Para conservar o, mejor dicho, para recobrar ese instante poético estabilizado, hay poetas, como Mallarmé, que violentan directamente el tiempo horizontal, que invierten la sintaxis, que detienen o desvían las consecuencias del instante poético. Las prosodias complejas ponen guijarros en el arroyo para que las ondas pulvericen las imágenes fútiles, y para que los remolinos quiebren los reflejos. Leyendo a Mallarmé, de pronto se tiene la impresión de un tiempo recurrente que viene a acabar instantes acabados. Entonces se viven tardíamente los instantes que habrían tenido que vivirse: sensación ésta tanto más extraña cuanto que no participa en ningún lamento, en ningún arrepentimiento ni en ninguna nostalgia. Simple y sencillamente está hecha de un tiempo trabajado que a veces sabe poner el eco ante la voz y la negativa ante la confesión.
Otros poetas más felices captan naturalmente el instante estabilizado. Como los chinos, Baudelaire ve la hora en el ojo de los gatos, la hora insensible en que la pasión es tan completa que desdeña realizarse: «En el fondo de sus ojos adorables veo siempre la hora claramente, siempre la misma, es una hora vasta, solemne, grande como el espacio, sin divisiones de minutos ni de segundos, una hora inmóvil que no marcan los relojes…»[41]. Para los poetas que así realizan el instante fácilmente, el poema no se desarrolla sino se trama, se teje de nudo en nudo. Su drama no se efectúa. Su mal es una flor tranquila.
En equilibrio a la medianoche, sin esperar nada del soplo de las horas, el poeta se despoja de toda vida inútil; siente la ambivalencia abstracta del ser y del no ser. En las tinieblas ve mejor su propia luz. La soledad le brinda el pensamiento solitario, un pensamiento sin desviación, un pensamiento que se eleva y se apasiona exaltándose puramente.
El tiempo vertical se eleva. A veces también se hunde. Para quien sabe leer El cuervo, medianoche nunca más suena horizontalmente. Suena en el alma bajando, bajando… Raras son las noches en que tengo el valor de bajar hasta el fondo, hasta la duodécima campanada, hasta la duodécima herida, hasta el duodécimo recuerdo… Entonces vuelvo al tiempo llano; encadeno, me re encadeno y vuelvo al lado de los vivos, vuelvo a la vida. Para vivir es preciso traicionar fantasmas…
A lo largo de ese tiempo vertical —bajando— se escalonan las peores penas, las penas sin causalidad temporal, las penas agudas que traspasan un corazón por una nada, sin languidecer jamás. A lo largo del tiempo vertical —subiendo— se consolida el consuelo sin esperanza, ese extraño consuelo autóctono y sin protector. En pocas palabras, todo aquello que nos desliga de la causa y de la recompensa, todo aquello que niega la historia íntima y el deseo mismo, todo aquello que devalúa a la vez el pasado y el porvenir está allí, en ese instante poético. ¿Se desea un estudio de un pequeño fragmento del tiempo vertical? Que se tome el instante poético del lamento sonriente, en el momento mismo en que la noche duerme y estabiliza las tinieblas, en que las horas apenas respiran y en que la soledad por sí sola es ya un remordimiento. Los polos ambivalentes del lamento sonriente casi se tocan. La menor oscilación sustituye al uno por el otro. El lamento sonriente es por tanto una de las ambivalencias más sensibles de un corazón sensible. Pues bien, con toda evidencia se desarrolla en un tiempo vertical, puesto que ninguno de los dos momentos, ni la sonrisa ni el lamento, es su antecedente. Aquí, el sentimiento es reversible o, mejor dicho, la reversibilidad del ser está aquí sentimentalizada: la sonrisa lamenta y el lamento sonríe, el lamento consuela. Ninguno de los tiempos expresados sucesivamente es causa del otro, y por lo tanto es prueba de que están mal expresados en el tiempo sucesivo, en el tiempo horizontal. Pero aun así hay del uno al otro un devenir, devenir que no se puede experimentar sino verticalmente, subiendo, con la impresión de que el lamento se aligera, de que el alma se eleva y de que el fantasma perdona. Entonces en verdad florece la desdicha. De tal suerte que un metafísico sensible encontrará en el lamento sonriente la belleza formal de la desdicha. En función de la causalidad formal comprenderá el valor de desmaterialización donde se reconoce el instante poético. Nueva prueba ésta de que la causalidad formal se desarrolla en el interior del instante, en el sentido de un tiempo vertical, mientras que la causalidad eficiente se desarrolla en la vida y en las cosas, horizontalmente, agrupando instantes de intensidades diversas.
Naturalmente, dentro de la perspectiva del instante se pueden experimentar ambivalencias de mayor alcance: «De muy niño sentí en el corazón dos sentimientos contradictorios: el horror por la vida y el éxtasis ante la vida[42]». Los instantes en que esos sentimientos se experimentan juntos inmovilizan el tiempo, pues experimentan juntos vinculados por el interés fascinante ante la vida. Llevan al ser fuera de la duración común. Y esa ambivalencia no se puede escribir en tiempos sucesivos como un vulgar balance de alegrías y de penas pasajeras. Opuestos tan vivos y tan fundamentales derivan de una metafísica inmediata. Su oscilación se vive en un solo instante, mediante éxtasis y caídas que incluso pueden oponerse a los acontecimientos: el mismo hastío de la vida llega a invadirnos en el gozo tan fatalmente como el orgullo en la desgracia. Los temperamentos cíclicos que en la duración habitual y siguiendo a la luna desarrollan estados contradictorios no ofrecen sino parodias de la ambivalencia fundamental. Sólo una psicología profunda del instante podrá darnos los esquemas necesarios para comprender el drama poético esencial.