MÁS ESCENAS DE LA VIDA ÍNTIMA
1
Saliendo por los corredores, decía Guillermina a su amiga:
—Eres una inocentona… Tú no sabes tratar con esta gente. Déjame a mí, y estate tranquila, que el Pituso es tuyo. Yo me entiendo. Si ese bribón te coge por su cuenta, te saca más de lo que valen todos los chicos de la Inclusa juntos con sus padres respectivos. ¿Qué pensabas tú ofrecerle? ¿Diez mil reales? Pues me los das, y si lo saco por menos, la diferencia es para mi obra.
Después de platicar un rato con Severiana en la salita de ésta, salieron escoltadas por diferentes cuerpos y secciones de la granujería de los dos patios. A Juanín, por más que Jacinta y Rafaela se desojaban buscándole, no le vieron por ninguna parte.
Aquel día, que era el 22, empeoró el Delfín a causa de su impaciencia y por aquel afán de querer anticiparse a la naturaleza, quitándole a ésta los medios de su propia reparación. A poco de levantarse tuvo que volverse a la cama, quejándose de molestias y dolores puramente ilusorios. Su familia, que ya conocía bien sus mañas, no se alarmaba, y Barbarita recetábale sin cesar sábanas y resignación. Pasó la noche intranquilo; pero se estuvo durmiendo toda la mañana del 23, por lo que pudo Jacinta dar otro salto, acompañada de Rafaela, a la calle de Mira el Río. Esta visita fue de tan poca sustancia, que la dama volvió muy triste a su casa. No vio al Pituso ni al señor Izquierdo. Díjole Severiana que Guillermina había estado antes y echado un largo parlamento con el endivido, quien tenía al chico montado en el hombro, ensayándose sin duda para hacer el San Cristóbal. Lo único que sacó Jacinta en limpio de la excursión de aquel día fue un nuevo testimonio de la popularidad que empezaba a alcanzar en aquellas casas. Hombres y mujeres la rodeaban y poco faltó para que la llevaran en volandas. Oyóse una voz que gritaba: «¡Viva la simpatía!» y le echaron coplas de gusto dudoso, pero de muy buena intención. Los de Ido llevaban la voz cantante en este concierto de alabanzas, y daba gozo ver a D. José tan elegante, con las prendas en buen uso que Jacinta le había dado, y su hongo casi nuevo de color café. El primogénito de los claques fue objeto de una serie de transacciones y reventas chalanescas, hasta que lo adquirió por dos cuartos un cierto vecino de la casa, que tenía la especialidad de hacer el higuí en los Carnavales.
Adoración se pegaba a Doña Jacinta desde que la veía entrar. Era como una idolatría el cariño de aquella chicuela. Quedábase estática y lela delante de la señorita, devorándola con sus ojos, y si ésta le cogía la cara o le daba un beso, la pobre niña temblaba de emoción y parecía que le entraba fiebre. Su manera de expresar lo que sentía era dar de cabezadas contra el cuerpo de su ídolo, metiendo la cabeza entre los pliegues del mantón y apretando como si quisiera abrir con ella un hueco. Ver partir a Doña Jacinta era quedarse Adoración sin alma, y Severiana tenía que ponerse seria para hacerla entrar en razón. Aquel día le llevó la dama unas botitas muy lindas, y prometió llevarle otras prendas, pendientes y una sortija con un diamante fino del tamaño de un garbanzo; más grande todavía, del tamaño de una avellana.
Al volver a su casa, tenía la Delfina vivos deseos de saber si Guillermina había hecho algo. Llamóla por el balcón; pero la fundadora no estaba. Probablemente, según dijo la criada, no regresaría hasta la noche porque había tenido que ir por tercera vez a la estación de las Pulgas, a la obra y al asilo de la calle de Alburquerque.
Aquel día ocurrió en casa de Santa Cruz un suceso feliz. Entró D. Baldomero de la calle cuando ya se iban a sentar a la mesa, y dijo con la mayor naturalidad del mundo que le había caído la lotería. Oyó Barbarita la noticia con calma, casi con tristeza, pues el capricho de la suerte loca no le hacía mucha gracia. La Providencia no había andado en aquello muy lista que digamos, porque ellos no necesitaban de la lotería para nada, y aun parecía que les estorbaba un premio que, en buena lógica, debía de ser para los infelices que juegan por mejorar de fortuna. ¡Y había tantas personas aquel día dadas a Barrabás por no haber sacado ni un triste reintegro! El 23, a la hora de la lista grande, Madrid parecía el país de las desilusiones, porque… ¡Cosa más particular!, a nadie le tocaba. Es preciso que a uno le toque para creer que hay agraciados.
D. Baldomero estaba muy sereno, y el golpe de suerte no le daba calor ni frío. Todos los años compraba un billete entero, por rutina o vicio, quizás por obligación, como se toma la cédula de vecindad u otro documento que acredite la condición de español neto, sin que nunca sacase más que fruslerías, algún reintegro o premios muy pequeños. Aquel año le tocaron doscientos cincuenta mil reales. Había dado, como siempre, muchas participaciones, por lo cual los doce mil quinientos duros se repartían entre la multitud de personas de diferente posición y fortuna; pues si algunos ricos cogían buena breva, también muchos pobres pellizcaban algo. Santa Cruz llevó la lista al comedor, y la iba leyendo mientras comía, haciendo la cuenta de lo que a cada cual tocaba. Se le oía como se oye a los niños del Colegio de San Ildefonso que sacan y cantan los números en el acto de la extracción.
—Los Chicos jugaron dos décimos y se calzan cincuenta mil reales. Villalonga un décimo: veinticinco mil. Samaniego la mitad.
Pepe Samaniego apareció en la puerta a punto que D. Baldomero pregonaba su nombre y su premio, y el favorecido no pudo contener su alegría y empezó a dar abrazos a todos los presentes, incluso a los criados.
—Eulalia Muñoz, un décimo: veinticinco mil reales. Benignita, medio décimo: doce mil quinientos reales. Federico Ruiz, dos duros: cinco mil reales. Ahora viene toda la morralla. Deogracias, Rafaela y Blas han jugado diez reales cada uno. Les tocan mil doscientos cincuenta.
—El carbonero, ¿a ver el carbonero? —dijo Barbarita que se interesaba por los jugadores de la última escala lotérica.
—El carbonero echó diez reales; Juana, nuestra insigne cocinera, veinte, el carnicero quince… A ver, a ver: Pepa la pincha cinco reales, y su hermana otros cinco. A éstas les tocan seiscientos cincuenta reales.
—¡Qué miseria!
—Hija, no lo digo yo, lo dice la aritmética.
Los partícipes iban llegando a la casa atraídos por el olor de la noticia, que se extendió rápidamente; y la cocinera, las pinchas y otras personas de la servidumbre se atrevían a quebrantar la etiqueta, llegándose a la puerta del comedor y asomando sus caras regocijadas para oír cantar al señor la cifra de aquellos dineros que les caían. La señorita Jacinta fue quien primero llevó los parabienes a la cocina, y la pincha perdió el conocimiento por figurarse que con los tristes cinco reales le habían caído lo menos tres millones. Estupiñá, en cuanto supo lo que pasaba, salió como un rayo por esas calles en busca de los agraciados para darles la noticia. Él fue quien dio las albricias a Samaniego, y cuando ya no halló ningún interesado, daba la gran jaqueca a todos los conocidos que encontraba. ¡Y él no se había sacado nada!
Sobre esto habló Barbarita a su marido con toda la gravedad discreta que el caso requería.
—Hijo, el pobre Plácido está muy desconsolado. No puede disimular su pena, y eso de salir a dar la noticia es para que no le conozcamos en la cara la hiel que está tragando.
—Pues hija, yo no tengo la culpa… Te acordarás que estuvo con el medio duro en la mano, ofreciéndolo y retirándolo, hasta que al fin su avaricia pudo más que la ambición, y dijo: —Para lo que yo me he de sacar, más vale que emplee mi escudito en anises… ¡Toma anises!
—¡Pobrecillo!… Ponlo en la lista.
D. Baldomero miró a su esposa con cierta severidad. Aquella infracción de la aritmética parecíale una cosa muy grave.
—Ponlo, hombre, ¿qué más te da? Que estén todos contentos…
D. Baldomero II se sonrió con aquella bondad patriarcal tan suya, y sacando otra vez lista y lápiz, dijo en alta voz:
—Rossini, diez reales: le tocan mil doscientos cincuenta.
Todos los presentes se apresuraron a felicitar al favorecido, quedándose él tan parado y suspenso, que creyó que le tomaban el pelo.
—No, si yo no…
Pero Barbarita le echó unas miradas que le cortaron el hilo de su discurso. Cuando la señora miraba de aquel modo no había más remedio que callarse.
—¡Si habrá nacido de pie este bendito Plácido —dijo D. Baldomero a su nuera—, que hasta se saca la lotería sin jugar!
—Plácido —gritó Jacinta riéndose con mucha gana—, es el que nos ha traído la suerte.
—Pero si yo… —murmuró otra vez Estupiñá, en cuyo espíritu las nociones de la justicia eran siempre muy claras, como no se tratara de contrabando.
—Pero tonto… ¡cómo tendrás esa cabeza —dijo Barbarita con mucho fuego—, que ni siquiera te acuerdas de que me diste medio duro para la lotería!
—Yo… cuando usted lo dice… En fin… La verdad, mi cabeza anda, talmente, así un poco ida…
Se me figura que Estupiñá llegó a creer a pie juntillas que había dado el escudo.
—¡Cuando yo decía que el número era de los más bonitos…! —manifestó D. Baldomero con orgullo—. En cuanto el lotero me lo entregó, sentí la corazonada.
—Como bonito… —agregó Estupiñá—, no hay duda que lo es.
—Si tenía que salir, eso bien lo veía yo —afirmó Samaniego con esa convicción que es resultado del gozo—. ¡Tres cuatros seguidos, después un cero, y acabar con un ocho…! Tenía que salir.
El mismo Samaniego fue quien discurrió celebrar con panderetazos y villancicos el fausto suceso, y Estupiñá propuso que fueran todos los agraciados a la cocina para hacer ruido con las cacerolas. Mas Barbarita prohibió todo lo que fuera barullo, y viendo entrar a Federico Ruiz, a Eulalia Muñoz y a uno de los Chicos, Ricardo Santa Cruz mandó destapar media docena de botellas de champagne.
Toda esta algazara llegaba a la alcoba de Juan, que se entretenía oyendo contar a su mujer y a su criado lo que pasaba, y singularmente el milagro del premio de Estupiñá. Lo que se rió con esto no hay para qué decirlo. La prisión en que tan a disgusto estaba volvíale pronto a su mal humor y poniéndose muy regañón decía a su mujer:
—Eso, eso, déjame solo otra vez para ir a divertirte con la bullanga de esos idiotas. ¡La lotería! ¡Qué atraso tan grande! Es de las cosas que debieran suprimirse; mata el ahorro; es la Providencia de las haraganes. Con la lotería no puede haber prosperidad pública… ¿Qué?, te marchas otra vez. ¡Bonita manera de cuidar a un enfermo! Y vamos a ver, ¿qué demonios tienes tú que hacer por esas calles toda la mañana? A ver, explícame, quiero saberlo; porque es ya lo de todos los días.
Jacinta daba sus excusas risueña y sosegada. Pero le fue preciso soltar una mentirijilla. Había salido por la mañana a comprar nacimientos, velitas de color y otras chucherías para los niños de Candelaria.
—Pues entonces —replicó Juanito revolviéndose entre las sábanas—, yo quiero que me digan para qué sirven mamá y Estupiñá, que se pasan la vida mareando a los tenderos y se saben de memoria los puestos de Santa Cruz… A ver, que me expliquen esto…
La algazara de los premiados, que iba cediendo algo, se aumentó con la llegada de Guillermina, la cual supo en su casa la nueva y entró diciendo a voces:
—Cada uno me tiene que dar el veinticinco por ciento para mi obra… Si no, Dios y San José les amargarán el premio.
—El veinticinco por ciento es mucho para la gente menuda —dijo D. Baldomero—. Consúltalo con San José y verás cómo me da la razón.
—¡Hereje!… —replicó la dama haciéndose la enfadada—. Herejote…, después que chupas el dinero de la Nación, que es el dinero de la Iglesia, ahora quieres negar tu auxilio a mi obra, a los pobres… El veinticinco por ciento y tú el cincuenta por ciento… Y punto en boca. Si no, lo gastarás en botica. Conque elige.
—No, hija mía; por mí te lo daré todo…
—Pues no harás nada de más, avariento. Se están poniendo bien las cosas, a fe mía… El ciento de pintón, que estaba la semana pasada a diez reales, ahora me lo quieren cobrar a once y medio, y el pardo a diez y medio. Estoy volada. Los materiales por las nubes…
Samaniego se empeñó en que la santa había de tomar una copa de champagne.
—¿Pero tú qué has creído de mí, viciosote? ¡Yo beber esas porquerías!… ¿Cuándo cobras, mañana? Pues prepárate. Allí me tendrás como la maza de Fraga. No te dejaré vivir.
Poco después Guillermina y Jacinta hablaban a solas, lejos de todo oído indiscreto.
—Ya puedes vivir tranquila —le dijo la Pacheco—. El Pituso es tuyo. He cerrado el trato esta tarde. No puedes figurarte lo que bregué con aquel Iscariote. Perdí la cuenta de las hostias que me echó el muy blasfemo. Allá me sacó del cofre la partida de bautismo, un papelejo que apestaba. Este documento no prueba nada. El chico será o no será… ¡Quién lo sabe! Pero pues tienes este capricho de ricacha mimosa, allá con Dios… Todo esto me parece irregular. Lo primero debió ser hablar del caso a tu marido. Pero tú buscas la sorpresita y el efecto teatral. Allá lo veremos… Ya sabes, hija, el trato es trato. Me ha costado Dios y ayuda hacer entrar en razón al señor Izquierdo. Por fin se contenta con seis mil quinientos reales. Lo que sobra de los diez mil reales es para mí, que bien me lo he sabido ganar… Conque mañana, yo iré después de medio día; ve tú también con los santos cuartos.
Púsose Jacinta muy contenga. Había realizado su antojo; ya tenía su juguete. Aquello podría ser muy bien una niñería; pero ella tenía sus razones para obrar así. El plan que concibió para presentar al Pituso a la familia e introducirlo en ella, revelaba cierta astucia. Pensó que nada debía decir por el pronto al Delfín. Depositaría su hallazgo en casa de su hermana Candelaria hasta ponerle presentable. Después diría que era un huerfanito abandonado en las calles, recogido por ella… Ni una palabra referente a quién pudiera ser la mamá ni menos el papá de tal muñeco. Todo el toque estaba en observar la cara que pondría Juan al verle. ¿Diríale algo la voz misteriosa de la sangre? ¿Reconocería en las facciones del pobre niño las de…? Al interés dramático de este lance sacrificaba Jacinta la conveniencia de los procedimientos propios de tal asunto. Imaginándose lo que iba a pasar, la turbación del infiel, el perdón suyo, y mil cosas y pormenores novelescos que barruntaba, producíase en su alma un goce semejante al del artista que crea o compone, y también un poco de venganza, tal y como en alma tan noble podía producirse esta pasión.
2
Cuando fue al cuarto del Delfín, Barbarita le hacía tomar a éste un tazón de té con coñac. En el comedor continuaba la bulla; pero los ánimos estaban más serenos.
—Ahora —dijo la mamá—, han pegado la hebra con la política. Dice Samaniego que hasta que no corten doscientas o trescientas cabezas; no habrá paz. El marqués no está por el derramamiento de sangre, y Estupiñá le preguntaba por qué no había aceptado la diputación que le ofrecieron… Se puso lo mismito que un pavo, y dijo que él no quería meterse en…
—No dijo eso —saltó Juanito, suspendiendo la bebida.
—Que sí, hijo; dijo que no quería meterse en estos… no sé qué.
—Que no dijo eso, mamá. No alteres tú también la verdad de los textos.
—Pero hijo, si lo he oído yo.
—Aunque lo hayas oído, te sostengo que no pudo decir eso…, vaya.
—¿Pues qué?
—El marqués no pudo decir meterse… Yo pongo mi cabeza a que dijo inmiscuirse… Si sabré yo cómo hablan las personas finas.
Barbarita soltó la carcajada.
—Pues sí… tienes razón; así, así fue… Que no quería inmiscuirse…
—¿Lo ves? Jacinta…
—¿Qué quieres, niño mimoso?
—Mándale un recado a Aparisi. Que venga al momento.
—¿Para qué? ¿Sabes la hora que es?
—En cuanto sepa el motivo, se planta aquí de un salto.
—¿Pero a qué?
—¡Ahí es nada! ¿Crees que va a dejar pasar eso de inmiscuirse? Yo quiero saber cómo se sacude esa mosca…
Las dos damas celebraron aquella broma mientras le arreglaban la cama. Guillermina había salido de la casa sin despedirse, y poco a poco se fueron marchando los demás. Antes de las doce, todo estaba en silencio, y los papás se retiraron a su habitación, después de encargar a Jacinta que estuviese muy a la mira para que el Delfín no se desabrigara. Éste parecía dormido profundamente, y su esposa se acostó sin sueño, con el ánimo más dispuesto a la centinela que al descanso. No había transcurrido una hora, cuando Juan despertó intranquilo, rompiendo a hablar de una manera algo descompuesta. Creyó Jacinta que deliraba, y se incorporó en su cama; mas no era delirio, sino inquietud con algo de impertinencia. Procuró calmarle con palabras cariñosas; pero él no se daba a partido.
—¿Quieres que llame?
—No; es tarde, y no quiero alarmar… Es que estoy nervioso. Se me ha espantado el sueño. Ya se ve; todo el día en este pozo del aburrimiento. Las sábanas arden y mi cuerpo está frío.
Jacinta se echó la bata, y corrió a sentarse al borde del lecho de su marido. Parecióle que tenía algo de calentura. Lo peor era que sacaba los brazos y retiraba las mantas. Temerosa de que se enfriara, apuró todas las razones para sosegarle, y viendo que no podía ser, quitóse la bata y se metió con él en la cama, dispuesta a pasar la noche abrigándole por fuerza como a los niños, y arrullándole para que se durmiera. Y la verdad fue que con esto se sosegó un tanto, porque le gustaban los mimos, y que se molestaran por él, y que le dieran tertulia cuando estaba desvelado. ¡Y cómo se hacía el nene, cuando su mujer, con deliciosa gentileza materna, le cogía entre sus brazos y le apretaba contra sí para agasajarle, prestándole su propio calor! No tardó Juan en aletargarse con la virtud de estos melindres. Jacinta no quitaba sus ojos de los ojos de él, observando con atención sostenida si se dormía, si murmuraba alguna queja, si sudaba. En esta situación oyó claramente la una, la una y media, las dos, cantadas por la campana de la Puerta del Sol con tan claro timbre, que parecían sonar dentro de la casa. En la alcoba había una luz dulce, colada por pantalla de porcelana.
Y cuando pasaba un rato largo sin que él se moviera, Jacinta se entregaba a sus reflexiones. Sacaba sus ideas de la mente, como el avaro saca las monedas, cuando nadie le ve, y se ponía a contarlas y a examinarlas y a mirar si entre ellas había alguna falsa. De repente acordábase de la jugarreta que le tenía preparada a su marido, y su alma se estremecía con el placer de su pueril venganza. El Pituso se le metía al instante entre ceja y ceja. ¡Le estaba viendo! La contemplación ideal de lo que aquellas facciones tenían de desconocido, el trasunto de las facciones de la madre, era lo que más trastornaba a Jacinta, enturbiando su piadosa alegría. Entonces sentía las cosquillas, pues no merecen otro nombre, las cosquillas de aquella infantil rabia que solía acometerla, sintiendo además en sus brazos cierto prurito de apretar y apretar fuerte para hacerle sentir al infiel el furor de la paloma que la dominaba. Pero la verdad era que no apretaba ni pizca, por miedo de turbarle el sueño. Si creía notar que se estremecía con escalofríos, apretaba sí dulcemente, liándose a él para comunicarle todo el calor posible. Cuando él gemía o respiraba muy fuerte, le arrullaba dándole suaves palmadas en la espalda, y por no apartar sus manos de aquella obligación, siempre que quería saber si sudaba o no, acercaba su nariz o su mejilla a la frente de él.
Serían las tres cuando el Delfín abrió los ojos, despabilándose completamente, y miró a su mujer, cuya cara no distaba de la suya el espacio de dos o tres narices.
—¡Qué bien me encuentro ahora! —le dijo con dulzura—. Estoy sudando; ya no tengo frío. ¿Y tú no duermes? ¡Ah! La gran lotería es la que me ha tocado a mí. Tú eres mi premio gordo. ¡Qué buena eres!
—¿Te duele la cabeza?
—No me duele nada. Estoy bien; pero me he desvelado; no tengo sueño. Si no lo tienes tú tampoco, cuéntame algo. A ver dime a dónde fuiste esta mañana.
—A contar los frailes, que se ha perdido uno. Así nos decía mamá cuando mis hermanas y yo le preguntábamos dónde había ido.
—Respóndeme al derecho. ¿A dónde fuiste? —Jacinta se reía, porque le ocurrió dar a su marido un bromazo muy chusco—. ¡Qué alegre está el tiempo! ¿De qué te ríes?
—Me río de ti… ¡Qué curiosos son estos hombres! ¡Virgen María! Todo lo quieren saber.
—Claro, y tenemos derecho a ello.
—No puede una salir a compras…
—Dale con las tiendas. Competencia con mamá y Estupiñá; eso no puede ser. Tú no has ido a compras.
—Que sí.
—¿Y qué has comprado?
—Tela.
—¿Para camisas mías? Si tengo… creo que son veintisiete docenas.
—Para camisas tuyas, sí; pero te las hago chiquititas.
—¡Chiquititas!
—Sí, y también te estoy haciendo unos baberos muy monos.
—¡A mí, baberos a mí!
—Sí, tonto; por si se te cae la baba.
—¡Jacinta!
—Anda… y se ríe el muy simple. ¡Verás qué camisas! Sólo que las mangas son así…, no te cabe más que un dedo en ellas.
—¿De veras que tú?… A ver ponte seria… Si te ríes no creo nada.
—¿Ves que seria me pongo?… Es que me haces reír tú… Vaya, te hablaré con formalidad. Estoy haciendo un ajuar.
—Vamos, no quiero oírte… ¡Qué guasoncita!
—Que es verdad.
—Pero…
—¿Te lo digo? Di si te lo digo.
Pasó un ratito en que se estuvieron mirando. La sonrisa de ambos parecía una sola, saltando de boca a boca.
—¡Qué pesadez!… Di pronto…
—Pues allá va… Voy a tener un niño.
—¡Jacinta! ¿Qué me cuentas?… Estas cosas no son para bromas —dijo Santa Cruz con tal alborozo, que su mujer tuvo que meterle en cintura.
—Eh, formalidad. Si te destapas me callo.
—Tú bromeas… Pues si fuera eso verdad, no lo habrías cantado poco… ¡Con las ganitas que tú tienes! Ya se lo habrías dicho hasta a los sordos. Pero di, ¿y mamá lo sabe?
—No, no lo sabe nadie todavía.
—Pero mujer… Déjame, voy a tirar de la campanilla.
—Tonto…, loco…, estáte quieto o te pego.
—Que se levanten todos en la casa para que sepan… Pero ¿es farsa tuya? Sí, te lo conozco en los ojos.
—Si no te estás quieto, no te digo más…
—Bueno, pues me estaré quieto… Pero responde, ¿es presunción tuya o…?
—Es certeza.
—¿Estás segura?
—Tan segura como si le estuviera viendo, y le sintiera correr por los pasillos… ¡Es más salado, más pillín…!, bonito como un ángel, y tan granuja como su papá.
—¡Ave María Purísima, qué precocidad! Todavía no ha nacido y ya sabes que es varón, y que es tan granuja como yo.
La Delfina no podía tener la risa. Tan pegados estaban el uno al otro, que parecía que Jacinta se reía con los labios de su marido, y que éste sudaba por los poros de las sienes de su mujer.
—¡Vaya con mi señora, lo que me tenía guardado! —añadió Juan con incredulidad.
—¿Te alegras?
—¿Pues no me he de alegrar? Si fuera cierto, ahora mismo ponía en planta a toda la familia para que lo supieran; de fijo que papá se encasquetaba el sombrero y se echaba a la calle, disparado, a comprar un nacimiento. Pero vamos a ver, explícate, ¿cuándo será eso?
—Pronto.
—¿Dentro de seis meses? ¿Dentro de cinco?
—Más pronto.
—¿Dentro de tres?
—Más prontísimo… Está al caer, al caer.
—¡Bah!… Mira, esas bromas son impertinentes. ¿Conque fuera de cuenta? Pues nada, no se te conoce.
—Porque lo disimulo.
—Sí; para disimular estás tú. Lo que harías tú, con las ganas que tienes de chiquillos, sería salir para que todo el mundo te viera con tu bombo, y mandar a Rossini con un suelto a La Correspondencia.
—Pues te digo que ya no hay día seguro. Nada, hombre, cuando le veas te convencerás.
—¿Pero a quién he de ver?
—Al…, a tu hijito, a tu nenín de tu alma.
—Te digo formalmente que me llenas de confusión, porque para chanza me parece mucha insistencia; y si fuera verdad, no lo habrías tenido tan guardado hasta ahora.
Comprendiendo Jacinta que no podía sostener más tiempo el bromazo, quiso recoger vela, y le incitó a que se durmiera, porque la conversación acalorada podía hacerle daño.
—Tiempo hay de que hablemos de esto —le dijo—; y ya…, ya te irás convenciendo.
—Güeno —replicó él con puerilidad graciosa tomando el tono de un niño a quien arrullan.
—A ver si te duermes… Cierra esos ojitos. ¿Verdad que me quieres?
—Más que a mi vida. Pero, hija de mi alma, ¡qué fuerza tienes! ¡Cómo aprietas!
—Si me engañas te cojo y… así, así…
—¡Ay!
—Te deshago como un bizcocho.
—¡Qué gusto!
—Y ahora, a mimir…
Éste y otros términos que se dicen a los niños les hacían reír cada vez que los pronunciaban; pero la confianza y la soledad daban encanto a ciertas expresiones que habrían sido ridículas en pleno día y delante de gente. Pasado un ratito, Juan abrió los ojos, diciendo en tono de hombre:
—¿Pero de veras que vas a tener un chico?
—Chi… y a mimir… rro… rro…
Entre dientes le cantaba una canción de adormidera, dándole palmadas en la espalda.
—¡Qué gusto ser bebé! —murmuró el Delfín—, ¡sentirse en los brazos de la mamá, recibir el calor de su aliento y…!
Pasó otro rato, y Juan, despabilándose y fingiendo el lloriqueo de un tierno infante en edad de lactancia, chilló así:
—Mamá… mamá…
—¿Qué?
—Teta.
Jacinta sofocó una carcajada.
—Ahola no…, teta caca…, cosa fea…
Ambos se divertían con tales simplezas. Era un medio de entretener el tiempo y de expresar su cariño.
—Toma teta —díjole Jacinta metiéndole un dedo en la boca; y él se lo chupaba diciendo que estaba muy rica, con otras muchas tontadas, justificadas sólo por la ocasión, la noche y la dulce intimidad.
—¡Si alguien nos oyera, cómo se reiría de nosotros!
—Pero como no nos oye nadie… Las cuatro: ¡Qué tarde!
—Di qué temprano. Ya pronto se levantará Plácido para ir a despertar al sacristán de San Ginés. ¡Qué frío tendrá!…
—¡Cuánto mejor nosotros aquí, tan abrigaditos!…
—Me parece que de ésta me duermo, vida.
—Y yo también, corazón.
Se durmieron como dos ángeles, mejilla con mejilla.
3
24 de diciembre.
Por la mañana encargó Barbarita a Jacinta ciertos menesteres domésticos que la contrariaron; pero la misma retención en la casa ofreció coyuntura a la joven para dar un paso que siempre le había inspirado inquietud. Díjole Barbarita que no saliera en todo aquel día, y como tenía que salir forzosamente, no hubo más remedio que revelar a su suegra el lío que entre manos traía. Pidióle perdón por no haberle confiado aquel secreto, y advirtió con grandísima pena que su suegra no se entusiasmaba con la idea de poseer a Juanín.
—¿Pero tú sabes lo grave que es eso?… Así, sin más ni más…, un hijo llovido. ¿Y qué pruebas hay de que sea tal hijo?… ¿No será que te han querido estafar? ¿Y crees tú que se parece realmente? ¿No será ilusión tuya?… Porque todo eso es muy vago… Esos hallazgos de hijos parecen cosa de novela…
La Delfina se descorazonó mucho. Esperaba una explosión de júbilo en su mamá política. Pero no fue así. Barbarita, cejijunta y preocupada, le dijo con frialdad:
—No sé qué pensar de ti; pero en fin, tráetelo y escóndelo hasta ver… La cosa es muy grave. Diré a tu marido que Benigna está enferma y has ido a visitarla.
Después de esta conversación, fue Jacinta a la casa de su hermana a quien también confió su secreto, concertando con ella el depositar el niño allí hasta que Juan y D. Baldomero lo supieran.
—Veremos cómo lo toman —añadió dando un gran suspiro.
Estaba Jacinta aquella tarde fuera de sí. Veía al Pituso como si lo hubiera parido, y se había acostumbrado tanto a la idea de poseerlo, que se indignaba de que su suegra no pensase lo mismo que ella.
Juntóse Rafaela con su ama en la casa de Benigna, y helas aquí por la calle de Toledo abajo. Llevaban plata menuda para repartir a los pobres, y algunas chucherías, entre ellas la sortija que la señorita había prometido a Adoración. Era una soberbia alhaja, comprada aquella mañana por Rafaela en los bazares de Liquidación por saldo, a real y medio la pieza, y tenía un diamante tan grande y bien tallado, que al mismo Regente le dejaría bizco con el fulgor de sus luces. En la fabricación de esta soberbia piedra había sido empleado el casco más valioso de un fondo de vaso. Apenas llegaron a los corredores del primer patio, viéronse rodeadas por pelotones de mujeres y chicos, y para evitar piques y celos, Jacinta tuvo que poner algo en todas las manos. Quién cogía la peseta, quién el duro o el medio duro. Algunas, como Severiana, que, dicho sea entre paréntesis, tenía para aquella noche una magnífica lombarda, lomo adobado y el besugo correspondiente, se contentaban con un saludo afectuoso. Otros no se daban por satisfechos con lo que recibían. A todos preguntaba Jacinta que qué tenían para aquella noche. Algunas entraban con el besugo cogido por las agallas; otras no habían podido traer más que cascajo. Vio a muchas subir con el jarro de leche de almendras, que les dieran en el café de los Naranjeros, y de casi todas las cocinas salía tufo de fritangas y el campaneo de los almireces. Éste besaba el duro que la señorita le daba, y el otro tirábalo al aire para cogerlo con algazara, diciendo: «¡Aire, aire, a la plaza!». Y salían por aquellas escaleras abajo camino de la tienda. Había quien preparaba su banquete con un hocico con carrilleras, una libra de tapa del cencerro, u otras despreciadas partes de la res vacuna, o bien con asadura, bofes de cerdo, sangre frita y desperdicios aún peores. Los más opulentos dábanse tono con su pedazo de turrón del que se parte con martillo, y la que había traído una granada tenía buen cuidado de que la vieran. Pero ningún habitante de aquellas regiones de miseria era tan feliz como Adoración, ni excitaba tanto la envidia entre las amigas, pues la rica alhaja que ceñía su dedo y que mostraba con el puño cerrado, era fina y de ley y había costado unos grandes dinerales. Aun las pequeñas que ostentaban zapatos nuevos, debidos a la caridad de doña Jacinta, los habrían cambiado por aquella monstruosa y relumbrante piedra. La poseedora de ella, después que recorrió ambos corredores enseñándola, se pegó otra vez a la señorita, frotándose el lomo contra ella como los gatos.
—No me olvidaré de ti, Adoración —le dijo la señorita, que con esta frase parecía anunciar que no volvería pronto.
En ambos patios había tal ruido de tambores, que era forzoso alzar la voz para hacerse oír. Cuando a los tamborazos se unía el estrépito de las latas de petróleo, parecía que se desplomaban las frágiles casas. En los breves momentos que la tocata cesaba, oíase el canto de un mirlo silbando la frase del himno de Riego, lo único que del tal himno queda ya. En la calle de Mira del Río tocaba un pianillo de manubrio, y en la calle del Bastero otro, armándose entre los dos una zaragata musical, como si las dos piezas se estuvieran arañando en feroz pelea con las uñas de sus notas. Eran una polca y un andante patético, enzarzados como dos gatos furibundos. Esto y los tambores, y los gritos de la vieja que vendía higos, y el clamor de toda aquella vecindad alborotada, y la risa de los chicos, y el ladrar de los perros pusiéronle a Jacinta la cabeza como una grillera.
Repartidas las limosnas, fue al 17, donde ya estaba Guillermina, impaciente por su tardanza. Izquierdo y el Pituso estaban también; el primero fingiéndose muy apenado de la separación del chico. Ya la fundadora había entregado el triste estipendio.
—Vaya, abreviemos —dijo ésta cogiendo al muchacho que estaba como asustado.
—¿Quieres venirte conmigo?
—Mela pa ti… —replicó el Pituso con brío, y se echó a reír, alabando su propia gracia.
Las tres mujeres se rieron mucho también de aquella salida tan fina, e Izquierdo, rascándose la noble frente, dijo así:
—La señorita… a cuenta que ahora le enseñará a no soltar exprisiones.
—Buena falta le hace… En fin, vámonos.
Juanín hizo alguna resistencia; pero al fin se dejó llevar, seducido con la promesa de que le iban a comprar un nacimiento y muchas cosas buenas para que se las comiera todas.
—Ya le he prometido al señor de Izquierdo —dijo Guillermina—, que se le procurará una colocación, y por de pronto ya le he dado mi tarjeta para que vaya a ver con ella a uno de los artistas de más fama, que está pintando ahora un magnífico Buen Ladrón. Vaya…, quédese con Dios.
Despidióse de ellas el futuro modelo con toda la urbanidad que en él era posible, y salieron. Rafaela llevaba en brazos el chico. Como a fines de diciembre son tan cortos los días, cuando salieron de la casa ya se echaba la noche encima. El frío era intenso, penetrante y traicionero como de helada, bajo un cielo bruñido, inmensamente desnudo y con las estrellas tan desamparadas, que los estremecimientos de su luz parecían escalofríos. En la calle del Bastero se insurreccionó el Pituso. Su bellísima frente ceñuda indicaba esta idea: «¿Pero a dónde me llevan estas tías?». Empezó a rascarse la cabeza, y dijo con sentimiento: «Pae Pepe…».
—¿Qué te importa a ti tu papá Pepe? ¿Quieres un rabel? Di lo que quieres.
—Quelo citunas —replicó alargando la jeta—. No, citunas no; un pez.
—¿Un pez?… Ahora mismo —le dijo su futura mamá, que estaba nerviosísima, sintiendo toda aquella vibración glacial de las estrellas dentro de su alma.
En la calle de Toledo volvieron a sonar los cansados pianitos, y también allí se engarfiñaron las dos piezas, una tonadilla de la Mascota y la sinfonía de Semíramis. Estuvieron batiéndose con ferocidad, a distancia como de treinta pasos, tirándose de los pelos, dándose dentelladas y cayendo juntas en la mezcla inarmónica de sus propios sonidos. Al fin venció Semíramis, que resonaba orgullosa marcando sus nobles acentos, mientras se extinguían las notas de su rival, gimiendo cada vez más lejos, confundidas con el tumulto de la calle.
Érales difícil a las tres mujeres andar aprisa, por la mucha gente que venía calle abajo, caminando presurosa con la querencia del hogar próximo. Los obreros llevaban el saquito con el jornal; las mujeres algún comistrajo recién comprado; los chicos, con sus bufandas enroscadas en el cuello, cargaban rabeles, nacimientos de una tosquedad prehistórica o tambores que ya iban bien baqueteados antes de llegar a la casa. Las niñas iban en grupo de dos o de tres, envuelta la cabeza en toquillas, charlando cada una por siete. Cuál llevaba una botella de vino, cuál el jarrito con leche de almendra; otras salían de las tiendas de comestibles dando brincos o se paraban a ver los puestos de panderetas, dándoles con disimulo un par de golpecitos para que sonaran. En los puestos de pescado los maragatos limpiaban los besugos, arrojando las escamas sobre los transeúntes, mientras un ganapán vestido con los calzonazos negros y el mandil verde rayado berreaba fuera de la puerta: «¡Al vivo de hoy, al vivito!»… Enorme farolón con los cristales muy limpios alumbraba las pilas de lenguados, sardinas y pajeles, y las canastas de almejas. En las carnicerías sonaban los machetazos con sorda trepidación, y los platillos de las pesas, subiendo y bajando sin cesar, hacían contra el mármol del mostrador los ruidos más extraños, notas de misteriosa alegría. En aquellos barrios algunos tenderos hacen gala de poseer, además de géneros exquisitos, una imaginación exuberante, y para detener al que pasa y llamar compradores, se valen de recursos teatrales y fantásticos. Por eso vio Jacinta de puertas afuera pirámides de barriles de aceitunas que llegaban hasta el primer piso, altares hechos con cajas de mazapán, trofeos de pasas y arcos triunfales festoneados con escobones de dátiles. Por arriba y por abajo banderas españolas con poéticas inscripciones que decían: el Diluvio en mazapán, o Turrón del Paraíso terrenal… Más allá Mantecadas de Astorga bendecidas por Su Santidad Pío IX. En la misma puerta uno o dos horteras vestidos ridículamente de frac, con chistera abollada, las manos sucias y la cara tiznada, gritaban desaforadamente ponderando el género y dándolo a probar a todo el que pasaba. Un vendedor ambulante de turrón había discurrido un rótulo peregrino para anonadar a sus competidores los orgullosos tenderos de establecimiento. ¿Qué pondría? Porque decir que el género era muy bueno no significaba nada. Mi hombre había clavado en el más gordo bloque de aquel almendrado una banderita que decía: Turrón higiénico. Conque ya lo veía el público… El otro turrón sería todo lo sabroso y dulce que quisieran; mas no era higiénico.
—Quelo un pez… —gruñó el Pituso frotándose con mal humor los ojos.
—Mira —le decía Rafaela—, tu mamá te va a comprar un pez de dulce.
—Pae Pepe… —repitió el chico llorando.
—¿Quieres una pandereta?… ¿Sí, una pandereta grande, que suene mucho?
Las tres hacían esfuerzos para acallarle, ofreciéndole cuanto había que ofrecer. Después de comprada la pandereta, el chico dijo que quería una naranja. Le compraron también naranjas. La noche avanzaba, y el tránsito se hacía difícil por la acera estrecha, resbaladiza y húmeda, tropezando a cada instante con la gente.
—Verás, verás, ¡qué nacimiento tan bonito! —le decía Jacinta para calmarle—. ¡Y qué niños tan guapos! Y un pez grande, tremendo, todo de mazapán, para que te lo comas entero.
—¡Grande, grande!
A ratos se tranquilizaba, pero de repente le entraba el berrinche y se ponía a dar patadas en el aire. Rafaela, que era una mujer de poquísimas fuerzas, ya no podía más. Guillermina se lo quitó de los brazos, diciendo:
—Dámelo acá… No puedes ya con tu alma… Ea, caballerito; a callar se ha dicho…
El Pituso le dio un porrazo en la cabeza.
—Mira que te estrello… Verás la azotaina que te vas a llevar… ¡Y qué gordo está el tunante!, parece mentira…
—Quelo un batón… ¡Hostia!
—¿Un bastón?… También te lo compramos, hijo, si te estás calladito… A ver, dónde encontraremos bastones ahora…
—Buena falta le hace —dijo Guillermina, y de los de acebuche, que escuecen bien, para enseñarle a no ser mañoso.
De esta manera llegaron a los portales y a la casa de Villuendas, ya cerrada la noche. Entraron por la tienda, y en la trastienda Jacinta se dejó caer fatigadísima sobre un saco lleno de monedas de cinco duros. Al Pituso le depositó Guillermina sobre un voluminoso fardo que contenía… ¡Mil onzas!
4
Los dependientes que estaban haciendo el recuento y balance, metían en las arcas de hierro los cartuchos de oro y los paquetes de billetes de Banco, sujetos con un elástico. Otro contaba sobre una mesa pesetas gastadas y las cogía después con una pala como si fueran lentejas. Manejaban el género con absoluta indiferencia, cual si los sacos de monedas lo fueran de patatas, y las resmas de billetes, papel de estraza. A Jacinta le daba miedo ver aquello, y entraba siempre allí con cierto respeto parecido al que le inspiraba la iglesia, pues el temor de llevarse algún billete de cuatro mil reales pegado a la ropa le ponía nerviosa.
Ramón Villuendas no estaba; pero Benigna bajó al momento, y lo primero que hizo fue observar atentamente la cara sucia de aquel aguinaldo que su hermana le traía.
—Qué, ¿no le encuentras parecido? —díjole Jacinta algo picada.
—La verdad, hija… No sé qué te diga…
—Es el vivo retrato —afirmó la otra, queriendo cerrar la puerta, con una opinión absoluta, a todas las dudas que pudieran surgir.
—Podrá ser…
Guillermina se despidió rogando a los dependientes que le cambiaran por billetes tres monedas de oro que llevaba.
—Pero me habéis de dar premio —les dijo—. Tres reales por ciento. Si no, me voy a la Lonja del Almidón, donde tienen más caridad que vosotros.
En esto entró el amo de la casa, y tomando las monedas, las miró sonriendo.
—Son falsas… Tienen hoja.
—Usted sí que tiene hoja —replicó la santa con gracia, y los demás se reían—. Una peseta de premio por cada una.
—¡Cómo va subiendo!… Usted nos tira al degüello.
—Lo que merecéis, publicanos.
Villuendas tomó de un cercano montón dos duros y los añadió a los billetes del cambio.
—Vaya… Para que no diga…
—Gracias… Ya sabía yo que usted…
—A ver, Doña Guillermina, espere un ratito —añadió Ramón—. ¿Es cierto lo que me han contado, que usted, cuando no cae bastante dinero en la suscripción para la obra, le cuelga a San José un ladrillo del pescuezo para que busque cuartos?
—El señor San José no necesita de que le colguemos nada, pues hace siempre lo que nos conviene… Conque buenas noches; ahí les queda ese caballerito. Lo primero que deben hacer es ponerle a remojo para que se le ablande la mugre.
Ramón miró al Pituso. Su semblante no expresaba tampoco una convicción muy profunda respecto al parecido. Sonreía Benigna, y si no hubiera sido por consideración a su querida hermana, habría dicho del Pituso lo que de las monedas que no sonaban bien: es falso, o por lo menos, tiene hoja.
—Lo primero es que le lavemos.
—No se va a dejar —indicó Jacinta—. Éste no ha visto nunca el agua. Vamos, arriba.
Subiéronle, y que quieras que no, le despojaron de los pingajos que vestía y trajeron un gran barreño de agua. Jacinta mojaba sus dedos en ella diciendo con temor: «¿Estará muy fría?, ¿estará muy caliente? ¡Pobre ángel, qué mal rato va a pasar!». Benigna no se andaba en tantos reparos, y ¡pataplum!, le zambulló dentro, sujetándole brazos y piernas. ¡Cristo! Los chillidos del Pituso se oían desde la Plaza Mayor. Enjabonáronle y restregáronle sin miramiento alguno, haciendo tanto caso de sus berridos como si fueran expresiones de alegría. Sólo Jacinta, más piadosa, agitaba el agua queriendo hacerle creer que aquello era muy divertido. Sacado al fin de aquel suplicio y bien envuelto en una sábana de baño, Jacinta le estrechó contra su seno diciéndole que ahora sí que estaba guapo. El calorcillo calmaba la irritación de sus chillidos, cambiándolos en sollozos, y la reacción, junto con la limpieza, le animó la cara, tiñéndosela de ese rosicler puro y celestial que tiene la infancia al salir del agua. Le frotaban para secarle y sus brazos torneados, su fina tez y hermosísimo cuerpo producían a cada instante exclamaciones de admiración. «¡Es un niño Jesús…, es una divinidad este muñeco!».
Después empezaron a vestirle. Una le ponía las medias, otra le entraba una camisa finísima. Al sentir la molestia del vestir volvióle el mal humor, y trajéronle un espejo para que se mirara, a ver si el amor propio y la presunción acallaban su displicencia.
—Ahora, a cenar… ¿Tienes ganita?
El Pituso abría una boca descomunal y daba unos bostezos que eran la medida aproximada de su gana de comer.
—Ay, ¡qué ganitas tiene el niño! Verás… Vas a comer cosas ricas…
—¡Patata! —gritó con ardor famélico.
—¿Qué patatas, hombre? Mazapán, sopa de almendra…
—¡Patata, hostia! —repitió él pataleando.
—Bueno, patatitas, todo lo que tú quieras.
Ya estaba vestido. La buena ropa le caía tan bien que parecía haberla usado toda su vida. No fue algazara la que armaron los niños de Villuendas cuando le vieron entrar en el cuarto donde tenían su nacimiento. Primero se sorprendieron en masa, después parecía que se alegraban; por fin determináronse los sentimientos de recelo y suspicacia. La familia menuda de aquella casa se componía de cinco cabezas, dos niñas grandecitas, hijas de la primera mujer de Ramón, y los tres hijos de Benigna, dos de los cuales eran varones.
Juanín se quedó pasmado y lelo delante del nacimiento. La primera manifestación que hizo de sus ideas acerca de la libertad humana y de la propiedad colectiva consistió en meter mano a las velas de colores. Una de las niñas llevó tan a mal aquella falta de respeto, y dio unos chillidos tan fuertes que por poco se arma allí la de San Quintín.
—¡Ay Dios mío! —exclamó Benigna—. Vamos a tener un disgusto con este salvajito…
—Yo le compraré a él muchas velas —afirmó Jacinta—. ¿Verdad, hijo, que tú quieres velas?
Lo que él quería principalmente era que le llenaran la barriga, porque volvió a dar aquellos bostezos que partían el alma.
—A comer, a comer —dijo Benigna, convocando a toda la tropa menuda.
Y los llevó por delante como un hato de pavos. La comida estaba dispuesta para los niños, porque los papás cenarían aquella noche en casa del tío Cayetano.
Jacinta se había olvidado de todo, hasta de marcharse a su casa, y no supo apreciar el tiempo mientras duró la operación de lavar y vestir al Pituso. Al caer en la cuenta de lo tarde que era, púsose precipitadamente el manto, y se despidió del Pituso, a quien dio muchos besos. «¡Qué fuerte te da, hija!» le dijo su hermana sonriendo. Y razón tenía hasta cierto punto, porque a Jacinta le faltaba poco para echarse a llorar.
Y Barbarita, ¿qué había hecho en la mañana de aquel día 24? Veámoslo.
Desde que entró en San Ginés, corrió hacia ella Estupiñá como perro de presa que embiste, y le dijo frotándose las manos:
—Llegaron las ostras gallegas. ¡Buen susto me ha dado el salmón! Anoche no he dormido. Pero con seguridad le tenemos. Viene en el tren de hoy.
Por más que el gran Rossini sostenga que aquel día oyó la misa con devoción, yo no lo creo. Es más; se puede asegurar que ni cuando el sacerdote alzaba en sus dedos al Dios sacramentado, estuvo Plácido tan edificante como otras veces, ni los golpes de pecho que se dio retumbaban tanto como otros días en la caja del tórax. El pensamiento se le escapaba hacia la liviandad de las compras, y la misa le pareció larga, tan larga, que se hubiera atrevido a decir al cura, en confianza, que se menease más. Por fin salieron la señora y su amigo. Él se esforzaba en dar a lo que era gusto las apariencias del cumplimiento de un deber penoso. Se afanaba por todo, exagerando las dificultades.
—Se me figura —dijo con el mismo tono que debe emplear Bismarck para decir al emperador Guillermo que desconfía de la Rusia—, que los pavos de la escalerilla no están todo lo bien cebados que debíamos suponer. Al salir hoy de casa les he tomado el peso uno por uno, y francamente, mi parecer es que se los compremos a González. Los capones de éste son muy ricos… También les tomé el peso. En fin, usted lo verá.
Dos horas se llevaron en la calle de Cuchilleros, cogiendo y soltando animales, acosados por los vendedores, a quienes Plácido trataba a la baqueta. Echábaselas él de tener un pulso tan fino para apreciar el peso, que ni un adarme se le escapaba. Después de dejarse allí bastante dinero, tiraron para otro lado. Fueron a casa de Ranero para elegir algunas culebras del legítimo mazapán de Labrador, y aún tuvieron tela para una hora más.
—Lo que la señora debía haber hecho hoy —dijo Estupiñá sofocado, y fingiéndose más sofocado de lo que estaba—, es traerse una lista de cosas, y así no se nos olvidaba nada.
Volvieron a la casa a las diez y media, porque Barbarita quería enterarse de cómo había pasado su hijo la noche, y entonces fue cuando Jacinta reveló lo del Pituso a su mamá política, quedándose ésta tan sorprendida como poco entusiasmada, según antes se ha dicho. Sin cuidado ya con respecto a Juan, que estaba aquel día mucho mejor, Doña Bárbara volvió a echarse a la calle con su escudero y canciller. Aún faltaban algunas cosillas, la mayor parte de ellas para regalar a deudos y amigos de la familia. Del pensamiento de la gran señora no se apartaba lo que su nuera le había dicho. ¿Qué casta de nieto era aquél? Porque la cosa era grave… ¡Un hijo del Delfín! ¿Sería verdad? Virgen Santísima, ¡qué novedad tan estupenda! ¡Un nietecito por detrás de la Iglesia! ¡Ah!, las resultas de los devaneos de marras… Ella se lo temía… Pero ¿y si todo era hechura de la imaginación exaltada de Jacinta y de su angelical corazón? Nada, nada, aquella misma noche al acostarse, le había de contar todo a Baldomero.
Nuevas compras fueron realizadas en aquella segunda parte de la mañana, y cuando regresaban, cargados ambos de paquetes, Barbarita se detuvo en la plazuela de Santa Cruz, mirando con atención de compradora los nacimientos. Estupiñá se echaba a discurrir, y no comprendía por qué la señora examinaba con tanto interés los puestos, estando ya todos los chicos de la parentela de Santa Cruz surtidos de aquel artículo. Creció el asombro de Plácido cuando vio que la señora, después de tratar como en broma un portal de los más bonitos, lo compró. El respeto selló los labios del amigo, cuando ya se desplegaban para decir: «¿Y para quién es este Belén, señora?».
La confusión y curiosidad del anciano llegaron al colmo cuando Barbarita, al subir la escalera de la casa, le dijo con cierto misterio: «Dame esos paquetes, y métete este armatoste debajo de la capa. Que no lo vea nadie cuando entremos». ¿Qué significaban estos tapujos? ¡Introducir un Belén cual si fuera matute! Y como expertísimo contrabandista, hizo Plácido su alijo con admirable limpieza. La señora lo tomó de sus manos, y llevándolo a su alcoba con minuciosas precauciones para que de nadie fuera visto, lo escondió, bien cubierto con un pañuelo, en la tabla superior de su armario de luna.
Todo el resto del día estuvo la insigne dama muy atareada, y Estupiñá saliendo y entrando, pues cuando se creía que no faltaba nada, salíamos con que se había olvidado lo más importante. Llegada la noche, inquietó a Barbarita la tardanza de Jacinta, y cuando la vio entrar fatigadísima, el vestido mojado y toda hecha una lástima, se encerró un instante con ella, mientras se mudaba, y le dijo con severidad:
—Hija, pareces loca… Vaya por dónde te ha dado… por traerme nietos a casa… Esta tarde tuve la palabra en la boca para contarle a Baldomero tu calaverada; pero no me atreví… Ya debes suponer si la cosa me parece grave…
Era crueldad expresarse así, y debía mi señora Doña Bárbara considerar que allá se iban compras con compras y manías con manías. Y no paró aquí el réspice, pues a renglón seguido vino esta observación, que dejó helada a la infeliz Jacinta:
—Doy de barato que ese muñeco sea mi nieto. Pues bien: ¿no se te ocurre que el trasto de su madre puede reclamarlo y metemos en un pleitazo que nos vuelva locos?
—¿Cómo lo ha de reclamar si lo abandonó? —contestó la otra sofocada, queriendo aparentar un gran desprecio de las dificultades.
—Sí, fíate de eso… Eres una inocente.
—Pues si lo reclama, no se lo daré —manifestó Jacinta con una resolución que tenía algo de fiereza—. Diré que es hijo mío, que le he parido yo, y que prueben lo contrario… A ver, que me lo prueben.
Exaltada y fuera de sí, Jacinta, que se estaba vistiendo a toda prisa, soltó la ropa para darse golpes en el pecho y en el vientre. Barbarita quiso ponerse seria; pero no pudo.
—No, tú eres la que tienes que probar que lo has parido… Pero no pienses locuras, y tranquilízate ahora, que mañana hablaremos.
—¡Ay, mamá! —dijo la nuera enterneciéndose—. ¡Si usted le viera…!
Barbarita, que ya tenía la mano en el llamador de la puerta para marcharse, volvió junto a su nuera para decirle:
—¿Pero se parece?… ¿Estás segura de que se parece?…
—¿Quiere usted verlo? Sí o no.
—Bueno, hija, le echaremos un vistazo… No es que yo crea… Necesito pruebas; pero pruebas muy claritas… No me fío yo de un parecido que puede ser ilusorio, y mientras Juan no me saque de dudas seguiré creyendo que a donde debe ir tu Pituso es a la Inclusa.
5
¡Excelente y alegre cena la de aquella noche en casa de los opulentos señores de Santa Cruz! Realmente no era cena sino comida retrasada, pues no gustaba la familia de trasnochar, y por tanto, caía dentro de la jurisdicción de la vigilia más rigurosa. Los pavos y capones eran para los días siguientes, y aquella noche cuanto se sirvió en la mesa pertenecía a los reinos de Neptuno. Sólo se sirvió carne a Juan, que estaba ya mejor y pudo ir a la mesa. Fue verdadero festín de cardenales, con desmedida abundancia de peces, mariscos y de cuanto cría la mar, todo tan por lo fino y tan bien aderezado y servido que era una gloria. Veinticinco personas había en la mesa, siendo de notar que el conjunto de los convidados ofrecía perfecto muestrario de todas las clases sociales. La enredadera de que antes hablé había llevado allí sus vástagos más diversos. Estaba el marqués de Casa-Muñoz, de la aristocracia monetaria, y un Álvarez de Toledo, hermano del duque de Gravelinas, de la aristocracia antigua, casado con un Trujillo. Resultaba no sé qué irónica armonía de la conjunción aquella de los dos nobles, oriundo el uno del gran Alba, y el otro sucesor de D. Pascual Muñoz, dignísimo ferretero de la calle de Tintoreros. Por otro lado nos encontramos con Samaniego, que era casi un hortera, muy cerca de Ruiz-Ochoa, o sea la alta banca. Villalonga representaba el Parlamento, Aparisi el Municipio, Joaquín Pez el Foro, y Federico Ruiz representaba muchas cosas a la vez: la Prensa, las Letras, la Filosofía, la Crítica musical, el Cuerpo de Bomberos, las Sociedades Económicas, la Arqueología y los Abonos químicos. Y Estupiñá, con su levita nueva de paño fino, ¿qué representaba? El comercio antiguo, sin duda, las tradiciones de la calle de Postas, el contrabando, quizás la religión de nuestros mayores, por ser hombre tan sinceramente piadoso. D. Manuel Moreno Isla no fue aquella noche; pero sí Arnáiz el gordo, y Gumersindo Arnáiz, con sus tres pollas, Barbarita II, Andrea e Isabel; mas a sus tres hermanas eclipsaba Jacinta, que estaba guapísima, con un vestido muy sencillo de rayas negras y blancas sobre fondo encarnado. También Barbarita tenía buen ver. Desde su asiento al extremo de la mesa, Estupiñá la flechaba con sus miradas, siempre que corrían de boca en boca elogios de aquellos platos tan ricos y de la variedad inaudita de pescados. El gran Rossini, cuando no miraba a su ídolo, charlaba sin tregua y en voz baja con sus vecinos, volviendo inquietamente a un lado y otro su perfil de cotorra.
Nada ocurrió en la cena digno de contarse. Todo fue alegría sin nubes, y buen apetito sin ninguna desazón. El pícaro del Delfín hacía beber a Aparisi y a Ruiz para que se alegraran, porque uno y otro tenían un vino muy divertido, y al fin consiguió con el champagne lo que con el Jerez no había conseguido. Aparisi, siempre que se ponía peneque, mostraba un entusiasmo exaltado por las glorias nacionales. Sus jumeras eran siempre una fuerte emersión de lágrimas patrióticas, porque todo lo decía llorando. Allí brindó por los héroes de Trafalgar, por los héroes del Callao y por otros muchos héroes marítimos; pero tan conmovido el hombre y con los músculos olfatorios tan respingados, que se creería que Churruca y Méndez Núñez eran sus papás y que olían muy mal. A Ruiz también le daba por el patriotismo y por los héroes; pero inclinándose a lo terrestre y empleando un cierto tono de fiereza. Allí sacó a Tetuán y a Zaragoza poniendo al extranjero como chupa de dómine, diciendo, en fin, que nuestro porvenir está en África, y que el Estrecho es un arroyo español. De repente levantóse Estupiñá el grande, copa en mano, y no puede formarse idea de la expectación y solemnísimo silencio que precedieron a su breve discurso. Conmovido y casi llorando, aunque no estaba ajumao, brindó por la noble compañía, por los nobles señores de la casa y por…, aquí una pausa de emoción y una cariñosa mirada a Jacinta…, y porque la noble familia tuviera pronto sucesión, como él esperaba… y sospechaba… y creía.
Jacinta se puso muy colorada, y todos, todos los presentes, incluso el Delfín, celebraron mucho la gracia. Después hubo gran tertulia en el salón; pero poco después de las doce se habían retirado todos. Durmió Jacinta sin sosiego, y a la mañana siguiente, cuando su marido no había despertado aún, salió para ir a misa. Oyóla en San Ginés, y después fue a casa de Benigna, donde encontró escenas de desolación. Todos los sobrinitos estaban alborotados, inconsolables, y en cuanto la vieron entrar corrieron hacia ella pidiendo justicia. ¡Vaya con lo que había hecho Juanín!… ¡Ahí era nada en gracia de Dios! Empezó por arrancarles la cabeza a las figuras del nacimiento…, y lo peor era que se reía al hacerlo, como si fuera una gracia. ¡Vaya una gracia! Era un sinvergüenza, un desalmado, un asesino. Así lo atestiguaban Isabel, Paquito y los demás, hablando confusa y atropelladamente, porque la indignación no les permitía expresarse con claridad. Disputábanse la palabra y se cogían a la tiíta, empinándose sobre las puntas de los pies. Pero ¿dónde estaba el muy bribón? Jacinta vio aparecer su cara inteligente y socarrona. Cuando él la vio, quedóse algo turbado, y se arrimó a la pared. Acercósele Jacinta, mostrándole severidad y conteniendo la risa… Pidióle cuentas de sus horribles crímenes. ¡Arrancar la cabeza a las figuras!… Escondía el Pituso la cara muy avergonzado, y se metía el dedo en la nariz… La mamá adoptiva no había podido obtener de él una respuesta, y las acusaciones rayaban en frenesí. Se le echaban en cara los delitos más execrables, y se hacía burla de él y de sus hábitos groseros.
—Tiíta, ¿no sabes? —decía Ramona riendo—. Se come las cáscaras de naranja…
—¡Cochino!
Otra voz infantil atestiguó con la mayor solemnidad que había visto más. Aquella mañana, Juanín estaba en la cocina royendo cáscaras de patata. Esto sí que era marranada.
Jacinta besó al delincuente, con gran estupefacción de los otros chicos.
—Pues tienes bonito el delantal.
Juanín tenía el delantal como si hubiera estado fregando los suelos con él. Toda la ropa estaba igualmente sucia.
—Tiíta —le dijo Isabelita haciéndose la ofendida—. Si vieras… No hace más que arrastrarse por los suelos y dar coces como los burros. Se va a la basura y coge los puñados de ceniza para echárnosla por la cara…
Entró Benigna, que venía de misa, y corroboró todas aquellas denuncias, aunque con tono indulgente.
—Hija, no he visto un salvaje igual. El pobrecito… bien se ve entre qué gentes se ha criado.
—Mejor… Así le domesticaremos.
—¡Qué palabrotas dice!… ¡Ramón se ha reído más!… No sabes la gracia que le hace su lengua de arriero. Anoche nos dio malos ratos, porque llamaba a su Pae Pepe y se acordaba de la pocilga en que ha vivido… ¡Pobrecito! Esta mañana se me orinó en la sala. Llegué yo y me lo encontré con las enaguas levantadas… Gracias que no se le antojó hacerlo sobre el puff…; lo hizo en la coquera… He tenido que cerrar la sala, porque me destrozaba todo. ¿Has visto cómo ha puesto el nacimiento? A Ramón le hizo muchísima gracia… y salió a comprar más figuras; porque si no, ¿quién aguanta a esta patulea? No puedes figurarte la que se armó aquí anoche. Todos llorando en coro, y el otro cogiendo figuras y estrellándolas contra el suelo.
—¡Pobrecillo! —exclamó Jacinta prodigando caricias a su hijo adoptivo y a todos los demás, para evitar una tempestad de celos—. ¿Pero no veis que él se ha criado de otra manera que vosotros? Ya irá aprendiendo a ser fino. ¿Verdad, hijo mío? (Juan decía que sí con la cabeza y examinaba un pendiente de Jacinta)… Sí; pero no me arranques la oreja… Es preciso que todos seáis buenos amiguitos, y que os llevéis como hermanos. ¿Verdad, Juan, que tú no vuelves a romper las figuras?… ¿Verdad que no? Vaya, él es formal. Ramoncita, tú que eres la mayor, enséñale en vez de reñirle.
—Es muy fresco: también se quería comer una vela —dijo Ramoncita implacable.
—Las velas no se comen, no. Son para encenderlas… Veréis qué pronto aprende él todas las cosas… Si creeréis que no tiene talento.
—No hay medio de hacerle comer más que con las manos —apuntó Benigna riendo.
—Pero mujer, ¿cómo quieres que sepa…? Si en su vida ha visto él un tenedor… Pero ya aprenderá… ¿No observas lo listo que es?
Villuendas entró con las figuras.
—Vaya, a ver si éstas se salvan de la guillotina.
Mirábalas el Pituso sonriendo con malicia, y los demás niños se apoderaron de ellas, tomando todo género de precauciones para librarlas de las manos destructoras del salvaje, que no se apartaba de su madre adoptiva. El instinto, fuerte y precoz en las criaturas como en los animalitos, le impulsaba a pegarse a Jacinta y a no apartarse de ella mientras en la casa estaba… Era como un perrillo que prontamente distingue a su amo entre todas las personas que le rodean, y se adhiere a él y le mima y acaricia.
Creíase Jacinta madre, y sintiendo un placer indecible en sus entrañas, estaba dispuesta a amar a aquel pobre niño con toda su alma. Verdad que era hijo de otra. Pero esta idea, que se interponía entre su dicha y Juanín, iba perdiendo gradualmente su valor. ¿Qué le importaba que fuera hijo de otra? Esa otra quizá había muerto, y si vivía lo mismo daba, porque le había abandonado. Bastábale a Jacinta que fuera hijo de su marido para quererle ciegamente. ¿No quería Benigna a los hijos de la primera mujer de su marido como si fueran hijos suyos? Pues ella quería a Juanín como si le hubiera llevado en sus entrañas. ¡Y no había más que hablar! Olvido de todo, y nada de celos retrospectivos. En la excitación de su cariño, la dama acariciaba en su mente un plan algo atrevido. «Con ayuda de Guillermina —pensaba—, voy a hacer la pamema de que he sacado este niño de la Inclusa, para que en ningún tiempo me lo puedan quitar. Ella lo arreglará, y se hará un documento en toda regla… Seremos falsarias y Dios bendecirá nuestro fraude».
Le dio muchos besos, recomendándole que fuera bueno, y no hiciese porquerías. Apenas se vio Juanín en el suelo, agarró el bastón de Villuendas y se fue derecho hacia el nacimiento en la actitud más alarmante. Villuendas se reía sin atajarle, gritando:
—¡Adiós, mi dinero! ¡Eh!… ¡Socorro! ¡Guardias!…
Chillido unánime de espanto y desolación llenó la casa. Ramoncita pensaba seriamente en que debía llamarse a la Guardia Civil.
—Pillo, ven acá; eso no se hace —gritó Jacinta corriendo a sujetarle.
Una cosa agradaba mucho a la joven. Juanín no obedecía a nadie más que a ella. Pero la obedecía a medias, mirándola con malicia, y suspendiendo su movimiento de ataque.
—Ya me conoce —pensaba ella—. Ya sabe que soy su mamá, que lo seré de veras… Ya, ya le educaré yo como es debido.
Lo más particular fue que cuando se despidió, el Pituso quería irse con ella.
—Volveré, hijo de mi alma, volveré… ¿Veis cómo me quiere? ¿Lo veis?… Conque portarse bien todos, y no regañar. Al que sea malo, no le quiero yo…
6
No se le cocía el pan a Barbarita hasta no aplacar su curiosidad viendo aquella alhaja que su hija le había comprado, un nieto. Fuera este apócrifo o verdadero, la señora quería conocerle y examinarle; y en cuanto tuvo Juan compañía, buscaron suegra y nuera un pretexto para salir, y se encaminaron a la morada de Benigna. Por el camino, Jacinta exploró otra vez el ánimo de su tía, esperando que se hubieran disipado sus prevenciones; pero vio con mucho disgusto que Barbarita continuaba tan severa y suspicaz como el día precedente.
—A Baldomero le ha sabido esto muy mal. Dice que es preciso garantías… Y, francamente, yo creo que has obrado muy de ligero…
Cuando entró en la casa y vio al Pituso, la severidad, lejos de disminuir, parecía más acentuada. Contempló Barbarita sin decir palabra al que le presentaban como nieto, y después miró a su nuera, que estaba en ascuas, con un nudo muy fuerte en la garganta. Mas de repente, y cuando Jacinta se disponía a oír denegaciones categóricas, la abuela lanzó una fuerte exclamación de alegría, diciendo así:
—¡Hijo de mi alma!… ¡Amor mío! Ven, ven a mis brazos.
Y lo apretó contra sí tan enérgicamente, que el Pituso no pudo menos de protestar con un chillido.
—¡Hijo mío!… Corazón…, gloria, ¡qué guapo eres!… Rico, tesoro; un beso a tu abuelita.
—¿Se parece? —preguntó Jacinta no pudiendo expresarse bien, porque se le caía la baba, como vulgarmente se dice.
—¡Que si se parece! —observó Barbarita tragándole con los ojos—. Clavado, hija, clavado… ¿Pero qué duda tiene? Me parece que estoy mirando a Juan cuando tenía cuatro años.
Jacinta se echó a llorar.
—Y por lo que hace a esa fantasmona… —agregó la señora examinando más las facciones del chico—, bien se le conoce en este espejo que es guapa… Es una perfección este niño.
Y vuelta a abrazarle y a darle besos.
—Pues nada, hija —añadió después con resolución—, a casa con él.
Jacinta no deseaba otra cosa. Pero Barbarita corrigió al instante su propia espontaneidad, diciendo:
—No…, no nos precipitemos. Hay que hablar antes a tu marido. Esta noche sin falta se lo dices tú, y yo me encargo de volver a tantear a Baldomero… Si es clavado, pero clavado…
—¡Y usted que dudaba!…
—Qué quieres… Era preciso dudar, porque estas cosas son muy delicadas. Pero la procesión me andaba por dentro. ¿Creerás que anoche he soñado con este muñeco? Ayer, sin saber lo que hacía compré un nacimiento. Lo compré maquinalmente, por efecto de un no sé qué… mi resabio de compras movido del pensamiento que me dominaba.
—Bien sabía yo que usted cuando le viera…
—¡Dios mío! ¡Y las tiendas cerradas hoy! —exclamó Barbarita en tono de consternación—. Si estuvieran abiertas, ahora mismo le compraba un vestidito de marinero con su gorra en que diga: Numancia. ¡Qué bien le estará! Hijo de mi corazón, ven acá… No te me escapes; si te quiero mucho, ¡si soy tu abuelita!… Me dicen estos tontainas que has roto el camello del Rey negro. Bien, vida mía, bien roto está. Ya le compraré yo a mi niño una gruesa de camellos y de reyes negros, blancos y de todos los colores.
Jacinta tenía ya celos. Pero consolábase de ellos viendo que Juanín no quería estar en el regazo de su abuela y se deslizaba de los brazos de ésta para buscar los de su mamá verdadera. En aquel punto de la escena que se describe, empezaron de nuevo las acusaciones y una serie de informes sobre los distintos actos de barbarie consumados por Juanín. Los cinco fiscales se enracimaban en torno a las dos damas, formulando cada cual su queja en los términos más difamatorios. ¡Válganos Dios lo que había hecho! Había cogido una bota de Isabelita y tirádola dentro de la jofaina llena de agua para que nadase como un pato. «¡Ay, qué rico!» clamaba Barbarita comiéndoselo a besos. Después se había quitado su propio calzado, porque era un marrano que gustaba de andar descalzo con las patas sobre el suelo. «¡Ay, qué rico!…». Quitóse también las medias y echó a correr detrás del gato, cogiéndolo por el rabo y dándole muchas vueltas… Por eso estaba tan mal humorado el pobre animalito… Luego se había subido a la mesa del comedor para pegarle un palo a la lámpara… «¡Ay, qué rico!».
—¡Cuidado que es desgracia! —repitió la señora de Santa Cruz dando un gran suspiro—, ¡las tiendas cerradas hoy!… Porque es preciso comprarle ropita, mucha ropita… Hay en casa de Sobrino unas medidas de colores y unos trajecitos de punto que son una preciosidad… Ángel, ven, ven con tu abuelita… ¡Ah!, ya conoce el muy pillo lo que has hecho por él, y no quiere estar con nadie más que contigo.
—Ya lo creo… —indicó Jacinta con orgullo—. Pero no; él es bueno ¿sí?, y quiere también a su abuelita, ¿verdad?
Al retirarse, iban por la calle tan desatinadas la una como la otra. Lo dicho dicho: aquella misma noche hablarían las dos a sus respectivos maridos.
Aquel día, que fue el 25, hubo gran comida, y Juanito se retiró temprano de la mesa muy fatigado y con dolor de cabeza. Su mujer no se atrevió a decirle nada, reservándose para el día siguiente. Tenía bien preparado todo el discurso, que confiaba en pronunciarlo entero sin el menor tropiezo y sin turbarse. El 26 por la mañana entró D. Baldomero en el cuarto de su hijo cuando éste se acababa de levantar, y ambos estuvieron allí encerrados como una media hora. Las dos damas esperaban ansiosas en el gabinete el resultado de la conferencia, y las impresiones de Barbarita no tenían nada de lisonjeras:
—Hija, Baldomero no se nos presenta muy favorable. Dice que es necesario probarlo…, ya ves tú, probarlo; y que eso del parecido será ilusión nuestra… Veremos lo que dice Juan.
Tan anhelantes estaban las dos, que se acercaron a la puerta de la alcoba por ver si pescaban alguna sílaba de lo que el padre y el hijo hablaban. Pero no se percibía nada. La conversación era sosegada, y a veces parecía que Juan se reía. Pero estaba de Dios que no pudieran salir de aquella cruel duda tan pronto como deseaban. Pareció que el mismo demonio lo hizo, porque en el momento de salir D. Baldomero del cuarto de su hijo, he aquí que se presentan en el despacho Villalonga y Federico Ruiz. El primero cayó sobre Santa Cruz para hablarle de los préstamos al Tesoro que hacía con dinero suyo y ajeno, ganándose el ciento por ciento en pocos meses, y el segundo se metió de rondón en el cuarto del Delfín. Jacinta no pudo hablar con éste; pero se sorprendió mucho de verle risueño y de la mirada maliciosa y un tanto burlona que su marido le echó.
Fueron todos a almorzar y el misterio continuaba. Cuenta Jacinta que nunca como en aquella ocasión sintió ganas de dar a una persona de bofetadas y machacarla contra el suelo. Hubiera destrozado a Federico Ruiz, cuya charla insustancial y mareante, como zumbido de abejón, se interponía entre ella y su marido. El maldito tenía en aquella época la demencia de los castillos; estaba haciendo averiguaciones sobre todos los que en España existen más o menos ruinosos, para escribir una gran obra heráldica, arqueológica y de castrametación sentimental, que aunque estuviese bien hecha no había de servir para nada. Mareaba a Cristo con sus aspavientos por si tales o cuales ruinas eran bizantinas, mudéjares o lombardas con influencia mozárabe y perfiles románicos. «¡Oh! ¡El castillo de Coca!, ¿pues y el de Turégano?… Pero ninguno llegaba a los del Bierzo… ¡Ah! ¡El Bierzo!… La riqueza que hay en ese país es un asombro». Luego resultaba que la tal riqueza era de muros despedazados, de aleros podridos y de bastiones que se caían piedra a piedra. Ponía los ojos en blanco, las manos en cruz y los hombros a la altura de las orejas para decir: «hay una ventana en el Castillo de Ponferrada que…, vamos…, no puedo expresar lo que es aquello…». Creeríase que por la tal ventana se veía al Padre Eterno y a toda la Corte Celestial. «Caramba con la ventana —pensaba Jacinta, a quien le estaba haciendo daño el almuerzo—. Me gustaría de veras si sirviera para tirarte por ella a la calle con todos tus condenados castillos».
Villalonga y D. Baldomero no prestaban ni pizca de atención a los entusiasmos de su insufrible amigo, y se ocupaban en cosas de más sustancia.
—Porque, figúrese usted…, el Director del Tesoro acepta el préstamo en consolidado que está a 13… y extiende el pagaré por todo el valor nominal… al interés del 12 por 100. Usted vaya atando cabos…
—Es escandaloso… ¡Pobre país!…
Un instante se vieron solos Juanito y su mujer, y pudieron decirse cuatro palabras. Jacinta quiso hacerle una pregunta que tenía preparada; pero él se anticipó dejándola yerta con esta cruelísima frase, dicha en tono cariñoso: «Nena, ven acá, ¿con que hijitos tenemos?».
Y no era posible explicarse más, porque la tertulia se enzarzó y vinieron otros amigos que empezaron a reír y a bromear, tomándole el pelo a Federico Ruiz con aquello de los castillos y preguntándole con seriedad si los había estudiado todos sin que se le escapase alguno en la cuenta. Después la conversación recayó en la política. Jacinta estaba desesperada, y en los ratos que podía cambiar una palabrita con su suegra, esta poníale una cara muy desconsolada, diciéndole: «Mal negocio, hija, mal negocio».
Por la noche, comensales otra vez, y luego tertulia y mucha gente. Hasta las doce duró aquel martirio. Se marcharon al fin uno a uno. Jacinta les hubiera echado, abriendo todas las ventanas y sacudiéndoles con una servilleta, como se hace con las moscas. Cuando su marido y ella se quedaron solos, parecíale la casa un paraíso; pero sus ansiedades eran tan grandes que no podía saborear el dulce aislamiento. ¡Solos en la alcoba! Al fin…
Juan cogió a su mujer cual si fuera una muñeca, y le dijo:
—Alma mía, tus sentimientos son de ángel; pero tu razón, allá por esas nubes, se deja alucinar. Te han engañado; te han dado un soberbio timo.
—Por Dios, no me digas eso —murmuró Jacinta, después de una pausa en que quiso hablar y no pudo.
—Si desde el principio hubieras hablado conmigo… —añadió el Delfín muy cariñoso—. Pero aquí tienes el resultado de tus tapujos… ¡Ah, las mujeres! Todas ellas tienen una novela en la cabeza, y cuando lo que imaginan no aparece en la vida, que es lo más común, sacan su composicioncita.
Estaba la infeliz tan turbada que no sabía qué decir:
—Ese José Izquierdo…
—Es un tunante. Te ha engañado de la manera más chusca… Sólo tú, que eres la misma inocencia puedes caer en redes tan mal urdidas… Lo que me espanta es que Izquierdo haya podido tener ideas… Es tan bruto; pero tan bruto, que en aquella cabeza no cabe una invención de esta clase. Por lo bestia que es, parece honrado sin serlo. No, no discurrió él tan gracioso timo. O mucho me engaño, o esto salió de la cabeza de un novelista que se alimenta con judías.
—El pobre Ido es incapaz…
—De engañar a sabiendas, eso sí. Pero no te quepa duda. La primitiva idea de que ese niño es mi hijo debió ser suya. La concebiría como sospecha, como inspiración artístico-flatulenta, y el otro se dijo: «Pues toma, aquí hay un negocio». Lo que es a Platón no se le ocurre; de eso estoy seguro.
Jacinta, anonadada, quería defender su tema a todo trance.
—Juanín es tu hijo, no me lo niegues —replicó llorando.
—Te juro que no… ¿Cómo quieres que te lo jure?… ¡Ay Dios mío! Ahora se me está ocurriendo que ese pobre niño es el hijo de la hijastra de Izquierdo. ¡Pobre Nicolasa! Se murió de sobreparto. Era una excelente chica. Su niño tiene, con diferencia de tres meses, la misma edad que tendría el mío si viviese.
—¡Si viviese!
—Si viviese…, sí… Ya ves cómo te canto claro. Esto quiere decir que no vive.
—No me has hablado nunca de eso —declaró severamente Jacinta—. Lo último que me contaste fue… qué sé yo… No me gusta recordar esas cosas. Pero se me vienen al pensamiento sin querer. «No la vi más, no supe más de ella; intenté socorrerla y no la pude encontrar». A ver, ¿fue esto lo que me dijiste?
—Sí, y era la verdad, la pura verdad. Pero más adelante hay otro episodio, del cual no te he hablado nunca, porque no había para qué. Cuando ocurrió, hacía ya un año que estábamos casados; vivíamos en la mejor armonía… Hay ciertas cosas que no se deben decir a una esposa. Por discreta y prudente que sea una mujer, y tú lo eres mucho, siempre alborota algo en tales casos; no se hace cargo de las circunstancias, ni se fija en los móviles de las acciones. Entonces callé, y creo firmemente que hice bien en callar. Lo que pasó no es desfavorable para mí. Podía habértelo dicho; pero ¿y si lo interpretabas mal? Ahora ha llegado la ocasión de contártelo, y veremos qué juicio formas. Lo que sí puedo asegurarte es que ya no hay más. Esto que te voy a decir es el último párrafo de una historia que te he referido por entregas. Y se acabó. Asunto agotado… Pero es tarde, hija mía, nos acostaremos, dormiremos y mañana…
7
—No, no, no —gritó Jacinta más bien airada que impaciente—. Ahora mismo… ¿Crees que yo puedo dormir en esta ansiedad?
—Pues lo que es yo, chiquilla, me acuesto —dijo el Delfín, disponiéndose a hacerlo—. Si creerás tú que te voy a revelar algo que pone los pelos de punta. ¡Si no es nada…! Te lo cuento porque es la prueba de que te han engañado. Veo que pones una cara muy tétrica. Pues si no fuera porque el lance es bastante triste, te diría que te rieras… ¡Te has de quedar más convencida…! Y no te apures por la plancha, hija. Ahí tienes lo que las personas sacan de ser demasiado buenas. Los ángeles, como que están acostumbrados a volar, no andan por la tierra sin dar un traspié a cada paso.
Se había acostumbrado de tal modo Jacinta a la idea de hacer suyo a Juanín, de criarle y educarle como hijo, que le lastimaba al sentirlo arrancado de sí por una prueba, por un argumento en que intervenía la aborrecida mujer aquella cuyo nombre quería olvidar. Lo más particular era que seguía queriendo al Pituso, y que su cariño y su amor propio se sublevaban contra la idea de arrojarle a la calle. No le abandonaría ya, aunque su marido, su suegra y el mundo entero se rieran de ella y la tuvieran por loca y ridícula.
—Y ahora —siguió Santa Cruz, muy bien empaquetado entre sus sábanas—, despídete de tu novela, de esa grande invención de dos ingenios, Ido del Sagrario y José Izquierdo… Vamos allá… Lo último que te dije fue…
—Fue que se había marchado de Madrid y que no pudiste averiguar a dónde. Esto me lo contaste en Sevilla.
—¡Qué memoria tienes! Pues pasó tiempo, y al año de casados, un día, de repente, plaf…, entras tú en mi cuarto y me das una carta.
—¿Yo?
—Sí, una cartita que trajeron para mí. La abro, me quedo así un poco atontado… Me preguntas qué es, y te digo: —Nada, es la madre del pobre Valledor que me pide una recomendación para el alcalde… Cojo mi sombrero y a la calle.
—¡Volvía a Madrid, te llamaba, te escribía!… —observó Jacinta, sentándose al borde del lecho, la mirada fija, apagada la voz.
—Es decir, hacía que me escribieran, porque la pobrecilla no sabe… «Pues señor, no hay más remedio que ir allá». Cree que tu pobre marido iba de muy mal humor. No puedes figurarte lo que le molestaba la resurrección de una cosa que creía muerta y desaparecida para siempre. «¿Por dónde saldrá ahora?… ¿Para qué me llamará?». Yo decía también: «De fijo que hay muchacho por en medio». Esta sucesión me cargaba. «Pero en fin, ¡qué remedio!…», pensaba al subir por aquellas oscuras escaleras. Era una casa de la calle de Hortaleza, al parecer de huéspedes. En el bajo hay tienda de ataúdes. ¿Y qué era?, que la infeliz había venido a Madrid con su hijo, con el mío: ¿por qué no decirlo claro?, y con un hombre, el cual estaba muy mal de fondos, lo que no tiene nada de particular… Llegar y ponerse malo el pobre niño fue todo uno. Vióse la pobre en un trance muy apurado. ¿A quién acudir? Era natural: a mí. Yo se lo dije. «Has hecho perfectamente…». La más negra era que el garrotillo le cogió al pobrecillo nene tan de filo, que cuando yo llegué…, te va a dar mucha pena, como me la dio a mí…; pues sí, cuando llegué, el pobre niño estaba expirando. Lo que yo le decía al verla hecha un mar de lágrimas: «¿Por qué no me avisaste antes?». Claro, yo habría llevado uno o dos buenos médicos y quién sabe, quién sabe si le hubiéramos salvado.
Jacinta callaba. El terror no la dejaba articular palabra.
—¿Y tú no lloraste? —fue lo primero que se le ocurrió decir.
—Te aseguro que pasé un rato… ¡Ay qué rato! ¡Y tener que disimular en casa delante de ti! Aquella noche ibas tú al Real. Yo fui también; pero te juro que en mi vida he sentido, como en aquella noche, la tristeza agarrada a mi alma. Tú no te acordarás… No sabías nada.
—Y…
—Y nada más. Le compré la cajita azul más bonita que había en la tienda de abajo, y se le llevó al cementerio en un carro de lujo con dos caballos empenachados, sin más compañía que la del hombre de Fortunata y el marido, o lo que fuera, de la patrona. En la Red de San Luis, mira lo que son las casualidades, me encontré a mamá… Díjome: «¡Qué pálido estás!». «Es que vengo de casa de Moreno Vallejo a quien le han cortado hoy la pierna». En efecto, le habían cortado la pierna, a consecuencia de la caída del caballo. Diciéndolo, miré desaparecer por la calle de la Montera abajo el carro con la cajita azul… ¡Cosas del mundo! Vamos a ver: si yo te hubiera contado esto, ¿no habrían sobrevenido mil disgustos, celos y cuestiones?
—Quizás no —dijo la esposa dando un gran suspiro—. Según lo que venga detrás. ¿Qué pasó después?
—Todo lo que sigue es muy soso. Desde que se dio tierra al pequeñuelo, yo no tenía otro deseo que ver a la madre tomando el portante. Puedes creérmelo: no me interesaba nada. Lo único que sentía era compasión por sus desgracias, y no era floja la de vivir con aquel bárbaro, un tiote grosero que la trataba muy mal y no la dejaba ni respirar. ¡Pobre mujer! Yo le dije, mientras él estaba en el cementerio: «¿Cómo es que vives con este animal y le aguantas?». Y respondióme: «No tengo más amparo que esta fiera. No le puedo ver; pero el agradecimiento…». Es triste cosa vivir de esta manera, aborreciendo y agradeciendo. Ya ves cuánta desgracia, cuánta miseria hay en este mundo, niña mía… Bueno, pues sigo diciéndote que aquella infeliz pareja me dio la gran jaqueca. El tal, que era mercachifle de éstos que ponen puestos en las ferias, pretendía una plaza de contador de la depositaría de un pueblo. ¡Valiente animal! Me atosigaba con sus exigencias, y aun con amenazas, y no tardé en comprender que lo que quería era sacarme dinero. La pobre Fortunata no me decía nada. Aquel bestia no le permitía que me viera y hablara sin estar él presente, y ella, delante de él, apenas alzaba del suelo los ojos; tan aterrorizada la tenía. Una noche, según me contó la patrona, la quiso matar el muy bruto. ¿Sabes por qué?, porque me había mirado. Así lo decía él… Me puedes creer, como ésta es noche, que Fortunata no me inspiraba sino lástima. Se había desmejorado mucho de físico, y en lo espiritual no había ganado nada. Estaba flaca, sucia, vestía de pingos que olían mal, y la pobreza, la vida de perros y la compañía de aquel salvaje habíanle quitado gran parte de sus atractivos. A los tres días se me hicieron insoportables las exigencias de la fiera, y me avine a todo. No tuve más remedio que decir: «Al enemigo que huye, puente de plata»; y con tal de verles marchar, no me importaba el sablazo que me dieron. Aflojé los cuartos a condición de que se habían de ir inmediatamente. Y aquí paz y después gloria. Y se acabó mi cuento, niña de mi vida, porque no he vuelto a saber una palabra de aquel respetable tronco, lo que me llena de contento.
Jacinta tenía su mirada engarzada en los dibujos de la colcha. Su marido le tomó una mano y se la apretó mucho. Ella no decía más que «¡Pobre Pituso, pobre Juanín!». De repente una idea hirió su mente como un latigazo, sacándola de aquel abatimiento en que estaba. Era la convicción última que se revolvía furiosa en las agonías del vencimiento. No existe nada que se resigne a morir, y el error es quizás lo que con más bravura se defiende de la muerte. Cuando el error se ve amenazado de esa ridiculez a que el lenguaje corriente da el nombre de plancha, hace desesperados esfuerzos, azuzado por el amor propio, para prolongar su existencia. De los escombros de sus ilusiones deshechas sacó, pues, Jacinta el último argumento, el último; pero lo esgrimió con brío, quizás por lo mismo que ya no tenía más.
—Todo lo que has dicho será verdad: no lo pongo en duda. Pero yo no te digo sino una cosa: ¿Y el parecido?
Lo mismo fue oír esto el Delfín, que partirse de risa.
—¡El parecido! Si no hay tal parecido ni lo puede haber. Sólo existe en tu imaginación. Los chicos de esa edad se parecen siempre a quien quiere el que los mira. Obsérvale bien ahora, examínale las facciones con imparcialidad, pero con imparcialidad y conciencia, ¿sabes?…, y si después de esto sigues encontrando parecido, es que hay brujería en ello.
Jacinta le contemplaba en su mente con aquella imparcialidad tan recomendada, y…, la verdad…, el parecido subsistía…, aunque un poquillo borroso y desvaneciéndose por grados. En la desesperación de su inevitable derrota, encontró aún la dama otro argumento.
—Tu mamá también le encontró un gran parecido.
—Porque tú le calentaste la cabeza. Tú y mamá sois dos buenas maniáticas. Yo reconozco que en esta casa hace falta un chiquitín. También yo lo deseo tanto como vosotras; pero esto, hija de mi alma, no se puede ir a buscar a las tiendas, ni lo debe traer Estupiñá debajo de la capa, como las cajas de cigarros. El parecido, convéncete tontuela, no es más que la exaltación de tu pensamiento por causa de esa maldita novela del niño encontrado. Y puedes creerlo, si como historia el caso es falso, como novela es cursi. Si no, fíjate en las personas que te han ayudado al desarrollo de tu obra: Ido del Sagrario, un flatulento; José Izquierdo, un loco de la clase de caballerías; Guillermina, una loca santa, pero loca al fin. Luego viene mamá, que al verte a ti chiflada, se chifla también. Su bondad le oscurece la razón, como a ti, porque sois tan buenas que a veces, créelo, es preciso ataros. No, no te rías; a las personas que son muy buenas, muy buenas, llega un momento en que no hay más remedio que atarlas.
Jacinta le sonreía con tristeza, y su marido le hizo muchas caricias, afanándose por tranquilizarla. Tanto le rogó que se acostara, que al fin accedió a ello.
—Mañana —dijo ella— irás conmigo a verle.
—A quién… ¿Al chiquillo de Nicolasa?… ¡Yo!
—Aunque no sea más que por curiosidad… Considéralo como una compra que hemos hecho las dos maniáticas. Si compráramos un perrito, ¿no querrías verlo?
—Bueno, pues iré. Falta que mamá me deje salir mañana… Y bien podría, que este encierro me va cargando ya.
Acostóse Jacinta en su lecho, y al poco rato observó que su esposo dormía. Ella tenía poco sueño y pensaba en lo que acababa de oír. ¡Qué cuadro más triste y qué visión aquella de la miseria humana! También pensó mucho en el Pituso. «Se me figura que ahora le quiero más. ¡Pobrecito, tan lindo, tan mono y no parecerse…! Pero si yo me confirmo en que se parece… ¡Que es ilusión! ¿Cómo ha de ser ilusión? No me vengan a mí con cuentos. Aquellos plieguecitos de la nariz cuando se ríe…, aquel entrecejo…». Y así estuvo hasta muy tarde.
El 28 por la mañana, ya de vuelta de misa, entró Barbarita en la alcoba del matrimonio joven a decirles que el día estaba muy bueno, y que el enfermo podía salir bien abrigado. «Os cogéis el coche y vais a dar una vuelta por el Retiro». Jacinta no deseaba otra cosa, ni el Delfín tampoco. Sólo que en vez de ir al Retiro, se personaron en casa de Ramón Villuendas. Hallábase éste en el escritorio; pero cuando les vio entrar subió con ellos, deseando presenciar la escena del reconocimiento, que esperaba fuera patética y teatral. Mucho se pasmaron él y Benigna de que Juan viera al pequeñuelo con sosegada indiferencia, sin hacer ninguna demostración de cariño paternal.
—Hola, barbián —dijo Santa Cruz sentándose y cogiendo al chico por ambas manos—. Pues es guapo de veras. Lástima que no sea nuestro… No te apures, mujer, ya vendrá el verdadero Pituso, el legítimo, de los propios cosecheros o de la propia tía Javiera.
Benigna y Ramón miraban a Jacinta.
—Vamos a ver —prosiguió el otro constituyéndose en tribunal—. Vengan ustedes aquí y digan imparcialmente, con toda rectitud y libertad de juicio, si este chico se parece a mí.
Silencio. Lo rompió Benigna para decir:
—Verdaderamente… yo… nunca encontré tal parecido.
—¿Y tú? —preguntó Juan a Ramón.
—Yo… pues digo lo mismo que Benigna.
Jacinta no sabía disimular su turbación.
—Ustedes dirán lo que quieran…, pero yo… Es que no se fijan bien… Y en último caso, vamos a ver, ¿me negarán que es monísimo?
—¡Ah! Eso no…; y que tiene que ser un gran pillete. Tiene a quien salir. Su padre fue primero empleado en el gas; después punto figurado en la casa de juego del pulpitillo.
—¡Punto figurado! ¿Y qué es eso?
—¡Oh!, una gran posición. El papá de este niño, si no me engaño, debe de estar ahora tomando aires en Ceuta.
—Eso, eso no —indicó Jacinta con rabia—. ¿También quieres tú infamar a mi niño? Dámele acá… ¿No es verdad, hijo, que tu papá no…?
Todos se echaron a reír. Consolábase ella de su desairada situación besándole y diciendo:
—Mirad cómo me quiere. Pues no, no le abandono, aunque lo mande quien lo mande. Es mío.
—Como que te ha costado tu dinero.
8
El chico le echó los brazos al cuello y miró a los demás con rencor, como indignado de la nota infamante que se quería arrojar sobre su estirpe. Los otros niños se le llevaron para jugar, no sin que antes le hiciera Jacinta muchas carantoñas, por lo cual dijo Benigna que no debía darle tan fuerte.
—Cállate tú… Digo que no le abandono. Me le llevaré a casa.
—¿Estás loca? —insinuó el Delfín con severidad.
—No, que estoy bien cuerda.
—Vamos, ten discreción… No digo yo tampoco que se le eche a la calle; pero en el Hospicio, bien recomendado, no lo pasaría mal.
—¡En el Hospicio! —exclamó Jacinta con la cara muy encendida—, ¡para que me le manden a los entierros… y le den de comer aquellas bazofias…!
—¿Pero tú qué crees? Eres una criatura. ¿De dónde sacas que así se toman niños ajenos? Chica, chica, estás en pleno romanticismo.
Benigna y su marido manifestaron con enérgicos signos de cabeza que aquello del romanticismo estaba muy bien dicho.
—Pero si yo también le quiero proteger —afirmó Juan apreciando los sentimientos de su mujer y disculpando su exageración—. Ha sido una suerte para él haber caído en nuestras manos librándose de las de Izquierdo. Pero no disloquemos las ideas. Una cosa es protegerle y otra llevárnoslo a casa. Aunque yo quisiera darte ese gusto, falta que mi padre lo consintiera. Tus buenos sentimientos te hacen delirar, ¿verdad, Benigna? Yo le he dicho que a las personas muy buenas, muy buenas, es menester atarlas algunas veces. Ésta es un ángel, y los ángeles caen en la tontería de creer que el mundo es el cielo. El mundo no es el cielo, ¿verdad, Ramón?, y nuestras acciones no pueden ser basadas en el criterio angelical. Si todo lo que piensan y sienten los ángeles, como mi mujer, se llevara a la práctica, la vida sería imposible, absolutamente imposible. Nuestras ideas deben inspirarse en las ideas generales, que son el ambiente moral en que vivimos. Yo bien sé que se debe aspirar a la perfección; pero no dando de puntapiés a la armonía del mundo, ¡pues bueno estaría!…, a la armonía del mundo, que es…, para que lo sepas, un grandioso mecanismo de imperfecciones, admirablemente equilibradas y combinadas. Vamos a ver, te he convencido, ¿sí o no?
—Así, así —replicó Jacinta muy triste, un poco aturdida por las paradojas de su marido. Jacinta tenía idea tan alta de los talentos y de las sabias lecturas del Delfín, que rara vez dejaba de doblegarse ante ellas, aunque en su fuero interno guardase algunos juicios independientes que la modestia y la subordinación no le permitían manifestar. No habían transcurrido diez segundos después de aquel así, así, cuando se oyó una gran chillería. «¿Qué es, qué hay?». ¡Qué había de ser sino alguna barbaridad de Juanín! Así lo comprendió Benigna, corriendo alarmada al comedor, de donde el temeroso estrépito venía.
—¡Bien por los chicos valientes! —dijo Santa Cruz, a punto que Ramón Villuendas se despedía para bajar al escritorio. Jacinta corrió al comedor y a poco volvió aterrada.
—¿No sabes lo que ha hecho? Había en el comedor una bandeja de arroz con leche. Juanín se sube sobre una silla y empieza a coger el arroz con leche a puñados…, así, así, y después de hartarse, lo tira por el suelo y se limpia las manos en las cortinas.
Oyóse la voz de Benigna, hecha una furia:
—Te voy a matar… ¡Indecente, cafre!
Los demás chicos aparecieron chillando. Jacinta les regañó:
—Pero vosotros, tontainas, ¿no veíais lo que estaba haciendo? ¿Por qué no avisasteis? ¿Es que le dejáis enredar para después reíros y armar estos alborotos?
—Mujer, llévate, llévate de una vez de mi casa este cachorro de tigre —dijo Benigna, entrando muy soliviantada—. ¡Virgen del Carmen, mi bandeja de arroz con leche!
Los chicos de Villuendas saltaban gozosos.
—Vosotros tenéis la culpa, bobones; vosotros que le azuzáis —díjoles la tiíta, que en alguien tenía que descargar su enfado.
—Tú le tienes que lavar —manifestó Benigna, sin cejar en su cólera—, tú, tú. ¡Cómo me ha puesto las cortinas!
—Bueno, mujer, le lavaré. No te apures.
—Y vestirle de limpio. Yo no puedo. Bastante tengo con los míos… Y nada más.
—Vaya, no alborotes tanto, que todo ello es poca cosa.
Jacinta y su marido fueron al comedor, donde le encontraron hecho un adefesio, cara, manos y vestido llenos de aquella pringue.
—Bien, bien por los hombres bravos —gritó Juan en presencia de la fiera—. Mano al arroz con leche. Me hace gracia este muchacho.
—Te voy a matar, pillo —le dijo su mamá adoptiva, arrodillándose ante él y conteniendo la risa—. Te has puesto bonito… Verás que jabonadura te vas a llevar.
Mientras duró el lavatorio, los Villuendas chicos se enracimaban en torno a su tiíto, subiéndosele a las rodillas y colgándosele de los brazos para contarle las grandes cochinadas que hacía el bruto de Juanín. No sólo se comía las velas, sino que lamía los platos, y dimpués… Tiraba los tenedores al suelo. Cuando su papá Ramón le reprendía, le enseñaba la lengua, diciendo hostias y otras isprisiones feas, y dimpués… hacía una cosa muy indecente, ¡vaya!, que era levantarse el vestido por detrás, dar media vuelta echándose a reír y enseñar el culito.
Santa Cruz no podía permanecer serio. Volvió al fin Jacinta, trayendo de la mano al delincuente ya lavado y vestido de limpio, y a poco entró Benigna, completamente aplacada, y encarándose con su cuñado, le dijo con la mayor severidad:
—¿Tienes ahí un duro? No tengo suelto.
Juan se apresuró a sacar el duro, y en el mismo momento en que lo ponía en la mano de Benigna, Jacinta y los chicos soltaron una carcajada. Santa Cruz cayó de su burro.
—Me la has dado, chica. No me acordaba de que es hoy día de Inocentes. Buena ha sido, buena. Ya me extrañó a mi un poco que en esta casa del dinero no hubiera suelto.
—Tomad —dijo Benigna a los niños—; vuestro tiíto os convida a dulces.
—Para inocentadas —indicó Juan riendo—, la que nos ha querido dar mi mujer.
—A mí no —replicó Benigna—. Aquí hemos hablado mucho de esto, y la verdad, él podría ser auténtico; pero la tostada del parecido no la encontrábamos. Y pues resulta que esta preciosa fierecita no es de la familia…, yo me alegro, y pido que me hagan el favor de quitármela de casa. Bastantes jaquecas me dan las mías.
Jacinta y su marido le rogaron al retirarse que le tuviese un día más. Ya decidirían.
Cosas muy crueles había de oír Jacinta aquel día, pero de cuanto oyó nada le causara tanto asombro y descorazonamiento como estas palabras que Barbarita le dijo al oído:
—Baldomero está incomodado con tu bromazo. Juan le habló claro. No hay tal hijo ni a cien mil leguas. La verdad, tú te precipitaste; y en cuanto al parecido… Hablando con franqueza, hija; no se parece nada, pero nada.
Era lo que le quedaba por oír a Jacinta.
—Pero usted… ¡Por la Virgen santísima! También… —atrevióse a decir cuando el espanto se lo permitió—, también usted creyó…
—Es que se me pegaron tus ilusiones —replicó la suegra esforzándose en disculpar su error—. Dice Juan que es manía; yo lo llamo ilusión, y las ilusiones se pegan como las viruelas. Las ideas fijas son contagiosas. Por eso, mira tú, por eso tengo yo tanto miedo a los locos y me asusto tanto de verme a su lado. Es que cuando alguno está cerca de mí y se pone a hacer visajes, me pongo también yo a hacer lo mismo. Somos monos de imitación… Pues sí, convéncete, lo del parecido es ilusión, y las dos…, lo diré muy bajito, las dos hemos hecho una soberbia plancha. ¿Y ahora, qué hacer? No se te pase por la cabeza traerle aquí. Baldomero no lo consiente, y tiene mucha razón. Yo…, si he de decirte la verdad, le he tomado cariño. ¡Ay!, sus salvajadas me divierten. ¡Es tan mono! ¡Qué ojitos aquellos! ¿Pues y los plieguecitos de la nariz?…, y aquella boca, aquellos labios, el piquito que hace con los labios, sobre todo. Ven acá y verás el nacimiento que le compré.
Llevó a Jacinta a su cuarto de vestir y después de mostrarle el nacimiento, le dijo:
—Aquí hay más contrabando. Mira. Esta mañana fui a las tiendas, y… aquí tienes: medias de color, un traje de punto, azul, a estilo inglés. Mira la gorra que dice Numancia. Éste es un capricho que yo tenía. Estará saladísimo. Te juro que si no le veo con el letrero en la frente, voy a tener un disgusto.
Jacinta oyó y vio esto con melancolía.
—¡Si supiera usted lo que hizo esta mañana! —dijo; y contó el lance del arroz con leche.
—¡Ay, Dios mío, qué gracioso!… Es para comérselo… Yo, te digo la verdad, le traería a casa si no fuera porque a Baldomero y a Juan no les gustan estos tapujos… ¡Ay!, de veras te lo digo. No puede una vivir sin tener algún ser pequeñito a quien adorar. ¡Hija de mi alma!, es una gran desgracia para todos que tú no nos des algo.
A Jacinta se le clavó esta frase en el corazón, y estuvo temblando un rato en él y agrandando la herida, como sucede con las flechas que no se han clavado bien.
—Pues sí, esta casa es muy… muy sosona. Le falta una criatura que chille y alborote, que haga diabluras, que nos traiga a todos mareados. Cuando le hablo de esto a Baldomero, se ríe de mí; pero bien se le conoce que es hombre dispuesto a andar por esos suelos a cuatro pies, con los chicos a la pela.
—Puesto que Benigna no le quiere tener —dijo la nuera—, ni es posible tampoco tenerle aquí, le pondremos en casa de Candelaria. Yo le pasaré un tanto al mes a mi hermana para que el huésped no sea una carga pesada…
—Me parece muy bien pensado; pero muy bien pensado. Estás como las gatas paridas, escondiendo las crías hoy aquí, mañana allá.
—¿Y qué remedio hay?… Porque lo que es al Hospicio no va. Eso que no lo piensen… ¡Qué cosas se le ocurren a mi marido! Ya, como a él no le han hecho ir nunca a los entierros, pisando lodos, aguantando la lluvia y el frío, le parece muy natural que el otro pobrecito se críe entre ataúdes… Sí, está fresco.
—Yo me encargo de pagarle la pensión en casa de Candelaria —dijo Barbarita, secreteándose con su hija como los chiquillos que están concertando una travesura—. Me parece que debo empezar por comprarle una camita. ¿A ti qué te parece?
Replicó la otra que le parecía muy bien y se consoló mucho con esta conversación, dándose a forjar planes y a imaginar goces maternales. Pero quiso su mala suerte que aquel mismo día o el próximo cortase el vuelo de su mente D. Baldomero, el cual la llamó a su despacho para echarle el siguiente sermón:
—Querida, me ha dicho Bárbara que estás muy confusa por no saber qué hacer con ese muchacho. No te apures; todo se arreglará. Porque tú te ofuscaras, no vamos a echarle a la calle. Para otra vez, bueno será que no te dejes llevar de tu buen corazón… tan a paso de carga, porque todo debe moderarse, hija, hasta los impulsos sublimes… Dice Juan, y está muy en lo justo, que los procedimientos angelicales trastornan la sociedad. Como nos empeñemos todos en ser perfectos, no nos podremos aguantar unos a otros, y habría que andar a bofetadas… Bueno, pues te decía, que ese pobre niño queda bajo mi protección; pero no vendrá a esta casa, porque sería indecoroso, ni a la casa de ninguna persona de la familia, porque parecería tapujo.
No estaba conforme con estas ideas Jacinta; pero el respeto que su padre político le inspiraba le quitó el resuello, imposibilitándola de expresar lo mucho y bueno que se le ocurría.
—Por consiguiente —prosiguió el respetable señor tomándole a su nuera las dos manos—, ese caballerito que compraste será puesto en el asilo de Guillermina… No hay que fruncir las cejas. Allí estará como en la gloria. Ya he hablado con la santa. Yo le pensiono, para que se le dé educación y una crianza conveniente. Aprenderá un oficio, y quién sabe, quién sabe si una carrera. Todo está en que saque disposición. Paréceme que no te entusiasmas con mi idea. Pero reflexiona un poquito y verás que no hay otro camino… Allí estará tan ricamente, bien comido, bien abrigado… Ayer le di a Guillermina cuatro piezas de paño del Reino para que les haga chaquetas. Verás qué guapines les va a poner. ¡Y que no les llenan bien la barriga en gracia de Dios! Observa, si no, los cachetes que tienen, y aquellos colores de manzana. Ya quisieran muchos niños, cuyos papás gastan levita y cuyas mamás se zarandean por ahí, estar tan lucidos y bien apañados como están los de Guillermina.
Jacinta se iba convenciendo, y cada vez sentía menos fuerza para oponerse a las razones de aquel excelente hombre.
—Sí; aquí donde me ves —agregó Santa Cruz con jovialidad—, yo también le tengo cariño a ese muñeco… Quiero decir que no me libré del contagio de vuestra manía de meter chicos en esta casa. Cuando Bárbara me lo dijo, estaba ella tan creída de que era mi nieto, que yo también me lo tragué. Verdad que exigí pruebas…, pero mientras venían tales pruebas, perdí la chaveta… ¡Cosas de viejo! Y estuve todo aquel día haciendo catálogos. Yo procuraba no darle mucha cuerda a Bárbara, ni dejarme arrastrar por ella, y me decía: «Tengamos serenidad y no chocheemos hasta ver…». Pero pensando en ello, te lo digo ahora en confianza, salí a la calle, me reía solo, y sin saber lo que me hacía, me metí en el Bazar de la Unión y…
D. Baldomero, acentuando más su sonrisa paternal, abrió una gaveta de su mesa y sacó un objeto envuelto en papeles.
—Y le compré esto… Es un acordeón. Pensaba dárselo cuando lo trajerais a casa… Verás qué instrumento tan bonito y qué buenas voces… Veinticuatro reales.
Cogiendo el acordeón por las dos tapas, empezó a estirarlo y a encogerlo, haciendo flin flan repetidas veces. Jacinta se reía y al propio tiempo se le escaparon dos lágrimas. Entró entonces de improviso Barbarita, diciendo:
—¿Qué música es ésta?… A ver, a ver.
—Nada, querida —declaró el buen señor acusándose francamente—. Que a mí también se me fue el santo al cielo. No lo quería decir. Cuando tú me saliste con que lo del nieto era una novela, flin flan, me dio la idea de tirar esta música a la calle, sin que nadie la viera; pero ya que se compró para él, flin flan, que la disfrute… ¿No os parece?
—A ver, dame acá —indicó Barbarita contentísima, ansiosa de tañer el pueril instrumento—. ¡Ah!, Calavera, así me gastas el dinero en vicios. Dámelo…, lo tocaré yo… flin flan… ¡Ay!, no sé qué tiene esto… ¡Da un gusto oírlo! Parece que alegra toda la casa.
Y salió tocando por los pasillos y diciendo a Jacinta:
—Bonito juguete… ¿Verdad? Ponte la mantilla, que ahora mismo vamos a llevárselo, flin flan…