LAS MICAELAS POR FUERA
1
Hay en Madrid tres conventos destinados a la corrección de mujeres. Dos de ellos están en la población antigua, uno en la ampliación del Norte, que es la zona predilecta de los nuevos institutos religiosos y de las comunidades expulsadas del centro por la incautación revolucionaria de sus históricas casas. En esta faja Norte son tantos los edificios religiosos que casi es difícil contarlos. Los hay para monjas reclusas, y para las religiosas que viven en comunicación con el mundo y en batalla ruda con la miseria humana, en estas órdenes modernas derivadas de la de San Vicente de Paúl, cuya mortificación consiste en recoger ancianos, asistir enfermos o educar niños. Como por encanto hemos visto levantarse en aquella zona grandes pelmazos de ladrillo, de dudoso valer arquitectónico, que manifiestan cuán positiva es aún la propaganda religiosa, y qué resultados tan prácticos se obtienen del ahorro espiritual, o sea la limosna, cultivado por buena mano. Las Hermanitas de los Pobres, las Siervas de María y otras, tan apreciadas en Madrid por los positivos auxilios que prestan al vecindario, han labrado en esta zona sus casas con la prontitud de las obras de contrata. De institutos para clérigos sólo hay uno, grandón, vulgar y triste como un falansterio. Las Salesas Reales, arrojadas del convento que les hizo Doña Bárbara, tienen también domicilio nuevo, y otras monjas históricas, las que recogieron y guardaron los huesos de D. Pedro el Cruel, acampan allá sobre las alturas del barrio de Salamanca.
La planicie de Chamberí, desde los Pozos y Santa Bárbara hasta más allá de Cuatro Caminos, es el sitio preferido de las órdenes nuevas. Allí hemos visto levantarse el asilo de Guillermina Pacheco, la mujer constante y extraordinaria, y allí también la casa de las Micaelas. Estos edificios tienen cierto carácter de improvisación, y en todos, combinando la baratura con la prisa, se ha empleado el ladrillo al descubierto, con ciertos aires mudéjares y pegotes de gótico a la francesa. Las iglesias afectan, en las frágiles escayolas que las decoran interiormente, el estilo adamado con pretensiones de elegante de la basílica de Lourdes. Hay, pues, en ellas una impresión de aseo y arreglo que encanta la vista, y una deplorable manera arquitectónica. La importación de los nuevos estilos de piedad, como el del Sagrado Corazón, y esas manadas de curas de babero expulsados de Francia, nos han traído una cosa buena, el aseo de los lugares destinados al culto; y una cosa mala, la perversión del gusto en la decoración religiosa. Verdad que Madrid apenas tenía elementos de defensa contra esta invasión, porque las iglesias de esta villa, además de muy sucias, son verdaderos adefesios como arte. Así es que no podemos alzar mucho el gallo. El barroquismo sin gracia de nuestras parroquias, los canceles llenos de mugre, las capillas cubiertas de horribles escayolas empolvadas y todo lo demás que constituye la vulgaridad indecorosa de los templos madrileños, no tiene que echar nada en cara a las cursilerías de esta novísima monumentalidad, también armada en yesos deleznables y con derroche de oro y pinturas al temple, pero que al menos despide olor de aseo, y tiene el decoro de los sitios en que anda mucho la santidad de la escoba, del agua y el jabón.
El caserón que llamamos Las Micaelas estaba situado más arriba del de Guillermina, allá donde las rarificaciones de la población aumentan en términos de que es mucho más extenso el suelo baldío que el edificado. Por algunos huecos del caserío se ven horizontes esteparios y luminosos, tapias de cementerios coronadas de cipreses, esbeltas chimeneas de fábricas como palmeras sin ramas, grandes extensiones de terreno mal sembrado para pasto de las burras de leche y de las cabras. Las casas son bajas, como las de los pueblos, y hay algunas de corredor con habitaciones numeradas, cuyas puertas se ven por la medianería. El edificio de las Micaelas había sido una casa particular, a la que se agregó un ala interior costeando dos lados de la huerta en forma de medio claustro, y a la sazón se le estaba añadiendo por el lado opuesto la iglesia, que era amplia y del estilo de moda, ladrillo sin revoco modelado a lo mudéjar y cabos de cantería de Novelda labrada en ojival constructivo. Como la iglesia estaba aún a medio hacer, el culto se celebraba en la capilla provisional, que era una gran crujía baja, a la izquierda de la puerta.
En el arreglo de esta crujía para convertirla en templo interino, manifestábase el buen deseo, la pulcritud y la inocencia artística de las excelentes señoras que componían la comunidad. Las paredes estaban estucadas, como las de nuestras alcobas, porque éste es un género de decoración barato en Madrid y sumamente favorable a la limpieza. En el fondo estaba el altar, que era, ya se sabe, blanco y oro, de un estilo tan visto y tan determinado, que parece que viene en los figurines. A derecha e izquierda, en cromos chillones de gran tamaño, los dos Sagrados Corazones, y sobre ellos se abrían dos ventanas enjutísimas, terminadas por arriba en corte ojival, con vidrios blancos, rojos y azules, combinados en rombo, como se usan en las escaleras de las casas modernas.
Cerca de la puerta había una reja de madera que separaba el público de las monjas los días en que el público entraba, que eran los jueves y domingos. De la reja para adentro, el piso estaba cubierto de hule, y a los costados de lo que bien podremos llamar nave había dos filas de sillas-reclinatorios. A la derecha de la nave dos puertas, no muy grandes: la una conducía a la sacristía, la otra a la habitación que hacía de coro. De allí venían los flauteados de un armonium tañido candorosamente en los acordes de la tónica y la dominante, y con las modulaciones más elementales; de allí venían también los exaltados acentos de las dos o tres monjas cantoras. La música era digna de la arquitectura, y sonaba a zarzuela sentimental o a canción de las que se reparten como regalo a las suscriptoras en los periódicos de modas. En esto ha venido a parar el grandioso canto eclesiástico, por el abandono de los que mandan en estas cosas y la latitud con que se vienen permitiendo novedades en el severo culto católico.
La pecadora fue llevada a las Micaelas pocos días después de la Pascua de Resurrección. Aquel día, desde que despertó, se le puso a Maxi la obstrucción en la boca del estómago, pero tan fuerte como si tuviera entre pecho y espalda atravesado un palo. Molestia semejante sentía en los días de exámenes, pero no con tanta intensidad. Fortunata parecía contenta, y deseaba que la hora llegase pronto para abreviar la expectación y perplejidad en que los dos amantes estaban, sin saber qué decirse. A ella por lo menos no se le ocurría nada que decirle, y aunque a él se le pasaban por el magín muchas cosas, tenía cierta aversión innata a lo teatral, y no gustaba de hablar gordo en ciertas ocasiones. Si ha de decirse verdad, Maxi inspiraba aquel día a su novia un sentimiento de cariño dulce y sosegado, con su poquillo de lástima. Y él procuraba dar a la conversación tono familiar, hablando del tiempo o recomendando a la joven que tuviese cuidado de no olvidar alguna importante prenda de ropa. Nicolás, que estaba presente, no habría permitido tampoco zalamerías de amor ni besuqueo, y ayudaba a recoger y agrupar todas las cosas que habían de llevarse, añadiendo observaciones tan prácticas como ésta: «Ya sabe usted que ni perfumes ni joyas ni ringorrangos de ninguna clase entran en aquella casa. Todo el bagaje mundano se arroja a la puerta».
Cuando vino el mozo que debía llevar el baúl, Fortunata estaba ya dispuesta, vestida con la mayor sencillez. Maximiliano miró diferentes veces su reloj sin enterarse de la hora. Nicolás, que estaba más sereno, miró el suyo y dijo que era tarde. Bajaron los tres, y fueron pausadamente y sin hablar hacia la calle de Hortaleza a tomar un coche simón. Instalóse el joven con no poco trabajo en la bigotera, porque las faldas de su futura esposa y la ropa talar del clérigo estorbaban lo que no es decible la entrada y la salida; y si el trayecto fuera más largo, el martirio de aquellas seis piernas que no sabían cómo colocarse habría sido muy grande. La neófita miraba por la ventanilla, atraída vagamente y sin interés su atención por la gente que pasaba. Creeríase que miraba hacia fuera por no mirar hacia dentro; Maximiliano se la comía con los ojos, mientras el presbítero procuraba en vano animar la conversación con algunas cuchufletas bien poco ingeniosas.
Llegaron por fin al convento. En la puerta había dos o tres mendigas viejas, que pidieron limosna, y a Maximiliano le faltó tiempo para dársela. Le amargaba extraordinariamente la boca, y su voz ahilada salía de la garganta con interrupciones y síncopas como la de un asmático. Su turbación le obligaba a refugiarse en los temas vulgares… «¡Vaya que son pesados estos pobres!… Parece que hay misa, porque se oye la campanilla de alzar… Es bonita la casa, y alegre, sí señor, alegre».
Entraron en una sala que hay a la derecha, en el lado opuesto a la capilla. En dicha sala recibían visitas las monjas, y las recogidas a quienes se permitía ver a su familia los jueves por la tarde, durante hora y media, en presencia de dos madres. Adornada con sencillez rayana en pobreza, la tal sala no tenía más que algunas estampas de santos y un cuadrote de San José, al óleo, que parecía hecho por la misma mano que pintó el Jáuregui de la casa de Doña Lupe. El piso era de baldosín, bien lavado y frotado, sin más defensa contra el frío que dos esteritas de junco delante de los dos bancos que ocupaban los testeros principales. Dichos bancos, las sillas y un canapé de patas curvas eran piezas diferentes, y bien se conocía que todo aquel pobre menaje provenía de donativos o limosnas de ésta y la otra casa. Ni cinco minutos tuvieron que esperar, porque al punto entraron dos madres que ya estaban avisadas, y casi pisándoles los talones entró el señor capellán, un hombrón muy campechano y que de todo se reía. Llamábase D. León Pintado, y en nada correspondía la persona al nombre. Nicolás Rubín y aquel pasmarote tan grande y tan jovial se abrazaron y se saludaron tuteándose. Una de las dos monjas era joven, coloradita, de boca agraciada y ojos que habrían sido lindísimos si no adolecieran de estrabismo. La otra era seca y de edad madura, con gafas, y daba bien claramente a entender que tenía en la casa más autoridad que su compañera. A las palabras que dijeron, impregnadas de esa cortesía dulzona que informa el estilo y el metal de voz de las religiosas del día, iba la neófita a contestar alguna cosa apropiada al caso; pero se cortó y de sus labios no pudo salir más que un ju ju, que las otras no entendieron. La sesión fue breve. Sin duda las madres Micaelas no gustaban de perder el tiempo. «Despídase usted» le dijo la seca, tomándola por un brazo. Fortunata estrechó la mano de Maxi y de Nicolás, sin distinguir entre los dos, y dejóse llevar. Rubinius vulgaris dio un paso, dejando solos a los dos curas que hablaban cogiéndose recíprocamente las borlas de sus manteos, y vio desaparecer a su amada, a su ídolo, a su ilusión, por la puerta aquella pintada de blanco, que comunicaba la sala con el resto de la religiosa morada. Era una puerta como otra cualquiera; pero cuando se cerró otra vez, parecióle al enamorado chico cosa diferente de todo lo que contiene el mundo en el vastísimo reino de las puertas.
2
Echó a andar hacia Madrid por el polvoriento camino del antiguo Campo de Guardias, y volviendo a mirar su reloj por un movimiento maquinal, tampoco entonces se hizo cargo de la hora que era. No se dio cuenta de que su hermano y D. León Pintado, entretenidos en una conversación interesante y parándose cada diez palabras, se habían quedado atrás. Hablaban de las oposiciones a la lectoral de Sigüenza y de las peloteras que ocurrieron en ella. El capellán, como candidato reventado, ponía de oro y azul al obispo de la diócesis y a todo el cabildo. Maximiliano, sin advertir las paradas, siguió andando hasta que se encontró en su casa. Abriole Doña Lupe la puerta y le hizo varias preguntas: «Y qué tal, ¿iba contenta?». Revelaban estas interrogaciones tanto interés como curiosidad, y el joven, animado por la benevolencia que en su tía observaba, departió con ella, arrancándose a mostrarle algunas de las afiladas púas que le rasguñaban el corazón. Tenía un presentimiento vago de no volverla a ver, no porque ella se muriese, sino porque dentro del convento y contagiada de la piedad de las monjas, podía chiflarse demasiado con las cosas divinas y enamorarse de la vida espiritual hasta el punto de no querer ya marido de carne y hueso, sino a Jesucristo, que es el esposo que a las monjas de verdadera santidad les hace tilín. Esto lo expresó irreverentemente con medias palabras; pero Doña Lupe sacó toda la sustancia a los conceptos.
—Bien podría suceder eso —le dijo con acento de convicción, que turbó más a Maximiliano—, y no sería el primer caso de mujeres malas…, quiero decir ligeras…, que se han convertido en un abrir y cerrar de ojos, volviéndose tan del revés, que luego no ha habido más remedio que canonizarlas.
El redentor sintió frío en el corazón. ¡Fortunata canonizada! Esta idea, por lo muy absurda que era, le atormentó toda la mañana.
«Francamente —dijo al fin, después de muchas meditaciones—, tanto como canonizar, no; pero bien podría darle por el misticismo y no querer salir, y quedarme yo in albis». Vamos, que semejante idea le aterraba. En tal caso no tenía más remedio que volverse él santito también, dedicarse a la Iglesia y hacerse cura… ¡Jesús qué disparate! ¡Cura! ¿Y para qué? De vuelta en vuelta, su mente llegó a un torbellino doloroso en el cual no tuvo ya más remedio que ahogar las ideas, para librarse del tormento que le ocasionaban. Intentó estudiar… Imposible. Ocurrióle escribir a Fortunata, encargándole que no hiciera caso alguno de lo que le dijesen las monjas acerca de la vida espiritual, la gracia y el amor místico… Otro disparate. Por fin se fue calmando, y la razón se clareaba un poco tras aquellas nieblas.
Las once serían ya, cuando desde su cuarto sintió un grande altercado entre Doña Lupe y Papitos. El motivo de aquella doméstica zaragata fue que a Nicolás Rubín se le ocurrió la idea trágica de convidar a almorzar a su amigo el padre Pintado, y no fue lo peor que se le ocurriera, sino que se apresurase a ejecutarla con aquella frescura clerical que en tan alto grado tenía, metiendo a su camarada por las puertas de la casa sin ocuparse para nada de si en ésta había o no los bastimentos necesarios para dos bocas de tal naturaleza.
Doña Lupe que tal vio y oyó, no pudo decir nada, por estar el otro clérigo delante; pero tenía la sangre requemada. Su orgullo no le permitía desprestigiar la casa, poniéndoles un artesón de bazofia para que se hartaran; y afrontando despechada el conflicto, decía para su sayo cosas que habrían hecho saltar a toda la curia eclesiástica. «No sé lo que se figura este Heliogábalo… Cree que mi casa es la posada del Peine. Después que él me come un codo, trae a su compinche para que me coma el otro. Y por las trazas, debe tener buen diente y un estómago como las galerías del Depósito de aguas. ¡Ay, Dios mío! ¡Qué egoístas son estos curas!… Lo que yo debía hacer era ponerle la cuentecita, y entonces… ¡Ah!, entonces sí que no se volvía a descolgar con invitados, porque es Alejandro en puño y no le gusta ser rumboso sino con dinero ajeno».
El volcán que rugía en el pecho de la señora de Jáuregui no podía arrojar su lava sino sobre Papitos, que para esto justamente estaba. Había empezado aquel día la monilla por hacer bien las cosas; pero la riñó su ama tan sin razón, que…, ¡diablo de chica!, concluyó por hacerlo todo al revés. Si le ordenaban quitar agua de un puchero, echaba más. En vez de picar cebolla, machacaba ajos; la mandaron a la tienda por una lata de sardinas y trajo cuatro libras de bacalao de Escocia; rompió una escudilla, y tantos disparates hizo que Doña Lupe por poco le aporrea el cráneo con la mano del almirez. «De esto tengo la culpa yo, grandísima bestia, por empeñarme en domar acémilas y en hacer de ellas personas… Hoy te vas a tu casa, a la choza del muladar de Cuatro Caminos donde estabas, entre cerdos y gallinas, que es la sociedad que te cuadra…». Y por aquí seguía la retahíla… ¡Pobre Papitos! Suspiraba y le corrían las lágrimas por la cara abajo. Había llegado ya a tal punto su azoramiento, que no daba pie con bola.
Entretanto los dos curas estaban en la sala, fumando cigarrillos, las canalejas sobre sillas, groseramente espatarrados ambos en los dos sillones principales, y hablando sin cesar del mismo tema de las oposiciones de Sigüenza. La culpa de todo la tenía el deán, que era un trasto y quería la lectoral a todo trance para su sobrinito. ¡Valientes perros estaban tío y sobrino! Éste había hecho discursos racionalistas, y cuando la Gloriosa dio vivas a Topete y a Prim en una reunión de demócratas. Doña Lupe entró al fin haciendo violentísimas contorsiones con los músculos de su cara para poder brindarles una sonrisa en el momento de decir que ya podían pasar…, que tendrían que dispensar muchas faltas, y que iban a hacer penitencia.
Y mientras se sentaban, miró con terror al amigo de su sobrino, que era lo mismo que un buey puesto en dos pies, y pensaba que si el apetito correspondía al volumen, todo lo que en la mesa había no bastara para llenar aquel inmenso estómago. Felizmente, Maxi estaba tan sin gana, que apenas probó bocado; Doña Lupe se declaró también inapetente, y de este modo se fue resolviendo el problema y no hubo conflicto que lamentar. El padre Pintado, a pesar de ser tan proceroso, no era hombre de mucho comer y amenizó la reunión contando otra vez… las oposiciones de Sigüenza. Doña Lupe, por cortesía, afirmaba que era una barbaridad que no le hubieran dado a él la lectoral.
La ira de la señora de Jáuregui no se calmó con el feliz éxito del almuerzo…, y siguió machacando sobre la pobre Papitos. Ésta, que también tenía su genio, hervía interiormente en despecho y deseos de revancha. «¡Miren la tía bruja —decía para sí, bebiéndose las lágrimas—, con su teta menos!… Mejor tuviera vergüenza de ponerse la teta de trapo para que crea la gente que tiene las dos de verdad, como las tienen todas y como las tendré yo el día de mañana…». Por la tarde, cuando la señora salió, encargando que le limpiara la ropa, ocurrióle a la mona tomar de su ama una venganza terrible; pero una de esas venganzas que dejan eterna memoria. Se le ocurrió poner, colgado en el balcón, el cuerpo de vestido que pegada tenía la cosa falsa con que Doña Lupe engañaba al público. La malicia de Papitos imaginaba que puesto en el balcón el testimonio de la falta de su señora, la gente que pasase lo había de ver y se había de reír mucho. Pero no ocurrieron de este modo las cosas, porque ningún transeúnte se fijó en el pecho postizo, que era lo mismo que una vejiga de manteca; y al fin la chiquilla se apresuró a quitarlo, discurriendo con buen juicio que si Doña Lupe al entrar veía colgado del balcón aquel acusador de su defecto, se había de poner hecha una fiera, y sería capaz de cortarle a su criada las dos cosas de verdad que pensaba tener.
3
A la mañana siguiente, Maximiliano encaminó sus pasos al convento, no por entrar, que esto era imposible, sino por ver aquellas paredes tras de las cuales respiraba la persona querida. La mañana estaba deliciosa, el cielo despejadísimo, los árboles del paseo de Santa Engracia empezaban a echar la hoja. Detúvose el joven frente a las Micaelas, mirando la obra de la nueva iglesia que llegaba ya a la mitad de las ojivas de la nave principal. Alejándose hasta más allá de la acera de enfrente, y subiendo a unos montones de tierra endurecida, se veía, por encima de la iglesia en construcción, un largo corredor del convento, y aun se podían distinguir las cabezas de las monjas o recogidas que por él andaban. Pero como la obra avanzaba rápidamente, cada día se veía menos. Observó Maxi en los días sucesivos que cada hilada de ladrillos iba tapando discretamente aquella interesante parte de la interioridad monjil, como la ropa que se extiende para velar las carnes descubiertas. Llegó un día en que sólo se alcanzaban a ver las zapatas de los maderos que sostenían el techo del corredor, y al fin la masa constructiva lo tapó todo, no quedando fuera más que las chimeneas, y aun para columbrar éstas era preciso tomar la visual desde muy lejos.
Al Norte había un terreno mal sembrado de cebada. Hacia aquel ejido, en el cual había un poste con letrero anunciando venta de solares, caían las tapias de la huerta del convento, que eran muy altas. Por encima de ellas asomaban las copas de dos o tres sóforas y de un castaño de Indias. Pero lo más visible y lo que más cautivaba la atención del desconsolado muchacho era un motor de viento, sistema Parson, para noria, que se destacaba sobre altísimo aparato a mayor altura que los tejados del convento y de las casas próximas. El inmenso disco, semejante a una sombrilla japonesa a la cual se hubiera quitado la convexidad, daba vueltas sobre su eje pausada o rápidamente, según la fuerza del aire. La primera vez que Maxi lo observó, movíase el disco con majestuosa lentitud, y era tan hermoso de ver con su coraza de tablitas blancas y rojas, parecida a un plumaje, que tuvo fijos en él los tristes ojos un buen cuarto de hora. Por el Sur la huerta lindaba con la medianería de una fábrica de tintas de imprimir, y por el Este con la tejavana perteneciente al inmediato taller de cantería, donde se trabajaba mucho. Así como los ojos de Maximiliano miraban con inexplicable simpatía el disco de la noria, su oído estaba preso, por decirlo así, en la continua y siempre igual música de los canteros, tallando con sus escoplos la dura berroqueña. Creeríase que grababan en lápidas inmortales la leyenda que el corazón de un inconsolable poeta les iba dictando letra por letra. Detrás de esta tocata reinaba el augusto silencio del campo, como la inmensidad del cielo detrás de un grupo de estrellas.
También se paseaba por aquellos andurriales, sin perder de vista el convento; iba y venía por las veredas que el paso traza en los terrenos, matando la yerba, y a ratos sentábase al sol, cuando éste no picaba mucho. Montones de estiércol y paja rompían a lo lejos la uniformidad del suelo; aquí y allí tapias de ladrillo de color de polvo, letreros industriales sobre faja de yeso, casas que intentaban rodearse de un jardincillo sin poderlo conseguir; más allá tejares y las casetas plomizas de los vigilantes de consumos, y en todo lo que la vista abarca un sentimiento profundísimo de soledad expectante. Turbábala sólo algún perro sabio de los que, huyendo de la estricnina municipal, se pasean por allí sin quitar la vista del suelo. A veces el joven volvía al camino real y se dejaba ir un buen trecho hacia el Norte; pero no tenía ganas de ver gente y se echaba fuera, metiéndose otra vez por el campo hasta divisar las arcadas del acueducto del Lozoya. La vista de la sierra lejana suspendía su atención, y le encantaba un momento con aquellos brochazos de azul intensísimo y sus toques de nieve; pero muy luego volvía los ojos al Sur, buscando los andamiajes y la mole de las Micaelas, que se confundía con las casas más excéntricas de Chamberí.
Todas las mañanas antes de ir a clase, hacía Rubín esta excursión al campo de sus ilusiones. Era como ir a misa, para el hombre devoto, o como visitar el cementerio donde yacen los restos de la persona querida. Desde que pasaba de la iglesia de Chamberí veía el disco de la noria, y ya no le quitaba los ojos hasta llegar próximo a él. Cuando el motor daba sus vueltas con celeridad, el enamorado, sin saber por qué y obedeciendo a un impulso de su sangre, avivaba el paso. No sabía explicarse por qué oculta relación de las cosas la velocidad de la máquina le decía: «apresúrate, ven, que hay novedades». Pero luego llegaba y no había novedad ninguna, como no fuera que aquel día soplaba el viento con más fuerza. Desde la tapia de la huerta oíase el rumor blando del volteo del disco, como el que hacen las cometas, y sentíase el crujir del mecanismo que transmite la energía del viento al vástago de la bomba… Otros días le veía quieto, amodorrado en brazos del aire. Sin saber por qué, deteníase el joven; pero luego seguía andando despacio. Hubiera él lanzado al aire el mayor soplo posible de sus pulmones para hacer andar la máquina. Era una tontería; pero no lo podía remediar. El estar parado el motor parecíale señal de desventura.
Pero lo que más tormento daba a Maximiliano era la distinta impresión que sacaba todos los jueves de la visita que a su futura hacía. Iba siempre acompañado de Nicolás, y como además no se apartaban de la recogida las dos monjas, no había medio de expresarse con confianza. El primer jueves encontró a Fortunata muy contenta; el segundo, estaba pálida y algo triste. Como apenas se sonreía, faltábale aquel rasgo hechicero de la contracción de los labios, que enloquecía a su amante. La conversación fue sobre asuntos de la casa, que Fortunata elogió mucho, encomiando los progresos que hacía en la lectura y escritura, y jactándose del cariño que le habían tomado las señoras. Como en uno de los sucesivos jueves dijera algo acerca de lo que le había gustado la fiesta de Pentecostés, la principal del año en la comunidad, y después recayera la conversación sobre temas de iglesia y de culto, expresándose la neófita con bastante calor, Maximiliano volvió a sentirse atormentado por la idea aquella de que su querida se iba a volver mística y a enamorarse perdidamente de un rival tan temible como Jesucristo. Se le ocurrían cosas tan extravagantes como aprovechar los pocos momentos de distracción de las madres para secretearse con su amada y decirle que no creyera en aquello de la Pentecostés, figuración alegórica nada más, porque no hubo ni podía haber tales lenguas de fuego ni Cristo que lo fundó; añadiendo, si podía, que la vida contemplativa es la más estéril que se puede imaginar, aun como preparación para la inmortalidad, porque las luchas del mundo y los deberes sociales bien cumplidos son lo que más purifica y ennoblece las almas. Ocioso es añadir que se guardó para sí estas doctrinas escandalosas porque era difícil expresarlas delante de las madres.