pusieron en casa de una hermana que vive ahí por la calle de Toledo; y se conoce que allá tampoco la pueden sujetar, por lo que se ha visto esta tarde. De la botica la llevaron a la Casa de Socorro.
Esta relación era demasiado larga para los pulmones de Maximiliano, por lo cual llegó al término de ella fatigadísimo. Todos se pasmaron del cuento, y Doña Lupe compadeció a la Dura, deplorando que con vicio tan inmundo malograse las cualidades de inteligencia corredora que poseía. En cuanto a Fortunata, se sentía profundamente lastimada, y deseaba que su marido acabase de contar aquellos tristísimos lances, para que la conversación recayese en otro asunto. Pero no fue posible, porque hasta el término de la comida no se habló más que de Mauricia, de los protestantes y del insano vicio de la embriaguez; y por fin, Nicolás sacó a relucir sucesos ocurridos en las Micaelas, evocando el testimonio de Fortunata. Ésta, muy contra su voluntad, no tuvo más remedio que referir los novelescos pasajes del ratón, las visiones y de la botella de coñac; pero lo hizo a grandes rasgos, para acabar más pronto.
4
Aquella noche se fueron a Variedades, que está a dos pasos del Ave María. Otra ventaja de aquel barrio sobre Chamberí es que se puede ir de noche a ver una piececita o a pasar un rato en cualquier café, sin hacer caminatas de media legua, ni usar el tranvía. A Fortunata no le gustaba ir al teatro ni presentarse en público. Sentía inexplicable miedo de las miradas de la gente, y aunque pocos o ninguno la conocían, figurábase que la conocían todos, y que de cada boca salía un comentario acerca de ella. Por desgracia, asunto no faltaba. Pero si la miraban los hombres, era para admirarla, y si cuchicheaban luego, rara vez decían algo fundado en un conocimiento verdadero de la realidad. Otro motivo del terror que el teatro y los sitios públicos le inspiraban era encontrar caras conocidas, y este recelo la tenía como azorada y sobre ascuas durante la función.
En la casa se hallaba muy bien. Había tenido seguramente en su vida temporadas de mayor felicidad, pero no de tan blando sosiego. Había visto días, los menos, eso sí, en que brillaba echando chispas el sol del alma, seguidos de otros en que se apagaba casi por completo; pero nunca vio una tan inalterable y mansa corriente de días tibios, iguales, de penumbra dulce y reparadora. Llevábase muy bien con Doña Lupe, y con su marido le pasaba lo más extraño que imaginar pudiera. No digamos que le quería, según su concepto y definición del querer; pero le había tomado un cierto cariño como de hermana o hermano. No era ni podía ser el hombre por quien la mujer da su vida, encontrando espiritual goce en este sacrificio; era simplemente un ser cuya conservación y bienestar deseaba. Y así como se supone y casi se entrevé una tierra lejana cuando se va navegando a la aventura, así entreveía ella la contingencia de quererle con amor más firme, y de pasar a su lado toda la vida, llegando a no desear nunca otra mejor. En vez de rehuir las obligaciones de su casa, Fortunata hacía por extenderlas y aumentarlas, conociendo que el trabajo le ayudaba a sostenerse en aquel equilibrio, sin balances de dicha, pero también sin penas, el corazón adormecido y aplanado, como bajó la acción de un bálsamo emoliente. Acordábase de los dos casos que le había presentado el bueno de Feijoo, y pensaba si ocurriría lo que ella tuvo por más inverosímil, esto es, que se realizara el primero. ¿Llegaría a conformarse con tal vida, y a contenerse con aquel fruto desabrido del amor sin apetecer otro más dulzón y menos sano?…
Maximiliano, en cambio, no podía vencer su inquietud. Ningún motivo tenía para sospechar de su mujer, cuya conducta era absolutamente correcta. Doña Lupe y él convinieron en que jamás Fortunata saldría sola a la calle, y esto se cumplía al pie de la letra. Pero ni con tales seguridades acababa de tranquilizarse. Deseaba ardientemente tener hijos, por dos motivos: primero, para echarle a su cara mitad un lazo más y ligaduras nuevas; segundo, para que la maternidad desgastase un poco aquella hermosura espléndida que cada día deslumbraba más. La desproporción entre las estaturas de uno y otro, y entre el conjunto de su apariencia personal, mortificaba tanto al pobre chico, que hacía esfuerzos imposibles y a veces ridículos para amenguar aquella falta de armonía. Encargábase calzado con tacones altos, y se esmeraba en vestir bien y en atender a ciertos perfiles de que sólo se ocupan los dandys. Desgraciadamente, aunque Fortunata apenas se componía, la desproporción era siempre muy visible. Pero Maxi veía con gozo que su esposa se cuidaba poco de hacer resaltar su belleza, mirando con desdén las modas, y se alegraba por dos razones también: porque así se igualarían algo los dos consortes o harían más juego, y porque así la mirarían menos los extraños.
Desde la restauración de su legalidad doméstica había abandonalo por completo las lecturas filosóficas, reverdeciendo en su alma el mal curado dolor de su afrenta y los odios vengativos. Aquel ascetismo y aquel ver a Dios en sí fueron nada más que obra fugaz de la tristeza, o quizás de las circunstancias, y existían en su mente como esas lecciones, pegadas con saliva, que los estudiantes aprenden en los apuros del examen. Sus nuevas obligaciones en la botica le llamaban del lado de la química y de la farmacia, y se dedicó a esto con verdadero ardor, deseando aprender. Decíale Doña Lupe que inventase algún específico, alguna papa cualquiera o antigualla que con nombre peregrino y nuevo pasase por prodigioso hallazgo; pero él se resistía porque lo consideraba impropio de la ciencia. Tía y sobrino tenían sobre esto altercados muy vivos…
—¡Como si fuera un crimen idear cualquier clase de píldoras, cápsulas o grajeas, y allá te va un nombre!… Cápsulas hipoquitropíticas vegetales… o animales, lo mismo da…, del Doctor Rubín…, infalibles… contra cualquier cosa…; contra la tisis… o el moquillo de los perros… Lo que importa es descubrir algo y plantarle unas etiquetas muy chillonas con tu retrato… Eres un mandria. Si no inventas tú un específico, al fin tendré que inventarlo yo… Fortunata, dile que invente, hija, convéncele… Podéis ganar ríos de oro.
Pocas veces veía Fortunata al señor de Feijoo, que iba a la casa de visita, ceremoniosamente, y se estaba allí como una hora, charlando más con la señora de Jáuregui que con la de Rubín. El simpático viejo parecía contento; pero los achaques le pesaban cada día más, y ya en abril no salía a la calle sino acompañado de un criado. En una de sus visitas habló a solas con su amiga, en términos tan paternales que a ella le faltó poco para llorar. Todo iba bien, perfectamente bien, y ya se habría convencido la chulita del valor de sus lecciones y consejos. A Maxi le agradaba poco la amistad de Feijoo, sin que a punto fijo supiera por qué. Pero lo más particular era que a la misma Fortunata, al mes de aquella vida, empezaron a serle menos gratas las visitas de D. Evaristo. Su gratitud y afecto hacia él eran siempre los mismos; pero no podía menos de considerar la presencia de su antiguo protector en la casa como una monstruosidad. «¿Será verdad —pensaba—, como me ha dicho él, que de estas barbaridades increíbles está llena la vida humana?… ¡Qué cosas hay, pero qué cosas!… Un mundo que se ve, y otro que está debajo, escondido… Y lo de dentro gobierna a lo de fuera… Pues claro…, claro…, no anda la muestra del reloj, sino la máquina que no se ve».
Al anochecer entró Doña Lupe, después de haberse limpiado el lodo de las suelas en el felpudo del vecino.
—Oye una cosa —dijo a Fortunata, quitándose el manto—. He sabido esta tarde que Mauricia se está muriendo. ¡Pobre mujer! Tenemos que ir a verla. No es lejos: calle de Mira el Río.
Dióle esta noticia su amiga Casta Moreno, que la supo por Cándido Samaniego. Doña Guillermina había sacado del Hospital a Mauricia, trasladándola a casa de la hermana de ésta, y la asistía el médico de la Beneficencia Domiciliaria y de la Junta de señoras. La infeliz tarasca viciosa, con estos cuidados y las ternezas de Doña Guillermina, y más aún, con la proximidad de la muerte, estaba que parecía otra, curada de sus maldades y arrepentida en toda la extensión de la palabra, diciendo que se quería morir lo más católicamente posible, y pidiendo perdón a todos con unos ayes y una religiosidad tan fervientes que partían el corazón.
—Te digo que si esto es verdad, habrá que alquilar balcones para verla morir. Mañana nos vamos allá.
Doña Lupe no iba a ver a Mauricia por pura caridad. Tiempo hacía que Guillermina la fascinaba, más por el señorío que por la virtud, y ya que la gran fundadora iba a hacer patente su santidad, teniendo por corte a las damas más encopetadas, en lugar accesible a Doña Lupe, ¿por qué no había ésta de intentar meter la jeta? Pues qué, ¿no era ella también dama? Sobre estos particulares habló largamente con Casta Moreno, que algunas noches iba de tertulia con sus dos hijas a casa de Rubín, y la viuda de Samaniego se hacía lenguas de Guillermina, conceptuándola sobrenatural. ¡Y era pariente suya, lejana, por los Morenos! El amor propio y el orgullo inflaban a Doña Lupe cuando se consideraba mangoneando en cosas de beneficencia elegante a las órdenes de la ilustre fundadora. Una contra tendría esto si llegaba a realizarse, y era que no había más remedio que dar algo de guano.
A la mañana siguiente, vistiéndose para salir, pensó mi Doña Lupe si debería ponerse el abrigo de terciopelo. Pero pronto cayó en la cuenta de que era un disparate. Sobre que se le mojaría, porque el día estaba lluvioso, no era propio aquel regio atavío del lugar, personas y ocasión de la visita. Tiempo tenía de darse pisto con el abrigo, la capota y otras prendas. Encargó a Fortunata que se vistiese con sencillez, y ella se puso algo más apañadita, de modo que resultase siempre la conveniente distancia.