II

Para ser más claros, formulemos nuestra tesis oponiéndola al punto a las tesis realistas.

Por lo general se dice que el hábito está inscrito en el ser. Nosotros creemos que, empleando el lenguaje de los geómetras, más valdría decir que el hábito está ex inscrito en el ser.

Antes que nada, el individuo corresponde a una simultaneidad de acciones instantáneas en la medida en que es complejo; sólo se siente él mismo en la proporción en que se reanudan esas acciones simultáneas. Tal vez nos expresemos convenientemente diciendo que un individuo considerado según la suma de sus cualidades y de su devenir corresponde a una armonía de ritmos temporales. En efecto, mediante el ritmo se comprenderá mejor esa continuidad de lo discontinuo que ahora nos es preciso establecer para vincular las cimas del ser y dibujar su unidad. El ritmo franquea el silencio, así como el ser franquea el vacío temporal que separa los instantes. El ser se continúa mediante el hábito, tanto como el tiempo dura mediante la densidad regular de los instantes sin duración. Al menos, en ese sentido interpretamos la tesis roupneliana:

Un individuo es la expresión, no de una causa constante, sino de una yuxtaposición de recuerdos incesantes fijados por la materia, cuya ligadura no es en sí sino un hábito sobrepuesto a todos los demás. El ser es ya sólo un extraño lugar de los recuerdos y casi se podría decir que la permanencia de que se cree dotado no es sino expresión del hábito en sí[23].

En el fondo, la coherencia del ser no está hecha de la inherencia de las cualidades y del devenir de la materia, es armónica y aérea. Es frágil y libre como una sinfonía. Un hábito particular es un ritmo sostenido, donde todos los actos se repiten igualando de manera bastante exacta su valor de novedad, pero sin perder nunca ese carácter dominante de ser una novedad. La dilución de lo nuevo puede ser tal que el hábito a veces puede considerarse inconsciente. Parecería que, siendo tan intensa al primer intento, la conciencia se hubiera perdido compartiéndose entre todas las reiteraciones; pero la novedad se organiza economizándose; inventa en el tiempo en vez de inventar en el espacio. La vida encuentra ya la regla formal en una regulación temporal, el órgano se construye mediante la función; y para que los órganos sean complejos basta con que las funciones sean activas y frecuentes. Todo equivale entonces a utilizar un número cada vez mayor de los instantes que ofrece el Tiempo. El átomo, que al parecer los utiliza en mayor cantidad, encuentra en ellos hábitos tan consistentes, tan durables y tan regulares que precisamente terminamos por tomar sus hábitos por propiedades. Así se consideran atributos de una sustancia características hechas de tiempo bien utilizado y de instantes bien ordenados. No es entonces sorprendente encontrar en Siloé fórmulas que parecen oscuras a quien vacila en hacer descender hasta la materia las instrucciones que recibimos del examen de nuestra vida consciente: «La obra de los tiempos concluidos está por entero vigilante en la fuerza y la inmovilidad de los elementos y se afirma dondequiera por las pruebas que llenan el silencio y componen la atención de las cosas»[24]. Pues, para nosotros como para Roupnel, son las cosas las que ponen mayor atención en el Ser, y su atención para aprehender todos los instantes del tiempo es su permanencia… La. materia es así el hábito de ser realizado de la manera más uniforme, puesto que se forma en el nivel mismo de la sucesión de los instantes.

Pero volvamos al punto de partida del hábito psicológico, puesto que allí radica el origen de nuestra instrucción. Dado que los hábitos-ritmos que constituyen tanto la vida del espíritu como la vida de la materia se desarrollan en registros múltiples y diferentes, se tiene la impresión de que, por debajo de un hábito efímero, siempre es posible encontrar un hábito más estable. Por tanto, para caracterizar a un individuo, claramente hay una jerarquía de los hábitos. Fácilmente nos veríamos tentados a postular un hábito fundamental. Éste correspondería al simple hábito de ser, el más sencillo, el más monótono, y ese hábito consagraría la unidad y la identidad del individuo; aprehendido por la conciencia, sería por ejemplo el sentimiento de la duración. Pero creemos que se deben conservar a la intuición que nos ofrece Roupnel todas sus posibilidades de interpretación. Ahora bien, no nos parece que el individuo esté definido de manera tan clara como enseña la filosofía escolar: no se debe hablar ni de la unidad ni de la identidad del yo fuera de la síntesis realizada por el instante. Los problemas de la física contemporánea incluso nos inclinan a creer que es igualmente arriesgado hablar de la unidad y de la identidad de un átomo particular. A cualquier nivel que se le aprehenda, en la materia, en la vida o en el pensamiento, el individuo es una suma bastante variable de hábitos no contados. Como no todos los hábitos que caracterizan el ser, en caso de ser conocidos, disfrutan simultáneamente de todos los instantes que podrían actualizarlos, la unidad de un ser siempre parece afectada por la contingencia. En el fondo, el individuo no es ya sino una suma de accidentes: pero, además, esa suma es de suyo accidental. Al mismo tiempo, la identidad del ser nunca está realizada con plenitud, y adolece del hecho de que la riqueza de hábitos no se ha regulado con suficiente atención. Así, la identidad global está hecha de reiteraciones más o menos exactas, de reflejos más o menos detallados. El individuo sin duda se esfuerza por copiar el hoy del ayer; y en esa copia ayuda además la dinámica de los ritmos, pero no todos ellos se hallan en el mismo punto de su evolución, por lo que de ese modo se degrada en semejanza la más sólida de las permanencias espirituales, de identidad deseada, afirmada en un carácter. La vida lleva entonces nuestra imagen de espejo en espejo; somos así reflejos de reflejos y nuestro valor está hecho del recuerdo de nuestra decisión. Mas, por firmes que seamos, nunca nos conservamos cabalmente, porque nunca estuvimos conscientes de todo nuestro ser.

Por otra parte, se puede vacilar en cuanto al sentido en que se debe leer una jerarquía. ¿Radica la verdadera fuerza en el mando o en la obediencia? Por eso resistimos finalmente a la tentación de buscar los hábitos predominantes entre los más inconscientes.

En cambio, tal vez la concepción del individuo como suma integral del ritmo pueda tener una interpretación cada vez menos sustancialista, cada vez más alejada de la materia y cada vez más próxima al pensamiento. Planteemos el problema en lenguaje musical. ¿Qué produce la armonía, qué le da verdaderamente movimiento? ¿La melodía o el acompañamiento? ¿Puede o no darse fuerza de evolución a la partitura más melodiosa? Dejemos las metáforas y digamos en una palabra: el ser es dirigido por el pensamiento. Los seres se transmiten su herencia mediante el pensamiento oscuro o luminoso, mediante lo que se ha comprendido y sobre todo mediante lo que fue querido, en la unidad y en la inocencia del acto. Todo ser individual y complejo dura así en la medida en que se constituye una conciencia, en la medida en que su voluntad se armoniza con las fuerzas subalternas y encuentran ese esquema del gasto ecónomo que constituye un hábito. Nuestras arterias tienen la edad de nuestros hábitos.

Por ese camino viene aquí un aspecto finalista a enriquecer la noción de hábito. Roupnel sólo da cabida a la finalidad rodeándose de las precauciones más minuciosas. Evidentemente, sería anormal dar al porvenir una fuerza de solicitación real, en una tesis en que se niega al pasado una fuerza real de causalidad.

Pero si de grado queremos situarnos ante la intuición primordial de Roupnel y poner con él las condiciones temporales en el mismo plano de las condiciones espaciales, cuando que la mayoría de las filosofías atribuyen al espacio un privilegio de explicación injustificado, claramente se verá que algunos problemas se presentan bajo una luz más favorable. Como ocurre con el finalismo. Y en efecto, es sorprendente que en el mundo de la materia toda dirección privilegiada sea en última instancia un privilegio de propagación. A partir de ese momento, podríamos decir en nuestra hipótesis que si un acaecimiento se propaga con mayor rapidez en determinado eje de un cristal, es porque en ese eje se utilizan más instantes que en cualquier otra dirección. Asimismo, si la vida acepta la afirmación de los instantes siguiendo una cadencia particular, crece más rápidamente en una dirección determinada; la vida se presenta como una sucesión lineal de células porque constituye el resumen de la propagación de una fuerza de generación muy homogénea. La fibra es un hábito materializado; está hecha de instantes cuidadosamente escogidos y fuertemente solidarizados mediante un ritmo. De ese modo, si nos situamos ante la enorme riqueza de posibilidades que ofrecen los instantes discontinuos ligados por hábitos, se aprecia que podremos hablar de cronotropismos correspondientes a los diversos ritmos que constituyen el ser vivo.

Así es como interpretamos en la hipótesis roupneliana la multiplicidad de las duraciones que reconoce Bergson. Desde su punto de vista, éste recurre a una metáfora cuando evoca un ritmo y cuando escribe: «No hay en la duración un ritmo único; podríamos imaginar muchos ritmos distintos que, más lentos o más rápidos, midieran el grado de tensión o de relajamiento de las conciencias y, con ello, fijaran sus sitios respectivos en la serie de los seres»[25]. Nosotros decimos exactamente lo mismo, pero lo decimos en un lenguaje directo, manifestando, según creemos, de manera directa la realidad. Y en efecto, hemos dado la realidad al instante y el grupo de instantes forma naturalmente para nosotros el ritmo temporal. No siendo el instante sino una abstracción, para Bergson habría que hacer ritmos metafóricos con los intervalos «de elasticidad desigual». La multiplicidad de duraciones se evoca con toda razón, y sin embargo no se explica mediante esa tesis de elasticidad temporal. Una vez más, corresponde a nuestra conciencia la carga de tender sobre el canevá de instantes una trama suficientemente regular para dar al mismo tiempo la impresión de la continuidad del ser y de la rapidez del devenir. Como indicaremos ulteriormente, tendiendo nuestra conciencia hacia un proyecto más o menos racional es como encontraremos en verdad la coherencia temporal básica que, para nosotros, corresponde al simple hábito de ser.

Esa repentina posibilidad de elección de los instantes creadores, esa libertad dentro de su vinculación en ritmos distintos ofrecen dos razones bastantes apropiadas para hacernos comprender la imbricación de devenires de las diversas especies vivientes. Desde hace ya mucho tiempo nos hemos asombrado ante el hecho de que las diferentes especies animales se encuentran coordinadas tanto histórica como funcionalmente. El orden de sucesión de las especies da el orden de los órganos coexistentes en un individuo determinado. La ciencia natural es a nuestro antojo una historia o una descripción: el tiempo es el esquema que moviliza, la coordinación finalista, el esquema que la describe de la manera más clara. En otras palabras, la coordinación y el finalismo en un solo ser particular son las dos recíprocas de un solo y único hecho. El orden del devenir es al punto el devenir de un orden. Aquello que se coordina en la especie se encuentra subordinado en el tiempo y viceversa. Un hábito se produce con una altura determinada y con un timbre particular. Es un haz de hábitos lo que nos permite seguir siendo dentro de la multiplicidad de nuestros atributos, dejándonos la impresión de haber sido, incluso cuando, como raíz sustancial, sólo pudiéramos encontrar en nosotros la realidad que nos entrega el instante presente. De manera análoga, por ser el hábito una perspectiva de actos, fijamos metas y fines a nuestro porvenir.

Esa invitación del hábito a ajustarse al ritmo de actos perfectamente ordenados constituye en el fondo una obligación de naturaleza casi racional y estética. Lo que nos obliga entonces a perseverar en el ser son menos determinadas fuerzas que determinadas razones. Y esa coherencia racional y estética de los ritmos superiores del pensamiento es lo que constituye la piedra angular del ser.

Su unidad ideal aporta a la filosofía con frecuencia amarga de Roupnel un poco de ese optimismo racional —mesurado y valeroso— que hace al libro inclinarse hacia los problemas morales. De esa manera nos vernos inducidos a estudiar, en un nuevo capítulo, la idea de progreso dentro de sus relaciones con la tesis del tiempo discontinuo.