A primera vista, como indicábamos antes, el problema del hábito parece insoluble a partir de la tesis temporal que acabamos de desarrollar. En electo, hemos negado la existencia real del pasado; hemos demostrado que el pasado estaba totalmente muerto cuando el nuevo instante afirmaba la realidad. Y he aquí que, de conformidad con la idea que en general nos hacemos del hábito, nos veremos obligados a restituir al hábito, legado de un pasado extinto, la fuerza que da al ser una figura estable bajo el devenir en movimiento. Por tanto es posible temer que nos hayamos adentrado en un callejón sin salida. Ya veremos cómo, siguiendo a Roupnel con confianza en ese difícil terreno, podremos encontrar nuevamente las grandes vías de las intuiciones filosóficas fecundas.
Roupnel mismo indica el carácter de su tarea: «Ahora nos es preciso investir al átomo de las realidades que hemos quitado al Espacio y al Tiempo, y sacar partido de los despojos arrancados a esos dos expoliadores del Templo»[14]. Y es que, en efecto, el ataque dirigido contra la realidad atribuida al espacio continuo no es menos viva que el ataque que liemos descrito contra la realidad atribuida a la duración, considerada como una continuidad inmediata. Para Roupnel, el átomo tiene propiedades espaciales del mismo modo y de manera tan indirecta como tiene propiedades químicas. En otras palabras, el átomo no se sustantiva tomando un trozo de espacio que de tal suerte sería el armazón de la realidad, todo lo que hace es exponerse en el espacio. El plan del átomo sólo organiza puntos separados, como su devenir organiza instantes aislados. No es el espacio ni tampoco el tiempo el que porta en verdad las fuerzas de solidaridad del ser. En otra parte no actúa sobre aquí, como tampoco antaño actúa sobre ahora.
Visto desde el exterior, el ser está doblemente bloqueado en la soledad del instante y del punto. A esa soledad física redoblada se agrega, como hemos dicho, la soledad de la conciencia cuando se trata de captar al ser por dentro. Cómo no ver en ello un reforzamiento de las intuiciones leibnizianas. Leibniz negaba la solidaridad directa y activa de los seres distribuidos en el espacio. En cambio, la armonía preestablecida suponía en el seno de cada mónada una verdadera continuidad realizada por la acción de un tiempo universal y absoluto a lo largo del cual se mostraba la perfecta concordancia de todas las mónadas. En Siloé encontramos una negación adicional, la negación de la solidaridad directa del ser presente con el ser pasado. Pero, una vez más, si esa solidaridad de los instantes del tiempo no es ni directa ni está dada; si, en otras palabras, no es la duración la que liga de manera inmediata los instantes reunidos en grupos de acuerdo con ciertos principios, es más necesario que nunca demostrar cómo una solidaridad no directa, no temporal, se manifiesta en el devenir del ser. En resumen, nos es preciso hallar un principio para reemplazar la hipótesis de la armonía preestablecida. Hacia eso se orientan, según nosotros, las tesis roupnelianas sobre el hábito.
Nuestro problema consistirá entonces en demostrar antes que nada que el hábito sigue siendo concebible aun cuando se le separe de su apoyo en un pasado postulado de manera gratuita y errónea como directamente eficaz. Luego necesitaremos demostrar que ese hábito, definido esta vez en la intuición de los instantes aislados, explica al mismo tiempo la permanencia del ser y su progreso.
Pero antes abramos un paréntesis.
Si nuestra posición es difícil, en cambio la de nuestros adversarios es de una facilidad sorprendente. Veamos por ejemplo cómo todo es simple para el pensamiento realista, para el pensamiento que lo «realiza» todo. En primer término, el ser es la sustancia, la sustancia que, por gracia de las definiciones, es al mismo tiempo soporte de las cualidades y soporte del devenir. El pasado deja una huella en la materia, por tanto pone un reflejo en el presente y por tanto siempre está materialmente vivo. Si se habla del germen, el porvenir parece preparado con la misma facilidad con que la célula cerebral guarda el recuerdo. En cuanto al hábito, inútil es explicarlo puesto que es el que lo explica todo. Baste decir que el cerebro es la reserva de los esquemas motores para comprender que el hábito es un mecanismo puesto a disposición del ser por los antiguos esfuerzos. Así, el hábito diferenciará la materia del ser, al grado de organizar la solidaridad del pasado y del porvenir. ¿Cuál es en el fondo la palabra fuerza que aclara toda esa psicología realista? Es la palabra que traduce una inscripción. En cuanto se dice que el pasado o el hábito están inscritos en la materia, todo está explicado y no hay pregunta.
Debemos ser más exigentes con nosotros mismos. Para nosotros, una inscripción no explica nada. Formulemos antes que nada nuestras objeciones contra la acción material del instante presente sobre los instantes futuros, tal como el germen sería capaz de ejercerla en la transmisión de las formas vitales. Como observa Roupnel, sin duda es conveniencia de lenguaje particularmente fácil investir el germen con todas las promesas que realizará el individuo y colocar en él el patrimonio reunido de los hábitos que realizarán para el ser sus formas y sus funciones. Pero cuando decimos que el total de esos hábitos está contenido en el germen, es preciso estar de acuerdo sobre el sentido de la expresión o, antes bien, sobre el valor de la imagen. Nada sería más peligroso que imaginar el germen como un continente cuyo contenido sería un conjunto de propiedades. Esa asociación de lo abstracto y de lo concreto es imposible, y además no explica nada[15].
Es curioso vincular con esa crítica una objeción metafísica presentada por Koyré en su análisis del pensamiento místico:
Quisiéramos insistir, sin embargo, en la concepción del germen que, oculta o expresada, se encuentra en toda doctrina organicista. La idea del germen es, en efecto, un misterio. Concentra, por decirlo así, todas las particularidades del pensamiento organicista. Es una verdadera unión de los opuestos, e incluso de lo contradictorio. Podría decirse que el germen es lo que no es. Es ya lo que aún no es, lo que tan sólo habrá de ser. Lo es puesto que, de otro modo, no podría llegar a serlo. Y no lo es porque, de otro modo, ¿cómo podría llegar a serlo? El germen es al mismo tiempo la materia que evoluciona y la fuerza que lo hace evolucionar. El germen actúa sobre sí mismo. Es una causa sai; si no la del ser, cuando menos la de su desarrollo. El entendimiento al parecer no es capaz de captar ese concepto: el ciclo orgánico de la vida necesariamente se transforma para la lógica lineal en círculo vicioso[16].
La razón de esa confusión plena de contradicciones proviene sin duda del hecho de haber reunido dos definiciones diferentes de la sustancia que al mismo tiempo debe tener el ser y el devenir, el instante real y la duración pensada, lo concreto y lo construido o, para decirlo mejor con Roupnel, lo concreto y lo abstracto.
Si en la generación de los seres vivos —cuando sin embargo es concebible un plan normativo— no se llega a comprender claramente la acción del instante presente sobre los instantes futuros, cuánto más prudente se debería ser cuando se postula la inscripción de los mil acaecimientos confusos y enredados del pasado en la materia encargada de actualizar el tiempo desaparecido.
En primer término, ¿por qué habría la célula nerviosa de registrar ciertos acaecimientos y no otros? De una manera más precisa, si no hay una acción normativa o estética, ¿cómo puede el hábito conservar una regla y una forma? En el fondo, es siempre el mismo debate. Los partidarios de la duración no se sienten culpables de multiplicar y de prolongar las acciones temporales. Quieren beneficiarse al mismo tiempo de la continuidad de la acción cada vez más cerca y de la discontinuidad de una acción que permaneciera latente y esperara a lo largo de la duración el instante propicio para renacer. Según ellos, un hábito se refuerza tanto durando como repitiéndose. Los partidarios del tiempo discontinuo más bien se sorprenden ante la novedad de los instantes fecundos que da al hábito su flexibilidad y su eficacia; quisieran explicar su función y su persistencia sobre todo mediante el ataque del hábito, así como la acometida del arco decide el sonido siguiente. El hábito sólo puede utilizar la energía si ésta se desgrana siguiendo un ritmo particular. Tal vez en ese sentido pueda interpretarse la fórmula roupneliana: «La energía es sólo una gran memoria»[17]. Y en efecto, no es utilizable sino por la memoria; ella es la memoria de un ritmo.
Para nosotros, el hábito siempre es entonces un acto restituido en su novedad; las consecuencias y el desarrollo de ese acto se entregan a hábitos subalternos, sin duda menos ricos, aunque también gasten su energía obedeciendo a actos primordiales que los dominan. Samuel Butler observaba ya que la memoria se ve afectada sobre todo por dos fuerzas de características opuestas: «La de la novedad y la de la rutina, por los incidentes o los objetos que nos son más o menos familiares»[18]. En nuestra opinión, ante esas dos fuerzas, el ser reacciona más bien de manera sintética que dialéctica, y nosotros de grado definiríamos el hábito como una asimilación rutinaria de una novedad. Mas no introduzcamos con esa noción de rutina una mecanización inferior, lo cual nos expondría a una acusación de relatividad de puntos de vista y en cuanto se lleva el examen al terreno de la rutina se da uno cuenta de que, igual que los hábitos intelectuales más activos, ésta se beneficia con el impulso dado por la novedad radical de los instantes. Examínese el juego de los hábitos jerarquizados; se verá que una aptitud sólo sigue siendo aptitud si se esfuerza por superarse, si constituye un progreso. Si el pianista no quiere tocar hoy mejor que ayer, se abandona a hábitos menos claros. Si está ausente de la obra, sus dedos pronto perderán el hábito de correr sobre el teclado. El alma es en verdad la que dirige la mano. Por tanto, es preciso captar la costumbre en su crecimiento para captarla en su esencia; de ese modo, por el incremento de su éxito es síntesis de la novedad y de la rutina, y esa síntesis es lograda por los instantes fecundos[19].
Desde ese momento se comprende que las grandes creaciones, por ejemplo la creación de un ser vivo, reclame al principio una materia en cierto modo fresca, propia para acoger la novedad con fe. Y ésa es la palabra que sale de la pluma de Butler:
En cuanto a tratar de explicar cómo la parcela más pequeña de materia pudo impregnarse de tanta fe para que se deba considerar el principio de vida, o a determinar en qué consiste esa fe, es cosa imposible, y todo lo que podemos decir es que esa fe es parte de la esencia misma de todas las cosas y no se basa en nada[20].
Lo es todo, diríamos nosotros, porque actúa en el nivel mismo de la síntesis de los instantes; pero sustancialmente no es nada, puesto que pretende trascender la realidad del instante. Una vez más, la Fe es aquí espera y novedad. Nada menos tradicional que la fe en la vida. En su embriaguez de novedad, el ser que se ofrece a la vida incluso está dispuesto a considerar el presente como una promesa del porvenir. La fuerza más grande es la ingentilidad. Y precisamente, Roupnel ha señalado el estado de recogimiento en que se encuentra el germen de donde saldrá la vida. Comprendió cuánta libertad afirmada había en un principio absoluto. El germen sin duda es un ser que en ciertos aspectos imita, que vuelve a empezar, aunque en verdad no pueda hacerlo sino en la exuberancia de un principio. Su verdadera función es principiar. «El germen no lleva consigo otra cosa que un principio de procreación celular»[21]. En otras palabras, el germen es el principio de la costumbre de vivir. Si en la propagación de una especie leemos una continuidad es porque nuestra lectura es grosera; tomamos a los individuos como testigos de la evolución cuando ellos son los actores. Con justa razón, Roupnel descarta todos los principios más o menos materialistas propuestos para asegurar una continuidad formal de los seres vivos.
Tal vez hayamos parecido razonar —dice— como si los gérmenes no constituyeran elementos discontinuos. Hemos investido al gameto con la herencia de las épocas, como si hubiera estado presente. Pero de una vez por todas declaramos que la teoría de las partículas representativas nada tiene que ver con la teoría presente. No es en absoluto necesario introducir en el gameto elementos que hubieran sido legatarios constantes del pasado y actores eternos del devenir. Para desempeñar el papel que le atribuimos, el gameto no necesita en lo mínimo de las micelas de Naegeli, de las gémulas de Darwin, de las pangenas de De Vries o del plasma germinativo de Weissmann. Se basta a sí mismo, con su sustancia actual, con su virtud actual y con su hora; vive y muere todo él como contemporáneo. Sólo recibe del ser actual la herencia que le es particular y que recoge. Ese ser lo construyó con apasionado esmero, como si las llamas de amor en que nació lo hubieran despojado de todas sus servidumbres funcionales, restablecido en su fuerza original y restituido a sus pobrezas iniciales[22].