LAS MICAELAS POR DENTRO
1
Cuando las dos madres aquellas, la bizca y la seca, la llevaron adentro, Fortunata estaba muy conmovida. Era aquella sensación primera de miedo y vergüenza de que se siente poseído el escolar cuando le ponen delante de sus compañeros, que han de ser pronto sus amigos, pero que al verle entrar le dirigen miradas de hostilidad y burla. Las recogidas que encontró al paso mirábanla con tanta impertinencia, que se puso muy colorada y no sabía qué expresión dar a su cara. Las madres, que tantos y tan diversos rostros de pecadoras habían visto entrar allí, no parecían dar importancia a la belleza de la nueva recogida. Eran como los médicos que no se espantan ya de ningún horror patológico que vean entrar en las clínicas. Hubo de pasar un buen rato antes de que la joven se serenase y pudiera cambiar algunas palabras con sus compañeras de lazareto. Pero entre mujeres se rompe más pronto aún que entre colegiales ese hielo de las primeras horas, y palabra tras palabra fueron brotando las simpatías, echando el cimiento de futuras amistades.
Como ella esperaba y deseaba, pusiéronle una toca blanca; mas no había en el convento espejos en que mirar si caía bien o mal. Luego le hicieron poner un vestido de lana burda y negra muy sencillo; pero aquellas prendas sólo eran de indispensable uso al bajar a la capilla y en las horas de rezo, y podía quitárselas en las horas de trabajo, poniéndose entonces una falda vieja de las de su propio ajuar y un cuerpo, también de lana, muy honesto, que recibían para tales casos. Las recogidas dividíanse en dos clases, una llamada las Filomenas y otra las Josefinas. Constituían la primera, las mujeres sujetas a corrección; la segunda componíase de niñas puestas allí por sus padres, para que las educaran, y más comúnmente por madrastras que no querían tenerlas a su lado. Estos dos grupos o familias no se comunicaban en ninguna ocasión. Dicho se está que Fortunata pertenecía a la clase de las Filomenas. Observó que buena parte del tiempo se dedicaba a ejercicios religiosos, rezos por la mañana, doctrina por la tarde. Enteróse luego de que los jueves y domingos había adoración del Sacramento, con larguísimas y entretenidas devociones, acompañadas de música. En este ejercicio y en la misa matinal, las recogidas, como las madres, entraban en la iglesia con un gran velo por la cabeza, el cual era casi tan grande como una sábana. Lo tomaban en la habitación próxima a la entrada, y al salir lo volvían a dejar después de doblarlo.
Acostumbrada la prójima a levantarse a las nueve o las diez de la mañana, éranle penosos aquellos madrugones que en el convento se usaban. A las cinco de la mañana ya entraba Sor Antonia en los dormitorios tocando una campana que les desgarraba los oídos a las pobres durmientes. El madrugar era uno de los mejores medios de disciplina y educación empleados por las madres, y el velar a altas horas de la noche una mala costumbre que combatían con ahínco, como cosa igualmente nociva para el alma y para el cuerpo. Por esto, la monja que estaba de guardia pasaba revista a los dormitorios a diferentes horas de la noche, y como sorprendiese murmullos de secreteo, imponía severísimos castigos.
Los trabajos eran diversos y en ocasiones rudos. Ponían las maestras especial cuidado en desbastar aquellas naturalezas enviciadas o fogosas, mortificando las carnes y ennobleciendo los espíritus con el cansancio. Las labores delicadas, como costura y bordados, de que había taller en la casa, eran las que menos agradaban a Fortunata, que tenía poca afición a los primores de aguja y los dedos muy torpes. Más le agradaba que la mandaran lavar, brochar los pisos de baldosín, limpiar las vidrieras y otros menesteres propios de criadas de escalera abajo. En cambio, como la tuvieran sentada en una silla haciendo trabajos de marca de ropa se aburría de lo lindo. También era muy de su gusto que la pusieran en la cocina a las órdenes de la hermana cocinera, y era de ver cómo fregaba ella sola todo el material de cobre y loza, mejor y más pronto que dos o tres de las más diligentes.
Mucho rigor y vigilancia desplegaban las madres en lo tocante a relaciones entre las llamadas arrepentidas, ya fuesen Filomenas o Josefinas. Eran centinelas sagaces de las amistades que se pudieran entablar y de las parejas que formara la simpatía. A las prójimas antiguas y ya conocidas y probadas por su sumisión, se las mandaba a acompañar a las nuevas y sospechosas. Había algunas a quienes no se permitía hablar con sus compañeras sino en el corro principal en las horas de recreo.
A pesar de la severidad empleada para impedir las parejas íntimas o grupos, siempre había alguna infracción hipócrita de esta observancia. Era imposible evitar que entre cuarenta o cincuenta mujeres hubiese dos o tres que se pusieran al habla, aprovechando cualquier coyuntura oportuna en las varias ocupaciones de la casa. Un sábado por la mañana Sor Natividad, que era la Superiora (por más señas la madrecita seca que recibió a Fortunata el día de su entrada), mandó a ésta que brochase los baldosines de la sala de recibir. Era Sor Natividad vizcaína, y tan celosa por el aseo del convento que lo tenía siempre como tacita de plata, y en viendo ella una mota, un poco de polvo o cualquier suciedad, ya estaba desatinada y fuera de sí, poniendo el grito en el cielo como si se tratara de una gran calamidad caída sobre el mundo, otro pecado original o cosa así. Apóstol fanático de la limpieza, a la que seguía sus doctrinas la agasajaba y mimaba mucho, arrojando tremendos anatemas sobre las que prevaricaban, aunque sólo fuera venialmente, en aquella moral cerrada del aseo. Cierto día armó un escándalo porque no habían limpiado…, ¿qué creeréis?, las cabezas doradas de los clavos que sostenían las estampas de la sala. En cuanto a los cuadros, había que descolgarlos y limpiarlos por detrás lo mismo que por delante.
—Si no tenéis alma, ni un adarme de gracia de Dios —les decía—, y no os habéis de condenar por malas, sino por puercas.
El sábado aquel mandó, como digo, dar cera y brochado al piso de la sala, encargando a Fortunata y a otra compañera que se lo habían de dejar lo mismo que la cara del sol.
Era para Fortunata este trabajo no sólo fácil, sino divertido. Gustábale calzarse en el pie derecho el grueso escobillón, y arrastrando el paño con el izquierdo, andar de un lado para otro en la vasta pieza, con paso de baile o de patinación, puesta la mano en la cintura y ejercitando en grata gimnasia todos los músculos hasta sudar copiosamente, ponerse la cara como un pavo y sentir unos dulcísimos retozos de alegría por todo el cuerpo. La compañera que Sor Natividad le dio en aquella faena era una Filomena en cuyo rostro se había fijado no pocas veces la neófita, creyendo reconocerlo. Indudablemente había visto aquella cara en alguna parte, pero no recordaba dónde ni cuándo. Ambas se habían mirado mucho, como deseando tener una explicación; pero no se habían dirigido nunca la palabra. Lo que sí sabía Fortunata era que aquella mujer daba mucha guerra a las madres por su carácter alborotado y desigual.
Desde que la Superiora las dejó solas, la otra rompió a patinar y a hablar al mismo tiempo. Parándose después ante Fortunata, le dijo:
—Porque nosotras nos conocemos, ¿eh? A mí me llaman Mauricia la Dura. ¿No te acuerdas de haberme visto en casa de la Paca?
—¡Ah…, sí!… —indicó Fortunata, y cargando sobre el pie derecho, tiró para otro lado frotando el suelo con amazónica fuerza.
Mauricia la Dura representaba treinta años o poco más, y su rostro era conocido de todo el que entendiese algo de iconografía histórica, pues era el mismo, exactamente el mismo de Napoleón Bonaparte antes de ser Primer Cónsul. Aquella mujer singularísima, bella y varonil tenía el pelo corto y lo llevaba siempre mal peinado y peor sujeto. Cuando se agitaba mucho trabajando, las melenas se le soltaban, llegándole hasta los hombros, y entonces la semejanza con el precoz caudillo de Italia y Egipto era perfecta. No inspiraba simpatías Mauricia a todos los que la veían; pero el que la viera una vez, no la olvidaba y sentía deseos de volverla a mirar. Porque ejercían indecible fascinación sobre el observador aquellas cejas rectas y prominentes, los ojos grandes y febriles, escondidos como en acecho bajo la concavidad frontal, la pupila inquieta y ávida, mucho hueso en los pómulos, poca carne en las mejillas, la quijada robusta, la nariz romana, la boca acentuada terminando en flexiones enérgicas, y la expresión, en fin, soñadora y melancólica. Pero en cuanto Mauricia hablaba, adiós ilusión. Su voz era bronca, más de hombre que de mujer, y su lenguaje vulgarísimo, revelando una naturaleza desordenada, con alternativas misteriosas de depravación y de afabilidad.
2
Después que se reconocieron, callaron un rato, trabajando las dos con igual ahínco. Un tanto fatigadas se sentaron en el suelo, y entonces Mauricia, arrastrándose hasta llegar junto a su compañera, le dijo:
—Aquel día…, ¿sabes?, acabadita de marcharte tú, estuvo en casa de la Paca Juanito Santa Cruz.
Fortunata la miró aterrada.
—¿Qué día? —fue lo único que dijo.
—¿No te acuerdas? El día que estuviste tú, el día en que te conocí… Paices boba. Yo me lié con la Visitación, que me robó un pañuelo, la muy ladrona sinvergüenza. Le metí mano, y… ¡ras!, le trinqué la oreja y me quedé con el pendiente en la mano, partiéndole el pulpejo…; por poco me traigo media cara. Ella me mordió un brazo, mira…, todavía está aquí la señal; pero yo le dejé sellaíto un ojo…; todavía no lo ha abierto, y le saqué una tira de pellejo ¡ras!, desde semejante parte, aquí por la sien… hasta la barba. Si no nos apartan, si no me coges tú a mí por la cintura, y Paca a ella, la reviento…, creételo.
—Ya me acuerdo de aquella trifulca —dijo Fortunata mirando a su compañera con miedo.
—A mí, la que me la hace me la paga. No sé si sabes que a la Matilde, aquella silfidona rubia…
—No sé, no la conozco.
—Pues allá se me vino con unos chismajos, porque yo hablaba entonces con el chico de Tellería y… Pues la cogí un día, la tiré al suelo, me estuve paseando sobre ella todo el tiempo que me dio la gana… y luego, cogí una badila y del primer golpe le abrí un ojal en la cabeza, del tamaño de un duro… La llevaron al hospital… Dicen que por el boquete que le hice se le veía la sesada… Buen repaso le di. Pues otro día, estando en el Modelo…, verás…, me dijo una tía muy pindongona y muy facha que si yo era no sé qué y no sé cuánto, y de la primer bofetada que le alumbré fue rodando por el suelo con las patas al aire. Nada, que tuvieron que atarme… Pues volviendo a lo que decía. Aquel día que tuve la zaragata con Visitación…
Sintieron venir a la Superiora, y rápidamente se levantaron y se pusieron a brochar otra vez. La monja miró el piso, ladeando la cara como los pájaros cuando miran al suelo, y se retiró. Un rato después, las dos arrepentidas volvieron a pegar su hebra.
—No aportaste más por allí. Yo le pregunté después a la Paca si había vuelto por allí el chico de Santa Cruz, y me contestó: «Calla hija, si han dicho aquí anoche que está con plumonía…». Pobrecito, por poco no lo cuenta. Estuvo si se las lía, si no se las lía… Por ti pregunté a la Feliciana una tarde que fui a enseñarle los mantones de Manila que yo estaba corriendo, y me dijo que te ibas a casar con un boticario…; ya, el sobrino de Doña Lupe la de los Pavos… ¡Ah!, chica, si esa tal Doña Lupe es lo que más conozco… Pregúntale por mí. Le he vendido más alhajas que pelos tengo en la cabeza. ¡Ah!, entonces sí que estaba yo bien; pero de repente me trastorné, y caí tan enferma del estómago, que no podía pasar nada, y lo mismo era entrarme bocado en él o gota de agua, que parecía que me encendían lumbre; y mi hermana Severiana, que vive en la calle de Mira el Río, me llevó a su casa, y allí me entraron unos calambres que creí que espichaba; y una noche, viendo que aquello no se me quería calmar, salí de estampía, y en la taberna me atizé tres copas de aguardiente, arreo, tras, tras, tras, y salí, y en medio a medio de la calle caíme al suelo, y los chiquillos se me ajuntaron a la redonda, y luego vinieron los guindillas y me soplaron en la prevención. Severiana quiso llevarme otra vez a su casa; pero entonces una señora que conocemos, esa Doña Guillermina…, la habrás oído nombrar…, me cogió por su cuenta y me trajo a este establecimiento. La Doña Guillermina es una que se ha echado mismamente a pobre, ¿sabes?, y pide limosna y está haciendo un palación ahí abajo para los huérfanos. Mi hermana y yo nos criamos en su casa, ¡gran casa la de los señores de Pacheco! Personas muy ricas, no te creas, y mi madre era la que les planchaba. Por eso nos tiene tanta ley Doña Guillermina, que siempre que me ve con miseria me socorre, y dice que mientras más mala sea yo más me ha de socorrer. Pues que quise que no, aquí me metieron… Ya me habían metido antes; pero no estuve más que una semana, porque me escapé subiéndome por la tapia de la huerta como los gatos.
Esta historia, contada con tan aterradora sinceridad, impresionó mucho a la otra Filomena. Siguieron ambas bailando a lo largo de la sala, deslizándose sobre el ya pulimentado piso, como los patinadores sobre el hielo, y Fortunata, a quien le escarbaba en el interior lo que referente a ella habla dicho Mauricia la Dura, quiso aclarar un punto importante, diciéndole:
—Yo no fui más que dos veces a casa de la Paca, y por mi gusto no hubiera ido ninguna. La necesidad, hija… Después no volví más porque me salieron relaciones con el chico con quien me voy a casar.
Después de una pausa, durante la cual viniéronle al pensamiento muchas cosas pasadas, creyó oportuno decir algo, conforme a las ideas que aquella casa imponía:
—¿Y para qué me buscaba a mí ese hombre?… ¿Para qué? Para perderme otra vez. Con una basta.
—Los hombres son muy caprichosos —dijo en tono de filosofía Mauricia la Dura—, y cuando la tienen a una a su disposición, no le hacen más caso que a un trasto viejo; pero si una habla con otro, ya el de antes quiere arrimarse, por el aquél de la golosina que otro se lleva. Pues digo… si una se pone a ser verbigracia honrada, los muy peines no pasan por eso, y si una se mete mucho a rezar y a confesar y comulgar, se les encienden más a ellos las querencias, y se pirran por nosotras desde que nos convertimos por lo eclesiástico… Pues qué, ¿crees tú que Juanito no viene a rondar este convento desde que sabe que estás aquí? Paices boba. Tenlo por cierto, y alguno de los coches que se sienten por ahí, créete que es el suyo.
—No seas tonta…, no digas burradas —replicó la otra palideciendo—. No puede ser… Porque mira tú, él cayó con la pulmonía en febrero…
—Bien enterada estás.
—Lo sé por Feliciana, a quien se lo contó, días atrás, un señor que es amigo de Villalonga. Pues verás, él cayó con la pulmonía en febrero, y en este entremedio conocí yo al chico con quien hablo… El otro estuvo dos meses muy malito…, si se va, si no se va. Por fin salió, y en marzo se fue con su mujer a Valencia.
—¿Y qué?
—Que todavía no habrá vuelto.
—Paices boba… Esto es un decir. Y si no ha vuelto, volverá… Quiere decirse que te hará la rueda cuando venga y se entere de que ahora vas para santa.
—Tú sí que eres boba…, déjame en paz. Y suponiendo que venga y me ronde… ¿A mí qué?
Sor Natividad examinó el brochado y vio «que era bueno». Satisfacción de artista resplandecía en su carita seca. Miró al techo tratando de descubrir alguna mota producida por las moscas; pero no había nada, y hasta las cabezas de los clavos de la pared, limpiados el día antes, resplandecían como estrellitas de oro. La Superiora volvía las gafas a todas partes buscando algo que reprender; pero nada encontró que mereciese su crítica estrecha. Dispuso que antes de entrar los muebles los limpiasen y frotasen bien para que todo el polvo quedase fuera; pero encargó mucho que aquella operación se hiciese al hilo de la madera; y como las dos trabajadoras no entendiesen bien lo que esto significaba, cogió ella misma un trapo y prácticamente les hizo ver con la mayor seriedad cuál era su sistema. Cuando se quedaron solas otra vez, Mauricia dijo a su amiga:
—Hay que tener contenta a esta tía chiflada, que es buena persona, y como le froten los muebles al hilo, la tienes partiendo un piñón.
Mauricia tenía días. Las monjas la consideraban lunática, porque si las más de las veces la sometían fácilmente a la obediencia, haciéndola trabajar, entrábale de golpe como una locura y rompía a decir y hacer los mayores desatinos. La primera vez que esto pasó, las religiosas se alarmaron; mas domada la furia sin que fuese preciso apelar a la fuerza, cuando se repetían los accesos de indisciplina y procacidad no les daban gran importancia. Era un espectáculo imponente y aun divertido el que de tiempo en tiempo, comúnmente cada quince o veinte días, daba Mauricia a todo el personal del convento. La primera vez que lo presenció Fortunata, sintió verdadero terror.
Iniciábasele aquel trastorno a Mauricia como se inician las enfermedades, con síntomas leves, pero infalibles, los cuales se van acentuando y recorren después todo el proceso morboso. El periodo prodrómico solía ser una cuestión con cualquier recogida por el chocolate del desayuno, o por si al salir le tropezaron y la otra lo hizo con mala intención. Las madres intervenían, y Mauricia callaba al fin, quedándose durante dos o tres horas taciturna, rebelde al trato, haciéndolo todo al revés de como se le mandaba. Su diligencia pasmosa trocábase en dejadez; y como las madres la reprendieran, no les respondía nada cara a cara; pero en cuanto volvían la espalda, dejaba oír gruñidos, masticando entre ellos palabras soeces. A este periodo seguía por lo común una travesura ruidosa y carnavalesca, hecha de improviso para provocar la risa de algunas Filomenas y la indignación de las señoras. Mauricia aprovechaba el silencio de la sala de labores para lanzar en medio de ella un gato con una chocolatera amarrada a la cola, o hacer cualquier otro disparate más propio de chiquillos que de mujeres formales. Sor Antonia, que era la bondad misma, mirábala con toda la severidad que cabía en su carácter angelical, y Mauricia le devolvía la mirada con insolente dureza, diciendo:
—Si no he sido yió,… amos, si no he sido yió… ¿Para qué me mira usted tantooo?… ¿Es que me quiere retrataaar…?
Aquel día, Sor Antonia llamó a la Superiora, que era una vizcaína muy templada. Esta dijo al entrar:
—¿Ya está otra vez suelto el enemigo?…
Y decretó que fuese encerrada en el cuarto que servía de prisión cuando alguna recogida se insubordinaba. Aquí fue el estallar la fiereza de aquella maldita mujer.
—¡Encerrarme a mí!… ¿De vee… ras? No me lo diga usted…, prenda.
—Mauricia —dijo con varonil entereza la monja, soltando una expresión de su tierra—, déjese usted de chinchirrimáncharras, y obedezca. Ya sabe usted que no nos asusta con sus botaratadas. Aquí no tenemos miedo a ninguna tarasca. Por compasión y caridad no la echamos a la calle, ya lo sabe usted… Vamos, hija, pocas palabras y a hacer lo que se le manda.
A Mauricia le temblaba la quijada, y sus ojos tomaban esa opacidad siniestra de los ojos de los gatos cuando van a atacar. Las recogidas la miraban con miedo, y algunas monjas rodearon a la Superiora para hacerla respetar.
—Vaya con lo que sale ahora la tía chiflada… ¡Encerrarme a mí! A donde voy es a mi casa, ¡hala…!; a mi casa, de donde me sacaron engañada estas indecentonas, sí señor, engañada, porque yo era honrada como un sol, y aquí no nos enseñan más que peines y peinetas… ¡Ja ja ja!… Vaya con las señoras virtuosas y santifiquísimas. ¡Ja ja ja!…
Estos monosílabos guturales los emitía con todo el grueso de su gruesísima voz, y con tal acento de sarcasmo infame y de grosería, que habrían sacado de quicio a personas de menos paciencia y flema que Sor Natividad y sus compañeras. Estaban tan hechas a ser tratadas de aquel modo y habían domado fieras tan espantables, que ya las injurias no les hacían efecto.
—Vamos —dijo la Superiora frunciendo el ceño—; callando, y baje usted al patio.
—Pues me gusta la santidad de estas traviatonas de iglesia… ¡Ja ja ja!… —gritó la infame puesta en jarras y mirando en redondo a todo el concurso de recogidas—. Se encierran aquí para retozar a sus anchas con los curánganos de babero… ¡Ja ja ja!… ¡Qué peines!… Y con los que no son de babero.
Muchas recogidas se tapaban los oídos. Otras, suspensa la mano sobre el bastidor, miraban a las monjas y se pasmaban de su serenidad. En aquel instante apareció en la sala una figura extraña. Era Sor Marcela, una monja vieja, coja y casi enana, la más desdichada estampa de mujer que puede imaginarse. Su cara, que parecía de cartón, era morena, dura, chata, de tipo mongólico, los ojos expresivos y afables como los de algunas bestias de la raza cuadrumana. Su cuerpo no tenía forma de mujer, y al andar parecía desbaratarse y hundirse del lado izquierdo, imprimiendo en el suelo un golpe seco que no se sabía si era de pie de palo o del propio muñón del hueso roto. Su fealdad sólo era igualada por la impavidez y el desdén compasivo con que miró a Mauricia.
Sor Marcela traía en la mano derecha una gran llave, y apuntando con ella al esternón de la delincuente, hizo un castañeteo de lengua y no dijo más que esto:
—Andando.
Quitóse la fiera con rápido movimiento su toca, sacudió las melenas y salió al corredor, echando por aquella boca insolencias terribles. La coja volvió a indicarle el camino, y Mauricia, moviendo los brazos como aspas de molino de viento, se puso a gritar:
—¡Peines y peinetas!… ¿Pues no me quieren deshonrar y encerrarme como si yo fuera una criminala? ¡Tunantas!… Cuando si yo quisiera, de tres bofetadas las tumbaba a todas patas arriba…
A pesar de estas fierezas, la coja la llevaba por delante con la misma calma con que se conduce a un perro que ladra mucho, pero que se sabe no ha de morder. A mitad de la escalera se volvió la harpía, y mirando con inflamados ojos a las monjas que en el corredor quedaban, les decía en un grito estridente:
—¡Ladronas, más que ladronas!… ¡Grandísimas púas!
Dicho esto, la coja le ponía suavemente la mano en la espalda, empujándola hacia adelante. En el patio tuvo que cogerla por un brazo, porque quería subir de nuevo.
—Si no te hacen caso, estúpida —le dijo—, si no eres tú la que hablas sino el demonio que te anda dentro de la boca. Cállate ya por amor de Dios y no marees más.
—El demonio eres tú —replicó la fiera, que parecía ya, por lo muy exaltada, irresponsable de los disparates que decía—. Facha, mamarracho, esperpento…
—Echa, echa más veneno —murmuraba Sor Marcela con tranquilidad, abriendo la puerta de la prisión—. Así te pasará más pronto el arrechucho. Vaya, adentro, y mañana como un guante. A la noche te traeré de comer. Paciencia, hija…
Mauricia ladró un poco más; pero con tanto furor de palabras no hacía resistencia verdadera, de modo que aquella pobre vieja inválida la manejaba como a un niño. Bastó que ésta la cogiese por un brazo y la metiera dentro del encierro, para que la prisión se efectuase sin ningún inconveniente, después de tanta bulla. Sor Marcela echó la llave dando dos vueltas, y la guardó en su bolsillo. Su rostro, tan parecido a una máscara japonesa, continuaba imperturbable. Cuando atravesaba el patio en dirección a la escalera, oyó el ja ja ja de Mauricia, que estaba asomada por uno de los dos tragaluces con barras de hierro que la puerta tenía en su parte superior. La monja no se detuvo a oír las injurias que la fiera le decía.
—¡Eh!… Coja…, galápago, vuelve acá y verás qué morrazo te doy… ¡Qué facha!… Cañamón, pata y media…
3
La faz napoleónica, lívida y con la melena suelta, volvió a asomar en la reja a la caída de la tarde. Y Sor Marcela pasó repetidas veces por delante de la cárcel, volviendo de registrar los nidos de las gallinas, por ver si tenían huevos, o de regar los pensamientos y francesillas que cultivaba en un rincón de la huerta. El patio, que era pequeño y se comunicaba con la huerta por una reja de madera casi siempre abierta, estaba muy mal empedrado, resultando tan irregular el paso de la coja, que los balanceos de su cuerpo semejaban los de una pequeña embarcación en un mar muy agitado. Muy a menudo andaba Sor Marcela por allí, pues tenía la llave de la leñera y carbonera, la del calabozo y la de otra pieza en que se guardaban trastos de la casa y de la iglesia.
Ya cerca de la noche, como he dicho, Mauricia no se quitaba de la reja para hablar a la monja cuando pasaba. Su acento había perdido la aspereza iracunda de por la mañana, aunque estaba más ronca y tenía tonos de dolor y de miseria, implorando caridad. La fiera estaba domada. Fuertemente asida con ambas manos a los hierros, la cara pegada a éstos, alargando la boca para ser mejor oída, decía con voz plañidera:
—Cojita mía…, cañamoncito de mi alma, ¡cuánto te quiero!… Allá va el patito con sus meneos; una, dos, tres… Lucero del convento, ven y escucha, que te quiero decir una cosita.
A estas expresiones de ternura, mezcladas de burla cariñosa, la monja no contestaba ni siquiera con una mirada. Y la otra seguía:
—¡Ay, mi galapaguito de mi alma, qué enfadadito está conmigo, que le quiero tanto!… Sor Marcela, una palabrita, nada más que una palabrita. Yo no quiero que me saques de aquí, porque me merezco la encerrona. Pero ¡ay niñita mía, si vieras qué mala me he puesto! Paice que me están arrancando el estómago con unas tenazas de fuego… Es de la tremolina de esta mañana. Me dan tentaciones de ahorcarme colgándome de esta reja con un cordón hecho de tiras del refajo. Y lo voy a hacer, sí, lo hago y me cuelgo si no me miras y me dices algo… Cojita graciosa, enanita remonona, mira, oye: si quieres que te quiera más que a mi vida y te obedezca como un perro, hazme un favor que voy a pedirte; tráeme nada más que una lagrimita de aquella gloria divina que tú tienes, de aquello que te recetó el médico para tu mal de barriga… Anda, ángel, mira que te lo pido con toda mi alma, porque esta penita que tengo aquí no se me quiere quitar, y parece que me voy a morir. Anda, rica, cañamón de los ángeles; tráeme lo que te pido, así Dios te dé la vida celestial que te tienes ganada, y tres más, y así te coronen los serafines cuando entres en el cielo con tu patita coja…
La monja pasaba…, trun, trun…, hiriendo los guijarros con aquel pie duro que debía ser como la pata de una silla; y no concedía a la prisionera ni respuesta ni mirada. Al anochecer, bajó con la cena para la presa, y abriendo la puerta penetró en el lóbrego aposento. Por el pronto no vio a Mauricia, que estaba acurrucada sobre unas tablas, las rodillas junto al pecho, las manos cruzadas sobre las rodillas, y en las manos apoyada la barba.
—No veo. ¿Dónde estás? —murmuró la coja sentándose sobre otro rimero de tablas.
Contestó Mauricia con un gruñido, como el de un mastín a quien dan con el pie para que se despierte. Sor Marcela puso junto a sí un plato de menestra y un pan.
—La Superiora —dijo—, no quería que te trajera más que pan y agua; pero intercedí por ti… No te lo mereces. Aunque me proponga no tener entrañas, no lo puedo conseguir. A ti te manejo yo a mi modo y sé que mientras peor se te trate, más rabiosa te pones… Y para que veas, hija, hasta dónde llevo mi condescendencia… —añadió sacando de debajo del manto un objeto.
Creyérase que Mauricia lo había olido, porque de improviso alzó la cabeza, adquiriendo tal animación y vida su cara que parecía mismamente la del otro cuando, señalando las pirámides, dijo lo de los cuarenta siglos. La mazmorra estaba oscura, mas por la puerta entraba la última claridad del día, y las dos mujeres allí encerradas se podían ver y se veían, aunque más bien como bultos que como personas. Mauricia alargó las manos con ansia hasta tocar la botella, pronunciando palabras truncadas y balbucientes para expresar su gratitud; pero la monja apartaba el codiciado objeto.
—¡Eh!… Las manos quietas. Si no tenemos formalidad, me voy. Ya ves que no soy tirana, que llevo la caridad hasta un límite que quizás sea imprudente. Pero yo digo: «Dándole un poquito, nada más que una miajita, la consuelo, y aquí no puede haber vicio». Porque yo sé lo que es la debilidad de estómago y cuánto hace sufrir. Negar y negar siempre al preso pecador todo lo que pide, no es bueno. El Señor no puede negar esto. Tengamos misericordia y consolemos al triste.
Diciendo esto sacó un cortadillo y se preparó a escanciar corta porción del precioso licor, el cual era un coñac muy bueno que solía usar para combatir sus rebeldes dispepsias. Luego cayó en la cuenta de que antes debía comerse Mauricia el plato de menestra. La presa lo comprendió así, apresurándose a devorar la cena para abreviar.
—Esto que te doy —añadió la monja—, es una reparación de los nervios y un puntal del ánimo desmayado. No creas que lo hago a escondidas de la Superiora, pues acaba de autorizarme para darte esta golosina, siempre que sea en la medida que separa la necesidad del apetito y el remedio del deleite. Yo sé que esto te entona y te da la alegría necesaria para cumplir bien con los deberes. Mira tú por dónde lo que algunos podrían tener por malo, es bueno en medida razonable.
Mauricia estaba tan agradecida, que no acertaba a expresar su gratitud. La cojita echó en el cortadillo una cantidad, así como un dedo, inclinando la botella con extraordinario pulso para que no saliera más de lo conveniente; y al dárselo a la presa, le repitió el sermón. ¡Y cómo se relamía la otra después de beber, y qué bien le supo! Conocía muy bien al galapaguito para atreverse a pedir más. Sabía, por experiencia de casos análogos, que no traspasaba jamás el límite que su bondad y su caridad le imponían. Era buena como un ángel para conceder, y firme como una roca para detenerse en el punto que debía.
—Ya sé —dijo tapando cuidadosamente la botella—, que con este consuelo de tus nervios desmayados estarás más dispuesta, y la reparación del cuerpo ayuda la del alma.
En efecto, Mauricia empezó a sentirse alegre, y con la alegría vínole una viva disposición del ánimo para la obediencia y el trabajo, y tantas ganas le entraron de todo lo bueno, que hasta tuvo deseos de rezar, de confesarse y de hacer devociones exageradas como las que hacía Sor Marcela, que, al decir de las recogidas, llevaba cilicio.
—Dígale por Dios a la Superiora que estoy arrepentida y que me perdone…; que yo cuando me da el toque y me pongo a despotricar soy un papagayo, y la lengua se lo dice sola. Sáqueme pronto de aquí, y trabajaré como nunca, y si me mandan fregar toda la casa de arriba a abajo, la fregaré. Échenme penitencias gordas y las cumpliré en un decir luz.
—Me gusta verte tan entrada en razón —le dijo la madre, recogiendo el plato—; pero por esta noche no saldrás de aquí. Medita, medita en tus pecados, reza mucho y pídele al Señor y a la Santísima Virgen que te iluminen.
Mauricia creía que estaba ya bastante iluminada, porque la excitación encendía sus ideas dándole un cierto entusiasmo; y después de hacer un poco de ejercicio corporal colgándose de la reja, porque sus miembros apetecían estirarse, se puso a rezar con toda la devoción de que era capaz, luchando con las varias distracciones que llevaban su mente de un lado para otro, y por fin se quedó dormida sobre el duro lecho de tablas. Sacáronla del encierro al día siguiente temprano, y al punto se puso a trabajar en la cocina, sumisa, callada y desplegando maravillosas actividades. Después de cumplir una condena, lo que ocurría infaliblemente una vez cada treinta o cuarenta días, la mujer napoleónica estaba cohibida y como avergonzada entre sus compañeras, poniendo toda su atención en las obligaciones, demostrando un celo y obediencia que encantaban a las madres. Durante cuatro o cinco días desempeñaba sin embarazo ni fatiga la tarea de tres mujeres. Pasadas dos semanas, advertían que se iba cansando; ya no había en su trabajo aquella corrección y diligencia admirables; empezaban las omisiones, los olvidos, los descuidillos, y todo esto iba en aumento hasta que la repetición de las faltas anunciaba la proximidad de otro estallido. Con Fortunata volvió a intimar después de la escena violenta que he descrito, y juntas echaron largos párrafos en la cocina, mientras pelaban patatas o fregaban los peroles y cazuelas. Allí gozaban de cierta libertad, y estaban sin tocas y en traje de mecánica como las criadas de cualquier casa.
—Yo tengo una niña —dijo Mauricia en una de sus confidencias—. La puse por nombre Adoración. ¡Es más mona!… Está con mi hermana Severiana, porque yo, como gasto este geniazo, le doy malos ejemplos sin querer, ¿tú sabes?, y mejor vive el angelito con Severiana que conmigo. Esa Doña Jacinta, esposa de tu señor, quiere mucho a mi niña, y le compra ropa y le da el toque por llevársela consigo; como que está rabiando por tener chiquillos y el Señor no se los quiere dar. Mal hecho, ¿verdad? Pues los hijos deben ser para los ricos y no para los pobres, que no los pueden mantener.
Fortunata se manifestó conforme con estas ideas. Algo había oído ella contar del desmedido afán de aquella señora por tener hijos; pero Mauricia le dijo algo más, contándole también el caso del Pituso, a quien Jacinta quiso recoger creyéndolo hijo de su marido y de la propia Fortunata. Tal efecto hizo en ésta la historia de aquel increíble caso de delirio maternal y de pasión no satisfecha, que estuvo tres días sin poder apartarlo del pensamiento.
4
Desde el corredor alto se veía parte del Campo de Guardias, el Depósito de aguas del Lozoya, el cementerio de San Martín y el caserío de Cuatro Caminos, y detrás de esto los tonos severos del paisaje de la Moncloa y el admirable horizonte que parece el mar, líneas ligeramente onduladas, en cuya aparente inquietud parece balancearse, como la vela de un barco, la torre de Aravaca o de Húmera. Al ponerse el sol, aquel magnífico cielo de Occidente se encendía en espléndidas llamas, y después de puesto, apagábase con gracia infinita, fundiéndose en las palideces del ópalo. Las recortadas nubes oscuras hacían figuras extrañas, acomodándose al pensamiento o a la melancolía de los que las miraban, y cuando en las calles y en las casas era ya de noche, permanecía en aquella parte del cielo la claridad blanda, cola del día fugitivo, la cual lentamente también se iba.
Estas hermosuras se ocultarían completamente a la vista de Filomenas y Josefinas cuando estuviera concluida la iglesia en que se trabajaba constantemente. Cada día, la creciente masa de ladrillos tapaba una línea de paisaje. Parecía que los albañiles, al poner cada hilada, no construían, sino que borraban. De abajo arriba, el panorama iba desapareciendo como un mundo que se anega. Hundiéronse las casas del paseo de Santa Engracia, el Depósito de aguas, después el cementerio. Cuando los ladrillos rozaban ya la bellísima línea del horizonte, aún sobresalían las lejanas torres de Húmera y las puntas de los cipreses del Campo Santo. Llegó un día en que las recogidas se alzaban sobre las puntas de los pies o daban saltos para ver algo más y despedirse de aquellos amigos que se iban para siempre. Por fin la techumbre de la iglesia se lo tragó todo, y sólo se pudo ver la claridad del crepúsculo, la cola del día arrastrada por el cielo.
Pero si ya no se veía nada, se oía, pues el tiqui-tiqui del taller de canteros parecía formar parte de la atmósfera que rodeaba el convento. Era ya un fenómeno familiar, y los domingos, cuando cesaba, la falta de aquella música era para todas las habitantes de la casa la mejor apreciación de día de fiesta. Los domingos, empezaba a oírse desde las dos el tambor que ameniza el Tío Vivo y balancines que están junto al Depósito de aguas. Este bullicio y el de la muchedumbre que concurre a los merenderos de los Cuatro Caminos y de Tetuán, duraba hasta muy entrada la noche. Mucho molestó en los primeros tiempos a algunas monjas el tal tamboril, no sólo por la pesadez de su toque, sino por la idea de lo mucho que se peca al son de aquel mundano instrumento. Pero se fueron acostumbrando, y por fin lo mismo oían el rumor del Tío Vivo los domingos, que el de los picapedreros los días de labor. Algunas tardes de día de fiesta, cuando las recogidas se paseaban por la huerta o el patio, la tolerancia de las madres llegaba hasta el extremo de permitirles bailar una chispita, con decencia se entiende, al son de aquellas músicas populares. ¡Cuántas memorias evocadas, cuántas sensaciones reverdecidas en aquellos poquitos compases y vueltas de las pobres reclusas! ¡Qué recuerdo tan vivo de las polcas bailadas con horteras en el salón de la Alhambra, de tarde, levantando mucho polvo del piso, las manos muy sudadas y chupando caramelos revenidos! Y lo peor de todo y lo que en definitiva las había perdido era que aquellos benditos horteras iban todos con buen fin. El buen fin precisamente, disculpando los malos medios, era la más negra. Porque después, ni fin ni principio ni nada más que vergüenza y miseria.
La monja que más empeñadamente abogaba porque se las dejase zarandearse un ratito era Sor Marcela, que por su cojera y su facha parecía incapaz de apreciar el sentimiento estético de la danza. Pero la mujer aquella con su aplastada cara japonesa, sabía mucho del mundo y de las pasiones humanas, tenía el corazón rebosando tolerancia y caridad, y sostenía esta tesis: que la privación absoluta de los apetitos alimentados por la costumbre más o menos viciosa, es el peor de los remedios, por engendrar la desesperación, y que para curar añejos defectos es conveniente permitirlos de vez en cuando con mucha medida.
Un día sorprendió a Mauricia en la carbonera fumándose un cigarrillo, cosa ciertamente fea e impropia de una mujer. La coja no se apresuró a quitarle el cigarro de la boca, como parecía natural. Sólo le dijo:
—¡Qué cochina eres! No sé cómo te puede gustar eso. ¿No te mareas?
Mauricia se reía; y cerrando fuertemente un ojo porque el humo se le había metido en él, miró a la monja con el otro, y alargándole el cigarro, le dijo:
—Pruebe, señora.
¡Cosa inaudita! Sor Marcela dio una chupada y después arrojó el cigarro, haciendo ascos, escupiendo mucho y poniendo una cara tan fea como la de esos fetiches monstruosos de las idolatrías malayas. Mauricia lo recogió y siguió chupando, alternando un ojo con otro en el cerrarse y en el mirar. Después hablaron de la procedencia del pitillo. La otra no quería confesarlo; pero la madrecita, que sabía tanto, le dijo:
—Los albañiles te lo han tirado desde la obra. No lo niegues. Ya te vi haciéndoles garatusas. Si la Superiora sabe que andas en telégrafos con los albañiles, buena te la arma…, y con razón. Tira ya el tabacazo, indecente… ¡Ay, qué asco! Me ha dejado la boca perdida. No comprendo cómo os puede gustar ese ardor, ese picor de mil demonios. Los hombres, como si no tuvieran bastantes vicios, los inventan cada día…
Mauricia tiró el cigarro y apagólo con el pie.
Fortunata, al mes de estar allí, tuvo otra amiga con quien intimó bastante. Doña Manolita era señora en regla, puesto que era casada, ayudaba a las monjas en las clases de lectura y escritura, y ponía un empeño particular en enseñar a Fortunata, de lo que principalmente vino su amistad. Permitían las madres a aquella recogida cierta latitud en la observancia de las reglas; se la dejaba sola con una o dos Filomenas durante largo rato, bien en la sala de estudio, bien en la huerta; se le permitía ir al departamento de Josefinas, y como tenía habitación aparte y pagaba buena pensión, gozaba de más comodidad que sus compañeras de encierro.
Fortunata y ella, una vez que se conocieron, no tardaron en referirse sus respectivas historias. La que ya conocemos salió descarnada; pero Manolita adornó la suya tanto y de tal modo la quiso hacer patética, que no la conocería nadie. Según su relato, no había pecado, todo había sido pura equivocación; pero su marido, que era muy bruto y tenía la culpa, sí, él tenía la culpa, de las equivocaciones, o si se quiere, malas tentaciones de ella, la había metido allí sin andarse con rodeos. Como aquella señora había ocupado una regular posición, contaba con embeleso cosas del mundo y sus pompas, de los saraos a que asistía, de los muchos y buenos vestidos que usaba. Porque su marido era comerciante de novedades, hombre inferior a ella por el nacimiento; como que su papá era oficial primero de la Dirección de la Deuda. Oyendo estas ponderaciones orgullosas, Fortunata se echaba a pensar qué cosa tan empingorotada sería aquel destino del papá de su amiga.
Pero lo mejor fue que en la conversación salió de repente una cosa interesantísima. Manolita conocía a los de Santa Cruz. ¡Vaya!, si su marido, Pepe Reoyos, era íntimo, pero íntimo, de D. Baldomero. Y ella, la propia Manolita, visitaba mucho a Doña Bárbara. De aquí saltó la conversación a hablar de Jacinta. ¡Ah! Jacinta era una mujer muy mona: lo tenía todo, bondad, belleza, talento y virtud. El danzante de Juan no merecía tal joya, por ser muy dado a picos pardos. Pero fuera de esto, era un excelente chico, y muy simpático, pero mucho.
—Ya sabrá usted —dijo luego—, que cayó malo con pulmonía en febrero de este año. Por poco se muere. En esta casa, que debe mucha protección a los señores de Santa Cruz, pusieron al Señor de Manifiesto, y cuando estuvo fuera de peligro, Jacinta costeó unas funciones solemnes. Como que vino el obispo auxiliar a decirnos la misa…
—¿De veras?… Tié gracia.
—Como usted lo oye. ¡Lo que usted se perdió! Jacinta es una de las señoras que más han ayudado a sostener esta casa. Ya se ve, como no tiene hijos…, no sabe en qué gastar el dinero. ¿Se ha fijado usted en aquellos grandes ramos, monísimos, con flores de tisú de oro y hojas de plata?
—Sí —replicó Fortunata que atendía con toda su alma—. ¡Los que se pusieron en el altar el día de Pentecostés!
—Los mismos. Pues los regaló Jacinta. Y el manto de la Virgen, el manto de brocado con ramos…, ¡qué mono!, también es donativo suyo, en acción de gracias por haberse puesto bueno su marido.
Fortunata lanzó una exclamación de pasmo y maravilla. ¡Cosa más rara! ¡Y ella había tenido en su mano, días antes, para limpiarle unas gotas de cera, aquel mismo manto que había servido para pagar, digámoslo así, la salvación del chico de Santa Cruz! Y no obstante, todo era muy natural, sólo que a ella se le revolvían los pensamientos y le daba qué pensar, no el hecho en sí, sino la casualidad, eso es, la casualidad, el haber tenido en su mano objetos relacionados, por medio de una curva social, con ella misma, sin que ella misma lo sospechara.
—Pues no sabe usted lo mejor —añadió Manolita, gozándose en el asombro de la otra, el cual más bien parecía espanto—. La custodia, sabe usted, la custodia en que se pone al propio Dios, también vino de allá. Fue regalo de Barbarita, que hizo promesa de ofrecerla a estas monjas si su hijo se ponía bueno. No vaya usted a creer que es de oro; es de plata sobredorada; pero muy mona, ¿verdad?
Fortunata tenía sus pensamientos tan en lo hondo, que no paró mientes en la increíble tontería de llamar mona a una custodia.
5
Y no pudo en muchos días apartar de su pensamiento las cosas que le refirió Doña Manolita que, entre paréntesis, no acababa de serle simpática, y lo que más metida en reflexiones la traía no era precisamente que aquellos hechos de regalar la custodia y el manto se hubieran verificado, sino la casualidad… «Tié gracia». Si hubiera ella ido al convento algunos días antes, habría asistido a la solemne misa, con obispo y todo, que se dijo en acción de gracias por haberse puesto bueno el tal… Esto tenía más gracia. Y por su parte Fortunata, que sabía perdonar las ofensas, no habría tenido inconveniente en unir sus votos a los de todo el personal de la casa… Esto tenía más gracia todavía.
Pero lo que produjo en su alma inmenso trastorno fue el ver a la propia Jacinta, viva, de carne y hueso. Ni la conocía ni vio nunca su retrato; pero de tanto pensar en ella había llegado a formarse una imagen que, ante la realidad, resultó completamente mentirosa. Las señoras que protegían la casa sosteniéndola con cuotas en metálico o donativos, eran admitidas a visitar el interior del convento cuando quisieren; y en ciertos días solemnes se hacía limpieza general y se ponía toda la casa como una plata, sin desfigurarla ni ocultar las necesidades de ella, para que las protectoras vieran bien a qué orden de cosas debían aplicar su generosidad. El día de Corpus, después de misa mayor, empezaron las visitas que duraron casi toda la tarde. Marquesas y duquesas, que habían venido en coches blasonados, y otras que no tenían título pero sí mucho dinero, desfilaron por aquellas salas y pasillos, en los cuales la dirección fanática de Sor Natividad y las manos rudas de las recogidas habían hecho tales prodigios de limpieza que, según frase vulgar, se podía comer en el suelo sin necesidad de manteles. Las labores de bordado de las Filomenas, las planas de las Josefinas y otros primores de ambas estaban expuestos en una sala, y todo era plácemes y felicitaciones. Las señoras entraban y salían, dejando en el ambiente de la casa un perfume mundano que algunas narices de reclusas aspiraban con avidez. Despertaban curiosidad en los grupos de muchachas los vestidos y sombreros de toda aquella muchedumbre elegante, libre, en la cual había algunas, justo es decirlo, que habían pecado mucho más, pero muchísimo más que la peor de las que allí estaban encerradas. Manolita no dejó de hacer al oído de su amiga esta observación picante. En medio de aquel desfile vio Fortunata a Jacinta, y Manolita (marcando esta sola excepción en su crítica social), cuidó de hacerle notar la gracia de la señora de Santa Cruz, la elegancia y sencillez de su traje, y aquel aire de modestia que se ganaba todos los corazones. Desde que Jacinta apareció al extremo del corredor, Fortunata no quitó de ella sus ojos, examinándole con atención ansiosa el rostro y el andar, los modales y el vestido. Confundida con otras compañeras en un grupo que estaba a la puerta del comedor, la siguió con sus miradas, y se puso en acecho junto a la escalera para verla de cerca cuando bajase, y se le quedó, por fin, aquella simpática imagen vivamente estampada en la memoria.
La impresión moral que recibió la samaritana era tan compleja, que ella misma no se daba cuenta de lo que sentía. Indudablemente su natural rudo y apasionado la llevó en el primer momento a la envidia. Aquella mujer le había quitado lo suyo, lo que, a su parecer, le pertenecía de derecho. Pero a este sentimiento mezclábase con extraña amalgama otro muy distinto y más acentuado. Era un deseo ardentísimo de parecerse a Jacinta, de ser como ella, de tener su aire, su aquél de dulzura y señorío. Porque de cuantas damas vio aquel día, ninguna le pareció a Fortunata tan señora como la de Santa Cruz, ninguna tenía tan impresa en el rostro y en los ademanes la decencia. De modo que si le propusieran a la prójima, en aquel momento, transmigrar al cuerpo de otra persona, sin vacilar y a ojos cerrados habría dicho que quería ser Jacinta.
Aquel resentimiento que se inició en su alma iba trocándose poco a poco en lástima, porque Manolita le repitió hasta la saciedad que Jacinta sufría desdenes y horribles desaires de su marido. Llegó a sentar como principio general que todos los maridos quieren más a sus mujeres eventuales que a las fijas, aunque hay excepciones. De modo que Jacinta, al fin y al cabo y a pesar del Sacramento, era tan víctima como Fortunata. Cuando esta idea se cruzó entre una y otra, el rencor de la pecadora fue más débil y su deseo de parecerse a aquella otra víctima más intenso.
En los días sucesivos figurábase que seguía viéndola o que se iba a aparecer por cualquier puerta cuando menos lo esperase… El mucho pensar en ella la llevó, al amparo de la soledad del convento, a tener por las noches ensueños en que la señora de Santa Cruz aparecía en su cerebro con el relieve de las cosas reales. Ya soñaba que Jacinta se le presentaba a llorarle sus cuitas y a contarle las perradas de su marido, ya que las dos cuestionaban sobre cuál era más víctima; ya, en fin, que transmigraban recíprocamente, tomando Jacinta el exterior de Fortunata y Fortunata el exterior de Jacinta. Estos disparates recalentaban de tal modo el cerebro de la reclusa, que despierta seguía imaginando desvaríos del mismo si no de mayor calibre.
Cortaban estas cavilaciones las visitas de Maximiliano todos los jueves y domingos, entre las cuatro y seis de la tarde. Veía la joven con gusto llegar la ocasión de aquellas visitas, las deseaba y las esperaba, porque Maximiliano era el único lazo efectivo que con el mundo tenía, y aunque el sentimiento religioso conquistara algo en ella, no la había desligado de los intereses y afectos mundanos. Por esta parte bien podía estar tranquilo el bueno de Rubín, porque ni una sola vez, en los momentos de mayor fervor piadoso, le pasó a la pecadora por el magín la idea de volverse santa a machamartillo. Veía, pues, a Maximiliano con gusto, y aun se le hacían cortas las horas que en su compañía pasaba hablando de Doña Lupe y de Papitos, o haciendo cálculos honestos sobre sucesos que habían de venir. Cierto que físicamente el apreciable chico le desagradaba; pero también es verdad que se iba acostumbrando a él, que sus defectos no le parecían ya tan grandes y que la gratitud iba ahondando mucho en su alma. Si hacía examen de corazón, encontraba que en cuestión de amor a su redentor había ganado muy poco; pero el aprecio y estimación eran seguramente mayores, y sobre todo, lo que había crecido y fortalecídose en su pensamiento era la conveniencia de casarse para ocupar un lugar honroso en el mundo. A ratos se preguntaba con sinceridad de dónde y cómo le había venido el fortalecimiento de aquella idea; mas no acertaba a darse respuesta. ¿Era quizás que el silencio y la paz de aquella vida hacían nacer y desarrollarse en ella la facultad del sentido común? Si era así, no se daba cuenta de semejante fenómeno, y lo único que su rudeza sabía formular era esto: «Es que de tanto pensar me ha entrado talento, como a Maximiliano le entró de tanto quererme, y este talento es el que me dice que me debo casar, que seré tonta de remate si no me caso».
Feliz entre todos los mortales se creía el buen estudiante de Farmacia, viendo que su querida no rechazaba la idea de dar por concluida la cuarentena y apresurar el casamiento. Sin duda estaba ya su alma más limpia que una patena. Lo malo era que el tontaina de Nicolás, a los cinco meses de estar la pobre chica en el convento, decía que no era bastante y que por lo menos debían esperar al año. Maximiliano se ponía furioso, y Doña Lupe, consultada sobre el particular, dio su dictamen favorable a la salida. Aunque dos o tres veces, llevada por su sobrino había visitado al basilisco, no había podido averiguar si estaba ya bien despercudida de las máculas de marras, pero ella quería ejercitar, como he dicho antes, su facultad educatriz, y todo lo que se tardase en tener a Fortunata bajo su jurisdicción, se detenía el gran experimento. Desconfiaba algo la buena señora de la eficacia de los institutos religiosos para enderezar a la gente torcida. Lo que allí aprendían, decía, era el arte de disimular sus resabios con formas hipócritas. En el mundo, en el mundo, en medio de las circunstancias es donde se corrigen los defectos, bajo una dirección sabia. Muy santo y muy bueno que al raquitismo se apliquen los reconstituyentes; pero Doña Lupe opinaba que de nada valen éstos si no van acompañados del ejercicio al aire libre y de la gimnasia, y esto era lo que ella quería aplicar, el mundo, la vida y al mismo tiempo principios.
6
Con las Josefinas no tenía Fortunata relación alguna. Eran todas niñas de cinco a diez o doce años, que vivían aparte ocupando las habitaciones de la fachada. Comían antes que las otras en el mismo comedor, y bajaban a la huerta a hora distinta que las Filomenas. Toda la mañana estaban las niñas diciendo a coro sus lecciones, con un chillar cadencioso y plañidero que se oía en toda la casa. Por la tarde cantaban también la doctrina. Para ir a la iglesia, salían de su departamento procesionalmente, de dos en dos, con su pañuelo negro a la cabeza, y se ponían a los lados del presbiterio capitaneadas por las dos monjas maestras.
Como Fortunata hacía cada día nuevas relaciones de amistad entre las Filomenas, debo mencionar aquí a dos de éstas, quizás las más jóvenes, que se distinguían por la exageración de sus manifestaciones religiosas. Una de ellas era casi una niña, de tipo finísimo, rubia, y tenía muy bonita voz. Cantaba en el coro los estribillos de muy dudoso gusto con que se celebraba la presencia del Dios Sacramentado. Llamábase Belén, y en el tiempo que allí había pasado dio pruebas inequívocas de su deseo de enmienda. Sus pecados no debían de ser muchos, pues era muy joven; pero fueran como se quiera, la chica parecía dispuesta a no dejar en su alma ni rastro de ellos, según la vida de perros que llevaba, las atroces penitencias que hacía y el frenesí con que se consagraba a las tareas de piedad. Decíase que había sido corista de zarzuela, pasando de allí a peor vida, hasta que una mano caritativa la sacó del cieno para ponerla en aquel seguro lugar. Inseparable de ésta era Felisa, de alguna más edad, también de tipo fino y como de señorita, sin serlo. Ambas se juntaban siempre que podían, trabajaban en el mismo bastidor y comían en el propio plato, formando pareja indisoluble en las horas de recreo. La procedencia de Felisa era muy distinta de la de su amiguita. No había pertenecido al teatro más que de una manera indirecta, por ser doncella de una actriz famosa, y en el teatro tuvo también su perdición. Llevóla a las Micaelas Doña Guillermina Pacheco, que la cazó, puede decirse, en las calles de Madrid, echándole una pareja de Orden Público, y sin más razón que su voluntad, se apoderó de ella. Guillermina las gastaba así, y lo que hizo con Felisa habíalo hecho con otras muchas, sin dar explicaciones a nadie de aquel atentado contra los derechos individuales.
Si querían ver incomodadas a Felisa y Belén, no había más que hablarles de volver al mundo. ¡De buena se habían librado! Allí estaban tan ricamente, y no se acordaban de lo que dejaron atrás más que para compadecer a las infelices que aún seguían entre las uñas del demonio. No había en toda la casa, salvo las monjas, otras más rezonas. Si las dejaran, no saldrían de la capilla en todo el día. Los largos ejercicios piadosos de las distintas épocas del año, como octava de Corpus, sermones de Cuaresma, flores de María, les sabían siempre a poco. Belén ponía con tanto calor sus facultades musicales al servicio de Dios, que cantaba coplitas hasta quedarse ronca, y cantaría hasta morir. Ambas confesaban a menudo y hacían preguntas al capellán sobre dudas muy sutiles de la conciencia, pareciéndose en esto a los estudiantes aplicaditos que acorralan al profesor a la salida de clase para que les aclare un punto difícil. Las monjas estaban contentas de ellas, y aunque les agradaba ver tanta piedad, como personas expertas que eran y conocedoras de la juventud, vigilaban mucho a la pareja, cuidando de que nunca estuviese sola. Felisa y Belén, juntas todo el día, se separaban por las noches, pues sus dormitorios eran distintos. Las madres desplegaban un celo escrupuloso en separar durante las horas de descanso a las que en las de trabajo propendían a juntarse, obedeciendo las naturales atracciones de la simpatía y de la congenialidad.
Los lazos de afecto que unían a Fortunata con Mauricia eran muy extraños, porque a la primera le inspiraba terror su amiga cuando estaba en el ataque; enojábanla sus audacias, y sin embargo, algún poder diabólico debía de tener la Dura para conquistar corazones, pues la otra simpatizaba con ella más que con las demás y gustaba extraordinariamente de su conversación íntima. Cautivábale sin duda su franqueza y aquella prontitud de su entendimiento para encontrar razones que explicaran todas las cosas. La fisonomía de Mauricia, su expresión de tristeza y gravedad, aquella palidez hermosa, aquel mirar profundo y acechador la fascinaban, y de esto procedía que la tuviese por autoridad en cuestiones de amores y en la definición de la moral rarísima que ambas profesaban. Un día las pusieron a lavar en la huerta. Estaban en traje de mecánica, sin tocas, sintiendo con gusto el picor del sol y el fresco del aire sobre sus cuellos robustos. Fortunata hizo a su amiga algunas confidencias acerca de su próxima salida y de la persona con quien iba a casarse.
—No me digas más, chica…: te conviene, te conviene. ¡Peines y peinetas! A Doña Lupe la conozco como si la hubiera parido. Cuando la veas, pregúntale por Mauricia la Dura, y verás cómo me pone en las nubes. ¡Ah! ¡Cuánta guita le he llevado! A mí me llaman la dura; pero a ella debieran llamarla la apretada. Chica, es así… —diciendo esto mostraba a su amiga el puño fuertemente cerrado—. Pero es mujer de mucho caletre y que se sabe timonear. ¿Qué te crees tú? Tiene millones escondidos en el Banco y en el Monte. ¡Digo! Si sabe más que Cánovas esa tía. Al sobrino le he visto algunas veces. Oí que es tonto y que no sirve para nada. Mejor para ti; ni de encargo, chica. No podías pedir a Dios que te cayera mejor breva. Tú bien puedes hacer caso de lo que yo te diga, pues tengo yo mucha linterna…, amos, que veo mucho. Créelo porque yo te lo digo: si tu marido es un alilao, quiere decirse, si se deja gobernar por ti y te pones tú los pantalones, puedes cantar el aleluya, porque eso y estar en la gloria es lo mismo. Hasta para ser mismamente honrada te conviene.
En el vivo interés que este diálogo tenía para las dos mujeres, a veces los cuatro vigorosos brazos metidos en el agua se detenían, y las manos enrojecidas dejaban en paz por un momento el envoltorio de ropa anegada, que chillaba con los hervores del jabón. Puestas una frente a otra a los dos lados de la artesa, mirábanse cara a cara en aquellos cortos intervalos de descanso, y después volvían con furor al trabajo sin parar por eso la lengua.
—Hasta para ser honrada —repitió Fortunata, echando todo el peso de su cuerpo sobre las manos, para estrujar el rollo de tela como si lo amasara—. De eso no se hable, porque hazte cuenta…; yo, una vez que me case, honrada tengo que ser. No quiero más belenes.
—Sí, es lo mejor para vivir una… tan ancha —dijo Mauricia—. Pero a saber cómo vienen las cosas… Porque una dice: «esto deseo», y después se pone a hacerlo y ¡tras!, lo que una quería que saliera pez sale rana. Tú estás en grande, chica, y te ha venido Dios a ver. Puedes hacer rabiar al chico de Santa Cruz, porque en cuanto te vea hecha una persona decente se ha de ir a ti como el gato a la carne. Créetelo porque te lo digo yo.
—Quita, quita; si él no se acuerda ya ni del santo de mi nombre.
—Paices boba. ¿Qué apuestas a que en cuanto te echen el Sacramento, pierde pie?… No conoces tú el peine.
—Verás cómo no pasa eso.
—¿Qué apuestas? Sí, porque creerás que ahora mismo no te anda rondando. Como si lo viera. ¡Y me harás creer tú a mí que no piensas en él!… Cuando una está encerrada entre tanta cosa de religión, misa va y misa viene, sermón por arriba y sermón por abajo, mirando siempre a la custodia, respirando tufo de monjas, vengan luces y tira de incensario, paice que le salen a una de entre sí todas las cosas malas o buenas que ha pasado en el mundo, como las hormigas salen del agujero cuando se pone el Sol, y la religión lo que hace es refrescarle a una la entendedera y ponerle el corazón más tierno.
Alentada por esta declaración arrancóse Fortunata a revelar que, en efecto, pensaba algo, y que algunas noches tenía sueños extravagantes. A lo mejor soñaba que iba por los portales de la calle de la Fresa y ¡plan!, se le encontraba de manos a boca. Otras veces le veía saliendo del Ministerio de Hacienda. Ninguno de estos sitios tenía significación en sus recuerdos. Después soñaba que era ella la esposa y Jacinta la querida del tal, unas veces abandonada, otras no. La manceba era la que deseaba los chiquillos y la esposa la que los tenía. Hasta que un día… me daba tanta lástima que le dije, digo:
—Bueno, pues tome usted una criatura para que no llore más.
—¡Ay, qué salado! —exclamó Mauricia—. Es buen golpe. Lo que una sueña tiene su aquél.
—¡Vaya unos disparates! Como te lo digo, me parecía que lo estaba viendo. Yo era la señora por delante de la Iglesia, ella por detrás, y lo más particular es que yo no le tenía tirria, sino lástima, porque yo paría un chiquillo todos los años, y ella…, ni esto… A la noche siguiente volvía a soñar lo mismo, y por el día a pensarlo. ¡Vaya unas papas! ¿Qué me importa que la Jacinta beba los vientos por tener un chiquillo sin poderlo conseguir, mientras que yo?…
—Mientras que tú los tienes siempre y cuando te dé la gana. Dilo tonta, y no te acobardes.
—Quiere decirse que ya lo he tenido y bien podría volverlo a tener.
—¡Claro! Y que no rabiará poco la otra cuando vea que lo que ella no puede, para ti es coser y cantar… Chica, no seas tonta, no te rebajes, no le tengas lástima, que ella no la tuvo de ti cuando te birló lo que era tuyo y muy tuyo… Pero a la que nace pobre no se la respeta, y así anda este mundo pastelero. Siempre y cuando puedas darle un disgusto, dáselo, por vida del santísimo peine… Que no se rían de ti porque naciste pobre. Quítale lo que ella te ha quitado, y adivina quién te dio.
Fortunata no contestó. Estas palabras y otras semejantes que Mauricia le solía decir, despertaban siempre en ella estímulos de amor o desconsuelos que dormitaban en lo más escondido de su alma. Al oírlas, un relámpago glacial le corría por todo el espinazo, y sentía que las insinuaciones de su compañera concordaban con sentimientos que ella tenía muy guardados, como se guardan las armas peligrosas.
7
Sorprendidas por una monja en esta sabrosa conversación que las hacía desmayar en el trabajo, tuvieron que callarse. Mauricia dio salida al agua sucia, y Fortunata abrió el grifo para que se llenara la artesa con el agua limpia del depósito de palastro. Creeríase que aquello simbolizaba la necesidad de llevar pensamientos claros al diálogo un tanto impuro de las dos amigas. La artesa tardaba mucho en llenarse, porque el depósito tenía poca agua. El gran disco que transmitía a la bomba la fuerza del viento, estaba aquel día muy perezoso, moviéndose tan sólo a ratos con indolente majestad; y el aparato, después de gemir un instante como si trabajara de mala gana, quedaba inactivo en medio del silencio del campo. Ganas tenían las dos recogidas de seguir charlando; pero la monja no las dejaba y quiso ver cómo aclaraban la ropa. Después las amigas tuvieron que separarse, porque era jueves y Fortunata había de vestirse para recibir la visita de los de Rubín. Mauricia se quedó sola tendiendo la ropa.
Maximiliano dijo categóricamente aquella tarde que por acuerdo de la familia y con asentimiento de la Superiora, en el próximo mes de Setiembre se daría por concluida la reclusión de Fortunata, y ésta saldría para casarse. Las madres no tenían queja de ella y alababan su humildad y obediencia. No se distinguía, como Belén y Felisa, por su ardiente celo religioso, lo que indicaba falta de vocación para la vida claustral; pero cumplía sus deberes puntualmente, y esto bastaba. Había adelantado mucho en la lectura y escritura, y se sabía de corrido la doctrina cristiana, con cuya luz las Micaelas reputaban a su discípula suficientemente alumbrada para guiarse en los senderos rectos o tortuosos del mundo; y tenían por cierto que la posesión de aquellos principios daba a sus alumnas increíble fuerza para hacer frente a todas las dudas. En esto hay que contar con la índole, con el esqueleto espiritual, con esa forma interna y perdurable de la persona, que suele sobreponerse a todas las transfiguraciones epidérmicas producidas por la enseñanza; pero con respecto a Fortunata, ninguna de las madres, ni aun las que más de cerca la habían tratado, tenían motivos para creer que fuera mala. Considerábanla de poco entendimiento, docilota y fácilmente gobernable. Verdad que en todo lo que corresponde al reino inmenso de las pasiones, las monjas apenas ejercitaban su facultad educatriz, bien porque no conocieran aquel reino, bien porque se asustaran de asomarse a sus fronteras.
Debe decirse que aquella tarde, cuando Maximiliano habló a su futura de próxima salida, los sentimientos de ella experimentaron un retroceso. ¡Salir, casarse!… En aquel instante parecíale su dichoso novio más antipático que nunca, y advirtió con miedo que aquellas regiones magníficas de la hermosura del alma no habían sido descubiertas por ella en la soledad y santidad de las Micaelas, como le anunciara Nicolás Rubín, a pesar de haber rezado tanto y de haber oído tantismos sermones. Porque lo que el capellán decía en el púlpito era que debemos hacer todo lo posible para salvarnos, que seamos buenos y que no pequemos; también decía que se debe amar a Dios sobre todas las cosas y que Dios es hermosísimo en sí y tal como el alma le ve; pero a ella se le figuraba que por bajo de esto quedaba libre el corazón para el amor mundano, que este entra por los ojos o por la simpatía, y no tiene nada que ver con que la persona querida se parezca o no se parezca a los santos. De este modo caía por tierra toda la doctrina del cura Rubín, el cual entendía tanto de amor como de herrar mosquitos.
En resumen, que los sentimientos de la prójima hacia su marido futuro no habían cambiado en nada. No obstante, cuando Maximiliano le dijo que ya tenía elegida la casita que iba a alquilar y le consultó acerca de los muebles que compraría, aquella presunción o sentimiento de su hogar honrado despertó en el ánimo de Fortunata la dignidad de la nueva vida, se sintió impulsada hacia aquel hombre que la redimía y la regeneraba. De este modo vino a mostrarse complacidísima con la salida próxima, y dijo mil cosas oportunas acerca de los muebles, de la vajilla y hasta de la batería de cocina.
Despidiéronse muy gozosos, y Fortunata se retiró con la mente hecha a aquel orden de ideas. ¡Un hogar honrado y tranquilo!… ¡Si era lo que ella había deseado toda su vida!… ¡Si jamás tuvo afición al lujo ni a la vida de aparato y perdición!… ¡Si su gusto fue siempre la oscuridad y la paz, y su maldito destino la llevaba a la publicidad y a la inquietud!… ¡Si ella había soñado siempre con verse rodeada de un corro chiquito de personas queridas, y vivir como Dios manda, queriendo bien a los suyos y bien querida de ellos, pasando la vida sin afanes!… ¡Si fue lanzada a la vida mala por despecho y contra su voluntad, y no le gustaba, no señor, no le gustaba!… Después de pensar mucho en esto hizo examen de conciencia, y se preguntó qué había obtenido de la religión en aquella casa. Si en lo tocante a prendarse de las guapezas del alma había adelantado poco, en otro orden algo iba ganando. Gozaba de cierta paz espiritual, desconocida para ella en épocas anteriores, paz que sólo turbaba Mauricia arrojando en sus oídos una maligna frase. Y no fue esto la única conquista, pues también prendió en ella la idea de la resignación y el convencimiento de que debemos tomar las cosas de la vida como vienen, recibir con alegría lo que se nos da, y no aspirar a la realización cumplida y total de nuestros deseos. Esto se lo decía aquella misma claridad esencial, aquella idea blanca que salía de la custodia. Lo malo era que en aquellas largas horas, a veces aburridas, que pasaba de rodillas ante el Sacramento, la faz envuelta en un gran velo al modo de mosquitero, la pecadora solía fijarse más en la custodia, marco y continente de la sagrada forma, que en la forma misma, por las asociaciones de ideas que aquella joya despertaba en su mente.
Y llegaba a creerse la muy tonta que la forma, la idea blanca, le decía con familiar lenguaje semejante al suyo: «No mires tanto este cerco de oro y piedras que me rodea, y mírame a mí que soy la verdad. Yo te he dado el único bien que puedes esperar. Con ser poco, es más de lo que te mereces. Acéptalo y no me pidas imposibles. ¿Crees que estamos aquí para mandar, verbigracia, que se altere la ley de la sociedad sólo porque a una marmotona como tú se le antoja? El hombre que me pides es un señor de muchas campanillas y tú una pobre muchacha. ¿Te parece fácil que Yo haga casar a los señoritos con las criadas o que a las muchachas del pueblo las convierta en señoras? ¡Qué cosas se os ocurren, hijas! Y además, tonta, ¿no ves que es casado, casado por mi religión y en mis altares? ¡Y con quién!, con uno de mis ángeles hembras. ¿Te parece que no hay más que enviudar a un hombre para satisfacer el antojito de una corrida como tú? Cierto que lo que a mí me conviene, como tú has dicho, es traerme acá a Jacinta. Pero eso no es cuenta tuya. Y supón que la traigo, supón que se queda viudo. ¡Bah! ¿Crees que se va a casar contigo? Sí, para ti estaba. ¡Pues no se casaría si te hubieras conservado honrada, cuanti más, sosona, habiéndote echado tan a perder! Si es lo que Yo digo: parece que estáis locas rematadas, y que el vicio os ha secado la mollera. Me pedís unos disparates que no sé cómo los oigo. Lo que importa es dirigirse a Mí con el corazón limpio y la intención recta, como os ha dicho ayer vuestro capellán, que no habrá inventado la pólvora; pero, en fin, es buen hombre y sabe su obligación. A ti, Fortunata, te miré con indilugencia entre las descarriadas, porque volvías a Mí tus ojos alguna vez, y Yo vi en ti deseos de enmienda; pero ahora, hija, me sales con que sí, serás honrada, todo lo honrada que Yo quiera, siempre y cuando que te dé el hombre de tu gusto… ¡Vaya una gracia!… Pero en fin, no me quiero enfadar. Lo dicho, dicho: soy infinitamente misericordioso contigo, dándote un bien que no mereces, deparándote un marido honrado y que te adora, y todavía refunfuñas y pides más, más, más… Ved aquí por qué se cansa Uno de decir que sí a todo… No calculan, no se hacen cargo estas desgraciadas. Dispone Uno que a tal o cual hombre se le meta en la cabeza la idea de regenerarlas, y luego vienen ellas poniendo peros. Ya salen con que ha de ser bonito, ya con que ha de ser Fulano y si no, no. Hijas de mi alma, Yo no puedo alterar mis obras ni hacer mangas y capirotes de mis propias leyes. ¡Para hombres bonitos está el tiempo! Conque resignarse, hijas mías, que por ser cabras no ha de abandonaros vuestro pastor; tomad ejemplo de las ovejas con quien vivís; y tú, Fortunata, agradéceme sinceramente el bien inmenso que te doy y que no te mereces, y déjate de hacer melindres y de pedir gollerías, porque entonces no te doy nada y tirarás otra vez al monte. Conque, cuidadito…».
Cuando las recogidas, al retirarse, se quitaban el velo, las más próximas a Fortunata notaron que ésta se sonreía.
8
Es cosa muy cargante para el historiador verse obligado a hacer mención de muchos pormenores y circunstancias enteramente pueriles, y que más bien han de excitar el desdén que la curiosidad del que lee, pues aunque luego resulte que estas nimiedades tienen su engranaje efectivo en la máquina de los acontecimientos, no por esto parecen dignas de que se las traiga a cuento en una relación verídica y grave. Ved, pues, por qué pienso que se han de reír los que lean aquí ahora que Sor Marcela tenía miedo a los ratones; y no valdrá seguramente añadir que el miedo de la cojita era grande, espantoso, ocasionado a desagradables incidentes y aun a derivaciones trágicas. Como ella sintiera en la soledad de su celda el bulle bulle del maldecido animal, ya no pegaba los ojos en toda la noche. Le entraba tal rabia, que no podía ni siquiera rezar, y la rabia, más que contra el ratón, era contra Sor Natividad, que se había empeñado en que no hubiera gatos en el convento, porque el último que allí existió no participaba de sus ideas en punto al aseo de todos los rincones de la casa.
En una de aquellas noches de agosto le dio el diminuto roedor tanta guerra a la madrecita, que ésta se levantó al amanecer con la firmísima resolución de cazarlo y hacer el más terrible de los escarmientos. Era tan insolente el tal, que después de ser día claro se paseaba por la celda muy tranquilo y miraba a Sor Marcela con sus ojuelos negros y pillines.
—Verás, verás —dijo esta subiéndose con gran trabajo a la cama, porque la idea de que el ratón se acercase a uno de sus pies, aunque fuera el de palo, causábale terror—, lo que es hoy no te escapas…; déjate estar, que ya te compondremos.
Llamó a Fortunata y a Mauricia, y en breves palabras las puso al corriente de la situación. Ambas recogidas, particularmente la Dura, no querían otra cosa. O se apoderaban del enemigo, o no eran ellas quienes eran. Bajó Sor Marcela a la iglesia, y las dos mujeres emprendieron su campaña. No quedó trasto que no removieran, y para separar de su sitio la cómoda, que era pesadísima, estuvieron haciendo esfuerzos varoniles cosa de un cuarto de hora, no acabando antes porque la risa les cortaba las fuerzas. Por fin, tanto trabajaron que cuando Sor Marcela salió de la iglesia, una monja le dio la feliz noticia de que el ratón había sido cogido. Subió la enana a su celda, y la algazara de las recogidas le anunciaba por el camino las diabluras de Mauricia, que tenía el ratón vivo en la mano y asustaba con él a sus compañeras.
Costó algún trabajo restablecer el orden y que Mauricia diese muerte a la víctima y la arrojase. Sor Marcela dispuso que le volviesen a poner los trastos de la celda lo mismo que estaban, y acabose el cuento del ratón.
El día siguiente fue uno de los más calurosos de aquel verano. En las habitaciones que caían al Mediodía era imposible parar, porque faltaba el aire respirable. Donde quiera que daba el sol, el ambiente seco, quieto y abrasado tostaba. Ni aun las ramas más altas de los árboles de la huerta se movían, y el disco de Parson, inmóvil, miraba a la inmensidad como una pupila cuajada y moribunda. De doce a tres, se suspendía todo trabajo en la casa, porque no había cuerpo ni espíritu que lo resistiera. Algunas monjas se retiraban a su celda a dormir la siesta; otras se iban a la iglesia que era lo más fresco de la casa, y sentadas en las banquetas, apoyando en la pared su espalda, o rezaban con somnolencia, o descabezaban un sueñecillo.
Las Filomenas caían también rendidas de cansancio. Algunas se iban a sus dormitorios, y otras tendíanse en el suelo de la sala de labores o de la escuela. Las monjas que las vigilaban permitían aquella infracción a la regla, porque ellas tampoco podían resistir, y cerrando dulcemente sus ojos y arrullándose en un plácido arrobo, conservaban en las facciones, como una careta, el mohín de la maestra, cuya obligación es mantener la disciplina.
En la sala de escuela había dos o tres grupos de mujeres sentadas en los bancos, con la cabeza y el busto descansando sobre las mesas. Algunas roncaban con estrépito. La monja se había dormido también con la cabeza echada hacia atrás y la boca abierta. En una de las carpetas de estudio, dos recogidas velaban: una era Belén, que leía en su libro de rezos, y la otra Mauricia la Dura, que tenía la cabeza inclinada sobre la carpeta, apoyando la frente en un puño cerrado. Al principio, su vecina Belén creyó que rezaba, porque oyó cierto murmullo y algún silabeo fugaz. Pero luego observó que lo que hacía Mauricia era llorar.
—¿Qué tienes, mujer? —le dijo Belén, alzándole a viva fuerza la cabeza.
La pecadora no contestó nada; mas la otra pudo observar que su rostro estaba tan bañado en lágrimas como si le hubiesen echado por la frente un cubo de agua, y sus ojos encendidos y aquella grandísima humedad igualaban el rostro de Mauricia al de la Magdalena; así al menos lo vio Belén. Tantas preguntas le hizo ésta y tanto cariño le mostró, que al fin obtuvo respuesta de la pobre mujer desolada, que no parecía tener consuelo ni hartarse nunca de llorar.
—¿Qué he de tener, desgraciada de mí? —exclamó al fin bebiéndose sus lágrimas—, sino que hoy, sin saber por qué ni por qué no, me veo tal y como soy; soy mala, mala, más que mala, y se me vienen al filo del pensamiento toditos los pecados que he cometido, desde el primero hasta el último…
—Pues, hija —arguyó Belén con aquel sonsonete que había aprendido y que tan bien se acomodaba a su figura angelical y a sus moditos insinuantes—, ten entendido que aunque tus crímenes fueran tantos como las arenas de la mar, Dios te los perdonará si te arrepientes de ellos.
Oír esto Mauricia y dar un gran berrido y soltar otra catarata de lágrimas fue todo uno.
—No, no, no —murmuró luego entre sollozos tales que parecía que se ahogaba—. A mí no me puede perdonar, a mí no, porque he sido muy arrastrada, pero mucho, y cuanto pecado hay, chica, lo he cometido yo… Y si no, di uno, nómbrame el que quieras, y de seguro que lo tengo metido aquí…
—Qué cosas tienes, mujer —observó Belén muy apurada, acordándose de cuando fue corista y representándose con terror el escenario de la Zarzuela—; otras han hecho también pecados feos, pero los han llorado como tú, y cátalas perdonadas.
Mauricia tenía un pañuelo en la mano; pero con la humedad del lloro y del sudor era ya como una pelota. Amasábalo en la mano y se lo pasaba por la angustiada frente.
—¿Pero cómo te ha dado así… tan de repente? —dijo la otra confusa. ¡Ah!, es que Dios toca en el corazón cuando menos lo piensa una. Llora, hija, desahógate, y no te asustes… ¿Sabes lo que vas a hacer? Mañana te confiesas… Puede que se te haya quedado algo por decir y confesar, porque siempre se queda algo sin saber cómo, y esos pozos son lo que más atormentan… Pues dilo todo, rebaña bien… Así lo hice yo, y hasta que lo hice no tuve tranquilidad. Luego el perro de Satanás me atormentaba por vengarse, y cuando empezaba la misa, a mí me parecía que alzaban el telón, y cuando yo rompía a cantar, se me venía a la boca aquello de El Siglo, que dice: «Somos figurines vivos…». Y un día por poco no lo suelto… Pillinadas del diablo; pero no podía conmigo ni con mi fe, y tanto hice que lo metí en un puño, y ahora, que se atreva, ¿a que no se atreve?… Llora, hija, llora todo lo que quieras, que Dios te iluminará y te dará su gracia.
Ni por ésas. Mientras más consuelos le daba Belén, más inconsolable estaba la otra, y más caudaloso era el río de sus lágrimas. Sor Antonia, la madre que gobernaba allí, se despertó, y para disimular su descuido, dio una fuerte voz, sin incomodarse mucho con las durmientes y añadiendo que hacía un calor horrible. Un instante después, Belén y la monja cuchichearon, sin duda a propósito de Mauricia a quien miraban. Tenía Belén vara alta con las señoras, por su humildad y devoción y por la diligencia con que iba a contarles cuanto hacían y decían sus compañeras.
Era domingo, y a las cuatro toda la comunidad entró en la iglesia donde había ejercicio y sermón. Las Filomenas ocuparon su sitio detrás de las monjas, unas y otras con los velos por la cabeza. Las Josefinas permanecían en la habitación que hacía de coro. Belén y las damas cantoras entonaban inocentes romanzas, mientras duró el Manifiesto, en las cuales se decía que tenían el pecho ardiendo en llamas de amor y otras candideces por el estilo. La que tocaba el harmonium hacía en los descansos unos ritornellos muy cursis. Pero a pesar de estas profanaciones artísticas, la iglesita estaba muy mona, como diría Manolita, apacible, misteriosa y relativamente fresca, inundada de la fragancia de las flores naturales.
A Fortunata le tocó al lado Mauricia. Cuenta la que después fue señora de Rubín que en una ocasión que miró a su compañera, hubo de observar al través del velo suyo y del de ella una expresión tan particular que se quedó atónita. Mauricia, al entrar, lloraba; pero al cabo de un rato más bien parecía reírse con contenida y satánica risa. Fortunata no pudo comprender el motivo de esto, y creyó que la oscuridad del velo le desfiguraba la realidad de la cara de su pareja. Volvió a mirar con disimulo, haciendo que se volvía para ahuyentar una mosca, y… ello podría ser ilusión, pero los ojos de Mauricia parecían dos ascuas. En fin, todo sería aprensión.
Subió D. León Pintado al púlpito y echó un sermonazo lleno de los amaneramientos que el tal usaba en su oratoria. Lo que aquella tarde dijo habíalo dicho ya otras tardes, y ciertas frases no se le caían de la boca. Tronó, como siempre, contra los librepensadores, a quienes llamó apóstoles del error unas mil y quinientas veces. Al salir de la iglesia, Fortunata echó, como de costumbre, una mirada al público, que estaba tras de la verja de madera, y vio a Maximiliano, que no faltaba ningún domingo a aquella amorosa cita muda. Le vio con simpatía. Notaba gozosa que empezaban a perder valor ante sus ojos los defectos físicos del apreciable joven. ¡Si serían aquéllos los brotes del amor por la hermosura del alma! Lo que más consolaba a Fortunata era la esperanza cada día más firme, porque el capellán se lo había dicho no pocas veces en el confesonario, de que cuando se casase y viviese santamente con su marido a la sombra de las leyes divinas y humanas, le había de amar; pero no así de cualquier modo, sino con verdadero calor y arranque del alma. También le decía esto la forma, la idea blanca encerrada en la custodia.
9
Llegada la noche, y recogidas las Josefinas a su dormitorio, las madres permitieron que las Filomenas estuvieran en la huerta hasta más tarde de lo reglamentario, por ver si salía un poco de fresco. Eran ya las nueve, y la tierra abrasaba; el aire no se movía; las estrellas parecían más próximas según el fulgor vivísimo con que brillaban, y veíase entre las grandes y medianas mayor número, al parecer, de las pequeñitas, tantas, tantas que era como un polvo de plata esparcido sobre aquel azul intensísimo. La luna nueva se puso temprano, bajando al horizonte como una hoz, rodeada de aureola blanquecina que anunciaba más calor para el día siguiente.
Las recogidas formaban diferentes grupos sentadas en el suelo y en la escalera de madera que comunica el corredor principal con la huerta, y se quitaban las tocas para disminuir el calor de la piel. Algunas miraban el motor de viento que seguía inmóvil. Al borde del estanque que está al pie del aparato, había tres mujeres, Fortunata, Felisa y Doña Manolita, sentadas sobre el muro de ladrillo, gozando de la frescura del agua próxima. Aquél era el mejor sitio; pero no lo decían, porque el egoísmo les hacía considerar que si se enracimaban allí todas las mujeres, el escaso fresco del agua se repartiría más y tocarían a menos. En el opuesto lado de la huerta, que era el sitio más apartado y feo, había un tinglado, bajo el cual se veían tiestos vacíos o rotos, un montón de mantillo que parecía café molido, dos carretillas, regaderas y varios instrumentos de jardinería. En otro tiempo hubo allí un cubil, y en el cubil un cerdo que se criaba con los desperdicios; pero el Ayuntamiento mandó quitar el animal de San Antón, y el cubil estaba vacío.
Desde el anochecer se puso allí Mauricia la Dura, sola, sobre el montón de mantillo; y como era el sitio más caldeado, nadie la quiso acompañar. Alguna se le aproximó en son de burla; pero no pudo obtener de ella una sola palabra. Estaba sentada a lo moro, con los brazos caídos, la cabeza derecha, más napoleónica que nunca, la vista fija enfrente de sí con dispersión vaga más bien de persona soñadora que meditabunda. Parecía lela o quizás tenía semejanza con esos penitentes del Indostán que se están tantísimos días seguidos mirando al cielo sin pestañear, en un estado medio entre la modorra y el éxtasis. Ya era tarde cuando se le acercó Belén sentándosele al lado. La miró atentamente, preguntándole que qué hacía allí y en qué pensaba, y por fin Mauricia desplegó sus labios de esfinge, y dijo estas palabras que le produjeron a Belencita una corriente fría en el espinazo:
—He visto a Nuestra Señora.
—¿Qué dices, mujer, qué te pasa? —le preguntó la ex-corista con ansiedad muy viva.
—He visto a la Virgen —repitió Mauricia con una seguridad y aplomo que dejaron a la otra como quien no sabe lo que le pasa.
—¿Tú estás segura de lo que dices?
—¡Oh!… Así me muera si no es verdad. Te lo juro por estas cruces —dijo la iluminada con voz trémula, besándose las manos—. La he visto… Bajó por allí, donde está el abanicón de la noria… Bajaba en mitad de una luz… ¿Cómo te lo diré?… De una luz que no te puedes figurar… De una luz que era, verbigracia como las puras mieles…
—¡Como las mieles! —repitió Belén no comprendiendo.
—Pues… tan dulce que… Después vino andando, andando hacia acá y se puso allí, delantito. Pasó por entre vosotras y vosotras no la veíais. Yo sola la veía… No traía el niño Dios en brazos. Dio dos o tres pasitos más y se paró otra vez. Mira, ¿ves aquella piedrecita?, pues allí… Y me estuvo mirando… Yo no podía respirar.
—¿Y te dijo algo, te dijo algo? —preguntó Belén toda ojos, pálida como una muerta.
—Nada… Pero lloraba mirándome… ¡Se le caían unos lagrimones…! No traía nene Dios; paicía que se lo habían quitado. Después dio la vuelta para allá y volvió a pasar entre vosotras sin que la vierais, hasta llegar mismamente a aquel árbol… Allí vi muchos angelitos que subían y bajaban corre que corre del tronco a las ramas y…
—Y de las ramas al tronco…
—Y después… ya no vi nada… Me quedé como ciega…, quiere decirse, enteramente ciega; estuve un rato sin ver gota, sin poder moverme. Sentía aquí, entre mí, una cosa…
—Como una pena…
—Como pena no, un gusto, un consuelo…
Se acercó entonces Fortunata, y ambas callaron.
—Si están de secreto me voy.
—Yo creo —dijo Belén, después de una grave pausa—, que eso debes consultarlo con el confesor.
Mauricia se levantó y andando lentamente retiróse a la habitación donde dormía y tenía su ropa. Creyeron las otras dos que se había ido a acostar, y quedáronse allí haciendo comentarios sobre el extraño caso, que Belén transmitió a Fortunata con todos sus pelos y señales. Belén lo creía o afectaba creerlo, Fortunata no. Pero de pronto vieron que la Dura volvía y se sentaba de nuevo sobre el montón de mantillo. Miráronla con recelo y se alejaron.
De pronto sonó en la huerta un ¡ah! prolongado y gozoso, como los que lanza la multitud en presencia de los fuegos artificiales. Todas las recogidas miraban al disco, que se había movido solemnemente, dando dos vueltas y parándose otra vez. «Aire, aire» gritaron varias voces. Pero el motor no dio después más que media vuelta, y otra vez quieto. El vástago de hierro chilló un instante, y las que estaban junto al estanque oyeron en lo profundo de la bomba una regurgitación tenue. El caño escupió un salivazo de agua, y todo quedó después en la misma quietud chicha y desesperante.
Belén se había puesto a charlar por lo bajo con una monja llamada Sor Facunda, que era la marisabidilla de la casa, muy leída y escribida, bondadosa e inocente hasta no más, directora de todas las funciones extraordinarias, camarera de la Virgen y de todas las imágenes que tenían alguna ropa que ponerse, muy querida de las Filomenas y aún más de las Josefinas, y persona tan candorosa, que cuanto le decían, sobre todo si era bueno, se lo creía como el Evangelio. Basta decir en elogio de la sancta simplicitas de esta señora, que en sus confesiones jamás tenía nada de qué acusarse, pues ni con el pensamiento había pecado nunca; mas como creyera que era muy desairado no ofrecer nada absolutamente ante el tribunal de la penitencia, revolvía su magín buscando algo que pudiera tener siquiera un tufillo de maldad, y se rebañaba la conciencia para sacar unas cosas tan sutiles y sin sustancia, que el capellán se reía para su sotana. Como el pobre D. León Pintado tenía que vivir de aquello, lo oía seriamente, y hacía que tomaba muy en consideración aquellos pecados tan superfirolíticos que no había cristiano que los comprendiera… Y la monja se ponía muy compungida, diciendo que no lo volvería a hacer; y él, que era muy tuno, decía que sí, que era preciso tener cuidado para otra vez, y que patatín y que patatán… Tal era Sor Facunda, dama ilustre de la más alta aristocracia, que dejó riquezas y posición por meterse en aquella vida, mujer pequeñita, no bien parecida, afable y cariñosa, muy aficionada a hacerse querer de las jóvenes. Llevaba siempre tras sí, en las horas de recreo, un hato de niñas precozmente místicas, preguntonas, rezonas y cuya conducta, palabras y entusiasmos pertenecían a lo que podría llamarse el pavo de la santidad.
Difícil es averiguar lo que pasó en el cotarro que formaban Sor Facunda y sus amiguitas. Ello fue que Belén, temblando de emoción y con la cara ansiosa, dijo a la monja:
—Mauricia ha visto a la Virgen…
Y poco después repetían las otras con indefinible asombro:
—¡Ha visto a la Virgen!
Sor Facunda, seguida de su escolta, se acercó a Mauricia, a quien miró un buen rato sin decirle palabra. Estaba la infeliz mujer en la misma postura morisca, la cabeza apoyada sobre las rodillas. Parecía llorar.
—Mauricia —le dijo en tono lacrimoso la monja, con aquella buena fe que en ella equivalía a la gracia divina—. Porque hayas sido muy mala no vayas a creerte que Dios te niega su perdón.
Oyóse un gran bramido, y la reclusa mostró su cara inundada de llanto. Dijo algunas palabras ininteligibles y estropajosas, a las que Sor Facunda y compañía no sacaron ninguna sustancia. De repente se levantó. Su rostro, a la claridad de la luna, tenía una belleza grandiosa que las circunstantes no supieron apreciar. Sus ojos despedían fulgor de inspiración. Se apretó el pecho con ambas manos en actitud semejante a las que la escultura ha puesto en algunas imágenes, y dijo con acento conmovedor estas palabras:
—¡Oh mi señora!… Te lo traeré, te lo traeré…
Echando a correr hacia la escalera con gran presteza, pronto desapareció. Sor Facunda habló con las otras madres. Cuando toda la comunidad, a la voz de la Superiora, se recogía abandonando la huerta y subiendo lentamente a las habitaciones (la mayor parte de las mujeres de mala gana, porque el calor de la noche convidaba a estar al aire libre), corrió la voz de que la visionaria se había acostado.
Fortunata, que pocos días antes fue trasladada al dormitorio en que estaba Mauricia, vio que ésta se había acostado vestida y descalza. Acercóse a ella y por su bronca respiración creyó entender que dormía profundamente. Mucho le daba qué pensar el singular estado en que su amiga se había puesto, y esperaba que le pasaría pronto, como otros toques semejantes aunque de diverso carácter. Largo tiempo estuvo desvelada, pensando en aquello y en otras cosas, y a eso de las doce, cuando en el dormitorio y en la casa toda reinaban el silencio y la paz, notó que Mauricia se levantaba. Pero no se atrevió a hablarle ni a detenerla, por no turbar el silencio del dormitorio, iluminado por una luz tan débil que le faltaba poco para extinguirse. Mauricia atravesó la estancia sin hacer ruido, como sombra, y se fue. Poco después Fortunata sentía sueño y se aletargaba; mas en aquel estado indeciso entre el dormir y el velar, creyó ver a su compañera entrar otra vez en el dormitorio sin que se le sintieran los pasos. Metióse debajo de la cama, donde tenía un cofre; revolvió luego entre los colchones… Después Fortunata no se hizo cargo de nada, porque se durmió de veras.
Mauricia salió al corredor, y atravesándolo todo, se sentó en el primer peldaño de la escalera. «Te digo que me atreveré…».
¿Con quién hablaba? Con nadie, porque estaba enteramente sola. No tenía más compañía en aquella soledad que las altas estrellas.
«¿Qué dices? —preguntó después como quien sostiene un diálogo—. Habla más alto, que con el ruido del órgano no se oye. ¡Ah!, ya entiendo… Estáte tranquila, que aunque me maten, yo te lo traeré. Ya sabrán quién es Mauricia la Dura, que no teme ni a Dios… Ja ja ja… Mañana, cuando venga el capellán y bajen esas tías pasteleras a la iglesia, ¡qué chasco se van a llevar!».
Soltando una risilla insolente, se precipitó por la escalera abajo. ¿Qué demonios pasaba en aquel cerebro?… Entró por la puerta pequeña que comunica el patio con el largo pasillo interior del edificio, y una vez allí pasó sin obstáculo al vestíbulo, tentando la pared porque la oscuridad era completa. Se le oía un cierto rechinar de dientes y algún monosílabo gutural que lo mismo pudiera ser signo de risa que de cólera. Por fin llegó palpando paredes a la puerta de la capilla, y buscando la cerradura con las manos, empezó a rasguñar en el hierro. La llave no estaba puesta… «¡Peines y peinetas, dónde estará la condenada llave!» murmuró con un rugido de hondísimo despecho. Probó a abrir valiéndose de la fuerza y de la maña. Pero ni una ni otra valían en aquel caso. La puerta del sagrado recinto estaba bien cerrada. Siguió la infeliz mujer exhalando gemidos, como los de un perro que se ha quedado fuera de su casa y quiere que le abran. Después de media hora de inútiles esfuerzos, desplomóse en el umbral de la puerta, e inclinando la cabeza se durmió. Fue uno de esos sueños que se parecen al morir instantáneo. La cabeza dio contra el canto como una piedra que cae, y la torcida postura en que quedaba el cuerpo al caer doblándose con violencia, fue causa de que el resuello se le dificultara, produciéndose en los conductos de la respiración silbidos agudísimos, a los que siguió un estertor como de líquidos que hierven.
Aletargada profundamente, Mauricia hizo lo que no había podido hacer despierta, y prosiguió la acción interrumpida por una puerta bien cerrada. Faltó el hecho real, pero no la realidad del mismo en la voluntad. Entró, pues, la tarasca en la iglesia y allí pudo andar sin tropiezo, porque la lámpara del altar daba luz bastante para ver el camino. Sin vacilar dirigió sus pasos al altar mayor, diciendo por el camino: «Si no te voy a hacer mal ninguno, Diosecito mío; si voy a llevarte con tu mamá que está ahí fuera llorando por ti y esperando a que yo te saque… ¿Pero qué?… no quieres ir con tu mamaíta… Mira que te está esperando… tan guapetona, tan maja, con aquel manto todito lleno de estrellas y los pies encima del biricornio de la luna… Verás, verás, qué bien te saco yo, monín… Si te quiero mucho; ¿pero no me conoces?… Soy Mauricia la Dura, soy tu amiguita».
Aunque andaba muy aprisa, tardaba mucho tiempo en llegar al altar, porque la capilla, que era tan chica, se había vuelto muy grande. Lo menos había media legua desde la puerta al altar… Y mientras más andaba, más lejos, más lejos… Llegó por fin y subió los dos, tres, cuatro escalones, y le causaba tanta extrañeza verse en aquel sitio mirando de cerca la mesa aquella cubierta con finísimo y albo lienzo, que un rato estuvo sin poder dar el último paso. Le entró una risa convulsiva cuando puso su mano sobre el ara sagrada… «¿Quién me había de decir…, oh, mi re-Dios de mi alma que yo?… ¡Ji ji ji!…». Apartó el Crucifijo que está delante de la puerta del sagrario, alargó luego el brazo; pero como no alcanzaba, alargábalo más y más, hasta que llegó a dolerle mucho de tantos estirones… Por fin, gracias a Dios, pudo abrir la puerta que sólo tocan las manos ungidas del sacerdote. Levantando la cortinilla, buscó un momento en el misterioso, santo y venerado hueco… ¡Oh!, no había nada. Busca por aquí, busca por allí y nada… Acordóse de que no era aquél el sitio donde está la custodia, sino otro más alto. Subió al altar, puso los pies en el ara santa… Busca por aquí, por allí… ¡Ah!, por fin tropezaron sus dedos con el metálico pie de la custodia. Pero qué frío estaba, tan frío que quemaba. El contacto del metal llevó por todo lo largo del espinazo de Mauricia una corriente glacial… Vaciló. ¿Lo cogería, sí o no? Sí, sí mil veces; aunque muriera, era preciso cumplir. Con exquisito cuidado, más con gran decisión, empuñó la custodia bajando con ella por una escalera que antes no estaba allí. Orgullo y alegría inundaron el alma de la atrevida mujer al mirar en su propia mano la representación visible de Dios… ¡Cómo brillaban los rayos de oro que circundan el viril, y qué misteriosa y plácida majestad la de la hostia purísima, guardada tras el cristal, blanca, divina y con todo el aquél de persona, sin ser más que una sustancia de delicado pan!
Con increíble arrogancia Mauricia descendía, sin sentir peso alguno. Alzaba la custodia como la alza el sacerdote para que la adoren los fieles… «¿Veis cómo me he atrevido? —pensaba—. ¿No decías que no podía ser?… Pues pudo ser, ¡qué peine!». Seguía por la iglesia adelante. La purísima hostia, con no tener cara, miraba cual si tuviera ojos…, y la sacrílega, al llegar bajo el coro, empezaba a sentir miedo de aquella mirada. «No, no te suelto, ya no vuelves allí… A casa con tu mamá… ¿Sí? ¿Verdad que el niño no llora y quiere ir con su mamá?…». Diciendo esto, atrevíase a agasajar contra su pecho la sagrada forma. Entonces notó que la sagrada forma no sólo tenía ya ojos profundos tan luminosos como el cielo, sino también voz, una voz que la tarasca oyó resonar en su oído con lastimero son. Había desaparecido toda sensación de la materialidad de la custodia; no quedaba más que lo esencial, la representación, el símbolo puro, y esto era lo que Mauricia apretaba furiosamente contra sí. «Chica —le decía la voz—, no me saques, vuelve a ponerme donde estaba. No hagas locuras… Si me sueltas te perdonaré tus pecados, que son tantos que no se pueden contar; pero si te obstinas en llevarme, te condenarás. Suéltame y no temas, que yo no le diré nada a D. León ni a las monjas para que no te riñan… Mauricia, chica, ¿qué haces?… ¿Me comes, me comes?…».
Y nada más. ¡Qué desvarío! Por grande que sea un absurdo siempre tiene cabida en el inconmensurable hueco de la mente humana.
10
Por la mañana tempranito, la Superiora y Sor Facunda se tropezaron al salir de sus respectivas celdas.
—Créame usted —dijo Sor Facunda—, algo hay de extraordinario. Consultaré ahora mismo con D. León. El caso de Mauricia debe de examinarse detenidamente.
Sor Natividad, que era mujer de mucho entendimiento y estaba acostumbrada a los pueriles entusiasmos de su compañera, no hizo más que sonreír con bondad. Hubiera dicho a Sor Facunda: «qué tonta es usted, hija»; pero no le dijo nada; y sacando un manojo de llaves se fue hacia el guardarropa.
—¿Pero en dónde está esa loca? —preguntó después.
—No parece por ninguna parte —dijo Fortunata, que por orden de Sor Marcela había bajado en busca de su amiga—. Arriba no está.
En los dormitorios de las Filomenas había gran tráfago. Todas se lavaban la cara y las manos, riñendo por el agua, cuestionando sobre si tú me quitaste la toalla o si ésa es mi agua. «Que no, que mi agua es ésta». Otra sacaba de debajo de la cama un zoquete de pan y empezaba a comérselo. «¡Ay, qué hambre tengo!… Con estos calores, cuidado que suda una; no se puede vivir… ¡Y ponerse ahora la toca!».
Sor Antonia entraba, imponía silencio y les daba prisa. Oíase el esquilón de la capilla. El sacristán se había asomado varias veces por la reja de la sacristía que da al vestíbulo diciendo sucesivamente: «Todavía no ha venido D. León…». «Ya está ahí D. León…». «Ya se está vistiendo». Oíanse en la parte alta los pasos de toda la comunidad que iba hacia el templo a oír la primera misa. Delante fueron las Josefinas, soñolientas aún y dando bostezos, empujándose unas a otras. Seguían las Filomenas con cierto orden, las más diligentes dando prisa a las perezosas. Donde hay muchas mujeres, tiene que haber ese rumor de colegio, que se hace superior a la disciplina más severa. Entre chacota y risas se oía el rumorcillo aquel: «Mauricia…, ¿no sabéis?, vio anoche la propia figura de la Virgen». «Mujer, quita allá». «Mi palabra… Pregúntaselo a Belén». «¡Bah Ni que fuéramos tontas!…». «¿La cara de la Virgen?… Vaya… Sería la de Nuestra Señora del Aguardiente».
Pero Sor Facunda y las de su cotarro iban por la escalera abajo diciendo que el hecho podía ser falso, y podía también no serlo; y que el ser Mauricia muy pecadora no significaba nada, porque de otras muchísimo más perversas se había valido Dios para sus fines.
Dijo la misa D. León, que parecía el padre fuguilla por la presteza con que despachaba. Había sido cura de tropa, y a las monjas no les acababa de gustar la marcial diligencia de su capellán. Más tarde celebraba D. Hildebrando, cura francés de los de babero, el cual era lo contrario que Pintado, pues estiraba la misa hasta lo increíble.
Cuando la comunidad salía de la capilla, Doña Manolita, que había entrado de las últimas, sofocada, se acercó a la Superiora y le dijo que Mauricia estaba en la huerta sobre el montón de mantillo.
—Ya…, en la basura —replicó Sor Natividad frunciendo el ceño—; es su sitio.
Bajaron las recogidas al refectorio a tomar el chocolate con rebanada de pan. Animación mundana reinaba en el frugal desayuno, y aunque las monjas se esforzaban por mantener un orden cuartelesco, no lo podían conseguir.
«Ese plato es el mío». «Dame mi servilleta…». «Te digo que es la mía…». «¡Vaya! ¡Ay, San Antonio, qué duro está el pan!…». «Éste sí que es de la boda de San Isidro».
—¡A callar!
Algunas tenían un apetito voraz; se habrían comido triple ración, si se la dieran.
Inmediatamente después empezaba a distribuirse toda aquella tropa mujeril, como soldados que se incorporan a sus respectivos regimientos. Éstas bajaban a la cocina, aquéllas subían a la escuela y salón de costura, y otras, quitándose las tocas y poniéndose la falda de mecánica, se dedicaban a la limpieza de la casa.
Estaba la Superiora hablando con Sor Antonia en la puerta de una celda, cuando llegó muy apurada una reclusa, diciendo:
—Le he mandado que venga y no quiere venir. Me ha querido pegar. ¡Si no echo a correr!… Después cogió un montón de aquella basura y me lo tiró. Mire usted.
La recogida enseñó a las madres su hombro manchado de mantillo.
—Tendré que ir yo… ¡Ay, qué mujer!… ¡Qué guerra nos da! —dijo la Superiora—. ¿Dónde está Sor Marcela? Que traiga la llave de la perrera. Hoy tendremos chnchirrimáncharras… Está más tocada que nunca. Dios nos dé paciencia.
—¡Y Sor Facunda que me ha dicho ahora mismo —indicó Sor Antonia con franca risa y bizcando más los ojos—, que Mauricia había visto a la Virgen!
La Superiora respondió a aquella risa con otra menos franca. Tres o cuatro Filomenas de las más hombrunas bajaron a la huerta con orden expresa de traer a la visionaria.
—¡Pobre mujer y qué perdida se pone! —observó Sor Natividad dentro del corrillo de monjas que se iba formando—. Males de nervios, y nada más que males de nervios.
Y al decirlo, sus miradas chocaron con las de Sor Facunda, que se acercaba con semblante extraordinariamente afligido.
—¿Pero no ha consultado usted este caso con el señor capellán? —le dijo.
—Sí —replicó Sor Natividad con un poco de humorismo—, y el capellán me ha dicho que la meta en la perrera.
—¡Encerrarla porque llora!… —exclamó la otra que en su timidez no se atrevía a contradecir a la Superiora—. El caso merecía examinarse.
—Para preverlo todo —indicó la vizcaína—, avisaremos también al médico.
—¿Y qué tiene que ver el médico?… En fin, yo no sé. Quien manda, manda. Pero me parecía… Ello podrá ser cosa física; pero ¿si no lo fuera? Si efectivamente Mauricia… No es que yo lo afirme; pero tampoco me atrevo a negarlo. Aquel llorar continuo, ¿qué puede ser sino arrepentimiento? A saber los medios que el Señor escoge…
Y se retiró a su celda. Casi casi se dieron un encontronazo Sor Facunda alejándose y Sor Marcela que al corrillo se acercaba, dando balances y golpeando el suelo duramente con su pie de madera. Su semblante descompuesto por la ira estaba más feo que nunca; con la prisa que traía apenas podía respirar, y las primeras frases le salieron de la boca desmenuzadas por el enojo:
—Ya, ya sabemos… ¡San Antonio!… Bribona… Parece mentira… ¡Ay, Dios mío!, si es para volverse loca…
Habló algunas palabras en voz muy baja con la Superiora, quien al oírlas puso una cara que daba miedo.
—Yo… bien lo sabe usted… —balbució Sor Marcela—, lo tenía para mi mal del estómago… Coñac superior.
—Pero esa maldita, ¿cómo?… Si esto parece… ¡Jesús me valga! Estoy horrorizada. ¿Pero cuándo?…
—Es muy sencillo…, hágase usted cargo. Anteayer, ¡San Antonio bendito!, cuando estuvo en mi celda moviendo los trastos para coger el ratón.
A la Superiora se le escapó, sin poderlo remediar, una ligera sonrisilla; mas al punto volvió a poner cara de palo. Y la enana corrió hacia donde estaban las recogidas, y lo mismo que dijera a Sor Natividad se lo repitió a Fortunata, sin poner un freno a su ira:
—¿Habráse visto diablura semejante?… ¿Qué te parece? ¡Estamos todas horripiladas!
Fortunata no dijo nada y se puso muy seria. Quizás no la cogía de nuevo la declaración de la monja. Obedeciendo a ésta subió al dormitorio en busca de pruebas del nefando crimen imputado a su amiga.
—Ahí tienen ustedes —decía la Superiora a las que más cerca de ella estaban—, cómo esa arrastrada ha visto visiones… ¡Ya! ¡Qué no vería ella!… ¿Pero no viene al fin? Yo le juro que no vuelve a hacernos otra. Es preciso ajustarle bien las cuentas…
La cojita se presentó otra vez en el corrillo mostrando la enorme llave de la perrera; la esgrimía como si fuera una pistola, con amenaza homicida. Realmente estaba furiosa, y el topetazo de su pie duro sobre el suelo tenía una violencia y sonoridad excepcionales. En esto llegó Fortunata trayendo una botella, que al punto le arrebató Sor Marcela.
—¡Vacía, enteramente vacía! —exclamó esta levantándola en alto y mirándola al trasluz—. Y estaba casi llena, pues apenas…
Aplicó después su nariz chafada a la boca de la botella, diciendo con lastimera entonación:
—No ha dejado más que el olor… ¡Bribonaza!, ya te daría yo bebida…
De la nariz de la coja pasó el cuerpo del delito a la de Sor Natividad y de ésta a otras narices próximas, resultando, de la apreciación del tufo, mayor severidad en el comentario del crimen.
—¡Qué asco! Buen pechugón se ha dado… —exclamó la Superiora—. Ya, ¡cómo estará aquel cuerpo con todo ese líquido ardiente! Nunca nos había pasado otra… La arreglaremos, la arreglaremos. ¿Pero viene o no?
Bajaba ya, decidida a abreviar la tardanza del acto de justicia, cuando se oyó un gran tumulto. Las tres mujeronas que habían ido en busca de la delincuente, pasaban de la huerta al patio por la puertecilla verde, huyendo despavoridas y dando voces de pánico. Sonó en dicha puerta el estampido de un fuerte cantazo.
—¡Que nos mata, que nos mata! —gritaban las tres, recogiendo sus faldas para correr más fácilmente por la escalera arriba. Asomáronse las madres al barandal del corredor que sobre el patio caía, y vieron aparecer a Mauricia, descalza, las melenas sueltas, la mirada ardiente y extraviada, y todas las apariencias, en fin, de una loca. La Superiora, que era mujer de genio fuerte, no se pudo contener y desde arriba gritó:
—Trasto… infame, si no te estás quieta, verás.
—Una pareja, una pareja de Orden público —apuntaron varias voces de monjas.
—No… Veréis… Si yo me basto y me sobro… —indicó la Superiora, haciendo alarde de ser mujer para el caso—. Lo que es conmigo no juega.
Púsose Mauricia de un salto en el rincón frontero al corredor donde las madres estaban, y desde allí las miró con insolencia, sacando y estirando la lengua, y haciendo muecas y gestos indecentísimos.
—¡Tiorras, so tiorras! —gritaba, e inclinándose con rápido movimiento, cogió del suelo piedras y pedazos de ladrillo, y empezó a dispararlos con tanto vigor como buena puntería.
Las monjas y las recogidas, que al sentir el alboroto salieron en tropel a los corredores del principal y del segundo piso, prorrumpieron en chillidos. Parecía que se venía el mundo abajo. ¡Dios mío, qué bulla! Y a las exclamaciones de arriba respondía la tarasca con aullidos salvajes.
Unas se agachaban resguardándose tras el barandal de fábrica cuando venía la pedrada; otras asomaban la cabeza un momento y la volvían a esconder. Los proyectiles menudeaban, y con ellos las voces de aquella endemoniada mujer. Parecía una amazona. Tenía un pecho medio descubierto, el cuerpo del vestido hecho jirones y las melenas cortas le azotaban la cara en aquellos movimientos del hondero que hacía con el brazo derecho. Su catadura les parecía horrible a las señoras monjas; pero estaba bella en rigor de verdad, y más arrogante, varonil y napoleónica que nunca.
Sor Marcela intentó bajar valerosa, pero a los tres peldaños cogió miedo y viró para arriba. Su cara filipina se había puesto de color de mostaza inglesa.
—¡Verás tú si bajo, infame diablo! —era su muletilla; pero ello es que no bajaba.
Por una reja de la sacristía que da al patio, asomó la cara del sacristán, y poco después la de D. León Pintado. Dos monjas que estaban de turno en la portería se asomaron también por otra ventana baja; pero lo mismo fue verlas Mauricia que empezar también a mandarles piedras. Nada, que tuvieron que retirarse. Asustadas las infelices, quisieron pedir auxilio. En aquel instante llamó alguien a la puerta del convento, y a poco entró una señora, de visita, que pasó al salón, y enterándose de lo que ocurría, asomóse también a la ventana baja. Era Guillermina Pacheco, que se persignó al ver la tragedia que allí se había armado.
—¡En el nombre del…! ¡Pero tú!… ¡Mauricia!… ¿Cómo se entiende?… ¿Qué haces?… ¿Estás loca?
La portera y la otra monja no la pudieron contener, y Guillermina salió al patio por la puerta que lo comunica con el vestíbulo.
—Guillermina —gritó Sor Natividad desde arriba—, no salgas… Cuidado… Mira que es una fiera… Ahí tienes, ahí tienes la alhaja que tú nos has traído… Retírate por Dios, mira que está loca y no repara… Hazme el favor de llamar a una pareja de Orden público.
—¿Qué pareja ni pareja? —dijo Guillermina incomodadísima—. ¡Mauricia!… ¡Cómo se entiende!
Pero no había tenido tiempo de decirlo cuando una peladilla de arroyo le rozó la cara. Si le da de lleno la descalabra.
—¡Jesús!… Pero no, no es nada.
Y llevándose la mano a la parte dolorida, clamó:
—¡Infame! ¡A mí, a mí me has tirado!…
Mauricia se reía con horrible descaro.
—A usted, sí, y a todo el género mundano —gritó con voz tan ronca, que apenas se entendía—, so tía pastelera… Váyase pronto de aquí.
Las monjas horrorizadas elevaban sus manos al cielo; algunas lloraban. En esto, D. León Pintado había abierto con no poco trabajo la reja de la sacristía; saltó al patio, única manera de comunicarse con el convento desde la sacristía, y abalanzándose a Mauricia le sujetó ambos brazos.
—¡Suéltame, León, capellán de peinetas! —rugió la visionaria…
Pero Pintado tenía manos de hierro, aunque era de pocos ánimos, y una vez lanzado al heroísmo, no sólo sujetó a Mauricia, sino que le aplicó dos sonoras bofetadas. La escena era repugnante. Tras el capellán salió también su acólito, y mientras los dos arreglaban a la Dura, las monjas, viendo sojuzgado al enemigo, arriesgáronse a bajar y acudieron a Guillermina, que con el pañuelo se restañaba la sangre de su leve herida. Con cierta tranquilidad, y más risueña que enojada, la fundadora dijo a sus amigas:
—¡Cuidado que pasan unas cosas!… Yo venía a que me dierais los ladrillos y el cascote que os sobran, y mirad qué pronto me he salido con la mía… Nada, ponedla ahora mismo en la calle, y que se vaya a los quintos infiernos, que es donde debe estar.
—Ahora mismo. D. León, no la maltrate usted —dijo la Superiora.
—¡Zángano!… ¡Mala puñalada te mate!… —bramaba Mauricia, que ya tenía pocas fuerzas y había caído al suelo—. ¡Un sacerdote pegando a una… señora!
—Que le traigan su ropa —gritó Sor Natividad—. Pronto, pronto. Me parece mentira que la veré salir…
Mauricia ya no se defendía. Había perdido su salvaje fuerza; pero su semblante expresaba aún ferocidad y desorden mental.
Luego se vio que desde el corredor alto tiraban un par de botas, luego un mantón…
—Bajarlo, hijas, bajarlo —dijo desde el patio la Superiora, mirando hacia arriba y ya recobrada la serenidad con que daba siempre sus órdenes.
Fortunata bajó un lío de ropa, y recogiendo las botas, se lo dio todo a Mauricia, es decir, se lo puso delante. La espantosa escena descrita había impresionado desagradablemente a la joven, que sintió profunda compasión de su amiga. Si las monjas se lo hubieran permitido, quizás ella habría aplacado a la bestia.
—Toma tu ropa, tus botas —le dijo en voz baja y en tono apacible—. Pero, hija, ¡cómo te has puesto!… ¿No conoces ya que has estado trastornada?
—Quítate de ahí, pendoncillo… Quítate o te…
—Dejarla, dejarla —dijo la Superiora—. No decirle una palabra más. A la calle, y hemos concluido.
Con gran dificultad se levantó Mauricia del suelo y recogió su ropa. Al ponerse en pie pareció recobrar parte de su furor.
—Que se te queda este lío.
—Las botas, las botas.
La tarasca lo recogió todo. Ya salía sin decir nada, cuando Guillermina la miró severamente.
—¡Pero qué mujer ésta! Ni siquiera sabe salir con decencia.
Iba descalza, cogidas las botas por los tirantes.
—Póngase usted las botas —le gritó la Superiora.
—No me da la gana. Agur… ¡Son todas unas judías pasteleras!…
—Paciencia, hijas, paciencia… Necesitamos mucha paciencia —dijo Sor Natividad a sus compañeras, tapándose los oídos.
Se le franquearon todas las puertas, abriéndolas de par en par y resguardándose tras las hojas de ellas, como se abren las puertas del toril para que salga la fiera a la plaza. La última que cambió algunas palabras con ella fue Fortunata, que la siguió hasta el vestíbulo movida de lástima y amistad, y aún quiso arrancarle alguna declaración de arrepentimiento. Pero la otra estaba ciega y sorda; no se enteraba de nada, y dio a su amiga tal empujón, que si no se apoya en la pared cae redonda al suelo.
Salió triunfante, echando a una parte y otra miradas de altivez y desprecio. Cuando vio la calle, sus ojos se iluminaron con fulgores de júbilo y gritó: «¡Ay, mi querida calle de mi alma!». Extendió y cerró los brazos, cual si en ellos quisiera apretar amorosamente todo lo que veían sus ojos. Respiró después con fuerza, paróse mirando azorada a todos lados, como el toro cuando sale al redondel. Luego, orientándose, tiró muy decidida por el paseo abajo. Era cosa de ver aquella mujerona descalza, desgarrada, melenuda, despidiendo de sus ojos fiereza, con un lío bajo el brazo y las botas colgando de una mano. Las pocas personas que por allí pasaban, miráronla con asombro. Al llegar junto a los almacenes de la Villa, pasó junto a varios chicos, barrenderos, que estaban sentados en sus carretillas con las escobas en la mano. Tuviéronla ellos por persona de poco más o menos y se echaron a reír delante de su cara napoleónica.
—Vaya, que buena curda te llevas. ¡Oleeé!…
Y ella se les puso delante en actitud arrogantísima, alzó el brazo que tenía libre y les dijo:
—¡Apóstoles del error!
Prorrumpiendo al mismo tiempo en estúpida risa, pasó de largo. A los barrenderos les hizo aquello mucha gracia, y poniéndose en marcha con las carretillas por delante y las escobas sobre ellas, siguieron detrás de Mauricia, como una escolta de burlesca artillería, haciendo un ruido de mil demonios y disparándole bala rasa de groserías e injurias.