III

Conocemos de sobra la réplica que provocaremos escribiendo esa fórmula. Se nos dirá que la nada del tiempo es precisamente el intervalo que separa los instantes en verdad marcados por acontecimientos. De ser necesario y para vencernos mejor, se nos concederá que los acontecimientos tienen nacimiento instantáneo, si es preciso que incluso son instantáneos, pero para distinguir los instantes se reclamará un intervalo con una existencia real. Se nos querrá hacer decir que ese intervalo es en verdad el tiempo, el tiempo vacío, el tiempo sin acaecimientos, el tiempo que dura, la duración que se prolonga y que se mide. Pero insistimos en afirmar que el tiempo no es nada si en él no ocurre nada, que no tiene sentido la Eternidad antes de la creación; que la nada no se mide y no podría tener tamaño.

Sin duda nuestra intuición del tiempo totalmente aritmetizado se opone a una tesis común, por tanto puede chocar con ideas comunes, pero es conveniente que nuestra intuición se juzgue en sí misma. Esa intuición puede parecer pobre, pero fuerza es reconocer que, en sus desarrollos, hasta aquí es coherente consigo misma.

Si por otra parte ofrecemos un principio que dé pie a un sucedáneo de la medida del tiempo, habremos franqueado, o eso creemos, un momento decisivo, sin duda el último en que nos aguarde la crítica.

Formulemos esa crítica de la manera más brutal posible.

En la tesis de usted, se nos dirá, no puede aceptar una medida del tiempo como tampoco su división en partes alícuotas; y sin embargo, dice como todo el mundo que la hora dura 60 minutos y que el minuto equivale a 60 segundos. Por tanto, cree usted en la duración. No puede hablar sin emplear todos los adverbios, todas las palabras que evocan lo que dura, lo que pasa, lo que se espera. En su propia discusión, se ve obligado a decir: mucho tiempo, durante, entretanto. La duración está entonces en la gramática, tanto en la morfología como en la sintaxis.

Sí, las palabras están allí antes que el pensamiento, antes que nuestro esfuerzo por renovar un pensamiento. Pero ¿no es la función del filósofo deformar lo suficiente el sentido de las palabras para obtener lo abstracto de lo concreto, para permitir al pensamiento evadirse de las cosas? ¿No debe, como el poeta, «dar un sentido más puro a las palabras de la tribu»? (Mallarmé). Y si se quiere reflexionar en el hecho de que todas las palabras que manifiestan las características temporales están implicadas en las metáforas, puesto que toman una parte de sus radicales de los aspectos espaciales, se verá que en el terreno de la polémica no estaríamos desarmados y sin duda se nos dispensará de esa acusación de círculo vicioso enteramente verbal.

Mas el problema de la medida sigue intacto y evidentemente es allí donde la crítica debe parecer decisiva; puesto que la duración se mide, es porque tiene una magnitud. Por tanto, lleva el signo evidente de su realidad.

Veamos entonces si ese signo es en verdad inmediato. Tratemos de demostrar cómo, en nuestra opinión, se debería plantear la apreciación de la duración en la intuición roupneliana.

¿Qué da al tiempo su apariencia de continuidad? Al parecer, el hecho de que, imponiendo un corte donde queramos, podemos designar un fenómeno que muestre el instante designado arbitrariamente. Así estaríamos seguros de que nuestro acto de conocimiento se entrega a una cabal libertad de examen. Dicho de otro modo, pretendemos situar nuestros actos de libertad en una línea continua puesto que en cualquier momento podemos experimentar la eficacia de nuestros actos. Estamos seguros de todo ello, pero es todo de lo que estamos seguros.

Expresaremos el mismo pensamiento en un lenguaje un tanto distinto que, por lo demás, a primera vista debe parecer sinónimo de la primera expresión. Diremos lo siguiente: podemos experimentar la eficacia de nuestros actos todas las veces que queramos.

Ahora, una objeción. ¿No supone tácitamente la primera manera de expresarnos la continuidad de nuestro ser y no es esa continuidad supuesta como por su propio peso la que transportamos a cargo de la duración? Pero ¿qué garantía tenemos entonces de la continuidad atribuida así a nosotros mismos? Bastaría que el rimo de nuestro ser deshilvanado correspondiera a un ritmo del Cosmos para que nuestro examen sea siempre satisfactorio o, más sencillamente, para probar lo arbitrario de nuestro corte bastaría que nuestra ocasión de acción íntima correspondiera a una ocasión del universo; en pocas palabras, que se afirme una coincidencia en un punto del espacio-tiempo-conciencia. Siendo así, y ése es nuestro argumento principal, todas las veces nos parece entonces, según la tesis del tiempo discontinuo, sinónimo exacto de la palabra siempre considerada en la tesis del tiempo continuo. Si se acepta permitirnos esta traducción, todo el lenguaje de lo continuo se nos transmite mediante el uso de esa clave.

Por otra parte, la vida pone a nuestra disposición una riqueza tan prodigiosa de instantes que, ante la cuenta en que los tenemos, ella parece sumamente indefinida. Nos percatamos de que podríamos gastar mucho más y de ahí la creencia de que podríamos gastar sin contar. En ello reside nuestra impresión de continuidad íntima.

En cuanto comprendemos la importancia de una concomitancia que se expresa mediante una concordancia de instantes, la interpretación del sincronismo es evidente en la hipótesis de la discontinuidad roupneliana y, una vez más, hay que establecer cierto paralelismo entre las intuiciones de Bergson y las intuiciones de Roupnel:

Dos fenómenos son sincrónicos, dirá el filósofo bergsoniano, si concuerdan siempre. Es cosa de ajustar devenires y acciones.

Dos fenómenos son sincrónicos, dirá el filósofo roupneliano, si cada vez que el primero está presente también lo está el segundo. Es cuestión de ajustar reanudaciones y actos. ¿Cuál es la fórmula más prudente?

Decir, con Bergson, que el sincronismo corresponde a dos desarrollos paralelos equivale a rebasar un poco las pruebas objetivas, a ensanchar el campo de nuestra verificación. Recusamos esa extrapolación metafísica que afirma una continuidad en sí, cuando que nunca estamos sino ante la discontinuidad de nuestra experiencia. El sincronismo entonces aparece siempre en una numeración concordante de los instantes eficaces, nunca como una medida en cierto modo geométrica de una duración continua.

Aquí sin duda se nos detendrá para hacer otra objeción: se nos dirá que, incluso admitiendo que el fenómeno en general se pueda someter a un examen sobre el esquema temporal exacto de la toma de perspectiva cinematográfica, no puede usted desconocer que, en realidad, sigue siendo posible una división del tiempo y que incluso sigue siendo deseable si se quiere seguir el desarrollo del fenómeno en todas sus sinuosidades; y se nos citará tal o cual ultracinematógrafo que describe el devenir en diezmilésimas de segundo. ¿Por qué entonces habríamos de detenernos en la división del tiempo?

La razón por la cual nuestros adversarios postulan una división sin término es que siempre sitúan su examen en el nivel de una vida general, resumida en la curva del impulso vital. Como vivimos una duración que parece continua en un examen macroscópico, para el examen de los detalles nos vemos inducidos a apreciar la duración en fracciones cada vez más pequeñas de nuestras unidades elegidas.

Pero el problema cambiaría de sentido si consideráramos la construcción real del tiempo a partir de los instantes en vez de su división aún facticia a partir de la duración. Entonces veríamos que el tiempo se multiplica de acuerdo con el esquema de las correspondencias numéricas, lejos de dividirse según el esquema de la parcelación de una continuidad.

Por lo demás, la palabra fracción es ya ambigua. Desde nuestro punto de vista, habría que evocar aquí la teoría de la fracción tal como la había resumido Couturat. Una fracción es el agrupamiento de dos números enteros, en que el denominador no divide verdaderamente al numerador. Entre los partidarios de la continuidad temporal y nosotros, la diferencia sobre ese aspecto aritmético del problema es la siguiente: nuestros adversarios parten del numerador que consideran una cantidad homogénea y continua —y sobre todo una cantidad dada de manera inmediata— para las necesidades del análisis; dividen ese «dato» entre el denominador que de ese modo se entrega a lo arbitrario del examen, arbitrariedad tanto mayor cuanto más sutil es el examen; nuestros adversarios incluso podrían temer «disolver» la duración si llevaran demasiado lejos el análisis infinitesimal.

Nosotros, en cambio, partimos del denominador que es signo de la riqueza de instantes del fenómeno, base de la comparación; se le conoce naturalmente, con la mayor sutileza. —Pretendemos, en efecto, que sería absurdo tener menos sutileza en el aparato de medida que en el fenómeno por medir—. Apoyándonos en esa base, nos preguntamos entonces cuántas veces corresponde a ese fenómeno finamente escandido una actualización del fenómeno más perezoso; los aciertos del sincronismo nos dan al fin el numerador de la fracción.

Las dos fracciones constituidas de ese modo pueden poseer el mismo valor. No se construyen de la misma manera.

Ciertamente, entendemos la tácita objeción: ¿no es preciso, para sacar cuenta de los aciertos, que un misterioso director de orquesta marque un compás fuera y por encima de los dos ritmos comparados? En otras palabras, se nos dirá, ¿no es de temer que su análisis utilice la palabra «mientras», aún no pronunciada por usted? En efecto, en la tesis roupneliana toda la dificultad estriba en evitar las palabras tomadas de la psicología habitual de la duración. Pero, una vez más, si se accede de buena gana a ejercitarse en meditar yendo del fenómeno rico en instantes al fenómeno pobre en ellos —del denominador al numerador— y no a la inversa, se aprecia que se puede pasar no sólo de las palabras que sugieren la idea de duración, lo cual no sería más que un acierto verbal, sino en fin de la idea de duración misma, lo cual demuestra que, en ese terreno en que reinaba como dueña y señora, sólo se podría utilizar como servidora.

Pero, para mayor claridad, demos un esquema de la correspondencia; luego, de acuerdo con ese esquema, hagamos las dos lecturas, la que está en lenguaje de duración y la que está en lenguaje de instantes, al mismo tiempo que en esa doble lectura permanecemos, por lo demás, dentro de la tesis roupneliana. Supongamos que el fenómeno macroscópico esté figurado por la primera línea de puntos:

1. Colocamos esos puntos sin fijarnos en el intervalo puesto que, para nosotros, no es por ello que la duración tiene un sentido, ni un esquema, puesto que para nosotros el intervalo continuo es la nada y desde luego la nada no tiene «longitud» como tampoco duración.

Supongamos que el fenómeno escandido finamente esté figurado por la segunda línea de puntos, con las mismas reservas de antes.

Comparemos los dos esquemas.

Si ahora leemos a la manera de los partidarios de la continuidad, de arriba abajo —a pesar de todo lectura roupneliana— diremos que mientras que el fenómeno se produce una vez, el fenómeno se produce tres veces. Apelaremos a una duración que domine las tres series, duración en que nuestra palabra «mientras» cobrará sentido y se esclarecerá en campos cada vez más vastos, como los del minuto, de la hora, del día…

En cambio, si leemos el sincronismo a la manera de los partidarios absolutos de lo discontinuo, de abajo arriba, diremos que una de cada tres veces corresponde a los fenómenos de apariciones numerosas (fenómenos que se acercan más al tiempo real) un fenómeno de tiempo macroscópico.

En el fondo, ambas lecturas son equivalentes, pero la primera se antoja demasiado imaginativa; la segunda está más cerca del texto primitivo.

Precisemos nuestro pensamiento mediante una metáfora. En la orquesta del Mundo hay instrumentos que callan con frecuencia, pero es falso decir que haya siempre un instrumento que toca. El Mundo está regido de acuerdo con una medida musical impuesta por la cadencia de los instantes. Si pudiéramos oír todos los instantes de la realidad, comprenderíamos que la corchea no está hecha con trozos de blanca sino que, antes bien, la blanca repite la corchea. De esa repetición nace la impresión de continuidad.

Así se comprende que la riqueza relativa en instantes nos prepara una especie de medida relativa del tiempo. Para hacer la cuenta exacta de nuestra fortuna temporal, medir en suma todo lo que se repite en nosotros mismos, sería preciso vivir en verdad todos los instantes del tiempo. Dentro de esa totalidad se obtendría el verdadero despliegue del tiempo discontinuo y en la monotonía de la repetición se encontraría la impresión de la duración vacía y, por consiguiente, pura. Basado en una comparación numérica con la totalidad de los instantes, el concepto de riqueza temporal de una vida o de un fenómeno particulares cobraría entonces un sentido absoluto, de acuerdo con la manera en que se utilice esa riqueza o, antes bien, de acuerdo con el modo en que falle su realización. Pero esa base absoluta se nos niega y debemos contentarnos con balances relativos.

He aquí entonces que se prepara una concepción de la duración-riqueza, que debe prestar los mismos servicios que la duración-extensión. Puede verse que no solamente explica los hechos sino también antes que nada las ilusiones; lo que, en términos psicológicos, es de importancia decisiva, pues la vida del espíritu es ilusión antes de ser pensamiento. Comprendemos también que nuestras ilusiones constantes, encontradas sin cesar, no son más que ilusión pura y que al meditar nuestro error nos acercamos a la verdad. La Fontaine tiene razón cuando nos habla de las ilusiones «que jamás se equivocan mintiéndonos siempre».

Entonces puede reducirse el duro rigor de las metafísicas sapientes y nosotros podemos regresar a las márgenes de Siloé, donde se reconcilian, completándose, el espíritu y el corazón. Lo que constituye el carácter afectivo de la duración, la alegría o el dolor de ser, es la proporción o la desproporción de las horas de vida utilizadas como hora de pensamiento o como hora de simpatía. La materia se olvida de ser, la vida se olvida de vivir y el corazón se olvida de amar. Durmiendo perdemos el Paraíso. Por lo demás, sigamos la perspectiva de nuestra pereza: el átomo irradia y con frecuencia existe, utiliza gran número de instantes y sin embargo no utiliza todos los instantes. La célula viva es ya más avara en sus esfuerzos y utiliza tan sólo una fracción de las posibilidades temporales que le entrega el conjunto de átomos que la constituyen. En cuanto al pensamiento, él utiliza la vida por relámpagos irregulares. ¡Tres filtraciones a través de las cuales vienen a la conciencia demasiado pocos instantes!

Entonces sentimos un sordo sufrimiento cuando vamos en busca de los instantes perdidos. Recordamos aquellas horas ricas que se marcan con mil repiques de campanas de Pascua, de aquellas campanas de resurrección cuyos golpes no se cuentan porque todos cuentan, porque cada cual tiene un eco en nuestra alma despierta. Y ese recuerdo de dicha es ya remordimiento cuando comparamos con esas horas de vida total las horas intelectualmente lentas por ser relativamente pobres, las horas muertas por estar vacías —vacías de intención, como decía Carlyle del fondo de su tristeza—, las horas hostiles interminables porque no dan nada.

Y nosotros soñamos con una hora divina que lo diera todo. No con la hora plena, sino con la hora completa. La hora en que todos los instantes del tiempo fueran utilizados por la materia, la hora en que todos los instantes realizados en la materia fueran utilizados por la vida, la hora en que todos los instantes vivos fueran sentidos, amados y pensados. Por consiguiente, la hora en que la relatividad de la conciencia fuera borrada, puesto que la conciencia estaría a la medida exacta del tiempo completo.

Finalmente, el tiempo objetivo es el tiempo máximo el que contiene todos los instantes. Está hecho del conjunto denso de los actos del Creador.

Faltaría ahora dar cuenta del carácter vectorial de la duración, indicar aquello que causa la dirección del tiempo, por qué una perspectiva de instantes desaparecidos puede llamarse pasado, por qué una perspectiva de espera puede llamarse porvenir.

Si pudimos hacer comprender el significado primordial de la intuición propuesta por Roupnel, se debe estar dispuesto a admitir que —como la duración— el pasado y el porvenir corresponden a impresiones en esencia secundarias e indirectas. Ni el pasado ni el porvenir conciernen a la esencia del ser y aún menos a la esencia primordial del tiempo. Repitámoslo, para Roupnel el tiempo es el instante, y el instante presente tiene toda la carga temporal. El pasado es tan vacío como el porvenir. El porvenir está tan muerto como el pasado. El instante no acoge en su seno ninguna duración; no impele ninguna fuerza en uno u otro sentido. No tiene dos caras, es entero y solo. Se podrá meditar cuanto se quiera en su esencia, pero no hallar en él la raíz de una dualidad suficiente y necesaria para pensar una dirección.

Por lo demás, cuando bajo la inspiración de Roupnel queremos ejercitarnos en la meditación del Instante, nos damos cuenta de que el presente no pasa, pues un instante sólo se deja para encontrar otro; la conciencia es conciencia del instante, y la conciencia del instante es la conciencia: dos fórmulas éstas tan cercanas que nos colocan en la más próxima de las reciprocidades y afirman una asimilación de la conciencia pura y de la realidad temporal. Una vez presa en una meditación solitaria, la conciencia posee la inmovilidad del instante aislado.

El tiempo puede recibir una homogeneidad pobre pero pura considerado en el aislamiento del instante. Por lo demás, esta homogeneidad del instante no prueba nada contra la anisotropía resultante de agrupamientos que permiten encontrar la individualidad de las duraciones, señaladas tan acertadamente por Bergson. En otras palabras, puesto que en el propio instante no hay nada que nos permita postular una duración, puesto que tampoco hay nada que de manera inmediata pueda dar razón de nuestra experiencia, sin embargo real, de lo que llamamos el pasado y el porvenir, nos es absolutamente necesario tratar de construir la perspectiva de instantes única que designa el pasado y el porvenir.

Ahora bien, escuchando la sinfonía de los instantes, se sienten frases que mueren, frases que caen y son arrastradas al pasado. Mas, por el propio hecho de ser una apariencia secundaria, esa huida hacia el pasado es absolutamente relativa. Un ritmo se apaga respecto de otra partitura de la sinfonía que prosigue. Decrecimiento relativo éste que se representaría de manera bastante adecuada mediante el esquema siguiente:

Del tres por cinco se constituye en dos por cinco, luego en uno por cinco y luego en el silencio de un ser que nos deja cuando alrededor el mundo continúa resonando.

Con este esquema se comprende lo que tiene a la vez de potencial y relativo aquello que, sin precisar sus lindes, llamamos la hora presente. Un ritmo que continúa inmutable es un presente con duración. Ése presente que dura está hecho de instantes múltiples que, desde un punto de vista particular, tienen la seguridad de una perfecta monotonía. Con esas monotonías se hacen los sentimientos perdurables que determinan la individualidad de un alma particular. Por lo demás, la unificación se puede establecer en medio de circunstancias sumamente diversas. Para quien sigue amando, un amor muerto es a la vez presente y pasado; es presente para el corazón fiel y pasado para el corazón infeliz. Por tanto, es sufrimiento y consuelo para el corazón que acepta al mismo tiempo el sufrimiento y el recuerdo. Lo que equivale a decir que un amor permanente, signo de un alma durable, es otra cosa que sufrimiento y felicidad, y que, trascendiendo la contradicción afectiva, un sentimiento que dura adquiere un sentimiento metafísico. Un alma amante en verdad experimenta la solidaridad de los instantes repetidos con regularidad. Recíprocamente, un ritmo uniforme de instantes es una forma a priori de la simpatía.

Un esquema opuesto al primero nos representaría un ritmo naciente y nos daría los elementos de la medida relativa de su progreso. El oído musical oye el destino de la melodía y sabe cómo acabará la frase empezada. Preoímos el porvenir del sonido como prevemos el porvenir de una trayectoria. Nos tendemos con toda la fuerza hacia el porvenir inmediato; y esa tensión constituye nuestra duración actual. Como dice Guyau, es nuestra intención la que en verdad ordena el provenir como una perspectiva cuyo centro de proyección somos nosotros. «Es preciso desear, es preciso querer, es preciso alargar la mano y andar para crear el porvenir. El porvenir no es lo que viene hacia nosotros, sino aquello hacia lo cual vamos[11]» Tanto el sentido como el alcance del porvenir están inscritos en el propio presente.

Así construimos tanto en el tiempo como en el espacio. En lo cual hay cierta persistencia metafórica que habremos de aclarar. Reconocemos entonces que el recuerdo del pasado y la previsión del porvenir se basan en hábitos. Y como el pasado es sólo un recuerdo y el porvenir sólo una previsión, afirmaremos que pasado y porvenir no son en el fondo sino hábitos. Por otra parte, esos hábitos se hallan lejos de ser inmediatos y precoces. Finalmente, las características que hacen que el Tiempo nos parezca durar, como aquéllas que hacen que se defina según las perspectivas del pasado y del porvenir, no son, a nuestro entender, propiedades de primer aspecto. El filósofo debe reconstruirlas apoyándose en la única realidad temporal dada de manera inmediata al Pensamiento sobre la realidad del Instante.

Ya veremos que en ese punto se condensan todas las dificultades de Siloé. Mas éstas pueden provenir de las ideas preconcebidas del lector. Si de buena gana se acepta sujetar con fuerza los dos extremos de la cadena que vamos a fijar, en seguida se comprenderá mejor el encadenamiento de los argumentos. Éstas son nuestras dos conclusiones, al parecer opuestas, que habremos de conciliar:

1a. La duración no tiene fuerza directa; el tiempo real sólo existe verdaderamente por el instante aislado, está por entero en lo actual, en el acto, en el presente.

2a. Sin embargo, el ser es un lugar de resonancia para los ritmos de los instantes y, como tal, podríamos decir que tiene un pasado, como se dice que un eco tiene una voz. Pero ese pasado es sólo un hábito presente y ese estado presente del pasado sigue siendo una metáfora. Y en efecto, para nosotros el hábito no se inscribe ni en una materia ni en un espacio. Sólo puede tratarse de un hábito absolutamente sonoro que, así lo creemos, sigue siendo en esencia relativo. El hábito que para nosotros es pensamiento resulta demasiado aéreo para registrarse y demasiado inmaterial para dormir en la materia. Es un juego que prosigue, una frase musical que debe repetirse porque es parte de una sinfonía en la que tiene una función. Al menos, así es como, mediante el hábito, trataremos de solidarizar el pasado y el porvenir.

Naturalmente, el ritmo es menos sólido por el lado del porvenir. Entre las dos nadas, del ayer y del mañana, no hay simetría. El porvenir es tan sólo un preludio, una frase que se sugiere y que se ensaya. Una sola frase. El Mundo no se prolonga sino por una brevísima preparación. En la sinfonía que se crea, el porvenir se asegura sólo por unas cuantas medidas.

Humanamente, la disimetría del pasado y del porvenir es radical. El pasado es en nosotros una voz que encontró eco. De ese modo damos fuerza a lo que no es sino una forma o, más aún, damos una forma única a la pluralidad de las formas. Mediante esa síntesis, el pasado cobra entonces el peso de la realidad.

Mas, por extenso que sea nuestro deseo, el porvenir es una perspectiva sin profundidad. No tiene en verdad el menor nexo sólido con la realidad. Es la razón por la cual nos decimos que está en el seno de Dios.

Tal vez todo se aclare si podemos resumir el segundo tema de la filosofía roupneliana. Queremos hablar del hábito. Roupnel lo estudia en primer lugar. Si hemos trastocado el orden de nuestro examen es porque la negación absoluta de la realidad del pasado constituye el temible postulado que se debe admitir, antes de apreciar convenientemente la dificultad que hay en asimilarlo a las ideas corrientes sobre el hábito. En pocas palabras, en el capítulo siguiente nos preguntaremos cómo se puede conciliar la psicología usual del hábito con una tesis que niega al pasado una acción directa e inmediata sobre el instante presente.

Sin embargo, antes de abordar ese capítulo, podríamos, si tal fuese nuestra meta, buscar en el campo de la ciencia contemporánea razones para fortalecer la intuición del tiempo discontinuo. Roupnel no ha dejado de establecer una comparación entre su tesis y la descripción moderna de los fenómenos de radiación en la hipótesis de los cuanta[12]. En el fondo, la contabilidad de la energía atómica se realiza empleando la aritmética más que la geometría. Esa contabilidad se expresa con frecuencias y no con duraciones, mientras el lenguaje del «cuántas veces» suplanta poco a poco al lenguaje del «cuánto tiempo».

Por otra parte, en el momento en que Roupnel escribía, no estaba en posibilidad de prever toda la extensión que habrían de cobrar las tesis de la discontinuidad temporal, tal como fueron presentadas en el Congreso del Instituto Solvay en 1927. Leyendo también los trabajos modernos sobre las estadísticas atómicas, nos damos cuenta de que se vacila en fijar el elemento fundamental de esas estadísticas. ¿Qué se debe enumerar: electrones, cuanta, grupos de energía? ¿Dónde poner la raíz de la individualidad? No es absurdo remontarse hasta una realidad temporal misma para hallar el elemento movilizado por el azar. De ese modo se puede pensar en una concepción estadística de los instantes fecundos, considerado cada cual en su aislamiento y su independencia.

También habría interesantes relaciones que establecer entre el problema de la existencia positiva del átomo y su manifestación aún instantánea. En ciertos aspectos, se interpretarían de manera bastante conveniente los fenómenos de radiación diciendo que el átomo sólo existe en el momento en que cambia. Si se agrega que ese cambio se opera bruscamente, se es proclive a admitir que toda la realidad se condensa en el instante; se debería hacer la cuenta de su energía valiéndose no de las velocidades sino de los impulsos.

En cambio, mostrando la importancia del instante en el acontecimiento se haría ver toda la debilidad de la objeción, repetida sin cesar, del carácter supuestamente real del «intervalo» que separa dos instantes. Para las concepciones estadísticas del tiempo, el intervalo entre dos instantes es sólo un intervalo de probabilidad; cuando más se alarga su nada, hay mayor probabilidad de que un instante venga a terminarlo. Es esa acentuación de probabilidad la que mide su tamaño. La duración vacía, la duración pura sólo tiene entonces una medida de probabilidad. Cuando ya no irradia, el átomo pasa a una existencia energética enteramente virtual; ya no gasta nada, la velocidad de sus electrones va no usa ninguna energía; en ese estado virtual tampoco economiza una fuerza que podría liberar tras un largo reposo. A decir verdad es tan sólo un juguete olvidado, y aún menos: tan sólo una regla de juego enteramente formal que organiza simples posibilidades. La existencia volverá al átomo con la probabilidad; en otras palabras, el átomo recibirá el don de un instante fecundo, pero lo recibirá por azar, como una novedad esencial, según las leyes del cálculo de probabilidades, porque fuerza es que tarde o temprano el Universo tenga en todas sus partes lo que corresponde de la realidad temporal, porque lo posible es una tentación que la realidad siempre acaba por aceptar.

Por lo demás, el azar obliga sin atar con una necesidad absoluta. Se comprende entonces que el tiempo que en verdad carece de acción real pueda dar la ilusión de una acción fatal. Si un átomo permaneció inactivo muchas veces mientras que los átomos vecinos irradiaron, la ocasión de actuar de ese átomo tanto tiempo dormido y aislado es cada vez más probable. El reposo aumenta la probabilidad de la acción, pero no prepara ésta en realidad. La duración no actúa «a la manera de una causa»[13], sino que actúa a la manera de una probabilidad. Una vez más, el principio de causalidad se expresa mejor en el lenguaje de la numeración de los actos que en el lenguaje de la geometría de las acciones que duran.

Pero todas esas pruebas científicas caen fuera de nuestra investigación actual. En caso de desarrollarlas, apartaríamos al lector de la meta que se persigue. Y efectivamente, no queremos emprender aquí sino una tarea de liberación mediante la intuición. Como la intuición de la continuidad nos oprime con frecuencia, no hay duda de que resulta útil interpretar las cosas con la intuición opuesta. Independientemente de lo que se piense de la fuerza de nuestras demostraciones, no es posible desconocer el interés que existe en multiplicar las intuiciones diferentes en la base de la filosofía y de la ciencia. Leyendo el libro de Roupnel, nosotros mismos nos hemos sentido impresionados por la lección de independencia intuitiva que recibíamos desarrollando una intuición difícil. Por medio de la dialéctica de las intuiciones llegaremos a valemos de las intuiciones, sin peligro de quedar deslumbrados por ellas. Considerada en su aspecto filosófico, la intuición del tiempo discontinuo ayuda al lector que, por los terrenos más variados de las ciencias físicas, quiere seguir la introducción de las tesis sobre la discontinuidad. El tiempo es lo más difícil de pensar en forma discontinua. Por consiguiente, es la meditación de esa discontinuidad temporal realizada mediante el Instante aislado la que nos abrirá los caminos más directos para una pedagogía de la discontinuidad.