IV

NICOLÁS Y JUAN PABLO RUBÍN PROPÓNENSE NUEVAS ARTES Y MEDIOS DE REDENCIÓN

1

Hallábase Doña Lupe, en el fondo de su alma, inclinada a la transacción lenta que imponían las circunstancias; mas no quiso dar su brazo a torcer ni dejar de mostrar una inflexibilidad prudente, hasta tanto que viniese Juan Pablo y hablaran tía y sobrino de la inaudita novedad que había en la familia. Una mañana, cuando Maximiliano estaba aún en la cama no bien dormido ni despierto, sintió ruido en la escalera y en los pasillos. Oyó primero patadas y gritos de mozos que subían baúles, después la voz de su hermano Juan Pablo; y lo mismo fue oírla, que sentir renovado en su alma aquel pícaro miedo que parecía vencido.

No tenía malditas ganas de levantarse. Oyó a su tía regateando con los mozos por si eran tres o eran dos y medio. Después, le pareció que Juan Pablo y su tía hablaban en el comedor. ¡Si le estaría contando aquello!… Seguramente, porque su tía era muy novelera, y no le gustaba de que ciertas cosas se le enranciaran dentro del cuerpo. Oyó luego que su hermano se lavaba en el cuarto inmediato, y cuando Doña Lupe entró para llevarle toallas, cuchichearon largo rato. Maximiliano calculó que probablemente hablarían de la herencia; pero no las tenía todas consigo. Trataba de darse ánimos considerando que su hermano era el más simpático de la familia, el de más talento y el que mejor se hacía cargo de las cosas.

Levantóse al fin de mala gana. Ya lavado y vestido, vacilaba en salir, y se estuvo un ratito con la mano en el picaporte. Doña Lupe tocó a la puerta, y entonces ya no hubo más remedio que salir. Estaba pálido y daba lástima verle. Abrazó a su hermano, y en el mirar de éste, en el tono de sus palabras, conoció al punto que sabía la grande, increíble historia. No tenía ganas el joven de explicaciones ni disputas aquella hora, y como era un poco tarde se apresuró a irse a la clase. Mas no tuvo sosiego en ella, ni cesó de pensar en lo que su hermano diría y haría. Esta perplejidad le arrancaba suspiros. El miedo, el pícaro miedo era su principal enemigo. Conveníale, pues, quitarse pronto la máscara ante su hermano como se la había quitado ante Doña Lupe, pues hasta que lo hiciera no se reintegraría en el uso de su voluntad. Si Juan Pablo salía por la tremenda, quizás era mejor, porque así no estaba Maximiliano en el caso de guardarle consideraciones; pero si se ponía en un pie de astucias diplomáticas, fingiendo ceder para resistir con la inercia, entonces… Esto, ¡ay!, lo temía más que nada.

Pronto había de salir de dudas. Cuando Maximiliano entró a almorzar, ya estaba Juan Pablo sentado a la mesa, y a poco llegó Doña Lupe con una bandeja de huevos fritos y lonjas de jamón. Gozosa estaba aquel día la señora, porque Papitos se portaba bien, como siempre que había aumento de trabajo.

—Es tan novelera esta mona —decía—, que cuando tenemos mucho que hacer parece que se multiplica. Lo que ella quiere es lucirse, y como vea ocasiones de lucimiento, es un oro. Cuando menos hay que hacer es cuando la pega. Me la traje a casa hecha una salvajita, y poco a poco le he ido quitando mañas. Era golosa, y siempre que iba a la tienda por algo, lo había de catar. ¿Creerás que se comía los fideos crudos?… La recogí de un basurero de Cuatro Caminos, hambrienta, cubierta de andrajos. Salía a pedir y por eso tenía todos los malos hábitos de la vagancia. Pero con mi sistema la voy enderezando. Porrazo va, porrazo viene, la verdad es que sacaré de ella una mujer en toda la extensión de la palabra.

—Está tan malo el servicio en Madrid —observó Juan Pablo—, que no debe usted mirarle mucho los defectos.

Durante todo el almuerzo hablaron del servicio, y a cada cosa que decían miraban a Maximiliano como impetrando su asentimiento. El joven observó que su hermano estaba serio con él, pero aquella seriedad indicaba que le reconocía hombre, pues hasta entonces le trató siempre como a un niño. El estudiante esperaba burlas, que era lo que más temía, o una reprimenda paternal. Ni una cosa ni otra se apuntaba en el lenguaje indiferente y frío de Juan Pablo. Éste, después de almorzar, sintióse amagado de la jaqueca y se echó de muy mal humor en su cama. Toda la tarde y parte de la noche estuvo entre las garras de aquella desazón más molesta que grave. No eran sus ataques tan penosos como los de Maximiliano, y generalmente le era fácil anegar el dolor hemicráneo en la onda del sueño. Ya sabía que el cansancio de los viajes consecutivos le producía el ataque, y que éste se pasaba en la noche mas no por esto lo llevaba con paciencia. Renegando de su suerte estuvo hasta muy tarde, y al fin descansó con sosegado sueño.

En tanto, Doña Lupe hacía mil consideraciones sobre el apático desdén con que Juan Pablo recibiera la noticia de aquello. Había fruncido el ceño; después había opinado que su hermano era loco, y por fin, alzando los hombros, dijo: «¿Yo qué tengo que ver? Es mayor de edad. Allá se las haya».

Lo mismo Maximiliano que su tía habían notado que Juan Pablo estaba triste. Primero lo atribuyeron a cansancio; pero notaron luego que después de las doce horas de sueño reparador, estaba más triste aún. No sostenía ninguna conversación. Parecía que nada le interesaba, ni aun la herencia, de la que hablaba poco, aunque siempre en términos precisos.

—¿Sabes que tu hermano lo ha tomado con calma? —dijo Doña Lupe a Maxi una noche.

—¿Qué?

—El asunto tuyo. Dos veces le he hablado. ¿Y sabes lo que hace? Alzar los hombros, sacudir la ceniza del cigarro con el dedo meñique, y decir que ahí se las den todas.

El enamorado oía con júbilo estas palabras, que eran para él un gran consuelo. Indudablemente Juan Pablo observaba la prudente regla de respetar los sentimientos y propósitos ajenos para que le respetaran los suyos. Hablaba tan poco, que Doña Lupe tenía que sacarle las palabras con cuchara. «O está también haciendo el trovador —decía Doña Lupe—, o le pasa algo. Estoy yo divertida con mis sobrinos. Todos están con murria. Al menos Maxi es franco y dice lo que quiere».

Hubiera hurgado Doña Lupe a su sobrino mayor para que le relevase la causa de su tristeza; pero como presumía fuese cosa de política, no quiso tocar este punto delicado por no armar camorra con Juan Pablo, que era o había sido carlista, al paso que Doña Lupe era liberal, cosa extraña, liberal en toda la extensión de la palabra. Después de servir a D. Carlos en una posición militar administrativa, Rubín había sido expulsado del Cuartel Real. Sus íntimos amigos le oyeron hablar de calumnias y de celadas traidoras; pero nada se sabía concretamente. Dejaba escapar de su pecho exclamaciones de ira, juramentos de venganza y apóstrofes de despecho contra sí mismo. «¡Bien merecido lo tengo por meterme con esa gente!». Cuando llegó a Madrid echado de la corte de D. Carlos, fue a casa de su tía, según costumbre antigua; pero apenas paraba en la casa. Dormía fuera, comía también fuera, casi siempre en los cafés o en casa de alguna amiga, y Doña Lupe se desazonaba juzgando con razón que semejante vida no se ajustaba a las buenas prácticas morales y económicas. De repente, el misántropo volvió al Norte, diciendo que regresaría pronto, y mientras estuvo fuera se supo la muerte de Melitona Llorente. La primera noticia que de la herencia tuvo Juan Pablo diósela su tía paterna por una carta que le dirigió a Bayona. Preparábase a volver a España, y la carta aquella con la noticia que llevaba aceleró su vuelta. Entró por Santander, se fue a Zaragoza por Miranda y de allí a Molina de Aragón. Diez días estuvo en esta villa, donde ninguna dificultad de importancia le ofreció la toma de posesión del caudal heredado. Este ascendía a unos treinta mil duros entre inmuebles y dinero dado a rédito sobre fincas; y descontadas las mandas y los derechos de traslación de dominio, quedaban unos veintisiete mil duros. Cada hermano cobraría nueve mil. Juan Pablo, al llegar a Madrid, escribió a Nicolás para que también viniese, con objeto de estar reunidos los tres hermanos y tratar de la partición.

He dicho que Doña Lupe rehuía el hablar de política con Juan Pablo. En realidad, ella no entendía jota de política, y si era liberal, éralo por sentimiento, como tributo a la memoria de su Jáuregui y por respeto al uniforme de miliciano nacional que éste tan gallardamente ostentaba en su retrato. Pero si le hubieran dicho que explicara los puntos esenciales del dogma liberal, se habría visto muy apurada para responder. No sabía más sino que aquellos malditos carcas eran unos indecentes que nos querían traer la Inquisición y las caenas. Había respirado aquella señora aires tan progresistas durante su niñez y en los gloriosos veinte años de su unión con Jáuregui, que no quería ni oír hablar de absolutismo. No comprendía cómo su sobrino, un muchacho tan listo, había cometido la borricada de hacerse súbdito de aquel zagalón de D. Carlos, un perdido, un zafiote, un déspota en toda la extensión de la palabra.

En la cuestión religiosa, las ideas de Doña Lupe se adaptaban al criterio de su difunto esposo, que era el más juicioso de los hombres y sabía dar a Dios lo que es de Dios y al César, etc. Este estribillo lo repetía muy orgullosamente la viuda siempre que saltaba una oportunidad, añadiendo que creía cuanto la Santa Madre Iglesia manda creer; pero que mientras menos trato tuviera con curas, mejor. Oía su misa los domingos y confesaba muy de tarde en tarde; mas de este paso regular no la sacaba nadie.

Desde un día en que disputando con su sobrino sobre este tema, se amontonaron los dos y por poco se tiran los trastos a la cabeza, no quiso Doña Lupe volver a mentar a los carcundas delante de Juan Pablo. Y cuando le vio venir del Cuartel Real, corrido y humillado, tuvo la señora una alegría tal que con dificultad podía disimularla. Se acordaba de su Jáuregui y de las cosas oportunas y sapientísimas que éste decía sobre todo desgraciado que se metía con curas, pues era lo mismo que acostarse con niños. «Y no aprenderá —pensaba Doña Lupe—; todavía es capaz de volver a las andadas, y de ir allá a quitarle motas al zángano de Carlos Siete».

2

Durmióse Maxi aquella noche arrullado por la esperanza. Síntoma de conciliación era que su tía no le hablaba ya con ira, y aun parecía tenerle en verdadero concepto de hombre o de varón. A veces, hasta parecía que la insigne señora le tenía cierto respeto. ¡Si no hay como mostrarse duro y decidido para que le respeten a uno!… Por lo demás, Doña Lupe había vuelto a cuidarle con su acostumbrada solicitud. Le ponía en la mesa los platos de su gusto, y en su cuarto nada faltaba para su regalo y comodidad. En fin, que el pobre chico estaba satisfecho; sentía que el terreno se solidificaba bajo sus plantas, y se reconocía más árbitro de su destino, y casi triunfante en la descomunal batalla que estaba dando a su familia.

En cuanto a Juan Pablo, no había nada que temer. Los dos hermanos no tenían ocasiones de hablar mucho, porque el primogénito, después de almorzar, se marchaba a uno de los cafés de la Puerta del Sol y allí se estaba las horas muertas. Por la noche o venía muy tarde o no venía. La idea de que su hermano andaba de picos pardos regocijaba a Maxi porque «ahora se verá —decía—, quién es más juicioso, quién cumple mejor las leyes de la moral. Que no nos venga aquí echándosela de plancheta con su neísmo».

En suma, que mi hombre se veía más respetado y considerado desde que se las tuvo tiesas con su tía la mañana de marras. La única persona que no participaba ni poco ni mucho de este respeto era Papitos, que cada día le trataba con familiaridad más chocarrera.

—Feo, cara de pito, memo en polvo —decíale sacando un trozo de lengua tal que casi parecía inverosímil—. Valiente mico está vusté… Verá cómo no le dejan casar… Sí, para vusté estaba. Bobo, más que bobo.

Maximiliano la despreciaba y se lo decía:

—Lárgate de aquí, sinvergüenza, o te quito todas las muelas de una bofetada.

¿Vusté, vusté?, ja, ja. Si le cojo, del primer borleo va a parar al tejado.

Más valía no hacerle caso. Era una inocente que no sabía lo que se decía. Estaba Papitos arreglando el cuarto de sito Maxi, donde se puso la cama para el cura, que debía llegar al día siguiente por la mañana. No veía el estudiante con buenos ojos este arreglo, porque siempre que su hermano Nicolás venía a Madrid y dormía en aquel cuarto le espantaba el sueño con sus ronquidos. Eran sus fauces y conducto nasal trompeta de Jericó con diferentes registros a cual peor. Maxi se ponía tan nervioso, que a veces tenía que salirse de la cama y del cuarto. Lo que más le incomodaba era que a la mañana siguiente el cura sostenía que no había dormido nada.

Indicó a Doña Lupe que le librara de este martirio poniendo a Nicolás en otra habitación. ¿Pero dónde, si no había más aposentos en la casa? La señora le prometió ponerle la cama en su propia alcoba si el cura roncaba mucho la primera noche.

—Pero ahora que me acuerdo, yo también ronco… En fin, ya se arreglará. Aunque sea en la sala te podrás quedar.

Llegó Nicolás Rubín a la mañanita siguiente, y Maxi le vio entrar como un enemigo más con quien tendría que batirse. El carácter sacerdotal de su hermano le impresionaba, pues por mucho que su tía y él hablaran contra el neísmo, un cura siempre es una autoridad en cualquier familia. A este hermano le quería Maxi menos que a Juan Pablo, sin duda por haber vivido ausente de él durante su niñez.

Los dos hermanos mayores almorzaron juntos, mas no hablaron ni palotada de política, por no chocar con Doña Lupe. Precisamente Nicolás fue quien metió a Juan Pablo por el aro carlista, prometiéndole villas y castillos. Habíale dado recomendaciones para elevadas personas del Cuartel Real y para unos clérigos de caballería que residían en Bayona. Pero nada, como digo, se habló en la mesa. No se les ocultaba que su tía sabía hacer guardar los respetos debidos a la entidad de Jáuregui, presente siempre en la casa por ficción mental, de que era símbolo el feo retrato que en el gabinete estaba. Hablaban del tiempo, de lo mal que se vivía en Toledo, de que el viento se había llevado toda la flor del albaricoque, y de otras zarandajas, honrando sin melindres el buen almuerzo.

De sobremesa, Juan Pablo propuso, puesto que estaban todos reunidos, tratar algunos puntos de la herencia, que debían ponerse en claro. Él no quería propiedad rústica, y si sus hermanos lo aprobaban, recibiría su parte en metálico e hipotecas. Otras hipotecas y las tierras serían para Nicolás y Maximiliano. Éstos se conformaron con lo que su hermano proponía, y a Doña Lupe le dieron ganas de tomar cartas en el asunto; pero no se atrevió a intervenir en un negocio que no le incumbía. No tuvo más remedio que tragar saliva y callarse. Después le dijo a Maximiliano:

—Habéis sido unos tontos. Tu hermano quiere su parte en metálico para gastarla en cuatro días. Es una mano rota. ¿A mí qué me va ni me viene? Pues más te habría valido recibir lo tuyo en dinero contante, que bien colocado por mí, te habría dado una rentita bien segura. Y si no, lo has de ver. Yo quiero saber cómo te las vas tú a gobernar con tanto olivo, tanto parral y ese pedazo de monte bajo que dicen que te toca. Lo mismo que el majagranzas de Nicolás; a todo decía que sí. Por de pronto tendréis que tomar un administrador que os robará los ojos, y os dará cada cuenta que Dios tirita. ¡Qué par de zopencos sois! Yo te miraba y te quería comer con los ojos, dándote a entender que te resistieras; y tú, hecho un marmolillo… ¡Y luego quieres echártela de hombre de carácter! Bonito camino, sí señor, bonito camino tomas.

Otra cosa había propuesto también el primogénito, a la que accedieron gustosos los otros dos hermanos. Cuando murió D. Nicolás Rubín, todos los ingleses cobraron con las existencias de la tienda, a excepción de uno, que había sido el mejor y más fiel amigo del difunto en sus días buenos y malos. Este acreedor era Samaniego, el boticario de la calle del Ave María, y su crédito ascendía, con el interés vencido de seis por ciento, a sesenta y tantos mil reales. Propuso Juan Pablo satisfacerlo como un homenaje a la justicia y a la buena memoria de su querido padre, y se votó afirmativamente por unanimidad. La misma Doña Lupe aprobó este acuerdo, que si recortaba un poco el capital de la herencia, era un acto de lealtad y como una consagración póstuma de la honradez de su infeliz hermano. Samaniego no había reclamado nunca el pago de su deuda, y esta delicadeza pesaba más en el ánimo de los Rubín para pagarle. Ambas familias se visitaban a menudo, tratándose con la mayor cordialidad, y aun se llegó a decir que Juan Pablo no miraba con malos ojos a la mayor de las hijas del boticario, llamada Aurora, y de cuyas virtudes, talento y aptitud para el trabajo se hacía toda lenguas Doña Lupe.

Aprobadas la partición propuesta por Juan Pablo y la cancelación del crédito de Samaniego.

Maximiliano, con estas cosas, se sentía cada vez más fuerte. Había tomado acuerdos en consejo de familia, luego era hombre. Si tenía la personalidad legal, ¿cómo no tener la otra? Figurábase que algo crecía y se vigorizaba dentro de él, y hasta llegó a imaginar que si le pusieran en una báscula había de pesar más que antes de aquellas determinaciones. Sin duda tenía también más robustez física, más dureza de músculos, más plenitud de pulmones. No obstante, estaba sobre ascuas hasta que su hermano el cleriguito no se explicase. Podría suceder muy bien que cuando todo iba como una seda, saliese con ciertas mistiquerías propias de su oficio, sacando el Cristo de debajo de la sotana y alborotando la casa.

La noche del mismo día en que se trató de la herencia, supo Nicolás lo que pasaba, y no lo tomó con tanta calma como Juan Pablo. Su primer arranque fue de indignación. Tomó una actitud consternada y meditabunda, haciendo el papel de hombre entero, a quien no asustan las dificultades y que tiene a gala el presentarles la cara. Las relaciones entre Nicolás y la viuda, que habían sido frías hasta un par de meses antes de los sucesos referidos, eran en la fecha de estos muy cordiales, y no porque tía y sobrino tuviesen conformidad de genio, sino por cierta coincidencia en procederes económicos que atenuaba la gran disparidad entre sus caracteres. Doña Lupe no había simpatizado nunca con Nicolás; primero, porque las sotanas en general no la hacían feliz; segundo, porque aquel sobrino suyo no se dejaba querer. No tenía las seducciones personales de Juan Pablo, ni la humildad del pequeño. Su fisonomía no era agradable, distinguiéndose por lo peluda, como antes se indicó. Bien decía Doña Lupe que así como el primogénito se llevara todos los talentos de la familia, Nicolás se había adjudicado todos los pelos de ella. Se afeitaba hoy, y mañana tenía toda la cara negra. Recién afeitado, sus mandíbulas eran de color pizarra. El vello le crecía en las manos y brazos como la yerba en un fértil campo, y por las orejas y narices le asomaban espesos mechones. Diríase que eran las ideas, que cansadas de la oscuridad del cerebro se asomaban por los balcones de la nariz y de las orejas a ver lo que pasaba en el mundo.

Cargábanle a Doña Lupe sus pretensiones sermonarias y cierta grosería entremezclada con la soberbia clerical. Las relaciones entre una y otro eran puramente de fórmula, hasta que a Nicolás, en uno de los viajes que hizo a Madrid, se le ocurrió entregar a la tía sus ahorros para que se los colocara, y véase aquí cómo se estableció entre estas dos personas una corriente de simpatía convencional que había de producir la amistad. Era como dos países separados por esenciales diferencias de raza y antagonismos de costumbres, y unidos luego por un tratado de comercio. Lo contrario pasó entre Juan Pablo y Doña Lupe. Ésta le tuvo en otro tiempo mucho cariño y apreciaba sus grandes atractivos personales; pero ya le iba dando de lado en sus afectos. No le perdonaba sus hábitos de despilfarro y el poco aprecio que hacía del dinero gastándolo tan sin sustancia. Ni una sola vez, ni una, le había dado un pico para que se lo colocase a rédito. Siempre estaba a la cuarta pregunta, y como pudiera sacarle a su tía alguna cantidad por medio de combinaciones dignas del mejor hacendista, no dejaba de hacerlo, y a la viuda se le requemaba la sangre con esto. Véase, pues, cómo se entendía mejor con el más antipático de sus sobrinos que con el más simpático.

3

Conocedor Nicolás de la tremenda noticia, le faltó tiempo para pegar la hebra de su soporífero sermón, sólo interrumpido cuando Papitos trajo la ensalada. Porque Nicolás Rubín no podía dormir si no le ponían delante a punto de las once una ensalada de lechuga o escarola, según el tiempo, bien aliñada, bien meneada, con el indispensable ajito frotado en la ensaladera, y la golosina del apio en su tiempo. Había comido muy bien el dichoso cura, circunstancia que no debe notarse, pues no hay memoria de que dejara de hacerlo cumplidamente ningún día del año. Pero su estómago era un verdadero molino, y a las tres horas de haberse llenado, había que cargarlo otra vez.

—Esto no es más que debilidad —decía poniendo una cara grave y a veces consternada—, y no hay idea de los esfuerzos que he hecho por corregirla. El médico me manda que coma poco y a menudo.

Cayó sobre aquel forraje de la ensalada, e inclinaba la cara sobre ella como el bruto sobre la cavidad del pesebre lleno de yerba.

—Le diré a usted, tía —murmuraba con el gruñido que la masticación le permitía—. Yo no soy de mucho comer, aunque lo parezca.

—Podías serlo más. Come, hijo, que el comer no es pecado gordo.

—Le diré a usted, tía…

No le dijo nada, porque la operación aquella de mascar los jugosos tallos de la escarola absorbía toda su atención. Los gruesos labios le relucían con la pringue, y ésta se le escurría por las comisuras de la boca formando un hilo corriente, que hubiera descendido hasta la garganta si los cañones de la mal rapada barba no lo detuvieran. Tenía puesto un gorro negro de lana con borlita que le caía por delante al inclinar la cabeza, y se retiraba hacia atrás cuando la alzaba. A Doña Lupe (no lo podía remediar) le daba asco el modo de comer de su sobrino, considerando que más le valía saber menos de cosas teológicas y un poquito más de arte de urbanidad. Como estaban los dos solos, dábale bromas sobre aquello del comer poco y a menudo; pero él se apresuró a variar la conversación, llevándola al asunto de Maxi.

—Una cosa muy seria, tía, pero que muy seria.

—Sí que lo es; pero creo muy difícil quitársela de la cabeza.

—Eso corre de mi cuenta… ¡Oh! Si no tuviera yo otras montañas que levantar en vilo… —dijo el clérigo apartando de sí la ensaladera, en la cual no quedaba ni una hebra—. Verá usted…, verá usted si le vuelvo yo del revés como un calcetín. Para esas cosas me pinto…

No pudo concluir la frase, porque le vino de lo hondo del cuerpo a la boca una tan voluminosa cantidad de gases, que las palabras tuvieron que echarse a un lado para darle salida. Fue tan sonada la regurgitación, que Doña Lupe tuvo que apartar la cara, aunque Nicolás se puso la palma de la mano delante de la boca a guisa de mampara. Este movimiento era una de las pocas cosas relativamente finas que sabía.

—… me pinto solo —terminó, cuando ya los fluidos se habían difundido por el comedor—. Verá usted, en cuanto llegue le echo el toro… ¡Oh!, es mi fuerte. Me parece que ya está ahí.

Oyóse la campanilla, y la misma Doña Lupe abrió a su sobrino. Lo mismo fue entrar éste en el comedor que conocer en la cara impertinente de su hermano que ya sabía aquello… No le dio Nicolás tiempo a prepararse, porque de buenas a primeras le embocó de este modo:

—Siéntese usted aquí, caballerito, que tenemos que hablar. Vaya, que me ha dejado frío lo que acabo de saber. Estamos bien. Conque…

La mano tiesa volvió a ponerse delante de la boca, a punto que se atascaban las palabras, sufriendo la cabeza como una trepidación.

—Conque aquí hace cada cual lo que le da la gana, sin tener en cuenta las leyes divinas ni humanas, y haciendo mangas y capirotes de la religión, de la dignidad de la familia…

Maximiliano, que al principiar el réspice, estaba anonadado, se rehízo de súbito, y todas las fuerzas de su espíritu se pronunciaron con varonil arranque. Tal era el síntoma característico del hombre nuevo que en él había surgido. Roto el hielo de la cortedad desde el momento en que la tremenda cuestión salía a vista pública, le brotaban del fondo del alma aquellos alientos grandes para su defensa. Discutir, eso no; pero lo que es obrar, sí, o al menos demostrar con palabras breves y enfáticas su firme propósito de independencia…

—¡Bah! —exclamó apartando la vista de su hermano con un movimiento desdeñoso de la cabeza—. No quiero oír sermones. Yo sé bien lo que debo hacer.

Dijo, y levantándose se marchó a su cuarto.

—Bien, muy bien —murmuró el cura quedándose corrido, mirando a Doña Lupe y a Papitos, la cual se pasmaba de aquel mirar que parecía una consulta—. Y qué mal educadito y que rabiosito se ha vuelto. Bien, muy bien; pero muy…

Un metro cúbico de gas se precipitó a la boca con tanta violencia, que Nicolás tuvo que ponerse tieso para darle salida franca, y a pesar de lo furioso que estaba, supo cuidar de que la mano desempeñara su obligación. Doña Lupe también parecía indignada, aunque si se hubiera ido a examinar bien el interior de la digna señora, se habría visto que en medio del enojo que su dignidad le imponía, nacía tímidamente un sentimiento extraño de regocijo por aquella misma independencia de su sobrino. ¡Si sería efectivamente un hombre, un carácter entero!… Siempre le disgustó a ella que fuera tan encogido y para poco. ¿Por qué no se había de alegrar de ver en él un rasgo siquiera de personalidad árbitra de sí misma? «Hay que ver por dónde sale este demonches de chico —pensaba con cierta travesura—. ¡Y qué geniazo va sacando!».

—Pero muy bien, perfectamente bien —dijo el cura apoyando las manos en los brazos del sillón, para enderezar el cuerpo—. Verás ahora, grandísimo piruétano, cómo te pongo yo las peras a cuarto. Tía, buenas noches. Ahora va a ser la gorda. Acostados los dos, hablaremos.

Encerróse Nicolás en su alcoba, que era la de su hermano, y ambos se metieron en la cama. Doña Lupe se puso fuera a escuchar. Al principio no oyó más que el crujir de los hierros de la cama del clérigo, que era muy mala y endeble, y en cuanto se movía el desgraciado ocupador de ella volvíase toda una pura música, la que unida al ruido de los muelles del colchón veterano, hubiera quitado el sueño a todo hombre que no fuese Nicolás Rubín. Después oyó Doña Lupe la voz de Maxi, opaca, pero entera y firme. Nicolás no le dejaba meter baza; pero el otro se las tenía tiesas… ¡Terrible duelo entre el sermón y el lenguaje sincero de los afectos! Ponía singular atención Doña Lupe a la voz del sietemesino, y se hubiera alegrado de oír algo estupendo, categórico y que se saliera de lo común; pero no podía distinguir bien los conceptos, porque la voz de Maxi era muy apagada y parecía salir de la cavidad de una botella. En cambio los gritos del cura se oían claramente desde el pasillo. «Miren por dónde sale ahora éste —pensó Doña Lupe volviendo la cara con desdén—. ¡Qué tendrán que ver Santo Tomás ni el padre Suárez con…!». Al fin dejó de oírse la voz cavernosa del sacerdote, y en cambio se percibió un silbido rítmico, al que siguieron pronto mugidos como los del aire filtrándose por los huecos de un torreón en ruinas.

—Ya está roncando ése —dijo Doña Lupe retirándose a su alcoba—. ¡Qué noche va a pasar el otro pobre!

Serían las nueve de la mañana siguiente, cuando Nicolás pidió a Papitos su chocolate. Salió del cuarto con la cara muy mal lavada, y algunas partes de ella parecían no haber visto más agua que la del bautismo.

—¿Ese chocolate? —preguntó en el comedor, resobándose las manos una con otra, como si quisiera sacar fuego de ellas.

—Ahora mismo.

El chocolate había de ser con canela, hecho con leche, por supuesto, y en ración de dos onzas. Le habían de acompañar un bollo de tahona, varios bizcochitos y agua con azucarillo. Y aún decía Nicolás que tomaba chocolate no por tomarlo, sino nada más que por fumarse un cigarrillo encima.

—¿Y qué resultó anoche? —preguntó Doña Lupe al ponerle delante todo aquel cargamento.

—Pues nada, que no hay quien le apee —respondió el clérigo, sumergiendo el primer bizcochito en el espeso líquido—. Lo que usted decía: no es posible quitárselo de la cabeza. Una de dos, o matarle o dejarle, y como no le hemos de matar… Al fin convenimos en que yo vería hoy a esa… cabra loca.

—No me parece mal.

—Y según la impresión que me haga, determinaremos.

—¿Vais juntos?

—No, yo solo, quiero ir solo. Además él está hoy con jaqueca.

—¿Con jaqueca? ¡Pobrecito!

Doña Lupe corrió a ver a Maximiliano, que después de empezar a vestirse, había tenido que echarse otra vez en la cama. Provocado sin duda por las emociones de aquellos días, por el largo debate con su hermano Nicolás, y más aún quizás por los insufribles ronquidos de éste, apareció el temido acceso. Desde media noche sintió Maxi un entorpecimiento particular dentro de la cabeza, acompañado del presagio del mal. La atonía siguió, con el deseo de sueño no satisfecho y luego una punzada detrás del ojo izquierdo, la cual se aliviaba con la compresión bajo la ceja. El paciente daba vueltas en la cama buscando posturas, sin encontrar la del alivio. Resolvíase luego la punzada en dolor gravitativo, extendiéndose como un cerco de hierro por todo el cráneo. El trastorno general no se hacía esperar, ansiedad, náuseas, ganas de moverse, a las que seguían inmediatamente ganas más vivas todavía de estarse quieto. Esto no podía ser, y por fin le entraba aquella desazón epiléptica, aquel maldito hormigueo por todo el cuerpo. Cuando trató de levantarse parecíale que la cabeza se le abría en dos o tres cascos, como se había abierto la hucha a los golpes de la mano del almirez. Sintió entrar a su tía. Doña Lupe conocía tan bien la enfermedad, que no tenía más que verle para comprender el periodo de ella en que estaba.

—¿Tienes ya el clavo? —le preguntó en voz muy baja—. Te pondré láudano.

Había aparecido el clavo, que era la sensación de una baquetilla de hierro caliente atravesada desde el ojo izquierdo a la coronilla. Después pasaba al ojo derecho este suplicio, algo atenuado ya. Doña Lupe, tan cariñosa como siempre, le puso láudano, y arreglando la cama y cerrando bien las maderas, le dejó para ir a hacer una taza de té, porque era preciso que tomase algo. El enfermo dijo a su tía que si iba Olmedo a buscarle para ir a clase, le dejase pasar para hacerle un encargo. Fue Olmedo, y Maximiliano le rogó corriese a avisar a Fortunata la visita del clérigo, para que estuviese prevenida.

—Oye, adviértele que tenga mucho cuidado con lo que dice; que hable sin miedo y con sinceridad; basta con esto. Dile cómo estoy y que no la podré ver hasta mañana.

4

El aviso, puntualmente transmitido por Olmedo, de la visita del cura puso a Fortunata en gran confusión. Parecióle al pronto un honor harto grande, luego compromiso, porque la visita de persona tan respetable indicaba que la cosa iba de veras. No se conceptuaba, además, con bastante finura para recibir a sujetos de tanta autoridad. «¡Un señor eclesiástico!… ¡Qué vergüenza voy a pasar! Porque de seguro me preguntará cosas como cuando una se va a confesar… ¿Y cómo me pondré? ¿Me vestiré con los trapitos de cristianar, o de cualquier manera?… Quizás sea mejor ponerme hecha un pingo, a lo pobre, para que no crea… No, no es propio. Me vestiré decente y modestita». Despachados los más urgentes quehaceres del día, peinóse con mucha sencillez, se puso su vestido negro, las botas nuevas; púsose también su pañuelo de lana oscuro, sujeto con un imperdible de metal blanco que representaba una golondrina, y mirándose al espejo, aprobó su perfecta facha de mujer honesta. Antes de arreglarse había almorzado precipitadamente, con poca gana, porque no le gustaban visitas tan serias, ni sabía lo que en ellas había de decir. La idea de soltar alguna barbaridad o de no responder derechamente a lo que se le preguntara, le quitó el apetito… Y bien mirado, ¿qué necesidad tenía ella de visitas de curas? Pero no tuvo tiempo de pensar mucho en esto, porque de repente…, tilín. Era próximamente la una y media.

Corrió a abrir la puerta. El corazón le saltaba en el pecho. La figura negra avanzó por el pasillo para entrar en la salita. Fortunata estaba tan turbada que no acertó a decirle que se sentase y dejara la canaleja. Maxi, que al hablar de la familia se dejaba guiar más por el amor propio que por la sinceridad, le había hecho mil cuentos hiperbólicos de Nicolás, pintándole como persona de mucha virtud y talento, y ella se los había creído. Por esto se desilusionó algo al ver aquella figura tosca de cura de pueblo, aquellas barbas mal rapadas y la abundancia de vello negro que parecía cultivado para formar cosecha. La cara era desagradable, la boca grande y muy separada de la nariz corva y chica; la frente espaciosa, pero sin nobleza; el cuerpo fornido, las manos largas, negras y poco familiarizadas con el jabón; la tez morena, áspera y aceitosa. El ropaje negro del cura revelaba desaseo, y este detalle bien observado por Fortunata la ilusionó otra vez respecto a la santidad del sujeto, porque en su ignorancia suponía la limpieza reñida con la virtud. Poco después, notando que su futuro hermano político olía, y no a ámbar, se confirmó en aquella idea.

—Parece que está usted como asustada —dijo Nicolás con fría sonrisa clerical—. No me tenga usted miedo. No me como a la gente. ¿Se figura usted a lo que vengo?

—Sí señor… No…, digo, me figuro. Maximiliano…

—Maximiliano es un tarambana —afirmó el clérigo con la seguridad burlesca del que se siente frente a un interlocutor demasiado débil—, y usted lo debe conocer como lo conozco yo. Ahora ha dado en la simpleza de casarse con usted. No, si no me enfado. No crea usted que la voy a reñir. Yo soy moro de paz, amiga mía, y vengo aquí a tratar la cosa por las buenas. Mi idea es ésta: ver si es usted una persona juiciosa, y si como persona juiciosa comprende que esto del casorio es una botaratada; ni más ni menos… Y si lo reconoce así, pretendo, ésta, ésta es la cosa, que usted misma sea quien se lo quite de la cabeza… Ni menos ni más.

Fortunata conocía La Dama de las Camelias, por haberla oído leer. Recordaba la escena aquella del padre suplicando a la dama que le quite de la cabeza al chico la tontería de amor que le degrada, y sintió cierto orgullo de encontrarse en situación semejante. Más por coquetería de virtud que por abnegación, aceptó aquel bonito papel que se le ofrecía, ¡y vaya si era bonito! Como no le costaba trabajo desempeñarlo por no estar enamorada ni mucho menos, respondió en tono dulce y grave:

—Yo estoy dispuesta a hacer todo lo que usted me mande.

—Bien, muy bien, perfectamente bien —dijo Nicolás, orgulloso de lo que creía un triunfo de su personalidad, que se imponía sólo con mostrarse—. Así me gusta a mí la gente. ¿Y si le mando que no vuelva a ver más a mi hermano, que se escape esta noche para que cuando él vuelva mañana no la encuentre?

Al oír esto, Fortunata vaciló.

—Lo haré, sí, señor —contestó al fin, cuidando luego de buscar inconvenientes al plan del sacerdote—. ¿Pero a dónde iré yo que él no venga tras de mí? Al último rincón de la tierra ha de ir a buscarme. Porque usted no sabe lo desatinado que está por… ésta su servidora.

—¡Oh!, lo sé, lo sé… A buena parte viene. ¿De modo que usted cree que no adelantamos nada con darle esquinazo?… Ésta es la cosa.

—Nada, señor, pero nada —declaró ella, disgustada ya del papel de Dama de las Camelias, porque si el casarse con Maximiliano era una solución poco grata a su alma, la vida pública la aterraba en tales términos, que todo le parecía bien antes que volver a ella.

—Bien, perfectamente bien —afirmó Nicolás dándose aires de persona que medita mucho las cosas, y razona a lo matemático—. Ya tenemos un punto de partida, que es la buena disposición de usted… Ésta es la cosa. Respóndame ahora. ¿No tiene usted quién la ampare si rompe con mi hermano?

—No señor.

—¿No tiene usted familia?

—No señor.

—Pues está usted aviada… De forma y manera —dijo cruzando los brazos y echando el cuerpo atrás—, que en tal caso no tiene más remedio que…, que echarse a la buena vida…, al amor libre…, a… Ya usted me entiende.

—Sí, señor, entiendo… No tengo más camino —manifestó la joven con humildad.

—¡Tremenda responsabilidad para mí! —exclamó el curita moviendo la cabeza y mirando al suelo, y lo repitió hasta unas cinco veces en tono de púlpito.

En aquel instante le vinieron al pensamiento ideas distintas de las que había llevado a la visita, y más conformes con su empinada soberbia clerical. Había ido con el propósito de romper aquellos lazos, si la novia de su hermano no se prestaba medianamente a ello; pero cuando la vio tan humilde, tan resignada a su triste suerte, entróle apetito de componendas y de mostrar sus habilidades de zurcidor moral. «He aquí una ocasión de lucirme —pensó—. Si consigo este triunfo, será el más grande y cristiano de que puede vanagloriarse un sacerdote. Porque figúrense ustedes que consigo hacer de esta samaritana una señora ejemplar y tan católica como la primera…, figúrenselo ustedes…». Al pensar esto, Nicolás creía estar hablando con sus colegas. Tomaba en serio su oficio de pescador de gente, y la verdad, nunca se le había presentado un pez como aquél. Si lo sacaba de las aguas de la corrupción, «¡qué victoria, señores, pero qué pesca!». En otros casos semejantes, aunque no de tanta importancia, en los cuales había él mangoneado con todos sus ardides apostólicos, alcanzó éxitos de relumbrón que le hicieron objeto de envidia entre el clero toledano. Sí; el curita Rubín había reconciliado dos matrimonios que andaban a la greña, había salvado de la prostitución a una niña bonita, había obligado a casarse a tres seductores con las respectivas seducidas; todo por la fuerza persuasiva de su dialéctica… «Soy de encargo para estas cosas» fue lo último que pensó, hinchado de vanidad y alegría como caudillo valeroso que ve delante de sí una gran batalla. Después se frotó mucho las manos, murmurando: «Bien, bien; ésta es la cosa». Era el movimiento inicial del obrero que se aligera las manos antes de empezar una ruda faena, o del cavador que se las escupe antes de coger la azada. Después dijo bruscamente y sonriendo:

—¿Me permite usted echar un cigarrillo?

—Sí, señor, pues no faltaba más… —replicó Fortunata, que esperaba el resultado de aquel meditar y del frote de las manos.

—Pues sí —declaró gravemente Nicolás, chupando su cigarrillo—, me falta valor para lanzarla a usted al mundo malo; mejor dicho, la caridad y el ministerio que profeso me vedan hacerlo. Cuando un náufrago quiere salvarse, ¿es humano darle una patada desde la orilla? No; lo humano es alargarle una mano o echarle un palo para que se agarre… Ésta es la cosa.

—Sí, señor —indicó Fortunata agradecida—, porque yo soy náu…

Iba a decir náufraga; pero temiendo no pronunciar bien palabra tan difícil, la guardó para otra ocasión, diciendo para sí: «No metamos la pata sin necesidad».

—Pues lo que yo necesito ahora —agregó Rubín terciándose el manteo sobre las piernas, y accionando como un hombre que necesita tener los brazos libres para una gran faena—, es ver en usted señales claras de arrepentimiento y deseo de una vida regular y decente; lo que yo necesito ahora es leer en su interior, en su corazón de usted. Vamos allá. ¿Hace mucho tiempo que no se confiesa usted?

La Samaritana se puso colorada, porque le daba vergüenza de decir que hacía lo menos diez o doce años que no se había confesado. Por fin lo declaró.

—Perfectamente —dijo Nicolás, acercando su sillón al sofá en que la joven estaba—. Le prevengo a usted que tengo mucha experiencia de esto. Hace cinco años que practico el confesonario, y que las cazo al vuelo. Quiero decir que a mí no hay mujer que me engañe.

Fortunata tuvo miedo y Nicolás aproximó más el sillón. Aunque estaban solos, ciertas cosas debían decirse en voz baja.

—Vamos a ver, ¿quién fue el primero? —preguntó el presbítero llevándose la mano tiesa a la boca, porque con la pregunta querían salir también ciertos gases.

Contó ella lo de Juanito Santa Cruz, pasando no poca vergüenza, y dando a conocer la triste historia incoherente.

—Abrevie usted. Hay muchos pormenores que ya me los sé, como me sé el Catecismo… Que le dio a usted palabra de casamiento y que usted fue tan boba que se lo creyó. Que un día la cogió descuidada y sola… Bah, bah…; lo de siempre. Después habrá usted conocido a otros muchos hombres, ¿a cuántos próximamente?

Fortunata miró al techo, haciendo un cálculo numérico.

—Es difícil decir… Lo que es conocer…

El sacerdote se sonrió.

—¡Quiero decir tratar con intimidad; hombres con quienes ha vivido usted en relaciones de un mes, de dos!… Ésta es la cosa. No me refiero a los conocimientos de un instante, que eso vendrá después.

—Pues serán… —dijo ella pasando un rato muy malo.

—Vamos, no se asuste usted del número.

—Pues podrán ser… como unos ocho… Deje usted que me acuerde bien…

—Basta ya; lo mismo da ocho que doce o que ochocientos doce. ¿Le repugna a usted la memoria de esos escándalos?

—¡Oh! Sí, señor… Crea usted que…

—Que no los puede ver ni pintados. Lo creo… ¡Valientes pillos! Sin embargo, dígame usted: ¿No volvería a tener amistad con alguno de ellos, si la solicitara?

—Con ninguno… —dijo Fortunata.

—¿De veras? Piénselo usted bien.

Fortunata lo pensó, y al cabo de un ratito, la lealtad y buena fe con que se confesaba mostráronse en esta declaración:

—Con uno… qué sé yo… Pero no puede ser.

—Déjese usted de que pueda o no pueda ser. Ese uno, esa excepción de su hastío es el primero, ese tal D. Juanito. No necesita usted confirmarlo. Me sé estas historias al dedillo. ¿No ve usted, hija mía, que he sido confesor de las Arrepentidas de Toledo durante cinco años largos de talle?

—Pero no puede ser. Está casado, es muy feliz, y no se acuerda de mí.

—A saber, a saber… Pero en fin, usted confiesa que es el único sujeto a quien de veras quiere, el único por quien de veras siente apetito de amores y esa cosa, esa tontería que ustedes las mujeres…

—El único.

—Y a los demás que los parta un rayo.

—A los demás, nada.

—¿Y a mi hermano?… Ésta es la cosa.

Lo brusco de la pregunta aturdió a la penitente. No la esperaba, ni se acordaba para nada en aquel momento del pobre Maxi. Como era tan sincera no pensó ni por un momento en alterar la verdad. Las cosas claras. Además, el clérigo aquel parecíale muy listo, y si le decía una cosa por otra conocería el embuste.

—Pues a su hermano de usted, tampoco.

—Perfectamente —dijo el curita, acercando su sillón todo lo más que acercarse podía.

5

Para que ningún malicioso interprete mal las bruscas aproximaciones del sillón de Nicolás Rubín al asiento de su interlocutora, conviene hacer constar de una vez que era hombre de temple fortísimo, o más propiamente hablando, frigidísimo. La belleza femenina no le conmovía o le conmovía muy poco, razón por la cual su castidad carecía de mérito. La carne que a él le tentaba era otra, la de ternera por ejemplo, y la de cerdo más, en buenas magras, chuletas riñonadas o solomillo bien puesto con guisantes. Más pronto se le iban los ojos detrás de un jamón que de una cadera, por suculenta que esta fuese, y la mejor falda para él era la que da nombre al guisado. Jactábase de su inapetencia mujeril haciendo de ella una estupenda virtud; pero no necesitaba andar a cachetes con el demonio para triunfar. Las embestidas del sillón eran simplemente un hábito de confianza, adquirido con el uso del secreto penitenciario.

—Lo que se llama querer… —dijo Fortunata haciendo esfuerzos para expresarse claramente—, querer, ¿entiende usted?, no; pero aprecio, estimación sí.

—¿De modo que no hay lo que llaman ilusión?…

—No señor.

—Pero hay esa afición tranquila, que puede ser principio de una amistad constante, de ese afecto puro, honesto y reposado que hace la felicidad de los matrimonios.

Fortunata no se atrevió a responder claro. Le parecía mucho lo que el eclesiástico proponía. Recortándolo algo se podía aceptar.

—Puedo llegar a quererle con el trato…

—Perfectamente… Porque es preciso que usted se fije bien en una cosa: eso de la ilusión es pura monserga, eso es para bobas. Ilusionarse con un caballerete porque tenga los ojos así o asado, porque tenga el bigotito de esta manera, el cuerpo derecho y el habla dengosa, es propio de hembras salvajes. Amar de ese modo no es amar, es perversión, es vicio, hija mía. El verdadero amor es el espiritual, y la única manera de amar es enamorarse de la persona por las prendas del alma. Las mujeres de estos tiempos se dejan pervertir por las novelas y por las ideas falsas que otras mujeres les imbuyen acerca del amor. ¡Patraña y propaganda indecente que hace Satanás por mediación de los poetas, novelistas y otros holgazanes! Diránle a usted que el amor y la hermosura física son hermanos, y le hablarán a usted de Grecia y del naturalismo pagano. No haga usted caso de patrañas, hija mía, no crea en otro amor que en el espiritual, o sea en las simpatías de alma con alma…

La prójima adivinaba más que entendía esto, que era contrario a sus sentimientos; pero como lo decía un sabio, no había más remedio que contestar a todo que sí. Viendo que hacía indicaciones afirmativas con la cabeza, el cura se animaba, añadiendo con énfasis:

—Sostener otra cosa es renegar del catolicismo y volver a la mitología… Ésta es la cosa.

—Claro —apuntó la joven; pero en su interior se preguntaba qué quería decir aquello de la mitología…, porque de seguro no sería cosa de mitones.

Aquel clérigo, arreglador de conciencias, que se creía médico de corazones dañados de amor, era quizás la persona más inepta para el oficio a que se dedicaba, a causa de su propia virtud, estéril y glacial, condición negativa que, si le apartaba del peligro, cerraba sus ojos a la realidad del alma humana. Practicaba su apostolado por fórmulas rutinarias o rancios aforismos de libros escritos por santos a la manera de él, y había hecho inmensos daños a la humanidad arrastrando a doncellas incautas a la soledad de un convento, tramando casamientos entre personas que no se querían, y desgobernando, en fin, la máquina admirable de las pasiones. Era como los médicos que han estudiado el cuerpo humano en un atlas de Anatomía. Tenía recetas charlatánicas para todo, y las aplicaba al buen tun tun, haciendo estragos por donde quiera que pasaba.

—De esta manera, hija mía —añadió lleno de fatuidad—, puede darse el caso de que una mujer hermosa llegue a amar entrañablemente a un hombre feo. El verdadero amor, fíjese usted en esto y estámpelo en su memoria, es el de alma por alma. Todo lo demás es obra de la imaginación, la loca de la casa.

A Fortunata le hizo gracia esta figura.

—¿Quién hace caso de la imaginación? —prosiguió él, oyéndose, y muy satisfecho del efecto que creía causar—. Cuando la loca le alborote a usted, no se dé por entendida, hija. ¿Haría usted caso de una persona que pasara ahora por la calle diciendo disparates? Pues lo mismo es, exactamente lo mismo. A la imaginación se la mira con desprecio, y se hace lo contrario de lo que ella inspira. Comprendo que usted, por la vida mala que ha llevado y por no haber tenido a su lado buenos ejemplos, no podrá durante algún tiempo meter en cintura a la loca de la casa; pero aquí estamos para enseñarla. Aquí me tiene a mí, y me parece que sé lo que traigo entre manos… Empecemos. Para que usted sea digna de casarse con un hombre honrado, lo primerito es que me vuelva los ojos a la religión, empezando por edificarse interiormente.

—Sí señor —respondió humildemente la prójima, que entendía lo de la religión; pero no lo de la edificación. Para ella edificar era lo mismo que hacer casas.

—Bien. ¿Está usted dispuesta a ponerse bajo mi dirección y a hacer todo lo que yo le mande? —propuso el cura con la hinchazón de vanidad que le daba aquel papel sublime de lañador de almas cascadas.

—Sí señor.

—¿Y cómo estamos de doctrina cristiana?

Dijo esto con un tonillo de superioridad impertinente, lo mismo que dicen algunos médicos: «a ver la lengua».

—Yo…, la dotrina —replicó la penitente temblando—. Muy mal. No sé nada.

El capellán no hizo aspavientos. Al contrario, le gustaba que sus catecúmenos estuvieran rasos y limpios de toda ciencia, para poder él enseñárselo todo. Después meditó un rato, las manos cruzadas y dando vuelta a los pulgares uno sobre otro. Fortunata le miraba en silencio. No podía dudar de que era hombre muy sabedor de cosas del mundo y de las flaquezas humanas, y pensó que le convenía ponerse bajo su dirección. En aquel momento hallábase bajo la influencia de ideas supersticiosas adquiridas en su infancia respecto a la religión y al clero. Su catecismo era harto elemental y se reducía a dos o tres nociones incompletas, el cielo y el Infierno, padecer aquí para gozar allá, o lo contrario. Su moral era puramente personal, intuitiva y no tenía nada que ver con lo poco que recordaba de la doctrina cristiana. Formó del hermano de Maxi buen concepto, porque se lavaba poco y sabía mucho y no reñía a las pecadoras, sino que las trataba con dulzura, ofreciéndoles el matrimonio, la salvación, y hablándoles del alma y otras cosas muy bonitas.

—Todo depende de que usted sepa mandar a paseo a la loquilla —continuó Nicolás saliendo de su abstracción—. Ya sabe usted lo que Jesús le dijo a la samaritana cuando habló con ella en el pozo, en una situación parecida a la que ahora tenemos usted y yo…

Fortunata se sonrió, afectando entender la cita; pero se había quedado a oscuras.

—Si usted quiere mejorar de vida y edificársenos interiormente para adquirir la fuerza necesaria, aquí me tiene. ¿Pues para qué estamos? Cuando yo considere segura la reforma de usted, quizás no ponga tantos peros al casorio con mi hermano. El pobre está loco por usted; me dijo anoche que si no le dejamos casar se muere. Mi tía quiere quitárselo de la cabeza; mas yo le dije: «Calma, calma, las cosas hay que verlas despacio. No nos precipitemos, tía», y por eso me vine aquí. Me comprometo a curarle a usted esa enfermedad de la imaginación que consiste en tener cariño al hombre indigno que la perdió. Conseguido esto, amará usted al que ha de ser su marido, y lo amará con ilusión espiritual, no de los sentidos…; ni más ni menos. ¡Oh, he alcanzado yo tantos triunfos de éstos; he salvado a tanta gente que se creía dañada para siempre! Convénzase usted, en esto, como en otras cosas, todo es ponerse a ello, todo es empezar… Imagínese usted lo bien que estará cuando se nos reforme; vivirá feliz y considerada, tendrá un nombre respetable, y habrá quien la adore, no por sus gracias personales, que maldito lo que significan, sino por las espirituales, que es lo que importa. Al principio tendrá usted que hacer algunos esfuerzos; será preciso que se olvide de su buen palmito. Esto es quizás lo más difícil, pero hagámonos la cuenta de que la única hermosura verdad es la del alma, hija mía, porque de la del cuerpo dan cuenta los gusanos…

Esto le pareció muy bien a la pecadora, y decía que sí con la cabeza.

—Pues vamos a cuentas. ¿Usted quiere que establezcamos la posibilidad, ésta es la cosa, la posibilidad de casarse con un Rubín?

—Sí señor —respondió Fortunata con cierto miedo, espantada aún por aquello de los gusanos.

—Pues es preciso que se nos someta usted a la siguiente prueba —dijo el cura, tapándose un bostezo, porque eran ya las cuatro y no habría tenido inconveniente en tomar una friolera—. Hay en Madrid una institución religiosa de las más útiles, la cual tiene por objeto recoger a las muchachas extraviadas y convertirlas a la verdad por medio de la oración, del trabajo y del recogimiento. Unas, desengañadas de la poca sustancia que se saca al deleite, se quedan allí para siempre; otras salen ya edificadas, bien para casarse, bien para servir en casas de personas respetabilísimas. Son muy pocas las que salen para volver a la perdición. También entran allí señoras decentes a expiar sus pecados, esposas ligeras de cascos que han hecho alguna trastada a sus maridos, y otras que buscan en la soledad la dicha que no tuvieron en el bullicio del mundo.

Fortunata seguía dando cabezadas. Había oído hablar de aquella casa, que era el convento de las Micaelas.

—Perfectamente; así se llama. Bueno, usted va allá y la tenemos encerradita durante tres, cuatro meses o más. El capellán de la casa es tan amigo mío, que es como si fuera yo mismo. Él la dirigirá a usted espiritualmente, puesto que yo no puedo hacerlo porque tengo que volverme a Toledo. Pero siempre que venga a Madrid, he de ir a tomarle el pulso y a ver cómo anda esa educación, sin perjuicio de que antes de entrar en el convento, le he de dar a usted un buen recorrido de doctrina cristiana para que no se nos vaya allá enteramente cerril. Si pasado un plazo prudencial, me resulta usted en tal disposición de espíritu que yo la crea digna de ser mi hermana política, podría quizás llegar a serlo. Yo le respondo a usted de que, como este indigno capellán dé el pase, toda la familia dirá amén.

Estas palabras fueron dichas con sencillez y dulzura. Eran una de sus mejores y más estudiadas recetas, y tenía para ello un tonillo de convicción que hacía efecto grande en las inexpertas personas a quienes se dirigían.

En Fortunata fue tan grande el efecto, que casi casi se le saltaron las lágrimas. Indudablemente era muy de agradecer el interés que aquel bondadoso apóstol de Cristo se tomaba por ella. Y todo sin regaños, sin manotadas, tratándola como un buen pastor trataría a la más querida de sus ovejas. A pesar de esta excelente disposición de su ánimo, la infeliz vacilaba un poco. De una parte le seducía la vida retirada, silenciosa y cristiana del claustro. Bien pudiera ser que allí se cerrase por completo la herida de su corazón. Había que probarlo al menos. De otra parte la aterraba lo desconocido, las monjas… ¿Cómo serían las monjas?, ¿cómo la tratarían? Pero Nicolás se adelantó a sus temores, diciéndole que eran las señoras más indulgentes y cariñosas que se podían ver. A la samaritana se le aguaron los ojos, y pensó en lo que sería ella convertida de chica en señora, la imaginación limpia de aquella maleza que la perdía, la conciencia hecha de nuevo, el entendimiento iluminado por mil cosas bonitas que aprendería. La misma imaginación, a quien el maestro había puesto que no había por donde cogerla, fue la que le encendió fuegos de entusiasmo en su alma, infundiéndole el orgullo de ser otra mujer distinta de lo que era.

—Pues sí, pues sí…; quiero entrar en las Micaelas —afirmó con arranque.

—Pues nada, a purificarse tocan. ¿Ve usted cómo nos hemos entendido? —dijo el clérigo con alegría, levantándose—. Cansado ya de tanto discutir, yo le dije a mi hermano: Si tu pasión es tan fuerte que no la puedes combatir, pon el pleito en mis manos, tonto, que yo te lo arreglaré. Si es mi oficio; si para eso estamos; si no sé hacer otra cosa… ¿Para qué serviría yo si no sirviera para enderezar torceduras de éstas?

El orgullo se le rezumía por todos los poros como si fuera sudor; los ojos le brillaban. Cogió la canaleja, diciendo:

—Volveré por aquí. Hablaré a mi hermano y a mi tía. Tenemos ya una gran base de arreglo, que es su conformidad de usted con todo lo que le mande este pobre sacerdote.

Fortunata al darle la mano se la besó.

Las últimas palabras de la visita fueron referentes al mal tiempo, a que él no podía estar en Madrid sino dos semanas, y por fin a la jaqueca que tenía Maximiliano aquel día.

—Es mal de familia. Yo también las padezco. Pero lo que principalmente me trae descompuesto ahora es un pícaro mal de estómago… Debilidad, dicen que es debilidad… Tengo que comer muy a menudo y muy poca cantidad… Ésta es la cosa… Es efecto del excesivo trabajo… ¡Qué le vamos a hacer! Al llegar esta hora se me pone aquí un perrito…, lo mismo que un perrito que me estuviera mordiendo. Y como no le eche algo al condenado, me da muy mal rato.

—Si quiere usted…; aguarde usted…, yo… —dijo Fortunata pasando revista mental a su pobre despensa.

—Quite usted allá, criatura… No faltaba más… ¿Piensa que no me puedo pasar?… No es que yo apetezca nada; lo tomo hasta con asco; pero me sienta bien, conozco que me sienta bien.

—Si quiere usted, traeré… No tengo en casa; pero bajaré a la tienda…

—Quite usted allá…; no me lo diga ni en broma… Vaya, abur, abur… Y cuidarse, cuidarse mucho, ¿eh?, que andan pulmonías.

El clérigo salió y fue a casa de un amigo donde le solían dar, en aquella crítica hora, el remedio de su debilidad de estómago.

6

En la noche de aquel memorable día, y cuando la jaqueca se le calmó, pudo enterarse Maxi de que su hermano había ido a la calle de Pelayo, y de que sus impresiones «no habían sido malas» según declaración del propio cura. Daba este mucha importancia a su apostolado, y cuando le caía en las manos uno de aquellos negocios de conquista espiritual, exageraba los peligros y dificultades para dar más valor a su victoria. El otro se abrasaba en impaciencia; mas no conseguía obtener de Nicolás sino medias palabras. «Allá veremos… Éstas no son cosas de juego… Ya tengo las manos en la masa… No es mala masa; pero hay que trabajarla a pulso… Ésta es la cosa. He de volver allá… Es preciso que tengas paciencia… ¿Pues tú qué te crees?». El pobre chico no veía las santas horas de que llegase el día para saber por ella pormenores de la conferencia. Fortunata le vio entrar sobre las diez, pálido como la cera, convaleciente de la jaqueca, que le dejaba mareos, aturdimiento y fatiga general. Se echó en el sofá; cubrióle su amiga la mitad del cuerpo con una manta, púsole almohadas para que recostase la cabeza, y a medida que esto hacía, le aplacaba la curiosidad contándole precipitadamente todo.

Aquella idea de llevarla al convento como a una casa de purificación, parecióle a Maxi prueba estupenda del gran talento catequizador de su hermano. A él le había pasado vagamente por la cabeza algo semejante; mas no supo formularlo. ¡Qué insigne hombre era Nicolás! ¡Ocurrirle aquello!… Tamizada por la religión, Fortunata volvería a la sociedad limpia de polvo y paja, y entonces ¿quién osaría dudar de su honorabilidad? El espíritu del sietemesino, revuelto desde el fondo a la superficie por la pasión, como un mar sacudido por furioso huracán, se corría, digámoslo así, de una parte a otra, explayándose en toda idea que se le pusiese delante. Así, lo mismo fue presentársele la idea religiosa, que tenderse hacia ella y cubrirla toda con impetuosa y fresca onda. ¡La religión, qué cosa tan buena!… ¡Y él, tan torpe, que no había caído en ello! No era torpeza sino distracción. Es que andaba muy distraído. Y su manceba, que más bien era ya novia, se le apareció entonces con aureola resplandeciente y se revistió de ideales atributos. Creeríase que el amor que le inspiraba se iba a depurar aún más, haciéndose tan sutil como aquél que dicen le tenía a Beatriz el Dante, o el de Petrarca por Laura, que también era amor de lo más fino.

Nunca había sido Maximiliano muy dado a lo religioso; pero en aquel instante le entraron de sopetón en el espíritu unos ardores de piedad tan singulares, unas ganas de tomarse confianzas con Cristo o con la Santísima Trinidad, y aun con tal o cual santo, que no sabía lo que le pasaba. El amor le conducía a la devoción, como le habría conducido a la impiedad, si las cosas fuesen por aquel camino. Tan bien le pareció el plan de su hermano, que el gozo le reprodujo el dolor de cabeza, aunque levemente. Comprimiéndose con dos dedos de la mano la ceja izquierda, habló a Fortunata de lo buenas que debían de ser aquellas madres Micaelas, de lo bonito que sería el convento, y de las preciosas y utilísimas cosas que allí aprendería, soltando como por ensalmo la cáscara amarga y trocándose en señora, sí, en señora tan decente, que habría otras lo mismo, pero más no…; más no.

A Fortunata se le comunicó el entusiasmo. ¡La religión! Tampoco ella había caído en esto. ¡Cuidado que no ocurrírsele una cosa tan sencilla!… Lo particular era que veía su purificación como se ve un milagro cuando se cree en ellos, como convertir el agua en vino o hacer de cuatro peces cuarenta.

—Dime una cosa —preguntó a Maxi, acordándose de que era bella—. ¿Y me pondrán tocas blancas?

—Puede que sí —replicó él con seriedad—. No puedo asegurártelo; pero es fácil que sí te las pongan.

Fortunata cogió una toalla y echándosela por la cabeza, se fue a mirar al espejo. Acordóse entonces de una cosa esencial, esto es, que en la nueva existencia, la hermosura física no valía un pito y que lo que importaba y tenía valor era la del alma. Observando la cara que tenía Maxi aquel día y lo pálido que estaba, consideró que las prendas morales del joven empezaban a transparentarse en su rostro, haciéndole menos desagradable… Entrevió una mudanza radical en su manera de ver las cosas. «¡Quién sabe —se dijo—, lo que pasará después de estar allí tratando con las monjas, rezando y viendo a todas horas la custodia! De seguro me volveré otra sin sentirlo. Yo saco la cuenta de lo bueno que puede sucederme, por lo malo que me ha sucedido. Calculo que esto es como cuando una teme llegar a la cosa más mala del mundo y dice una: Jamás llegaré a eso. ¿Y qué pasa? Que luego llega una y se asombra de verse allí, y dice: Parecía mentira. Pues lo mismo será con lo bueno. Dice una: Jamás llegaré tan arriba, y sin saber cómo, arriba se encuentra».

Maximiliano se quedó a almorzar; pero la irritación de su estómago y la desgana hubieron de contenerle en la más prudente frugalidad. Ella en cambio tenía buen apetito, porque había trabajado mucho aquella mañana y quizás porque estaba contenta y excitada. De aquí tomó pie el redentor para hablar de lo mucho que comía su hermano Nicolás. Esto desilusionó un poco a Fortunata, que se quedó como lela, mirando a su amante, y deteniendo el tenedor a poca distancia de la boca. Creía ella que los curas de mucho saber y virtud debían de conocerse en el poco uso que hacían del agua y jabón, y también en que su alimento no podía ser sino yerbas cocidas y sin sal.

Toda la tarde estuvieron platicando acerca de la ida al convento y también sobre cosas relacionadas con la parte material de su existencia futura.

—En la partición —dijo con cierto énfasis Maximiliano—, me tocan fincas rústicas. Mi tía se enfadó porque deseaba para mí el dinero contante; pero yo no soy de su opinión; prefiero los inmuebles.

Fortunata apoyó esta idea con un signo de cabeza; mas no estaba segura de lo que significaba la palabra inmueble, ni quería tampoco preguntarlo. Ello debía de ser lo contrario de muebles. Maxi la sacó de dudas más tarde, hablando de sus olivares y viñas y de la buena cosecha que se anunciaba; por lo cual vino a entender que inmuebles es lo mismo que decir árboles. También ella prefería las propiedades de campo a todas las demás clases de riqueza. Después que se retiró su amante, se quedó pensando en su fortuna, y todo aquel fárrago de olivos, parrales y carrascales que tenía metido en la cabeza le impidió dormir hasta muy tarde, enderezando aún más sus propósitos por la vía de la honradez.

—A ver, ¿qué tal?… ¿Cómo es?… ¿Es guapa? —había preguntado Doña Lupe a Nicolás con vivísima curiosidad.

Aunque el insigne clérigo no tenía cierta clase de pasiones, sabía apreciar el género a la vista. Hizo con los dedos de su mano derecha un manojo, y llevándolos a la boca los apartó al instante, diciendo:

—Es una mujer… hasta allí.

Doña Lupe se quedó desconcertada. A los peligros ya conocidos debían unirse los que ofrece por sí misma toda belleza superior dentro de la máquina del matrimonio.

—Las mujeres casadas no deben ser muy hermosas —dijo la señora promulgando la frase con acento de convicción profunda.

Hízole otras mil preguntas para aplacar su ardentísima curiosidad; cómo estaba vestida y peinada; qué tal se expresaba; cómo tenía arreglada la casa, y Nicolás respondía echándoselas de observador. Sus impresiones no habían sido malas, y aunque no tenía bastantes datos para formar juicio del verdadero carácter de la prójima, podía anticipar, fiado en su experiencia, en su buen ojo y en un cierto no sé que, presunciones favorables. Con esto la curiosidad de Doña Lupe se acaloraba más, y ya no podía tener sosiego hasta no meter su propia nariz en aquel guisado. Visitar a la tal no le parecía digno, habiendo hecho tantos aspavientos en contra suya; pero estar muchos días sin verla y averiguarle las faltas, si las tenía, era imposible. Hubiera deseado verla por un agujerito. Con el sobrinillo no quería la señora dar su brazo a torcer, y siempre se mostraba intolerante, aunque ya con menos fuego. Parecióle buena idea aquello de purificarla en las Micaelas, y aunque a nadie lo dijo, para sí consideraba aquel camino como el único que podía conducir a una solución. Rabiaba por echarle la vista encima al basilisco, y como su sobrino no le decía que fuera a verla, este silencio hacíala rabiar más. Un día ya no pudo contenerse, y cogiendo descuidado a Maxi en su cuarto, le embocó esto de buenas a primeras:

—No creas que voy yo a rebajarme a eso…

—¿A qué, señora?

—A visitar a tu…; no puedo pronunciar ciertas palabras. Me parece indecoroso que yo vaya allá, a pesar de todos esos proyectos de lejía eclesiástica que le vais a dar.

—Señora, si yo no he dicho a usted nada…

—Te digo que no iré…, no iré.

—Pero tía…

—No hay tía que valga. No me lo has dicho; pero lo deseas. ¿Crees que no te leo yo los pensamientos? ¡Qué podrás tú disimular delante de mí! Pues no, no te sales con la tuya. Yo no voy allá sino en el caso de que me llevéis atada de pies y manos.

—Pues la llevaremos atada de manos y pies —dijo Maxi, riendo.

Lo deseaba, sí; pero como tenía su criterio formado y su invariable línea de conducta trazada, no daba un valor excesivo a lo que de la visita pudiera resultar. Véase por dónde la fuerza de las circunstancias había puesto a Doña Lupe en una situación subalterna, y el pobre chico, que meses antes no se atrevía a chistar delante de ella, miraba a su tía de igual a igual. La dignidad de su pasión había hecho del niño un hombre, y como el plebeyo que se ennoblece, miraba a su antiguo autócrata con respeto, pero sin miedo.

Como Nicolás visitaba algunos días a Fortunata para enseñarle la doctrina cristiana, Doña Lupe se ponía furiosa. Tantas idas y venidas decía ella que le tenían revuelto el estómago. Pero el sentimiento que verdaderamente la hacía chillar era como envidia de que fuese Nicolás y no pudiera ir ella. Por este motivo andaban tía y sobrino algo desavenidos. Corría marzo, y el día de San José dijo Nicolás en la mesa:

—Tía, ya hay fresa.

Pero la indirecta no hizo efecto en la económica viuda. Volvió a la carga el clérigo en diferentes ocasiones:

—¡Qué fresa más rica he visto hoy! Tía, ¿a cómo estará ahora la fresa?

—No lo sé, ni me importa —replicó ella—, porque como no la pienso traer hasta que no se ponga a tres reales…

Nicolás dio un suspiro, mientras Doña Lupe decía para sí: «Como no comas más fresa que la que yo te ponga, tragaldabas, aviado estás».

Y como Doña Lupe era algo golosa, trajo un día un cucurucho de fresa, bien escondido entre la mantilla; mas no lo puso en la mesa. Concluida la comida, y mientras Nicolás leía La Correspondencia o El Papelito en el comedor, Doña Lupe se encerraba en su cuarto para comerse la fresa bien espolvoreada con azúcar. En cuanto el cura se echaba a la calle, salía Doña Lupe de su escondite para ofrecer a Maximiliano un poco de aquella sabrosa fruta, y entraba en su cuarto con el platito y la cucharilla. Agradecía mucho estas finezas el chico, y se comía la golosina. Mirábale comer su tía con expectante atención, y cuando quedaban en el plato no más que seis o siete fresas, se lo quitaba de las manos diciendo:

—Esto para Papitos que está con cada ojo como los de un besugo.

La chiquilla se comía las fresas, y después, con los lengüetazos que le daba al plato, lo dejaba como si lo hubiera lavado.

7

Juan Pablo prestaba atención muy escasa al asunto de Maximiliano y a todos los demás asuntos de la familia, como no fuera el de la herencia. Su anhelo era cobrar pronto para pagar sus trampas. Entraba de noche muy tarde, y casi siempre comía fuera, lo que agradecía mucho Doña Lupe, pues Nicolás con su voracidad puntual le desequilibraba el presupuesto de la casa. La misantropía que le entró a Juan Pablo desde su desairado regreso del Cuartel Real no se alteró en aquellos días que sucedieron a la herencia. Hablaba muy poco, y cuando Doña Lupe le nombraba el casorio de Maxi, como cuando se le pega a uno un alfilerazo para que no se duerma, alzaba los hombros, decía palabras de desdén hacia su hermano y nada más. «Con su pan se lo coma. ¿Y a mí qué?».

De carlismo no se hablaba en la casa, porque Doña Lupe no lo consentía. Pero una mañana, los dos hermanos mayores se enfrascaron de tal modo en la conversación, más bien disputa, que no hicieron maldito caso de la señora. Juan Pablo estaba lavándose en su cuarto, entró Nicolás a decirle no sé qué, y por si el cura Santa Cruz era un bandido o un loco, se fueron enzarzando, enzarzando hasta que…

—¿Quieres que te diga una cosa? —gritaba el primogénito, descomponiéndose—. Pues D. Carlos no ha triunfado ya por vuestra culpa, por culpa de los curas. Hay que ir allá, como he ido yo, para hacerse cargo de las intrigas de la gentualla de sotana, que todo lo quiere para sí, y no va más que a desacreditar con calumnias y chismes a los que verdaderamente trabajan. Yo no podía estar allí; me ahogaba. Le dije a Dorregaray: «mi general, no sé cómo usted aguanta esto», y él se alzaba de hombros, ¡poniéndome una cara…! No pasaba día sin que los lechuzos le llevaran un cuento a D. Carlos. Que Dorregaray andaba en tratos con Moriones para rendirse, que Moriones le había ofrecido diez millones de reales, en fin, mil indecencias. Cuando llegó a mi noticia que me acusaban de haber ido al Cuartel General de Moriones a llevar recados de mi jefe, me volé, y aquella misma tarde, habiéndome encontrado a la camarilla en el atrio de la iglesia de San Miguel, me lié la manta a la cabeza, y por poco se arma allí un Dos de mayo. «Aquí no hay más traidores que ustedes. Lo que tienen es envidia del traidor, si le hubiera, por el provecho que saque de su traición. No digo yo por diez millones; pero por diez mil ochavos venderían ustedes al Rey, y toda su descendencia; ladrones infames, tíos de Judas». En fin, que si no acierta a pasar el coronel Goiri, que me quería mucho, y me coge a la fuerza y me arranca de allí y me lleva a mi casa, aquella tarde sale el redaño de un cura a ver la puesta del sol. Estuve tres días en cama con un amago de ataque cerebral. Cuando me levanté, pedí una audiencia a Su Majestad. Su contestación fue ponerme en la mano el canuto y el pasaporte para la frontera. En fin, que los engarzarrosarios dieron conmigo en tierra, porque no me prestaba a ayudarles en sus maquinaciones contra los leales y valientes. Por las sotanas se perdió D. Carlos V, y al VII no le aprovechó la lección. Allá se las haya. ¿No querías religión?, pues ahí la tienes; atrácate de curas, indigéstate y revienta.

—Es una apreciación tuya —dijo Nicolás moderando su ira—, que no me parece muy fundada… Ésta es la cosa.

—¿Tú qué sabes lo que es el mundo y la realidad? Estás en babia.

—Y tú, me parece que estás algo ido, porque cuidado que has dicho disparates. Cállate la boca, estúpido… —dijo Nicolás, sulfurándose.

—¿Sabes lo que te digo? —gritó Juan Pablo, alzando arrogante la voz—, que a mí no se me manda callar, ¿estamos? He tenido el honor de decirle cuatro frescas al obispo de Persépolis, y quien no teme a las sotanas moradas, ¿qué miedo ha de tener a las negras?…

—Pues yo te digo… —agregó Nicolás descompuesto, trémulo y no sabiendo si amenazar con los puños o simplemente con las palabras—, yo te digo que eres un chisgarabís.

—¿Qué alboroto es éste? —clamó Doña Lupe entrando a poner paz—. ¡Vaya con los caballeros estos! Ya les dije otra vez a los señores ojalateros, que cuando quisieran disputar por alto se fueran a hacerlo a la calle. En mi casa no quiero escándalos.

—Es que con este bruto no se puede discutir —dijo Nicolás, que casi no podía respirar de tan sofocado como estaba.

Juan Pablo no decía nada, y siguió vistiéndose, volviendo la espalda a su hermano.

—¡Vaya un genio que has echado! —le dijo Doña Lupe, sin que él la mirara—. Podías considerar que tu hermano es sacerdote… Y sobre todo, no vengas echándotela de plancheta; porque si te salió mal el pase a la infame facción, y has tenido que volverte con las manos en la cabeza, ¿qué culpa tenemos los demás?

Juan Pablo no se dignó contestar. Doña Lupe cogió por un brazo al cura y se lo llevó consigo temerosa de que se enzarzaran otra vez. En el comedor estaba Maximiliano sentado ya para almorzar. Había oído la reyerta sin dársele una higa de lo que resultara. Allá ellos. A Nicolás no le quitó su berrinchón el apetito, pues ninguna turbación del ánimo, por grande que fuera, le podía privar de su más característica manifestación orgánica. Los tres oyeron gritos en la calle, y Doña Lupe puso atención, creyendo que era un extraordinario de periódico anunciando triunfos del ejército liberal sobre los carlistas. En aquellos días del año 1874, menudeaban los suplementos de periódico, manteniendo al vecindario en continua ansiedad.

—Papitos —dijo la señora—, toma dos cuartos y bájate a comprar el extraordinario de la Gaceta. Veréis cómo habla de alguna buena tollina que les han dado a los tersos.

Nicolás que tenía un oído sutilísimo, después de callar un rato y hacer callar a todos, dijo:

—Pero, tía, no sea usted chiflada. Si no hay tal pregón de extraordinario. Lo que dice la voz, claramente se oye… El freseeero… fresa.

—Puede que así sea —replicó Doña Lupe, guardando su portamonedas más pronto que la vista—. Pero está tan verde, que es un puro vinagre.

—Todo sea por Dios —se dejó decir Nicolás suspirando—. Peor lo pasó Jesús, que pidió agua y le dieron hiel.

Mascando el último bocado, salió Maximiliano para irse a clase, llevando la carga de sus libros, y mucho después almorzó Juan Pablo solo. Aquellos almuerzos servidos a distintas horas molestaban mucho a Doña Lupe. ¿Se creían sus sobrinos que aquella casa era una posada? El único que tenía consideración, el que menos guerra daba y el que menos comía era Maxi, el de la pasta de ángel, siempre comedido, aun después de que le volvieron tarumba los ojos de una mujer. Sobre esto reflexionaba Doña Lupe aquella tarde, cosiendo en la sillita, junto al balcón de la calle, sin más compañía que la del gato.

«Dígase lo que se quiera, es el mejor de los tres —pensaba, metiendo y sacando la aguja—, mejor que el egoistón de Nicolás, mejor que el tarambana de Juan Pablo… ¿Que se quiere casar con una…? Hay que ver, hay que ver eso. No se puede juzgar sin oír… Podría suceder que no fuera… Se dan casos… ¡Vaya!… Y está enamorado como un tonto… ¿Y qué le vamos a hacer? Dios nos tenga de su mano».

Entró Nicolás de la calle y preguntado por Doña Lupe, dijo que venía de casa del basilisco. Aquel día se mostró más satisfecho, llegando a asegurar que su catecúmena comprendía bien las cosas de religión, y que en lo moral parecía ser de buena madera, con lo que llegó a su colmo la curiosidad de la viuda y ya no le fue posible sostener por más tiempo el papel desdeñoso que representaba.

—Tanto te empeñarás —dijo al estudiante aquella noche—, que al fin lo vas a conseguir.

—¿Qué, tía?

—Que vaya yo en persona a ver a ésa… Pero conste que si voy es contra mi voluntad.

Maximiliano, que era bondadoso y quería estar bien con ella, no quiso manifestarle indiferencia.

—Pues sí, tía, si usted va a verla, se lo agradeceremos toda nuestra vida.

—Ninguna falta me hacen vuestros agradecimientos, si es que me decido a ir, que todavía no lo sé…

—Sí, tía.

—Ni voy, si es que me decido, porque me lo agradezcáis, sino por medir con mis propios ojos toda la hondura del abismo en que te quieres arrojar, a ver si hallo aún modo de apartarte de él.

—Mañana mismo, tía; yo la acompaño a usted —dijo entusiasmado el chico—. Verá usted mi abismo, y cuando lo vea me empujará.

Y fue al día siguiente Doña Lupe, vestida con los trapitos de cristianar, porque antes había ido a la gran función del asilo de Doña Guillermina, por invitación de ésta, de lo que estaba muy satisfecha. Quería dar el golpe, y como tenía tanto dominio sobre sí y se expresaba con tanta soltura, juzgaba fácil darse mucho lustre en la visita.

Así fue en efecto. Pocas veces en su vida, ni aun en los mejores días de Jáuregui, se dio Doña Lupe tanto pisto como en aquella entrevista, pues siendo el basilisco tan poco fuerte en artes sociales y hallándose tan cohibida por su situación y su mala fama, la otra se despachó a su gusto y se empingorotó hasta un extremo increíble. Trataba Doña Lupe a su presunta sobrina con urbanidad; pero guardando las distancias. Había de conocerse hasta en los menores detalles, que la visitada era una moza de cáscara amarga, con recomendables pretensiones de decencia, y la visitante una señora, y no una señora cualquiera, sino la señora de Jáuregui, el hombre más honrado y de más sanas costumbres que había existido en todo tiempo en Madrid o por lo menos en Puerta Cerrada. Y su condición de dama se probaba en que después de haber hecho todo lo posible, en la primera parte de la visita, por mostrar cierta severidad de principios, juzgó en la segunda que venía bien caerse un poco del lado de la indulgencia. El verdadero señorío jamás se complace en humillar a los inferiores. Doña Lupe se sintió con unas ganas tan vivas de protección con respecto a Fortunata, que no podría llevarse cuenta de los consejos que le dio y reglas de conducta que se sirvió trazarle. Es que se pirraba por proteger, dirigir, aconsejar y tener alguien sobre quien ejercer dominio…

Una de las cosas que más gracia le hicieron en Fortunata, fue su timidez para expresarse. Se le conocía en seguida que no hablaba como las personas finas, y que tenía miedo y vergüenza de decir disparates. Esto la favoreció en opinión de Doña Lupe, porque el desenfado en el lenguaje habría sido señal de anarquía en la voluntad.

—No se apure usted —le decía la viuda, tocándole familiarmente la rodilla con su abanico—; que no es posible aprender en un día a expresarse como nosotras. Eso vendrá con el tiempo y el uso y el trato. Pronunciar mal una palabra no es vergüenza para nadie, y la que no ha recibido una educación esmerada no tiene la culpa de ello.

Fortunata estaba pasando la pena negra con aquella visita de tantismo cumplido, y un color se le iba y otro se le venía, sin saber cómo contestar a las preguntas de Doña Lupe ni si sonreír o ponerse seria. Lo que deseaba era que se largara pronto. Hablaron de la ida al convento, resolución que la tía de Maxi alabó mucho, esforzándose en sacar de su cabeza los conceptos más alambicados y los vocablos más requetefinos. A tal extremo hubo de llegar en esto, que Fortunata quedóse en ayunas de muchas cosas que le oyó. Por fin llegó el instante de la despedida, que Fortunata deseaba con ansia y temía, considerándose incapaz de decir con claridad y sosiego todas aquellas fórmulas últimas y el ofrecimiento de la casa. La de Jáuregui lo hizo como persona corrida en esto; Fortunata tartamudeó, y todo lo dijo al revés.

Maximiliano habló poco durante la visita. No hacía más que estar al quite, acudiendo con el capote allí donde Fortunata se veía en peligro por torpeza de lenguaje. Cuando salió Doña Lupe, creyó que debía acompañarla hasta la calle, y así lo hizo.

—Si es una bobona… —dijo la viuda a su sobrino—; tal para cual… Parece que la han cogido con lazo. En manos de una persona inteligente, esta mujer podría enderezarse, porque no debe de tener mal fondo. Pero yo dudo que tú…

8

Doña Lupe era persona de buen gusto y apreció al instante la hermosura del basilisco sin ponerle reparos, como es uso y costumbre en juicios de mujeres. Aun aquéllas que no tienen pretensiones de belleza se resisten a proclamar la ajena. «Es bonita de veras —decía para sí la viuda, camino de su casa—, lo que se llama bonita. Pero es una salvaje que necesita que la domestiquen». Los deseos de aprender que Fortunata manifestaba le agradaron mucho, y sintió que se agitaban en su alma, con pruritos de ejercitarse, sus dotes de maestra, de consejera, de protectora y jefe de familia. Poseía Doña Lupe la aptitud y la vanidad educativas, y para ella no había mayor gloria que tener alguien sobre quien desplegar autoridad. Maxi y Papitos eran al mismo tiempo hijos y alumnos, porque la señora se hacía siempre querer de los seres inferiores a quienes educaba. El mismo Jáuregui había sido también, al decir de la gente, tan discípulo como marido.

Volvió, pues, a su casa la tía de Maximiliano revolviendo en su mente planes soberbios. La pasión de domesticar se despertaba en ella delante de aquel magnífico animal que estaba pidiendo una mano hábil que lo desbravase. Y véase aquí cómo a impulsos de distintas pasiones, tía y sobrino vinieron a coincidir en sus deseos; véase cómo la tirana de la casa concluyó por mirar con ojos benévolos a la misma persona de quien había dicho tantas perrerías. Mucho agradecía esto el joven, y juzgando por sí mismo, creía que la indulgencia de Doña Lupe se derivaba de un afecto, cuando en rigor provenía de esa imperiosa necesidad que sienten los humanos de ejercitar y poner en funciones toda facultad grande que poseen. Por esto la viuda no cesaba de pensar en el gran partido que podía sacar de Fortunata, desbastándola y puliéndola hasta tallarla en señora, e imaginaba una victoria semejante a la que Maximiliano pretendía alcanzar en otro orden. La cosa no sería fácil, porque el animal debía tener muchos resabios; pero mientras más grandes fueran las dificultades, más se luciría la maestra. De repente le entraban a la señora de Jáuregui recelos punzantes, y decía: «Si no puede ser, si es mucha mujer para medio hombre. Si no existiera este maldito desequilibrio de sangre, él con su cariño y yo con lo mucho que sé, domaríamos a la fiera; pero esta moza se nos tuerce el mejor día, no hay duda de que se nos tuerce».

Media semana estuvo en esta lucha, ya queriendo ceder para oficiar de maestra, ya perseverando en sus primitivos temores e inclinándose a no intervenir para nada… Pero con las amigas tenía que representar otros papeles, pues era vanidosa fuera de casa, y no gustaba nunca de aparecer en situación desairada o ridícula. Cuidaba mucho de ponerse siempre muy alta, para lo cual tenía que exagerar y embellecer cuanto la rodeaba. Era de esas personas que siempre alaban desmedidamente las cosas propias. Todo lo suyo era siempre bueno: su casa era la mejor de la calle, su calle la mejor del barrio, y su barrio el mejor de la villa. Cuando se mudaba de cuarto, esta supremacía domiciliaria iba con ella a donde quiera que fuese. Si algo desairado o ridículo le ocurría, lo guardaba en secreto; pero si era cosa lisonjera, la publicaba poco menos que con repiques. Por esto cuando se corrió entre las familias amigas que el sietemesino se quería casar con una tarasca, no sabía la de los Pavos cómo arreglarse para quedar bien. Dificilillo de componer era aquello, y no bastaba todo su talento a convertir en blanco lo negro, como otras veces había hecho.

Varias noches estuvo en la tertulia de las de la Caña completamente achantada y sin saber por dónde tirar. Pero desde el día en que vio a Fortunata, se sacudió la morriña, creyendo haber encontrado un punto de apoyo para levantar de nuevo el mundo abatido de su optimismo. ¿En qué creeréis que se fundó para volver a tomar aquellos aires de persona superior a todos los sucesos? Pues en la hermosura de Fortunata. Por mucho que se figuraran de su belleza, no tendrían idea de la realidad. En fin, que había visto mujeres guapas, pero como aquella ninguna. Era una divinidad en toda la extensión de la palabra.

Pasmadas estaban las amigas oyéndola, y aprovechó Doña Lupe este asombro para acudir con el siguiente ardid estratégico:

—Y en cuanto a lo de su mala vida, hay mucho que hablar… No es tanto como se ha dicho. Yo me atrevo a asegurar que es muchísimo menos.

Interrogada sobre la condición moral y de carácter de la divinidad, hizo muchas salvedades y distingos:

—Eso no lo puedo decir… No he hablado con ella más que una vez. Me ha parecido humilde, de un carácter apocado, de ésas que son fáciles de dominar por quien pueda y sepa hacerlo.

Hablando luego de que la metían en las Micaelas, todas las presentes elogiaron esta resolución, y Doña Lupe se encastilló más en su vanidad, diciendo que había sido idea suya y condición que puso para transigir, que después de una larga cuarentena religiosa podía ser admitida en la familia, pues las cosas no se podían llevar a punto de lanza, y eso de tronar con Maximiliano y cerrarle la puerta, muy pronto se dice; pero hacerlo ya es otra cosa.

Entretanto, acercábase el día designado para llevar el basilisco a las Micaelas. Nicolás Rubín había hablado al capellán, su compañero de Seminario, el cual habló a la Superiora, que era una dama ilustre, amiga íntima y pariente lejana de Guillermina Pacheco. Acordada la admisión en los términos que marca el reglamento de la casa, sólo se esperaba para realizarla a que pasasen los días de Semana Santa. El jueves salieron Maxi y su amiga a andar algunas estaciones, y el Viernes muy tempranito fueron a la Cara de Dios, dándose después un largo paseo por San Bernardino. Fortunata estaba, con la religión, como chiquillo con zapatos nuevos, y quería que su amante le explicase lo que significan el Jueves Santo y las Tinieblas, el Cirio Pascual y demás símbolos. Maxi salía del paso con dificultad, y allá se las arreglaba de cualquier modo, poniendo a los huecos de su ignorancia los remiendos de su inventiva. La religión que él sentía en aquella crisis de su alma era demasiado alta y no podía inspirarle verdadero interés por ningún culto; pero bien se le alcanzaba que la inteligencia de Fortunata no podía remontarse más arriba del punto a donde alcanzan las torres de las iglesias católicas. Él sí; él iba lejos, muy lejos, llevado del sentimiento más que de la reflexión, y aunque no tenía base de estudios en qué apoyarse, pensaba en las causas que ordenan el universo e imprimen al mundo físico como al mundo moral movimiento solemne, regular y matemático. «Todo lo que debe pasar, pasa —decía—, y todo lo que debe ser, es». Le había entrado fe ciega en la acción directa de la Providencia sobre el mecanismo funcionante de la vida menuda. La Providencia dictaba no sólo la historia pública sino también la privada. Por debajo de esto ¿qué significaban los símbolos? Nada. Pero no quería quitarle a Fortunata su ilusión de las imágenes, del gorigori y de las pompas teatrales que se admiran en las iglesias, porque, ya se ve… la pobrecilla no tenía su inteligencia cultivada para comprender ciertas cosas, y a fuer de pecadora, convenía conservarla durante algún tiempo sujeta a observación, en aquel orden de ideas relativamente bajo, que viene a ser algo como sanitarismo moral o policía religiosa.

El entusiasmo que la joven sentía era como los encantos de una moda que empieza. Iban, pues, los dos amantes, como he dicho, por aquellos altozanos de Vallehermoso, ya entre tejares, ya por veredas trazadas en un campo de cebada, y al fin se cansaron de tanta charla religiosa. A Rubín se le acabó su saber de liturgia, y a Fortunata le empezaba a molestar un pie, a causa de la apretura de la bota. El calzado estrecho es gran suplicio, y la molestia física corta los vuelos de la mente. Habían pasado por junto a los cementerios del Norte, luego hicieron alto en los depósitos de agua; la samaritana se sentó en un sillar y se quitó la bota. Maximiliano le hizo notar lo bien que lucía desde allí el apretado caserío de Madrid con tanta cúpula y detrás un horizonte inmenso que parecía la mar. Después le señaló hacia el lado del Oriente una mole de ladrillo rojo, parte en construcción, y le dijo que aquél era el convento de las Micaelas donde ella iba a entrar. Pareciéronle a Fortunata bonitos el edificio y su situación, expresando el deseo de entrar pronto, aquel mismo día si era posible. Asaltó entonces el pensamiento de Rubín una idea triste. Bueno era lo bueno, pero no lo demasiado. Tanta piedad podía llegar a ser una desgracia para él, porque si Fortunata se entusiasmaba mucho con la religión y se volvía santa de veras, y no quería más cuentas con el mundo, sino quedarse allí encerradita adorando la custodia durante todo el resto de sus días… ¡Oh!, esta idea sofocó tanto al pobre redentor, que se puso rojo. Y bien podía suceder, porque algunas que entraban allí cargadas de pecados se corregían de tal modo y se daban con tanta gana a la penitencia, que no querían salir más, y hablarles de casarse era como hablarles del demonio… Pero no, Fortunata no sería así; no tenía ella cariz de volverse santa en toda la extensión de la palabra, como diría Doña Lupe. Si lo fuera, Maximiliano se moriría de pena, se volvería entonces protestante, masón, judío, ateo.

No manifestó estos temores a su querida, que estaba con un pie calzado y otro descalzo, mirando atentamente las idas y venidas de una procesión de hormigas. Únicamente le dijo:

—Tiempo tienes de entrar. No conviene tampoco que te dé muy fuerte.

Era preciso seguir. Volvió a ponerse la bota y… ¡Ay! ¡Qué dolor! Lo malo fue que aquel día, Viernes Santo, no había coches, y no era posible volver a casa de otra manera que a pie.

—Nos hemos alejado mucho —dijo Maximiliano ofreciéndole su brazo—. Apóyate y así no cojearás tanto… ¿Sabes lo que pareces así, llevada a remolque?… Pues una embarazada fuera de cuenta, que ya no puede dar un paso, y yo parezco el marido que pronto va a ser padre.

No pudo menos de hacerla reír esta idea, y recordando que la noche anterior, Maximiliano, en las efusiones epilépticas de su cariño, había hablado algo de sucesión, dijo para su sayo: «De eso sí que estás tú libre».

El jueves siguiente fue conducida Fortunata a las Micaelas.