FINAL, QUE VIENE A SER PRINCIPIO
1
Quien manda, manda. Resolvióse la cuestión del Pituso conforme a lo dispuesto por D. Baldomero, y la propia Guillermina se lo llenó una mañanita a su asilo, donde quedó instalado. Iba Jacinta a verle muy a menudo, y su suegra la acompañaba casi siempre. El niño estaban tan mimado, que la fundadora del establecimiento tuvo que tomar cartas en el asunto, amonestando severamente a sus amigas y cerrándoles la puerta no pocas veces. En los últimos días de aquel infausto año, entráronle a Jacinta melancolías, y no era para menos, pues el desairado y risible desenlace de la novela Pitusiana hubiera abatido al más pintado. Vinieron luego otras cosillas, menudencias si se quiere, pero como caían sobre un espíritu ya quebrantado, resultaban con mayor pesadumbre de la que por sí tenían. Porque Juan, desde que se puso bueno y tomó calle, dejó de estar tan expansivo, sobón y dengoso como en los días del encierro, y se acabaron aquellas escenas nocturnas en que la confianza imitaba el lenguaje de la inocencia. El Delfín afectaba una gravedad y un seso propios de su talento y reputación; pero acentuaba tanto la postura, que parecía querer olvidar con una conducta sensata las chiquilladas del periodo catarral. Con su mujer mostrábase siempre afable y atento, pero frío, y a veces un tanto desdeñoso. Jacinta se tragaba este acíbar sin decir nada a nadie. Sus temores de marras empezaban a condensarse, y atando cabos y observando pormenores, trataba de personalizar las distracciones de su marido. Pensaba primero en la institutriz de las niñas de Casa-Muñoz, por ciertas cosillas que había visto casualmente, y dos o tres frases, cazadas al vuelo, de una conversación de Juan con su confidente Villalonga. Después tuvo esto por un disparate y se fijó en una amiga suya, casada con Moreno Vallejo, tendero de novedades de muy reducido capital. Dicha señora gastaba un lujo estrepitoso, dando mucho que hablar. Había, pues, un amante. A Jacinta se le puso en la cabeza que éste era el Delfín, y andaba desalada tras una palabra, un acento, un detalle cualquiera que se lo confirmase. Más de una vez sintió las cosquillas de aquella rabietina infantil que le entraba de sopetón, y daba patadillas en el suelo y tenía que refrenarse mucho para no irse hacia él y tirarle del pelo diciéndole: pillo… farsante, con todo lo demás que en su gresca matrimonial se acostumbra. Lo que más la atormentaba era que le quería más cuando él se ponía tan juicioso haciendo el bonitísimo papel de una persona que está en la sociedad para dar ejemplo de moderación y buen criterio. Y nunca estaba Jacinta más celosa que cuando su marido se daba aquellos aires de formalidad, porque la experiencia le había enseñado a conocerle, y ya se sabía, cuando el Delfín se mostraba muy decidor de frases sensatas, envolviendo a la familia en el incienso de su argumentación paradójica, picos pardos seguros.
Vinieron días marcados en la historia patria por sucesos resonantes, y aquella familia feliz discutía estos sucesos como los discutíamos todos. ¡El 3 de enero de 1874!… ¡El golpe de Estado de Pavía! No se hablaba de otra cosa, ni había nada mejor de qué hablar. Era grato al temperamento español un cambio teatral de instituciones, y volcar una situación como se vuelca un puchero electoral. Había estado admirablemente hecho, según D. Baldomero, y el ejército había salvado una vez más a la desgraciada nación española. El consolidado había llegado a 11 y las acciones del Banco a 138. El crédito estaba hundido. La guerra y la anarquía no se acababan; habíamos llegado al período álgido del incendio, como decía Aparisi, y pronto, muy pronto, el que tuviera una peseta la enseñaría como cosa rara.
Deseaban todos que fuese Villalonga a la casa para que les contara la memorable sesión de la noche del 2 al 3, porque la había presenciado en los escaños rojos. Pero el representante del país no aportaba por allá. Por fin se apareció el día de Reyes por la mañana. Pasaba Jacinta por el recibimiento, cuando el amigo de la casa entró.
—Tocaya, buenos días… ¿Cómo están por aquí? ¿Y el monstruo, se ha levantado ya?
Jacinta no podía ver al dichoso tocayo. Fundábase esta antipatía en la creencia de que Villalonga era el corruptor de su marido y el que le arrastraba a la infidelidad.
—Papá ha salido —díjole no muy risueña—. ¡Cuánto sentirá no verle a usted para que le cuente eso!… ¿Tuvo usted mucho miedo? Dice Juan que se metió usted debajo de un banco.
—¡Ay, qué gracia! ¿Ha salido también Juan?
—No, se está vistiendo. Pase usted.
Y fue detrás de él, porque siempre que los dos amigos se encerraban, hacía ella los imposibles por oír lo que decían, poniendo su orejita rosada en el resquicio de la mal cerrada puerta. Jacinto esperó en el gabinete, y su tocaya entró a anunciarle.
—Pero qué, ¿ha venido ya ese pelagatos?
—Sí…, resalao… Aquí estoy.
—Pasa, danzante… ¡Dichosos los ojos…!
El amigote entró. Jacinta notaba en los ojos de este algo de intención picaresca. De buena gana se escondería detrás de una cortina para estafarles sus secretos a aquel par de tunantes. Desgraciadamente tenía que ir al comedor a cumplir ciertas órdenes que Barbarita le había dado… Pero daría una vueltecita, y trataría de pescar algo…
—Cuenta, chico, cuenta. Estábamos rabiando por verte.
Y Villalonga dio principio a su relato delante de Jacinta; pero en cuanto ésta se marchó, el semblante del narrador inundóse de malicia. Miraron ambos a la puerta; cercioróse el compinche de que la esposa se había retirado, y volviéndose hacia el Delfín, le dijo con la voz temerosa que emplean los conspiradores domésticos:
—Chico, ¡no sabes… la noticia que te traigo…! ¡Si supieras a quién he visto! ¿Nos oirá tu mujer?
—No, hombre, pierde cuidado —replicó Juan poniéndose los botones de la pechera—. Claréate pronto.
—Pues he visto a quien menos puedes figurarte… Está aquí.
—¿Quién?
—Fortunata… Pero no tienes idea de su transformación. ¡Vaya un cambiazo! Está guapísima, elegantísima. Chico, me quedé turulato cuando la vi.
Oyéronse los pasos de Jacinta. Cuando apareció levantando la cortina, Villalonga dio una brusca retorcedura a su discurso:
—No, hombre, no me has entendido; la sesión empezó por la tarde y se suspendió a las ocho. Durante la suspensión se trató de llegar a una inteligencia. Yo me acercaba a todos los grupos a oler aquel guisado… ¡Jum! Malo, malo; el ministerio Palanca se iba cociendo, se iba cociendo… A todas éstas… ¡Figúrate si estarían ciegos aquellos hombres!…, a todas éstas, fuera de las Cortes se estaba preparando la máquina para echarles la zancadilla. Zalamero y yo salíamos y entrábamos a turno para llevar noticias a una casa de la calle de la Greda, donde estaban Serrano, Topete y otros. «Mi general, no se entienden. Aquello es una balsa de aceite… hirviendo. Tumban a Castelar. En fin, se ha de ver ahora». «Vuelva usted allá. ¿Habrá votación?». «Creo que sí». «Tráiganos usted el resultado».
—El resultado de la votación —indicó Santa Cruz—, fue contrario a Castelar. Di una cosa, ¿y si hubiera sido favorable?
—No se habría hecho nada. Tenlo por cierto. Pues como te decía, habló Castelar…
Jacinta ponía mucha atención a esto; pero entró Rafaela a llamarla y tuvo que retirarse.
—Gracias a Dios que estamos solos otra vez —dijo el compinche después que la vio salir—. ¿Nos oirá?
—¿Qué ha de oír?… ¡Qué medroso te has vuelto! Cuenta, pronto. ¿Dónde la viste?
—Pues anoche… estuve en el Suizo hasta las diez. Después me fui un rato al Real, y al salir ocurrióme pasar por Praga a ver si estaba allí Joaquín Pez, a quien tenía que decir una cosa. Entro y lo primero que me veo es una pareja… en las mesas de la derecha… Quedéme mirando como un bobo… Eran un señor y una mujer vestida con una elegancia… ¿Cómo te diré?, con una elegancia improvisada. «Yo conozco esa cara», fue lo primero que se me ocurrió. Y al instante caí… «¡Pero si es esa condenada de Fortunata!». Por mucho que yo te diga, no puedes formarte idea de la metamorfosis… Tendrías que verla por tus propios ojos. Está de rechupete. De fijo que ha estado en París, porque sin pasar por allí no se hacen ciertas transformaciones. Púseme todo lo cerca posible, esperando oírla hablar. «¿Cómo hablará?» me decía yo. Porque el talle y el corsé, cuando hay dentro calidad, los arreglan los modistos fácilmente; pero lo que es el lenguaje… Chico, habías de verla y te quedarías lelo, como yo. Dirías que su elegancia es de lance y que no tiene aire de señora… Convenido; no tiene aire de señora; ni falta…, pero eso no quita que tenga un aire seductor, capaz de… Vamos, que si la ves, tiras piedras. Te acordarás de aquel cuerpo sin igual, de aquel busto estatuario, de ésos que se dan en el pueblo y mueren en la oscuridad cuando la civilización no los busca y los presenta. Cuántas veces lo dijimos: «¡Si este busto supiera explotarse…!». Pues ¡hala!, ya lo tienes en perfecta explotación. ¿Te acuerdas de lo que sostenías?… «El pueblo es la cantera. De él salen las grandes ideas y las grandes bellezas. Viene luego la inteligencia, el arte, la mano de obra, saca el bloque, lo talla»… Pues chico, ahí la tienes bien labrada… ¡Qué líneas tan primorosas!… Por supuesto, hablando, de fijo que mete la pata. Yo me acercaba con disimulo. Comprendí que me había conocido y que mis miradas la cohibían… ¡Pobrecilla! Lo elegante no le quitaba lo ordinario, aquél no sé qué de pueblo, cierta timidez que se combina no sé cómo con el descaro, la conciencia de valer muy poco, pero muy poco, moral e intelectualmente, unida a la seguridad de esclavizar… ¡Ah, bribonas! A los que valemos más que ellas…, digo, no me atrevo a afirmar que valgamos más, como no sea por la forma… En resumidas cuentas, chico, está que ahuma. Yo pensaba en la cantidad de agua que había precedido a la transformación. Pero ¡ah!, las mujeres aprenden esto muy pronto. Son el mismo demonio para asimilarse todo lo que es del reino de la toilette. En cambio, yo apostaría que no ha aprendido a leer… Son así; luego dicen que si las pervertimos. Pues volviendo a lo mismo, la metamorfosis es completa. Agua, figurines, la fácil costumbre de emperejilarse; después seda, terciopelo, el sombrerito…
—¡Sombrero! —exclamó Juan en el colmo de la estupefacción.
—Sí; y no puedes figurarte lo bien que le cae. Parece que lo ha llevado toda la vida… ¿Te acuerdas del pañolito por la cabeza con el pico arriba y la lazada?… ¡Quién lo diría! ¡Qué transiciones!… Lo que te digo… Las que tienen genio, aprenden en un abrir y cerrar de ojos. La raza española es tremenda, chico, para la asimilación de todo lo que pertenece a la forma… ¡Pero si habías de verla tú!… Yo, te lo confieso, estaba pasmado, absorto, embebe…
¡Ay Dios mío! Entró Jacinta, y Villalonga tuvo que dar un quiebro violentísimo…
—Te digo que estaba embebecido. El discurso de Salmerón fue admirable…, pero de lo más admirable… Aún me parece que estoy viendo aquella cara de hijo del desierto, y aquel movimiento horizontal de los ojos y la gallardía de los gestos. Gran hombre; pero yo pensaba: «No te valen tus filosofías; en buena te has metido, y ya verás la que te tenemos armada». Habló después Castelar. ¡Qué discursazo! ¡Qué valor de hombre! ¡Cómo se crecía! Parecíame que tocaba al techo. Cuando concluyó: «A votar, a votar…».
Jacinta volvió a salir sin decir nada. Sospechaba quizás que en su ausencia los tunantes hablaban de otro asunto, y se alejó con ánimo de volver y aproximarse cautelosa.
—Y aquel hombre… ¿Quién era? —preguntó el Delfín que sentía el ardor de una curiosidad febril.
2
—Te diré… Desde que la vi, me dije: «Yo conozco esa cara». Pero no pude caer en quién era. Entró Pez y hablamos… Él también quería reconocerle. Nos devanábamos los sesos. Por fin caímos en la cuenta de que habíamos visto a aquel sujeto días antes en el despacho del director del Tesoro. Creo que hablaba con éste del pago de unos fusiles encargados a Inglaterra. Tiene acento catalán, gasta bigote y perilla…, cincuenta años…, bastante antipático. Pues verás; como Joaquín y yo la mirábamos tanto, el tío aquel se escamaba. Ella no se timaba…, parecía como vergonzosa… ¡Y qué mona estaba con su vergüenza! ¿Te acuerdas de aquel palmito descolorido con cabos negros? Pues ha mejorado mucho, porque está más gruesa, más llena de cara y de cuerpo.
Santa Cruz estaba algo aturdido. Oyóse la voz de Barbarita, que entraba con su nuera.
—Salí de estampía… —siguió Villalonga— a anunciar a los amigos que había empezado la votación… A los pies de usted, Barbarita… Yo bien, ¿y usted? Aquí estaba contando… Pues decía que eché a correr…
—Hacia la calle de la Greda.
—No…, los amigos se habían trasladado a una casa de la calle de Alcalá, la de Casa-Irujo, que tiene ventanas al parque del ministerio de la Guerra… Subo y me les encuentro muy desanimados. Me asomé con ellos a las ventanas que dan a Buenavista, y no vi nada… «¿Pero a cuándo esperan? ¿En qué están pensando?…». Francamente, yo creí que el golpe se había chafado y que Pavía no se atrevía a echar las tropas a la calle. Serrano, impaciente, limpiaba los cristales empañados, para mirar, y abajo no se veía nada. «Mi general —le dije—, yo veo una faja negra, que así de pronto, en la oscuridad de la noche, parece un zócalo… Mire usted bien, ¿no será una fila de hombres?». «¿Y qué hacen ahí pegados a la pared?». «Vea usted, vea usted, el zócalo se mueve. Parece una culebra que rodea todo el edificio y que ahora se desenrosca… ¿Ve usted?… La punta se extiende hacia las rampas». «Soldados son», dijo en voz baja el general, y en el mismo instante entró Zalamero con medio palmo de lengua fuera, diciendo: «La votación sigue: la ventaja que llevaba al principio Salmerón, la lleva ahora Castelar… Nueve votos… Pero aún falta por votar la mitad del Congreso…». Ansiedad en todas las caras… A mí me tocaba entonces ir allá, para traer el resultado final de la votación… Tras, tras…, cojo mi calle del Turco, y entrando en el Congreso, me encontré a un periodista que salía: «La proposición lleva diez votos de ventaja. Tendremos ministerio Palanca». ¡Pobre Emilio!… Entré. En el salón estaban votando ya las filas de arriba. Eché un vistazo y salí. Di la vuelta por la curva, pensando lo que acababa de ver en Buenavista, la cinta negra enroscada en el edificio… Figueras salió por la escalerilla del reloj, y me dijo: «Usted qué cree, ¿habrá trifulca esta noche?». Y le respondí: «Váyase usted tranquilo, maestro, que no habrá nada…». «Me parece —dijo con socarronería— que esto se lo lleva Pateta». Yo me reí. Y a poco pasa un portero, y me dice con la mayor tranquilidad del mundo, que por la calle del Florín había tropa. «¿De veras? Visiones de usted. ¡Qué tropa ni qué niño muerto!». Yo me hacía de nuevas. Asomé la jeta por la puerta del reloj. «No me muevo de aquí —pensé, mirando la mesa—. Ahora veréis lo que es canela…». Estaban leyendo el resultado de la votación. Leían los nombres de todos los votantes sin omitir uno. De repente aparecen por la puerta del rincón de Fernando el Católico varios quintos mandados por un oficial, y se plantan junto a la escalera de la mesa. Parecían comparsas de teatro. Por la otra puerta entró un coronel viejo de la Guardia Civil.
—El coronel Iglesias —dijo Barbarita, que deseaba terminase el relato—. De buena escapó el país… Bien, Jacinto, supongo que almorzará usted con nosotros.
—Pues ya lo creo —dijo el Delfín—. Hoy no le suelto; y pronto mamá, que es tarde.
Barbarita y Jacinta salieron.
—¿Y Salmerón qué hizo?
—Yo puse toda mi atención en Castelar, y le vi llevarse la mano a los ojos y decir: ¡Qué ignominia! En la mesa se armó un barullo espantoso… Gritos, protestas. Desde el reloj vi una masa de gente, todos en pie… No distinguía al presidente. Los quintos inmóviles… De repente ¡pum!, sonó un tiro en el pasillo…
—Y empezó la desbandada… Pero dime otra cosa, chico. No puedo apartar de mi pensamiento… ¿Decías que llevaba sombrero?
—¿Quién?… ¡Ah! ¿Aquélla? Sí, sombrero, y de muchísimo gusto —dijo el compinche con tanto énfasis como si continuara narrando el suceso histórico—, y vestido azul elegantísimo y abrigo de terciopelo…
—¿Tú estás de guasa? Abrigo de terciopelo.
—Vaya… y con pieles, un abrigo soberbio. Le caía tan bien…, que…
Entró Jacinta sin anunciarse ni con ruido de pasos ni de ninguna otra manera. Villalonga giró sobre el último concepto como una veleta impulsada por fuerte racha de viento.
—El abrigo que yo llevaba…, mi gabán de pieles…, quiero decir, que en aquella marimorena me arrancaron una solapa…, la piel de una solapa quiero decir…
—Cuando se metió usted debajo del banco.
—Yo no me metí debajo de ningún banco, tocaya. Lo que hice fue ponerme en salvo como los demás por lo que pudiera tronar.
—Mira, mira, querida esposa —dijo Santa Cruz, mostrando a su mujer el chaleco, que se quitó apenas puesto—. Mira cómo cuelga ese último botón de abajo. Hazme el favor de pegárselo o decirle a Rafaela que se lo pegue, o en último caso llamar al coronel Iglesias.
—Venga acá —dijo Jacinta con mal humor, saliendo otra vez.
—En buen apuro me vi, camaraíta —dijo Villalonga conteniendo la risa—. ¿Se enteraría? Pues verás; otro detalle. Llevaba unos pendientes de turquesas, que eran la gracia divina sobre aquel cutis moreno pálido. ¡Ay, qué orejitas de Dios y qué turquesas! Te las hubieras comido. Cuando les vimos levantarse, nos propusimos seguir a la pareja para averiguar dónde vivía. Toda la gente que había en Praga la miraba, y ella más parecía corrida que orgullosa. Salimos…, tras, tras…, calle de Alcalá, Peligros, Caballero de Gracia, ellos delante, nosotros detrás. Por fin dieron fondo en la calle del Colmillo. Llamaron al sereno, les abrió, entraron. En una casa que está en la acera del Norte entre la tienda de figuras de yeso y el establecimiento de burras de leche…, allí.
Entró Jacinta con el chaleco.
—Vamos… a ver… ¿Manda usía otra cosa?
—Nada más, hijita; muchas gracias. Dice este monstruo que no tuvo miedo y que se salió tan tranquilo…; yo no lo creo.
—¿Pero miedo a qué?… Si yo estaba en el ajo… Os diré el último detalle para que os asombréis. Los cañones que puso Pavía en las bocacalles estaban descargados. Y ya veis los que pasó dentro. Dos tiros al aire, y lo mismo que se desbandan los pájaros posados en un árbol cuando dais debajo de él dos palmadas, así se desbandó la asamblea de la República.
—El almuerzo está en la mesa. Ya pueden ustedes venir —dijo la esposa, que salió delante de ellos muy preocupada.
—¡Estómagos, a defenderse!
Algunas palabras había cogido la Delfina al vuelo que no tenían, a su parecer, ninguna relación con aquello de las Cortes, el coronel Iglesias y el ministerio Palanca. Indudablemente había moros por la costa. Era preciso descubrir, perseguir y aniquilar al corsario a todo trance. En la mesa versó la conversación sobre el mismo asunto, y Villalonga, después de volver a contar el caso con todos sus pelos y señales para que lo oyera D. Baldomero, añadió diferentes pormenores que daban color a la historia.
—¡Ah! Castelar tuvo golpes admirables. «¿Y la Constitución federal?…». «La quemasteis en Cartagena».
—¡Qué bien dicho!
—El único que se resistía a dejar el local fue Díaz Quintero, que empezó a pegar gritos y a forcejear con los guardias civiles… Los diputados y el presidente abandonaron el salón por la puerta del reloj y aguardaron en la biblioteca a que les dejaran salir. Castelar se fue con dos amigos por la calle del Florín, y retiróse a su casa, donde tuvo un fuerte ataque de bilis.
Estas referencias o noticias sueltas eran en aquella triste historia como las uvas desgranadas que quedan en el fondo del cesto después de sacar los racimos. Eran las más maduras, y quizás por esto las más sabrosas.
3
En los siguientes días, la observadora y suspicaz Jacinta notó que su marido entraba en casa fatigado, como hombre que ha andado mucho. Era la perfecta imagen del corredor que va y viene y sube escaleras y recorre calles sin encontrar el negocio que busca. Estaba cabizbajo como los que pierden dinero, como el cazador impaciente que se desperna de monte en monte sin ver pasar alimaña cazable; como el artista desmemoriado a quien se le escapa del filo del entendimiento la idea feliz o la imagen que vale para él un mundo. Su mujer trataba de reconocerle, echando en él la sonda de la curiosidad cuyo plomo eran los celos; pero el Delfín guardaba sus pensamientos muy al fondo y cuando advertía conatos de sondaje, íbase más abajo todavía.
Estaba el pobre Juanito Santa Cruz sometido al horroroso suplicio de la idea fija. Salió, investigó, rebuscó, y la mujer aquella, visión inverosímil que había trastornado a Villalonga, no parecía por ninguna parte. ¿Sería sueño, o ficción vana de los sentidos de su amigo? La portera de la casa indicada por Jacinto se prestó a dar cuantas noticias se le exigían, mas lo único de provecho que Juan obtuvo de su indiscreción complaciente fue que en la casa de huéspedes del segundo habían vivido un señor y una señora, «guapetona ella» durante dos días nada más. Después habían desaparecido… La portera declaraba con notoria agudeza que, a su parecer, el señor se había largado por el tren, y la individua, señora… o lo que fuera… andaba por Madrid. ¿Pero dónde demonios andaba? Esto era lo que había que averiguar. Con todo su talento no podía Juan darse explicación satisfactoria del interés, de la curiosidad o afán amoroso que despertaba en él una persona a quien dos años antes había visto con indiferencia y hasta con repulsión. La forma, la pícara forma, alma del mundo, tenía la culpa. Había bastado que la infeliz joven abandonada, miserable y quizás mal oliente se trocase en la aventurera elegante, limpia y seductora, para que los desdenes del hombre del siglo, que rinde culto al arte personal, se trocaran en un afán ardiente de apreciar por sí mismo aquella transformación admirable, prodigio de esta nuestra edad de seda. «Si esto no es más que curiosidad, pura curiosidad… —se decía Santa Cruz, caldeando su alma turbada—. Seguramente, cuando la vea me quedaré como si tal cosa; pero quiero verla, quiero verla a todo trance…, y mientras no la vea, no creeré en la metamorfosis». Y esta idea le dominaba de tal modo, que lo infructuoso de sus pesquisas producíale un dolor indecible, y se fue exaltando, y por último figurábase que tenía sobre sí una grande, irreparable desgracia. Para acabar de aburrirle y trastornarle, un día fue Villalonga con nuevos cuentos.
—He averiguado que el hombre aquel es un trapisondista… Ya no está en Madrid. Lo de los fusiles era un timo…, letras falsificadas.
—Pero ella…
—A ella la ha visto ayer Joaquín Pez… Sosiégate, hombre, no te vaya a dar algo. ¿Dónde dices? Pues por no sé qué calle. La calle no importa. Iba vestida con la mayor humildad… Tú dirás como yo, ¿y el abrigo de terciopelo?… ¿Y el sombrerito?… ¿Y las turquesas?… Paréceme que me dijo Joaquín que aún llevaba las turquesas… No, no, no dijo esto, porque si las hubiera llevado, no las habría visto. Iba de pañuelo a la cabeza, bien anudado debajo de la barba, y con un mantón negro de mucho uso, y un gran lío de ropa en la mano… ¿Te explicas esto? ¿No? Pues yo sí… En el lío iba el abrigo, y quizás otras prendas de ropa…
—Como si lo viera —apuntó Juanito con rápido discernimiento—. Joaquín la vio entrar en una casa de préstamos.
—Hombre, ¡qué talentazo tienes!… Verde y con asa…
—¿Pero no la vio salir; no la siguió después para ver dónde vive?
—Eso te tocaba a ti… También él lo habría hecho. Pero considera, alma cristiana, que Joaquinito es de la Junta de Aranceles y Valoraciones, y precisamente había junta aquella tarde, y nuestro amigo iba al ministerio con la puntualidad de un Pez.
Quedóse Juan con esta noticia más pensativo y peor humorado, sintiendo arreciar los síntomas del mal que padecía, y que principalmente se alojaba en su imaginación, mal de ánimo con mezcla de un desate nervioso acentuado por la contrariedad. ¿Por qué la despreció cuando la tuvo como era, y la solicitaba cuando se volvió muy distinta de lo que había sido?… El pícaro ideal, ¡ay!, el eterno ¿cómo será?
Y la pobre Jacinta, a todas éstas, descrismándose por averiguar qué demonches de antojo o manía embargaba el ánimo de su inteligente esposo. Éste se mostraba siempre considerado y afectuoso con ella; no quería darle motivo de queja; mas para conseguirlo, necesitaba apelar a su misma imaginación dañada, revestir a su mujer de formas que no tenía, y suponérsela más ancha de hombros, más alta, más mujer, más pálida… y con las turquesas aquellas en las orejas… Si Jacinta llega a descubrir este arcano escondidísimo del alma de Juanito Santa Cruz, de fijo pide el divorcio. Pero estas cosas estaban muy adentro, en cavernas más hondas que el fondo de la mar, y no llegara a ella la sonda de Jacinta ni con todo el plomo del mundo.
Cada día más dominado por su frenesí investigador, visitó Santa Cruz diferentes casas, unas de peor fama que otras, misteriosas aquéllas, éstas al alcance de todo el público. No encontrando lo que buscaba en lo que parece más alto, descendió de escalón en escalón, visitó lugares donde había estado algunas veces y otros donde no había estado nunca. Halló caras conocidas y amigas, caras desconocidas y repugnantes, y a todas pidió noticias, buscando remedio al tifus de curiosidad que le consumía. No dejó de tocar a ninguna puerta tras de la cual pudieran esconderse la vergüenza perdida o la perdición vergonzosa. Sus explicaciones parecían lo que no eran por el ardor con que las practicaba y el carácter humanitario de que las revestía. Parecía un padre, un hermano que desalado busca a la prenda querida que ha caído en los dédalos tenebrosos del vicio. Y quería cohonestar su inquietud con razones filantrópicas y aun cristianas que sacaba de su entendimiento rico en sofisterías. «Es un caso de conciencia. No puedo consentir que caiga en la miseria y en la abyección, siendo, como soy, responsable… ¡Oh!, mi mujer me perdone; pero una esposa, por inteligente que sea, no puede hacerse cargo de los motivos morales, sí, morales que tengo para proceder de esta manera».
Y siempre que iba de noche por las calles, todo bulto negro o pardo se le antojaba que era la que buscaba. Corría, miraba de cerca…, y no era. A veces creía distinguirla de lejos, y la forma se perdía en el gentío como la gota en el agua. Las siluetas humanas que en el claro oscuro de la movible muchedumbre parecen escamoteadas por las esquinas y los portales, le traían descompuesto y sobresaltado. Mujeres vio muchas, a oscuras aquí, allá iluminadas por la claridad de las tiendas; mas la suya no parecía. Entraba en todos los cafés, hasta en algunas tabernas entró, unas veces solo, otras acompañado de Villalonga. Iba con la certidumbre de encontrarla en tal o cual parte; pero al llegar, la imagen que llevaba consigo, como hechura de sus propios ojos, se desvanecía en la realidad. «¡Parece que donde quiera que voy —decía con profundo tedio— llevo su desaparición, y que estoy condenado a expulsarla de mi vista con mi deseo de verla!». Decíale Villalonga que tuviera paciencia; pero su amigo no la tenía; iba perdiendo la serenidad de su carácter, y se lamentaba de que a un hombre tan grave y bien equilibrado como él le trastornase tanto un mero capricho, una tenacidad del ánimo, desazón de la curiosidad no satisfecha. «Cosas de los nervios, ¿verdad Jacintillo? Esta pícara imaginación… Es como cuando tú te ponías enfermo y delirante esperando ver salir una carta que no salía nunca. Francamente, yo me creía más fuerte contra esta horrible neurosis de la carta que no sale».
Una noche que hacía mucho frío, entró el Delfín en su casa no muy tarde, en un estado lamentable. Se sentía mal, sin poder precisar lo que era. Dejóse caer en un sillón y se inclinó de un lado con muestras de intensísimo dolor. Acudió a él su amante esposa, muy asustada de verle así y de oír los ayes lastimeros que de sus labios se escapaban, junto con una expresión fea que se perdona fácilmente a los hombres que padecen.
—¿Qué tienes, nenito?
El Delfín se oprimía con la mano el costado izquierdo. Al pronto creyó Jacinta que a su marido le habían pegado una puñalada. Dio un grito…, miró; no tenía sangre…
—¡Ah! ¿Es que te duele?… ¡Pobrecito niño! Eso será frío… Espérate, te pondré una bayeta caliente…, te daremos friegas con… con árnica…
Entró Barbarita y miró alarmada a su hijo, pero antes de tomar ninguna disposición, echóle una buena reprimenda porque no se recataba del crudísimo viento seco del Norte que en aquellos días reinaba. Juan entonces se puso a tiritar, dando diente con diente. El frío que le acometió fue tan intenso que las palabras de queja salían de sus labios como pulverizadas. La madre y la esposa se miraron con terror consultándose recíprocamente en silencio sobre la gravedad de aquellos síntomas… Es mucho Madrid éste. Sale de caza un cristiano por esas calles, noche tras noche. ¿En dónde estará la res? Tira por aquí, tira por allá, y nada. La res no cae. Y cuando más descuidado está el cazador, viene callandito por detrás una pulmonía de la finas, le apunta, tira, y me le deja seco.