II

LA RESTAURACIÓN VENCEDORA

1

Me ha contado Jacinta que una noche llegó a tal grado su irritación por causa de los celos, de la curiosidad no satisfecha y de la forzada reserva, que a punto estuvo de estallar y descubrirse, haciendo pedazos la máscara de tranquilidad que ante sus suegros se ponía. Porque la peor de sus mortificaciones era tener que desempeñar el papel de mujer venturosa, y verse obligada a contribuir con sus risitas a la felicidad de D. Baldomero y Doña Bárbara, tragándose en silencio su amargura. Ya no le quedaba duda de que su marido entretenía, como se dice ahora, a una mujer, y de estos entretenimientos no tenían ni siquiera sospechas los bienaventurados papás. Sabía que la tarasca que le robaba su marido era la misma con quien tuvo amores antes de casarse, la madre del Pituso muerto, la condenada Fortunata que le había dado tantas jaquecas. Deseaba verla… Pero no; más valía que no la viera jamás, porque si la veía, de fijo se le iba el santo al cielo.

La noche a que Jacinta se refería, contando estas cosas, noche tristísima para ella por haber adquirido recientemente noticias fidedignas de la infidelidad de su marido, hubo en la casa gran regocijo. Aquel día había entrado en Madrid el Rey Alfonso XII, y D. Baldomero estaba con la Restauración como chiquillo con zapatos nuevos. Barbarita también reventaba de gozo y decía: «¡Pero qué chico más salado y más simpático!». Jacinta tenía que entusiasmarse también, a pesar de aquella procesión que por dentro le andaba, y poner cara de pascua a todos los que entraron felicitándose del suceso. El marqués de Casa-Muñoz oficiaba de chambelán palatino. Había tenido la dicha inmensa de estar en Palacio formando parte de una de las comisiones, y el Rey habló con él… Contaba el caso el marqués, haciendo notar bien el tono familiar con que se había expresado Su Majestad: «Hola, marqués. ¿Cómo va?». Nada, lo mismo que si me hubiera tratado toda la vida.

Aparisi sostuvo poco después que él había previsto todo lo que estaba pasando. Él no era partidario de la Restauración; pero había que respetar los hechos consumados. D. Baldomero no cesaba de exclamar: «Veremos a ver si ahora, ¡qué dianches!, hacemos algo; si esta nación entra por el aro…». Jacinta se indignaba en su interior. Tenía un volcán en el pecho, y la alegría de los demás la mortificaba. Por su gusto se hubiera echado a llorar en medio de la reunión; mas érale forzoso contenerse y sonreír cuando su suegro la miraba. Retorciendo en su corazón la cuerda con que a sí propia se ahogaba, se decía: «Pero a este buen señor, ¿qué le va ni le viene con el Rey?… ¡Qué les importa!… Yo estoy volada, y aquí mismo me pondría a dar chillidos, si no temiera escandalizar. ¡Esto es horrible!…».

D. Alfonso érale antipático, porque su imagen estaba asociada a la horrible pena que la infeliz sufría. Aquella mañana fue con Barbarita a casa de Eulalia Muñoz, que vivía en la Calle Mayor, a ver la entrada del Rey. Amalia Trujillo la tomó por su cuenta, y la estuvo adulando antes de darle el gran susto. Hallábanse las dos solas en el balcón de la alcoba de Eulalia, y ya sonaban los clarines anunciando la proximidad del Rey, cuando Amalia, ¡plum!, le soltó el pistoletazo.

—Tu marido entretiene a una mujer, a una tal Fortunata, guapísima…, de pelo negro… Le ha puesto una casa muy lujosa, calle tal, número tantos… En Madrid lo sabe todo el mundo, y conviene que tú también lo sepas.

Quedóse yerta. Cierto que sospechaba; pero la noticia, dada así con tales detalles, como el pelo negro, el número de la casa, era un jicarazo tremendo. Desde aquel aciago instante, ya no se enteró de lo que en la calle ocurría. El Rey pasó, y Jacinta le vio confusa y vagamente, entre la agitación de la multitud y el tururú de tantas cornetas y músicas. Vio que se agitaban pañuelos, y bien pudo suceder que ella agitara el suyo sin saber lo que hacía… Todo el resto del día estuvo como una sonámbula.

Entró Guillermina, que también hubo de llevar sus notas de alegría al concierto general.

—Ya era tiempo —dijo antes de meterse en el rincón en que solía estar—. No aguardo sino a que descanse del viaje para ir a echarle el toro… Me tiene que dar para concluir el piso bajo. Y lo hará, porque le hemos traído con esa condición: que favorezca la beneficencia y la religión. Dios le conserve.

Jacinta la siguió al gabinete próximo, y allí estuvieron las dos de cháchara por espacio de una hora larga. Guillermina decía:

—Paciencia, hija, paciencia, y todo se arreglará; yo te lo prometo.

Ya cerca de las doce entró Juan, y su mujer le miró con severidad sin decirle nada. «Es que te voy a aborrecer —pensó—, como no te enmiendes. Pues no faltaba otra cosa… Y lo que es esta noche te como… No me engatusarás con tus zalamerías».

Juan, aunque bien hubiera querido contradecir los optimismos de su padre y amigos, no se atrevió a ello, porque el empuje de aquella opinión era demasiado fuerte para luchar con él. Hasta los últimos días del 74 había defendido la Restauración. Después de hecha, encontró mal que la hicieran los militares, y en esto fundó sus críticas del suceso consumado.

—Aquí siempre se han hecho las mudanzas de esa manera —dijo el señor de Santa Cruz con patriarcal buena fe—. Es nuestra manera de matar pulgas. Pues qué, ¿querías tú que las Cortes…? Estás fresco.

Después sostuvo el Delfín, con ejemplos de Francia e Inglaterra, que ninguna Restauración había prevalecido; mas todos se negaron a seguirle por los vericuetos históricos. D. Baldomero, sin meterse en dibujos, dijo una cosa muy sensata, producto de su observación de tanto tiempo:

—Yo no sé lo que sucederá dentro de viente, dentro de cincuenta años. En la sociedad española no se puede nunca fiar tan largo. Lo único que sabemos es que nuestro país padece alternativas o fiebres intermitentes de revolución y de paz. En ciertos periodos todos deseamos que haya mucha autoridad. ¡Venga leña! Pero nos cansamos de ella y todos queremos echar el pie fuera del plato. Vuelven los días de jarana, y ya estamos suspirando otra vez porque se acorte la cuerda. Así somos, y así creo que seremos hasta que se afeiten las ranas.

—Es la condición humana. Así viven y se educan las sociedades —dijo el Delfín—. Lo que a mí no me gusta es que esto se haga por otra vía que la de la ley.

«¡Pillo, tunante!» pensaba Jacinta comiéndose las palabras, y con las palabras la hiel que se le quería salir. «¿Qué sabes tú lo que es ley? ¡Farsante, demagogo, anarquista! Cómo se hace el purito… Quien no te conoce…».

Cuando se retiraron a su alcoba, Jacinta se esforzaba en aumentar su furor; quería cultivarlo, o alimentarlo como se alimenta una llama, arrojando en ella más combustible. «Esta noche me le como. Quisiera estar más furiosa de lo que estoy, para no dejarme engolosinar. Y eso que lo estoy bastante. Pero aún me vendría bien un poquito más de ira. Es un falso, un hipócrita, y si no le aborrezco, no tengo perdón de Dios».

En esto, sintió que Juan la abrazaba por la cintura…

—Quítate, déjame… —gritó ella—. Estoy muy incomodada; ¿pero no ves que estoy muy incomodada?

Juan la vio temblorosa y sin poder respirar.

—Perdone usted, señora —replicó bromeando.

Jacinta tuvo ya en la punta de la lengua el lo sé todo; pero se acordó de que noches antes su marido y ella se habían reído mucho de esta frase, observándola repetida en todas las comedias de intriga. La irritada esposa creyó más del caso decir:

—Te aborreceré, ya te estoy aborreciendo.

Santa Cruz, que estaba de buenas, repitió con buena sombra otra frase de las comedias:

—«Ahora lo comprendo todo». Pero la verdad, chica, es que no comprendo nada.

Turbada en sus propósitos de pelea por el buen genio y los cariñosos modos que el pérfido traía aquella noche, Jacinta rompió a llorar como un niño. Juan le hizo muchas caricias, besos por aquí y allí, en el cuello y en las manos, en las orejas y en la coronilla; besos en un codo y en la barba, acompañados del lenguaje más finamente tierno que se podría imaginar.

—No aguanto más, no puedo aguantar más —era lo único que ella decía con angustioso hipo, mojándole a él la cara y las manos con tanta y tanta lágrima. No podía tener consuelo. Todo aquel llanto era el disimulo de tantísimos días, sospechar callando, sentirse herida y no poder decir ni siquera ¡ay!—. Esto es horrible, esto es espantoso; no hay mujer más desgraciada que yo… Y lo que es ahora, te aborreceré de veras, porque yo no puedo querer a quien no me quiere. Te quería más que a mi vida. ¡Qué tonta he sido! A los hombres hay que tratarlos sin consideración… Ya no más, ya no más… Estoy volada, y lo que es ésta no te la perdono…, digo que no te la perdono.

Algún trabajo le costó a Santa Cruz que su mujer repitiese lo que le había dicho una amiga aquella mañana. Y cuando él lo negaba, la ofendida esposa, que sentía en su alma la convicción profundísima de la autenticidad del hecho, irritábase más:

—No lo niegues, no me lo niegues, pues yo sé que es cierto. Hace tiempo que te lo he conocido.

—¿En qué…?

—En muchas cosas.

—Dímelas —indicó él poniéndose serio.

—Si siempre has de negarlo… Pero no, no me engañas más.

—Si no pienso engañarte…

—Lo que Amalia me ha dicho —afirmó Jacinta con súbita ira, llena de dignidad, poniéndose en pie y afianzando con un gesto admirable su aseveración—, es verdad. Yo digo que es verdad y basta.

Grave y mirándola a los ojos, el anarquista replicó en tono muy seguro:

—Bueno, pues es verdad. Yo te declaro que es verdad.

2

Quedóse Jacinta como una estatua, y al fin, volviendo la espalda a su marido, hizo un ademán de salir. Él la cogió por una mano, y quiso abrazarla. Ella no se dejó. En medio del estrujón frustrado, sólo pudo articular la esposa muy vagamente estas palabras: «Me voy». Lo que más la irritaba era que el tunante, después de lo que había dicho, tuviera todavía humor de bromas y pusiera aquella cara de pillín, como si se tratara de una cosa de juego. Porque se sonreía, y tranquilo en apariencia, díjole en tono de seriedad cómica:

—Señora, acuéstese usted.

—¿Yo…?

—Se lo mando a usted… Acuéstese usted al momento.

No le fue a ella posible entonces librarse de un abrazo apretado, y en aquel segundo estrujón, oyó estas cariñosas palabras:

—¿No vale más que nos expliquemos como buenos amigos? Hijita de mi alma, si te enfurruñas, no llegaremos a entendernos.

Jacinta fue bruscamente desarmada. Quedóse como el combatiente de los cuentos de niños, a quien por obra de magia se le convierte la espada en alfiler y el escudo en dedal.

El Delfín había entrado, desde los últimos días del 74, en aquel periodo sedante que seguía infaliblemente a sus desvaríos. En realidad no era aquello virtud, sino cansancio del pecado; no era el sentimiento puro y regular del orden, sino el hastío de la revolución. Verificábase en él lo que D. Baldomero había dicho del país; que padecía fiebres alternativas de libertad y de paz. A los dos meses de una de las más graves distracciones de su vida, su mujer empezaba a gustarle lo mismito que si fuera la mujer de otro. La bondad de ella favorecía este movimiento centrípeto, que se había determinado por quinta o sexta vez desde que estaban casados. Ya en otras ocasiones pudo creer Jacinta que la vuelta a los deberes conyugales sería definitiva; pero se equivocó, porque el Delfín, que tenía en el cuerpo el demonio malo de la variedad, cansábase de ser bueno y fiel, y tornaba a dejarse mover de la fuerza centrífuga. Mas era tanta la alegría de la esposa al verle enmendado, que no pensaba que aquella enmienda fuera como un descanso, para emprenderla después con más brío por esos mundos de Dios. También esto concordaba con un pensamiento de D. Baldomero, que decía: «Cuando el país remite, y fortalece con su opinión la autoridad, no es que ame verdaderamente el orden y la ley, sino que se pone en cura y hace sangre para saciar después con mejor gusto el apetito de las trifulcas».

Quedó, como he dicho, tan desarmada Jacinta, que no podía ser más. Pero creyendo que su dignidad le ordenaba seguir muy colérica, dijo todas las palabras necesarias para mostrarlo, por ejemplo:

—Me acostaré o no me acostaré, según me acomode. ¿A ti qué te importa? No parece si no que… Conmigo no se juega, ¿estamos?… ¿Pues qué se ha figurado este tonto? Hemos concluido, te digo que hemos concluido… Bien, me acuesto porque quiero, no porque tú me lo mandes… ¡Vaya!…

Poco después se oía en la alcoba lo siguiente:

—Que te estés quieto… No vayas a creerte que ahora te voy a perdonar. No, si no me engatusas…, ni hay tilín que valga. Ya van quince y raya. No están los tiempos para perdones, caballerito. Haz el favor, te digo… No quiero verte, no quiero oírte, ni me importa que me quieras o no. Si me quieres, rabia y rabia; mejor. Yo me reiré viéndote padecer. Conque lo dicho, déjame en paz. Tengo un sueño espantoso… ¿No ves cómo se me cierran los ojos?

Y era mentira. Lejos de tener ganas de dormir, estaba muy despabilada y nerviosa.

—Tú no tienes sueño. ¿A que no lo tienes? —le decía él—. ¿A que te despabilo y te pongo como un lucero?

—¿A que no? ¿Cómo?

—Contándote toda la verdad de lo que te dijo Amalia, haciendo una confesión general para que veas que no soy tan malo como crees.

—¡Ah, sí! Ven, ven, hijito —exclamó ella alargando sus brazos desnudos—. Confiésame todo; pero con nobleza. Nada de comedias…, porque tú eras muy comiquito. Gracias que yo te conozco ya las marrullerías, y algunas bolas me trago; pero otras no. ¿De veras que vas a contármelo todo?

La idea de perdonar electrizaba a Jacinta, poniéndola tan nerviosa que echaba chispas. No cabía en sí de inquietud, pensando en lo grande del perdón que tenía que dar en pago de lo enorme de la sinceridad que se le ofrecía. Y su zozobra era tal, que por poco se echa de la cama, cuando Juan se apartó de ella para ir hacia la suya… «¿Pero qué? —pensó—, ¿se arrepiente este tuno de lo que ha dicho?… ¿Es que no quiere contarme nada?…».

—Abur, hombre —dijo en alta voz con despecho.

—Si vuelvo, si voy allá en seguida… Mi mujer gasta un genio muy vivo.

—Es que si cuentas, cuentas pronto; y si no, lo dices, para dormirme. No estoy yo aquí esperando a que al señorito le dé la gana de tenerme en vela toda la noche.

—Cállese usted, so tía… —diciendo esto, volvió hacia ella, sentándose en el lecho y haciéndole mil ternezas.

—¡Ah!, esto está perdido —murmuró Jacinta en los respiros que las caricias de su marido le dejaban, ahogándola—. Mira, estate quieto y no me sofoques. No tengo yo gana de bromas.

—Vamos al caso, niñita mía. Para que yo te cuente lo que deseas saber, es preciso que tú me cuentes antes a mí otra cosa. Dices que tú sospechabas esto que ha pasado, mejor, que lo adivinabas. ¿En qué te fundabas tú para adivinarlo?… ¿Qué observaste y qué supiste?

—¡Ay!… ¡Con lo que sale ahora este bobo!… ¿Crees que una mujer celosa necesita ver nada? Lo olfatea, lo calcula y no se equivoca… Se lo dice el corazón.

—El corazón no dice nada. Eso es una frase.

—Cuando te vuelves faltón, la menor palabra, cualquier gesto tuyo me sirven para leerte los pensamientos. ¿Y te parece que es poco dato el ver cómo me tratas a mí? Hasta la manera de entrar aquí es un dato. Hasta una ternura, una palabra cariñosa te venden, porque al punto se ve que son sobras de otra parte, traídas aquí por deber y para cubrir el expediente… Palabras y caricias vienen muy usadas.

—¡Cuánto sabes!

—Más sabes tú… No, no, más sé yo. En la desgracia se aprende… Muchas veces me callo por no escandalizar; pero por dentro siento algo que me está rallando así, así…, muele que te muele… ¡Pues tengo yo un olfato!… Cuando estás faltoncito, si no lo conociera por otras cosas, lo conocería por el perfume que traes algunas veces en la ropa… Otro dato: Una noche traías en el pañuelo de seda del cuello, ¿qué crees?, pues un cabello negro, grande. Lo saqué con las puntas de los dedos y lo estuve mirando. Me daba tanto asco como si me lo hubiera encontrado en la sopa. No chisté. Otra noche dijiste en sueños palabras de las que se dicen cuando un hombre se pega con otro. Yo me asusté. Fue aquella noche que entraste muy nervioso y con un dolor en el brazo. Tuve que ponerte árnica. Me contaste que viniendo no sé por dónde te salió un borracho, y tuviste que andar a trompazos con él. Traías tierra en la americana azul. Toda la noche estuviste muy inquieto, ¿no te acuerdas?

—Me acuerdo, sí —dijo el Delfín, renovando en su mente el lance con Maximiliano.

—Pues verás. Otra noche, cuando te desnudabas, ¡plin!…, cayó al suelo un botón. Vino saltando hasta cerca de mi cama. Parecía que me miraba. Era de níquel, labrado, con muchos garabatos. Cuando te dormiste, me eché de la cama y lo cogí. Era un botón de mujer, de los que se usan ahora en las chaquetillas. Lo tengo guardado. Estas ignominias se guardan para en su día sacarlas y decir: «¿Me negarás esto?…». ¡Y tú siempre tan comediante! ¡Yo pasaba unas fatigas!… Pero nunca quise rebajarme al espionaje. Se me ocurrió preguntar al cochero. Con una buena propinilla, Manuel no me habría ocultado lo que supiera. Pero por respeto a ti y a mí misma y a la familia, no hice nada. ¡Contarle a tu mamá mis sospechas!… ¿Para qué?, ¿para disgustarla sin ventaja ninguna?… Guillermina, con quien únicamente me clareaba, decíame siempre: «Paciencia, hija, paciencia». Y por fin llegaba yo a tenerla, y el molinillo que me daba vueltas en el corazón, molía, haciéndomelo polvo, y yo aguanta que aguanta, siempre callada, poniendo cara de Pascua y tragando hiel, tragando hiel. Esta mañana, cuando Amalia me dijo lo que me dijo, toda la sangre se me hizo como un veneno, y me propuse aborrecerte, pero aborrecerte en toda regla, no creas…; y no perdonarte aunque te me pusieras delante de rodillas. ¡Pero es una tan débil!… ¡Si merecemos todo lo que nos pasa!… Es la mayor desgracia ser así, tan simplona… Como que estamos a merced de esas… secuestradoras, que de tiempo en tiempo nos prestan a nuestros propios maridos para que no alborotemos…

3

Esta última queja puso al señorito de Santa Cruz un tanto pensativo y desconcertado. No desconocía él la situación poco airosa en que estaba ante Jacinta, cuya grandeza moral se elevaba ante sus ojos para darle la medida de su pequeñez. Era muy soberbio, y el amor propio descollaba en él sobre la conciencia y sobre los sentimientos todos; de manera que nada le molestaba tanto como verse y reconocerse inferior a su mujer. Cuando, media hora antes, prometió confesar sus faltas, hízolo movido de orgullo, para engalanarse con la sinceridad, a la manera del fatuo que se da tono con una cruz. La confesión de la culpa ennoblece siempre, y como demasiado sabía él que todo lo noble hallaba eco en el gran corazón de Jacinta, se dijo: «aquí me viene bien un rasgo». Pero el momento de la confesión se acercaba, y el pecador estaba algo confuso, sin saber cómo iba a salir de ella. Lo que él quería era quedar bien, remontarse hasta su mujer, y superarla si era posible, presentando sus faltas como méritos, y retocando toda la historia de modo que pareciese blanco y hasta noble lo que con los datos sueltos del botón y el cabello era negro y deshonroso. No tenía que calentarse mucho los sesos para salir del paso, porque para tales escamoteos tenía su entendimiento una aptitud particular. Su imaginación despiertísima se pintaba sola para hacer pasar de un cubilete a otro las ideas. Lo que él no podía sufrir era que se le tuviese por hombre vulgar, por uno de tantos. Hasta las acciones más triviales y comunes, si eran suyas, quería que pasasen por actos deliberadamente admirables y que en nada se parecían a lo que hace todo el mundo. Rápidamente, con aquella presteza de juicio del artista improvisador, hizo su composición, y allá te van las confidencias… Jacinta se había de quedar tamañita. Ya vería ella qué marido tenía, qué ser superior, qué persona tan extraordinaria. Hay una moral gruesa, la que comprende todo el mundo, incluso los niños y las mujeres. Hay otra moral fina, exquisita, inapreciable para el vulgo: es la que sólo pueden gustar los paladares muy sensibles… Vamos allá.

—Preparémonos a oír tus papas —dijo ella.

—De todo lo que has dicho, parece deducirse que yo soy un miserable, un cualquiera, uno de tantos. Pues ahora lo veremos. He guardado reserva contigo, porque creí que no me comprenderías. Veremos si me comprendes ahora. Es cierto que hace dos meses, me encontré otra vez a…

—Haz el favor de no nombrarla —suplicó Jacinta con viveza—. Ese nombre me hace el efecto de la picadura de una víbora.

—Bueno, pues voy al grano… Encontrémela casada.

—¡Casada!

—Sí, con un simple. La metieron en un convento, la casaron después como por sorpresa… Chica, una historia de intrigas, violencias y atrocidades que horroriza.

—¡Pobre mujer! —exclamó ella, respondiendo al intento de Juan, que empezaba por hacer a la otra digna de lástima—. Pero bien merecido le está por su mala conducta.

—Espérate un poco, hija. Mujer tan desgraciada no creo que haya nacido.

—Ni más mala tampoco.

—Sobre eso hay mucho que decir. No es maldad lo que hay en ella, es falta de ideas morales. Si no ha visto nunca más que malos ejemplos; ¡si ha vivido siempre con tunantes!… Yo pongo en su lugar a la mujer más perfecta, a ver lo que hacía. No, no es lo que crees. Digo más, sería muy buena, si la dirigieran al bien. Pero hazte cargo: después de andar de mano en mano, éste la coge, éste la suelta, la casan con un hombre que no es hombre, con un hombre que no puede ser marido de nadie…

Jacinta abrió la boca; tan grande era su pasmo.

—Y ese majadero la martirizaba de tal modo desde el primer día de matrimonio, que la infeliz, prefiriendo la libertad en la ignominia a una esclavitud insoportable, se escapa de la casa, y se echa otra vez a la calle, como en sus peores tiempos. En esto me encuentra y me pide amparo.

Jacinta no había cerrado todavía la boca.

—En tal situación —prosiguió Juan, hallándose ya en plena posesión de su tesis y con los cubiletes en la mano—, yo te planteo el problema a ti…; vamos a ver… Figúrate que eres hombre; figúrate que te encuentras delante de aquella infeliz mujer, que te pide socorro, una defensa contra la miseria y la deshonra, y al verla delante, tú te reconoces autor de todas sus desdichas, porque tú la perdiste, porque de ti le vienen todos sus males. Yo quiero que me digas con lealtad qué harías, qué harías tú en este trance. Pero cierra ya esa boca; basta ya de asombro y contéstame.

—Pues yo… ¿qué haría? Echar mano al bolsillo, darle cuatro o cinco duros, y marcharme a mi casa.

—Ésa fue mi primera idea. Pero ciertas deudas, señora mía —dijo Santa Cruz triunfante—, no se saldan con cuatro ni con cinco duros.

—Pues mil, dos mil, cien mil reales, vamos.

—Tampoco. Yo pensé que debía poner a aquella infeliz en camino de adquirir una posición decente y estable. Buscarle un marido, no podía ser; estaba casada. Procurarle una manera de vivir con independencia y honradez… ¡Ah!, esto es muy difícil. No tiene educación; no sabe trabajar en nada que produzca dinero. No hay para ella más recurso que comer de su belleza. Pero en esto mismo hay distintos grados de ignominia. No empieces a hacerte cruces, hija. Las cosas hay que tomarlas como son; otra cosa es empeñarse en sostener una filosofía cursi. Yo le dije: «Bueno, pues te pongo una casa, y arréglatelas como puedas…». No, si no es para que hagas tantas cruces, lo repito. Hay que ponerse en la realidad, niñita. No mires esto con ojos de mujer; ponte en mi caso; figúrate que eres hombre…

—Estoy asombrada de la vuelta que le das a tus caprichos, y de lo bien que te las compones para hacer pasar por protección desinteresada lo que en realidad es amor que tenías o tienes a esa maldita.

—Pues a eso voy ahora. Aquí te quiero ver… Atención. Yo te juro que no despertaba en mí ni el amor más insignificante, ni tan siquiera un capricho de momento. No hay ejemplo de una frialdad como la que yo sentía ante ella. Bien me lo puedes creer. No sólo no me inspiraba pasión, sino que hasta me repugnaba.

—Eso —dijo la esposa—, que te lo crea otro, que lo que es yo…

—¡Qué tonta eres! Tu incredulidad nace de la idea equivocada que tienes de esa mujer. Te la has figurado como un monstruo de seducciones, como una de ésas que, sin tener pizca de educación ni ningún atractivo moral, poseen un sin fin de artimañas para enloquecer a los hombres y esclavizarles volviéndoles estúpidos. Esta casta de perdidas que en Francia tanto abunda, como si hubiera allí escuela para formarlas, apenas existe en España, donde son contadas… todavía, se entiende, porque ello al fin tiene que venir, como han venido los ferrocarriles… Pues digo que Fortunata no es de ésas, no posee más educación que la cara bonita; por lo demás, es sosa, vulgar, no se le ocurre ninguna picardía de las que trastornan a los hombres; y en cuanto a formas…, no hablo del cuerpo y talle…, sigue tan tosca como cuando la conocí. No aprende; no se le pega nada. Y como para todo se necesita talento, una especialidad de talento, resulta que esa infeliz que tanto te da que pensar, no sirve absolutamente para diablo, ¿me entiendes? Si todas fueran como ella, apenas habría escándalos en el mundo, y los matrimonios vivirían en paz, y tendríamos muchísima moralidad. En una palabra, chiquilla, no hay en ella complexión viciosa; tiene todo el corte de mujer honrada; nació para la vida oscura, para hacer calceta y cuidar muchachos.

Al llegar aquí Juan se asustó, creyendo que se le había ido un poco la lengua, y cayó en la cuenta de que si Fortunata era como él decía, si no tenía complexión viciosa, mayor, mucho mayor era la responsabilidad de él por haberla perdido. Jacinta hubo de pensar esto mismo, y no tardó en manifestárselo. Pero el prestidigitador acudió a defender la suerte con la presteza de su flexible ingenio.

—Es verdad —le dijo—, y esto aumentaba mis remordimientos. No tenía más remedio que hacer en obsequio suyo lo que no habría hecho por otra. Ponte tú en mi caso, figúrate que eres yo, y que te ha pasado todo lo que me ha pasado a mí. Puedes hacerte cargo de mi tormento, y de lo que yo sufriría teniendo que considerar y proteger, por escrúpulo de conciencia, a una mujer que no me inspira ningún afecto, ninguno, y que últimamente me inspiraba antipatía, porque Fortunata, créelo como el Evangelio, es de tal condición, que el hombre más enamorado no la resiste un mes. Al mes, todos se rinden, es decir, echan a correr…

Jacinta había empezado a dar pataditas, haciendo saltar el edredón que a los pies tenía. Era su manera de expresar la alegría bulliciosa cuando estaba acostada. Porque siendo verdad lo que Juan decía, la temida rival era como los espantajos puestos en el campo, de los cuales se ríen hasta los pájaros cuando los examinan de cerca. Pero aún le quedaba una duda, ¿era aquello verdad o no? Para mentira estaba demasiado bien hiladito.

—¿Y ella te quiere todavía? —preguntó con la picardía de un juez de instrucción.

El esposo se hizo repetir la pregunta, sin otro objeto que retrasar la respuesta, que debía ser muy pensada.

—Pues te diré… que sí. Tiene esa debilidad. Otras mujeres, las de complexión viciosa, son en sus pasiones tan vehementes como inconstantes. Pronto olvidan al que adoraron y cambian de ilusión como de moda. Ésta no.

—Ésta, no —repitió Jacinta, asustada de ver a su enemiga tan distinta de como ella se la figuraba.

—No. Ha dado en la tontería de quererme siempre lo mismo, como antes, como la primera vez. Aquí tienes otra cosa que me anonada, que me obliga a ser indulgente. Ponte en mi lugar, hija. Porque si yo viera que coqueteaba con otros hombres, anda con Dios. Pero si no hay quien la apee de una fidelidad que no viene al caso. ¡Fiel a mí! ¿A santo de qué? ¡Te aseguro que me ha hecho cavilar más esa sosona! Ha pasado por tantas manos, y siempre fiel, consecuente como un clavo, que se está donde le clavan. Ni el deshonor, ni el matrimonio la han curado de esta manía. ¿No te parece a ti que es manía?

A Jacinta le acudieron tantas ideas a la mente, que no sabía con cuál quedarse, y estaba perpleja y muda.

—¡Hay tantos —exclamó Santa Cruz en el tono que se da a las cosas muy filosóficas—, hay tantos a quienes hace infelices la inconstancia de las mujeres, y a mí me hace padecer una fidelidad que no solicito, que no me hace falta, que no me importa para nada!

Jacinta dio un gran suspiro.

—Pero al tener conciencia, el tener un sentido moral muy elevado —añadió el Delfín dominando la suerte—, como lo tengo yo, me ha puesto en una situación equívoca frente a ti. Yo necesitaba darte explicaciones. Ya te las he dado, y por ellas habrás visto que no se debe juzgar los actos de los hombres por lo que parece, sino que es preciso ir al fondo, hija, al fondo de las cosas. ¿Conque te vas enterando? ¡A lo mejor se lleva uno cada chasco!… ¡Cuántas veces pensamos mal de un sujeto, fundándonos en hablillas del vulgo o en cualquier dato inseguro, como por ejemplo, un pelo, un botón!… Y después de mirar bien el hecho, ¿qué resulta?, que no basta para muestra un botón, que el que se cuelga de un cabello se cae; en una palabra, niña mía, que lo aparentemente deshonroso puede no serlo, y que la realidad, en vez de arrojar vergüenza sobre el sujeto, lo que hace es enaltecerlo y quizás honrarle.

—Poco a poco —dijo la esposa prontamente—, que para mí sigue siendo turbio. Me parece que en todo lo que has dicho hay demasiada composición. No me fío yo, no me fío, porque para fabricar estos arcos triunfales de frases y entrar por ellos dándote mucho tono, te pintas tú solo. Lo cierto es que le has puesto la casa, la has visitado y te has divertido en grande con ella. ¡Vaya una conciencia la tuya, vaya una manera de pagarle su fidelidad, tirando por el suelo la que me debes a mí!… ¿Qué moral es ésta? No escamotees la verdad. Esa mujer es una bribona, y tú serías un simple si no fueras también un solemnísimo pillo.

—Párese usted un poco, camaraíta —replicó Santa Cruz algo desconcertado—. ¿Qué palabras usaré yo para pintarte la situación en que me encontraba? Es que el caso es de los más raros que se pueden ofrecer… Para que veas que soy sincero y leal, te diré que hubo en mí algo de flaqueza, sí, flaqueza que nacía de la compasión. No tuve valor para resistir a las… ¿Cómo diré?…, a las sugestiones apasionadas de quien tiene por mí una idolatría que yo no merezco. Pero te juro que lo hice sin ilusión, con fastidio, como el que cumple un deber, pensando en mi mujer, viéndote a ti más que a la que tan cerca tenía, y deseando que aquella comedia concluyera.

Ambos estuvieron callados un mediano rato. ¿Creía Jacinta aquellas cosas, o aparentaba creerlas como Sancho las bolas que Don Quijote le contó de la cueva de Montesinos? Lo último que Juan dijo fue esto:

—Ahora juzga tú como te parezca bien lo que acabo de confesarte, y compara lo bueno que hay en ello con lo malo que habrá también. Yo me entrego a ti.

—Romper, romper para siempre toda clase de relaciones con esa calamidad es lo que importa —manifestó la Delfina inquietísima, dando vueltas en el lecho—. Que no la veas más, que ni siquiera la saludes si te la encuentras por la calle… ¡Oh, qué mujer! Es mi pesadilla.

—Da por hecho el rompimiento, pero definitivo, absoluto. Lo deseo tanto como tú; me lo puedes creer.

Lo decía con tal expresión de ingenuidad, que Jacinta sintió grande alegría.

—Sí, hija, no aguanto más. Que se vaya con su constancia a los quintos infiernos.

—¿Y si da en perseguirte?

—Seré capaz hasta de recurrir a la Policía.

—¿De modo que no vuelves más a esa casa?… Di que no vuelves, dime que no la quieres.

—¡Bah! Demasiado lo sabes. No volveré más que a despedirme.

—No; escríbele una carta. Las despedidas cara a cara no son buenas para romper.

—Haré lo que tú quieras, lo que tú me mandes, niñita de mi alma, monísima…, más salada que el terrón de los mares.

4

A la siguiente mañana, Jacinta se levantó muy gozosa, con los espíritus avispados, y muchas ganitas de hablar y de reír sin motivo aparente. Barbarita, que entró de la calle a las diez, le dijo:

—¡Qué retozona estás hoy!… Oye: Al volver de San Ginés, me encontré con Manolo Moreno, que llegó ayer de Londres. Le he convidado a almorzar.

Jacinta fue a su tocador. Aún dormía su marido, y ella se empezó a arreglar. A poco entró una visita, que Jacinta recibió en su gabinete. Era Severiana, que dos veces por semana llevaba a Adoración a que la viese su protectora. Ya se sabe que la Delfina, no pudiendo adoptar al Pituso y tomarlo por hijo, y sintiendo más fuerte e imperioso en su alma el anhelo de la maternidad, dio en proteger a la preciosísima y cariñosa hija de Mauricia la Dura. Para Jacinta no había goce más grande y puro que acariciar un pequeñuelo, darle calor y comunicarle aquel sentimiento de bondad que se desbordaba de su alma. Agradábale tanto la niña aquella, que se la habría llevado consigo si sus suegros y su marido lo permitieran; pero no siendo posible esto, se consolaba vistiéndola como una señorita, pagándole el colegio y pasando un ratito con ella. Gozaba en ver su belleza, en aspirar la fragancia de su inocencia y en examinarla para cerciorarse de sus adelantos.

—Hola, ven acá, mujer, dame un beso y un abrazo —le dijo la señorita, atrayéndola a sí con maternal cariño.

Adoración se frotó bien la cara y el cuerpo contra la cintura y falda de su protectora.

—Dice que lo que le pide a la Virgen —declaró Severiana con esa adulación de los humildes muy favorecidos y que aún quieren serlo más—, es no separarse nunca, nunca de la señorita… para estarla mirando siempre.

—Ya sé que me quiere mucho, y yo la quiero a ella, si es buena y estudia. ¡Qué elegante estás!… No te había visto el vestido nuevo.

—Anoche soñaba con la ropa nueva —dijo Severiana—, y ayer, cuando se la puso, no hacía más que mirarse al espejo. Si la tocábamos ¡ay!, nos quería pegar… Lo que ella deseaba era que la señorita la viera tan maja, ¿verdad, rica?

—No me gusta tanto afán por las composturas. Ahora lo que yo quiero es ver qué tal andan esas lecciones… Hoy no tengo tiempo de hacer preguntas; pero otro día, el jueves, veremos cómo está ese Catecismo.

—¡Ah! Señorita, se lo sabe de corrido. Nos tiene mareados con lo que hicieron aquéllos que se comían el maná y lo de Noé en el arca, con tantos animales como metió en ella. ¿Pues y leer? Lee mejor que mi marido.

—Eso me gusta… El mes que entra la pondremos en un colegio, interna. Ya es grandecita… Es preciso que vaya aprendiendo los buenos modales…, su poquito de francés, su poquito de piano… Quiero educarla para maestrita o institutriz, ¿verdad?

Adoración la miraba como en éxtasis.

—¿Y esa mujer? —preguntó luego Jacinta a Severiana, refiriéndose a la madre de Adoración.

—Señora, no me la nombre. A poco de salir de las Micaelas, parecía algo enmendada. Volvió a correr pañuelos de Manila y algunas prendas; estaba en buena conformidad; pero ya la tenemos otra vez en danza con el maldito vicio. Anteanoche la recogieron tiesa en la calle de la Comadre… ¡Qué vergüenza…!

Jacinta hizo un gesto de pena.

—¡Pobrecita mía! —exclamó abrazando más estrechamente a su protegida.

—Por esto —añadió la otra—, yo quería hablar a la señorita para ver si Doña Guillermina tenía proporción de meterla en cualquier parte donde la sujetaran. En las Micaelas no puede ser, a cuento de que allí la tuvieron que echar por escandalosa… Pero bien la podrían poner, si a mano viene, en un hospicio, o casa de orates, al menos para que no diera malos ejemplos.

—Veremos… —dijo distraída Jacinta levantándose, porque había oído el repique del timbre con que su marido llamaba.

Faltaba algo antes de que Adoración se despidiera. Su protectora le daba siempre una golosina, y aquel día hubo de olvidarse. Quedóse parada la niña en medio del gabinete aun después de los últimos besos de la despedida. Jacinta cayó en la cuenta de su distracción.

—Espérate un momento.

A poco volvió con lo que la chiquilla deseaba, y repetida la recomendación de portarse bien y estudiar mucho, acompañólas hasta la puerta. Cuando Severiana y su sobrinita salían, entraba Moreno-Isla, y Jacinta que le vio subir, se detuvo en el recibimiento. Subía despacio y jadeante, a causa de la afección al corazón que padecía. Estaba muy envejecido, de mal color, y con más aire extranjero que antes.

—¡Oh, puerta del Paraíso! ¡Qué manos te abren!… Dispense usted… Me canso horriblemente —dijo Moreno, saludándola con tanta urbanidad como afecto.

Estupiñá, que entraba detrás, le echó también un gran saludo a D. Manuel, permitiéndose abrazarle, porque eran antiguos amigos.

—Estás hecho un pollo —le dijo Moreno, palmoteándole en los hombros.

—Vamos tirando… ¿Y usted?…

—Así, así.

—¡Siempre por esas tierras de extranjis!… Caramba, también es gusto, teniendo aquí tantos que le quieren bien…

El forastero le contestó con la benevolencia un tanto fría que saben emplear los superiores bien educados. Separáronse en el pasillo, porque Estupiñá tenía que ir hacia el comedor. Moreno siguió a Jacinta hasta el salón y de allí al gabinete.

—No me había dicho Guillermina que estaba usted en Madrid. Lo supe hoy por mamá —dijo ella por decir algo.

—¿Guillermina? ¡Buena tiene ella la cabeza para acordarse de anunciarme! ¿Sabe usted que cada vez que vengo a España me la encuentro más tocada? Ayer, cuando entré en casa, lo primero que hizo, mientras me saludaba, fue un registro de todos los bolsillos de mi ropa. Me desplumó. Lo que yo decía: «Apenas se pone el pie en España, no se da un paso sin tropezar con bandoleros». Ahora pretende que entre todos los parientes le hagamos un piso… Friolera.

—¡Pobrecilla! Es una santa.

Llegó entonces D. Baldomero, anunciándose antes de entrar con estas alegres voces:

—¿En dónde está ese antipatriota?

Cuando apareció en la puerta, con los brazos abiertos, fue Moreno a dejarse estrechar en ellos.

—Bien, padrino; está usted hecho un muchacho.

—¿Y tú, perdido? Me dijeron que estabas algo delicado.

—Me canso horriblemente —replicó el forastero, tocándose el corazón—. Algo aquí… Pero dicen que es nervioso.

—Sí, sí, nervioso —afirmó Santa Cruz como si tuviera en el dedillo toda la Medicina.

—Nervioso, claro —repitió Jacinta.

Y Barbarita, que a la sazón entraba, también dijo:

—¿Qué ha de ser sino nervioso?…

—Vaya, vaya con este perdis —decía D. Baldomero mirando mucho a su amigo y pariente y no atreviéndose a decir que le encontraba muy desmejorado—. Siempre tan extranjerote.

—No quiere nada con nosotros —dijo Barbarita, examinándole la ropa—. Mira, mira que levita gris cerrada… y botines blancos… Pero, Manolo, ¡qué zapatones usan por allá! Esos guantes pasarían aquí por guantes de cochero.

Moreno se echó a reír. Su persona tenía tal aire inglés, que quien le viera, tomaríale por uno de esos lores aburridos y millonarios que andan por el mundo sacudiéndose la morriña que les consume. Hasta cuando hablaba desmentía, no por afectación, sino por hábito, su progenie española, porque arrastraba un poco las erres y olvidaba algunos vocablos de los menos usuales. Se había educado en el célebre colegio de Eton; a los treinta años volvió a Inglaterra y allí vivía de continuo, salvo las cortas temporadas que pasaba en Madrid. Poseía el arte de la buena educación en su forma más exquisita, y una soltura de modales que cautivaba. Era ahijado de D. Baldomero I, y por esto seguía llamando padrino a D. Baldomero II.

—Ya saben ustedes que no transijo con la patria —dijo sonriendo—. Mientras más la visito, menos me gusta. Por respeto a mi padrino, no me atrevo a decir más.

Los gustos extranjeros de aquel hombre y el desamor que a su patria mostraba, eran ocasión de empeñadas reyertas entre él y D. Baldomero, que defendía todo lo del Reino con sincero entusiasmo. A veces perdía los estribos el buen español, sosteniendo que en todo lo de fuera hay mucho de farsa, y Moreno, extremando sus antipatías, sostenía que en España no hay más que tres cosas buenas: la Guardia Civil, las uvas de albillo y el Museo del Prado.

—Vamos a ver —dijo D. Baldomero con alegría, que le retozaba en la cara—. ¿Qué me dices del Rey que hemos traído? Ahora sí que vamos a estar en grande. Verás cómo prospera el país y se acaban las guerras.

—Es guapo chico. Varios españoles residentes en Londres le acompañamos en el tren hasta Dover. Yo le regalé un magnífico reloj… Es muy despejado chico, pero muy despejado. ¡Lástima de Rey! Yo le dije: «Vuestra Majestad va a gobernar el país de la ingratitud; pero Vuestra Majestad vencerá a la hidra». Esto lo dije por cortesía; pero yo no creo que pueda barajar a esta gente. Él querrá hacerlo bien; pero falta que le dejen.

En esto entró Juan, y él y su pariente se dieron los abrazos de ordenanza. Para ponerse a almorzar no faltaba más que Villalonga.

—¿Pero qué? —dijo el Delfín—, ¿le esperamos? Sabe Dios a qué hora vendrá. Anoche se retiraría a las tres de la tertulia del Ministro de la Gobernación, y estará todavía en la cama.

Acordaron, pues, no aguardar más, y durante el cordial almuerzo, que quieras que no, la conversación versó sobre si en España es todo malo, o si en Francia e Inglaterra es de buena ley todo lo que admiramos. Moreno-Isla no cedía una pulgada de terreno antipatriótico en que su terquedad se encerraba.

—Miren ustedes…, hablando ahora con toda seriedad —dijo, después de apurar bien el tema de las comidas, y pasando a ciertas ideas de cultura general—. Yo he hecho una observación que nadie me desmentirá. Desde que se pasa la frontera para allá y se entra en Francia, no le pica a usted una pulga. (Risas).

—¡Pero qué tendrán que ver las pulgas!

—¿Y sostienes tú que en Francia no hay pulgas?

—No las hay, créame usted, padrino, no las hay. Es un resultado del aseo general, de la limpieza de las casas y de las personas. Vaya usted a San Sebastián. Se lo comen vivo…

—Hombre, por Dios, ¡qué argumentos!…

Sonó la campanilla. «¡Ahí está!», dijeron todos, y Barbarita miró al lugar vacío que estaba destinado a Villalonga en la mesa. Éste entró muy alegre, saludando a la familia, y dando un apretón de manos a Moreno.

—Indulgencia, señora. He venido volando por no hacerme esperar.

—Amigo, desde que está usted en candelero, no hay quien le vea. ¡Qué caro se cotiza!

—Es que no me dejan vivir. Anoche duró el jubileo hasta las tres. Doscientas personas entrando y saliendo. Y que no pretenden nada…

—Preparando las elecciones, ¿eh?

—¡Oh!, pues si pasamos al terreno político… —indicó Moreno.

—No, no pases —replicó Santa Cruz—. En ese terreno concedo, concedo…

Después hubo debate sobre quesos, diciendo D. Baldomero que los del Reino son también muy buenos. Luego tratóse de las casas, que Moreno calificó de inhabitables. «Por eso todo el mundo vive en la calle».

—Pues mire usted —dijo Villalonga—: las casas serán todo lo malas que usted quiera; pero hay en las del extranjero una costumbre que maldita la gracia que tiene. Me refiero a la falta de maderas en los balcones y ventanas, por lo cual entra la luz desde que Dios amanece, y no puede usted pegar los ojos.

—¿Pero usted cree que por allá hay alguien que se esté durmiendo hasta el medio día?

Sobre esto se habló mucho, y el forastero sacó a relucir otras cosas.

—Yo de mí sé decir que cuando paso la frontera para acá recibo las más tristes impresiones. Habrá algo que admirar; a mí se me esconde, y no veo más que la grosería, los malos modos, la pobreza, hombres que parecen salvajes, liados en mantas; mujeres flacas… Lo que más me choca es lo desmedrado de la casta. Rara vez ve usted un hombrachón robusto y una mujer fresca. No lo duden ustedes, nuestra raza está mal alimentada, y no es de ahora; viene pasando hambres desde hace siglos… Mi país me es bastante antipático, y desde que me meto en el express de Irún ya estoy renegando. Por la mañana, cuando despierto en la Sierra y oigo pregonar el botijo e leche, me siento mal; créanlo ustedes… Al llegar a Madrid, y ver la gente de capa, las mujeres con mantones, las calles mal adoquinadas, y los caballos de los coches como esqueletos, no veo la hora de volverme a marchar.

—¡Hombre, en qué tonterías te fijas! —observó D. Baldomero, continuando la apología de la patria en términos calurosos que el otro oía con benevolencia.

Cuando tomaban el café, notaron todos que Moreno se sentía mal; pero él disimulaba, y llevándose la mano al corazón, decía otra vez:

—Algo aquí… No es nada. Nervioso quizás. Lo que más me molesta es el ruido de la circulación de la sangre. Por eso me gusta tanto viajar… Con el ruido del tren, no oigo el mío.

Hubo un momento de silencio y tristeza en la mesa; pero aquello pasó, y siguieron charlando. Jacinta observaba que alguien le hacía telégrafos desde la puerta, alzando un poco el cortinón. Salió: era Guillermina.

—No, yo no paso. Tengo que irme al momento a la obra —le dijo con secreteo—. Vengo para encargarte que le hables. Saca la conversación como puedas, y que se entere bien de la necesidad en que estamos.

—Moreno ayudará —díjole su amiguita, llevándola a otra pieza para hablar con más libertad.

—No sé…, está incomodado conmigo… Esta mañana hemos reñido… La verdad…, me enfadé, me tuve que enfadar. Figúrate que esta vez viene más hereje que nunca. Cada uno es dueño de condenarse; ¿pero a qué viene decirme a mí cosas contra la religión?

—¡Qué malo!

—Y tantas fueron sus burlas y sacrilegios que…, Dios me lo perdone…, me incomodé. Le dije que no me hacía falta su dinero para nada, y que tendría miedo de tomarlo en mis manos, por ser dinero de Satanás. Pero esto es un dicho, ¿sabes?

—Claro.

—¿Y aquí no ha hablado de religión?

—No, ni jota. Mamá no se lo toleraría. Ha hablado de que en España hay más pulgas que en Francia.

—¡Dale! ¡Qué importará que haya pulgas con tal que haya cristiandad! Las cosas que dicen estos herejotes nos indignarían si no las tomáramos a risa. Tú no sabes bien lo protestante y calvinista que viene ahora. Me horripilé oyéndole. Pero en fin, allá se entenderá con Dios; y entre tanto, lo que importa es que afloje los cuartos para mi obra. Y que le ha de valer para su alma, aunque él no quiera… Conque a ver si me le catequizas.

—Haré lo que pueda… Veremos, le diré algo…

—No vayas a olvidarte… Adiós, hija de mi alma. Me voy; esta noche me contarás lo que te diga. Creo que no nos dejará mal, porque en el fondo es un buenazo. A poco que se le raspe la corteza de hereje, sale aquella pasta de ángel de otros tiempos. Quédate con Dios.

Volvió Jacinta al comedor. Si cumplió o no el encargo de Guillermina, lo veremos a su tiempo. Más que reunir dinero para el asilo, preocupaba a la dama el ver resuelto según su deseo lo que ella y su marido habían tratado la noche anterior. Movida de este afán, así que se marcharon Moreno y Villalonga, cogió por su cuenta al Delfín, y otra vez trataron ambos la cuestión de la ruptura. De acuerdo estaban en lo principal, discrepando sólo en el procedimiento más adecuado, pues ella opinaba por una carta y él por una entrevista de despedida. Al fin, tras laboriosa discusión, prevaleció este criterio, como verá el que siga leyendo.