Introducción a la poética de Bachelard

Por Jean Lescure

No temo en absoluto a los que me ataquen sino a los que me defiendan.

André Gide

La poesía desconfía del discurso. De uno a otro instante procede mediante denominaciones inmediatas. Sus razones son el hecho de sus comentaristas. Los encadenamientos que se le encuentran suceden a sus presencias. Las explicaciones que se le dan son incapaces de revelarla. ¿Cómo acercarse a ella por otro medio distinto de sí misma y libre de lo que consideramos sus oscuridades?

Caídos ya los cohetes surrealistas y remitidos a un erotismo de bazar los extravíos abismales, la poesía todavía se interroga sobre lo que puede ser. ¿Qué son esas imágenes que crea y que rehuyen a la pintura? Creerlas visibles y creer las descripciones de lo visible extravió a pintores buenos en productos ingenuos de la imaginación. ¿No es identificarlas con la música perderse lo que porta significados en las palabras que hay en ellas? Mas, desde luego, ¿quién pensaría en igualar con el poema esos significados, por conmovedores o por gloriosos que fueran? Ese objeto cargado de sentidos parece impaciente de recusarlos. Se ve actuar en él una resistencia al significado que lo mantiene muy cerca del silencio de las estatuas. Quiere ser a la vez omnipresente y estar a punto de ser. Jamás transformado por el tiempo que pasa en sus consecuencias, parecería que se extenuara en negarlas y que ello tal vez equivaliera a negarse a sí mismo. Y sin embargo, ese objeto del lenguaje no se niega sino para darse, renaciendo siempre, secreto y evidente, igual a sí mismo en cada uno de sus instantes.

Poco es lo que vivimos cada instante de lo que nos propone el instante. Y sin embargo, todo lo que de él vivimos es el propio instante. Es preciso imbuirnos de «la total igualdad del instante presente y de la realidad». Escribo estas frases, copio estas palabras que reunía Bachelard y todo a mi alrededor se amotinan cien frases más de las que estoy a punto de acordarme o que pienso que podría descubrir, tal vez la voz del filósofo que las pronunciaría, que oigo y que no oigo, que se apaga antes de sonar, que sólo puede aparecer aquí porque desapareció antes de hacerlo, estando en lo sucesivo absolutamente ausente, pero en mis sueños locamente a punto de ser, y permaneciendo con mil mundos en el confuso espino del que el presente sólo obtiene a fin de cuentas poca cosa.

Bachelard tuvo el placer de transcribir las bellas frases de Roupnel:

El instante que acaba de escapársenos es la propia muerte inmensa a la que pertenecen los mundos abolidos y los firmamentos extintos. Y, en las propias tinieblas del porvenir, lo ignoto mismo y temible contiene tanto el instante que se nos acerca como los Mundos y los Cielos que se desconocen todavía.

Por simple que sea, por replegado que a veces pueda estar sobre la vacilación de una sola palabra (cómo se ve que la poesía logra constreñirlo), el instante sin embargo se hincha con esa investidura de su claridad por tantas sombras o por tantas penumbras. Cosas que no puedo nombrar no obstante parecen manifestarse en él al menos mediante el sentimiento que tengo de una cercana presencia. La vida me concede el feliz poder de transformar en acto, casi a discreción, una posibilidad pura cuya pureza no altera ese poder. Por lo que adviene y que un instante antes aún no era, cada instante puedo hacer saber que hay posibilidad y que esa posibilidad provoca en mí cierta conciencia instantáneamente presente, mientras que él me dispone de mil maneras a convocar su advenimiento. Y sin embargo, no me valgo de ese poder, no uso ese poder; todo el placer que da obedece a que siempre se mantiene en reserva. Sé que está allí y que a su primera sacudida vendrán las palabras, de la conciencia, del ser. Suele suceder que engañe yo a mi ensueño.

Cuando me obliga a ceder y trato de contenerlo, siento que el nacimiento de las palabras se detiene largamente en el umbral donde su formación las haría a la vez surgir y morir, sustituyendo por el instante en que sobrevinieron quién sabe qué otro instante que las borra, cuya figura dibujarán en un momento otras palabras.

Si mantengo su continuación, si no vacía de palabras al menos vacante de razonamientos y de discurso, esos instantes se llenan de colores y de sonidos, incluso tal vez de fonemas que los designan vagamente: el cielo claro de la mañana en mi ventana los fija, sin que aparezca la palabra, cielo, las tejas viejas del techo cercano, el vuelo de los martinetes, el piar de los gorriones… Demasiado cerca de la agresión de lo visible, las palabras que se me ocurrirían se intimidan y se borran.

¿Hacia dónde me llevan tantas presencias diversas? Nada en principio parece destinarlas a componer un conjunto coherente o memorable. Y sin embargo el placer de un instante tal vez las alié de manera indisoluble, como, posteriormente, quizás me lo revele el sabor de una magdalena que, yo también, puedo vincular a él.

Por el momento, se me remite al silencio. Una pura amenaza de ser inviste una sombra de conciencia. El hombre parte de su soledad, del umbral de su soledad. Vivir sólo lo saca de ella para arrojarlo de nuevo en ella.

Mas cierta impaciencia de ser se superpone a esa invasión. Tal vez en las propias cosas, cuando no las considero, cierta manera que tienen de avisarme, de avisarse, cierta distracción, que oponen al adormecimiento de mi conciencia, responda a la excitación que me viene del nacimiento de una vida pensativa que se forma en mí sin que yo tenga bien a bien el sentimiento de ser su autor. Me siento como un lugar donde fuera contemporáneo del mundo. Y de tanto que ese mundo me apremia, en esa conciencia de azul o de viento o de canciones que soy, ya no sé ni quién es él ni quién soy yo. Pensamientos se encadenan así, sin que yo los dirija. Quiero descifrarlos. Leería a un mundo abierto si supiera desenredar pensamiento y cosas enmarañadas.

No necesariamente es el más próximo de esos pensamientos, o ideas, el que se vincula al que muere y le sucede. ¿Qué sentido puede tener realmente aquí la noción de proximidad? Antes de aparecer, la idea que va a venir está inconmensurablemente lejos de la que en un momento parecerá haberla suscitado. Una distancia absoluta separa lo que es de lo que no es. Sólo por su sucesión, y por el encadenamiento que nos ingeniaremos para verificar entre ellas, concluiremos sobre su proximidad. Pero alguna otra, que no me parece seguir en el instante mismo y que nada habrá de despertar antes de mucho tiempo, he aquí que, en unos años, aparecerá y se asociará a la primera, resultando a su vez estar muy próxima. Tan próxima tal vez que ingenuamente podremos preguntarnos si no es la misma o por qué antes no pensamos en ella. ¿Y qué armonía podría haber así entre las cosas mismas para que, desde tan lejos, parezcan solicitar a la razón acogerlas en su vasta coherencia? A no ser que las cosas y el espíritu sean tan distintas y que un solo instante nos dé unas y otras a la vez. A no ser que la razón opere misteriosamente una interminable reunión en las fragmentaciones de ser cuyo teatro y cuyo actor soy y procese en ella «la armonía por entero en tensión que el mundo va a realizar».

«¡Ah! —decía sonriendo Bachelard a una entrevistadora—, no vivo en el infinito porque nuestra morada no es el infinito». Sobre un «porvenir traicionado», sobre especies de ruinas, el filósofo se había propuesto construir su casa y su reposo. Su apuesta, que hoy los hechos verifican, es que sería habitable para los demás. La necesitaba terminada y actual, aquí y ahora.

De Roupnel, cita: «El espacio y el tiempo sólo nos parecen infinitos cuando no existen». Y del tiempo, lo que existe nunca es sino el instante que vivimos. No podemos vivir de él otra cosa. Pero en él podemos vivir extrañeza y sorpresa, admiración y protesta, todas las cosas al mismo tiempo salvo pasado y futuro, reconocimiento y proyecto. Nada en él escapa a sí mismo ni se reduce a ninguna duración confusa y sin objeto. Todo se exalta ante la irremplazable presencia. A la cual le es preciso morir para renacer en otros objetos, igualmente pura.

En ese tiempo entrecortado se alejan las Bellas ilusiones de una continuidad dada. ¿Cómo desposar sus olas? De algún modo está preso en una especie de sustancia a donde no se ve cómo iríamos a buscarlo. El orgullo de las nobles heredades se agota, son dudosos la constancia de una naturaleza o los imperativos de una astrología, y la orgullosa seguridad del saber se hace modesta. Todo lo que enliga al hombre lo paraliza o lo somete, le estorba o lo fataliza y se remite a la superstición. A la orilla de todo pensamiento vacila una noche futura que nos contiene, hasta de verla y de asirla. Sus secretos son falsos secretos. Aspira a revelarlos. A las luces sucesivas que en esa noche se enciendan se alumbrará la conciencia que nace en ese instante y morirá en él. Cada cosa nueva, cada pensamiento ganado, cada descubrimiento, cada iluminación, tirados hacia nosotros desde la confusión tenebrosa del porvenir, dan a todo el pasado un sentido que lo alimenta, lo organiza y lo anima. Si bien sólo en parte lo hace inteligible, no cesa de concederle una inteligencia viva, pronta a excitar nuevas salidas hacia nuevas sorpresas. Ella explica su invención de nuevas experiencias: los viajes de la exploración metódica. Su energía se recrea con que, volviendo su luz hacia el pasado, vaya a repercutir en él un futuro que tenía. Nuestra vida entera disfruta de su progreso. Avanza a cada instante, muy completa y desconocida, toda antigua y toda nueva. Más que respuestas al pasado, las señales que deja de sí misma son preguntas al futuro.

A los ojos de un autor, un libro de antaño puede ser irritante y reclamar que se relea o simplemente se deseche. Se detiene en las frases que la imprenta fija. Sin embargo, el hombre que las escribió se ha adelantado. Volviéndose hacia ellas y girándolas, se da cuenta de que implicaban significados que ni siquiera concebía al escribirlas. Las releyó mucho tiempo sin descubrir en ellas más que el discurso que estimaba haber compuesto. Cada cual se encadenaba sólo con la que él le diera por siguiente. Una lógica que reconocía sacaba aquel rebaño de sí mismo.

Pero que escriba otro libro y empezará a sorprenderse del primero. El nuevo libro ha modificado la lectura que hacía del precedente. Él lo comprende. Una conducta mantenida así durante toda una vida da en fin a las primeras intuiciones un contenido que no agotan. Que al contrario reaniman. Habría que leer a un autor a la inversa. Sus primeros libros al final, sus últimos al principio. Método singular. Que es preciso examinar.

El mundo de las palabras es dudoso. Tan lleno de trampas como aquél cuya visibilidad garantiza largo tiempo al espíritu la evidente y simple realidad. Aprendimos a desconfiar de la apariencia. Quisimos creer en la autoridad del verbo revelado. Al parecer, necesitamos aprender a leer a la una y al otro. Mas las claves de la lectura son poco seguras. Quien se vale de las palabras y quien ingenuamente pensaba que sin gran dificultad se les somete al servicio de intenciones claras, empieza a saber que las palabras se resisten. O, antes bien, en las composiciones mismas que el espíritu piensa asignarles y en los encadenamientos en que cree mantenerlas, forman incontables combinaciones mediante las cuales escapan a sus intenciones. Enseñan significados involuntarios. Sorprenden. Se les considera. Se quiso decir una cosa y en efecto se dijo. Pero también se dijo otra. De la que claramente es preciso conceder a quien la oye que se encuentra en las palabras a las que interroga y no en el ensueño de su sola conciencia. Y no es que no proyecte en modo alguno sus sueños en los signos que hasta él llegan. Sino que no son sueños cualesquiera. Y los que en ocasión de esos signos figuran son despertados singularmente por ellos.

Valéry no dejó de advertir a sus contemporáneos al respecto. Las hermenéuticas de hoy han despojado al autor de sus derechos a comprenderse para armarse de ellos exclusivamente. Lo cual es olvidar que en esos varios métodos de explicación de un texto, basados en la sospecha a la manera del psicoanálisis o del marxismo, o en una voluntad de «recolección» como la que describe Ricoeur, el autor puede conservar una clave considerable para descifrar su obra. Y es la de su proyecto. El modo de lectura que es el suyo es entonces el de la soledad en que se descubre como desconocido de sí mismo.

Sigue siendo cierto que leemos a Racine como nunca se leyó a él mismo. Y suele suceder que, 10 o 20 años después, nosotros mismos nos asombremos de las frases que escribíamos y de los grupos de palabras en que pensábamos fijar significados de los que cuando menos nos parece extraño que, en aquel momento, no hayamos derivado las consecuencias que saltan a los ojos en una nueva lectura. Sin embargo parecen seguirse de acuerdo con un rigor casi matemático. ¿Cómo fue que no las vimos, disimuladas en las proposiciones que actualmente nos las revelan? Aquel momento no las portaba. El presente sí las contiene. Pero cambia de rostro toda una historia.

Así, en sus últimos años Bachelard no leía sus primeros libros como los había escrito. A veces hablábamos de El psicoanálisis del fuego, que desempeña un papel importante tanto en el catálogo de su obra como en la cronología de su reflexión. Es la primera obra en que aparece el nombre de uno de los cuatro elementos a los cuales refirió en un principio su estudio de lo imaginario. Lleva así la carga de aunar a la descripción del agua, del aire y de la tierra el cuarto elemento del que se imaginan todas las cosas posibles. ¿Se puede consentir que ese elemento tenga menor importancia que los demás? ¿Habrá que distinguirlo en un libro donde su presencia se ha disimulado señalando que toda objetividad desmiente siempre el primer contacto con el objeto? Si antes que nada los ejes de la poesía y de la ciencia son inversos, si tiene razón Éluard, al que cita Bachelard:

Ne faut pas voir la realité telle que je suis,

[No hay que ver la realidad tal como soy,]

¿Es preciso ver en el Fuego y los ensueños que provoca sólo un obstáculo al conocimiento? El primer proyecto de Bachelard era, según se dice, exonerar a la ciencia de los extravíos de la psique. Claramente se siente lo que al respecto podía molestar al filósofo de la conciencia nocturna de la poesía. En el propio título de su obra. Y es que el psicoanálisis es enteramente diurno y social. Sometía su examen a la preocupación de librar a la conciencia científica de los fantasmas que la perturban. Había querido hacer de él, había hecho de él una crítica del conocimiento objetivo. Había querido mostrar que ese conocimiento afirmado como objetivo con suma frecuencia no es sino disfraz de una subjetividad, la proyección autorizada de ensueños prohibidos. A la que por tanto es conveniente exponer a una crítica rigurosa con el fin de «librarla tanto de sus filias como de sus fobias». Lo que mostraba claramente su examen de cierta química y de algunos tratados de flogística es que la materia de la ciencia mezclada con el ensueño de un alma no puede aspirar al rigor científico si no extravía el espíritu objetivo. Y tal vez parecía ya que, mal empleada, impidiera manifestarse a una realidad totalmente distinta.

Era en efecto El psicoanálisis del fuego, libro en que paradójicamente se advierte al lector que leyéndolo «no enriquecerá en absoluto sus conocimientos», libro que, además de su crítica, se propone enseñar un método, el de la ironía que nos aplicamos a nosotros mismos, la que hace cuidar de creernos demasiado, que con gusto nos burlemos de sus poderes y de sus hallazgos y sin la cual «no es posible ningún progreso en el campo del conocimiento».

Pero aquel método se abría hacia otros que habrían de devolver a su sitio a un psicoanálisis ingenuamente expansivo.

Dos de las últimas obras de Bachelard llevan cada cual en primer plano una frase en que aparece la palabra método. La de La poética del ensueño está tomada de Laforgue: «Método, Método, ¿qué quieres de mí? Sabes bien que he probado el fruto de lo inconsciente». ¿Responde voluntariamente a Laforgue, y de qué modo, la segunda, que se lee en el manuscrito inédito de la introducción a La poética del fénix (redactada en agosto de 1962) y está tomada de Rimbaud?: «¡Nosotros te afirmamos, método! No olvidamos que ayer glorificaste todas nuestras épocas». ¿Habrá un método de lo inconsciente? O antes bien, si se quiere pasar a un inconsciente enteramente psicológico, ¿habrá un método de lo imaginario?

Malicia y bondad se alían en Bachelard. Era en él una naturaleza. Tal vez. «La polémica me despierta», me dijo un día; «a pesar de todo soy un champanes que antes no se dejaba cerrar fácilmente el pico». Si hubiera que buscar un enunciado metódico a esas palabras, se encontraría en La filosofía del no en la siguiente forma: «La verdad es hija de la discusión…». Creo que en esa alianza de humores hay que ver, más que un temperamento, una sabiduría y lo que podría llamarse una naturaleza convertida. Quizás en sí misma y en la medida que se desee, pero transformada en valor asignado. Para Bachelard, la naturaleza nunca es muy interesante; «un complejo nunca es muy original», decía. Lo original está ante nosotros. Somos nosotros mismos refutados por nosotros mismos. Toda naturaleza que se ve opera en sí misma esa impugnación y esa transformación. Y también es un método. Para el espíritu decidido a esclarecerse, con el fin de librarse de su azar, toda acción se constituye en método. Toda decisión es una manera de ser. Proyecta recusar en sí el accidente y constituirse en hábito. Al mismo tiempo expresa en sí su permanencia y su progreso. Pues si el hábito es «la voluntad de empezar a repetirse», fuerza es ver que lo importante es la voluntad de repetir un principio, puesto que quién puede saber lo que uno mismo es antes que el fin permita en efecto definirlo.

Imagino a Bachelard tender una trampa a su lector. Malicioso como cuando escribe: «Lo que echa a andar la locomotora es el silbato del jefe de estación»; bueno como cuando aconseja: «¿Quiere usted sentirse en calma? Respire suavemente ante la flama ligera que cumple en calma su trabajo de luz», donde se ve claramente que una función tan primordial como la respiración es método para el filósofo ocupado en trazar los caminos de una filosofía del reposo.

—¡Ah, Método! Método por conquistar tanto como la vida sensata cuya conquista harás posible a tu vez, antes que nada debes comprometerte. Tú, filósofo, te sobresaltarás ante ese desdén de Laforgue por una organización tan necesaria, mientras que tú, poeta, triunfarás y con razón creerás hacerlo. Y sin embargo yo, «soñador de palabras, soñador de palabras escritas», arrastraré a ambos en la búsqueda metódica de lo imaginario no metódico. El método no es ningún libro de cocina. Es la vida misma. Tú, filósofo, aprenderás a escuchar al poeta, «fenomenólogo nato»; tú, poeta, deberás discernir las razones y los caminos difíciles por los que es posible apartar a la poesía de las escorias y las reminiscencias que la matan, y actuar de suerte que, «pese a la vida», un hombre sea poeta. Pues el poeta no nace, sino que se hace. Para lo cual se precisan armas poderosas.

Nada de lo que somos nos es dado y todo lo que de humano somos es producto de una metamorfosis. Todo surgimiento de conciencia «repercute» en los profundos pasadizos donde se entenebra nuestro pasado, y todo nuevo instante proyecta su luz nueva sobre realidades jamás comprendidas cabalmente. En el propio acto se dibuja poco a poco un progreso que al punto hace aparecer al mundo y a mí mismo. Pero ese camino se enfrenta extrañamente a lo desconocido. Si es preciso «imbuirse de la total igualdad del instante presente y de la realidad», también lo es convencerse de que el hombre está solo, no consigo mismo, sino desolado de sí mismo, abandonado de sí mismo, aislado de su pasado por los bordes del instante en que lo encierra un tiempo desgarrado.

Se desliga de sus funciones. Helo aquí heterogéneo, sin límites asignables, sin identidad aprensible. No es sino el «material neurótico» sobre el que opera el psicoanálisis «que puede hacernos creer que la energía psíquica es homogénea y limitada, y está vinculada a su función psicológica». ¿Quién podría, de manera enteramente seria, hacernos creer cuando se habla de Baudelaire que «el autor de sus poemas es hijo de su madre»? Poco peso tiene la psicología ante las conductas creadoras que califican al hombre para la fenomenología. Bachelard encuentra en los «principios de la fenomenología» el método que puede abrirnos la puerta de la «conciencia creante del poeta». ¿Cómo podría un filósofo «doblegar su orgullo para hacer obra de psicólogo»? El filósofo no renuncia tan fácilmente a su propia poética que consiste en afirmar valores. Para empezar, los de aquellas imágenes que el análisis fenomenológico nos presenta precisamente como de orígenes puros. Donde aparece que «la poesía es uno de los destinos de la palabra».

Esta afirmación, que Bachelard pronunciaba al final de su vida, respondía exactamente a la pregunta que va en 1936, en La dialéctica de la duración, el filósofo de las ciencias que era se había visto inducido a plantear: «¿Tendrá el hombre un destino poético?». Pregunta escandalosa en sumo grado.

Bachelard todavía no pensaba en el método fenomenológico cuando redactaba sus primeros libros. E incluso en las obras dedicadas a los elementos todavía aparece sólo en filigrana. Tal vez no se inclinaba aún por aquellas «imágenes» que, en vez de ser lo que extravía una búsqueda de conocimiento objetivo, antes que nada son «raíces de la realidad». «Por un privilegio único, se constituyen en imágenes verdaderas». Esta frase, en que la noción casi epistemológica de verdad viene a calificar el mundo imaginario, la escribirá apenas al final de su vida. Pero ¿no es legible ya a lo largo de sus primeros libros? ¿Es posible reescribir un libro? Cuando pregunté a Malratxx por qué no retomaba la continuación de Los nogales de Altenburgo, destruida por los alemanes, me respondió: «Una obra de imaginación no vuelve a hacerse». Sin duda. La idea me pareció evidente. Largo tiempo pensé en ella. Me parecía que en efecto no se podía volver a hacer. Por próxima a la primera que esté la obra reiniciada, por semejante que se pretenda, no puede reproducirla, sólo alterarla. El propio recuerdo que pudiera conservar de ella amenazaría más bien con obstruirla y extraviarla. Sería preciso aceptar rio acordarse, dejar tal vez todas las oportunidades para otra obra… Pues, en efecto, no sería la misma, sino otra. «Una obra de imaginación no vuelve a hacerse».

Aunque precisamente, ¿no sería ésa una nueva oportunidad? No de rehacer sino de hacer algo nuevo. De hacer de nuevo. Y además, en el caso de los libros de Bachelard, éstos son obras sobre la imaginación, incluso si la imaginación conspira en su elaboración. ¿Es o no posible operar diversos descubrimientos sobre un mismo tema, por más cercanos que estén unos de otros? Pues, al fin y al cabo, ¿no hay ejemplos de autores que han pasado la vida diciendo de mil maneras cosas muy semejantes y diferentes, como vemos que son todas las cosas del mundo?

De suerte que no acogí como una empresa absurda el sorprendente proyecto abrigado por Bachelard de ceder a las ganas de rehacer sus libros. Por el contrario, me parecía que podía entrar dentro de un método de la creación y que debía formar una especie de arte poético. En él se restituían al autor sus derechos a declararse el hermeneuta de sí mismo. ¿Que los críticos pretendían encerrarlo en lo que había dicho y remitirlo a sus enigmas? A ellos se remitía él antes que nadie.

Ciertamente, menos para examinarlos que para experimentarlos. No tiene intención de explicarlos y de justificarlos. Antes bien, se negaría a hacerlo. Su hermenéutica es singular. No traduce unas palabras. Suscita otras nuevas. No descifra un sentido. Antes bien, agregaría sentido al sentido y enigma al enigma. Actúa de tal suerte que tanto el nuevo sentido provoca enigma como el antiguo enigma da sentido y viceversa. Se trata menos de un texto pasado que quiere poner al día que de un texto nuevo al que pretende constreñir a iluminar el antiguo con sus luces enigmáticas. En pocas palabras, su hermenéutica procede mediante descubrimientos, avanza y, método poético, profesa que es preciso ir:

au fond de il inconnu pour trouver du nouveau.

[al fondo de lo desconocido para hallar algo nuevo.]

No se acepta con facilidad que un filósofo sea poeta salvo al cabo de algún tiempo y electivamente en el caso de los presocráticos, cuyos fragmentos decepcionan a los rumiantes de los sistemas. Hay algo tranquilizante en la mueca que algunas personas hacen al decir de Bachelard: «Es un poeta», pensando desacreditar así su reflexión. Dándose cuenta de que no es desacreditarlo concederle un poder que toda su obra exalta, otras le niegan al mismo tiempo ser tanto filósofo como poeta. Entre dos sillas desaparece de la mesa de los profesores. Siendo inclasificable, en consecuencia tal vez no exista.

Y, en efecto, tal vez no sea ni filosofo ni poeta en el sentido en que lo entienden los espíritus escolares. No escribe en verso. Razona. Enseña. Pero sueña. No hace confidencias sobre sus amores. Incluso afirmaría que escribir es ocultarse. Mas, ¿de quién es esta frase? «Antaño, en un antaño por los sueños misinos olvidado, la llama de una vela hacía pensar a los sabios». ¿No hace en cierto modo eco a: «Una vez, en una lúgubre medianoche, mientras me adormecía débil y fatigado sobre un muy curioso y raro volumen de saber olvidado…»? Que, desde luego, es de Mallarme, a quien nadie niega el título de poeta, ni siquiera cuando traduce a Poe, a quien igualmente nadie, etcétera.

¿Y pertenecen o no a la poesía gnómica estas frases que otras tantas páginas nos dan?:

El hombre es una superficie para el hombre.

Todo lo que miro me mira.

En el agua dormida reposa el mundo.

Qué caracol es la palabra rumor.

Estoy solo y por tanto somos cuatro.

Cuando respira la memoria son buenos todos los olores.

Bajo su madera roja el armario es una almendra muy

blanca.

Imagino esta obra destruida y encontrada por fragmentos. Al punto se agregaría a esos presocráticos que están tan de moda. ¿Qué es entonces la poesía sino tal vez simplemente una combinación de palabras que poseen la singular propiedad de impedir al significado, o a los significados que de ella se siguen, abolir la figura sensible? «Lenguaje libre respecto de sí misma», también lo es respecto del sentido que porta. No es posible traducirlo ni trasponerlo, sin anularlo totalmente en otra figura. Y esa resistencia que la poesía opone a la función de comprender la hace enigmática. No es que su sentido no sea claro, lo que constituye un enigma, sino que no sea todo de ella misma. Al punto ha dejado ya de ser esencial y la realidad es la figura de las imágenes sonoras, a la que ya no dejamos de enfrentarnos en un cuerpo a cuerpo que recusa el abrigo de la distancia y la perspectiva del problema. La manera de leer la poesía es un mimologismo. Es preciso desposar la propia cosa; el objeto que compone las palabras no deja escapar de sí nada cuya fuerza no reforme al punto. Qué lenguaje tan extraño para un filósofo el que resiste a su sentido y aspira a una existencia distinta e insensata.

En la lectura de un discurso lógico el espíritu va de argumento en argumento encadenado por los luego, los así y los por tanto. Sin embargo, es libre de interrumpir su curso para examinarlos, no sin mantener presente su sucesión. La continuidad instituida por esos eslabones que unen los momentos de la reflexión lo lleva a operaciones paralelas en que él mismo se complace en vincularse. Los fragmentos de esos discursos al punto hacen aparecer en sus bordes la ausencia de cadenas que los justifiquen. Han obrado a modo de atenuar los efectos de todo lo que el pensamiento tiene de espontáneo y de sorprendente, de suerte que toda proposición parece derivar de la anterior y propone la ilusión de una vasta unidad encontrada en un espacio de tiempo lo suficientemente largo para simular la duración inmóvil.

«¿Habrá que convenir que, para un filósofo que medita en el desgarramiento del tiempo en cada uno de sus instantes, que quiere vivir el propio estallido en que el tiempo en-cada-uno-de-sus-instantes propone la evidente irrupción de la realidad, aun cuando razone, aun cuando introduzca en el tropel de surgimientos instantáneos la rigurosa perspectiva» de su proyecto, queda convencido de vivir y de morir en cada-uno-de-sus-instantes, cada uno de los instantes en que la realidad le entrega sus secretos? A cada «por consiguiente», podrán derivarse otras consecuencias a las que esta vez algo sin duda impide ser y permanecen desconocidas. Pero a las que tal vez otro tiempo, otras cosas en otra ocasión dejarán aparecer.

Por eso propongo un método de lectura de Bachelard que sea un método de lo discontinuo, que sepa interrumpir cada instante el curso del razonamiento, superponerle las altas verticalidades de los instantes, que instantáneamente pueda exaltarse en el descubrimiento y hundirse en la repercusión profunda de su resplandor. En pocas palabras, que mantenga sin cesar esa obra futura. Es preciso saber, destruir y construir su orden vivido, leer al revés y al derecho, al azar y en todos sentidos, provocar sus sorpresas, ponerla en perspectivas inesperadas, tal vez de sí misma, leerla y releerla, y volver a releerla, indefinidamente como un poema que no se agota nunca en sus significados: «La literatura empieza con la segunda lectura». Desligada del discurso al que la plegaba la modestia del filósofo, leída en las emergencias de mil fragmentos reunidos, y más profundamente comprometida en sí misma, parece ser lo que es: un grande y numeroso poema gnómico.

No juraría yo que Bachelard no haya escrito nunca versos. Ciertas palabras evasivas, acompañadas de un movimiento de la mano me permiten creer lo contrario. Lo cierto es que jamás los enseñó. Y sin duda abandonó muy prematuramente su preocupación por ellos. Cierto día en que hablábamos del nacimiento de las imágenes y en que yo lo impulsaba a confesar que él mismo…

No —me dijo—, pues siempre he tenido dos oficios… No quiero permitirme soñar. Se necesita que un poeta llegue de pronto a mi mesa, y entonces olvido, evidentemente, olvido mi trabajo… Y allí estoy en camino de amar la imagen, con un amor que deslizo en los libros… Pero es una bendición que no salga de mí.

Descubrimos que el arte es un producto de la pareja auto consumidor y que, contrariamente a lo que creía el prometeísmo romántico, de los miembros de esa pareja el que puede ausentarse mejor no es el consumidor sino el autor Aun cuando su lector leyéndolo haga la experiencia de una extraña comunión con otro ser que es su «semejante», su «hermano», paradójicamente el poeta se ha hecho menos necesario para el poema que el lector, el escultor para la estatua que el espectador. La estatua nace de cierta mirada, el poema de cierto silencio. El arte en bruto ha confiado al consumidor la decisión que hace de un objeto de la naturaleza, de una figura del mundo de la apariencia, una obra de arte. Y para ser bella, toda obra de arte precisa en lo sucesivo de la elección que su lector o su espectador hace de ella. El autor repetirá «yo es otro» o «yo no soy un poeta», esperando del lector o del espectador que está en él el juicio que conferirá a un objeto que él mismo ha echado al mundo la dignidad de la belleza.

La poesía que se escribe en Francia con frecuencia es como si no existiera, a falta de haber aprendido buenamente sus lectores eventuales a leerla y a darle el amor que la hace aparecer y hace efectivos sus favores. El orgullo de lector con que Bachelard invitaba a los aficionados a conocer la poesía tal vez no tenga más sentido que situar en la poesía un mundo que, para ser, exige una adhesión de singular naturaleza.

De todos modos fue mucha bondad por parte de Bachelard declarar públicamente que a nuestro encuentro ocurrido en 1939 hay que imputar su decisión de dedicar, también, su vida a lo imaginario y a la poesía. Igual lo habría hecho sin mí. Por lo demás, no me había esperado para amar la poesía. Sin embargo, no acostumbraba hablar para no decir nada. ¿Qué deseaba significar más allá de un gesto de afecto, e incluso cediendo a ese gesto, queriéndolo hacer público? Me parece que lo que dimos a Bachelard a partir del 1939 y, sobre todo, de 1941, cuando vino a instalarse en la plaza Mauber de París y empezó sus cursos en la Sorbona, fue la animación de sentirse escuchado y solicitado, de sentirse urgido de ser futuro. Se oía oído, se veía visto y se leía leído. Y acosado por nuestras preguntas, mezcladas con las que él mismo se hacía. En discusión, por nosotros, consigo mismo. Sacado de su soledad y devuelto a su soledad todos los días. Éluard, Queneau, Frénaud, Guillevic, Benjamín Fondane, Ubac, Noel Artaud asistieron a sus cursos. Él interrogaba largo tiempo a sus obras y a lo que él mismo decía. A lo largo de conversaciones en que se bromeaba fuerte, compartíamos los raros pollos del mercado negro, las raciones de vino. Eran aquéllas «las verdaderas fiestas de la amistad», decía Bachelard.

Gran sentimiento ése en la vida de Bachelard. La amistad fue en él cuidadosa y fiel, atenta y respetuosa, conmovida y generosa. Veinticinco años de sus dones me dejan perdido desde su muerte.

La amistad no es un sentimiento tan común. Para experimentarlo claramente se necesita ingenuidad, se necesita el don de maravillarse, el placer de admirar: «al mundo se entra admirándolo», una voluntad sostenida con dignidad, «esa nobleza del pobre», como dice él, y generosidad. Cuando en 1930 es nombrado profesor en Dijon, conoce allí a Gastón Roupnel, el autor de ese gran libro que es La campagne frangaise.

Bachelard hablaba poco de su pasado, de su juventud. Había que impulsarlo. Pero cuando llegaba a recordar a Roupnel, su voz cambiaba. Se hacía más profunda, se envolvía en un calor que agravaba el alejamiento del recuerdo. Cierta impaciencia de reunirse con el amigo perdido la hacía precipitarse, como la hacía suspenderse el sueño de una presencia recuperada de pronto. Bachelard evocaba antiguas palabras, inflexiones que en lo sucesivo sólo él oía y hacia las cuales orientaba su silencio. «¿A dónde va la luz de una mirada cuando la muerte pone su dedo frío sobre los ojos de un moribundo?». Cierto día en que yo había logrado convencerlo de dejar registrarse en una grabadora la conversación que sosteníamos: «¡Ah!», dijo interrumpiéndose y mirando el aparato, «nosotros no teníamos nada para conservar una voz y ni siquiera usted tiene nada aquí que hubiera fijado el ademán de lo que él decía».

«Permítame decirle que coa Roupnel tuve», me dijo Bachelard ese día, «tuvimos al punto simpatía de modestia».

Oigo su voz pronunciar esas palabras. En verdad la oigo. No lo invento, como se dice tan bien en francés. Está allí en la cinta magnética que giraba en silencio mientras hablábamos y que hoy me la restituye fielmente. Me dice todo lo que aún busco oír. Todo Bachelard instantáneamente está presente aquí. Pero desesperadamente. Privado para siempre de futuro, de agregar a esas palabras otras palabras nuevas. Ante la insistencia con que se pronuncian las palabras que he citado siento que esa simpatía de modestia claramente es otra cosa que una confidencia psicológica. En el hombre engendrador de realidad que amaba Bachelard, la modestia del trabajador se alía al orgullo de la provocación. Es su dignidad. La modestia es también un método. Conduce el espíritu a evitar las trampas de la suficiencia. Forma para el respeto. Ayuda a admirar.

Poco más adelante, en la cinta magnética, la palabra bondad viene a agregarse al nombre de Roupnel.