Si a estas alturas de nuestra exposición se nos pidiera marcar con una etiqueta filosófica la doctrina temporal de Roupnel, diríamos que esa doctrina corresponde a uno de los fenomenismos más claros que existen. Y en efecto, decir que, como sustancia, sólo el tiempo cuenta para Roupnel equivaldría a caracterizarla muy deficientemente pues, en Siloé, el tiempo siempre se considera al mismo tiempo como sustancia y como atributo. Así se explica esa curiosa trinidad sin sustancia que hace que la duración, el hábito y el progreso se hallen siempre en perpetuo intercambio de efectos. Cuando se ha comprendido esa perfecta ecuación de los tres fenómenos del devenir, se da uno cuenta de que sería injusto lanzar aquí una acusación de círculo vicioso. Sin duda, si partiéramos de las intuiciones comunes, fácilmente se objetaría que la duración no puede explicar el progreso puesto que el progreso reclama la duración para desarrollarse, además de objetarse que el hábito no puede actualizar el pasado puesto que el ser no tiene modo de conservar un pasado inactivo. Mas el orden no es ninguna prueba contra la unidad intuitiva que vemos aclararse al meditar en Siloé. Y en efecto, no se trata de clasificar realidades, sino de hacer comprender los fenómenos reconstruyéndolos de múltiples maneras. Como realidad, sólo hay una: el instante. Duración, hábito y progreso sólo son agrupamientos de instantes, de los más simples de los fenómenos del tiempo. Ninguno de esos fenómenos puede tener un privilegio ontológico. Por tanto, somos libres de leer su relación en ambas direcciones, de recorrer el círculo que los vincula en ambos sentidos.
La síntesis metafísica del progreso y de la duración conduce a Roupnel, al final del libro, a garantizar la Perfección inscribiéndola en el corazón mismo de la Divinidad que nos dispensa el Tiempo. Roupnel permanece largo tiempo con un alma en espera. Pero, al parecer, Roupnel hace de esa propia espera un conocimiento. En una fórmula sorprendente de humildad intelectual, nos indica que la trascendencia de Dios se moldea en la inmanencia de nuestro deseo: «Cuando percibimos, lo inconocible ya no es fuera de nuestros alcances sino la causa que lo explica o cuando menos la forma en que se oculta»[33]. Nuestros deseos, nuestras esperanzas y nuestro amor dibujarían por tanto desde fuera al Ser supremo…
La luz pasa entonces de la razón al corazón: «¡El Amor! ¿Qué otra palabra podría venir así a dar una envoltura verbal adaptada de nuestras espiritualidades a la íntima concordancia que compone la naturaleza de las cosas, y al ritmo grave y grande que realiza el Universo entero?»[34] Sí, para que los instantes hagan la duración, para que la duración haga el progreso, sobre el propio fondo del tiempo se habrá de inscribir al Amor… Leyendo esas páginas amantes, se siente al poeta de nuevo en marcha hacia el origen íntimo y misterioso de su propia Siloé…
Que cada cual siga entonces su camino. Puesto que nos hemos permitido tomar del libro lo que era para nuestro propio espíritu la ayuda más eficaz, indiquemos pues que, por nuestra parte, antes bien perseguimos nuestro sueño hacia un esfuerzo donde encontramos el carácter racional del amor.
En nuestra opinión, los caminos del progreso íntimo son los caminos de la lógica y de las leyes generales. Un buen día nos percatamos de que los grandes recuerdos de un alma, los que dan a un alma su sentido y su profundidad, están en vías de ser racionales. Sólo se puede llorar mucho tiempo a un ser al que es racional llorar. Entonces es la razón estoica la que consuela al corazón sin pedirle olvido. En el amor mismo, lo singular siempre es pequeño, permanece anormal y aislado: no puede tener cabida en el ritmo regular que constituye un hábito sentimental. En torno a esos recuerdos de amor se podrá poner todo lo particular que se quiera, el seto de espinos o el pórtico de flores, la noche de otoño o el amanecer de mayo. El corazón sincero es siempre el mismo. La escena puede cambiar, pero el actor sigue siendo idéntico. En su novedad esencial, la alegría de amar puede sorprender y maravillar. Pero viviéndola en su profundidad se le vive en su sencillez. Los caminos de la tristeza no son menos regulares.
Cuando un amor perdió su misterio perdiendo su porvenir, cuando cerrando el libro brutalmente el destino detuvo la lectura, se reconoce en el recuerdo, bajo las variaciones del lamento, el tema tan claro, simple y general del sufrimiento-humano. Con un pie en el sepulcro, Guyau decía aún en un verso de filósofo:
Le bonheur le plus doux est celui qu 'on espere.
[La felicidad más dulce es la que se espera.]
Al cual responderemos nosotros evocando
Le bonheur le plus pur, celui qu 'on a perdu.
[La felicidad más pura, la que se ha perdido.]
Sin duda, nuestra opinión es una opinión de filósofo y tendrá en su contra toda la experiencia de los novelistas. Pero no podemos evitar la impresión de que la riqueza de caracteres singulares y con frecuencia heteróclitos coloca a la novela en una atmósfera de realismo ingenuo y fácil que, en resumidas cuentas, no es sino una forma primitiva de la psicología. En cambio, desde nuestro punto de vista, la pasión es tanto más variada en sus efectos cuanto que es más simple y más lógica en sus principios. Una fantasía nunca tiene duración suficiente para totalizar todas las posibilidades del ser sentimental. Y precisamente no es sino una posibilidad, cuando mucho un ensayo, un ritmo jadeante. En cambio, un amor profundo es una coordinación de todas las posibilidades del ser, pues es en esencia una referencia del ser, un ideal de armonía temporal en que el presente se ocupa sin cesar en preparar el porvenir. Es a la vez una duración, un hábito y un progreso.
«Para fortalecer el corazón, es preciso aunar la moral a la pasión, es necesario hallar las razones generales para amar. Así se comprende el alcance metafísico de las tesis que van en busca de la fuerza misma de coordinación temporal, en la simpatía y la preocupación. El tiempo se prolonga y dura en nosotros porque amamos y sufrimos. Medio siglo antes de las tesis hoy célebres, Guyau ya había reconocido que la memoria y la simpatía tienen… en el fondo el mismo origen[35]». Había demostrado que el Tiempo es en esencia afectivo: «La idea de pasado y porvenir», decía hondamente, «no sólo es condición necesaria de todo sufrimiento moral; en cierto modo es su principio[36]». Llenamos nuestro tiempo como llenamos nuestro espacio mediante el simple cuidado que tomamos en nuestro porvenir y mediante el deseo de nuestra propia expansión. De ese modo, en nuestro corazón y nuestra razón, el ser corresponde al Universo y reclama la Eternidad. Como dice Roupnel en una frase que consignamos en su redacción primitiva:
Allí radica el genio de nuestra alma ávida de un espacio sin fin, hambrienta de una elucubración sin límites, sedienta do Ideal, obsesionado, por el Infinito, cuya vida es la inquietud de otro lugar perpetuo y cuya naturaleza no es sino el largo tormento de una expansión a todo el Universo.
Así, por el propio hecho de, que vivimos, por el hecho mismo de que amamos y sufrimos, nos vemos adentrados por los caminos de lo universal y de lo permanente. Si nuestro amor queda a veces sin fuerza, con frecuencia es porque somos víctimas del realismo de nuestra pasión. Vinculamos nuestro amor a nuestro nombre, cuando es la verdad general de un alma; no queremos vincular en un conjunto coherente y racional la diversidad de nuestros deseos, aunque sólo son eficaces si se completan y se relevan. Si tuviéramos la prudencia de escuchar en nosotros mismos la armonía de lo posible, reconoceríamos que los mil ritmos de los instantes aportan en nosotros realidades tan exactamente complementarias que debemos comprender el carácter finalmente racional de los dolores y de las alegrías puestas en el origen del Ser. Un sufrimiento se vincula siempre a una redención, una alegría a un esfuerzo intelectual. Todo se duplica en nosotros mismos cuando queremos tomar posesión de todas las posibilidades de la duración:
Si usted ama —dice Maeterlinck—, ese amor no es parte de su destino; lo que modificará su vida es la conciencia de sí que habrá hallado en el fondo de ese amor. Si lo han traicionado, lo que importa no es la traición; es el perdón que la traición hizo nacer en su alma y es la naturaleza, más o menos general, más o menos elevada, más o menos pensada de ese perdón lo que orientará su existencia hacia el lado apacible y más claro del destino, donde usted se verá mejor que si lo hubieran sido fieles. Pero si la traición no aumentó la simplicidad, la confianza más alta, la extensión del amor, entonces lo habrán traicionado inútilmente y podrá usted decir que no ha pasado nada[37].
Razón suficiente para la unión de los instantes. En otras palabras, en las fuerzas del mundo sólo hay un principio de continuidad: la permanencia de las condiciones racionales, de las condiciones del éxito moral y estético. Esas condiciones rigen el corazón como rigen el espíritu. Son ellas las que determinan la solidaridad de los instantes en movimiento. La duración íntima siempre es la sensatez. Lo que coordina el mundo no son las fuerzas del pasado, sino la armonía enteramente en tensión que ha de realizar el mundo. Se puede hablar de una armonía preestablecida, pero no puede ser una armonía preestablecida en las cosas; sólo hay acción mediante una armonía preestablecida en la razón. Toda la fuerza del tiempo se condensa en el instante innovador en que la vista se abre, cerca de la fuente de Siloé, bajo el toque de un divino redentor que nos da en un solo movimiento la alegría y la razón, y el modo de ser eternos mediante la verdad y la bondad.
Cómo expresar mejor que el ser sólo puede conservar del pasado lo que sirve a su progreso, lo que puede entrar en un sistema racional de simpatía y de afecto. Sólo dura lo que tiene razones para durar. La duración es así el primer fenómeno del principio de razón suficiente para la unión de los instantes. En otras palabras, en las fuerzas del mundo sólo hay un principio de continuidad: la permanencia de las condiciones racionales, de las condiciones del éxito moral y estético. Esas condiciones rigen el corazón como rigen el espíritu. Son ellas las que determinan la solidaridad de los instantes en movimiento. La duración íntima siempre es la sensatez. Lo que coordina el mundo no son las fuerzas del pasado, sino la armonía enteramente en tensión que ha de realizar el mundo. Se puede hablar de una armonía preestablecida, pero no puede ser una armonía preestablecida en las cosas; sólo hay acción mediante una armonía preestablecida en la razón. Toda la fuerza del tiempo se condensa en el instante innovador en que la vista se abre, cerca de la fuente de Siloé, bajo el toque de un divino redentor que nos da en un solo movimiento la alegría y la razón, y el modo de ser eternos mediante la verdad y la bondad.