IV

UN CURSO DE FILOSOFÍA PRÁCTICA

1

Dos o tres veces fue D. Evaristo al siguiente día a enterarse de la salud de Fortunata; pero no la pudo ver. Dorotea le dijo que la señorita no quería ver a nadie, y que de tanto pensar que era honrada, le dolía horriblemente la cabeza, Al otro día la señorita estaba un poco mejor, se había levantado y apetecido un sopicaldo.

—Pero sigue con la misma idea —añadió no sin malicia la chica, que era graciosa y avisada—. Se lo prevengo, señor, para que le lleve el genio y le diga que sí.

—Descuida, hija —replicó el caballero—, que por mí no ha de quedar. ¿Puedo verla? ¿No la molestaré mucho? ¿Sabe que estoy aquí?

—Ya lo sabe. Espérese un ratito y pasará.

Quedóse solo en el comedor mi hombre, y después de quince minutos de espera, Dorotea le mandó pasar. Estaba Fortunata en su gabinete, tendida en el sofá, la cabeza reclinada sobre un almohadón de raso azul. Tenía puesta la bata de seda y un pañuelo blanco finísimo a la cabeza, tan ajustado, que no se le veía más que el óvalo del rostro. Estaba ojerosa, pálida y muy abatida. Como D. Evaristo se preciaba de saber algo de medicina, tomóle el pulso.

—Si está usted como un reloj, hija. Si no tiene fiebre ni ése es el camino… ¡Bah!, coqueterías…, un poco de rabietina y nada más. Y que está usted guapísima con ese pañolito, ya, ya. No se le ven ni el pelo ni las orejas. Parece una hermana de la Caridad… ¡Vaya con los males de esta señora!

—Ayer estuve muy malita —dijo ella con voz apagada—. La cabeza se me partía, y como no me podía quitar de entre mí aquella idea, y dale con lo mismo… ¡Lo que una piensa!… Tengo que declarar que soy…

—Honrada, sí, hoy más que ayer y mañana más que hoy. Por sabido se calla.

—No, hombre, no digo eso.

—¿Cómo que no?

—Lo que soy es muy mala, la mujer más mala que ha nacido. ¿Pero usted sabe bien lo que yo he hecho? Lo que me pasa me lo tengo bien ganado, sí, bien ganado me lo tengo, ¡porque cuidado que he hecho yo perrerías en este mundo!…

—¡Quite usted allá!… No habrá sido tanto.

—Vamos ahora a otra cosa —dijo la joven, sacando de debajo del manto una mano, en la que tenía una carta—. Ayer me mandó esto.

—¿Quién? ¡Ah! Santa Cruz.

—No la he leído hasta esta mañana. Aquí se despide otra vez, dándome consejos y echándoselas de santo varón. Me manda dentro de la carta cuatro mil reales.

—Vamos… No se ha corrido que digamos.

—Quiero escribirle hoy mismo —indicó ella animándose un poco—. Escribirle, no… Nada más que meter los dos billetes de dos mil reales dentro de un sobre y devolvérselos.

—Hija mía, párese usted y piense bien lo que hace —dijo el amigo, acercándose cariñosamente a ella—. Eso de devolver dinero es un romanticismo impropio de estos tiempos. Sólo se devuelve el dinero que se ha robado, y usted tenía derecho a que él le diera, no sólo eso, sino muchísimo más. Conque déjese usted de rasgos si no quiere que la silbe, porque esas simplezas no se ven ya más que en las comedias malas. Nada, yo me he propuesto sacarla a usted del terreno de la tontería y ponerla sólidamente sobre el terreno práctico.

—Lo que es el dinero no lo tomo —declaró la enferma del corazón, alargando los labios como los niños mimosos.

—¡Ay, qué gracia!… Eso es, y coma usted mimitos —dijo el coronel, haciendo también con sus labios la trompeta más larga que le fue posible—. ¡Devolverle los santos cuartos! Sí, para que se ría más. Eso es lo que él quiere… ¿Tiene usted ahorros?

—Tendré unos treinta duros.

—Pues eso y nada… ¿De qué va usted a vivir ahora?

—Quiero ser honrada.

—Magnífico…, sublime. Lo que no veo tan claro es que para ser honrada sea preciso no comer… ¿Acaso piensa usted trabajar? ¿En qué?… Al menos, con esos cuatro mil reales tiene tiempo de pensarlo y vivir algunos meses. Conque a guardar los monises, y no se hable más del asunto.

No se convenció Fortunata, que era algo terca; pero aplazó la devolución de los billetes para el día siguiente. Como tenía clavada en su mente la injuria recibida, sin querer hablaba de ella.

—¡Vaya la que me ha hecho! —murmuró después de una pausa, mirando al suelo—. ¡Qué manera de pagarme! ¡Yo, que lo dejé todo por él, y a los que me habían hecho decente les di una patada!… Perdone usted si hablo mal. Soy muy ordinaria. Es mi ser natural; y como a los que me querían afinar y hacerme honrada les di con su honradez en los hocicos… ¡Qué ingrata, ¿verdad?, qué indecente he sido! Todo por querer más de lo que es debido, por querer como una leona. Y para que calcule usted si soy simple, aquí, donde usted me ve, si ese hombre me vuelve a decir tan siquiera media palabra, le perdono y le quiero otra vez.

—Sí, ya se conoce que es usted más tierna que el requesón —dijo D. Evaristo, meditando.

—Es que los demás me parece que no son tales hombres. Para mí hay dos clases de hombres; él a este lado, todos los demás al otro. No voy de aquí a esa puerta por todos ellos. Soy así, no lo puedo remediar.

—No me dice usted nada que yo no sepa. He visto mucho mundo —afirmó Feijoo, con tolerancia de sacerdote hecho al confesonario—. Las personas que son como usted suelen pasar una vida de perros. No hay mayor desgracia que tener el corazón demasiado grande. Cerebro grande, estómago grande, hígado grande, son males también; pero menores. Y yo he de poder poco o le he de recortar a usted el corazón, para que haya equilibrio.

—¿Equi…?

—Equilibrio.

—Ya; no lo digo bien; pero comprendo lo que es. ¿Y cómo me va usted a recortar?

—¡Oh! Se necesitan muchas lecciones… Es la única manera de que usted no sea desgraciada toda la vida. ¡Ah!, este mundo es una gaita con muchos agujeros, y hay que templar, templar para que suene bien. Usted no sabe de la misa la media. Parece que acaba de nacer, y que la han puesto de patitas en el mundo. ¿Qué resulta?, que no sabe por dónde anda. Devuelve el dinero que le dan, y se chifla dos, tres veces por una misma persona. ¡Bonito porvenir! Yo le voy a enseñar a usted una cosa que no sabe.

—¿Qué?

—Vivir… Vivir es nuestra primera obligación en este valle de lágrimas, y sin embargo… ¡Qué pocos hay que sepan desempeñarla!… Se lo dice a usted un hombre que ha visto mucho mundo, que ha tenido, como usted, un corazón del tamaño de hoy y mañana. Conque prepararse, que empiezo mis lecciones.

—¿Y seré feliz? —dijo Fortunata con expectación supersticiosa, como si le estuvieran echando las cartas.

—Por de pronto, de lo que yo trato es de que sea usted práctica.

—¡Práctica! —replicó ella arrugando la nariz con salero, como hacía siempre que afectaba no comprender una cosa y burlarse de ella al mismo tiempo—. Práctica. ¿Qué quiere decir eso?

—¿Y no lo sabe?… ¡No se haga usted más tonta de lo que es! —indicó D. Evaristo arrugando también su nariz.

—Pues nos haremos pléiticas —dijo la señora de Rubín, ridiculizando la palabra para ridiculizar la idea.

Poco más duró aquella visita, porque el señor de Feijoo no quería molestar. Despidióse, prometiendo volver pronto. Por él, volvería dentro de una hora.

—Amiguita, usted no puede estar mucho tiempo sola, porque esa cabeza se pone a trabajar… Como usted no me eche, aquí me tendrá otra vez esta tarde.

Y volvió cerca de anochecido trayendo un ramo de flores, y poco después fue un mozo de cuerda con dos o tres tiestos. A Fortunata le gustaban mucho las flores, así vivas como cortadas; tenía los balcones llenos de macetas y se pasaba buena parte de la mañana cuidándolas. Mucho agradeció al buen caballero tales obsequios, que tenían mayor precio en la estación que corría. Las flores del ramo eran de las más bellas, raras y valiosas que hay en invierno. De lo que sobre plantas se habló aquella tarde, coligió D. Evaristo que su amiga tenía gustos un poco desacordes con el gusto corriente. No le hacía gracia ninguna flor que no tuviese fragancia, y particularmente las camelias le eran antipáticas. Entre la mejor de las camelias y el más amarillo y sosón de los girasoles, no hallaba gran diferencia en cuanto al mérito. Diéranle a ella un buen clavel, un nardo, una rosa de la tierra, y en fin, todas aquellas flores que ilusionan el sentido en cuanto uno se acerca a ellas…

—¿Y qué tal nos encontramos esta tarde? —dijo D. Evaristo inclinándose para verle la cara.

Echábaselas de médico; pero examinaba la cara por lo bonita que le parecía, no por buscar en ella síntomas hipocráticos; y como avanzara la noche y no había luz, tenía que acercarse mucho para ver bien. Continuaba ella en el propio sitio y postura que por la mañana.

—Estoy lo mismo —replicó sin moverse—. Desde que usted se fue, estuve llorando hasta ahorita.

—Pues no hay que devanarse los sesos para encontrar el remedio. Con no moverme de aquí… Pero podría ser el remedio peor que la enfermedad, y al fin tendría usted que llorar para que me marchase… Vamos, hija, modere esos suspiros tan fuertes, que parece se le va a salir el alma por la boca. Ya nos iremos consolando. El tiempo es un médico que se pinta solo para curar estas cosas; y todavía he de ver yo a mi amiga más contenta que unas Pascuas, sin acordarse para nada de lo que tanto la aflige hoy. Y pronto, muy pronto… Y es preciso distraerse. ¿Sabe usted jugar al tresillo?

—¿Yo? No sé más que el tute. Ese quiso enseñarme el tresillo; pero nunca lo pude aprender. No sabe usted bien lo torpe que soy.

—¿Le gusta a usted el teatro?

—Eso sí, sobre todo los dramas en que hay cosas que la hacen llorar a una.

—¡Ave María Purísima!… Esas obras en que sale aquello de «¡Hijo mío!… ¡Padre mío!…».

—Ésas, y otras en que hay pasos de mucha aflicción, y sacan las espadas, y se desmaya una actriz porque le quitan el hijo.

—¡Alabado sea el Santísimo!… —dijo Feijoo con socarronería—. En eso sí que son contrarios nuestros gustos, porque yo, en cuanto veo que los actores pegan gritos y las actrices principian a hacerme pucheritos, ya estoy bufando en mi butaca y mirando para la puerta… Nada de lágrimas. Lo que le conviene a usted ahora es reírse con las piececitas de Lara y Variedades. Para dramas, hija, los de la realidad… ¿Le gustan a usted los bailes de máscaras?

—Se va usted a reír —replicó Fortunata incorporándose—. En el poco tiempo que anduve yo suelta en Barcelona, de la ceca a la meca, solía ir a bailes y divertirme algo; después no… Este año me llevó Juan dos veces, y otra vez fui yo sola con una amiga, por ver si le sorprendía pegándomela con algún trasto… ¿Creerá usted que no me he divertido ni esto? La careta me da un calor que me abrasa…; me la quiero quitar. Pues digo… si me pongo a dar bromas, yo misma me río de mi poca gracia. No puede usted figurarse lo desaborida que soy. No se me ocurre nada más que sandeces. Juan me decía que no sirvo para nada, y que no me merezco el palmito que tengo. Él se empeñaba en que yo fuera de otro modo; pero la cabra siempre tira al monte. Pueblo nací y pueblo soy; quiero decir, ordinariota y salvaje… ¡Ah, si viera usted lo furioso que se ponía cuando le decía yo que me gusta un guisado de falda y pechos como los que se comen en los bodegones! Pues nada; que tenía que esconderme para comer a mi gusto. ¿Y cuando me sermoneaba porque no tengo ese aire de francesa que tiene la Antoñita, ésa que está con Villalonga, y otra que llaman Sofía la Ferrolana? «Hasta en la manera de sentarse se diferencian de ti —me decía—. Fíjate bien en aquel aire de abandono o de viveza según los casos; en aquella gracia, en aquel modo de andar por la calle. Tú cuando vas por ahí con tu velito y ese pasito reposado, sin mirar a nadie, parece que vas de casa en casa pidiendo para una misa». ¿Ve usted lo que me decía? ¿Y cuando se empeñaba en que me pusiera yo esos cuerpos tan ceñidos, tan ceñidos que con ellos parece que enseña una todo lo que Dios le ha dado?…

«Esta mujer me vuelve loco —pensaba Feijoo, experimentando, al oír a Fortunata, una sensación de inefable contento—. Si estoy chocho, si no sé lo que me pasa… ¡Ay Dios mío, a mi edad!… No hay remedio, me declaro… Pero no, refrénate, compañero, aún no es tiempo…».

Al buen señor se le ponían los ojos encandilados oyéndole contar aquellas cosas con tan encantadora sinceridad. Sonrisa de alegría y esperanza contraía sus labios, mostrando su dentadura intachable. Su cara, que era siempre sonrosada, poníasele encendida, con verdaderos ardores de juventud en las mejillas. Era, en suma, el viejo más guapo, simpático y frescachón que se podía imaginar; limpio como los chorros del oro, el cabello rizado, el bigote como la pura plata; lo demás de la cara tan bien afeitadito, que daba gloria verle; la frente espaciosa y de color marfil, con las arrugas finas y bien rasgueadas. Pues de cuerpo, ya quisieran parecérsele la mayor parte de los muchachos de hoy. Otro más derecho y bien plantado no había.

«No, lo que es hoy no le digo nada —pensaba—. Temo hacer el bisoño. Calma, compañero, y repliégate un poco; tiempo tienes de picar espuelas. Hoy lo recibiría mal. Está muy reciente la herida».

2

«Pues lo que es hoy sí que no me quedo con esto dentro del cuerpo —pensó mi hombre al otro día, entrando en la sala, hecho un sol de limpio y despidiendo, como todas las mañanas al salir de su casa, un fuerte olor a colonia—. ¿Y dónde está?, ¿qué hace que no sale? Es un encanto esa mujer, y tengo al tal Santa Cruz por el gaznápiro más grande que come pan… ¡Cuánto me hace esperar! Paréceme que oigo trastazos como de dar con el zorro en los muebles. Estará de limpieza, aunque hoy no es sábado. Pero no importa que no sea sábado. Eso le conviene: trabajar, hacer ejercicio, distraerse, andar de aquí para allí. ¡Magnífico!… Sí, sí, sin duda está de limpieza. Es un diamante en bruto esa mujer. Si hubiera caído en mis manos, en vez de caer en las de ese simplín, ¡qué facetas, Dios mío, qué facetas le habría tallado yo!… Y sigue el traqueteo allá dentro. Parece que arrastran muebles… Bien, muy bien, dale duro. Para cosas del corazón, sudar, sudar. ¡Ay qué contento estoy hoy! Tiempo hacía, compañero, mucho tiempo hacía que no te sentías tan feliz como te sientes hoy. Desde que estuviste en Filipinas… Pues ahora parece que están moviendo la cama de hierro. ¡Cómo rechina el metal!… ¡Ah!, por fin sale…».

—Dispénseme usted, amigo D. Evaristo —dijo Fortunata apareciendo en la puerta del gabinete, con bata de diario, un delantal muy grande y pañuelo liado a la cabeza—. Estoy de limpia.

Tras ella se veía una atmósfera polvorienta, turbia y luminosa; el sol entraba por el balcón, de par en par abierto.

—Porque yo tengo esta costumbre… Cuando me siento con ganas de llorar y dada a todos los demonios, ¿sabe usted qué hago?, pues coger el zorro, las escobas, una esponja grande y un cubo de agua. Siempre que tengo una pena muy grande le meto mano al polvo.

—Pues ¡ay, hija mía!, la compadezco a usted… porque la casa está como una plata…

—¡Cómo ha de ser!… Sí, ésta es mi única distracción. Y no sé ninguna labor delicada; no sé coser en fino; no bordo ni toco el piano. Tampoco pinto platos como esa Antonia, amiga de Villalonga, la cual está siempre de pinceles; yo apenas sé leer y no le saco sentido a ningún libro… ¿Qué he de hacer?, fregar y limpiar. Con esto no me acuerdo de otras cosas.

«Me la comería», pensó D. Evaristo, que la contemplaba embobado, sin decir nada.

—Conque lo mejor es que se vaya usted ahora, y vuelva más tarde. Le vamos a llenar de polvo y basura.

—No, hija, yo no me voy de aquí.

—¡Huy!… Cómo huele usted a colonia. Ese olor sí que me gusta… Pero le vamos a poner perdido. Mire que ahora empezaremos con la sala.

—No me importa —replicó el buen señor con sonrisa inefable—. ¿Me empolva?, mejor. Yo me sacudiré.

—Como usted quiera… Pues ándese por ahí… Yo no tengo aquí albunes ni libros para que se entretenga.

—Maldita la falta que me hacen a mí los albunes… Siga, siga usted y trabaje firme. Eso, eso es lo que nos conviene. Luego hablaremos. Yo no tengo absolutamente nada que hacer…

Y dos horas más tarde estaban sentados ambos en el gabinete, uno frente a otro, ella en el mismo pergenio en que antes se presentara, y algo fatigada…

—¡Debo tener una facha! —dijo levantándose para mirarse al espejo que sobre el sofá estaba—. ¡María Santísima! ¿Ve usted las pestañas cómo las tengo, llenas de polvo?

—No estarían así sino fueran tan negras y tan grandes y hermosas…

—Quisiera aviarme un poco. Es una falta recibir visitas con esta facha.

—Por mí no se apure usted… Me agrada más verla así. Descanse ahora y echemos un parrafito. Voy a permitirme una pregunta. ¿Qué piensa usted hacer ahora?

Fortunata, que se inclinaba hacia adelante para oír mejor, dejó caer la cabeza sobre el respaldo; la mejor manera de expresar que no había pensado nada sobre aquel punto.

—¿Piensa usted pedir perdón a su marido y reconciliarse con él?

—¡Jesús! ¡Y qué cosas se le ocurren! —exclamó ella, llevándose las manos a la cabeza, cual si oyera el mayor de los absurdos.

—Pues me parece que no he dicho ningún disparate.

—Antes que volver con Maximiliano —afirmó Fortunata poniendo la cara más seria que sabía poner—, todo lo paso, todo…

—Incluso la miseria, la deshonra…

—Sí señor.

—Bueno. Pues quiere decir que cuando se acabe lo poquito que usted tiene…, y supongo que no habrá insistido en devolver los cuatro mil reales…, pues cuando se acabe, no tendrá usted más remedio que buscarse la vida como pueda. Usted no sabe ningún trabajo honrado que produzca dinero; conque claro es…, si me aciertas lo que llevo en la mano te doy un racimo.

Fortunata frunció el ceño, y sin levantar las miradas del suelo, doblaba y desdoblaba un pico del delantal.

—Eso no tiene vuelta de hoja, compañera. O a casa con su marido, o a la calle con Juan, Pedro y Diego, a ver si sale algún primo con quien ir tirando. De este camino malo parten varios senderos, y no todos concluyen en el hospital y en la abyección. De modo que piénselo usted. Por más que se devane los sesos, no podrá salir de este dilema.

—¿De este qué?

—Dilema; quiere decir que a fondo o a Flandes.

—Yo quiero ser honrada —afirmó la joven con la mayor seriedad del mundo, atormentando más la punta del delantal.

—¿Honrada?, me parece muy bien. Y dígame usted con toda franqueza: ¿honrada comiendo o sin comer?

Fortunata se sonrió un poco. Aquella sonrisa iluminó su pena un instante; pero pronto quedó su rostro envuelto otra vez en seriedad sombría, señal de la duda horrible que agitaba su alma.

—Eso de la honradez es muy bonito —prosiguió Feijoo—. No hay nada que se diga tan fácilmente y que luego resulte más difícil en la práctica. Yo creo que usted ha querido decir honradez relativa…

—No; yo quiero ser honrada a carta cabal, honrada, honrada.

—¿Sin volver con su marido?

—Sin volver con mi marido.

Feijoo hizo con los labios, con los ojos, con todos los músculos de su cara un mohín muy humano y expresivo, signo perteneciente al lenguaje universal y a la mímica de todos los países, el cual quería decir: «Hija mía, no lo entiendo…».

Ni Fortunata lo entendía tampoco, por lo cual estaba verdaderamente anonadada. Faltábale poco para echarse a llorar.

—Vamos, vamos —dijo el coronel sacudiendo toda aquella argumentación capciosa, como se sacuden las moscas—; hablemos claro y seamos prácticos sin miedo a la situación verdadera. Las cosas son como son, no como deseamos que sean. ¡Qué más quisiéramos sino que usted pudiera ser tan honrada y pura como el sol! Pero tarde piache, como dijo el pájaro cuando se lo estaban comiendo. De lo que tratamos ahora es de que usted sea lo menos deshonrada posible. Porque me río yo de las virtudes que sólo están en el pico de la lengua. ¿Y el vivir y el comer? Usted, compañera, no tiene ahora más remedio que aceptar el amparo de un hombre. Sólo falta que la suerte le depare un buen hombre. ¿Se echará usted a buscarlo por ahí entre sus relaciones, o saldrá a pescar un desconocido por las calles, teatros y paseos? A ver… Dígolo porque si quiere usted ahorrarse ese trabajo, figúrese que aburrida ha salido por esos mundos, que ha echado el anzuelo, que le han picado, que tira para arriba, y que ¡oh, sorpresa!, me ha pescado a mí. Aquí me tiene usted fuera del agua dando coletazos de gusto por verme tan bien pescado. Soy algo viejo, pero sin vanidad creo que sirvo para todo, y por fuera y por dentro valgo más que la mayoría de los muchachos. No tengo nada que hacer, vivo de mis rentas, soy solo en el mundo, me doy buena vida y puedo dársela a quien me acomoda. Conque a decidirse. Modestia a un lado, dígole a usted que dificilillo le sería, en su situación, encontrar un acomodo mejor. Bien lo comprenderá cuando le pasen las tristezas, que ojalá sea pronto. Ahora no tiene la cabeza despejada. Y no vacilo en decirlo —agregó alzando la voz, como si se incomodara—. Le ha caído a usted la lotería, y no así un premio cualquiera, sino el gordo de Navidad.

—Quiero ser honrada —repitió Fortunata sin mirarle, como los niños mimosos que insisten en decir la cosa fea porque les reprenden.

—No seré yo quien le quite a usted eso de la cabeza —dijo el caballero sonriendo, sin dudar de su victoria—. Y bien podría ser que hubiera usted descubierto la cuadratura del círculo.

—¿Qué dice?

—Nada… También se me ocurre que dentro de mi proposición puede usted ser todo lo honrada que quiera. Mientras más, mejor… En fin, no quiero marearla a usted más, y la dejo sola para que piense en lo que le he dicho. Siga limpiando, trabaje, dé bofetadas a los muebles, fregotee hasta que le escuezan los dedos; mecánica, mucha mecánica, y mientras tanto, piense bien en esto, y mañana o pasado mañana…, no hay prisa…, vengo por la rimpuesta, como dice el payo.

3

Como lo que debe suceder sucede, y no hay bromas con la realidad, las cosas vinieron y ocurrieron conforme a los deseos de D. Evaristo González Feijoo. Bien sabía él que no podía ser de otro modo, a menos que aquella mujer estuviese loca. ¿Qué salida tenía fuera de la propuesta por él? Ninguna. ¿Qué honradez era aquélla que apetecía, no sabiendo trabajar, no queriendo volver con su marido y no teniendo malditas ganas de irse a un yermo a comer raíces? Moraleja: Lo que tenía que llegar, por la sucesión infalible de las necesidades humanas, llegó.

—Y para que veas si sé yo hacer las cosas y me intereso por ti —le dijo un día D. Evaristo tuteándola ya—; me propongo evitar el escándalo por ti y por mí. Pondré singular cuidado en que ignore esto Juan Pablo Rubín, que fue quien me presentó a ti, en la calle, ¿te acuerdas?, y de ahí viene nuestro dichoso conocimiento. Estas relaciones las hemos de esconder y reservar hasta donde sea humanamente posible. Verás qué bien vamos a estar. Yo te enseñaré a ser práctica, y cuando pruebes el ser práctica, te ha de parecer mentira que hayas hecho en tu vida tantísimas tonterías contrarias a la ley de la realidad.

Fortunata, preciso es decirlo, no estaba contenta, ni aun medianamente. Hallábase más bien resignada y se consolaba con la idea de que dentro de su desgracia no había solución mejor que aquélla, y de que vale más caer sobre un montón de paja que sobre un montón de piedras. En los primeros días tuvo horas de melancolía intensísima, en las cuales su conciencia, confabulada con la memoria, le representaba de un modo vivo todas las maldades que cometiera en su vida, singularmente la de casarse y ser adúltera con pocas horas de diferencia. Pero de repente, sin saber cómo ni por qué, todo se le volvía del revés allá en las cavidades desconocidas de su espíritu, y la conciencia se le presentaba limpia, clara y firme. Juzgábase entonces sin culpa alguna, inocente de todo el mal causado, como el que obra a impulsos de un mandato extraño y superior. «Si yo no soy mala —pensaba—. ¿Qué tengo yo de malo aquí entre mí? Pues nada».

Con estos diferentes estados de su espíritu se relacionaban ciertas intermitencias de manía religiosa. En las horas en que se sentía muy culpable, entrábale temor de los castigos temporales y eternos. Acordábase de cuanto le enseñaron D. León y las Micaelas, y volvían a su mente las impresiones de la vida del convento con frescura y claridad pasmosas. Cuando le daba por ahí, iba a misa, y aun se le ocurría confesarse; pero de pronto le entraba miedo y lo dejaba para más adelante. Luego venía la contraria, o sea el sentimiento de su inculpabilidad, como una reversión mecánica del estado anterior, y todas las somnolencias y aprensiones místicas huían de su mente. Se pasaba entonces dos o tres días en completa tranquilidad, sin rezar más que los Padrenuestros que por rutina le salían de entre dientes todas las mañanas. Su conciencia giraba sobre un pivote, presentándole, ya el lado blanco, ya el lado negro. A veces esta brusca revuelta dependía de una palabra, de una idea caprichosa que pasaba volando por su espíritu, como pasa un pájaro fugaz por la inmensidad del cielo. Entre creerse un monstruo de maldad o un ser inocente y desgraciado, mediaban a veces el lapso de tiempo más breve o el accidente más sencillo; que se desprendiese una hoja del tallo ya marchito de una planta cayendo sin ruido sobre la alfombra; que cantase el canario del vecino o que pasara un coche cualquiera por la calle, haciendo mucho ruido.

Estaba muy agradecida al señor de Feijoo, que se portaba con ella como un caballero, y no tenía nada de quisquilloso, ni las impertinencias que suelen gastar los hombres. El primer día le leyó la cartilla, que era muy breve:

—Mira: yo te dejo en absoluta libertad. Puedes salir y entrar a la hora que quieras, y hacer lo que te dé tu real gana. No soy partidario del sistema preventivo. Quiero que seas leal conmigo, como yo lo soy contigo. En cuanto te canses avisas… Aquí no me entres a ningún hombre, porque si algún día descubro gatuperio, me marcho tan calladito y no me vuelves a ver… Lo mismo haré si lo descubro fuera. Si te portas bien, no dejaré de protegerte, ni aun en el caso de que me fuera preciso dejarte.

Lo que propiamente llamamos amor, la verdad, Fortunata no lo sentía por su amigo; pero sí le tenía respeto, y el cariño apacible a que era acreedor por su hidalgo comportamiento. Teníale ella por la persona más decente que había tratado en su vida. ¡Y cuánto sabía! ¡Qué experiencia del mundo la suya, y con qué habilidad se las gobernaba! Para poner en ejecución aquel plan de reserva de que hablara al principio, mandóle tomar un cuartito modesto. No por economía, pues bien podía él pagar una casa como la que Santa Cruz pagaba; era por recato. Lo de la honradez, que ella anhelaba ignorando el valor exacto de las palabras, no tenía sentido; pero ya que no fuese honrada, al menos pareciéralo, y esto iba ganando, que no era floja ganancia. Un cuartito modesto en un barrio apartado era ya señal de que al menos se evitaba el escándalo. A poco de instalada en su nuevo domicilio, D. Evaristo le compró una buena máquina de Singer, con lo que ella se entretenía mucho. La visita del protector era diaria, pero sin hora fija. Unas veces iba de tarde, otras de noche. Pero siempre se retiraba a su casa a dormir. Convenía que Fortunata tuviese una criada fiel, discreta y de cierta responsabilidad. Feijoo estuvo cosa de un mes buscándola y al fin pudo encontrarla.

Si Fortunata, empezando por conformarse, acabó por sentirse bien, D. Evaristo estuvo desde luego muy a gusto en aquella vida.

—Yo no soy celoso —le decía—, y aunque no pongo mi mano en el fuego por ninguna mujer, creo que no me faltarás, como no se descuelgue otra vez el danzante de marras. A éste sí que le tengo miedo.

Y ella declaraba con su sinceridad de siempre que, en efecto, le conservaba ley al maldito autor de sus desgracias… No lo podía remediar; pero que si la buscaba otra vez, ya sabría ella resistir y darle con toda la fuerza de su honradez en los hocicos, para que no volviera a ser pillo. Al oír esto, Feijoo se mostraba benévolamente incrédulo y decía:

—Pidámosle a Dios que no te busque, por si acaso; que a Segura llevan preso.

Vivían retiradamente, y no se presentaban juntos en ninguna parte. La calaverada de Feijoo no fue descubierta por sus amigos más sagaces; Fortunata no daba que hablar a nadie, y la familia de su marido creía que había desaparecido de Madrid. Con este sistema de cautela y recato, les iba tan bien que D. Evaristo no cesaba de congratularse.

—¿Ves, chulita, cómo de este modo estamos en el Paraíso? Así se consiguen dos cosas, la tranquilidad dentro, el decoro fuera. ¿Qué necesidad tengo yo de que me llamen viejo verde? Y tú, ¿por qué has de andar en lenguas de la gente? Aquí tienes lo que yo te quería enseñar, ser persona práctica. Al mundo hay que tratarlo siempre con muchísimo respeto. Yo bien sé que lo mejor es que uno sea un santo; pero como esto es dificilillo, hay que tener formalidad y no dar nunca malos ejemplos. Fíjate bien en esto; la dignidad siempre por delante, compañera.

Hablando de esto, se animaba llegando hasta la elocuencia.

—Porque mira tú, chulita, no predico yo la hipocresía. En cierta clase de faltas, la dignidad consiste en no cometerlas. No transijo, pues, con nada que sea apropiarse lo ajeno, ni con mentiras que dañan al honor del prójimo, ni con nada que sea vil y cobarde; tampoco transijo con menospreciar la disciplina militar: en esto soy muy severo; pero en todo aquello que se relaciona con el amor, la dignidad consiste en guardar el decoro…, porque no me entra ni me ha entrado nunca en la cabeza que sea pecado, ni delito, ni siquiera falta, ningún hecho derivado del amor verdadero. Por eso no me he querido casar… Claro, es preciso contener algo a la gente y asustar a los viciosos; por eso se hicieron diez mandamientos en vez de ocho, que son los legítimos; los otros dos no me entran a mí. ¡Ah!, chulita, dirás que yo tengo la moral muy rara. La verdad, si me dicen que Fulano hizo un robo, o que mató o calumnió o armó cualquier gatería, me indigno, y si le cogiera, créelo, le ahogaría; pero vienen y me cuentan que tal mujer le faltó a su marido, que tal niña se fugó de la casa paterna con el novio, y me quedo tan fresco. Verdad que por el decoro debido a la sociedad, hago que me espanto, y digo: «¡Qué barbaridad, hombre, qué barbaridad!». Pero en mi interior me río y digo: «Ande el mundo y crezca la especie, que para eso estamos…».

Todo esto le pareció a Fortunata muy peregrino cuando lo oyó por primera vez; pero a la segunda, encontrólo conforme con algo que ella había pensado. ¿Pero no sería un disparate? Porque era imposible que ella y Feijoo tuviesen razón contra el mundo entero.

—Conque ya sabes —añadió el coronel—: el día en que se te antoje faltarme, me lo dices. Yo no creo en las fidelidades absolutas. Yo soy indulgente, soy hombre, en una palabra, y sé que decir humanidad es lo mismo que decir debilidad… Pues vienes y me lo cuentas a mí, en mis barbas; nada de tapujos… ¿Creerás que voy a venir con un revólver para pegarte un tirito y pegarme yo otro?… ¡Valiente asno sería si lo hiciera! No. En nombre de la humanidad y de la especie te miraré con benevolencia… Cierto que me ha de escocer algo. Pero cogeré mi sombrero y me marcharé de tu casa, sin que eso quiera decir que te abandone, pues lo que haré será jubilarte, señalándote media paga.

«¡Pero qué hombre más raro, y qué manera de querer! —pensaba Fortunata».

4

Aquel día comieron juntos; expansión que D. Evaristo se permitía algunas veces. Dijo ella que sabía poner unas judías estofadas a estilo de taberna, que era lo que había que comer. Quiso Feijoo probar también aquel plato, porque le gustaban algunas comidas españolas. Fortunata tenía una despensa admirablemente provista, y en ropa y trapos gastaba muy poco. Él era tan listo y tan práctico, que supo sin esfuerzo hacerle disminuir el inútil y ruinoso renglón de las modas. En la cuestión de bucólica, sí que no le ponía tasa, y le recomendaba que trajese siempre lo mejor y más adecuado a cada estación. Pero ella no necesitaba que su señor le hiciera estas advertencias, porque, madrileña neta y de la Cava de San Miguel nada menos, sabía lo que se debe comer en cada época. No era glotona; pero sí inteligente en víveres y en todo lo que concierne a la bien provista plaza de Madrid.

Y la verdad era que con aquella vida tranquila y sosegada, eminentemente práctica, se iba poniendo tan lucida de carnes, tan guapa y hermosota que daba gloria verla. Siempre tuvo la de Rubín buena salud; pero nunca, como en aquella temporada, vio desarrollarse la existencia material con tanta plenitud y lozanía. Feijoo, al contemplarla, no podía por menos de sentirse descorazonado. «Cada día más guapa —pensaba—, y yo cada día más viejo». Y ella, cuando se miraba al espejo, no se resistía a la admiración de su propia imagen. Algunos días le pasaba por bajo del entrecejo la observación aquella de otros tiempos: «¡Si me viera ahora…!». Pero al punto trataba de alejar estas ideas, que no le traían más que tristezas y cavilaciones.

Vivía en la calle de Tabernillas (Puerta de Moros), que para los madrileños del centro es donde Cristo dio las tres voces y no le oyeron. Es aquel barrio tan apartado, que parece un pueblo. Comunícase, de una parte con San Andrés, y de otra con el Rosario y la V. O. T. El vecindario es en su mayoría pacífico y modestamente acomodado; asentadores, placeros, trajineros. Empleados no se encuentran allí, por estar aquel caserío lejos de toda oficina. Es el arrabal alegre y bien asoleado, y corriéndose al Portillo de Gilimón, se ve la vega del Manzanares, y la Sierra, San Isidro y la Casa de Campo. Hacia los taludes del Rosario la vecindad no es muy distinguida, ni las vistas muy buenas, por caer contra aquella parte las prisiones militares y encontrarse a cada paso mujeres sueltas y soldados que se quieren soltar. Al fin de la calle del Águila también desmerece mucho el vecindario, pues en la explanada de Gilimón, inundada de sol a todas las horas del día, suelen verse cuadros dignos del Potro de Córdoba y del Albaicín de Granada. Por la calle de la Solana, donde habita tanta pobretería, iba Fortunata a misa a la Paloma, y se pasmaba de no encontrar nunca en su camino ninguna cara conocida. Ciertamente, cuando un habitante del centro o del Norte de la Villa visita aquellos barrios, ni las casas ni los rostros le resultan Madrid. En un mes no pasó Fortunata más acá de Puerta de Moros, y una vez que lo hizo, detúvose en Puerta Cerrada. Al sentir el mugido de la respiración de la capital en sus senos centrales, volvióse asustada a su pacífica y silenciosa calle de Tabernillas.

D. Evaristo vivía, desde que obtuvo el retiro, en el segundo piso de un caserón aristocrático de la calle de D. Pedro. Era uno de esos palacios grandones y sin arquitectura, construidos por la nobleza. En el principal había una embajada, y cuando en ella se celebraba sarao, decoraban la escalera con tiestos y le ponían alfombra. Habíase acostumbrado Feijoo a la amplitud desnuda de sus habitaciones, a las grandes vidrieras, a la altura de techos, y no podía vivir en estas casas de cartón del Madrid moderno. Su domicilio tenía algo de convento, y su vecino en el segundo de la izquierda era un arqueólogo, poseedor de colecciones maravillosas. En toda la casa no se oía ni el ruido de una mosca, pues el Ministro Plenipotenciario del principal era hombre solo, y fuera de las noches de recepción, que eran muy contadas, creeríase que allí no vivía nada.

Por la solitaria calle de las Aguas se comunicaba brevemente Feijoo con su ídolo. No me vuelvo atrás de lo que esta expresión indica, pues el buen señor llegó a sentir por su protegida un amor entrañable, no todo compuesto de fiebre de amante, sino también de un cierto cariño paternal, que cada día se determinaba más. «¡Qué lástima, compañero —pensaba—, que no tengas veinte años menos!… De veras que es una lástima. ¡Si a ésta la cojo yo antes!… Así como otros estropearon con sus manos inhábiles esta preciosísima individua, yo le hubiera dado una configuración admirable. ¡Qué española es, y qué chocho me estoy volviendo!».

Al mes, ya Feijoo no podía vivir sin aumentar indefinidamente las horas que al lado de ella pasaba. Muchos días comían o almorzaban juntos, y como ambos amantes habían convenido en enaltecer y restaurar prácticamente la hispana cocina, hacía la individua unos guisotes y fritangas, cuyo olor llegaba más allá de San Francisco el Grande. De sobremesa, si no jugaban al tute, el buen señor le contaba a su querida aventuras y pasos estupendos de su dramática vida militar. Había estado en Cuba en tiempo de la expedición de Narciso López, y trabajó mucho en la persecución y captura del famoso insurgente. Fortunata le oía embelesada, puestos los codos sobre la mesa, la cara sostenida en las manos, los ojos clavados en el narrador, quien bajo la influencia de la atención ingenua de su amada, se sentía más elocuente, con la memoria más fresca y las ideas más claras.

—Tú no puedes hacerte cargo de aquellas noches de luna en Cuba, de aquella bóveda de plata resplandeciente, de aquellos manglares que son jardines en medio de los espejos de la mar… Pues aquella noche de que te hablo, estábamos acechando junto a un río, porque sabíamos que por allí habían de pasar los insurgentes. Oímos un chapoteo en el agua; creímos que era un caimán que se escurría entre las cañas bravas. De repente, ¡pim!, un tiro. ¡Ellos!… Al instante toda nuestra gente se echa los fusiles a la cara. ¡Ta-ta-ra-trap!… Un negrazo salta sobre mí, y ¡zas!, le meto el machete por el ombligo y se lo saco por el lomo… No me he visto en otra, hija.

También había estado en la expedición a Roma el 48. ¡Oh, Roma! Aquello sí que era cosa grande. ¡Qué bonito aquel paso de Pío IX bendiciendo a las tropas! Y la conversación rodaba, sin saber cómo, de la bendición papal a los amoríos del narrador. En esto era la de no acabar, y de la cuenta total salían a siete aventuras por año, con la particularidad de que eran en las cinco partes del mundo, porque Feijoo, que también había estado en Filipinas, tuvo algo que ver con chinas, javanesas y hasta con joloanas. Una salvaje le había trastornado el seso, demostrando que en las islas de la Polinesia se dan casos de coquetería no menos refinada que la de los salones europeos.

—¡Ay, qué bueno! —exclamaba Fortunata riendo con toda su alma, al oír ciertos lances—. ¡Si eso parece de acá!… ¡Pero qué lista!… ¿Has visto? ¡Y luego dicen…!

De europeas no había que hablar. Contó el ex coronel aventuras con solteras y casadas, que a su amiga le parecían mentira, y no las habría creído si no las oyera de labios de persona tan verídica y formal.

—¿Pero has visto? Si eso se dice, no se cree… Y si lo escriben, pensarán que es fábula mal inventada. ¡Qué cosas hacen las mujeres! Bien dicen que somos el demonio.

Debo advertir que nada refería Feijoo que no fuese verdad, porque ni siquiera recargaba sus cuadros y retratos del natural. Lo mismo hacía Fortunata, cuando le tocaba a ella ser narradora, incitada por su protector a mostrar algún capítulo de la historia de su vida, que en corto tiempo ofrecía lances dignos de ser contados y aun escritos. No se hacía ella de rogar, y como tenía la virtud de la franqueza, y no apreciaba bien, por rudeza de paladar moral, la significación buena o mala de ciertos hechos, todo lo desembuchaba. A veces sentía D. Evaristo gran regocijo oyéndola, a veces verdadero terror; pero de todas estas sesiones salía al fin con impresiones de tristeza, y pensaba así: «Si hubiera caído antes en mis manos, si yo la hubiera cogido antes, todas esas ignominias se habrían evitado… ¡Qué lástima, compañero, qué lástima!… Y lo más raro es que después de tanto manosear hayan quedado intactas ciertas prendas, como la sinceridad, que al fin es algo y la constancia en el amor a uno solo».

Ambos evitaban que en sus conversaciones surgieran ciertos nombres; pero una noche se habló, no sé por qué, de Juanito Santa Cruz.

—Anda —dijo Fortunata—, que ya se habrá cansado otra vez de la tonta de su mujer. A bien que ella se tomará la revancha…

—No lo creo.

—Pues yo sí… —afirmó la prójima fingiendo convicción—. ¡Bah! No hay mujer casada que no peque… Ya saben tapar bien esas señoras ricas.

—No me gusta, hija, que hables así de persona alguna y menos de ésa. Yo me explico que no la quieras bien; pero observa que es inocente de las trastadas que te ha hecho su marido.

Feijoo conocía a algunas personas de la familia de Santa Cruz. A Jacinta y a Juan no les había hablado nunca; pero sí a D. Baldomero y algo a Barbarita. Trataba al gordo Arnáiz, y a otros muy allegados a la familia, como el marqués de Casa-Muñoz y Villalonga; y el mismo Plácido Estupiñá no era un desconocido para él.

—Es preciso que te acostumbres —prosiguió con cierta severidad—, a no hacer juicios temerarios, huyendo de cuanto pueda herir o lastimar a una familia respetable. Dobla la hoja y hazte cuenta de que esa gente se ha ido a Ultramar, o se ha muerto.

—Te diré una cosa que ha de pasmarte —indicó Fortunata con la expresión grave que tomaba cuando hacía una declaración de extremada y casi increíble sinceridad—. Pues el día en que vi por primera vez a Jacinta, me gustó…, sin que por gustarme dejara de aborrecerla. Una noche me acosté con el corazón tan requemado de celos, que me sentía capaz… hasta de matarla…, mira tú.

—¡Bah! No digas tonterías… No me hace gracia que te pongas así… Eso de matar a la rival es hasta cursi.

—Pero si no he acabado… Déjame que te cuente lo mejor. La aborrezco y me agrada mirarla, quiere decirse, que me gustaría parecerme a ella, ser como ella, y que se me cambiara todo mi ser natural hasta volverme tal y como ella es.

—Eso sí que no lo entiendo —dijo Feijoo cayendo en un mar de meditaciones—. Caprichos del corazón.

Y al levantarse, apoyando las manos en los brazos del sillón, notó ¡ay!, que el cuerpo le pesaba más; pero mucho más que antes.

5

No pararon aquí las observaciones referentes a su decaimiento físico. Una mañana, al levantarse, notó que la cabeza se le mareaba. Jamás había sentido cosa semejante. En la calle advirtió que para andar completamente derecho, necesitaba pensarlo y proponérselo. Pasando junto a la carcomida puerta del convento de la Latina, no pudo menos que mirarse en ella como en un espejo. Se vio allí bien claro, cual vestigio honroso conservado sólo por indulgencia del tiempo. «Todo envejece —pensó—, y cuando las piedras se gastan, ¡cómo no ha de gastarse el cuerpo del hombre!».

Y los síntomas de decadencia aumentaban con rapidez aterradora. Dos días después notó Feijoo que no oía bien. El sonido se le escapaba, como si el mundo todo con su bulla y las palabras de los hombres se hubieran ido más lejos. Fortunata tenía que gritar para que él se enterase de lo que decía. A lo penoso de esta situación uníase lo que tiene de ridículo. Verdad que aún andaba al paso de costumbre; pero el cansancio era mayor que antes, y cuando subía escaleras, el aliento le faltaba. Mirábase al espejo por las mañanas, y en aquella consulta infalible notaba fláccidas y amarillentas sus mejillas, antes lozanas; la frente se apergaminaba, y tenía los ojos enrojecidos y llorones. Al ponerse las botas, la rodilla derecha le dolía como si le metieran por la choquezuela una aguja caliente, y siempre que se inclinaba, un músculo de la espalda, cuyo nombre no sabía él, producíale molestia lacerante, que fuera terrible si no pasara pronto… «¡Qué bajón tan grande, compañero —se decía—, pero qué bajón! Y esto va a escape. Ya se ve. La locurilla me ha cogido ya con los huesos duros y con muchas Navidades encima… Pero francamente, este bajoncito no me lo esperaba yo todavía…».

Esto le ocasionó grandes tristezas que al principio trataba de disimular delante de su querida; pero una tarde que estaban sentados junto al balcón, se le abatieron tanto los espíritus que no pudo contener su pena y la confió a su amiga:

—Chulita, habrás notado que yo…, pues…, habrás visto que mi salud no es buena. Y entre paréntesis, ¿qué edad me echas tú?

—Sesenta —dijo ella seriamente con la reserva mental de que se quedaba algo corta.

—Hace unos días que he entrado en lo sesenta y nueve… Dentro de nada setenta… ¿Sabes que de quince días a esta parte me parece que he envejecido de golpe y porrazo veinte años? Yo me conservaba en mis apariencias y en mis bríos de cincuenta, cuando de improviso la naturaleza ha dicho: «¡Que me voy…, que no puedo más…!».

Fortunata había notado el bajón; pero, como es natural, no hablaba de semejante cosa.

—Lo que más me carga —dijo D. Evaristo con rabia, dando un puñetazo en el brazo del sillón—, es que la vista… Yo siempre he tenido una vista como un lince. Figúrate que en la Habana veía, desde el castillo de Atarés, las señales del vigía del Morro, distinguiendo perfectamente los colores de las banderas. Pues desde ayer noto no sé qué. Algunos objetos se me oscurecen completamente, y cuando me da el sol, me pican los ojos… Desde mañana pienso usar gafas verdes. Estaré bonito. En cuanto al oído, ya te habrás enterado. Hace días era el izquierdo, ahora es el derecho; he ascendido: era teniente y soy ya capitán. Te aseguro que estoy divertido. Pero es insigne majadería rebelarse contra la naturaleza. Tiene ella sus fueros, y el que los desconoce, lo paga. Yo he sido en esto poco práctico, siéndolo tanto en otras cosas; pero ya que se me olvidaron los papeles en el caso éste de hacer el pollo a los sesenta y nueve años, voy a recogerlos para prevenir las malas consecuencias. Ahora es preciso que me ocupe más de ti que de mí. Yo, poco puedo durar…

—No…, ¡qué tontuna! —dijo Fortunata, aquella vez más piadosa que sincera.

—A mí no me vengas tú con zalamerías. Por mucho que tire…, pon que tire un año, dos; eso si no me quedo el mejor día hecho un monigote y en tal estado que tengas tú que sonarme y ponerme la cuchara en la boca. De todas maneras, ya tengo poca cuerda, chulita de mi alma, y tengo que pensar mucho en ti, que la tienes todavía para rato, pues ahora estás en la flor de tus años y en lo mejor de tu hermosura.

Y otro día, subiendo la escalera, notaba que casi la subía más con los brazos que con las piernas, pues tenía que ampararse del pasamanos, haciendo mucha fuerza en él. «Esto va por la posta. Si me descuido, no tengo tiempo ni de dejar a esta infeliz bien defendida de los pillos y de las propias debilidades de su carácter. ¡Pobre chulita! Hay que mirar mucho cómo la dejo, porque ésta al son que la tocan baila. Lo que se me ha ocurrido para asegurarla contra incendios, es decir, contra los rasgos de todas clases, quizás no le guste; de fijo que no le gustará. Pero ya irá comprendiendo que no hay otro camino… ¡Ay de mí, que aún me falta un tramo! Dios nos asista. ¡Quién me había de decir a mí…!».

Al entrar en la casa, pasó insensiblemente del soliloquio al discurso, dando voz a sus meditaciones.

—¡Quién me había de decir a mí que llegaría a ocuparme de que existan boticas en el mundo! Yo que jamás caté píldora, ni pastilla, ni glóbulo, tengo mi alcoba llena de potingues; y si fuera a hacer todo lo que el médico me dice, no duraría tres días. ¡Y quién me había de decir a mí que le haría ascos a la comida, yo que jamás le he preguntado a ningún plato por sus intenciones! El estómago se me quiere jubilar antes que lo demás del cuerpo, y ya debes suponer que faltando el jefe de la oficina… En fin, qué le hemos de hacer.

Al llegar aquí, D. Evaristo tenía que alzar mucho la voz para hacerse oír, porque en la calle se situó un pianito de manubrio, tocando polcas y valses. Las del tercero, que eran las amas o sobrinas del ecónomo de San Andrés, que allí vivía, se pusieron a bailar, y al poco rato hicieron lo propio de los del segundo de la derecha. En el principal y segundo de la casa de enfrente armóse igual jaleo, y como los chicos alborotaban tanto en la calle, la gritería era espantosa y D. Evaristo y su amiga tuvieron que callarse, mirándose y riendo.

—Pues sobre que estoy sordo —dijo el simpático viejo—, la vecindad no nos deja oírnos. Callémonos, que tiempo hay de hablar.

Fijó sus tristes miradas en el suelo y Fortunata, con los brazos cruzados, mirábale atenta, contemplando los estragos de la degeneración senil en su fisonomía, mientras se alejaban y extinguían en la calle los picantes ritmos del baile. La tarde caía; pronto iba a ser de noche, y como Feijoo tenía horror a la oscuridad, su amiga encendió luz, que puso en la mesa de camilla, y cerró después las maderas.

—¿En dónde has estado hoy? —le preguntó D. Evaristo, que casi todas las noches le hacía la misma pregunta, no por fiscalizar sus actos, sino porque de aquella interrogación salía casi siempre una plática agradable.

—Pues hoy al mediodía subí a casa de las del cura —dijo ella sonriendo y pasándole el brazo por encima de los hombros—. Son dos sobrinas o qué sé yo qué, guapillas, y se parecen aunque no son hermanas. Ayer estuvieron aquí y me dijeron si les quería pespuntar y dobladillar unas tiras para tableado de vestidos. Se componen mucho y tienen arriba la mar de figurines. Están haciendo dos trajes, y si vieras…, no pude por menos de reírme; porque del terciopelo que les sobra hacen trajes para Niños Jesús y para Vírgenes. Todo lo aprovechan, y hasta una hebilla de sombrero que no puedan gastar, se la plantan a cualquier santo en la cintura.

Había hecho Fortunata algunas relaciones en la vecindad más próxima. Se visitaba con los inquilinos de la casa, y con alguna familia de la inmediata, gente muy llana, muy neta; como que a todas las visitas iba la prójima con mantón y pañuelo a la cabeza. En el tiempo que duró aquella cómoda vida volvieron a determinarse en ella las primitivas maneras, que había perdido con el roce de otra gente de más afinadas costumbres. El ademán de llevarse las manos a la cintura en toda ocasión volvió a ser dominante en ella, y el hablar arrastrado, dejoso y prolongando ciertas vocales, reverdeció en su boca, como reverdece el idioma nativo en la de aquél que vuelve a la patria tras larga ausencia. La gente más fina de aquella vecindad, o la que más procuraba serlo, era la familia del cura, y estas dos sobrinas eclesiásticas se esforzaban en hacer contrastar su lenguaje atildado con el de su hermosa vecina.

—Pero ¿no sabes, hijo, lo que me han dicho hoy? —prosiguió Fortunata conteniendo la risa—. ¡Ay qué gracia!… Te lo contaré para que te rías. La mayor, que es la más estirada, levantó las cejas, y mirándome como con lástima, y echando aquella voz tan fina, pero tan fina que parece que se la han hecho las arañas, fue y me dijo, dice: «¿Pero ese señor, no se casa con usted?». Por poco suelto el trapo… Yo le contesté «puede» y siguió con el sermón. Para que me dejara en paz le dije al fin que sí, que nos íbamos a casar, que ya estábamos sacando los papeles y que pronto se echarían las proclamas.

—Bien contestado… ¡Qué ganas de meterse en lo que no les importa!

—Y ahora te pregunto yo —dijo Fortunata más cariñosa, pero bastante más seria—. Si yo fuera soltera, ¿te casarías conmigo?

—Sobre eso ya sabes cuáles son mis ideas —replicó él de buen humor—. ¿Crees que han variado desde que estoy enfermo, y que los hombres piensan de un modo cuando tienen el estómago como un reloj, y de otro cuando la maquina principia a descomponerse? Algo de esto pasa, chulita, y una cosa es hablar desde la altura de una salud perfecta y otra al borde del hoyo… Pero en esto del matrimonio te aseguro que no han variado mis ideas. Sigo creyendo que el casarse es estúpido, y me iré para el otro barrio sin apearme de esto. ¡Qué quieres! Yo he visto mucho mundo… A mí no me la da nadie. Sé que es condición precisa del amor la no duración, y que todos los que se comprometen a adorarse mientras vivan, el noventa por ciento, créetelo, a los dos años se consideran prisioneros el uno del otro, y darían algo por soltar el grillete. Lo que llaman infidelidad no es más que el fuero de la naturaleza que quiere imponerse contra el despotismo social, y por eso verás que soy tan indulgente con los y las que se pronuncian.

Por aquí siguió en su ingenioso tema; pero Fortunata no entendía bien estas teorías, sin duda por el lenguaje que empleaba su amigo. A poco de esto se puso ella a cenar. Feijoo no tomaba más que un huevo pasado y después chocolate, porque su estómago no le permitía ya las cenas pesadas. Pero en su frugal colación gozaba viendo comer a su protegida, cuyo apetito era una bendición de Dios.

—Hija, tienes un apetito modelo. Te estoy mirando, y al paso que te envidio, me felicito de verte tan bien agarrada a la vida. Así, así me gusta… No te dé vergüenza de comer bien, y puesto que lo hay, aplícate todo lo que puedas, que día vendrá… Ojalá que no. Ya ves qué contraste; yo voy para abajo, tú para arriba. ¡Cuando digo que tienes lo mejor de la vida por delante!… Y buena tonta serás si no engordas todo lo que puedas, y te pones las carnes aún más duras y apretadas si es posible. Figúrate si con esas tragaderas estarás bien dispuesta para el amor.

Después de esto y mientras Fortunata se comía una cantidad inapreciable de pasas y almendras, cogiéndolas del plato una a una y llevándoselas a la boca sin mirarlas, el bondadoso anciano siguió sus habladurías con cierto desconcierto, y como desvariando. A ratos parecía incomodado, y expresándose cual si refutara opiniones que acabara de oír, daba palmetazos en los brazos del sillón:

—Si siempre he sostenido lo mismo, si no es de ahora esta opinión. El amor es la reclamación de la especie que quiere perpetuarse, y al estímulo de esta necesidad tan conservadora como el comer, los sexos se buscan y las uniones se verifican por elección fatal, superior y extraña a todos los artificios de la Sociedad. Míranse un hombre y una mujer. ¿Qué es? La exigencia de la especie que pide un nuevo ser, y este nuevo ser reclama de sus probables padres que le den vida. Todo lo demás es música; fatuidad y palabrería de los que han querido hacer una Sociedad en sus gabinetes, fuera de las bases inmortales de la Naturaleza. ¡Si esto es claro como el agua! Por eso me río yo de ciertas leyes y de todo el código penal social del amor, que es un fárrago de tonterías inventadas por los feos, los mamarrachos y los sabios estúpidos que jamás han obtenido de una hembra el más ligero favorcito.

Fortunata le miraba con sorpresa mezclada de temor, el codo en la mesa, derecho el busto, en una actitud airosa y elegante, llevando pausadamente del plato a la boca, ahora una pasita, ahora una almendrita. Feijoo le cogió la barbilla entre sus dedos, diciéndole con cariño:

—¿Verdad, chulita, que tengo razón? ¿Verdad que sí?… ¡Ay, qué será de ti, chulita, cuando yo me muera!… ¿Y en lo que me queda de vida, si ésta se prolonga y voy más para abajo todavía?… Hay que preverlo todo, compañera. ¡Me ha entrado un desasosiego!… ¡Qué gruesa estás y qué hermosota, y yo…, yo… concluido, absolutamente concluido! Soy un reloj que tocó su última campanada, y aunque anda un poco todavía, ya no da la hora.

—No —murmuró ella frotándole el pecho con su cabeza—, no… todavía…

—¡Ay, qué ilusión! Yo acabé. El estómago me pide el retiro. Hay algo en mí que ha hecho dimisión; pero dimisión irrevocable; efectividad concluida, funciones que pasaron a la historia. Es preciso prevenir…, mirar por ti, asegurarte contra la tontería.

Fortunata se reía, y para calmarle aquel desasosiego que sus estrafalarios pensamientos y aprensiones le causaban, prodigóle aquella noche, hasta que se separaron, los cariños y cuidados de una hija amantísima con el mejor de los padres.

6

Al siguiente día, Feijoo le dijo al entrar:

—Hoy es la primera vez que he tenido que tomar un coche desde la Plaza Mayor aquí. Hasta ahora las piernas se han defendido; estas piernas que han hecho marchas de seis leguas en una noche… Tengo el simón a la puerta. Vente conmigo y vamos a dar una vuelta por las rondas del Sur.

Fortunata no pensaba más que en complacerle, y accedió con algún recelo, pues siempre que paseaban juntos, aunque fuera por sitios apartados, temía encontrarse a Maximiliano o a Doña Lupe a la vuelta de una esquina. Esta idea le hacía temblar.

Pasearon un buen ratito, sin que tuvieran ningún encuentro desagradable. Dos días después, D. Evaristo no fue a verla, y en su lugar llegó el criado con una breve esquelita, llamándola. El señor había pasado muy mala noche, y el médico le había ordenado que se quedase en la cama. Corrió allá Fortunata muy afligida, y le vio incorporado en el lecho, afectando tranquilidad y alegría.

—No es nada de particular —le dijo, haciéndola sentar a su lado—. El médico se empeña en que no salga. Pero no estoy mal; casi casi estoy mejor que los días pasados. Sólo que como no tengo costumbre de encamarme… Desde que pasé la fiebre amarilla en Cuba hace cuarenta años, no sabía yo lo que son sábanas a las cuatro de la tarde. ¡Qué ganas tenía de verte! Anoche me entró como una angustia… Creí que me moría sin dejarte arreglada una vida práctica, esencialmente práctica. Por lo que pueda tronar, te voy a decir lo que desde hace días tengo pensado. Verás qué plan. Al principio puede que te escueza un poco; pero… no hay otro remedio, no hay otro remedio.

Inclinóse del lado en que la joven estaba, para poner su boca lo más cerca posible del oído de ella, y le disparó cara a cara estas palabras:

—Resultado de lo mucho que cavilo por ti: es preciso que te vuelvas a unir a tu marido.

Contra lo que el simpático viejo esperaba Fortunata no hizo aspavientos de sorpresa. Puso, sí, una carita muy monamente apenada, y alzando la voz, dijo:

—Pero eso, ¿cabe en lo posible?

—No necesitas alzar mucho la voz. Hoy estoy mucho mejor de la sordera. Por este oído izquierdo me entra todo perfectamente, y no sale por el otro… ¿Dices que si cabe en lo posible? De eso se trata; de hacerle hueco. Ya he tanteado el terreno. Esta mañana estuvo Juan Pablo a verme y le eché una chinita. Has de saber que anteayer me encontré a Doña Lupe en la calle y le arrojé otra chinita.

—¿Ellos saben…? —preguntó la señora de Rubín con los labios muy secos.

—¿Esto?… Creo que no. Quizás lo sospechen; pero oficialmente no saben nada.

—¡Ay!, no me podías decir nada —manifestó la joven dándose un lengüetazo en los labios, que se le secaban más todavía—, nada que me fuera más antipático, más…

—Yo lo comprendo…

—Si tú no te has de morir —dijo Fortunata irguiéndose con brío, en son de protesta—. ¡Si te pondrás bueno!…

Feijoo había cerrado los ojos, y se sonreía en las tinieblas de su meditación. La chulita callaba mirándole. Con aquella sonrisa, que parecía la que les queda a algunas caras después que se han muerto, contestaba D. Evaristo mejor que con palabras.

—¿Y a Nicolás le has echado otra chinita? —preguntó ella después de una pausa, queriendo alegrar conversación tan lúgubre.

—No, porque no le he visto. Es el más bruto de los tres. Tú créeme; si ganamos a Doña Lupe, todos los demás bajarán la cabeza, incluso tu marido. Doña Lupe es la que manda allí, y peor para ellos si no mandara.

—¡Oh!, yo dudo mucho que quieran… Les jugué una partida muy serrana —afirmó ella, gozosa de encontrar un argumento contra aquel plan tan contrario a su gusto—, pero muy serrana. Lo que yo hice es de eso que no se perdona.

—Todo se perdona, hija, todo, todo —dijo el enfermo con indulgencia empapada en escepticismo—. Por muy grande que nos figuremos la masa de olvido derramado en la sociedad como elemento reparador, esa masa supera todavía a todos nuestros cálculos. El bien y la gratitud son limitados; siempre los encontramos cortos. El olvido es infinito. De él se deriva el vuelva a empezar, sin el cual el mundo se acabaría.

—¡Oh!, No, no es posible… No tienen vergüenza si me perdonan.

—Eso, allá ellos… Lo que me importa a mí es que tú quedes en una situación correcta y sobre todo… práctica. Tienes tú en ti misma poca defensa contra los peligros que a la vida ofrece continuadamente el entusiasmo. Si te dejo sola, aunque te asegure la subsistencia, te arrastrarán otra vez las pasiones y volverás a la vida mala. Necesita mi niña un freno, y ese freno, que es la legalidad, no le será molesto si lo sabe llevar…, si sigue los consejos que voy a darle. Tonta, tontaina, si todo en este mundo depende del modo, del estilo… Nada es bueno ni malo por sí. ¿Me entiendes? Ojo al corazón es lo primero que te digo. No permitas que te domine. Eso de echar todo por la ventana en cuanto el señor corazón se atufa, es un disparate que se paga caro. Hay que dar al corazón sus miajitas de carne; es fiera y las hambres largas le ponen furioso; pero también hay que dar a la fiera de la sociedad la parte que le corresponde, para que no alborote. Si no, lo echas todo a rodar, y no hay vida posible. A ti te asusta el hacer vida común con tu marido porque no le quieres…

—Ni tanto así; no le quiero, ni es posible que le quiera nunca, nunca, nunca.

—Corriente. Pues todo se arreglará, hija, todo se arreglará… No te apures ni pongas esa cara tan afligida. Hablaremos despacio. Por hoy no quiero calentarte la cabeza, ni calentármela yo, que bastante he charlado ya, y empiezo a sentirme mal. Está la cosa aprobada en principio…, en principio.

Quedóse dormido el buen señor, que por haber pasado muy mala noche, tenía sueño atrasado, y Fortunata permaneció a su lado sin chistar ni moverse por no turbar su descanso. Examinaba la habitación y habría deseado poder escudriñar la casa toda. De lo que en la alcoba observó, hubo de sacar el conocimiento de que la casa estaba muy bien puesta. D. Evaristo, que tan práctico quería ser en la vida social, debía de serlo más en la doméstica, y, conforme a sus ideas, lo primero que tiene que hacer el hombre en este valle de inquietudes es buscarse un buen agujero donde morar, y labrar en él un perfecto molde de su carácter. Soltero y con fortuna suficiente para quien no tiene mujer ni chiquillos ni familia próxima, Feijoo vivía en dichosa soledad, bien servido por criados fieles, dueño absoluto de su casa y de su tiempo, no privándose de nada que le gustase, y teniendo todos los deseos cumplidos en el filo mismo de su santísima voluntad. Más que por el lujo, despuntaba la casa por la comodidad y el aseo. Gobernábala una tal Doña Paca, gallega, que tuvo casa de huéspedes distinguidos y recomendados, en la cual vivió Feijoo mucho tiempo, y completaban la servidumbre una cocinera bastante buena y un criado muy callado y ya algo viejo, que había sido asistente de su amo.

Éste despertó como a la media hora de haberse dormido, y restregándose los ojos y gruñendo un poco, hubo de asombrarse de ver allí a su amiga, y alargó la cabeza para mirarla. Viéndola reír, se expresó así:

—Pues con el sueñecito que he echado perdí la situación, chica, y al despertar, no me acordaba de que habías quedado ahí… Y viéndote ahora, me decía yo, en ese estado de torpeza que divide el dormir del velar: «¿pero es ella la que veo? ¿Cómo y cuándo ha venido a mi casa?».

Sacó su mano de entre las sábanas para tomar la de ella, y recogiendo al punto las ideas que se habían dispersado, le dijo:

—Fíjate bien en una cosa, y es que Doña Lupe la de los Pavos, que es la persona de más entendimiento en toda esa familia, no se ha de llevar mal contigo, si tienes tacto. Lo que a Doña Lupe le gusta es mangonear, dirigir la casa, y echárselas de consejera y maestra. Hay que darle cuerda por ahí, y dejarla que mangonee todo lo que quiera. El gobierno de la casa lo ha de llevar mucho mejor que tú, porque es mujer que lo entiende: la traté un poco cuando vivía su marido, que era amigo y paisano mío. Por cierto que cuando se quedó viuda, dio en la flor de decir que yo le hacía el oso. ¡Tontería y fatuidad suya!… Pero en fin, es mujer de gobierno. De modo que dejándola que se explaye a su gusto en todo lo que sea el mete y saca de la vida doméstica, podrás conservar tu independencia en lo demás. No sé si me entiendes ahora; pero ya te lo explicaré mejor. En último caso, si algún día tuvieras un choque con ella, te plantas y le dices: «Ea, señora, yo no me meto en lo que es de su incumbencia de usted. No se meta usted en lo que es de la mía».

Se había hecho de noche y los dos interlocutores no se veían. Feijoo llamó para que trajeran luz, y cuando la trajo Doña Paca, la primera claridad que se esparció por el aposento sirvió al ama de llaves para examinar con rápida inspección el rostro de la amiga de su señor, diciéndose: «ésta es la pájara que nos le ha trastornado». Aquel curioseo receloso de criado que espera heredar, fue seguido de diferentes pretextos para permanecer allí con idea de pescar algo de la conversación. Pero mientras Paca estuvo en la alcoba haciendo que ordenaba las cosas, moviendo los trastos y revisando las medicinas, D. Evaristo no desplegó los labios. Miraba a su ama de llaves, y su sonrisa maliciosa quería decir: «Tú te cansarás».

Así fue. Retiróse la dueña, y D. Evaristo volvió a su tema:

—Lo primero que has de tener presente es que siempre, siempre, en todo caso y momento, hay que guardar el decoro. Mira, chulita, no me muero hasta que no te deje esta idea bien metida en la cabeza. Apréndete de memoria mis palabras, y repítelas todas las mañanas a renglón seguido del padrenuestro.

Como un dómine que repite la declinación a sus discípulos, machacando sílaba tras sílaba, cual si se las claveteara en el cerebro a golpes de maza, D. Evaristo, la mano derecha en el aire, actuando a compás como un martillo, iba incrustando en el caletre de su alumna estas palabras:

—Guardando… las… apariencias; observando… las reglas… del respeto que nos debemos los unos a los otros…, y…, sobre todo, esto es lo principal…, no descomponiéndose nunca, oye lo que te digo…, no descomponiéndose nunca… (a la segunda repetición del concepto, la mano del dómine quedábase suspendida en el aire; y sus cejas arqueadas en mitad de la frente, sus ojos extraordinariamente iluminados denotaban la importancia que daba a este punto de la lección), no descomponiéndose nunca, se puede hacer todo lo que se quiera.

Después le entró tos. Doña Paca se apareció dando gruñidos y diciendo que la tos provenía de tanto hablar, contra lo que el médico ordenaba.

—A usted no le ha de matar la enfermedad, sino la conversación… A ver si toma el jarabe y cierra el pico.

Para atenuar el efecto de esa salida un tanto descortés, estando presente una visita, la señora aquella agració a la intrusa con una sonrisilla forzada. ¿Cuál de las dos daría al enfermo la cucharada de jarabe? Quiso hacerlo el ama de llaves; pero Fortunata estuvo más lista. La otra tomó su desquite, arrojando una observación de autoridad displicente a la cara de la entrometida.

—Eso es, dele el cloral en vez del jarabe, y la hacemos…

—¿Pero no es ésta la medicina?

—Ésa es, sí… Pero podía usted haberse equivocado. Para eso estoy yo aquí.

—Que me dé lo que quiera —gruñó Feijoo con burlesca incomodidad—. ¿A usted qué le importa, señora Doña Francisca?…

—Es que…

—Bueno; aunque me envenenara. Mejor.

7

Al verse otra vez en su casa y sola, Fortunata no podía con la gusanera de pensamientos que «le llenaba toda la caja de la cabeza». ¡Volver con su marido! ¡Ser otra vez la señora de Rubín! Si un mes antes le hubieran hablado de tal cosa, se habría echado a reír. La idea continuaba teniendo para ella una extrañeza dolorosa; pero después de lo que oyó al buen amigo no le parecía tan absurda. ¿Llegaría aquello a ser posible y hasta conveniente? Un cuchicheo de su alma le dijo que sí, aunque las antipatías que los Rubín le inspiraban no se extinguieran. Que D. Evaristo se moría pronto era cosa indudable: no había más que verle. ¿Qué iba a ser de ella, privada de la dirección y consejo de tan excelente hombre?… ¡Cuidado que sabía el tal! Toda la ciencia del mundo la poseía al dedillo, y la naturaleza humana, el aquél de la vida, que para otros es tan difícil de conocer, para él era como un catecismo que se sabe de memoria. ¡Qué hombre!

Así como en las mutaciones de cuadros disolventes, a medida que unas figuras se borran van apareciendo las líneas de otras, primero una vaguedad o presentimiento de las nuevas formas, después contornos, luego masas de color, y por fin, las actitudes completas, así en la mente de Fortunata empezaron a esbozarse desde aquella noche, cual apariencias que brotan en la nebulosa del sueño, las personas de Maxi, de Doña Lupe, de Nicolás Rubín y hasta de la misma Papitos. Eran ellos que salían nuevamente a luz, primero como espectros, después como seres reales con cuerpo, vida y voz. Al amanecer, inquieta y rebelde al sueño, oíales hablar y reconocía hasta los gestos más insignificantes que modelaban la personalidad de cada uno.

Levantóse la chulita muy tarde y recibió un recado de su amigo diciéndole que estaba mejor y que se levantaría y saldría a la calle con permiso del tiempo. Esperó su visita, y en tanto no cesaba de cavilar en lo mismo. La gratitud que hacia Feijoo sentía, era más viva aún que antes, y habría deseado que la vida que con él llevaba continuase, pues aunque algo tediosa, era tan pacífica que no debía ambicionar otra mejor. «Si dura mucho esto, ¿llegaré a cansarme y a no poder sufrir esta sosería? Puede que sí». El apetito del corazón, aquella necesidad de querer fuerte, le daba sus desazones de tiempo en tiempo, produciéndole la ilusión triste de estar como encarcelada y puesta a pan y agua. Pero no se conformaba; quizás cada día la conformidad era menor…, quizás veía con agrado en las lontananzas de su imaginación algo nuevo y desconocido que interesara profundamente su alma, y pusiera en ejercicio sus facultades, que se desentumecían después de una larga inactividad.

D. Evaristo llegó en coche a eso de las cuatro muy animado, y le mandó que le hiciera un chocolatito para las cinco. Esmeróse ella en esto, y cuando el buen señor tomaba con gana su merienda, le dijo entre otras cosas que, si seguía mejor, al día siguiente hablaría con Juan Pablo, planteándole la cuestión resueltamente.

—Y también te digo una cosa. No veo la causa de que tu marido te sea tan odioso. Podrá no ser simpático; pero no es mala persona. Podrá no ser un Adonis; pero tampoco es el coco. Mujeres hay casadas con hombres infinitamente peores, y viven con ellos; allá tendrán sus encontronazos; pero se arreglan y viven… Tú no seas tonta, que no sabes la ganga que es tener un hombre y una chapa decorosa en el casillero de la sociedad. Si sacas partido de esto, serás feliz. Casi estoy por decirte que mejor te cuadra un marido como el que tienes, que otro de mejor lámina, porque con un poco de muleta harás de él lo que quieras. Me han dicho que desde la separación está muy taciturno, muy dado a sus estudios, y que no se le conocen trapicheos ni distracciones… Por grandes que sean sus resentimientos, chica, creo que en cuanto le hablen de volver contigo, se le hace la boca agua.

Fortunata, sonriendo, dio a entender su incredulidad.

—¿Que no? ¡Ay, chulita!, tú no conoces la naturaleza humana. Cree lo que te he dicho. Maximiliano te abrirá los brazos. ¿No ves que es como tú, un apasionado, un sentimental? Te idolatra, y los que aman así, con esa locura, se pirran por perdonar. ¡Ah, perdonar! Todo lo que sea rasgos les vuelve locos de gusto. Tú déjate querer, grandísima tonta, y hazte cargo de que se te presenta un ancho horizonte de vida… si lo sabes aprovechar.

Esto del horizonte avivó en la mente de la joven aquel naciente anhelo de lo desconocido, del querer fuerte sin saber cómo ni a quién. Lo que no podía era compaginar esperanza tan incierta con la vida de familia que se le recomendaba. Pero algo y aun algos se le iba clareando en el entendimiento.

Feijoo mejoró sensiblemente en los días que siguieron al arrechucho aquel. Recobró parte de sus fuerzas, algo del buen humor, y las presunciones de próxima muerte se desvanecieron en su espíritu. Mas no por esto desistió de llevar adelante un plan que había llegado a ser casi una manía, absorbiendo todos sus pensamientos. Decidido a hablar con Juan Pablo, fue a verle una mañana al café de Madrid, donde tenía un rato de tertulia antes de entrar en la oficina, pues al fin ¡miseria humana!, hubo de aceptar la credencialeja de doce mil que le había dado Villalonga, por recomendación del mismo Feijoo. No estaba contento ni mucho menos con esto del orgulloso Rubín, y se quejaba de que una amistad sagrada le hubiera puesto en el compromiso de aceptar el turrón alfonsino. Por supuesto que la situación no duraba ni podía durar. Cánovas no sabía por dónde andaba. Entre tanto, y supiera o no D. Antonio lo que traía entre manos, ello es que Juan Pablo se había comprado una chistera nueva, y tenía el proyecto de trocar su capa, algo deshilachada de ribetes y mugrienta de forros, por otra nueva. Eso al menos iba ganando el país.

Pero de todas las mejoras de ropa que publicaban en los círculos políticos y en las calles de Madrid el cambio de instituciones, ninguna tan digna de pasar a la historia como el estreno de levita de paño fino que transformó a D. Basilio Andrés de la Caña a los seis días de colocado. Hundióse en los abismos del ayer la levita antigua, con toda su mugre, testimonio lustroso de luengos años de cesantía y de arrastrar las mangas por las mesas de las redacciones. Completaba el buen ver de la prenda un sombrero de moda, y el gran D. Basilio parecía un sol, porque su cara echaba lumbre de satisfacción. Desde que entró a servir en su ramo y en la categoría que le cuadraba, estaba el hombre que no cabía en su chaleco. Hasta parecía que había engordado, que tenía más pelo en la cabeza, que era menos miope, y que se le habían quitado diez años de encima. Se afeitaba ya todos los días, lo que en realidad le quitaba el parecido consigo mismo. No quiero hablar de las otras muchas levitas y gabanes flamantes que se veían por Madrid, ni de las señoras que trocaban sus anticuados trajes por otros elegantes y de última novedad. Éste es un fenómeno histórico muy conocido. Por eso cuando pasa mucho tiempo sin cambio político, cogen el cielo con las manos los sastres y mercaderes de trapos, y con sus quejas acaloran a los descontentos y azuzan a los revolucionarios. «Están los negocios muy parados» dicen los tenderos; y otro resuella también por la herida diciendo: «No se protege al comercio ni a la industria…».

Cuando Feijoo entró en el café de Madrid, Juan Pablo no había llegado aún, y decidió esperarle en el sitio que su amigo acostumbraba ocupar. A poco entró D. Basilio presuroso, de levita nueva, el palillo entre los dientes, y se dirigió al mostrador con ademanes gubernamentales.

—Que me lleven el café a la oficina —dijo en voz alta, mirando el reloj y haciendo un gesto, por el cual los circunstantes podrían comprender, sin necesidad de más explicaciones, el cataclismo que iba a ocurrir en la Hacienda si D. Basilio se retrasaba un minuto más.

—Hola, D. Evaristo —dijo deteniéndose un instante a estrecharle la mano—. ¿Cómo va la salud?… ¿Bien? Me alegro… Conservarse… Muy ocupado… Junta en el despacho del jefe… Abur.

—Buen pelo echamos, ¿eh?… Sea enhorabuena. Yo tal cual. Adiós.

Al quedarse otra vez solo, D. Evaristo arrugó el ceño. Ocurriósele una contrariedad que entorpecería su plan. Al ir hacia el café había preparado por el camino el discurso que le espetaría a Juan Pablo. Este discurso empezaba así: «Amigo mío, me he enterado de que la pobre mujer de su hermano de usted vive en el más grande apartamiento, arrepentida ya de su falta, indigente y sin amparo alguno…»; y por aquí seguía. Pero esto era insigne torpeza, porque si después de encarecer lo tronada y hambrienta que estaba Fortunata, la veían tan hermosa… No, de ninguna manera. Facilillo era compaginar la lozanía de la señora de Rubín con su desgracia. ¿Y cómo evitar que del indicio de aquellas apretadas carnes y de aquel color admirable indujeran los parientes la certeza de una vida regalona, alegre y descuidada?… Uno rato estuvo mi hombre discurriendo cómo probar que no es cosa del otro jueves que las personas afligidas engorden, y aún no había logrado construir su plan lógico, cuando llegó Juan Pablo, frotándose las manos, y dejando ver en su cara la satisfacción íntima que el simple hecho de entrar en el café le producía. Era como el tinte de placidez que toma la cara del buen burgués al penetrar en el hogar doméstico. Saludáronse los dos amigos con el afecto de siempre. Después de oír, acerca de su salud, todas las vulgaridades hipocráticas con que el sano trastea al enfermo, como aquello de «es nervioso…», «pasee usted…», «yo también estuve así», Feijoo abordó la cuestión, y por zancas y barrancas, soltando lo primero que se le ocurría, llegó a decir que él se había propuesto, por pura caridad, negociar la reconciliación.

—¡Probrecilla! —dijo Rubín, echando los terrones de azúcar en el vaso, con aquella pausa que constituía un verdadero placer—. Dice usted que pasando miserias y muy arrepentida… ¡Cuánto se habrá desmejorado!

—Le diré a usted… Precisamente desmejorarse, no; lo que está es así, muy… ensimismada. Pero sigue tan guapa como antes.

—Y Santa Cruz, ¿no…?

—Quite usted, hombre. Si hace la mar de tiempo que tronaron. A poco de las trapisondas de marras… Desde entonces su cuñada de usted ha vivido apartada del bullicio, llorando sus faltas y comiéndose los ahorros que tenía, hasta que han venido los apuros. Ha sido una casualidad que yo me enterara. Verá usted… Me la encontré hace días…, contóme sus cuitas… Me dio mucha pena. Hágase usted cargo de lo que sufrirá una criatura con la conciencia alborotada y en esta situación…

—¡Ah! Señor D. Evaristo, a mí no me la da usted… Usted es muy tunante y las mata callando…

Al oír esto, la diplomacia de Feijoo se alarmó, creyendo llegada la ocasión de sacar, si no todo el Cristo, la cabeza de él.

—Mire usted, compañero —le dijo con reposado acento—; cuando trato las cosas en serio, ya sabe usted que las bromas me parecen impertinentes, ¿estamos? Es poco delicado en usted suponer que he tenido algún lío con esa señora, y que lo disimilo con la hipocresía de querer reconciliar el matrimonio. Vamos, que se pasa usted de pillín…

—Era un suponer, D. Evaristo —manifestó Rubín desdiciéndose.

—Pues hacía yo bonito papel… Hombre, muchas gracias…

—No, no he dicho nada…

—Además, diferentes veces me ha oído usted decir que hace tiempo que me corté la coleta.

—Sí, sí.

—Y si en mis treinta, y en mis cuarenta y aun en mis cincuenta, he toreado de lo fino, lo que es ahora… ¡Pues estoy yo bueno para fiestas con mis sesenta y nueve años y estos achaques…! Hágame usted más favor, y cuando le digo una cosa, créamela, porque para eso son los buenos amigos, para creerle a uno…

—Tiene usted razón, y lo que siento ¡qué cuña!, es que no viera en mi reticencia una broma…

—Me parecía a mí que el asunto, por tratarse de una persona de la familia de usted y por iniciarlo yo, no era para bromear.

Rubín creyó o aparentó creer, y puso la atención más filosófica del mundo en lo que su amigo siguió diciendo sobre materia tan importante. Y aquí viene bien un dato: Juan Pablo había recibido de Feijoo algunos préstamos a plazo indefinido. Este excelente hombre, viendo sus angustias, halló una manera delicada de suministrarle la cantidad necesaria para librarse de Cándido Samaniego, que le perseguía con saña inquisidora. Estas caridades discretas las hacía muy a menudo Feijoo con los amigos a quienes estimaba, favoreciéndoles sin humillarles. Por supuesto, ya sabía él que aquello no era prestar, sino hacer limosna, quizás la más evangélica, la más aceptable a los ojos de Dios. Y no se dio el caso de que recordase la deuda a ninguno de los deudores, ni aun a los que luego fueron ingratos y olvidadizos. Juan Pablo no era de éstos, y se ponía gustoso, con respecto a su generoso inglés, en ese estado de subordinación moral, propio del insolvente a quien se le dan todas las largas que él quiere tomarse. Demasiado sabía que un hombre de quien se han recibido tales favores hay que creerle siempre todo lo que dice, y que se contrae con él la obligación tácita de ser de su opinión en cualquier disputa, y de ponerse serio cuando él recomienda la seriedad. Allá en su interior pensaría Rubín lo que quisiese; pero de dientes afuera se mantuvo en el papel que le correspondía.

—Por mi parte, no he de poner inconvenientes… Qué quiere usted que le diga. No sé lo que pensará Maximiliano. Desde aquellas cosas, no le he oído mentar a su mujer… Si algo se ha de hacer, crea usted que no se dará un paso si mi tía no va por delante… Yo estoy un poco torcido con ella… Lo mejor es que le hable usted.

Después se enteró Feijoo con mucha maña de ciertas particularidades de la familia. Maxi había tomado el grado y estaba ya practicando en la botica de Samaniego, a las órdenes de un tal Ballester, encargado del establecimiento. Supo además el anciano que Doña Lupe no vivía ya en Chamberí, sino en la calle del Ave María, y que todo el tiempo que le dejaba libre a Maxi la farmacia, lo empleaba en darse buenos atracones de lectura filosófica. Le había dado por ahí.

Luego hablaron de otras cosas. El filósofo cafetero dijo a su amigo que cuando quisiera echar otro párrafo no le buscase más en el Café de Madrid, porque allí había caído en un círculo de cazadores que le tenían marcado y aburrido con la perra pachona, el hurón, y con que si la perdiz venía o no venía al reclamo. No sabía aún a qué local mudarse; pero probablemente sería al Suizo Viejo, donde iban Federico Ruiz y otros chicos atrozmente panteístas. De los antiguos cofrades sólo iban a Madrid D. Basilio, insufrible con su ministerialismo, Leopoldo Montes y el Pater. Pero éste se marcharía aquella misma noche a Cuevas de Vera, su pueblo, a trabajar las elecciones de Villalonga. También charló Juan Pablo de política, diciendo con mucho tupé que el Gobierno estaba de cuerpo presente, y que la situación duraría… a todo tirar, a todo tirar, tres o cuatro meses.

8

La primera vez que D. Evaristo visitó a su dama después de esta entrevista, abrazóla gozoso, y le dijo:

—Albricias… vamos bien, vamos bien.

—¿Pero qué… qué hay? ¿Buenas noticias?

—Oro molido; mejor dicho, excelentes impresiones. Tu marido…

—¿Le ha visto usted?

—No he tenido esa satisfacción. Pero me han contado de él una cosa que es en extremo favorable. Te lo diré para que no caviles. Maximiliano se ha dedicado a la filosofía…

Fortunata se quedó mirando a su amigo, sin saber qué expresión tomar. No veía la tostada, ni sabía en rigor lo que era la filosofía, aunque sospechaba que fuese una cosa muy enrevesada, incomprensible y que vuelve «gilís a los hombres».

—No me llama la atención que te quedes con la boca abierta. Ya irás comprendiendo… ¡Se da unos atracones de filosofía!, y me parece que dijo Juan Pablo que era filosofía espiritualista…

—¡Ah!… ¿De ésos que hablan con las patas de las mesas? ¡Alabado sea!…

—No, ésos no. Pero estamos de enhorabuena: cualquiera que sea la secta o escuela que le sorbe el seso a tu marido, tenemos ya noventa y seis probabilidades contra cuatro de que te reciba con los brazos abiertos. Tú lo has de ver.

Fortunata dudaba que esto fuera así. La partida que ella le había jugado a Maxi era demasiado serrana para que éste la olvidara por lo que dicen los libros. Al otro día entró el simpático amigo más alegre y excitado. Su proyecto llegó a dominarle de tal modo, que no sabía pensar en otra cosa, y de la mañana a la noche estaba dando vueltas al tema. Había mejorado mucho su salud y al mismo tiempo no ponía tanto cuidado como antes en el adorno de su persona. Desde que tomara con tanto cariño las funciones paternales, se había dejado toda la barba, usaba hongo y una gran bufanda alrededor del cuello. Salía a sus diligencias en coche simón por horas. Cuando la prójima le vio entrar aquel día con el sombrero echado hacia atrás, los ojos chispeantes, los movimientos ágiles, comprendió que las noticias eran buenas.

—Con estos alegrones —dijo él abrazándola—, se rejuvenece uno. Chulita, otro abrazo, otro. Vengo de hablar con la mismísima Doña Lupe la de los Pavos.

Fortunata se asustó sólo de oír el nombre de su tía política.

—Impresiones muy buenas… —añadió el diplomático—. Ha empezado por ahuecar la voz, y por negarse a proponer la reconciliación. Pero mientras más cerdea ella, más claro veo yo que hará lo que deseamos. ¡Oh!, entiendo bien a mi gente. También esta tiene sus filosofías pardas, y a mí no me la da. Conozco las callejuelas de la naturaleza humana mejor que los rincones de mi casa. Doña Lupe está deseando que vuelvas; pero deseándolo, para que lo sepas. Se lo he conocido en la cara y en el modo de decir que no… Yo no sé si te he contado que en un tiempo, a poco de enviudar, tuvo sus pretensiones respecto a mí. Pretensiones honestas… Decía la muy fatua que yo le paseaba la calle. ¿Creerás que se le descompone la cara siempre que me ve?

Fortunata soltó la carcajada.

—Dime, ¿y cuando te pretendía, ya le habían cortado el pecho que le falta?

—Pues no lo sé. Por mí que le cortaran los dos… En fin, chica, que esto marcha. Yo le dije que si había reconciliación, vivirías con ella, pues yo estimaba muy conveniente esta vida común. Tan hueca se puso al oírme decir esto, que aún creo que le nacía un pecho nuevo… Oye lo que tienes que hacer cuando esto se realice: Yo te daré una cantidad que le entregarás a ella el primer día, suplicándole que te la coloque. Te niegas a admitirle recibo. Nada le gusta tanto como que tengan confianza en ella en asuntos de dinero… ¡Ah!… Leo en ella como leo en ti. ¿No ves que la traté bastante en vida de Jáuregui, que, entre paréntesis, era un hombre excelente? Ya te daré una lección larga sobre el tole tole con que debes tratarla, una mezcla hábil de sumisión e independencia, haciéndole una raya, pero una raya bien clarita, y diciéndole: «de aquí para allá manda usted; de aquí para acá estoy yo…». Ahora la tecla que me falta tocar es tu marido. He hablado pocas veces con él, apenas le trato; pero no importa…

La mejoría se acentuó tanto, que D. Evaristo atrevióse a salir de noche, y lo primero que hizo fue ir en busca de Juan Pablo. No le encontró en el Suizo Viejo. Allí estaban Villalonga, Juanito Santa Cruz, Zalamero, Severiano Rodríguez, el médico Moreno Rubio, Sánchez Botín, Joaquín Pez y otros que tenían constituida la más ingeniosa y regocijada peña que en los cafés de Madrid ha existido. Habían hecho un reglamento humorístico, del cual cada uno de los socios tenía su ejemplar en el bolsillo. De aquellas célebres mesas habían salido ya un ministro, dos subsecretarios y varios gobernadores. Aunque era amigo de algunos, no quiso Feijoo acercarse, y se fue a una mesa lejana. Junto a él, los ingenieros de Caminos hablaban de política europea, y más acá los de Minas disputaban sobre literatura dramática. No lejos de éstos, un grupo de empleados en la Contaduría central se ocupaba con gran calor de pozos artesianos, y dos jueces de primera instancia, unidos a un actor retirado, a un empresario de caballos para la Plaza de Toros y a un oficial de la Armada, discutían si eran más bonitas las mujeres con polisón o sin él. Después llamó la atención de D. Evaristo la facha de un hombre que iba por entre las mesas, el cual sujeto más bien parecía momia animada por arte de brujería. «Yo conozco esta cara —se dijo Feijoo—. ¡Ah! Ya; es el que llamábamos Ramsés II, el pobre Villaamil que sólo necesitaba dos meses para jubilarse». Acercóse tímidamente este desgraciado a Villalonga, que ya estaba levantado para marcharse; y en actitud cohibida, echando los ojos fuera del casco, le habló de algo que debía ser los maldecidos dos meses. Jacinto alzaba los hombros, respondiéndole con benevolencia quejumbrosa. Parecía decirle: «¡Yo, qué más quisiera!… He hecho todo lo posible… Veremos… He dado una nota… Crea usted que por mí no queda… Si, ya sé, dos meses nada más…». Un instante después Ramsés II pasó junto a D. Evaristo, deslizándose por entre las mesas y sillas como sombra impalpable. Llamóle por su nombre verdadero Feijoo, y acercóse el otro a la mesa, inclinando, para ver quién le llamaba, su cara amarilla, requemada por el sol de Cuba y Filipinas. Se reconocieron. Villaamil, invitado por su amigo, dobló su esqueleto para sentarse, y tomó café, con más leche que café.

—¡Ah! ¿Buscaba usted a Juan Pablo? Pues del salto se ha ido al café de Zaragoza. Dice que le cargan los ingenieros…

Como le convenía retirarse temprano, no fue D. Evaristo aquella noche al indicado café. Las nueve serían de la siguiente, cuando entró en el establecimiento de la Plaza de Antón Martín, que lleno de gente estaba, con una atmósfera espesa y sofocante que se podía mascar, y un ensordecedor ruido de colmena; bulla y ambiente que soportan sin molestia los madrileños, como los herreros el calor y el estrépito de una fragua. Desembozándose, avanzó el anciano por la tortuosa calle que dejaran libre las mesas del centro, y miraba a un lado y otro buscando a su amigo. Ya tropezaba con un mozo encargado de servicio, ya su capa se llevaba la toquilla de una cursi; aquí se le interponía el brazo del vendedor de Correspondencias que alargaba ejemplares a los parroquianos, y allá le hacían barricada dos individuos gordos que salían o cuatro flacos que entraban. Por fin, distinguió a Juan Pablo en el rincón inmediato a la escalera de caracol por donde se sube al billar. Acompañábanle en la misma mesa dos personas: una mujer bastante bonita, aunque estropeada, y un joven en quien al pronto reconoció D. Evaristo a Maximiliano. Los dos hermanos sostenían conversación muy animada. La indivudua eran el amor de Juan Pablo, una tal Refugio, personaje de historia, aunque no histórico, de cara graciosa y picante, con un diente de menos en la encía superior. Feijoo no la había visto nunca, ni el filósofo de café acostumbraba a presentarse en público en compañía de aquella Aspasia, por cuya razón quedóse Rubín un tanto cortado al ver a su amigo.

Maximiliano saludó a D. Evaristo, preguntándole con mucho interés por su salud, a lo que respondió el anciano con mucha viveza:

—Ya ve usted… Cinco meses llevo así… Un día caigo, otro me levanto… ¡Cinco meses!… Nada; que viene un día en que la máquina dice, «hasta aquí llegamos, compañero» y no se empeñe usted en remendarla, ni echarle aceite. Que no anda, y que no anda, y se tiene que parar.

—¿Pero qué es lo que usted tiene? —preguntó Maximiliano con presunción de médico novel o de boticario incipiente, que unos y otros se desviven por ser útiles a la Humanidad.

—¿Que qué tengo? ¡Ah!, una cosa muy mala. La peor de las enfermedades. ¡Sesenta años! ¿Le parece a usted poco?

Todos se echaron a reír.

—Me ha dicho mi hermano —añadió Maxi— que digiere usted mal.

—Cinco meses lleva mi estómago de indisciplina —replicó el ladino viejo, que quería sin duda meterle a Maxi en la cabeza aquello de los cinco meses—. Ya no le hago caso. Me he rendido, y espero tranquilo el cese.

—Si quiere usted, le haré un preparado de peptona.

—Gracias… Veremos lo que dice mi médico.

—Poco mal y bien quejado —afirmó el otro Rubín, dándole palmadas en el hombro.

—Pero ustedes estaban hablando de algo que debía de ser interesante —dijo Feijoo—. Por mí no se interrumpan.

—Estábamos…, pásmese usted, en las regiones etéreas.

—Nada, es que me quiere convencer —manifestó Maximiliano con calor—, de que todo es fuerza y materia. Yo le digo una cosa: pues a eso que tú llamas fuerza, lo llamo yo espíritu, el Verbo, el querer universal; y volvemos a la misma historia, al Dios uno y creador y al alma que de Él emana.

D. Evaristo, en tanto, miraba a Refugio, examinándole el rostro, la boca, el diente menos. La muchacha sentía vergüenza de verse tan observada, y no sabía cómo ponerse, ni qué dengues hacer con los labios al llevarse a ellos la cucharilla con leche merengada.

—Eso, eso…; por ahí duele —dijo el ex coronel, arrimándose al partido de Maximiliano—. ¡El alma!… Estos señores materialistas creen que con variar el nombre a las cosas han vuelto el mundo patas arriba.

—Pero si ya te he dicho… —argüía sofocado Juan Pablo.

—Déjame que acabe…

—No es eso…, ¡qué cuña!

—Volvemos a lo mismo. ¿No me conozco yo en mí, uno, consciente, responsable?

—¡Otra te pego! Pero ven acá…

—Aguarda. Si yo me reconozco íntimamente en la sustancia de mi yo…

Se expresaba con exaltación sin dejar meter baza a su hermano, y éste, en cambio, no se la dejaba meter a él, y simultáneamente se quitaban la palabra de la boca.

—Espérate un poco…, no es eso.

—Allá voy… Yo vivo en mi conciencia, por mí y antes y después de mí.

—¡Ah!, pero lo primero es distinguir… Mira…

«¡Buen par de chiflados estáis los dos!» —dijo para sí D. Evaristo mirando con curiosidad el portillo que en la dentadura tenía Refugio.

—¡Dale, bola!… —replicó Maxi—. Si no es eso… Yo, ¿soy yo?… ¿Me reconozco como tal yo en todos mis actos?

—No, yo no soy más que un accidente del concierto total; yo no me pertenezco, soy un fenómeno.

—¡Que yo soy un fenómeno!… ¡Ave María Purísima, qué disparate!

—Estás tú fresco… Lo permanente no soy yo, ¡qué cuña!, es el conjunto… Yo lo reconozco así en el fenómeno pasajero de mi conocimiento.

¡Y estas cosas se decían en el rincón de un café, al lado de un parroquiano que leía La Correspondencia y de otro que hablaba del precio de la carne! En una de las mesas próximas había un grupo de individuos que tenían facha de matuteros o cosa tal. A la derecha veíanse dos cursis acompañadas de una buscona y obsequiadas por un señor que les decía mil tonterías empalagosas; enfrente una trinca en que se disputaba acerca de Lagartijo y Frascuelo, con voces destempladas y manotazos. Y por la escalera de caracol subían y bajaban constantemente parroquianos, dando patadas que más parecían coces; y por aquella espiral venían rumores de disputa, el chasquido de las bolas de billar, y el canto del mozo que apuntaba.

—Si se me permite dar una opinión —dijo Feijoo, que empezaba a marearse con tanto barullo—, voto con el pollo.

En esto sonó el piano, que se alzaba sobre una tarima en medio del café, con la tapa triangular levantada para que hiciera más ruido; y empezó la tocata, que era de piano y violín. La música, los aplausos, las voces y el murmullo constante del café formaban un runrún tan insoportable, que el buen D. Evaristo creyó que se le iba la cabeza, y que caería redondo al suelo si permanecía allí un cuarto de hora más. Decidió retirarse, descontento de no haber encontrado solo a Juan Pablo, pues delante del farmacéutico no podía hablar del espinoso asunto que entre manos traía. Su enojo se trocó en alegría cuando Maxi, al verle en pie, dijo que él también se iba porque era hora de volver a su farmacia. Salieron, pues, juntos, y antes de llegar a la puerta, vio el anciano que le cortaba el paso una figura macilenta y sepulcral. Era Ramsés II, que venía en busca suya.

—Señor D. Evaristo, por Dios, hable usted de mí al señor de Villalonga —le dijo la momia, interponiéndose como si no quisiera darle paso sino a cambio de una promesa.

—Se hará, compañero, se hará; hablaremos a Villalonga —dijo D. Evaristo embozándose—; pero ahora estoy de prisa…, no puedo detenerme… Hijo, vamos.

Y abriéndose paso, salió con el chico de Rubín.

9

Al cual dijo en la puerta:

—¿Hacia dónde va usted con su cuerpo?

—¿Yo? A la calle del Ave María.

—¡Qué casualidad! Yo llevo esa dirección. Iremos juntos… Deje usted que me emboce bien… Ahora deme usted el brazo. Las piernas no me ayudan. Ya se ve…, cinco meses…, cabalitos…, fíjese usted bien…, sin digerir. No sé cómo estoy vivo. Desde octubre del año pasado no levanto cabeza… ¡Pero qué ideas las de Juan Pablo! Parece mentira… ¡Un muchacho de entendimiento!… Usted sí que sabe por dónde anda. Sí; no espere usted a llegar a viejo y a ver de cerca la muerte para creer que somos algo más que montoncitos de basura animados por fuerza semejante a la electricidad que hace hablar a un alambre. Eso se deja para los tontos y perdularios, para la gente que no piensa. Usted está en lo firme, y será capaz de acciones nobles, de acciones que, por lo mismo que son tan elevadas, no están al alcance del vulgo.

No comprendía Maximiliano a cuenta de qué era aquello; pero tenía su espíritu admirablemente dispuesto para recibir toda sutileza que se le quisiera echar; estaba hambriento de cosas ideales, y la meditación, el estudio y la soledad habíanle dado una receptividad asombrosa para todo lo que procediera del pensamiento puro. Por esta causa, sin entender de qué se trataba, contestó humildemente:

—Tiene usted mucha razón…, pero mucha razón.

—El hombre que como usted —prosiguió D. Evaristo—, no se deja engatusar por las sabidurías modernas, está en disposición de hacer el bien, pero no el bien de cualquier modo, sino sublimemente ¡caramba!, mirando para el cielo, no para la tierra.

Tiempo hacía que Maxi se había dedicado a mirar al cielo.

—Mire usted, señor D. Evaristo —dijo sintiéndose lleno y ahíto de aquella espiritual sustancia, acopiada a fuerza de barajar sus tristezas con las hojas de los libros—. La desgracia me ha hecho a mí volver los ojos a las cosas que no se ven ni se tocan. Si no lo hubiera hecho así, me habría muerto ya cien veces. ¡Y si viera usted qué distinto es el mundo mirado desde arriba a mirado desde abajo! Me parecía a mí mentira que yo había de ver apagarse en mí la sed de venganza, y el odio que me embruteció. Y sin embargo, el tiempo, la abstracción, el pensar en el conjunto de la vida y en lo grande de sus fines me han puesto como estoy ahora.

—Claro… ¿A qué vienen esos odios y esas venganzas de melodrama? —dijo gozoso D. Evaristo—. Para perderse nada más. ¡Dichoso el que sabe elevarse sobre las pasiones de momento y atemperar su alma en las verdades eternas!

Y para su sayo habló de este modo: «Tan metafísico está este chico, que nos viene como anillo al dedo».

—En este bulle-bulle de las pasiones de los hombres del día —prosiguió Maxi con cierto énfasis—, llega uno a olvidarse de que vivimos para perdonar las ofensas y hacer bien a los que nos han hecho mal.

—Tiene usted razón, hijo… Y dichoso mil veces el que como usted, así, tan jovencito, llega a posesionarse de esa idea y a hacerla efectiva en la vida real.

—La desgracia, un golpe rudo… Ahí tiene usted el maestro. Se llega a este estado padeciendo, después de pasar por todas las angustias de la cólera, por los pinchazos que le da a uno el amor propio y por mil amarguras… ¡Ay, señor D. Evaristo! Parece mentira que yo esté tan fresco después de haberme creído con derecho a matar a un hombre, después de haberme ilusionado con la idea de cometer el crimen, concluyendo por renunciar a ello. Mi conciencia está hoy tan tranquila no habiendo matado, como firme y decidida estuvo cuando pensé matar… Entonces no veía a Dios en mí; ahora sí que le veo. Créalo usted; hay que anularse para triunfar; decir no soy nada para serlo todo.

Feijoo, en vista de estas buenas disposiciones, se fue derecho al bulto.

—A un espíritu tan bien fortalecido —le dijo— se le puede hablar sin rodeos. ¿Doña Lupe no ha tratado con usted de cierto asunto…?

Maximiliano se puso del color de la grana de su embozo, y contestó afirmativamente con embarazo y turbación.

—Por mi parte —añadió D. Evaristo—, haré todo lo que pueda para que esto cuaje. Si ello tiene que suceder. Es lo práctico, amigo mío; y ya que usted es tan místico, conviene que sea un poquito práctico… Por una casualidad intervengo yo en esto… Le advierto a usted que ella desea volver…

—¡Lo desea! —exclamó Rubín, dejando caer el embozo.

—¡Toma! ¿Ahora salimos con eso? Pues si no lo deseara ¿cómo me había de meter yo en semejante negocio? ¿No comprende usted…?

—Sí, pero… No hay que confundir. El perdón puramente espiritual o evangélico, ya lo tiene… Pero el otro perdón, el que llamaríamos social, porque equivale a reconciliarse, es imposible.

«Vamos, que no será tanto», dijo para sí D. Evaristo, subiéndose el embozo.

—Es imposible —repitió Maxi.

—Piénselo bien, piénselo bien; pregúnteselo a la almohada, compañero… Yo creo que cuando usted madure la idea…

—Me parece que aunque la estuviera madurando diez años…

—En estas cosas hay que poner algo de caridad; no se puede proceder con simple criterio de justicia. Convendría que usted hablase con ella…

—¡Yo!… Pero D. Evaristo…

—Sí, no me vuelvo atrás. Quien tiene ideas como las que usted tiene, ¡caramba!, y sabe sentir y pensar con esa alteza de miras…, eso es, con esa espiritualidad de la…, pues… de… claro…

—¿Y cree usted que ella me podría dar explicaciones claras, pero muy claras, de todo lo que ha hecho después que se separó de mí?

—Hijo, yo creo que las dará… Pero es claro que usted no debe apurar mucho tampoco… O hay perdón o no hay perdón. La caridad por delante, detrás la indulgencia, y ver si en efecto hay propósitos sinceros de enmienda. Por lo que he oído, me parece que los hay; se lo digo a usted de corazón.

—Yo lo dudo.

—Pues yo no. Juzgue usted mi opinión como quiera. Y sepa que intervengo en esto por pura humanidad, porque se me ha ocurrido no morirme sin dejar tras de mí una buena acción, ya que en la cuenta de mi vida tengo tantas malas o insignificantes. No me gusta meterme en vidas ajenas; pero en este caso, créalo usted…, se me ha puesto en la cabeza que a entrambos les conviene volver a unirse.

Ya en este terreno, D. Evaristo se descubrió más:

—Amigo —dijo parándose en la puerta de la botica—. Su mujer de usted me ha parecido una mujer defectuosísima. Aunque la he tratado poco puedo asegurar que tiene buen fondo; pero carece de fuerza moral. Será siempre lo que quieran hacer de ella los que la traten.

Maximiliano le miraba con ojos atónitos. Lo mismo pensaba él.

—Yo le eché anteayer un largo sermón, recomendándole que se amoldara a las realidades de la vida, que pusiera un freno a aquella imaginacioncilla tan desenvuelta. «Pero, hija mía, es preciso pensar lo que se hace, y dejarse de tonterías». Yo muy serio. Creo que algo he conseguido. Usted lo ha de ver, compañero. Es lástima que teniendo buen fondo, buen corazón…, sólo que algo grande…, y careciendo de las malicias de otras, no posea un poco de juicio. Porque con un poco de juicio, nada más que con un poco de juicio, no se pueden hacer las tonterías que ella ha hecho… En fin, hijo, usted dirá que quién me mete a mí a leñador, pero ¿qué quiere usted?, a los viejecillos nos gusta arreglar a los jóvenes y marcarles el paso de esta vida para que eviten los tropezones que hemos dado nosotros.

Dijo esto último sonriendo con tal hombría de bien, que Maximiliano se llenó de confusiones. No sabía qué contestar, y sentía que se le apretaba la garganta. Despidióse D. Evaristo, dejando al pobre chico en tal grado de aturdimiento, que durante muchos días hubo de revolver en su mente indigestada los dejos de aquel coloquio que tuvo con el respetable anciano, en una noche fría del mes de marzo.

Al siguiente día, D. Evaristo fue en coche a ver a Fortunata, a quien encontró peinándose sola. Sentándose a su lado, y cogiéndola por un brazo, la llamó a sí y le dio un beso, diciéndole:

—El último beso… La aventura del viejo Feijoo ha pasado a la historia… Entraremos pronto en vida nueva, y de esto no quedará sino un recuerdo en mí y otro en ti… Para el público nada. Estas cenizas sólo para nosotros esconden un poco de calor.

Fortunata, que tenía en cada mano una de las gruesas bandas de sus cabellos negros, apartándolas como si fueran una cortina, no sabía si reír o echarse a llorar…

—¿Has hablado con él?… —dijo conmovida y al mismo tiempo sonriente.

—Vete acostumbrando a tratarme de usted… —replicó él con cierta severidad—. No se te escape una expresión familiar, porque entonces la echamos a perder. Yo también te trataré de usted delante de gente… Todo acabó… Fortunata, no soy para ti más que un padre… Aquél que te quiso como quiere el hombre a la mujer, no existe ya… Eres mi hija. Y no es que hagamos un papel aprendido, no; es que tú serás verdaderamente para mí, de aquí en adelante, como una hijita, y yo seré para ti un verdadero papaíto. Lo digo con toda mi alma. Yo no soy aquél; yo me moriré pronto, y…

Viéndole que se conmovía, la chulita no pudo aguantar más, y soltó el trapo a llorar. Aquellas admirables guedejas sueltas la asemejaban a esas imágenes del dolor que acompañan a los epitafios. Feijoo hizo un mohín como de persona mayor que quiere dominar una debilidad pueril, y le dijo:

—Pero no, no me avergüenzo de que se me salte una lágrima. Yo juro por Dios, en quien siempre he creído, que el cariño paternal es lo que me la hace derramar. Todo lo que en mí existía de varón, capaz de amar, ha desaparecido; todo murió, y no me queda de ello nada; ni aun siquiera lo echo de menos. Nunca he sido padre; ahora siento que lo soy… y mi corazón se llena de afectos desconocidos, tan puros, pero tan puros…

La prójima no había visto nunca a su amigo tan vencido de la emoción. Tenía los ojos húmedos y le temblaban las manos. Sujetóse ella en la coronilla con una correa negra las crenchas de su abundante cabello, porque no era posible repicar y andar en la procesión; no podía peinarse y al mismo tiempo celebrar, entre lágrimas y castos apretones de mano, la santificación de las relaciones que entre ambos habían existido. Poco a poco se serenaron; D. Evaristo, la hizo sentar a su lado en el sofá, y con voz clara y firme le habló de esta manera:

—Me parece que esto se arregla. ¡Cuánto me gustaría morirme dejándote en una situación normal y decorosa!… Bien veo que no es fácil que tu marido te sea simpático; pero eso no es inconveniente invencible. Hay que transigir con las formas, y tomar las cosas de la vida como son. ¿Y quién te dice que tratándole algo, no llegues a tenerle afecto? Porque él es bueno y decente. Anoche le vi, y no me ha parecido tan raquítico. Ha engordado; ha echado carnes, y hasta me pareció que tiene un aire más arrogantillo, más…

Sonriendo tristemente, expresaba la joven su incredulidad.

—En fin, tú lo has de ver. Y en último caso, hay que conformarse. La vida regular y el transigir con las leyes sociales tienen tal importancia, que hay que sacrificar el gusto, hija mía, y la ilusión… No digo que se sacrifique todo, todo el gusto y toda la ilusión; pero algo, no lo dudes, algo hay que sacrificar. De tener un marido, un nombre, una casa decente, a andar con la alquila levantada, como los simones, a éste tomo, a éste dejo, va mucha diferencia para que no te pares a pensar bien lo que haces… Vamos a ver. Es preciso preverlo todo. Yo te voy a presentar los dos casos que se te pueden ofrecer en tu vida legal, y para los dos te voy a dar mi consejo franco, leal, con un gran sentido de la realidad. Primer caso: supongamos que al poco tiempo de vivir con Maximiliano, encuentras que el muchacho se porta bien contigo, vas viendo sus buenas cualidades, que se manifiestan en todos los actos de la vida, y supongamos también que le vas teniendo algún cariño…

Fortunata tenía la mirada fija en un punto del suelo, como una espada, tan bien hundida que no la podía desclavar. Seguro de que le oía, aunque no le miraba, Feijoo siguió hablando despacio, poniendo pausas entre las cláusulas.

—Supongamos esto… Pues tu deber en tal caso, es esforzarte en que ese cariño…, llamémosle amistad, se aumente todo lo posible. Trabaja contigo misma para conseguirlo. ¡Ah!, hija mía, el trato hace milagros; la buena voluntad también los hace. Evita al propio tiempo la ociosidad, y verás cómo lo que te parece tan difícil te ha de ser muy fácil. Se han dado casos, pero muchos casos, de mujeres unidas por fuerza a un hombre aborrecido, y que le han ido tomando ley poquito a poco hasta llegar a ponerse más tiernas que la manteca. No digo nada si tienes chiquillos, porque entonces…

—¡Lo que es eso!… —indicó con viveza Fortunata.

—¡Mira qué tonta! ¿Y qué sabes tú? No se puede asegurar tal cosa. La Naturaleza sale siempre por donde menos se piensa… Y con chiquillos, ya llevas más de la mitad del camino andado para llegar al sosiego que te recomiendo, pues en criarlos y en cuidarlos se te desgastará el sentimiento que de sobra tienes en esa alma de Dios, y te equilibrarás, y no harás más tonterías… Bueno; ya hemos hablado del primer caso, que es el mejor; pasemos al segundo. Te lo presento en la previsión de que falle el primero, lo que bien pudiera suceder. Vamos allá…

Fortunata esperaba con ansia la exposición del segundo caso, pero Feijoo lo tomaba con calma, pues se quedó buen rato meditando, con el ceño fruncido y la vista fija en el suelo.

—Lo mejor —prosiguió— es lo que acabo de decirte; pero cuando no se puede hacer lo mejor, se hace lo menos malo… ¿Me entiendes? Suponiendo que no te sea posible encariñarte con ese bendito, y que ni el trato ni las buenas prendas de él te lo hagan menos antipático; suponiendo que la vida llegue a serte insoportable, y… Vaya que esto es temerario, y se necesita de toda mi entereza para aconsejarte. Pero yo, antes que todo, veo lo práctico, lo posible, y no puedo aconsejar a nadie que se deje morir ni que se suicide. No se deben imponer sacrificios superiores a las fuerzas humanas. Si el corazón se te conserva en el tamaño que ahora tiene, si no hay medio de recortarlo, si se te pronuncia, ¿qué le vamos a hacer? Dentro del mal, veamos qué es lo mejor entre lo peor y…

Feijoo rebuscaba las palabras más propias para expresar su pensamiento. Las ideas se alborotaron un poco y necesitó someterlas para no embarullarse. Dando un gran suspiro, se pasó la mano por la cabeza, perdida la vista en el espacio. Saliendo al fin de su perplejidad, dijo con voz cautelosa:

—Y en un caso extremo, quiero decir, si te ves en el disparadero de faltar, guardas el decoro, y habrás hecho el menor mal posible… El decoro, la corrección, la decencia, éste es el secreto, compañera.

Detúvose asustado, a la manera del ladrón que siente ruido, y se volvió a poner la mano sobre la cabeza, como invocando sus canas. Pero sus canas no le dijeron nada. Al punto se envalentonó, y recobró la seguridad de su lenguaje, diciendo:

—Tú eres demasiado inexperta para conocer la importancia que tiene en el mundo la forma. ¿Sabes tú lo que es la forma, o mejor dicho, las formas? Pues no te diré que estas sean todo; pero hay casos en que son casi todo. Con ellas marcha la sociedad, no te diré que a pedir de boca, pero sí de la mejor manera que puede marchar. ¡Oh!, los principios son una cosa muy bonita; pero las formas no lo son menos. Entre una sociedad sin principios, y una sociedad sin formas, no sé yo con cuál me quedaría.

10

Fortunata había comprendido. Hacía signos afirmativos con la cabeza, y cruzadas las manos sobre una de sus rodillas, imprimía a su cuerpo movimientos de balancín o remadera.

A Feijoo le había costado algún trabajo arrancarse a exponer su moral en aquellas circunstancias, porque en la conciencia se le puso un nudo, que le apretó durante breve rato; pero al punto lo deshizo evocando las teorías que había profesado toda su vida. Lanzado, pues, el concepto más peligroso, siguió luego como una seda, sin nudo y sin tropiezo.

—Ya sabes cuáles son mis ideas respecto al amor. Reclamación imperiosa de la Naturaleza… La Naturaleza diciendo auméntame… No hay medio de oponerse… La especie humana que grita quiero crecer… ¿Me entiendes? ¿Hablo con claridad? ¿Necesitaré emplear parábolas o ejemplos?

Fortunata entendía, y seguía balanceándose de atrás adelante, acentuando las afirmaciones con su cabeza despeinada.

—Pues no te digo más. Esto es muy delicado, tan delicado como una pistola montada al pelo, con la cual no se puede jugar. Siempre es preferible el primer caso, el caso de la fidelidad, porque de este modo cumples con la Naturaleza y con el mundo. El segundo término te lo pongo como un por si acaso, y para que…, pon en esto tus cinco sentidos…, para que si te ves en el trance, por exigencias irresistibles del corazón, de echar abajo el principio, sepas salvar la forma…

Aquí volvió mi hombre a sentir el nudo; pero evocando otra vez su filosofía de tantos años, lo desató.

—Hay que guardar en todo caso las santas apariencias, y tributar a la sociedad ese culto externo sin el cual volveríamos al estado salvaje. En nuestras relaciones tienes un ejemplo de que cuando se quiere el secreto se consigue. Es cuestión de estilo y habilidad. Si yo tuviera tiempo ahora, te contaría infinitos casos de pecadillos cometidos con una reserva absoluta, sin el menor escándalo, sin la menor ofensa del decoro que todos nos debemos… Te pasmarías. Oye bien lo que te digo, y apréndetelo de memoria. Lo primero que tienes que hacer es sostener el orden público, quiero decir la paz del matrimonio, respetar a tu marido y no consentir que pierda su dignidad de tal… Dirás que es difícil; pero ahí está el talento, compañera… Hay que discurrir, y sobre todo, penetrarse bien del propio decoro para saber mirar por el ajeno… Lo segundo…

Aquí D. Evaristo se acercó más a ella, como si temiera que alguien le pudiese oír, y con el dedo índice muy tieso iba marcando bien lo que le decía.

—Lo segundo es que tengas mucho cuidado en elegir, esto es esencialísimo; mucho cuidado en ver con quién…, en ver a quién…

La conclusión del concepto no salía, no quería salir. Viéndole Fortunata en aquel apuro, acudió a remediarlo, diciendo:

—Comprendido, comprendido.

—Bueno, pues no necesito añadir nada más…, porque si caes en la tentación de querer a un hombre indigno, adiós mi dinero, adiós decoro… Y lo último que te recomiendo es que si logras conseguir que no pueda tentarte otra vez el mameluco de Santa Cruz, habrás puesto una pica en Flandes.

Dicho esto, el anciano se levantó, y tomando capa y sombrero, se dispuso a marcharse. De la puerta volvió hacia Fortunata, y alzando el bastón con ademán de mando, le dijo:

—Repito lo de antes. Aquello se acabó…, y ahora soy tu padre, tú mi hija… Trátame de usted…, ocupemos nuestros puestos… Aprendamos a vivir vida práctica… Por de pronto, serenidad, y concluye de peinarte, que es tarde. Yo me voy, que tengo mucho que hacer.

Metióse el original moralista en su simón, y apenas había llegado a la Plaza de los Carros, empezó a sentir en su alma una inquietud inexplicable. Y tras la inquietud moral vino un cierto malestar físico, con algo de temblor y escalofríos, acompañado de terror supersticioso… Pero no podía definir la causa del miedo… El coche corría por la Cava Alta, y Feijoo se sentía cada vez peor. De improviso sintió como una vibración intensísima en su interior, y un relámpago a manera de lanceta fugaz atravesóle de parte a parte. Creyó que una desconocida lengua le gritaba: «¡Estúpido, vaya unas cosas que enseñas a tu hija…!». Extendió la mano para detener al cochero y decirle que volviera a la calle de Tabernillas; pero antes de realizar aquel propósito, cesó la trepidación que en su alma había sentido, y todo quedó en reposo… «¡Qué debilidades! —pensó—; éstas son chocheces y nada más que chocheces… ¿Pues no se me ocurrió volver allá para desdecirme? No te reselles, compañero, y sostén ahora lo que has creído siempre. Esto es lo práctico, es lo único posible… Si le recomendara la virtud absoluta, ¿qué sería?, sermón absolutamente perdido. Así al menos…».

Y siguió tan satisfecho.

Con el ajetreo que traía aquellos días, en los cuales hizo dos visitas a Doña Lupe, celebró muchas conferencias con Juan Pablo y otra muy sustanciosa con Nicolás Rubín, que andaba desalado detrás de una canonjía, tuvo el buen señor una recaída en su enfermedad. Una tarde de fines de marzo se sintió tan mal, que hubo de retirarse a su casa y se acostó. Doña Paca advirtió en él, juntamente con los síntomas de agravación, cierta alegría febril, lo que juzgó de malísimo agüero, pues si su amo se volvía niño o demente cuando tan malito estaba, señal era esto de la proximidad del fin. Toda la noche estuvo dando vueltas de un lado para otro, queriendo levantarse, y renegando de que le tuvieran prisionero en la cárcel de aquellas malditas sábanas. A la madrugada, se nublaron sus sentidos, y a punto de perder el conocimiento, se despidió del mundo sensible con este varonil concepto que apenas salió del magín a los labios: «Ya me puedo morir tranquilo, puesto que he sabido arrancarle al demonio de la tontería el alma que ya tenía entre sus uñas…».

Doña Paca y el criado, creyendo que su amo se quedaba en aquel espasmo, empezaron a dar chillidos; llamaron al médico, dieron al señor muchas friegas, y por fin volviéronle a la vida. Todos se pasmaron de verle risueño y de oírle afirmar que no le dolía nada y que se sentía bien y contento. Mas a pesar de esto, el doctor puso muy mala cara, pronosticando que la debilidad cerebral y nerviosa acabaría pronto con el enfermo. Por más que éste se envalentonó, no pudo levantarse y las fuerzas le iban faltando. Carecía en absoluto de apetito. Los amigos que aquel día le acompañaban, convinieron en decirle de la manera más delicada que se preparase espiritualmente para el traspaso final, ocupándose del negocio de salvar su alma. Creyeron los más que D. Evaristo se alborotaría con esto, pues siempre hizo alarde de libre pensador; mas con gran sorpresa de todos, oyó la indicación del modo más sereno y amable, diciendo que él tenía sus creencias, pero que al mismo tiempo gustaba de cumplir toda obligación consagrada por el asentimiento del mayor número.

—Yo creo en Dios —dijo—, y tengo acá mi religión a mi manera. Por el respeto que los hombres nos debemos los unos a los otros, no quiero dejar de cumplir ningún requisito de los que ordena toda sociedad bien organizada. Siempre he sido esclavo de las buenas formas. Tráiganme ustedes cuantos curas quieran, que yo no me asusto de nada, ni temo nada, y no desentono jamás. No descomponerse; ése es mi lema.

Todos los presentes se maravillaron al oírle, y aquel mismo día se le administraron los Sacramentos. Después se puso mucho mejor, lo cual dio motivo a que le dijeran, como es uso y costumbre, que la religión es medicina del cuerpo y del alma. Él aseguraba que no se moría de aquel arrechucho, que tenía siete vidas como los gatos, y que era muy posible que Dios le dejase tirar algún tiempo más para permitirle ver muchas y muy peregrinas cosas. Así fue en efecto, pues en todo el año 75 que corría no se murió el filósofo práctico.

Durante la convalecencia de aquel ataque, no permitió que Fortunata fuese a verle. Le escribía algunas cartitas, reiterándole sus consejos y dándole otros nuevos para el día ya próximo en que la reconciliación debía efectuarse. Al propio tiempo se ocupaba en la revisión de su testamento y en tomar varias disposiciones benéficas que algunas personas habían de agradecerle mucho. Tenía un pequeño caudal repartido en diferentes préstamos hechos a amigos menesterosos. Algunos le habían firmado pagarés de mil, de dos y hasta de tres mil reales. Todos estos papeles fueron rotos. Dispuso cómo se habían de repartir las alhajas que tenía, algunas de bastante valor, sortijas con hermosos solitarios, botonaduras, y además cajitas primorosas de marfil y sándalo que había traído de Filipinas, una hermosa espada, dos o tres bastones de mando con puño de oro. Hizo la distribución de todo con un acierto que declaraba su gran delicadeza y el aprecio que hacía de las amistades consecuentes.

Respecto a Fortunata lo dispuso tan bien que no cabía más. No le dejaba en su testamento más que algunos regalitos, llamándola ahijada; pero, por medio de un agente de Bolsa muy discreto, se hizo una operación en que la chulita figuraba como compradora de cierta cantidad de acciones del Banco, dándole además, de mano a mano, algunas cantidades en billetes. No olvidó por esto D. Evaristo a sus parientes, que eran dos sobrinas, residentes la una en Astorga, la otra en Ponferrada. Ambas quedaban muy bien atendidas en el testamento; y en cuanto a los socorros que anualmente les enviaba, no perdió aquel año la memoria de esta obligación, a pesar de los muchos quebraderos de cabeza que tuvo. Doña Paca y los dos criados también se llevarían un pellizco el día en que el amo faltara.

Indicáronle los clérigos de la parroquia si no dejaba algo para sufragios por su alma, y él, con bondadosa sonrisa, replicó que no había olvidado ninguno de los deberes de la cortesía social, y que para no desafinar en nada, también quedaba puesto el rengloncito de las misas.

Fue a verle una tarde Villalonga, y lo primero que le dijo Feijoo, mientras se dejaba abrazar por él, fue esto:

—Pero, hombre, ¿será usted tan malo que no le dé la canonjía a mi recomendado?

—Por Dios, querido patriarca, tengamos paciencia… Haré lo que pueda. Le puse una carta muy expresiva a Cárdenas mandándole la nota. Pero considere usted que es un arco de iglesia. ¡Canonjía! Para mí la quisiera yo.

—Y para mí también… Pero en fin, ¿puede ser o no? Es un cleriguito de las mejores condiciones.

—Lo creo… ¡Pero qué quiere usted! Estos cargos son muy solicitados, y cuando vaca uno, hay cuatrocientos curas con los dientes de este tamaño.

—Sí, pero mi presbítero es un cura apreciabilísimo, un santo varón… Como que ayuna todos los días…

—Ya… será un bacalao ese padre Rubín. ¿No le di ya a usted una credencial de Penales para un Rubín? Usted por lo visto protege a esa familia.

—Yo no protejo familias, niño. Déjese usted de protecciones… Sólo que me intereso por las personas de mérito.

—Por mí no ha de quedar. Le daré otro achuchón a Cárdenas. Pero, lo que digo, son plazas que tienen muchos golosos. Los pretendientes explotan el valimiento y la influencia de las señoras. Casi siempre son las faldas las que deciden quién se ha de sentar en los coros de las catedrales.

—Pues suponga usted, compañero, que yo tengo faldas, que soy una dama…, ea.

—Pero si yo no lo he de decidir…

—Mire usted que si no me nombra mi canónigo, no me muero, y le estaré atormentando meses y meses.

—Mejor… Viva usted mil años.

—¿Y esas elecciones, van bien?

—Como un acero. Tengo allá un padre cura que vale un imperio. Me está haciendo unos arreglos en el distrito, que Dios tirita, y tirita toda la Santísima Trinidad. Ése sí que merece, no digo yo canonjías, sino siete mitras.

—Le conozco, el Pater… Fue capellán de mi regimiento.

Villalonga se despidió reiterando sus buenos deseos respecto a Nicolás Rubín.

—¡Eh, Jacinto, por Dios, una palabra! —dijo D. Evaristo llamándole cuando ya estaba en la puerta—. Por Dios y todos los santos, no me olvide usted a ese desdichado…, al pobre Villaamil, a ése que llaman Ramsés II.

—Está recomendado en una nota de indispensables. Conque más no puedo hacer.

—Mire usted que no me deja vivir… Todos los días viene tres veces. La noche que me dieron el Viático, en el momento aquel, miré para este lado y lo primero que vi fue a Ramsés II, con una vela en la mano. ¡Cómo me miraba el infeliz!… Creo que no me morí de tanto como rezó Villaamil, pidiendo a Dios que viviera.

—Podrá ser… No le olvidaré. Abur, abur.

Y D. Evaristo se quedó solo, pensativo y dulcemente ensimismado, saboreando en su conciencia el goce puro de hacer a sus semejantes todo el bien posible, o de haber evitado el mal en la medida que la Providencia ha concedido a la iniciativa humana.