En la tesis de Roupnel sobre el hábito queda una dificultad aparente que quisiéramos elucidar. Mediante ese esfuerzo de esclarecimiento nos veremos inducidos a definir de la manera más natural la metafísica del progreso en relación con las intuiciones de Siloé.
Esa dificultad es la siguiente: para penetrar en todo el sentido de la idea de hábito, es preciso asociar dos conceptos que a primera vista parecerían contradictorios: la repetición y el principio. Ahora bien, la objeción se desvanece si se logra ver que todo hábito particular se mantiene dependiente de ese hábito general —claro y consciente— que es la voluntad. De tal suerte, con gusto definiríamos el hábito considerado en su sentido pleno mediante esta fórmula que concilia los dos contrarios enfrentados demasiado prematuramente por la crítica: el hábito es la voluntad de empezar a repetirse a sí mismo.
Si, en efecto, comprendemos bien la teoría de Roupnel, no debemos considerar el hábito como un mecanismo desprovisto de acción renovadora. Habría contradicción entre los términos si se dijera que el hábito es una fuerza pasiva. La repetición que lo caracteriza es una repetición que construye instruyéndose.
Por lo demás, lo que rige al ser son menos las circunstancias necesarias para subsistir que las condiciones suficientes para progresar. Para suscitar el ser es necesaria una justa medida de novedad. Butler dice con razón:
La introducción de elementos ligeramente nuevos en nuestra manera de actuar nos da ciertas ventajas: lo nuevo se funde entonces con lo antiguo y ello nos ayuda a soportar la monotonía de nuestra acción. Pero si el elemento nuevo nos es demasiado ajeno, no se produce la fusión de lo antiguo con lo nuevo, pues la Naturaleza parece sentir igual horror ante toda desviación demasiado grande de nuestra práctica ordinaria que ante la ausencia de toda desviación[26].
De ese modo, el hábito se constituye en progreso. De allí la necesidad de desear el progreso para conservar al hábito su eficacia. En toda reanudación, el deseo de progreso da el verdadero valor del instante inicial que echa a andar un hábito.
La idea del eterno retorno sin duda pasó por la mente de Roupnel; pero él comprendió al punto que aquella idea fecunda y verídica no podía ser un absoluto. Renaciendo, acentuamos la vida.
¡Pues no en vano resucitamos!… ¡La repetición no está hecha en absoluto de un siempre eterno, siempre idéntico a sí mismo!… ¡Nuestros actos cerebrales y nuestros pensamientos se retoman según el rito de hábitos cada vez más adquiridos y se invisten de fidelidades físicas cada vez mayores!
Si nuestros errores agravan sus funestos contornos, precisan y empeoran sus formas y sus efectos… por su parte, nuestros actos útiles y benéficos llenan de huellas más firmes el rastro de los pasos eternos. A cada repetición, toca en suerte al acto alguna firmeza nueva y, en los resultados, poco a poco aporta la abundancia desconocida. No digamos que el acto es permanente: sin cesar se acrecienta con la precisión de sus orígenes y de sus efectos. Vivimos cada vida nueva como la obra que pasa: pero la vida lega a la vida todas sus huellas frescas. Cautivo siempre de su rigor, el acto vuelve a pasar sobre sus intenciones y sobre sus consecuencias, y al hacerlo completa lo que no acaba jamás. ¡Y las generosidades crecen en nuestras obras y se multiplican en nosotros!… En los días de los mundos pasados, ¿nos reconocería bajo los grandes soplos aquél que nos ha visto, sensual arcilla y barro doliente, arrastrar por tierra un alma primitiva?… Venimos de lejos con nuestra sangre tibia… ¡y he aquí que somos el Alma con las alas y el Pensamiento en la Tormenta!…[27] Un destino tan largo demuestra que, volviendo eternamente a los orígenes del ser, hemos hallado el valor del vuelo renovado. Antes que una doctrina del regreso eterno, la tesis roupneliana claramente es por tanto una doctrina de, la repetición eterna. Representa la continuidad del valor en la discontinuidad de las tentativas, la continuidad del ideal pese a la ruptura de los hechos. Cada vez que Bergson habla[28] de una continuidad que se prolonga (continuidad de nuestra vida interior, continuidad de un movimiento voluntario) podemos traducir diciendo que se trata de una forma discontinua que se reconstituye. Toda prolongación efectiva es una adjunción, toda identidad una semejanza. Nos reconocemos en nuestro carácter porque nos imitamos a nosotros mismos y porque nuestra personalidad es así el hábito de nuestro propio nombre. Porque nos unificamos en torno a nuestro nombre y a nuestra dignidad —la nobleza del pobre— podemos transportar al porvenir la unidad de un alma. Por lo demás, la copia que rehacemos sin cesar debe superarse, pues de otro modo el modelo se empaña y el alma, siendo tan sólo persistencia estética, se disuelve.
En cuanto a la mónada, nacer y renacer, comenzar o recomenzar, equivalen siempre a la misma acción que intentamos. Pero las ocasiones no siempre son las mismas, como no todas las repeticiones son sincrónicas ni todos los instantes son utilizados ni están vinculados por los mismos ritmos. No siendo las ocasiones sino sombras de condiciones, toda la fuerza se guarda en el seno de los instantes que hacen renacer al ser y reanudan la tarea empezada. En esas repeticiones se manifiesta una novedad que cobra forma de libertad y de ese modo, mediante la renovación del tiempo discontinuo, una novedad esencial puede constituirse en progreso en toda la acepción de la palabra.
La teoría del hábito se concilia así en Roupnel con la negación de la acción física y material del pasado. El pasado indudablemente puede persistir, pero creemos que sólo como verdad, sólo como valor racional, sólo como un conjunto de armoniosas solicitaciones hacia el progreso. El Pasado es, si se quiere, un terreno fácil de actualizar, pero sólo se actualiza en la proporción en que ha sido un éxito. El progreso se asegura entonces mediante la permanencia de las condiciones lógicas y estéticas.
Esa filosofía de la vida de un historiador se aclara mediante la aceptación de la inutilidad de la historia en sí, de la historia como suma de los hechos. Ciertamente hay fuerzas históricas que pueden revivir, pero para hacerlo deben recibir la síntesis del instante y cobrar «el vigor de los resúmenes», lo que nosotros mismos llamaríamos la dinámica de los ritmos. Como es natural, Roupnel no separa la filosofía de la historia ni la filosofía de la vida. En lo cual una vez más el presente lo domina todo; a propósito del origen de las especies, Roupnel escribe:
Los tipos que se conservan no lo son en proporción de su papel histórico, sino de su papel actual. Las formas embrionarias ya no pueden sino recordar muy lejanamente las formas específicas adaptadas a las antiguas condiciones de vida histórica. La adaptación que las ha realizado no tiene ya títulos presentes. Si usted quiere, son adaptaciones desafectadas. Son los despojos de que se apodera el raptor, pues son formas de tipos pasados al servicio de alguien más. Su interdependencia activa reemplaza su independencia abolida. Valen en la medida en que se llaman[29]…
De ese modo se vuelve a encontrar siempre la supremacía de la armonía presente sobre una armonía preestablecida que, de acuerdo con la intuición leibniziana, descargaría sobre el pasado el peso del destino.
Finalmente, las condiciones de progreso son las razones más sólidas y más coherentes para enriquecer el ser, y Roupnel resume su punto de vista en esta fórmula que tiene tanto más sentido cuanto que se incluye en la parte del libro dedicada al examen de tesis enteramente biológicas: «La asimilación avanzó en la medida misma en que avanzó la reproducción»[30]. Lo que persiste es siempre lo que se regenera.