UNA VISITA AL CUARTO ESTADO
1
Al día siguiente, el Delfín estaba poco más o menos lo mismo. Por la mañana, mientras Barbarita y Plácido andaban por esas calles de tienda en tienda, entregados al deleite de las compras precursoras de Navidad, Jacinta salió acompañada de Guillermina. Había dejado a su esposo con Villalonga, después de enjaretarle la mentirilla de que iba a la Virgen de la Paloma a oír una misa que había prometido. El atavío de las dos damas era tan distinto, que parecían ama y criada. Jacinta se puso su abrigo, sayo o pardessus color de pasa, y Guillermina llevaba el traje modestísimo de costumbre.
Iba Jacinta tan pensativa, que la bulla de la calle de Toledo no la distrajo de la atención que a su propio interior prestaba. Los puestos a medio armar en toda la acera desde los portales a San Isidro, las baratijas, las panderetas, la loza ordinaria, las puntillas, el cobre de Alcaraz y los veinte mil cachivaches que aparecían dentro de aquellos nichos de mal clavadas tablas y de lienzos peor dispuestos, pasaban ante su vista sin determinar una apreciación exacta de lo que eran. Recibía tan sólo la imagen borrosa de los objetivos diversos que iban pasando, y lo digo así, porque era como si ella estuviese parada y la pintoresca vía se corriese delante de ella como un telón. En aquel telón había racimos de dátiles colgados de una percha; puntillas blancas que caían de un palo largo, en ondas, como los vástagos de una trepadora, pelmazos de higos pasados, en bloques, turrón en trozos como sillares que parecían acabados de traer de una cantera; aceitunas en barriles rezumados; una mujer puesta sobre una silla y delante de una jaula, mostrando dos pajarillos amaestrados, y luego montones de oro, naranjas en seretas o hacinadas en el arroyo. El suelo intransitable ponía obstáculos sin fin, pilas de cántaros y vasijas, ante los pies del gentío presuroso, y la vibración de los adoquines al paso de los carros parecía hacer bailar a personas y cacharros. Hombres con sartas de pañuelos de diferentes colores se ponían delante del transeúnte como si fueran a capearlo. Mujeres chillonas taladraban el oído con pregones enfáticos, acosando al público y poniéndole en la alternativa de comprar o morir. Jacinta veía las piezas de tela desenvueltas en ondas a lo largo de todas las paredes, percales azules, rojos y verdes, tendidos de puerta en puerta, y su mareada vista le exageraba las curvas de aquellas rúbricas de trapo. De ellas colgaban, prendidas con alfileres, toquillas de los colores vivos y elementales que agradan a los salvajes. En algunos huecos brillaba el naranjado que chilla como los ejes sin grasa; el bermellón nativo, que parece rasguñar los ojos; el carmín, que tiene la acidez del vinagre; el cobalto, que infunde ideas de envenenamiento; el verde de panza de lagarto, y ese amarillo tila, que tiene cierto aire de poesía mezclado con la tisis, como en la Traviata. Las bocas de las tiendas, abiertas entre tanto colgajo, dejaban ver el interior de ellas tan abigarrado como la parte externa, los horteras de bruces en el mostrador, o vareando telas, o charlando. Algunos braceaban, como si nadasen en un mar de pañuelos. El sentimiento pintoresco de aquellos tenderos se revela en todo. Si hay una columna en la tienda la revisten de corsés encarnados, negros y blancos, y con los refajos hacen graciosas combinaciones decorativas.
Dio Jacinta de cara a diferentes personas muy ceremoniosas. Eran maniquís vestidos de señora con tremendos polisones, o de caballero con terno completo de lanilla. Después gorras muchas gorras, posadas y alineadas en percheros del largo de toda una casa; chaquetas ahuecadas con un palo, zamarras y otras prendas que algo, sí, algo tenían de seres humanos sin piernas ni cabeza. Jacinta, al fin, no miraba nada; únicamente se fijó en unos hombres amarillos, completamente amarillos, que colgados de unas horcas se balanceaban a impulsos del aire. Eran juegos de calzón y camisa de bayeta, cosidas una pieza a otra, y que así, al pronto, parecían personajes de azufre. Los había también encarnados. ¡Oh!, el rojo abundaba tanto, que aquello parecía un pueblo que tiene la religión de la sangre. Telas rojas, arneses rojos, collarines y frontiles rojos con madroñaje arabesco. Las puertas de las tabernas también de color de sangre. Y que no son ni tina ni dos. Jacinta se asustaba de ver tantas, y Guillermina no pudo menos de exclamar:
—¡Cuánta perdición! Una puerta sí y otra no, taberna. De aquí salen todos los crímenes.
Cuando se halló cerca del fin de su viaje, la Delfina fijaba exclusivamente su atención en los chicos que iba encontrando. Pasmábase la señora de Santa Cruz de que hubiera tantísima madre por aquellos barrios, pues a cada paso tropezaba con una, con su crío en brazos, muy bien agasajado bajo el ala del mantón. A todos estos ciudadanos del porvenir no se les veía más que la cabeza por encima del hombro de su madre. Algunos iban vueltos hacia atrás, mostrando la carita redonda dentro del círculo del gorro y los ojuelos vivos, y se reían con los transeúntes. Otros tenían el semblante mal humorado, como personas que se llaman a engaño en los comienzos de la vida humana. También vio Jacinta no uno, sino dos y hasta tres, camino del cementerio. Suponíales muy tranquilos y de color de cera dentro de aquella caja que llevaba un tío cualquiera al hombro, como se lleva una escopeta.
—Aquí es —dijo Guillermina, después de andar un trecho por la calle del Bastero y de doblar una esquina.
No tardaron en encontrarse dentro de un patio cuadrilongo. Jacinta miró hacia arriba y vio dos filas de corredores con antepechos de fábrica y pilastrones de madera pintada de ocre, mucha ropa tendida, mucho refajo amarillo, mucha zalea puesta a secar, y oyó un zumbido como de enjambre. En el patio, que era casi todo de tierra, empedrado sólo a trechos, había chiquillos de ambos sexos y de diferentes edades. Una zagalona tenía en la cabeza toquilla roja con agujeros, o con orificios, como diría Aparisi; otra, toquilla blanca, y otra estaba con las greñas al aire. Ésta llevaba zapatillas de orillo, y aquella botitas finas de caña blanca, pero ajadas ya y con el tacón torcido. Los chicos eran de diversos tipos. Estaba el que va para la escuela con su cartera de estudio, y el pillete descalzo que no hace más que vagar. Por el vestido se diferenciaban poco, y menos aún por el lenguaje, que era duro y con inflexiones dejosas.
—Chicooo…, miá éste… Que te rompo la cara…, ¿sabeees…?
—¿Ves esa farolona? —dijo Guillermina a su amiga—. Es una de las hijas de Ido… Ésa, ésa que está dando brincos como un saltamontes… ¡Eh!, chiquilla… No oyen… Venid acá.
Todos los chicos, varones y hembras, se pusieron a mirar a las dos señoras, y callaban entre burlones y respetuosos, sin atreverse a acercarse. Las que se acercaban paso a paso eran seis u ocho palomas pardas, con reflejos irisados en el cuello; lindísimas, gordas. Venían muy confiadas meneando el cuerpo como las chulas, picoteando en el suelo lo que encontraban, y eran tan mansas, que llegaron sin asustarse hasta muy cerca de las señoras. De pronto levantaron el vuelo y se plantaron en el tejado. En algunas puertas había mujeres que sacaban esteras a que se orearan, y sillas y mesas. Por otras salía como una humareda: era el polvo del barrido. Había vecinas que se estaban peinando las trenzas negras y aceitosas, o las guedejas rubias, y tenían todo aquel matorral echado sobre la cara como un velo. Otras salían arrastrando zapatos en chancleta por aquellos empedrados de Dios, y al ver a las forasteras corrían a sus guaridas a llamar a otras vecinas, y la noticia cundía, y aparecían por las enrejadas ventanas cabezas peinadas o a medio peinar.
—¡Eh!, chiquillos, venid acá —repitió Guillermina.
Y se fueron acercando escalonados por secciones, como cuando se va a dar un ataque. Algunos, más resueltos, las manos a la espalda, miraron a las dos damas del modo más insolente. Pero uno de ellos, que sin duda tenía instintos de caballero, se quitó de la cabeza un andrajo que hacía el papel de gorra y les preguntó que a quién buscaban.
—¿Eres tú del señor de Ido?
El rapaz respondió que no, y al punto destacóse del grupo la niña de las zancas largas, de las greñas sueltas y de los zapatos de orillo, apartando a manotadas a todos los demás muchachos que se enracimaban ya en derredor de las señoras.
—¿Está tu padre arriba?
La chica respondió que sí, y desde entonces convirtióse en individuo de orden público. No dejaba acercar a nadie; quería que todos los granujas se retiraran y ser ella sola la que guiase a las dos damas hasta arriba.
—¡Qué pesados, qué sobones!… En todo quieren meter las narices… Atrás, gateras, atrás… Quitarvos de en medio; dejar paso.
Su anhelo era marchar delante. Habría deseado tener una campanilla para ir tocando por aquellos corredores a fin de que supieran todos qué gran visita venía a la casa.
—Niña, no es preciso que nos acompañes —dijo Guillermina que no gustaba de que nadie se sofocase tanto por ella—. Nos basta con saber que están en casa.
Pero la zancuda no hacía caso. En el primer peldaño de la escalera estaba sentada una mujer que vendía higos pasados en una sereta, y por poco no la planta el zapato de orillo en mitad de la cara. Y todo porque no se apartaba de un salto para dejar el paso libre…
—¡Vaya dónde se va usted a poner, tía bruja!… Afuera o la reviento de una patada…
Subieron, no sin que a Jacinta le quedaran ganas de examinar bien toda la pillería que en el patio quedaba. Allá en el fondo había divisado dos niños y una niña. Uno de ellos era rubio y como de tres años. Estaban jugando con el fango, que es el juguete más barato que se conoce. Amasábanlo para hacer tortas del tamaño de perros grandes. La niña, que era de más edad, había construido un hornito con pedazos de ladrillo, y a la derecha de ella había un montón de panes, bollos y tortas, todo de la misma masa que tanto abundaba allí. La señora de Santa Cruz observó este grupo desde lejos. ¿Sería alguno de aquéllos? El corazón le saltaba en el pecho y no se atrevía a preguntar a la zancuda. En el último peldaño de la escalera encontraron otro obstáculo: dos muchachuelas y tres nenes, uno de éstos en mantillas, interceptaban el paso. Estaban jugando con arena fina de fregar. El mamón estaba fajado y en el suelo, con las patas y las manos al aire, berreando, sin que nadie le hiciera caso. Las dos niñas habían extendido la arena sobre el piso, y de trecho en trecho habían puesto diferentes palitos con cuerdas y trapos. Era el secadero de ropa de las Injurias, propiamente imitado.
—¡Qué tropa, Dios! —exclamó la zancuda con indignación de celador de ornato público, que no causó efecto—. Cuidado donde se van a poner… ¡Fuera, fuera!… Y tú, pitoja, recoge a tu hermanillo, que le vamos a espachurrar.
Estas amonestaciones de una autoridad tan celosa fueron oídas con el más insolente desdén. Uno de los mocosos arrastraba su panza por el suelo, abierto de las cuatro patas; el otro cogía puñados de arena y se lavaba la cara con ella, acción muy lógica, puesto que la arena representaba el agua.
—Vamos, hijos, quitaos de en medio —les dijo Guillermina a punto que la zancuda destruía con el pie el lavadero, gritando—:
—Sinvergüenzonas, ¿no tenéis otro sitio donde jugar? Vaya con la canalla ésta… —y echó adelante resuelta a destruir cualquier obstáculo que se pusiera al paso.
Las otras chiquillas cogieron a los mocosos, como habrían cogido una muñeca, y poniéndoselos al cuadril, volaron por aquellos corredores.
—Vamos —dijo Guillermina a su guía—, no las riñas tanto, que también tú eres buena…
2
Avanzaron por el corredor, y a cada paso un estorbo. Bien era un brasero que se estaba encendiendo, con el tubo de hierro sobre las brasas para hacer tiro; bien el montón de zaleas o de ruedos, ya una banasta de ropa; ya un cántaro de agua. De todas las puertas abiertas y de las ventanillas salían voces o de disputa, o de algazara festiva. Veían las cocinas con los pucheros armados sobre las ascuas, las artesas de lavar junto a la puerta, y allá en el testero de las breves estancias la indispensable cómoda con su hule, el velón con pantalla verde y en la pared una especie de altarucho formado por diferentes estampas, alguna lámina al cromo de prospectos o periódicos satíricos, y muchas fotografías. Pasaban por un domicilio que era taller de zapatería, y los golpazos que los zapateros daban a la suela, unidos a sus cantorrios, hacían una algazara de mil demonios. Más allá sonaba el convulsivo tiquitique de una máquina de coser, y acudían a las ventanas bustos y caras de mujeres curiosas. Por aquí se veía un enfermo tendido en un camastro, más allá un matrimonio que disputaba a gritos. Algunas vecinas conocieron a Doña Guillermina y la saludaban con respeto. En otros círculos causaba admiración el empaque elegante de Jacinta. Poco más allá cruzáronse de una puerta a otra observaciones picantes e irrespetuosas.
—Señá Mariana, ¿ha visto que nos hemos traído el sofá en la rabadilla? ¡Ja, ja, ja!
Guillermina se paró, mirando a su amiga:
—Esas chafalditas no van conmigo. No puedes figurarte el odio que esta gente tiene a los polisones, en lo cual demuestran un sentido… ¿Cómo se dice?, un sentido estético superior al de esos haraganes franceses que inventan tanto pegote estúpido.
Jacinta estaba algo corrida; pero también se reía, Guillermina dio dos pasos atrás, diciendo:
—Ea, señoras, cada una a su trabajo, y dejen en paz a quien no se mete con ustedes.
Luego se detuvo junto a una de las puertas y tocó en ella con los nudillos.
—La señá Severiana no está —dijo una de las vecinas—. ¿Quiere la señora dejar recado?…
—No; la veré otro día.
Después de recorrer dos lados del corredor principal, penetraron en una especie de túnel en que también había puertas numeradas; subieron como unos seis peldaños, precedidas siempre de la zancuda, y se encontraron en el corredor de otro patio, mucho más feo, sucio y triste que el anterior. Comparado con el segundo, el primero tenía algo de aristocrático y podría pasar por albergue de familias distinguidas. Entre uno y otro patio, que pertenecían a un mismo dueño y por eso estaban unidos, había un escalón social, la distancia entre eso que se llama capas. Las viviendas, en aquella segunda capa, eran más estrechas y miserables que en la primera; el revoco se caía a pedazos, y los rasguños trazados con un clavo en las paredes parecían hechos con más saña, los versos escritos con lápiz en algunas puertas más necios y groseros, las maderas más despintadas y roñosas, el aire más viciado, el vaho que salía por puertas y ventanas más espeso y repugnante. Jacinta, que había visitado algunas casas de corredor, no había visto ninguna tan tétrica y mal oliente.
—¿Qué, te asustas, niña bonita? —le dijo Guillermina—. ¿Pues qué te creías tú, que esto era el Teatro Real o la casa de Fernán-Núñez? Ánimo. Para venir aquí se necesitan dos cosas: caridad y estómago.
Echando una mirada a lo alto del tejado, vio la Delfina que por encima de éste asomaba un tenderete en que había muchos cueros, tripas u otros despojos, puestos a secar. De aquella región venía, arrastrado por las ondas del aire, un olor nauseabundo. Por los desiguales tejados paseábanse gatos de feroz aspecto, flacos, con las quijadas angulosas, los ojos dormilones, el pelo erizado. Otros bajaban a los corredores y se tendían al sol; pero los propiamente salvajes, vivían y aun se criaban arriba, persiguiendo el sabroso ratón de los secaderos.
Pasaron junto a las dos damas figuras andrajosas, ciegos que iban dando palos en el suelo, lisiados con montera de pelo, pantalón de soldado, horribles caras. Jacinta se apretaba contra la pared para dejar paso franco. Encontraban mujeres con pañuelo a la cabeza y mantón pardo, tapándose la boca con la mano envuelta en un pliegue del mismo mantón. Parecían moras; no se les veía más que un ojo y parte de la nariz. Algunas eran agraciadas; pero la mayor parte eran flacas, pálidas, tripudas y envejecidas antes de tiempo.
Por los ventanuchos abiertos salía, con el olor a fritangas y el ambiente chinchoso, murmullo de conversaciones dejosas, arrastrando toscamente las sílabas finales. Este modo de hablar de la tierra ha nacido en Madrid de una mixtura entre el deje andaluz, puesto de moda por los soldados, y el dejo aragonés, que se asimilan todos los que quieren darse aires varoniles.
Nueva barricada de chiquillos les cortó el paso. Al verles, Jacinta y aun Guillermina, a pesar de su costumbre de ver cosas raras, quedáronse pasmadas, y hubiérales dado espanto lo que miraban, si las risas de ellos no disiparan toda impresión terrorífica. Era una manada de salvajes, compuesta de dos tagarotes como de diez y doce años, una niña más chica, y otros dos chavales, cuya edad y sexo no se podía saber. Tenían todos ellos la cara y las manos llenas de chafarrinones negros, hechos con algo que debía de ser betún o barniz japonés del más fuerte. Uno se había pintado rayas en el rostro, otro anteojos, aquél bigotes, cejas y patillas con tan mala maña, que toda la cara parecía revuelta en heces de tintero. Los pequeñuelos no parecían pertenecer a la raza humana, y con aquel maldito tizne extendido y resobado por la cara y las manos semejaban micos, diablillos o engendros infernales.
—Malditos seáis… —gritó la zancuda, cuando vio aquellas fachas horrorosas—. ¡Pero cómo os habéis puesto así, sinvergüenzones, indecentes, puercos, marranos!…
—En el nombre del Padre… —exclamó Guillermina persignándose—. ¿Pero has visto…?
Contemplaban ellos a las damas, mudos y con grandísima emoción, gozando íntimamente en la sorpresa y terror que sus espantables cataduras producían en aquellas señoritas tan requetefinas. Uno de los pequeños intentó echar la zarpa al abrigo de Jacinta; pero la zancuda empezó a dar chillidos:
—Quitarvos allá, desapartaisos, gorrinos asquerosos…, que mancháis a estas señoras con esas manazas.
—¡Bendito Dios!… Si parecen caníbales… No nos toquéis… La culpa no tenéis vosotros, sino vuestras madres, que tal os consienten… Y si no me engaño, estos dos gandulones son tus hermanos, niña.
Los dos aludidos, mostrando al sonreír sus dientes blancos como la leche y sus labios más rojos que cerezas entre el negro que los rodeaba, contestaron que sí con sus cabezas de salvaje. Empezaban a sentirse avergonzados y no sabían por dónde tirar. En el mismo instante salió una mujeraza de la puerta más próxima, y agarrando a una de las niñas embadurnadas, le levantó las enaguas y empezó a darle tal solfa en salva la parte, que los castañetazos se oían desde el primer patio. No tardó en aparecer otra madre furiosa, que más que mujer parecía una loba, y la emprendió con otro de los mandingas a bofetada sucia, sin miedo a mancharse ella también. «Canallas, cafres, ¡cómo se han puesto!». Y al punto fueron saliendo más madres irritadas. ¡La que se armó! Pronto se vieron lágrimas resbalando sobre el betún, llanto que al punto se volvía negro. «Te voy a matar, grandísimo pillo, ladrón…». «Éstos son los condenados charoles que usa la señá Nicanora. Pero ¡rediós!, señá Nicanora, ¿para qué deja usté que las criaturas…?».
Una de las mujeres que más alborotaban se aplacó al ver a las dos damas. Era la señora de Ido del Sagrario, que tenía en la cara sombrajos y manchurrones de aquel mismo betún de los caribes, y las manos enteramente negras. Turbóse un poco ante la visita:
—Pasen las señoras… Me encuentran hecha una compasión.
Guillermina y Jacinta entraron en la mansión de Ido, que se componía de una salita angosta y de dos alcobas interiores más oprimidas y lóbregas aún, las cuales daban el quién vive al que a ellas se asomaba. No faltaban allí la cómoda y la lámina del Cristo del Gran Poder, ni las fotografías descoloridas de individuos de la familia y de niños muertos. La cocina era un cubil frío donde había mucha ceniza, pucheros volcados, tinajas rotas y el artesón de lavar lleno de trapos secos y de polvo. En la salita, los ladrillos tecleaban bajo los pies. Las paredes eran como de carbonería, y en ciertos puntos habían recibido bofetadas de cal, por lo que resultaba un claro-oscuro muy fantástico. Creeríase que andaban espectros por allí, o al menos sombras de linterna mágica. El sofá de Vitoria era uno de los muebles más alarmantes que se pueden imaginar. No había más que verle para comprender que no respondía de la seguridad de quien en él se sentase. Las dos o tres sillas eran también muy sospechosas. La que parecía mejor, seguramente la pegaba. Vio Jacinta, salteados por aquellos fantásticos muros, carteles de publicaciones ilustradas, de librillos de papel de fumar y cartones de almanaques americanos que ya no tenían hojas. Eran años muertos.
Pero lo que mayormente excitó la curiosidad de ambas señoras fue un gran tablero que en el centro de la estancia había, cogiéndola casi toda; una mesa armada sobre bancos como la que usan los papelistas, y encima de ella grandes paquetes o manos de pliegos de papel fino de escribir. A un extremo los cuadernillos apilados formaban compactas resmas blancas; a otro las mismas resmas ya con bordes negros, convertidas en papel de luto.
Ido extendía sobre el tablero los pliegos de papel abiertos. Una muchacha, que debía de ser Rosita, contaba los pliegos ya enlutados y formaba los cuadernillos. Nicanora pidió permiso a las señoras para seguir trabajando. Era una mujer más envejecida que vieja, y bien se conocía que nunca había sido hermosa. Debió de tener en otro tiempo buenas carnes, pero ya su cuerpo estaba lleno de pliegues y abolladuras como un zurrón vacío. Allí, valga la verdad, no se sabía lo que era pecho, ni lo que era barriga. La cara era hocicuda y desagradable. Si algo expresaba era un genio muy malo y un carácter de vinagre; pero en esto engañaba aquel rostro como otros muchos que hacen creer lo que no es. Era Nicanora una infeliz mujer, de más bondad que entendimiento, probada en las luchas de la vida, que había sido para ella una batalla sin victorias ni respiro alguno. Ya no se defendía más que con la paciencia, y de tanto mirarle la cara a la adversidad debía de provenirle aquel alargamiento de morros que la afeaba considerablemente. La Venus de Médicis tenía los párpados enfermos, rojos y siempre húmedos, privados de pestañas, por lo cual decían de ella que con un ojo lloraba a su padre y con otro a su madre.
Jacinta no sabía a quién compadecer más, si a Nicanora por ser como era, o a su marido por creerla Venus cuando se electrizaba. Ido estaba muy cohibido delante de las dos damas. Como la silla en que Doña Guillermina se sentó empezase a exhalar ciertos quejidos y a hacer desperezos, anunciando quizás que se iba a deshacer, D. José salió corriendo a traer una de la vecindad. Rosita era graciosa, pero desmedrada y clorótica, de color de marfil. Llamaba la atención su peinado en sortijillas, batido, engomado y puesto con muchísimo aquél.
—¿Pero qué hace usted, mujer, con esa pintura? —preguntó Guillermina a Nicanora.
—Soy lutera.
—Somos luteranos —dijo Ido sonriendo, muy satisfecho por tener ocasión de soltar aquel chiste que era viejo y había sido soltado sin número de veces.
—¡Qué dice este hombre! —exclamó la fundadora horrorizada.
—Cállate tú y no disparates —replicó Nicanora—. Yo soy lutera, vamos al decir, pinto papel de luto. Cuando no tengo otro trabajo, me traigo a casa unas cuantas resmas, y las enluto mismamente como las señoras ven. El almacenista paga un real por resma. Yo pongo el tinte, y trabajando todo el día, me quedan seis o siete reales. Pero los tiempos están malos, y hay poco papel que teñir. Todas las luteras están paradas, señora… Porque, naturalmente, o se muere poca gente, o no les echan papeletas… Hombre —dijo a su marido, haciéndole estremecer—, ¿qué haces ahí con la boca abierta? Desmiente.
Ido, que estaba oyendo a su mujer, como se oye a un orador brillante, despertó de su éxtasis y se puso a desmentir. Llaman así al acto de colocar los pliegos de papel unos sobre otros, escalonados, dejando descubierta en todos una fajita igual, que es lo que se tiñe. Como Jacinta observaba atentamente el trabajo de D. José, éste se esmeró en hacerlo con desusada perfección y ligereza. Daba gusto ver aquellos bordes, que por lo iguales parecían hechos a compás. Rosita apilaba pliegos y resmas sin decir una palabra. Nicanora hizo a Jacinta, mirando a su marido, una seña que quería decir: «Hoy está bueno». Después empezó a pasar rápidamente la brocha sobre el papel, como se hace con los estarcidos.
—Y las suscripciones de entregas —preguntó Guillermina—, ¿dan algo que comer?
Ido abrió la boca para emitir pronta y juiciosa respuesta a esta pregunta; pero su mujer tomó rápidamente la palabra, quedándose él un buen rato con la boca abierta.
—Las suscripciones —declaró la Venus de Médicis—, son una calamidad. Aquí, José, tiene poca suerte… Es muy honrado y le engaña cualisquiera. El público es cosa mala, señoras, y suscriptor hay que no paga ni aunque le arrastren. Luego, como el mes pasado perdió aquí (este aquí era D. José) un billete de cuatrocientos reales, el encargado de las obras se lo va cobrando, descontándole de las primas que le tocan. Por eso, naturalmente, nos hemos atrasado tanto, y lo poco que se apaña se lo birla el casero.
Ido, desde que se dijo aquello del billete perdido, no volvió a levantar los ojos de su trabajo. Aquel descuido que tuvo le avergonzaba como si hubiera sido un delito.
—Pues lo primero que tienen ustedes que hacer —indicó la Pacheco—, es poner una escuela a esos dos tagarotes y a la berganta de su niña pequeña.
—No los mando, porque me da vergüenza de que salgan a la calle con tanto pingajo.
—No importa. Además, esta amiguita y yo daremos a ustedes alguna ropa para los muchachos. Y el mayor, ¿gana algo?
—Me gana cinco reales en una imprenta. Pero no tiene formalidad. Cuando le parece deja el trabajo, y se va a las becerradas de Getafe o de Leganés, y no parece en tres días. Quiere ser torero y nos trae crucificados. Se va al matadero por las tardes, cuando degüellan, y en casa, dormido, habla de que si puso las banderillas a porta-gayola…
—Y usted —preguntó Jacinta a Rosita—, ¿en qué se ocupa?
Rosita se puso muy encarnada. Iba a contestar; pero su madre, que llevaba la palabra por toda la familia, respondió:
—Es peinadora… Está aprendiendo con una vecina maestra. Ya tiene algunas parroquianas. Pero no le pagan, naturalmente… Es una sosona, y como no le pongan los cuartos en la mano, no hay de qué. Yo le digo que no sea panoli y que tenga genio; pero… ya usted la ve. Como su padre, que el día que no le engaña uno le engañan dos.
Guillermina, después de sacar varios bonos, como billetes de teatro, y dar a la infeliz familia los que necesitaba para proveerse de garbanzos, pan y carne por media semana, dijo que se marchaba. Pero Jacinta no se conformó con salir tan pronto. Había ido allí con determinado fin, y por nada del mundo se retiraría sin intentar al menos realizarlo. Varias veces tuvo la palabra en la boca para hacer una pregunta a D. José, y éste la miraba como diciendo: «estoy rabiando porque me pregunte usted por el Pituso». Por fin, decidióse la dama a romper el silencio sobre punto tan capital, y levantándose dio algunos pasos hacia donde Ido estaba. Éste no necesitó más que verla venir; y saliendo rápidamente del cuarto, volvió al poco con una criatura de la mano.
3
«¡El Dulce Nombre!…», exclamó la Pacheco viendo entrar aquel adefesio, y todos los demás lanzaron una exclamación parecida al mirar al niño, con la cara tan completamente pintada de negro que no se veía el color de su carne por parte alguna. Sus manos chorreaban betún, y en el traje se habían limpiado las suyas asquerosísimas los otros muchachos. El Pitusín tenía el cabello negro. Sus labios rojos sobre aquel chapapote superaban al coral más puro. Los dientecillos le brillaban cual si fueran de cristal. La lengua que sacaba, por tener la creencia de que todo negrito, para ser tal negrito, debe estirar la lengua todo lo más posible, parecía una hoja de rosa.
«¡Qué horror!… ¡Ah!, tunantes… ¡Bendito Dios! ¡Cómo le han puesto!… Anda, ¡que apañado estás!…». Las vecinas se enracimaban en las puertas riendo y alborotando. Jacinta estaba atónita y apenada. Pasáronle por la mente ideas extrañas; la mancha del pecado era tal, que aun a la misma inocencia extendía su sombra; y el maldito se reía detrás de su infernal careta, gozoso de ver que todos se ocupaban de él, aunque fuera para escarnecerle. Nicanora dejó sus pinturas para correr detrás de los bergantes y de la zancuda, que también debía de tener alguna parte en aquel desaguisado. La osadía del negrito no conocía límites, y extendió sus manos pringadas hacia aquella señora tan maja que le miraba tanto. «Quita allá, demonio…; quita allá esas manos» le gritaron. Viendo que no le dejaban tocar a nadie, y que su facha causaba risa, el chico daba patadas en medio del corro, sacando la lengua y presentando sus diez dedos como garras. De este modo tenía, a su parecer, el aspecto de un bicho muy malo que se comía a la gente, o por lo menos que se la quería comer.
Oyóse el pie de paliza que Nicanora, hecha una veneno, estaba dando a sus hijos, y el gemir de ellos. El Pitusín empezó a cansarse pronto de su papel de mico, porque eso de no poder pegarse a nadie tenía poca gracia. Lo mejor que podía hacer en su situación desairada, era meterse los dedos en la boca; pero sabía tan mal aquel endiablo potaje negro, que pronto los hubo de retirar.
—¿Será veneno eso? —observó Jacinta, alarmada—. Que lo laven, ¿por qué no lo lavan?
—Pues estás bonito, Juanín —díjole Ido—. ¡Y esta señora que te quería dar un beso!
Ávida de tocarle, la Delfina le agarró un mechón de cabello, lo único en que no había pintura.
—¡Pobrecito, cómo está!…
De repente le entraron a Juanín ganas de llorar. Ya no enseñaba la lengua; lo que hacía era dar suspiros.
—¿Pero ese señor Izquierdo, no está? —preguntó a Ido Jacinta llevándole aparte—. Yo tengo que hablar con él. ¿Dónde vive?
—Señora —replicó D. José con finura—, la puerta de su domicilio está cerrada… herméticamente, muy herméticamente.
—Pues quiero verle, quiero hablar con él.
—Yo lo pondré en su conocimiento —repuso el corredor de obras, que gustaba de emplear formas burocráticas cuando la ocasión lo pedía.
—Ea, vámonos, que es tarde —dijo impaciente Guillermina—. Otro día volveremos.
—Sí, volveremos… Pero que lo laven… ¡Pobre niño! Debe de estar en un martirio horrible con ese emplasto en la cara. Di, tontín, ¿quieres que te laven?
El Pituso dijo que sí con la cabeza. Su aflicción crecía, y poco le faltaba para romper a llorar. Todas las vecinas reconocieron la necesidad de lavarle; pero unas no tenían agua y otras no querían gastarla en tal objeto. Por fin una mujer agitanada y con faldas de percal rameado, el talle muy bajo, un pañuelo caído por los hombros, el pelo lacio y la tez crasa y de color de terra-cotta, se pareció por allí de repente, y quiso dar una lección a las vecinas delante de las señoras, diciendo que ella tenía agua de sobra para despercudir y chovelar a aquel ángel. Se le llevaron en burlesca procesión, él delante, aislado por su propio tizne, y ya con la dignidad tan por los suelos, que empezaba a dar jipíos; los chicos detrás haciendo una bulla infernal, y la tarasca aquella del moño lacio amenazándolos con endiñarles si no se quitaban de en medio. Desapareció la comparsa por una puerquísima y angosta escalera que del ángulo del corredor partía. Jacinta hubiera querido subir también; pero Guillermina la sofocaba con sus prisas.
—¿Hija, sabes tú la hora que es?
—Sí, nos iremos… Lo que es por mí, ya estamos andando —decía la otra sin moverse del corredor, mirando a la techumbre, en la cual no veía otra cosa que el horrible tinglado donde colgaban los cueros puestos a secar. Entre tanto, la fundadora, a pesar de su mucha prisa, entablaba una rápida conversación con D. José.
—¿No tiene usted ya nada que hacer en casa?
—Absolutamente nada, señora. Ya están desmentidas las últimas resmas. Pensaba yo ahora irme a dar una vuelta y a tomar el aire.
—Le conviene a usted el ejercicio… perfectamente… Pues oiga usted, al mismo tiempo que se orea un poco, me va a hacer un servicio.
—Estoy a disposición de la señora.
—Se sale usted a la Ronda… Tira usted para abajo, dejando a la izquierda la fábrica del gas. ¿Entiende usted?… ¿Sabe usted la estación de las Pulgas? Bueno, pues antes de llegar a ella hay una casa en construcción… Está concluida la obra de fábrica y ahora están armando una chimenea muy larga, porque va a ser sierra mecánica… ¿Se va usted enterando? No tiene pérdida. Pues entra usted y pregunta por el guarda de la obra, que se llama Pacheco… lo mismito que yo. Usted le dice: «Vengo por los ladrillos de Doña Guillermina».
Ido repitió, como los chicos que aprenden una lección:
—Vengo por los ladrillos (etcétera).
—El dueño de esa fábrica me ha dado unos setenta ladrillos, lo único que le sobra… Poca cosa, pero a mí todo me sirve… Bueno; coge usted los ladrillos y me los lleva a la obra… Son para mi obra.
—¿A la obra?… ¿Qué obra?
—Hombre, en Chamberí…, mi asilo… ¿Está usted lelo?
—¡Ah! Perdone la señora… cuando oí la obra, creí al pronto que era una obra literaria.
—Si no puede usted de un viaje, emplee dos.
—O tres, o cuatro… Tantísimo gusto en ello… Si necesario fuese, naturalmente, tantos viajes como ladrillos…
—Y si me hace bien el recado, cuente con un hongo casi nuevo… Me lo han dado ayer en una casa, y lo reservo para los amigos que me ayudan… ¿Conque lo hará usted? Hoy por ti y mañana por mí. Vaya, abur, abur.
Ido y su mujer se deshacían en cumplidos y fueron escoltando a las señoras hasta la puerta de la calle. En la calle de Toledo tomaron ellas un simón para ganar tiempo, y el bendito Ido se fue a cumplir el encargo que la fundadora le había hecho. No era una misión delicada ciertamente, como él deseara; pero el principio de caridad que entrañaba aquel acto lo trocaba de vulgar en sublime. Toda la santa tarde estuvo mi hombre ocupado en el transporte de los ladrillos, y tuvo la satisfacción de que ni uno solo de los setenta se le rompiera por el camino. El contento que inundaba su alma le quitaba el cansancio, y provenía su gozo casi exclusivamente de que Jacinta, en aquel ratito en que le llevó aparte, le había dado un duro. No puso él la moneda en el bolsillo de su chaleco, donde la habría descubierto Nicanora, sino en la cintura, muy bien escondida en una faja que usaba pegada a la carne para abrigarse la boca del estómago. Porque conviene fijar bien las cosas… Aquel duro, dado aparte, lejos de las miradas famélicas del resto de la familia, era exclusivamente para él. Tal había sido la intención de la señorita, y D. José habría creído ofender a su bienhechora interpretándola de otro modo. Guardaría, pues, su tesoro, y se valdría de todas las trazas de su ingenio para defenderlo de las miradas y de las uñas de Nicanora… Porque si ésta lo descubría, ¡Santo Cristo de los Guardias…!
Pasó la noche en grandísima intranquilidad. Temía que su mujer descubriese con ojo perspicaz el matute que él encerraba en su cintura. La maldita parecía que olía la plata. Por eso estaba tan azorado y no se daba por seguro en ninguna posición, creyendo que al través de la ropa se le iba a ver la moneda. Durante la cena estuvieron todos muy alegres; tiempo hacía que no habían cenado tan bien. Pero al acostarse volvió Ido a ser atormentado por sus temores, y no tuvo más remedio que estar toda la noche hecho un ovillo, con las manos cruzadas en la cintura, porque si en una de las revueltas que ambos daban sobre los accidentados jergones la mano de su mujer llegaba a tocar el duro, se lo quitaba, tan fijo como tres y dos son cinco. Durmió, pues, tan mal que en realidad dormía con un ojo y velaba con el otro, atento siempre a defender su contrabando. Lo peor fue que viéndole su mujer tan retortijado y hecho todo una ese, creyó que tenía el dolor espasmódico que le solía dar; y como el mejor remedio para eso eran las friegas, Nicanora le propuso dárselas, y al oír tal proposición, tembláronle a Ido las carnes, viéndose descubierto y perdido. «Ahora sí que la hemos hecho buena» pensó. Pero su talento le sugirió la respuesta, y dijo que no tenía ni pizca de dolor, sino frío, y sin más explicaciones se volvió contra la pared, pegándose a ella como un engrudo, y haciéndose el dormido. Llegó por fin el día y con él la calma al corazón de Ido, quien se acicaló y se lavó casi toda la cara, poniéndose la corbata encarnada con cierta presunción.
Eran ya las diez de la mañana, porque con aquello de lavarse bien se había ido bastante tiempo. Rosita tardó mucho en traer el agua, y Nicanora se había dado la inmensa satisfacción de ir a la compra. Todos los individuos de la familia, cuando se encontraban uno frente a otro, se echaban a reír, y el más risueño era D. José, porque… ¡Si supieran…!
4
Echóse mi hombre a la calle, y tiró por la de Mira el Río baja, cuya cuesta es tan empinada que se necesita hacer algo de volatines para no ir rodando de cabeza por aquellos pedernales. Ido la bajó, casi como la bajan los chiquillos, de un aliento, y una vez en la explanada que llaman el Mundo Nuevo, su espíritu se espació, como pájaro lanzado a los aires. Empezó a dar resoplidos, cual si quisiera meter en sus pulmones más aire del que cabía, y sacudió el cuerpo como las gallinas. El picorcillo del sol le agradaba, y la contemplación de aquel cielo azul, de incomparable limpieza y diafanidad, daba alas a su alma voladora. Candoroso e impresionable, D. José era como los niños o los poetas de verdad, y las sensaciones eran siempre en él vivísimas, las imágenes de un relieve extraordinario. Todo lo veía agrandado hiperbólicamente o empequeñecido, según los casos. Cuando estaba alegre, los objetos se revestían a sus ojos de maravillosa hermosura; todo le sonreía, según la expresión común que le gustaba mucho usar. En cambio cuando estaba afligido, que era lo más frecuente, las cosas más bellas se afeaban volviéndose negras, y se cubrían de un velo… parecíale más propio decir de un sudario. Aquel día estaba el hombre de buenas, y la excitación de la dicha hacíale más niño y más poeta que otras veces. Por eso el campo del Mundo Nuevo, que es el sitio más desamparado y más feo del globo terráqueo, le pareció una bonita plaza. Salió a la Ronda y echó miradas de artista a una parte y otra. Allí la puerta de Toledo ¡qué soberbia arquitectura! A la otra parte la fábrica del gas… ¡Oh prodigios de la industria!… Luego el cielo espléndido y aquellos lejos de Carabanchel, perdiéndose en la inmensidad, con remedos y aun con murmullos de Océano… ¡Sublimidades de la Naturaleza!… Andando, andando, le entró de improviso un celo tan vehemente por la instrucción pública, que le faltó poco para caerse de espaldas ante los estólidos letreros que veía por todas partes.
No se premite tender rropas, y ni clabar clabos, decía en una pared, y D. José exclamó: «¡Vaya una barbaridad!… ¡Ignorantes!… ¡Emplear dos conjunciones copulativas! Pero pedazos de animales, ¿no veis que la primera, naturalmente, junta las voces o cláusulas en concepto afirmativo y la segunda en concepto negativo?… ¡Y que no tenga qué comer un hombre que podría enseñar la Gramática a todo Madrid y corregir estos delitos del lenguaje!… ¿Por qué no me había de dar el Gobierno, vamos a ver, por qué no me había de dar el encargo, mediante proporcionales emolumentos, de vigilar los rótulos?… ¡Zoquetes, qué multas os pondría!… Pues también tú estás bueno: Se alqilan qartos… Muy bien, señor mío. ¿Le gustan a usted tanto las úes que se las come con arroz? ¡Ah!, si el Gobierno me nombrara ortógrafo de la vía pública, ya veríais… Vamos, otro que tal: se proive… Se prohíbe rebuznar, digo yo».
Hallábase en lo más entretenido de aquella crítica literaria, tan propia de su oficio, cuando vio que hacia él iban tres individuos de calzón ajustado, botas de caña, chaqueta corta, gorra, el pelo echadito palante, caras de poca vergüenza. Eran los tales tipos muy madrileños y pertenecían al gremio de los randas. El uno era descuidero, el otro tomador, y el tercero hacía a pelo y a pluma. Ido les conocía, porque vivían en su patio, siempre que no eran inquilinos de los del Saladero, y no gustaba de tratarse con semejante gentuza. De buena gana les habría dado una puntera en salva la parte; pero no se atrevía. Una cosa es reformar la ortografía pública, y otra aplicar ciertos correctivos a la especie humana. «Allá van los buenos días» le dijeron los chulos alegremente, y a Ido se le puso la carne como la de las gallinas, porque se acordó del duro y temió que se lo garfiñaran si entraba en parola con ellos. Pasando de largo, les dijo con mucha cortesía: «Dios les guarde, caballeros… Conservarse» y apretó a correr. No le volvió el alma al cuerpo hasta que les hubo perdido de vista.
«Es preciso que me convide a algo», pensaba el pendolista; y hacía la crítica mental de los manjares que más le gustaban. Cerca de la puerta de Toledo se encontró con un mielero alcarreño que paraba en su misma casa. Estaban hablando, cuando pasó un pintor de panderetas, también vecino, y ambos le convidaron a unas copas. «Váyanse al rábano, ordinariotes…», pensó Ido, y les dio las gracias, separándose al punto de ellos. Andando más vio un ventorro en la acera derecha de la Ronda… «¡Comer de fonda!». Esta idea se le clavó en el cerebro. Un rato estuvo Ido del Sagrario ante el establecimiento de El Tartera, que así se llamaba, mirando los dos tiestos de bónibus llenos de polvo, las insignias de los bolos y la rayuela, la mano negra con el dedo tieso señalando la puerta, y no se decidía a obedecer la indicación de aquel dedo. ¡Le sentaba tan mal la carne!… Desde que la comía le entraba aquel mal tan extraño y daba en la gracia estúpida de creer que Nicanora era la Venus de Médicis. Acordóse, no obstante, de que el médico le recetaba siempre comer carne, y cuanto más cruda mejor. De lo más hondo de su naturaleza salía un bramido que le pedía ¡carne, carne, carne! Era una voz, un prurito irresistible, una imperiosa necesidad orgánica, como la que sienten los borrachos cuando están privados del fuego y de la picazón del alcohol.
Por fin no pudo resistir; colóse dentro del ventorrillo, y tomando asiento junto a una de aquellas despintadas mesas, empezó a palmotear para que viniera el mozo, que era el mismo Tartera, un hombre gordísimo, con chaleco de Bayona y mandil de lanilla verde rayado de negro. No lejos de donde estaba Ido había un rescoldo dentro de enorme braserón, y encima una parrilla casi tan grande como la reja de una ventana. Allí se asaban las chuletas de ternera, que con la chamusquina en tan viva lumbre, despedían un olor apetitoso. «Chuletas» dijo D. José, y a punto vio entrar a un amigo, el cual le había visto a él y por eso sin duda entraba.
—Hola, amigo Izquierdo… Dios le guarde.
—Le vi pasar, maestro y dije, digo: A cuenta que voy a echar un espotrique con mi tocayo…
Sentóse sin ceremonia el tal, y poniendo los codos sobre la mesa, miró fijamente a su tocayo. O las miradas no expresaban nada, o la de aquel sujeto era un memorial pidiendo que se le convidara. Ido era tan caballero que le faltó tiempo para hacer la invitación, añadiendo una frase muy prudente.
—Pero, tocayo, sepa que no tengo más que un duro… Conque no se corra mucho…
Hizo el otro un gesto tranquilizador y cuando el Tartera puso el servicio, si servicio puede llamarse un par de cuchillos con mango de cuerno, servilleta sucia y salero, y pidió órdenes acerca del vino, le dijo, dice:
—Dice… ¿Pardillo yo?… Pachasco… Tráete de la tierra.
A todo esto asintió Ido del Sagrario, y siguió contemplando a su amigo, el cual parecía un grande hombre aburrido, carácter agriado por la continuidad de las luchas humanas. José Izquierdo representaba cincuenta años, y era de arrogante estatura. Pocas veces se ve una cabeza tan hermosa como la suya y una mirada tan noble y varonil. Parecía más bien italiano que español, y no es maravilla que haya sido, en época posterior al 73, en plena Restauración, el modelo predilecto de nuestros pintores más afanados.
—Me alegro de verle a usted tocayo —le dijo Ido, a punto que las chuletas eran puestas sobre la mesa—, porque tenía que comunicarle cosas de importancia. Es que ayer estuvo en casa Doña Jacinta, la esposa del señor D. Juanito Santa Cruz, y preguntó por el chico y le vio…, quiero decir, no le vio porque estaba todito dado de negro… Y luego dijo que dónde estaba usted, y como usted no estaba, quedó en volver…
Izquierdo debía de tener hambre atrasada, porque al ver las chuletas, les echó una mirada guerrera que quería decir: «¡Santiago y a ellas!» y sin responder nada a lo que el otro hablaba, les embistió con furia. Ido empezó a engullir comiéndose grandes pedazos sin masticarlos. Durante un rato, ambos guardaron silencio. Izquierdo lo rompió dando fuerte golpe en la mesa con el mango del cuchillo, y diciendo:
—¡Rehostia con la República!… ¡Vaya una porquería!
Ido asintió con una cabezada.
—¡Repoblicanos de chanfaina…, pillos, buleros, piores que serviles, moderaos, piores que moderaos! —prosiguió Izquierdo con fiera exaltación—. No colocarme a mí, a mí, que soy el endivido que más bregó por la República en esta judía tierra… Es la que se dice: cría cuervos… ¡Ah! Señor de Martos, señor de Figueras, señor de Pi…; a cuenta que ahora no conocen a este pobrete de Izquierdo, porque lo ven mal trajeao…, pero antes, cuando Izquierdo tenía por sí las anfloencias de la Inclusa y cuando Bicerra le venía a ver pal cuento de echarnos a la calle, entonces… ¡Hostia! Hamos venido a menos. Pero si por un es caso golviésemos a más, yo les juro a esos figurones que tendremos una yeción.
5
Ido seguía corroborando, aunque no había entendido aquello de la yeción, ni lo entendiera nadie. Con tal palabra Izquierdo expresaba una colisión sangrienta, una marimorena o cosa así. Bebía vaso tras vaso sin que su cabeza se afectase, por ser muy resistente.
—Porque mirosté, maestro, lo que les atufa es el aquél de haber estado mi endivido en Cartagena… Y yo digo que a mucha honra, ¡rehostia! Allí estábamos los verídicos liberales. Y a cuenta que yo, tocayo, toda mi vida no he hecho más que derramar mi sangre por la judía libertad. El 54, ¿qué hice?, batirme en las barricadas como una persona decente. Que se lo pregunten al difunto D. Pascual Muñoz el de la tienda de jierros, padre del marqués de Casa-Muñoz, que era el hombre de más afloencias en estos arrabales, y me dijo mismamente aquel día: «Amigo Platón, vengan esos cinco». Y aluego juí con el propio D. Pascual a Palacio, y D. Pascual subió a pleticar con la Reina, y pronto bajó con aquel papé firmado por la Reina en que les daba la gran patá a los moderaos. D. Pascual me dijo que pusiera un pañuelo branco en la punta de un palo y que malchara delante diciendo: «Cese er fuego, cese er fuego…». El 56, era yo teniente de melicianos, y O’Donnell me cogió miedo, y cuando pleticó a la tropa dijo: «si no hay quien me coja a Izquierdo, no hamos hecho ná». El 66, cuando la de los artilleros, mi compare Socorro y yo estuvimos pegando tiros en la esquina de la calle de Leganitos… El 68, cuando la santísima, estuve haciendo la guardia en el Banco, pa que no robaran, y le digo asté que si por un es caso llega a paicerse por allí algún randa, lo suicido… Pues tocan luego a la recompensa, y a Pucheta me le hacen guarde de la Casa de Campo, a Mochilo del Pardo… y a mí una patá. A cuento que yo no pido más que un triste destino pa portear el correo a cualisquiera parte, y ná… Voy a ver a Bicerra, ¿y piensasté que me conoce?, ¡pachasco!… Le digo que soy Izquierdo, por mote Platón, y menea la cabeza. Es la que se dice: «no se acuerdan del judío escalón dimpués que están parriba…». Dimpués me casé y juimos viviendo tal cual. Pero cuando vino la judía Repóblica, se me había muerto mi Demetria, y yo no tenía qué comer; me jui a ver al señor de Pi, y le dije, digo: «Señor de Pi, aquí vengo sobre una colocación…». ¡Pachasco! A cuenta de que el hombre me debía de tener tirria, porque se remontó y dijo que él no tenía colocaciones. ¡Y un judío portero me puso en la calle! ¡Recontrahostia! ¡Si viviera Calvo Asensio! Aquél sí era un endivido que sabía las comenencias, y el tratamiento de las presonas verídicas. ¡Vaya un amigo que me perdí! Toda la Inclusa era nuestra, y en tiempo leitoral, ni Dios nos tosía, ni Dios, ¡hostia!… ¡Aquél sí, aquél sí!… A cuenta que me cogía del brazo y nos entrábamos en un café, o en la taberna, a tomar una angelita… porque era muy llano y más liberal que la Virgen Santísima. ¿Pero éstos de ahora?… Es la que dice; ni liberales ni repoblicanos, ni ná. Mirosté a ese Pi…, un mequetrefe. ¿Y Castelar? Otro mequetrefe. ¿Y Salmerón? Otro mequetrefe. ¿Roque Barcia? Mismamente. Luego, si es caso, vendrán a pedir que les ayudemos, ¿pero yo?… No me pienso menear; basta de yeciones. Si se junde la Repóblica que se junda, y si se junde el judío pueblo, que se junda también.
Apuró de nuevo el vaso, y el otro José admiraba igualmente su facundia y su receptividad de bebedor. Izquierdo soltó luego una risa sarcástica, prosiguiendo así:
—Dicen que les van a traer a Alifonso… ¡Pachasco! Por mí que lo traigan. A cuenta que es como si verídicamente trajeran al Terso. Es la que se dice: pa mí lo mismo es blanco que negro. Óigame lo bueno: El año pasado, estando en Alcoy, los carcas me jonjabaron. Me corrí a la partida de Callosa de Ensarriá y tiré montón de tiros a la Guardia Cevil. ¡Qué yeción! Salta por aquí, salta por allá. Pero pronto me llamé andana porque me habían hecho contrata de medio duro diario, y los rumbeles solutamente no paicían. Yo dije: «José mío, güélvete liberal, que lo de carca no tercia». Una nochecita me escurrí, y del tirón me juí a Barcelona, donde la carpanta fue tan grande, maestro, que por poco doy las boqueas. ¡Ay!, tocayo, si no es porque se me terció encontrarme allí con mi sobrina Fortunata, no la cuento. Socorrióme… Es buena chica, y con los cuartos que me dio, trinqué el judío tren, y a Madriz…
—Entonces —dijo Ido, fatigado de aquel relato incoherente, y de aquel vocabulario grotesco—, recogió usted a ese precioso niño…
Buscaba Ido la novela dentro de aquella gárrula página contemporánea; pero Izquierdo, como hombre de más seso, despreciaba la novela para volver a la grave historia.
—Allego y me aboco con los comiteles y les canto claro: «¿Pero señores, nos acantonamos o no nos acantonamos?… Porque si no va a haber aquí una yeción». ¡Se reían de mí!… ¡Pillos! ¡Como que estaban vendidos al moderaísmo!… Sabusté tocayo, ¿con qué me motejaban aquellos mequetrefes? Pues ná; con que yo no sé leer ni escribir: No es todo lo verídico, ¡hostia!, porque leer yo sé, aunque no del todo lo seguío que se debe. Como escribir, no escribo porque se me corre la tinta por el dedo… ¡Bah!, es la que se dice: los escribidores, los periodiqueros, y los publicantones son los que han perdío con sus tiologías a esta judía tierra, maestro.
Ido tardó mucho tiempo en apoyar esto, por ser quien era; pero Izquierdo le apretó el brazo con tanta fuerza, que al fin no tuvo más remedio que asentir con una cabezada, haciendo la reserva mental de que sólo por la violencia daba su autorizado voto a tal barbaridad.
—Entonces, tocayo de mi arma, viendo que me querían meter en el estaribel y enredarme con los guras, tomé el olivo y no juimos a Cartagena. ¡Ay, qué vida aquella! ¡Rehostia! A mí me querían hacer menistro de la Gubernación; pero dije que nones. No me gustan suponeres. A cuenta que salimos con las freatas por aquellos mares de mi arma. Y entonces, que quieras que no, me ensalzaron a tiniente de navío, y estaba mismamente a las órdenes del general Contreras, que me trataba de tú. ¡Ay qué hombre y qué buen avío el suyo! Parecía verídicamente el gran turco con su gorro colorao. Aquello era una gloria. ¡Alicante, Águilas! Pelotazo va, pelotazo viene. Si por un es caso nos dejan, tocayo, nos comemos el santísimo mundo y lo acantonamos toíto… ¡Orán! ¡Ay qué mala sombra tiene Orán y aquel judío vu de los franceses que no hay cristiano que lo pase!… Me najo de allí, güelvo a mi Españita, entro en Madriz mu callaíto, tan fresco…, ¿a mí qué?…, y me presento a estos tiólogos, mequetrefes y les digo: «Aquí me tenéis, aquí tenéis a la personalidá del endivido verídico que se pasó la santísima vida peleando como un gato tripa arriba por las judías libertades… Matarme, hostia, matarme; a cuenta que no me queréis colocar…». ¿Usté me hizo caso? Pues ellos tampoco. Espotrica que te espotricarás en las Cortes, y el santísimo pueblo que reviente. Y yo digo que es menester acantonar a Madriz, pegarte fuego a las Cortes, al Palacio Real, y a lo judíos Ministerios, al Monte de Piedad, al cuartel de la Guardia Cevil y al dipósito de las Aguas, y luego hacer un racimo de horca con Castelar, Pi, Figueras, Martos, Bicerra y los demás, por moderaos, por moderaos…
6
Dijo el por moderaos hasta seis veces, subiendo gradualmente de tono, y la última repetición debió de oírse en el puente de Toledo. El otro José estaba muy aturdido con la bárbara charla del grande hombre, el más desgraciado de los héroes y el más desconocido de los mártires. Su máscara de misantropía y aquella displicencia de genio perseguido eran natural consecuencia de haber llegado al medio siglo sin encontrar su asiento, pues treinta años de tentativas y de fracasos son para abatir el ánimo más entero. Izquierdo había sido chalán, tratante en trigos, revolucionario, jefe de partidas, industrial, fabricante de velas, punto figurado en una casa de juego y dueño de una chirlata; había casado dos veces con mujeres ricas, y en ninguno de estos diferentes estados y ocasiones obtuvo los favores de la voluble suerte. De una manera y otra, casado y soltero, trabajando por su cuenta y por la ajena, siempre mal, siempre mal, ¡hostia!
La vida inquieta, las súbitas apariciones y desapariciones que hacía, y el haber estado en gurapas algunas temporadillas rodearon de misterio su vida, dándole una reputación deplorable. Se contaban de él horrores. Decían que había matado a Demetria, su segunda mujer, y cometido otros nefandos crímenes, violencias y atropellos. Todo era falso. Hay que declarar que parte de su mala reputación la debía a sus fanfarronadas y a toda aquella humareda revolucionaria que tenía en la cabeza. La mayor parte de sus empresas políticas eran soñadas, y sólo las creían ya poquísimos oyentes, entre los cuales Ido del Sagrario era el de mayores tragaderas. Para completar su retrato, sépase que no había estado en Cartagena. De tanto pensar en el dichoso cantón, llegó sin duda a figurarse que había estado en él, hablando por los codos de aquellas tremendas yeciones y dando detalles que engañaban a muchos bobos. Lo de la partida de Callosa sí parece cierto.
También se puede asegurar, sin temor de que ningún dato histórico pruebe lo contrario, que Platón no era valiente, y que, a pesar de tanta baladronada, su reputación de braveza empezaba a decaer como todas las glorias de fundamento inseguro. En los tiempos a que me refiero, el descrédito era tal que la propia vanidad platónica estaba ya por los suelos. Principiaba a creerse una nulidad, y allá en sus soliloquios desesperados, cuando le salía mal alguna de las bajezas con que se procuraba dinero, se escarnecía sinceramente, diciéndose: «soy pior que una caballería; soy más tonto que un cerrojo; no sirvo absolutamente para nada». El considerar que había llegado a los cincuenta años sin saber plumear y leyendo sólo a trangullones, le hacía formar de su endivido la idea más desventajosa. No ocultaba su dolor por esto, y aquel día se lo expresó a su tocayo con sentida ingenuidad:
—Es una gaita esto de no saber escribir… ¡Hostia!, si yo supiera… Créalo: ése es el por qué de la tirria que me tiene Pi.
D. José no le contestó. Estaba doblado por la cintura, porque el digerir las dos enormes chuletas que se había atizado, no se presentaba como un problema de fácil solución. Izquierdo no reparó que a su amigo le temblaba horriblemente el párpado, y que las carúnculas del cuello y los berrugones de la cara, inyectados y turgentes, parecían próximos a reventar. Tampoco se fijó en la inquietud de D. José, que se movía en el asiento como si éste tuviese espinas; y volviendo a lamentarse de su destino, se dejó decir:
—Porque no hacen solutamente estimación de los verídicos hombres del mérito. Tanto mequetrefe colocao, y a nosotros, tocayo, a estos dos hombres de calidá nadie les ensalza. A cuenta de ellos se lo pierden; porque usted, ¡hostia!, sería un lince para la Destrución pública, y yo…, yo…
La vanidad de Platón cayó de golpe cuando más se remontaba, y no encontrando aplicación adecuada a su personalidad, se estrelló en la conciencia de su estolidez. «Yo… para tirar de un carromato», —pensó—. Después dejó caer la varonil y gallarda cabeza sobre el pecho y estuvo meditando un rato sobre el porqué de su perra suerte. Ido permaneció completamente insensible a la lisonja que le soltara su amigo, y tenía la imaginación sumergida en sombrío lago de tristezas, dudas, temores y desconfianzas. A Izquierdo le roía el pesimismo. La carga de la bebida en su estómago no tuvo poca parte en aquel desaliento horrible, durante el cual vio desfilar ante su mente los treinta años de fracasos que formaban su historia activa… Lo más singular fue que en su tristeza sentía una dulce voz silbándole en el oído: «Tú sirves para algo… no te amontones…». Mas no se convencía, no. «Al que me dijera —pensaba—, cuál es la judía cosa pa que sirve este piazo de hombre, le querría, si es caso, más que a mi padre». Aquel desventurado era como otros muchos seres que se pasan la mayor parte de la vida fuera de su sitio, rodando, rodando, sin llegar a fijarse en la casilla que su destino les ha marcado. Algunos se mueren y no llegan nunca; Izquierdo debía llegar, a los cincuenta y un años, al puesto que la Providencia le asignara en el mundo, y que bien podríamos llamar glorioso. Un año después de lo que ahora se narra estaba ya aquel planeta errante, puedo dar fe de ello, en su sitio cósmico. Platón descubrió al fin la ley de su sino, aquello para que exclusiva y solutamente servía. Y tuvo sosiego y pan, fue útil y desempeñó un gran papel, y hasta se hizo célebre y se lo disputaban y le traían en palmitas. No hay ser humano, por despreciable que parezca, que no pueda ser eminencia en algo, y aquel buscón sin suerte, después de medio siglo de equivocaciones, ha venido a ser, por su hermosísimo talante, el gran modelo de la pintura histórica contemporánea. Hay que ver la nobleza y arrogancia de su figura cuando me lo encasquetan una armadura fina, o ropillas y balandranes de raso, y me lo ponen haciendo el duque de Gandía, al sentir la corazonada de hacerse santo, o el marqués de Bedmar ante el Consejo de Venecia, o Juan de Lanuza en el patíbulo, o el gran Alba poniéndoles las peras a cuarto a los flamencos. Lo más peregrino es que aquella caballería, toda ignorancia y rudeza, tenía un notable instinto de la postura, sentía hondamente la facha del personaje, y sabía traducirla con el gesto y la expresión de su admirable rostro.
Pero en aquella sazón, todo esto era futuro y sólo se presentaba a la mente embrutecida de Platón como presentimiento indeciso de glorias y bienandanza. El héroe dio un suspiro, a que contestó el poeta con otro suspiro más tempestuoso. Mirando cara a cara a su amigo, Ido tosió dos o tres veces, y con una vocecilla que sonaba metálicamente, le dijo, poniéndole la mano en el hombro:
—Usted es desgraciado porque no le hacen justicia; pero yo lo soy más, tocayo, porque no hay mayor desdicha que el deshonor.
—¡Repóblica puerca, repóblica cochina! —rebuznó Platón, dando en la mesa un porrazo tan recio, que todo el ventorro tembló.
—Porque todo se puede conllevar —dijo Ido bajando la voz lúgubremente—, menos la infidelidad conyugal. Terrible cosa es hablar de esto, querido tocayo, y que esta deshonrada boca pregone mi propia ignominia…; pero hay momentos, francamente, naturalmente, en que no puede uno callar. El silencio es delito, sí señor… ¿Por qué ha de echar sobre mí la sociedad esta befa, no siendo yo culpable? ¿No soy modelo de esposos y padres de familia? ¿Pues cuándo he sido yo adúltero? ¿Cuándo?… Que me lo digan.
De repente, y saltando cual si fuera de goma, el hombre eléctrico se levantó… Sentía una ansiedad que le ahogaba, un furor que le ponía los pelos de punta. En este excepcional desconcierto no se olvidó de pagar, y dando su duro al Tartera, recogió la vuelta.
—Noble amigo —díjole a Izquierdo al oído—, no me acompañe usted… Estimo en lo que valen sus ofrecimientos de ayuda. Pero debo ir solo, enteramente solo, sí señor; les cogeré in fraganti… ¡Silencio…!, ¡chis!… La ley me autoriza a hacer un escarmiento…, pero horrible, tremendo… ¡Silencio digo!
Y salió de estampía, como una saeta. Viéndole correr, se reían Izquierdo y el Tartera. El infeliz Ido iba derecho a su camino sin reparar en ningún tropiezo. Por poco tumba a un ciego, y le volcó a una mujer la cesta de los cacahuetes y piñones. Atravesó la Ronda, el Mundo Nuevo y entró en la calle de Mira el Río baja, cuya cuesta se echó a pechos sin tomar aliento. Iba desatinado, gesticulando, los ojos fulminantes, el labio inferior muy echado para fuera. Sin reparar en nadie ni en nada, entró en la casa, subió las escaleras, y pasando de un corredor a otro, llegó pronto a su puerta. Estaba cerrada sin llave. Púsose en acecho, el oído en el agujero de la llave, y empujando de improviso la abrió con estrépito, y echó un vocerrón muy tremendo: ¡Adúuultera!
—¡Cristo!, ya le tenemos otra vez con el dichoso dengue… —chilló Nicanora, reponiéndose al instante de aquel gran susto—. Pobrecito mío, hoy viene perdido…
D. José entró a pasos largos y marcados, con desplantes de cómico de la legua; los ojos saltándosele del casco; y repetía con un tono cavernoso la terrorífica palabra: ¡Adúuultera!
—Hombre de Dios —dijo la infeliz mujer, dejando a un lado el trabajo, que aquel día no era pintura, sino costura—, tú has comido, ¿verdad?… Buena la hemos hecho…
Le miraba con más lástima que enojo, y con cierta tranquilidad relativa, como se miran los males ya muy añejos y conocidos.
—Fuertecillo es el ataque… Corazón, ¡cómo estás hoy! Algún indino te ha convidado… Si le cojo… Mira, José, debes acostarte…
—Por Dios, papá —dijo Rosita, que había entrado detrás de su padre—, no nos asustes… Quítate de la cabeza esas andróminas.
Apartóla él lejos de sí con enérgico ademán, y siguió dando aquellos pasos tragicómicos sin orden ni concierto. Parecía registrar la casa; se asomaba a las fétidas alcobas, daba vueltas sobre un tacón, palpaba las paredes, miraba debajo de las sillas, revolviendo los ojos con fiereza y haciendo unos aspavientos que harían reír grandemente si la compasión no lo impidiera. La vecindad, que se divertía mucho con el dengue del buen ido, empezó a congregarse en el corredor. Nicanora salió a la puerta:
—Hoy está atroz… Si yo cogiera al lipendi que le convidó a magras…
—¡Venga usted acá, dama infiel! —le dijo el frenético esposo, cogiéndola por un brazo.
Hay que advertir que ni en lo más fuerte del acceso era brutal. O porque tuviera muy poca fuerza o porque su natural blando no fuese nunca vencido de la fiebre de aquella increíble desazón, ello es que sus manos apenas causaban ofensa. Nicanora le sujetó por ambos brazos, y él, sacudiéndose y pateando, descargaba su ira con estas palabras roncas:
—No me lo negarás ahora… Le he visto, le he visto yo.
—¿A quién has visto, corazón?… ¡Ah!, sí, al duque. Sí, aquí le tengo… No me acordaba… ¡Pícaro duque, que te quiere quitar esa recondenada prenda tuya!
Desprendido de las manos de su mujer, que como tenazas le sujetaban, Ido volvió a sus mímicas, y Nicanora, sabiendo que no había más medio de aplacarle que dar rienda suelta a su insana manía para que el ataque pasara más pronto, le puso en la mano un palillo de tambor que allí habían dejado los chicos, y empujándole por la espalda…
—Ya puedes escabecharnos —le dijo—, anda, anda; estamos allí, en el camarín, tan agasajaditos… Fuerte, hijo; dale firme y sácanos el mondongo…
Dando trompicones, entró Ido en una de las alcobas, y apoyando la rodilla en el camastro que allí había empezó a dar golpes con el palillo, pronunciando torpemente estas palabras: «Adúlteros, expiad vuestro crimen». Los que desde el corredor le oían, reíanse a todo trapo, y Nicanora arengaba al público diciendo:
—Pronto se le pasará; cuanto más fuerte, menos le dura.
«Así, así… Muertos los dos…, charco de sangre… Yo vengado, mi honra la… la… vadita», murmuraba él dando golpes cada vez más flojos, y al fin se desplomó sobre el jergón boca abajo. Las piernas colgaban fuera, la cara se oprimía contra la almohada, y en tal postura rumiaba expresiones oscuras que se apagaban resolviéndose en ronquidos. Nicanora le volvió cara arriba para que respirase bien, le puso las piernas dentro de la cama, manejándole como a un muerto, y le quitó de la mano el palo. Arreglóle las almohadas y le aflojó la ropa. Había entrado en el segundo periodo, que era el comático, y aunque seguía delirando, no movía ni un dedo, y apretaba fuertemente los párpados, temeroso de la luz. Dormía la mona de carne.
Cuando la Venus de Médicis salió del cubil, vio que entre las personas que miraban por la ventana, estaba Jacinta, acompañada de su doncella.
7
Había presenciado parte de la escena y estaba aterrada.
—Ya le pasó lo peor —dijo Nicanora saliendo a recibirla—. Ataque muy fuerte… Pero no hace daño. ¡Pobre ángel! Se pone de esta conformidad cuando come.
—¡Cosa más rara! —expresó Jacinta entrando.
—Cuando come carne… Sí señora. Dice el médico que tiene el cerebro como pasmado, porque durante mucho tiempo estuvo escribiendo cosas de mujeres malas, sin comer nada más que las condenadas judías… La miseria, señora, esta vida de perros. ¡Y si supiera usted qué buen hombre es!… Cuando está tranquilo no hace cosa mala ni dice una mentira… Incapaz de matar una pulga. Se estará dos años sin probar el pan, con tal que sus hijos lo coman. Ya ve la señora si soy desgraciada. Dos años hace que José empezó con estas incumbencias. Se pasaba las noches en vela, sacando de su cabeza unas fábulas… todo tocante a damas infieles, guapetonas, que se iban de picos pardos con unos duques muy adúlteros… y los maridos trinando… ¡Qué cosas inventaba! Y por la mañana las ponía en limpio en papel de marquilla con una letra que daba gusto verla. Luego le dio el tifus, y se puso tan malo que estuvo suministrado y creíamos que se iba. Sanó y le quedaron estas calenturas de la sesera, este dengue que le da siempre que toma sustancia. Tiene temporadas, señora; a veces el ataque es muy ligero, y otras se pone tan encalabrinado que sólo de pasar por delante del Matadero le baila el párpado y empieza a decir disparates. Bien dicen, señora, que la carne es uno de los enemigos del alma… Cuidado con lo que saca… ¡Que yo me adultero, y que se la pego con un duque!… Miren que yo con esta facha…
No interesaba a Jacinta aquel triste relato tanto como creía Nicanora, y viendo que ésta no ponía punto, tuvo la dama que ponerlo.
—Perdone usted —dijo dulcificando su acento todo lo posible—, pero dispongo de poco tiempo. Quisiera hablar con ese señor que llaman Don… José Izquierdo.
—Para servir a vuecencia —dijo una voz en la puerta, y al mirar, encaró Jacinta con la arrogantísima figura de Platón, quien no le pareció tan fiero como se lo habían pintado.
Díjole la Delfina que deseaba hablarle, y él la invitó con toda la cortesía de que era capaz a pasar a su habitación. Ama y criada se pusieron en marcha hacia el 17, que era la vivienda de Izquierdo.
—¿En dónde está el Pituso? —preguntó Jacinta a mitad del camino.
Izquierdo miró al patio donde jugaban varios chicos, y no viéndole por ninguna parte, soltó un gruñido. Cerca del 17, en uno de los ángulos del corredor había un grupo de cinco o seis personas entre grandes y chicos, en el centro del cual estaba un niño como de diez años, ciego, sentado en una banqueta y tocando la guitarra. Su brazo era muy pequeño para alcanzar el extremo del mango. Tocaba al revés, pisando las cuerdas con la derecha y rasgueando con la izquierda, puesta la guitarra sobre las rodillas, boca y cuerdas hacia arriba. La mano pequeña y bonita del ceguezuelo hería con gracia las cuerdas, sacando de ellas arpegios dulcísimos y esos punteados graves que tan bien expresan el sentir hondo y rudo de la plebe. La cabeza del músico oscilaba como la de esos muñecos que tienen por pescuezo una espiral de acero, y revolvía de un lado para otro los globos muertos de sus ojos cuajados, sin descansar un punto. Después de mucho y mucho puntear y rasguear, rompió con chillona voz el canto:
A Pepa la gitaní… í… í…
Aquel iiii no se acababa nunca, daba vueltas para arriba y para abajo como una rúbrica trazada con el sonido. Ya les faltaba el aliento a los oyentes cuando el ciego se determinó a posarse en el final de la frase:
lla —cuando la parió su madre…
Expectación, mientras el músico echaba de lo hondo del pecho unos ayes y gruñidos como de un perrillo al que le están pellizcando el rabo. ¡Ay, ay, ay!… Por fin concluyó:
sólo por las narices
le dieron siete calambres.
Risas, algazara, pataleos… Junto al niño cantor había otro ciego, viejo y curtido, la cara como un corcho, montera de pelo encasquetada y el cuerpo envuelto en capa parda con más remiendos que tela. Su risilla de suficiencia le denunciaba como autor de la celebrada estrofa. Era también maestro, padre quizás, del ciego chico y le estaba enseñando el oficio. Jacinta echó un vistazo a todo aquel conjunto, y entre las respetables personas que formaban el corro, distinguió una cuya presencia la hizo estremecer. Era el Pituso, que asomando por entre el ciego grande y el chico, atendía con toda su alma a la música, puesta una mano en la cintura y la otra en la boca. «Ahí está» dijo al señor Izquierdo, que al punto le sacó del grupo para llevarle consigo. Lo más particular fue que si cuando la fisonomía del Pituso estaba embadurnada creyó Jacinta advertir en ella un gran parecido con Juanito Santa Cruz, al mirarla en su natural ser, aunque no efectivamente limpia, el parecido se había desvanecido.
«No se parece» pensaba entre alegre y desalentada, cuando Izquierdo le señaló la puerta para que entrase.
Cuentan Jacinta y su criada que al verse dentro de la reducida, inmunda y desamparada celda, y al observar que el llamado Platón cerraba la puerta, les entró un miedo tan grande que a entrambas se les ocurrió salir a la ventanilla a pedir socorro. Miró la señora de soslayo a la criada, por ver si ésta mostraba entereza de ánimo; pero Rafaela estaba más muerta que viva. «Este bandido —pensó Jacinta—, nos va a retorcer el pescuezo sin dejarnos chistar». Algo se tranquilizaba oyendo muy cerca el guitarreo y el rum rum de la multitud que rodeaba a los dos ciegos. Izquierdo les ofreció las dos sillas que en la estancia había, y él se sentó sobre un baúl, poniendo al Pituso sobre sus rodillas.
Rafaela cuenta que en aquel momento se le ocurrió un plan infalible para defenderse del monstruo, si por acaso las atacaba. Desde el punto en que le viera hacer un ademán hostil, ella se le colgaría de las barbas. Si en el mismo instante y muy de sopetón su señorita tenía la destreza suficiente para coger un asador que muy cerca de su mano estaba y metérselo por los ojos, la cosa era hecha.
No había allí más muebles que las dos sillas y el baúl. Ni cómoda, ni cama, ni nada. En la oscura alcoba debía de haber algún camastro. De la pared colgaba una grande y hermosa lámina detrás de cuyo cristal se veían dos trenzas negras de pelo, hermosísimas, enroscadas al modo de culebras, y entre ellas una cinta de seda con este letrero: ¡Hija mía!
—¿De quién es ese pelo? —preguntó Jacinta vivamente, y la curiosidad le alivió por un instante el miedo.
—De la hija de mi mujer —replicó Platón con gravedad, echando una mirada de desdén al cuadro de las trenzas.
—Yo creí que eran de… —balbució la dama sin atreverse a acabar la frase—. Y la joven a quien pertenecía ese pelo, ¿dónde está?
—En el cementerio —gruñó Izquierdo con acento más propio de bestia que de hombre.
Jacinta examinó al Pituso chico y…, cosa rara, volvió a advertir parecido con el gran Pituso. Le miró más, y mientras más le miraba más semejanza. ¡Santo Dios! Llamóle, y el señor Izquierdo dijo al niño con cierta aspereza atenuada que en él podía pasar por dulzura: «Anda, piojín, y da un beso a esta señora». El nene, en pie, se resistía a dar un paso hacia adelante. Estaba como asustado y clavaba en la señora las estrellas de sus ojos. Jacinta había visto ojos lindos, pero como aquéllos no los había visto nunca. Eran como los del Niño Dios pintado por Murillo. «Ven, ven» le dijo llamándole con ese movimiento de las dos manos que había aprendido de las madres. Y él tan serio, con las mejillas encendidas por la vergüenza infantil, que tan fácilmente se resuelve en descaro.
—A cuenta que no es corto de genio; pero se espanta de las personas finas —dijo Izquierdo empujándole hasta que Jacinta pudo cogerle.
—Si es todo un caballero formal —declaró la señorita dándole un beso en su cara sucia que aún olía a la endiablada pintura—. ¿Cómo estás hoy tan serio y ayer te reías tanto y me enseñabas tu lengüecita?
Estas palabras rompieron el sello a la seriedad de Juanín, porque lo mismo fue oírlas que desplegar su boca en una sonrisa angelical. Rióse también Jacinta; pero su corazón sintió como un repentino golpe, y se le nublaron los ojos. Con la risa del gracioso chiquillo resurgía de un modo extraordinario el parecido que la dama creía encontrar en él. Figuróse que la raza de Santa Cruz le salía a la cara como poco antes le había salido el carmín del rubor infantil. «Es, es…», pensó con profunda convicción, comiéndose a miradas la cara del rapazuelo. Vela en ella las facciones que amaba; pero allí había además otras desconocidas. Entróle entonces una de aquellas rabietinas que de tarde en tarde turbaban la placidez de su alma, y sus ojos, iluminados por aquel rencorcillo, querían interpretar en el rostro inocente del niño las aborrecidas y culpables bellezas de la madre. Habló, y su metal de voz había cambiado completamente. Sonaba de un modo semejante a los bajos de la guitarra:
—Señor Izquierdo, ¿tiene usted ahí por casualidad el retrato de su sobrina?
Si Izquierdo hubiera respondido que sí, ¡cómo se habría lanzado Jacinta sobre él! Pero no había tal retrato, y más valía así. Durante un rato estuvo la dama silenciosa, sintiendo que se le hacía en la garganta el nudo aquel, síntoma infalible de las grandes penas. En tanto, el Pituso adelantaba rápidamente en el camino de la confianza. Empezó por tocar con los dedos tímidamente una pulsera de monedas antiguas que Jacinta llevaba, y viendo que no le reñían por este desacato, sino que la señora aquella tan guapa le apretaba contra sí, se decidió a examinar el imperdible, los flecos del mantón y principalmente el manguito, aquella cosa de pelos suaves con un agujero, donde se metía la mano y estaba tan calentito.
Jacinta le sentó sobre sus rodillas y trató de ahogar su desconsuelo, estimulando en su alma la piedad y el cariño que el desvalido niño le inspiraba. Un examen rápido sobre el vestido de él le reprodujo la pena. ¡Que el hijo de su marido estuviese con las carnecitas al aire, los pies casi desnudos!… Le pasó la mano por la cabeza rizosa, haciendo voto en su noble conciencia de querer al hijo de otra como si fuera suyo. El rapaz fijaba su atención de salvaje en los guantes de la señora. No tenía él ni idea remota de que existieran aquellas manos de mentira, dentro de las cuales estaban las manos verdaderas.
—¡Pobrecito! —exclamó con vivo dolor Jacinta, observando que el mísero traje del Pituso era todo agujeros. Tenía un hombro al aire, y una de las nalgas estaba también a la intemperie. ¡Con cuánto amor pasó la mano por aquellas finísimas carnes, de las cuales pensó que nunca habían conocido el calor de una mano materna, y que estaban tan heladas de noche como de día!
—Toca, toca —dijo a la criada—; muertecito de frío —y al señor Izquierdo—: Pero ¿por qué tiene usted a este pobre niño tan desabrigado?
—Soy pobre, señora —refunfuñó Izquierdo con la sequedad de siempre—. No me quieren colocar… por decente…
Iba a seguir espetando el relato de sus cuitas políticas; pero Jacinta no le hizo caso. Juanín, cuya audacia crecía por momentos, atrevíase ya nada menos que a posarle la mano en la cara, con muchísimo respeto, eso sí.
—Te voy a traer unas botas muy bonitas —le dijo la que quería ser madre adoptiva, echándole las palabras con un beso en su oído sucio.
El muchacho levantó un pie. ¡Y qué pie! Más valía que ningún cristiano lo viera. Era una masa de informe esparto y de trapo asqueroso, llena de lodo y con un gran agujero, por el cual asomaba la fila de deditos rosados.
—¡Bendito Dios! —exclamó Rafaela rompiendo a reír—. ¿Pero señor Izquierdo, tan pobre es usted que no tiene para…?
—Solutamente…
—¡Te voy a poner más majo…!, verás. Te voy a poner un vestido muy precioso, tu sombrero, tus botas de charol.
Comprendiendo aquello, el muy tuno ¡abría cada ojo…! De todas las flaquezas humanas, la primera que apunta en el niño, anunciando el hombre, es la presunción. Juanín entendió que le iban a poner guapo y soltó una carcajada. Pero las ideas y las sensaciones cambian rápidamente en esta edad, y de improviso el Pituso dio una palmada y echó un gran suspiro. Es una manera especial que tienen los chicos de decir: «Esto me aburre; de buena gana me marcharía». Jacinta le retuvo a la fuerza.
—Vamos a ver, señor de Izquierdo —dijo la dama, planteando decididamente la cuestión—. Ya sé por su vecino de usted quién es la mamá de este niño. Está visto que usted no lo puede criar ni educar. Yo me lo llevo.
Izquierdo se preparó a la respuesta.
—Diré a la señora… Yo…, verídicamente, le tengo ley. Le quiero, si a mano viene, como hijo… Socórrale la señora, por ser de la casta que es; colóqueme a mí, y yo lo criaré.
—No, estos tratos no me convienen. Seremos amigos; pero con la condición de que me llevo este pobre ángel a mi casa. ¿Para qué le quiere usted? ¿Para que se críe en esos patios malsanos entre pilletes?… Yo le protegeré a usted, ¿qué quiere?, ¿un destino?, ¿una cantidad?
—Si la señora —insinuó Izquierdo torvamente, soltando las palabras después de rumiarlas mucho—, me logra una cosa…
—A ver qué cosa…
—La señora se aboca con Castelar…, que me tiene tanta tirria…, o con el señor de Pi.
—Déjeme usted a mí de pi y de pa… Yo no le puedo dar a usted ningún destino.
—Pues si no me dan la ministración del Pardo, el hijo se queda aquí… ¡Hostia! —declaró Izquierdo con la mayor aspereza, levantándose. Parecía responder con la exhibición de su gallarda estatura más que con las palabras.
—La administración del Pardo nada menos. Sí, para usted estaba. Hablaré a mi esposo, el cual reconocerá a Juanín y le reclamará por la justicia, puesto que su madre le ha abandonado.
Rafaela cuenta que al oír esto, se desconcertó un tanto Platón. Pero no se dio a partido, y cogiendo en brazos al niño le hizo caricias a su modo: «¿Quién te quiere a ti, churumbé?… ¿A quién quieres tú, piojín mío?».
El chico le echó los brazos al cuello.
—Yo no le impido ni le impediré a usted que le siga queriendo, ni aun que le vea alguna vez —dijo la señora, contemplando a Juanín como una tonta—. Volveré mañana y espero convencerle… Y en cuanto a la administración del Pardo, no crea usted que digo que no. Podría ser… No sé…
Izquierdo se dulcificó un poco.
«No, nada —pensó Jacinta—, este hombre es un chalán. No sé tratar con esta clase de gente. Mañana vuelvo con Guillermina y entonces… aquí te quiero ver».
—Para usted —dijo luego en voz alta—, lo mejor sería una cantidad. Me parece que está la patria oprimida.
Izquierdo dio un suspiro y puso al chico en el suelo.
—Un endivido, que se pasó su santísima vida bregando porque los españoles sean libres…
—Pero, hombre de Dios, ¿todavía les quiere usted más libres?
—No… Es la que se dice: cría cuervos… Sepa usté que Bicerra, Castelar y otros mequetrefes, todo lo que son me lo deben a mí.
—Cosa más particular.
El ruido de la guitarra y de los cantos de los ciegos arreció considerablemente, uniéndose al estrépito de tambores de Navidad.
—¿Y tú no tienes tambor? —preguntó Jacinta al pequeñuelo, que apenas oída la pregunta ya estaba diciendo que no con la cabeza.
—¡Qué barbaridad! ¡Miren que no tener tú un tambor…! Te lo voy a comprar hoy mismo, ahora mismo. ¿Me das un beso?
No se hacía de rogar el Pituso. Empezaba a ser descarado. Jacinta sacó un paquetito de caramelos, y él, con ese instinto de los golosos, se abalanzó a ver lo que la señora sacaba de aquellos papeles. Cuando Jacinta le puso un caramelo dentro de la boca, Juanín se reía de gusto.
—¿Cómo se dice? —le preguntó Izquierdo.
Inútil pregunta, porque él no sabía que cuando se recibe algo se dan las gracias.
Jacinta le volvió a coger en brazos y a mirarle. Otra vez le pareció que el parecido se borraba. ¡Si no sería!… Era conveniente averiguarlo y no proceder con precipitación. Guillermina se encargaría de esto. De repente el muy pillo la miró, y sacándose el caramelo de la boca, se lo ofreció para que chupase ella.
—No, tonto, si tengo más.
Después, viendo que su galantería no era estimada, le enseñó la lengua.
—¡Grandísimo tuno, me haces burla, a mí!…
Y él, entusiasmándose, volvió a sacar la lengua, y habló por primera vez en aquella conferencia, diciendo muy claro: «Putona».
Ama y criada rompieron a reír, y Juanín lanzó una carcajada graciosísima, repitiendo la expresión, y dando palmadas como para aplaudirse.
—¡Qué cosas le enseña usted!…
—Vaya, hijo, no digas exprisiones…
—¿Me quieres? —le dijo la Delfina apretándole contra sí.
El chico clavó sus ojos en Izquierdo.
—Dile que sí pero a cuenta que no te vas con ella…, ¿sabes?… Que no te vas con ella, porque quieres más a tu papá Pepe, piojín… Y que a tu papá le tién que dar la ministración.
Volvió el bárbaro a cogerle, y Jacinta se despidió, haciendo propósito firme de volver con el refuerzo de su amiga.
—Adiós, adiós, Juanín. Hasta mañana —y le besó la mano, pues la cara era imposible por tenerla toda untada de caramelo.
—Adiós, rico —dijo Rafaela pellizcándole los dedos de un pie que asomaban por las claraboyas del calzado.
Y salieron. Izquierdo, que aunque se tenía por caballería, preciábase de ser caballero, salió a despedirlas a la puerta de la calle, con el pequeño en brazos. Y le movía la manecita para hacerle saludar a las dos mujeres hasta que doblaron la esquina de la calle del Bastero.
8
A las nueve del día siguiente ya estaban allí otra vez ama y doncella, esperando a Guillermina, que convino en unirse con su amiga en cuanto despachara ciertos quehaceres que tenía en la estación de las Pulgas. Había recibido dos vagones de sillares y obtenido del director de la Compañía del Norte que le hicieran la descarga gratis con las grúas de la empresa… ¡Los pasos que tuvo que dar para esto! Pero al fin se salió con la suya, y además quería que del transporte se encargara la misma empresa, que bastante dinero ganaba, y bien podía dar a los huérfanos desvalidos unos cuantos viajes de camiones.
En cuanto entraron Jacinta y Rafaela vieron a Juanín jugando en el patio. Llamáronle y no quiso venir. Las miraba desde lejos, riendo, con media mano metida dentro de la boca; pero en cuanto le enseñaron el tambor que le traían, como se enseñan al toro, azuzándole, las banderillas que se le han de clavar, vino corriendo como exhalación. Su contento era tal que parecía que le iba a dar una pataleta, y estaba tan inquieto, que a Jacinta le costó trabajo colgarle el tambor. Cogidos los palillos uno en cada mano, empezó a dar porrazos sobre el parche, corriendo por aquellos muladares, envidiado de los demás, y sin ocuparse de otra cosa que de meter toda la bulla posible.
Jacinta y Rafaela subieron. La criada llevaba un lío de cosas, dádivas que la señora traía a los menesterosos de aquella pobrísima vecindad. Las mujeres salían a sus puertas movidas de la curiosidad; empezaba el chismorreo, y poco después, en los murmurantes corros que se formaron, circulaban noticias y comentos: «A la señá Nicanora le ha traído un mantón borrego, al tío Dido un sombrero y un chaleco de Bayona, y a Rosa le ha puesto en la mano cinco duros como cinco soles…». «A la baldada del número 9 le ha traído una manta de cama, y a la señá Encarnación un aquél de franela para la reuma, y al tío Manjavacas un ungüento en un tarro largo que lo llaman pitofufito… Sabe, lo que le di yo a mi niña el año pasado, lo cual no le quitó de morírseme…». «Ya estoy viendo a Manjavacas empeñando el tarro o cambiándolo por gotas de aguardiente…». «Oí que le quiere comprar el niño a señó Pepe, y que le da treinta mil duros… y le hace gobernador…». «¿Gobernador de qué?…». «Paicen bobas…; pues tiene que ser de las caballerizas repoblicanas…».
Jacinta empezaba a impacientarse porque no llegaba su amiga, y en tanto tres o cuatro mujeres, hablando a un tiempo, le exponían sus necesidades con hiperbólico estilo. Ésta tenía a sus dos niños descalcitos; la otra no los tenía descalzos ni calzados, porque se le morían todos, y a ella le había quedado una angustia en el pecho que decían era una eroísma. La de más allá tenía cinco hijos y vísperas, de lo que daba fe el promontorio que le alzaba las faldas media vara del suelo. No podía ir en tal estado a la Fábrica de Tabacos, por lo cual estaba pasando la familia una crujida buena. El pariente de estotra no trabajaba, porque se había caído de un andamio y hacía tres meses que estaba en el catre con un tolondrón en el pecho y muchos dolores, echando sangre por la boca. Tantas y tantas lástimas oprimían el corazón de Jacinta, llevando a su mente ideas muy latas sobre la extensión de la miseria humana. En el seno de la prosperidad en que ella vivía, no pudo darse nunca cuenta de lo grande que es el imperio de la pobreza, y ahora veía que, por mucho que se explore, no se llega nunca a los confines de este dilatado continente. A todos les daba alientos y prometía ampararles en la medida de sus alcances, que, si bien no cortos, eran quizás insuficientes para acudir a tanta y tanta necesidad. El círculo que la rodeaba se iba estrechando, y la dama empezaba a sofocarse. Dio algunos pasos; pero de cada una de sus pisadas brotaba una compasión nueva; delante de su caridad luminosa íbanse levantando las desdichas humanas, y reclamando el derecho a la misericordia. Después de visitar varias casas, saliendo de ellas con el corazón desgarrado, hallábase otra vez en el corredor, ya muy intranquila por la tardanza de su amiga, cuando sintió que le tiraban suavemente de la cachemira. Volvióse y vio una niña como de cinco o seis años, lindísima, muy limpia, con una hoja de bónibus en el pelo.
—Señora —le dijo la niña con voz dulce y tímida, pronunciando con la más pura corrección—, ¿ha visto usted mi delantal?
Cogiendo por los bordes el delantal, que era de cretona azul, recién planchado y sin una mota, lo mostraba a la señorita.
—Sí…, ya lo veo —dijo ésta admirada de tanta gracia y coquetería—. Estás muy guapa y el delantal es… magnífico.
—Lo he estrenado hoy… no lo ensuciaré, porque no bajo al patio —añadió la pequeña, hinchando de gozo y vanidad sus naricillas.
—¿De quién eres? ¿Cómo te llamas?
—Adoración.
—¡Qué mona eres… y qué simpática!
—Esta niña —dijo una de las vecinas—, es hija de una mujer muy mala que la llaman Mauricia la Dura. Ha vivido aquí dos veces, porque la pusieron en las Arrecogidas, y se escapó, y ahora no se sabe dónde anda.
—¡Pobre niña!… Su mamá no la quiere.
—Pero tiene por mamá a su tía Severiana, que la ampara como si fuera hija y la va criando. ¿No conoce la señorita a Severiana?
—He oído hablar de ella a mi amiga.
—Sí, la señorita Guillermina la quiere mucho… Como que ella y Mauricia son hijas de la planchadora de la casa… ¡Severiana!… ¿Dónde está esa mujer?
—En la compra —replicó Adoración.
—Vaya, que eres muy señorita.
La otra, que se oyó llamar señorita, no cabía en sí de satisfacción.
—Señora —dijo, encantando a Jacinta con su metal de voz argentino y su pronunciación celestial—. Yo no me pinté la cara el otro día…
—¡Tú no!… Ya lo sabía. Eres muy aseada.
—No, no me pinté —repitió acentuando tan fuertemente el no con la cabeza, que parecía que se le rompía el pescuezo—. Esos puercachones me querían pintar, pero no me dejé.
Jacinta y Rafaela estaban embelesadas. No habían visto una niña tan bonita, tan modosa y que se metiera por los ojos como aquélla. Daba gusto ver la limpieza de su ropa. La falda la tenía remendada, pero aseadísima; los zapatos eran viejos, pero bien defendidos, y el delantal una obra maestra de pulcritud.
En esto llegó la tía y madre adoptiva de Adoración. Era guapetona, alta y garbosa, mujer de un papelista, y la inquilina más ordenada, o si se quiere, más pudiente de aquella colmena. Vivía en una de las habitaciones mejores del primer patio y no tenía hijos propios, razón más para que Jacinta simpatizase con ella. En cuanto se vieron se comprendieron. Severiana estimó en lo que valían las bondades de la dama para con la pequeña; hízola entrar en su casa, y le ofreció una silla de las que llaman de Viena, mueble que en aquellos tugurios parecióle a Jacinta el colmo de la opulencia.
—¿Y mi ama Doña Guillermina? —preguntó Severiana—. Ya sé que viene ahora todos los días. ¿Usted no me conoce? Mi madre fue planchadora en casa de los señores de Pacheco… Allí nos criamos mi hermana Mauricia y yo.
—He oído hablar de ustedes a Guillermina…
Severiana dejó el cesto de la compra, que bien repleto traía, arrojó mantón y pañuelo, y no pudo resistir un impulso de vanidad. Entre las habitantes de las casas domingueras es muy común que la que viene de la plaza con abundante compra la exponga a la admiración y a la envidia de las vecinas. Severiana empezó a sacar su repuesto, y alargando la mano lo mostraba de la puerta afuera… «Vean ustedes… Una brecolera…, un cuarterón de carne de falda…, un pico de carnero con carrilladas…, escarola…», y por último salió la gran sensación. Severiana la enseñó como un trofeo, reventando de orgullo. «¡Un conejo!» clamaron media docena de voces… «¡Hija, cómo te has corrido!». «Hija, porque se puede, y lo he sacado por siete reales». Jacinta creyó que la cortesía la obligaba a lisonjear a la dueña de la casa, mirando con muchísimo interés las provisiones y elogiando su bondad y baratura.
Hablóse luego de Adoración, que se había cosido a las faldas de Jacinta, y Severiana empezó a referir:
—Esta niña es de mi hermana Mauricia… La señora metió en las Micaelas a mi hermana, pero ésta se fugó, encaramándose por una tapia; y ahora la estamos buscando para volverla a encerrar allá.
—Conozco mucho esa Orden —dijo la de Santa Cruz—, y soy muy amiga de las madres Micaelas. Allí la enderezarán… Crea usted que hacen milagros…
—Pero si es muy mala…, señora, muy mala —replicó Severiana dando un suspiro—. Aquí me dejó esta escritura, y no nos pesa, porque me tira el alma como si la hubiera parido…, lo cual que todos los míos me han nacido muertos; y mi Juan Antonio le ha tomado tal ley a la chica, que no se puede pasar sin ella. Es una pinturera, eso sí, y me enreda mucho. Como que nació y se crió entre mujeres malas, que la enseñaron a fantasear y a ponerse polvos en la cara. Cuando va por la calle, hace unos meneos con el cuerpo que…; ya le digo que la deslomo, si no se le quita esa maña… ¡Ah! ¡Verás tú, verás, bribonaza! Lo bueno que tiene es que no me empuerca la ropa y le gusta lavarse manos, brazos, hocico, y hasta el cuerpo, señora, hasta el cuerpo. Como coja un pedazo de jabón de olor, pronto da cuenta de él. ¿Pues el peinarse? Ya me ha roto tres espejos, y un día…, ¿qué creerá la señora que estaba haciendo?…, pues pintándose las cejas con un corcho quemado.
Adoración púsose como la grana, avergonzada de las perrerías que se contaban de ella.
—No lo hará más —dijo la dama sin hartarse de acariciar aquella cara tan tersa y tan bonita; y variando la conversación, lo que agradeció mucho la pequeña, se puso a mirar y alabar el buen arreglo de la salita.
—Tiene usted una casa muy mona.
—Para menestrales, tal cualita. Ya sabe la señorita que está a su disposición. Es muy grande para nosotros; pero tengo aquí una amiga que vive en compañía, Doña Fuensanta, viuda de un señor comandante. Mi marido es bueno como los panes de Dios. Me gana catorce riales y no tiene ningún vicio. Vivimos tan ricamente.
Jacinta admiró la cómoda, bruñida de tanto fregoteo, y el altar que sobre ella formaban mil baratijas, y las fotografías de gente de tropa, con los pantalones pintados de rojo y los botones de amarillo. El Cristo del Gran Poder y la Virgen de la Paloma, eran allí dos hermosos cuadros; había un gran cromo con la Numancia, navegando en un mar de musgo, y otro cuadrito bordado con dos corazones amantes, hechos a estilo de dechado, unidos con una cinta.
Se hacía tarde, y Jacinta no tenía sosiego. Por fin, saliendo al corredor, vio venir a su amiga presurosa, acalorada…
—No me riñas, hija; no sabes cómo me han marcado esos badulaques en la estación de las Pulgas. Que no pueden hacer nada sin orden expresa del Consejo. No han hecho caso de la tarjeta que llevé, y tengo que volver esta tarde, y los sillares allí muertos de risa y la obra parada… Pero en fin, vamos a nuestro asunto. ¿En dónde está ése que se come la gente? Adiós, Severiana… Ahora no me puedo entretener contigo. Luego hablaremos.
Avanzaron en busca de la guarida de Izquierdo, siempre rodeadas de vecinas. Adoración iba detrás, cogida a la falda de Jacinta, como los pajes que llevan la cola de los reyes, y delante abriendo calle, como un batidor, la zancuda, que aquel día parecía tener las canillas más desarrolladas y las greñas más sueltas. Jacinta le había llevado unas botas, y estaba la chica muy incomodada porque su madre no se las dejaba poner hasta el domingo.
Vieron entornada la puerta del 17, y Guillermina la empujó. Grande fue su sorpresa al encarar, no con el señor Platón a quien esperaba encontrar allí, sino con una mujerona muy altona y muy feona, vestida de colorines, el talle muy bajo, la cara como teñida de ferruje, el pelo engrasado y de un negro que azuleaba. Echóse a reír aquel vestiglo, enseñando unos dientes cuya blancura con la nieve se podría comparar, y dijo a las señoras que Don Pepe no estaba, pero que al momentico vendría. Era la vecina del bohardillón, llamada comúnmente la gallinejera, por tener puesto de gallineja y fritanga en la esquina de la Arganzuela. Solía prestar servicios domésticos al decadente señor de aquel domicilio, barrerle el cuarto una vez al mes, apalearle el jergón, y darle una mano de refregones al Pituso, cuando la porquería le ponía una costra demasiado espesa en su angelical rostro. También solía preparar para el grande hombre algunos platos exquisitos, como dos cuartos de molleja, dos cuartos de sangre frita y a veces una ensalada de escarola, bien cargada de ajo y comino.
No tardó en venir Izquierdo, y echóse fuera la estantigua aquella gitanesca, a quien Rafaela miraba con verdadero espanto, rezando mentalmente un Padrenuestro porque se marchara pronto. Venía el bárbaro dando resoplidos, cual si le rindiera la fatiga de tanto negocio como entre manos traía, y arrojando su pavero en el rincón y limpiándose con un pañuelo en forma de pelota el sudor de la nobilísima frente, soltó este gruñido:
—Vengo de en ca Bicerra… ¿Ustés me recibieron? Pues él tampoco…, ¡el muy soplao, el muy…! La culpa tengo yo que me rebajo a endividos tan disinificantes.
—Cálmese usted, señor Pepe —indicó Jacinta, sintiéndose fuerte en compañía de su amiga.
Como no había más que dos sillas, Rafaela tuvo que sentarse en el baúl y el grande hombre no comprendido quedóse en pie; mas luego tomó una cesta vacía que allí estaba, la puso boca abajo y acomodó su respetable persona en ella.
9
Desde que se cruzaron las primeras palabras de aquella conferencia, que no dudo en llamar memorable, cayó Izquierdo en la cuenta de que tenía que habérselas con un diplomático mucho más fuerte que él. La tal Doña Guillermina, con toda su opinión de santa y su carita de Pascua, se le atravesaba. Ya estaba seguro de que le volvería tarumba con sus tiologías porque aquella señora debía de ser muy nea, y él, la verdad, no sabía tratar con neos.
—Conque señor Izquierdo —propuso la fundadora sonriendo—, ya sabe usted…, esta amiga mía quiere recoger a ese pobre niño, que tan mal se cría al lado de usted… Son dos obras de caridad, porque a usted le socorreremos también, siempre que no sea muy exigente…
—¡Hostia, con la tía bruja esta! —dijo para sí Platón, revolviendo las palabras con mugidos; y luego en voz alta—: Pues como dije a la señora, si la señora quiere al Pituso, que se aboque con Castelar…
—Eso sí; para que le hagan a usted ministro… Señor Izquierdo, no nos venga usted con sandeces. ¿Cree que somos tontas? A buena parte viene… Usted no puede desempeñar ningún destino, porque no sabe leer.
Recibió Izquierdo tan tremendo golpe en su vanidad, que no supo qué contestar. Tomando una actitud noble, puesta la mano en el pecho, repuso:
—Señora: eso de no saber no es todo lo verídico…, digo que no es todo lo verídico, verbigracia: que es mentira. A cuenta que nos moteja porque semos probes. La pobreza no es deshonra.
—No lo es, cierto, pero sí; pero tampoco es honra, ¿estamos? Conozco pobres muy honrados; pero también los hay que son buenos pájaros.
—Yo soy todo lo decente… ¿Estamos?
—¡Ah!, sí… Todos nos llamamos personas decentes; pero facilillo es probarlo. Vamos a ver. ¿Cómo se ha pasado usted la vida? Vendiendo burros y caballos, después conspirando y armando barricadas…
—¡Y a mucha honra, y a mucha honra!… ¡Rehostia! —gritó fuera de sí el chalán, levantándose encolerizado—. ¡Vaya con las tías estas…!
Jacinta daba diente con diente. Rafaela quiso salir a llamar; pero su propio temor le había paralizado las piernas.
—Ja, ja, ja…, nos llama tías… —exclamó Guillermina echándose a reír cual si hubiera oído un inocente chiste—. Vaya con el excelentísimo señor… ¿Y piensa que nos vamos a enfadar por la flor que nos echa? Quiá; yo estoy muy acostumbrada a estas finuras. Peores cosas le dijeron a Cristo.
—Señora…, señora…, no me saque la dinidá; mire que me estoy aguantando…, aguantando…
—Más aguantamos nosotras.
—Yo soy un endivido… tal y como…
—Lo que es usted, bien lo sabemos: un holgazanote y un bruto… Sí hombre, no me desdigo… ¿Piensa usted que le tengo miedo? A ver; saque pronto esa navaja…
—No la gasto pa mujeres…
—Ni para hombres… Si creerá este fantasmón que nos va a acoquinar porque tiene esa fachada… Siéntese usted y no haga visajes, que eso servirá para asustar a chicos, pero no a mí. Además de bruto es usted un embustero, porque ni ha estado en Cartagena ni ése es el camino, y todo lo que cuenta de las revoluciones es gana de hablar. A mí me ha enterado quien le conoce a usted bien… ¡Ah!, pobre hombre, ¿sabe usted lo que nos inspira? Pues lástima, una lástima que no puede ponderarle, por lo grande que es…
Completamente aturdido, cual si le hubieran descargado una maza sobre el cuello, Izquierdo se sentó sobre la cesta, y esparció sus miradas por el suelo. Rafaela y Jacinta respiraron, pasmadas del valor de su amiga, a quien veían como una criatura sobrenatural.
—Conque vamos a ver —prosiguió ésta guiñando los ojos, como siempre que exponía un asunto importante—. Nosotras nos llevamos al niñito, y le damos a usted una cantidad para que se remedie…
—¿Y qué hago yo con un triste estipendio? ¿Cree que yo me vendo?
—¡Ay, qué delicados están los tiempos!… Usted, ¿qué se ha de vender? Falta que haya quien le compre. Y esto no es compra, sino socorro. No me dirá usted que no lo necesita…
—En fin, pa no cansar… —replicó bruscamente José—, si me dan la ministración…
—Una cantidad y punto concluido…
—¡Que no me da la gana, que no me da la santísima gana!
—Bueno, bueno, no grite usted tanto, que no somos sordas. Y no sea usted tan fino, que tales finuras son impropias de un señor revolucionario tan… feroz.
—Usted me quema la sangre…
—¿Conque destino, y si no no? Tijeretas han de ser. A fe que está el hombre cortadito para administrador. Señor Izquierdo, dejemos las bromas a un lado; me da mucha lástima de usted; porque, lo digo con sinceridad, no me parece tan mala persona como cree la gente. ¿Quiere usted que le diga la verdad? Pues usted es un infelizote que no ha tenido parte en ningún crimen ni en la invención de la pólvora.
Izquierdo alzó la vista del suelo y miró a Guillermina sin ningún rencor. Parecía confirmar con una mirada de sinceridad lo que la fundadora declaraba.
—Y lo sostengo, este hijo de Dios no es un hombre malo. Dicen por ahí que usted asesinó a su segunda mujer… ¡Patraña! Dicen que usted ha robado en los caminos… ¡Mentira! Dicen por ahí que usted ha dado muchos trabucazos en las barricadas… ¡Paparrucha!
—Parola, parola, parola —murmuró Izquierdo con amargura.
—Usted se ha pasado la vida luchando por el pienso y no sabiendo nunca vencer. No ha tenido arreglo… La verdad, este vendehumos es hombre de poca disposición: no sabe nada, no trabaja, no tiene pesquis más que para echar fanfarronadas y decir que se come los niños crudos. Mucho hablar de la República y de los cantones, y el hombre no sirve ni para los oficios más toscos… ¿Qué tal?, ¿me equivoco? ¿Es éste el retrato de usted, sí o no?…
Platón no decía nada, y pasó y repasó su hermosa mirada por los ladrillos del piso, como si los quisiera barrer con ella. Las palabras de Guillermina resonaban en su alma con el acento de esas verdades eternas contra las cuales nada pueden las argucias humanas.
—Después —añadió la santa—, el pobre hombre ha tenido que valerse de mil arbitrios no muy limpios para poder vivir, porque es preciso vivir… Hay que ser indulgente con la miseria, y otorgarle un poquitín de licencia para el mal.
Durante la breve pausa que siguió a los últimos conceptos de Guillermina, el infeliz hombre cayó en su conciencia como en un pozo, y allí se vio tal cual era realmente, despojado de los trapos de oropel en que su amor propio le envolvía; pensó lo que otras veces había pensado, y se dijo en sustancia: «Si soy un verídico mulo, un buen Juan que no sabe matar un mosquito; y esta diabla de santa tiene dentro el cuerpo al Pae Eterno».
Guillermina no le quitaba los ojos, que con los guiños se volvían picarescos. Era una maravilla cómo le adivinaba los pensamientos. Parece mentira, pero no lo es, que después de otra pausa solemne, dijo la Pacheco estas palabras:
—Porque eso de que Castelar le coloque es cosa de labios afuera. Usted mismo no lo cree ni en sueños. Lo dice por embobar a Ido y otros tontos como él… Ni ¿qué destino le van a dar a un hombre que firma con una cruz? Usted que alardea de haber hecho tantas revoluciones y de que nos ha traído la dichosa República, y de que ha fundado el cantón de Cartagena… ¡Así ha salido él!… Usted que se las echa de hombre perseguido y nos llama neas con desprecio y publica por ahí que le van a hacer archipámpano, se contentará…, dígalo con franqueza, se contentará con que le den una portería…
A Izquierdo le vibró el corazón, y este movimiento del ánimo fue tan claramente advertido por Guillermina, que se echó a reír, y tocándole la rodilla con la mano, repitió:
—¿No es verdad que se contentará?… Vamos, hijo mío, confiéselo por la pasión y muerte de nuestro Redentor, en quien todos creemos.
Los ojos del chalán se iluminaron. Se le escapó una sonrisilla y dijo con viveza:
—¿Portería de ministerio?
—No, hijo, no tanto… Español había de ser. Siempre picando alto y queriendo servir al Estado… Hablo de portería de casa particular.
Izquierdo frunció el ceño. Lo que él quería era ponerse uniforme con galones. Volvió a sumergirse de una zambullida en su conciencia, y allí dio volteretas alrededor de la portería de casa particular. Él, lo dicho dicho, estaba ya harto de tanto bregar por la perra existencia. ¿Qué mejor descanso podía apetecer que lo que le ofrecía aquella tía, que debía de ser sobrina de la Virgen Santísima?… Porque ya empezaba a ser viejo y no estaba para muchas bromas. La oferta significaba pitanza segura, poco trabajo; y si la portería era de casa grande, el uniforme no se lo quitaba nadie… Ya tenía la boca abierta para soltar un conforme más grande que la casa de que debía ser portero, cuando el amor propio, que era su mayor enemigo, se le amotinó, y la fanfarronería cultivada en su mente armóle una gritería espantosa. Hombre perdido. Empezó a menear la cabeza con displicencia, y echando miradas de desdén a una parte y otra, dijo:
—¡Una portería!… Es poco.
—Ya se ve… No puede olvidar que ha sido ministro de la Gobernación, es decir, que lo quisieron nombrar…; aunque me parece que se convino en que todo ello fue invención de esa gran cabeza. Veo que entre usted y D. José Ido, otro que tal, podrían inventar lindas novelas. ¡Ah!, la miseria, el mal comer, ¡cómo hacen desvariar estos pobres cerebros!… En resumidas cuentas, señor Izquierdo…
Éste se había levantado, y poniéndose a dar paseos por la habitación con las manos en los bolsillos, expresó sus magnánimos pensamientos de esta manera:
—Mi dinidá y significancia no me premiten… Es la que se dice: quisiera, pero no pué ser, no pué ser. Si quieren solutamente socorrerme porque me quitan a mi piojín de mi arma, me atengo al honorario.
—¡Alabado sea Dios! Al fin caemos en la cantidad…
Jacinta veía el cielo abierto…; pero este cielo se nubló cuando el bárbaro desde un rincón, donde su voz hacía ecos siniestros, soltó estas fatídicas palabras:
—Ea… Pues… mil duros y trato hecho.
—¡Mil duros! —dijo Guillermina—. ¡La Virgen nos acompañe! Ya los quisiéramos para nosotros. Siempre será un poquito menos.
—No bajo ni un chavo.
—¿A que sí? Porque si usted es chalán también yo soy chalana.
Jacinta discurría ya cómo se las compondría para juntar los mil duros, que al principio le parecieron suma muy grande, después pequeña, y así estuvo un rato apreciando con diversos criterios de cantidad la cifra.
—Que no rebajo ni tanto así. Lo mismo me da monea metálica que pápiros del Banco. Pero ojo al guarismo, que no rebajo ná.
—Eso, eso, tengamos carácter… ¡Pues no tiene pocas pretensiones! Ni usted con toda su casta vale mil cuartos, cuanto más mil duros… Vaya, ¿quiere dos mil reales?
Izquierdo hizo un gesto de desprecio.
—¿Qué, se nos enfada?… Pues nada, quédese usted con su angelito. ¿Pues qué se ha creído el muy majadero, que nos tragábamos la bola de que el Pituso es hijo del esposo de esta señora? ¿Cómo se prueba eso?…
—Yo ná tengo que ver… pues bien claro está que es pae natural —replicó Izquierdo de mal talante—, pae natural del hijo de mi sobrina, verbo y gracia, Juanín.
—¿Tiene usted la partida de bautismo?
—La tengo —dijo el salvaje mirando al cofre sobre el que se sentaba Rafaela.
—No, no saque usted papeles, que tampoco prueban nada. En cuanto a la paternidad natural, como usted dice, será o no será. Pediremos informes a quien pueda darlos.
Izquierdo se rascaba la frente, como escarbando para extraer de ella una idea. La alusión a Juanito hízole recordar sin duda cuando rodó ignominiosamente por la escalera de la casa de Santa Cruz. Jacinta, en tanto, quería llegar a un arreglo ofreciendo la mitad; mas Guillermina, que le adivinó en el semblante sus deseos de conciliación, le impuso silencio, y levantándose, dijo:
—Señor Izquierdo; guárdese usted su churumbé, que lo que es este timo no le ha salido.
—Señora… ¡Hostia!, yo soy un hombre de bien, y conmigo no se queda ninguna nea, ¿estamos? —replicó él con aquella rabia superficial que no pasaba de las palabras.
—Es usted muy amable… Con las finuras que usted gasta no es posible que nos entendamos. ¡Si habrá usted creído que esta señora tenía un gran interés en apropiarse del niño! Es un capricho, nada más que un capricho. Esta simple se ha empeñado en tener chiquillos… manía tonta, porque cuando Dios no quiere darlos, Él se sabrá por qué… Vio al Pituso, le dio lástima, le gustó…; pero es muy caro el animalito. En estos dos patios los dan por nada, a escoger… por nada, sí, alma de Dios, y con agradecimiento encima… ¿Qué te creías, que no hay más que tu piojín?… Ahí está esa niña preciosísima que llaman Adoración… Pues nos la llevaremos cuando queramos, porque la voluntad de Severiana es la mía… Conque abur… ¿Qué tienes que contestar? Ya te veo venir: que el Pitusín es de la propia sangre de los señores de Santa Cruz. Podrá ser, y podrá no ser… Ahora mismo nos vamos a contarle el caso al marido de mi amiga, que es hombre de mucha influencia y se tutea con Pi y almuerza con Castelar y es hermano de leche de Salmerón… Él verá lo que hace. Si el niño es suyo, te lo quitará; y si no lo es, ayúdame a sentir. En este caso, pedazo de bárbaro, ni dinero, ni portería, ni nada.
Izquierdo estaba como aturdido con esta rociada de palabras vivas y contundentes. Guillermina, en aquellas grandes crisis oratorias, tuteaba a todo el mundo… Después de empujar hacia la puerta a Jacinta y a Rafaela, volvióse al desgraciado, que no acertaba a decir palabra, y echándose a reír con angélica bondad, le habló en estos términos:
—Perdóname que te haya tratado duramente como mereces… Yo soy así. Y no te vayas a creer que me he enfadado. Pero no quiero irme sin darte una limosna y un consejo. La limosna en ésta. Toma, para ayuda de un panecillo.
Alargó la mano ofreciéndole dos duros, y viendo que el otro no los tomaba, púsolos sobre una de las sillas.
—El consejo allá va. Tú no vales absolutamente para nada. No sabes ningún oficio, ni siquiera el de peón, porque eres haragán y no te gusta cargar pesos. No sirves ni para barrendero de las calles, ni siquiera para llevar un cartel con anuncios… Y sin embargo, desventurado, no hay hechura de Dios que no tenga su para qué en este taller admirable del trabajo universal; tú has nacido para un gran oficio, en el cual puedes alcanzar mucha gloria y el pan de cada día. Bobalicón, ¿no has caído en ello?… ¡Eres tan bruto!… ¿Pero di, no te has mirado al espejo alguna vez? ¿No se te ha ocurrido?… Pareces lelo… Pues te lo diré: para lo que tú sirves es para modelo de pintores… ¿No entiendes? Pues ellos te ponen vestido de santo, o de caballero, o de Padre Eterno, y te sacan el retrato…, porque tienes la gran figura. Cara, cuerpo, expresión, todo lo que no es del alma es en ti noble y hermoso; llevas en tu persona un tesoro, un verdadero tesoro de líneas… Vamos, apuesto a que no lo entiendes.
La vanidad aumentó la turbación en que el bueno de Izquierdo estaba. Presunciones de gloria le pasaron con ráfagas de hoguera por la frente… Entrevió un porvenir brillante… ¡Él retratado por los pintores!… ¡Y eso se pagaba! Y se ganaban cuartos por vestirse, ponerse y ¡ah!… Platón se miró en el vidrio del cuadro de las trenzas; pero no se veía bien…
—Conque no lo olvides… Preséntate en cualquier estudio, y eres un hombre. Con tu piojín a cuestas, serías el San Cristóbal más hermoso que se podría ver. Adiós, adiós…