Simpatía de bondad

La paradoja de toda gran obra, y singularmente de toda obra poética, es que remite indefinidamente a sí misma y fuera de sí. Invita a dos conjuntos igualmente abiertos: el qué constituye la conciencia del lector donde nacen, además de las nociones que ésta profesa, ideas que no ha hecho explícitas pero que excita en él y el que fomenta la larga expresión de un pensamiento que, sin embargo, un buen día es detenido por la muerte y permanece abierto dentro de sí mismo en la cerrada red de las figuras múltiples, de las innumerables combinaciones que autoriza indefinidamente, tal vez porque se ha negado toda sistematización y se ha definido por su enfrentamiento a lo que en él sigue siendo un futuro. Bachelard sabe que el pensamiento de que quiso apoderarse sobreviene en el instante. Es un pensamiento a punto de, maravillado ante una realidad instantánea, sorprendido ante la verdad. La conciencia de la que ha hecho el lugar de una alabanza y de un «asombro de ser» es la conciencia del umbral.

En la meditación del tiempo que le propone Roupnel, Bachelard capta esa revelación de un umbral que siempre se vuelve a empezar. Que se abandona y se encuentra sin cesar. La amistad que sentía por el compañero de sus paseos borgoñeses y la complicidad para sus intuiciones autorizan un método de la simpatía. Debo decir que Bachelard hizo en la amistad la experiencia de un método de descubrimiento y de un medio de análisis. No explica. Lo cual sería una pobre prueba de afecto, una falsa prueba de simpatía. ¿Se explica acaso la poesía? «Una intuición no se prueba, sino que se experimenta». Quiere explicitar, dice. Despliega su vida pensativa para invocar un libro cuyas bellezas le ofrecen a su vez las claves secretas de la amistad. Todo aquí le enseña una manera de conducirse. Y más que conducir sus pensamientos, lo que desea es conducir su vida. O, antes bien, puesto que vivir es pensar, es encontrar el modo de pensar su vida viviendo su pensamiento.

«Por tanto, retomamos las intuiciones de Siloé lo más cerca posible de su origen y nos esforzamos por seguir en nosotros mismos la animación que esas intuiciones podían dar a la meditación filosófica». Ese acto de retomar el pensamiento de un amigo en el pensamiento que se vive, que es absolutamente preciso vivir entonces, esa manera de empezar por devolver futuro a momentos de conciencia pasados y al parecer inmovilizados en un libro, esa animación de sí que es reanimación del otro agrega una exaltación de afecto y agradecimiento al placer de vivir. La vida reclusa del estudio está allí en comunión con un ser de pronto real. La soledad a que el instante nos remite sin cesar es rota sin cesar por ese progreso del espíritu que en su paso arrastra el paso que lo arrastra, que empuja ante sí la real presencia que lo empuja. La bondad de Bachelard quería que el hombre reconociera la felicidad fraterna que propone el pensamiento verdadero.

No veo ningún otro método recomendable para quien se ponga a leerlo. Si se piensa buscar en su obra un sistema, hay que desconfiar de un hombre que profesaba que había quedado atrás la era de los grandes sistemas. Metafísico sin duda y, claro está, su obra una metafísica del ser; pero que dice ser un camino abierto a una búsqueda viva, más que un saber, una manera de preguntar más que una respuesta. A la coherencia de un pensamiento racional le conserva la posibilidad necesaria para que no se pueda encerrarlo en una definición escolar donde a veces se deja deshacer la razón más clara.

Los lazos que el pensamiento establece consigo mismo son a la manera del guiño más que del corsé. Fuerza es que cada cual se convenza de que, según frase del prefacio a El psicoanálisis del fuego, leyendo esas obras no enriquecerá en nada sus conocimientos ni acumulará haberes perecederos, pero exaltará su capacidad de vivir, agudizará su arte de conducir su vida pensativa y aprenderá a burlarse de sí mismo.

Descifrará una biografía de la sapiencia asombrada. Rastreará una trayectoria ejemplar en que los bellos campos de la soledad, del valor, del silencio y de la palabra, del ensueño y de la realidad se abrieron para una voluntad de hacer al hombre bien, y de hacerlo amigable.

Se trata de una virtud. Invito al lector a abandonar aquí las ideas que la escuela pudo imbuirle sobre lo que debe ser un filósofo. Es necesario imaginar a un sabio, cuya ambición es responder por esta vida. Para sí; para todos. La intersubjetividad de los sueños lo lleva al mundo común. Se aplica a conducir su existencia fuera de las agitaciones cotidianas. En ellas nos perdemos. Fuera de los yerros de las pasiones. En ellos nos extraviamos. Él pretende izarse hasta los tiempos intensos en que es posible desarrollar una filosofía del reposo.

Bachelard sin duda alcanzó ese objetivo que, desde el principio de La dialéctica de la duración, asignaba a su valor. No sin ironía: «Una filosofía del reposo no lo es de todo reposo».

No hay valor humano natural. Estamos y no estamos en el mundo. Aún debemos poner en él ese cuerpo que es del mundo, y volver a ponerlo sin cesar. ¿Qué medios desesperados nos auxilian? En una impaciencia profunda y fraterna dos grandes muertos alían en mi soledad la injusticia de su ausencia. Eluard y Bachelard sabían por igual que «para fortalecer un corazón es preciso duplicar la pasión por la moral». El hombre es una decisión. Nuestros valores se inscriben al término de la acción mediante la cual hacernos nosotros mismos, de los instantes que vivimos, nuestro tiempo.

Enteramente orientada a no ver en nosotros sino el producto enfermo de antiguos accidentes, la psicología distingue mal las bellas perspectivas que nos abren nuestras sorpresas. ¿Será cierto que nos muevan necesidades tan simples? ¿No lleva consigo el lenguaje en que transformamos sus impulsos ninguna realidad ni nada del mundo que nos abre? Si se conocen los mecanismos mediante los cuales llega a suceder que necesidades ingenuas se transformen en bellas palabras, se olvida que la belleza de las palabras ha acabado por triunfar sobre las necesidades que creíamos que sólo ellas expresaban, al grado de forzarlas a delegar su energía para fines diferentes. Hablar no es traducir cierta sensación de malestar, sino entrar en el mundo de la palabra en que operan extraños poderes.

El poeta agrega a las cosas aquello que se alía a sus poderes secretos. Lo que equivale a lanzarlas en una realidad que llevan en sí, pero oscuramente. Las cosas se ponen a despertar indefinidamente en mí, quien las interrogo en las palabras que las nombran, en ensueño sonoro formador de palabras. Las palabras proponen revelar indefinidamente un algo de realidad en las cosas. Les impacientaría el sonsonete del corazón. Quieren más. Cada instante la muerte del instante prohíbe al poeta detenerse e impulsa su historia hacia un «después» interminable. Somos los seres del meta y del supra. Los prefijos de la conversión nos designan. Suprarrealistas o supranaturalistas, se trata siempre de los poderes de la metamorfosis. Y toda conducta humana es metafísica.

«La meditación en el tiempo es tarea preliminar de toda metafísica». Y es cierto que toda la obra de Bachelard es metafísica y que sería no comprender nada de ella considerar a la imaginación de que allí se trata como una noción psicológica, como aquélla que, en los manuales especializados, se estudia entre la percepción y la memoria.

La imaginación es una facultad específica. «A ella pertenece esa función de lo irreal, que psíquicamente es tan útil como la función de lo real». Quizás podríamos leer La poética del ensueño como una Crítica de la Imaginación Pura. Bachelard sin duda habría preferido a ese título el de «fantástico trascendental» que en ocasiones tomaba con gula de Novalis. «Un hombre debe definirse por el conjunto de tendencias que lo impulsan a superar la humana condición». Al servicio de esas tendencias pone la imaginación las armas de las palabras. El mundo aparece en ellas.

Bachelard citaba a Novalis: «De la imaginación productora deben deducirse todas las facultades, todas las actividades del mundo interior y del mundo exterior».

Los valores de conversión, de redención y de purificación operan atracciones incansables en esa alma metafísica. La palabra «pura» se repite una y otra vez en su obra. «Una conciencia pura» escribe en la Duración. «Un instante puro», «un principio puro» y «el acto puro» en Lautréamont. «La espontaneidad pura» en el último texto de introducción a La poética del fénix.

Apareciendo con tanta frecuencia, ese atributo merece sufrir una mutación sustancial. Fuerza es hablar de pureza, de la pureza como factor de realidad. En la nomenclatura de los elementos objetivos que deben desprenderse de la confusión del mundo donde actúa el lenguaje, la pureza se debe considerar una prueba de ser y tal vez incluso un motor, una fuente de energía. Cuando, en las matemáticas, Bachelard exalta «la alegría de vivir abstractamente la no vida» es que, sin duda, hay una vida impura que no puede llegar al ser. Si es preciso «apartarse de las obligaciones del deseo», «quebrar el paralelismo de la voluntad y la felicidad» es que, para ser, todas las cosas pueden y deben sufrir una metamorfosis. La no vida no es ninguna otra parte, ningún anywhere out of the world. Siendo igual a la vida, su ausencia es tan sólo ingenuidad. Pues es el aquí mismo y el ahora transformados en sí mismos. «La función principal de la poesía es transformarnos». Y: «a algunos poetas solitarios les está reservado vivir en estado de metamorfosis permanente». Por eso, «no se puede reproducir lo bello; antes que nada se debe producirlo. Lo bello toma de la vida… energías elementales que primero se transforman y luego se transfiguran».

El matemático y el poeta se unen. El alma matemática de Lautréamont «se acordaba de las horas en que detenía sus impulsiones, en que aniquilaba en él la vida para obtener el pensamiento, en que gustaba de la abstracción como de una bella soledad». Pero es en Éluard en quien Bachelard halla la prueba de que hay «almas para las cuales la expresión es más que la vida».

La propia vida y sólo la vida puede ser más que la vida. La vida nombrada. El lenguaje es un modo de existencia. En él se produce el descubrimiento. No reproduce el mundo sino lo produce. Lo que lleva en sí no existe ni fuera ni antes de sí. No se agrega a la vida, sino agrega a la vida. Y es la vida y siempre la vida la que en él se agrega a la vida.

Aunque se vuelva hacia el pasado, la palabra se enfrenta a un «todavía no», impone a las confesiones la ausencia en que se encoge algo del futuro. «El ensueño orientado a la infancia no consiste realmente en acordarse… Toda la poética de Bachelard se rebela contra ese falso realismo», escribe Francoise Dagognet en el excelente libro que dedicó a su amigo, quien también fue su maestro.

Bachelard admiraba a esa antigua alumna suya. Sin duda también se tenían «simpatía de modestia». Su pasión por la enseñanza era una forma más de ese don que tenía para la amistad. Cuando quería a alguien era preciso que se compartiera esa amistad. Era, más que un sentimiento, una conciencia de los valores.

Francoise Dagognet señala que a partir de La poética del espacio Bachelard mezcla más su propio ensueño con las imágenes de los poetas en las que basa su reflexión. Se creería que recuerda, que se vuelve, que renuncia a parte del porvenir por las complacencias morosas del pasado, que se conmueve contándose. Pero no; en el pasado mismo descubre algo del futuro.

La memoria objetiva y fechada, con sus acaecimientos, es para Bachelard una mentira del hombre para sí y para los demás, y sobre todo una pequeña leyenda, inventada por los adultos. Más allá de esos «hechos» localizados, vive en nosotros una niñez real y permanente; por lo demás, no surge sino tardíamente, en la vejez, cuando se atenúan los ruidos de la existencia… Bachelard opera audaces inversiones: la infancia se constituye en un porvenir en reanudación perpetua, en una creación continua…

Yes cierto que en esa obra encontramos infancia y recuerdos. Algún día tal vez se saque de esos libros una «historia de mis ensueños» en la que se leerá:

Nací en una región de arroyos y de ríos, en un rincón de la Champaña de los valles, en el Vallage, llamado así a causa de sus innumerables valles. La más bella de las moradas estaría para mí enclavada en un valle pequeño, a orillas de un agua viva, a la sombra breve de los sauces y de los juncos. Y al llegar octubre, con sus brumas por encima de~l río…

Cuando estaba enfermo, mi padre encendía el fuego en mi habitación. Ponía gran cuidado en parar los leños sobre la leña menuda, en deslizar entre los morillos el puñado de virutas.

De los dientes de la cremallera colgaba el negro caldero. La marmita se adentraba en tres pies en la ceniza caliente. Soplando a lodo pulmón en el cañón de acero, mi abuela reavivaba las llamas adormecidas.

Para las grandes fiestas de invierno, encendíamos en mi niñez un brulote. Mi padre echaba orujos de nuestra viña en un platón. En el centro colocaba terrones de azúcar rotos, los más grandes de la azucarera. En cuanto el fósforo tocaba la punta del azúcar, la llama azul bajaba con un ruidito hacia el alcohol extendido. Mi madre apagaba la suspensión. Era la hora del misterio y de la fiesta un tanto grave…

Un pozo marcó mi tierna infancia. Nunca me acercaba a él sino tomado de la mano de un abuelo. ¿Quién de los dos tenía miedo: el abuelo o el niño?…

Es preciso leer esos recuerdos como los de un futuro, como los de una infancia por formar, como los de una poesía por esperar. No se puede dejar de vivir, de ganar la vida contra la vida. Fijar nuestro pasado sólo significaría fijarnos en nuestro pasado. Los dramas que encontráramos en él derivarían de una representación. Tal vez satisfarían cierta complacencia romántica a considerarnos y a querer que nos consideren un lugar de bellos desastres. Un personaje es lo que definirían. Lo contrario del hombre que Bachelard quiso vivo y feliz.

A la mitad de su vida y diestro en el ejercicio de burlarse de sí mismo, Bachelard aprendía a consentir no en lo que era sino en lo que necesitaba ser para ser. Vivir con el trabajo es una moral. Una moral metafísica nace con La intuición del instante. «Para quien se espiritualiza», dirá después Bachelard, «la purificación tiene una suavidad extraña y la conciencia de la pureza prodiga una extraña luz».

Las conductas de la purificación suponen la posibilidad de los nacimientos reiterados. Quieren que el instante desgarre la fatalidad temporal, que la discontinuidad autorice acaecimientos sorprendentes. Si «el luto más cruel es la conciencia del porvenir traicionado», la evidencia del tiempo obstinado proveedor de asombro, de sorpresa y de novedad se asocia a esa revelación inicial del sufrimiento, a esa irrupción del instante expoliador.

Lo que me arroja a la muerte es también lo que me da ocasión de renacer.

Pues en ningún momento somos la suma de nuestro pasado. Cada instante que se descubre es lo que cada instante da sentido a la historia insensata que ya vivimos y lo que concede a nuestro esfuerzo un poco del sentido que necesitamos para apropiarnos de un alma que será la nuestra.

Un poco de felicidad es posible en este mundo. Aun cuando su presencia se haga con una ausencia acosada para siempre:

la felicidad más pura, la que se ha perdido.

Es posible que, para ser, toda felicidad antes tenga que perderse. El hombre es la vasta energía de su trasmutación. De ese modo es hasta la muerte su propio futuro. Ésa es sin duda su libertad. Nuestras palabras nos alían en nuestro ensueño a nuestro porvenir. No son expresión «de un pensamiento previo». Son el nacimiento mismo del pensamiento. Lejos de ser esclavos de nuestro pasado y de estar encadenados a nuestros remordimientos y atados a nuestros temores, somos la franqueza de ser lo que no somos. Es preciso una poética para sacar de su ausencia a ese ser para siempre por venir. La tiniebla extrema, eso desconocido puro que espera que lo iluminemos al mismo tiempo que nos ilumina con su destrucción, nos brinda nuestra figura secreta. No aún sino siempre secreta. Nuestra figura del secreto. Somos el animal que por sí mismo se asigna a sí mismo su descubrimiento sin fin. En la obra de Bachelard la novedad es un factor de realidad. La poesía se designa con ella como «una de las formas de la audacia humana».

Para el espíritu enamorado de saber y de vivir, antes que nada todo conocimiento es falible y toda vida está ausente. ¿Qué Siloé nos permitirá «comprender el orden supremo de las cosas? ¿Qué gracia divina nos dará el poder de conceder el principio del ser y del pensamiento?». Hay un camino de la ciencia y uno de la poesía. Sin haberse obstinado nunca en reconciliar sus poderes diurnos con sus potencias nocturnas, Bachelard señaló que, sabio o poeta, el hombre no es un ser dado. El hombre se hace. Como en poesía, «todo progreso real del pensamiento científico necesita una conversión».

A un sabio para quien la belleza progresa en la obra de los poetas y de los artistas, para quien hay progreso en el arte y, por consiguiente, progreso en la vida, hay que leerlo en términos de progresión. Es preciso seguirlo, viviendo su exaltación. «La poesía es una admiración, exactamente en el nivel de la palabra, en la palabra y por la palabra».

Sólo se escapa de la muerte escogiéndola. No de la del ser absoluto, sino de la del tiempo humano, de la que actúa sobre el tiempo y lo desgarra, aquélla cuya irrupción en nuestra existencia hace posible la saliente de la vida; el vacío en el cual arrojamos nuestra voluntad; la ausencia en pos de la cual comprometemos incansablemente nuestra libertad por nacimientos no previstos.

Allí es el hombre igual al mundo, dado con las cosas, y en realidad contemporáneo suyo. Lo que el instante nos ofrece es ciertamente «un ser y unos objetos, a la vez». A orillas del mundo, el mundo y nosotros vacilamos con la misma vacilación. A punto de ser, durante el instante de un instante, aún no soy lo que se aniquila. Existiendo durante el instante de un surgimiento, de una invasión del silencio, no me siento entregado al pasado que me engulle. La verdadera vida está presente porque está siempre por ganar. Actúa en cada uno de nuestros desvelos. Es contemporánea de nuestras palabras. Como el ave de fuego, renace y nos invita a renacer de sus cenizas. No basta con decir que para nosotros es posible una nueva vida. Es preciso afirmar que también es «un destino para el hombre». La filosofía de Bachelard la instaura en una sonrisa maliciosa; una nueva vida tal vez no sea simple y sencillamente sólo la vida nueva, la vida siempre y a cada instante nueva.

Fuerza era que, pasando por El psicoanálisis del fuego, el último libro de ese sabio fuese La poética del fénix. Fuerza era que el primero en introducirnos a las metamorfosis de la pureza fuese La intuición del instante.