II

Pero esa consagración del instante como elemento primordial del tiempo evidentemente sólo puede ser definitiva habiendo confrontado antes la noción de instante y la noción de tiempo. Desde ese momento, aunque Siloé no tenga ni rastro de pensamiento polémico, el lector no puede dejar de recordar algunas tesis bergsonianas. Puesto que en este trabajo nos hemos impuesto la tarea de confiar todos los pensamientos de un lector atento, debemos hablar de todas las objeciones que nacían de nuestros recuerdos de los temas bergsonianos. Por lo demás, oponiendo la tesis de Roupnel a la de Bergson tal vez se comprenda mejor la intuición que aquí presentamos.

Éste es entonces el plan que habremos de seguir en las páginas siguientes:

Recordaremos la esencia de la teoría de la duración y desarrollaremos lo más claramente posible ambos términos de la oposición: —La filosofía de Bergson es una filosofía de la duración—. La filosofía de Roupnel es una filosofía del instante.

Luego trataremos de indicar los esfuerzos de conciliación que personalmente hemos desplegado; pero no daremos nuestra adhesión a la doctrina intermedia que nos ha retenido un momento. Si la recordamos, es porque, a nuestro parecer, acude naturalmente al espíritu de un lector ecléctico y puede retardar su decisión.

En fin, tras un relato de nuestros propios debates, veremos que, en nuestra opinión, la posición más clara y más prudente, la que corresponde a la conciencia más directa del tiempo sigue siendo la teoría roupneliana.

Estudiemos pues, primero, la posición bergsoniana.

Según Bergson, tenemos una experiencia íntima y directa de la duración. Ésta es incluso antecedente inmediato de la conciencia. Sin duda, luego puede elaborarse, objetivarse y deformarse. Por ejemplo, entregados por entero a sus abstracciones, los físicos hacen de ella un tiempo uniforme y sin vida, sin término ni discontinuidad. Luego entregan el tiempo enteramente deshumanizado a los matemáticos. Penetrando en el campo de esos profetas de lo abstracto, el tiempo se reduce a mía simple variable algebraica, la variable por excelencia, en lo sucesivo más adecuada para el análisis de lo posible que de lo real. En efecto, la continuidad es para el matemático más bien el esquema de la posibilidad pura que el carácter de una realidad.

De ese modo, ¿qué es el instante para Bergson? Ya no es sino una ruptura artificial que ayuda al pensamiento esquemático del geómetra. En su falta de aptitud para seguir lo vital, la inteligencia inmoviliza el tiempo en un presente siempre facticio. Ese presente es una nada pura que ni siquiera logra separar realmente el pasado y el porvenir. En efecto, parecería que el pasado llevara sus fuerzas al porvenir, y también parecería que el porvenir fuera necesario para dar salida a las fuerzas del pasado y que un solo y único impulso vital solidarizara la duración. Como fragmento de la vida, la duración no debe dictar sus reglas a la vida. Entregada por entero a su contemplación del ser estático, del ser espacial, la inteligencia debe cuidarse de desconocer la realidad del devenir. Finalmente, la filosofía bergsoniana reúne indisolublemente el pasado y el porvenir. A partir de entonces, es preciso tomar el tiempo en bloque para tomarlo en su realidad. El tiempo está en la fuente misma del impulso vital. La vida puede recibir explicaciones instantáneas, pero lo que en verdad explica la vida es la duración.

Una vez recordada la intuición bergsoniana, veamos de qué lado se acumularán las dificultades en su contra.

Antes que nada, he aquí cómo reacciona la crítica bergsoniana contra la realidad del instante.

En efecto, si el instante es una falsa cesura, el pasado y el porvenir serán sumamente difíciles de distinguir, puesto que siempre se les separa de manera artificial. Entonces es necesario tomar la duración en una indestructible unidad. De ahí todas las consecuencias de la filosofía bergsoniana: en cada uno de nuestros actos, en el menor de nuestros ademanes se podría aprehender entonces el carácter acabado de lo que se esboza, el fin en el principio, el ser y tocio su devenir en el aliento del germen.

Mas admitamos que se puedan mezclar de manera definitiva el pasado y el porvenir. De acuerdo con esa hipótesis, nos parece que se presenta una dificultad para quien quiera llevar hasta sus últimas consecuencias la utilización de la intuición bergsoniana. Luego de triunfar probando la irrealidad del instante, ¿cómo hablaremos del principio de un acto? ¿Qué fuerza sobrenatural, situada fuera de la duración, gozará entonces del favor de marcar con una señal decisiva una hora fecunda que, para durar, a pesar de todo debe empezar? ¡Qué oscura debe de permanecer, en una filosofía opuesta que niega el valor de lo instantáneo, esa doctrina de los principios cuya importancia veremos en la filosofía roupneliana! Sin duda, de tomar la vida por en medio, en su crecimiento y en su ascenso, se tiene cabal ocasión de mostrar, con Bergson, que las palabras antes y después sólo poseen un sentido de referencia, porque entre el pasado y el porvenir se sigue una evolución que, en su éxito general, parece continua. Pero si nos trasladamos al terreno de los cambios bruscos, en que el acto creado se inscribe abruptamente, ¿cómo no comprender que una nueva era se abre siempre mediante un absoluto? Pues bien, en la medida en que es decisiva, toda evolución está marcada por instantes creadores.

¿Dónde encontraremos ese conocimiento del instante creador con mayor seguridad que en el surgimiento de nuestra conciencia? ¿No es allí donde es más activo el impulso vital? ¿Por qué tratar de volver a cierta fuerza sorda y oculta, que más o menos ha perdido su propio impulso, que no lo ha acabado, que ni siquiera lo ha continuado, cuando ante nuestros ojos y en el presente activo se desarrollan los mil accidentes de nuestra propia cultura, las mil tentativas de renovarnos y de crearnos? Volvamos pues al punto de partida idealista, aceptemos tomar como campo de experiencia nuestro propio espíritu en su esfuerzo de conocimiento. El conocimiento es una obra temporal por excelencia. Tratemos entonces de desligar nuestro espíritu de los lazos de la carne, de las prisiones materiales. En cuanto lo liberamos y en la proporción en que lo liberamos, nos damos cuenta de que recibe mil incidentes, de que la línea de su sueño se quiebra en mil segmentos suspendidos de mil cimas. En su obra de conocimiento, el espíritu se presenta como una fila de instantes separados con claridad. Escribiendo su historia, artificialmente como todo historiador, el psicólogo pone en ellos el vínculo de la duración. En el fondo de nosotros mismos, donde la gratuidad posee un sentido tan claro, no captamos la causalidad que daría fuerza a la duración, y es un problema docto e indirecto buscar causas en un espíritu en que sólo nacen ideas.

En resumen, piénsese lo que se piense de la duración en sí, aprehendida en la intuición bergsoniana cuya revisión no pretendemos haber hecho en unas cuantas páginas, junto a la duración al menos es necesario conceder al instante una realidad decisiva.

Por lo demás, ya habrá ocasión de retomar el debate contra la teoría de una duración considerada como antecedente inmediato de la conciencia. Para lo cual, valiéndonos de las intuiciones de Roupnel, mostraremos cómo con instantes sin duración se puede construir la duración, lo que en esta ocasión constituirá la prueba, creemos que de una manera enteramente positiva, del carácter metafísico primordial del instante y, en consecuencia, del carácter indirecto y mediato de la duración.

Mas tenemos prisa por volver a una exposición positiva. De tal suerte, el método bergsoniano nos autoriza a usar en lo sucesivo el examen psicológico. Fuerza es concluir entonces con Roupnel:

La idea que tenemos del presente es de una plenitud y de una evidencia positiva singulares. En él nos encontramos a nosotros mismos con nuestra personalidad completa. Sólo allí, por él y en él, tenemos la sensación de existir.

Y hay identidad absoluta entre el sentimiento del presente y el sentimiento de la vida[5].

Por consiguiente, desde el punto de vista de la vida misma, será preciso tratar de comprender el pasado mediante el presente, lejos de esforzarse sin cesar por explicar el presente mediante el pasado. Sin duda, luego habrá de esclarecerse la sensación de la duración. Entretanto, tomémosla como un hecho: la duración es una sensación como las otras, tan compleja como las otras. Y no tengamos empacho en subrayar su carácter al parecer contradictorio: la duración está hecha de instantes sin duración, como la recta de puntos sin dimensión. En el fondo, para contradecirse es necesario que las entidades actúen en la misma zona del ser. Si dejamos establecido que la duración es un elemento relativo y secundario, más o menos facticio siempre, como la ilusión que de ella tenemos, ¿contradiríamos así nuestra experiencia inmediata del instante? Todas esas reservas se exponen aquí para que no se nos acuse de círculo vicioso formal cuando tomamos las palabras en su sentido vago, sin apegarnos a su sentido técnico. Una vez tomadas esas precauciones, podemos decir con Roupnel:

Nuestros actos de atención son episodios sensacionales extraídos de esa continuidad llamada duración. Pero la trama continua, en que nuestro espíritu borda dibujos discontinuos de actos, no es sino la construcción laboriosa y facticia de nuestro espíritu. Nada nos autoriza a afirmar la duración. Todo en nosotros contradice su sentido y estropea su lógica. Por lo demás, nuestro instinto está mejor informado al respecto que nuestra razón. El sentimiento que tenemos del pasado es el de una negación y de una destrucción. El crédito que nuestro espíritu concede a una supuesta duración que ya no existiría y donde él no existiría es un crédito sin fondos[6]

De paso hay que señalar el lugar del acto de atención en la experiencia del instante. Y es que, en efecto, verdaderamente sólo hay evidencia en la voluntad, en la conciencia que se tensa hasta decidir un acto.

La acción desarrollada tras el acto entra ya en el reino de las consecuencias lógicas o físicamente pasivas. Lo cual es un matiz importante que distingue la filosofía de Roupnel y la de Bergson: La filosofía bergsoniana es una filosofía de la acción; la filosofía roupneliana es una filosofía del acto. Para Bergson, una acción siempre es un desarrollo continuo que, entre la decisión y la finalidad —una y otra más o menos esquemáticas—, sitúa una duración siempre original y real. Para un seguidor de Roupnel, un acto es ante todo una decisión instantánea y esa decisión es la que lleva toda la carga de la originalidad. Hablando en un sentido más físico, el hecho de que, en mecánica, el impulso se presente siempre como la composición de dos órdenes infinitesimales distintos nos conduce a estrechar hasta su límite puntiforme el instante que decide y que sacude. Por ejemplo, una percusión se explica por una fuerza infinitamente grande que se desarrolla en un tiempo infinitamente breve. Por lo demás, sería posible analizar el desarrollo consecutivo a una decisión en los propios términos de decisiones subalternas. Se vería que un movimiento variado —el único que, con toda razón, Bergson considera real— continúa siguiendo los mismos principios que lo hacen empezar. Sólo que la observación de las discontinuidades del desarrollo es cada vez más difícil a medida que la acción que sigue al acto se confía a automatismos orgánicos menos conscientes. Por eso, para sentir el instante, nos es preciso volver a los actos claros de la conciencia.

Cuando lleguemos a las últimas páginas de este ensayo, para comprender las relaciones del tiempo y del progreso nos será necesario insistir en esa concepción actual y activa de la experiencia del instante. Entonces veremos que la vida no se puede comprender en una contemplación pasiva; comprenderla es más que vivirla, es verdaderamente propulsarla. No corre por una pendiente, en el eje de un tiempo objetivo que la recibiría como un canal. Es una forma impuesta a la fila de instantes del tiempo, pero siempre encuentra su realidad primordial en un instante. Desde ese momento, si la llevamos al centro de la evidencia psicológica, al punto en que la sensación ya no es sino el reflejo o la respuesta siempre compleja del acto voluntario siempre simple, cuando la atención condensada estrecha la vida en un solo elemento, en un elemento aislado, nos damos cuenta de que el instante es el rasgo verdaderamente específico del tiempo. Cuanto más hondo penetre más mengua nuestra meditación del tiempo. Sólo la pereza es duradera, el acto es instantáneo. ¿Cómo no decir entonces que, recíprocamente, lo instantáneo es acto? Tómese una idea pobre, estréchesele en un instante e iluminará el espíritu. En cambio, el reposo del ser es ya la nada.

¿Cómo no ver entonces que, mediante un singular encuentro verbal, la naturaleza del acto es ser actual? ¿Y cómo no ver luego que la vida es lo discontinuo de los actos? Ésa es la intuición que Roupnel nos presenta en términos particularmente claros:

Se ha llegado a decir que la duración era la vida. Sin duda; pero cuando menos es preciso situar la vida dentro del marco de lo discontinuo que la contiene y en la forma acometedora que la manifiesta. Ya no es esa luida continuidad de fenómenos orgánicos que corrían unos en otros confundiéndose en la unidad funcional. Como extraño lugar de recuerdos materiales, el ser no es de suyo sino un hábito. Lo que el ser puede tener de permanente es la expresión, no de una causa inmóvil y constante, sino de una yuxtaposición de resultados fugaces e incesantes, cada uno de los cuales tiene su base solitaria y cuya ligadura, que es sólo un hábito, compone a un individuo[7].

Sin duda, escribiendo la epopeya de la evolución, Bergson tenía que olvidarse de los accidentes. Como historiador minucioso, Roupnel no podía desconocer que cada acción, por simple que sea, rompe necesariamente la continuidad del devenir vital. Si se considera la historia de la vida en detalle, se ve que es una historia como las demás, llena de repeticiones, llena de anacronismos, llena de esbozos, de fracasos y de reanudaciones. Entre los accidentes, Bergson sólo ha tomado en cuenta los actos revolucionarios en que se escindía el impulso vital, en que se dividía el árbol genealógico en ramas divergentes. Para pintar ese fresco no necesitaba dibujar los detalles. Vale decir que no necesitaba dibujar los objetos. Por tanto, tenía que llegar a ese lienzo impresionista que es el libro de la Evolution créatice. Esa intuición ilustrada es la imagen de un alma más que el retrato de las cosas.

Pero el filósofo que quiere describir átomo por átomo, célula por célula, pensamiento por pensamiento, la historia de las cosas, de los seres vivos y del espíritu, ha de poder desligar los hechos unos de otros, porque los hechos son hechos, porque hechos son actos, porque si no se acaban o si se acaban mal, unos actos al menos deben por necesidad absoluta empezar en el absoluto del nacimiento. Por eso es preciso describir la historia eficaz con principios; de acuerdo con Roupnel, es preciso hacer una doctrina del accidente como principio.

En una evolución verdaderamente creadora no hay sino una ley general, y es que un accidente está en el origen de toda tentativa de evolución.

Así, en esas consecuencias relativas a la evolución de la vida, como en su primera forma intuitiva, vemos que la intuición temporal de Roupnel es exactamente lo contrario de la intuición bergsoniana. Antes de avanzar más lejos, resumamos mediante un doble esquema la oposición de ambas doctrinas.

Para Bergson, la verdadera realidad del tiempo es su duración; el instante es sólo una abstracción, sin ninguna realidad. Está impuesto desde el exterior por la inteligencia que sólo comprende el devenir identificando estados móviles. Por tanto, representaríamos adecuadamente el tiempo bergsoniano mediante una recta negra, en que, para simbolizar el instante como una nada, como un vacío ficticio, pusiéramos un punto blanco.

Para Roupnel, la verdadera realidad del tiempo es el instante; la duración es sólo una construcción, sin ninguna realidad absoluta. Está hecha desde el exterior, por la memoria, fuerza de imaginación por excelencia, que quiere soñar y revivir, pero no comprender. Por tanto, representaríamos adecuadamente el tiempo roupneliano mediante una recta blanca, toda ella de fuerza, de posibilidad, en que, de pronto, como un accidente imprevisible, fuera a inscribirse un punto negro, símbolo de una opaca realidad.

Por lo demás, es preciso señalar que esa disposición lineal de los instantes sigue siendo, tanto para Roupnel como para Bergson, un artificio de la imaginación. Bergson ve en esa duración desplegada en el espacio un medio indirecto de medir el tiempo. Pero la longitud de un tiempo no representa el valor de una duración y habría que remontarse desde el tiempo extensible hasta la duración intensiva. Donde, una vez más, la tesis discontinua se adapta sin dificultad: se analiza la intensidad mediante el número de instantes en que la voluntad se esclarece y se tensa, tan fácilmente como el enriquecimiento gradual y fluido del yo[8].

Abramos ahora un paréntesis antes de precisar más el punto de vista de Siloé.

Líneas arriba decíamos que, entre las dos intuiciones anteriores, personalmente habíamos vacilado largo tiempo, buscando incluso por los caminos de la conciliación reunir bajo un mismo esquema las ventajas de ambas doctrinas. Al final, no hallamos satisfacción en ese ideal ecléctico. Sin embargo, puesto que nos impusimos como tarea estudiar en nosotros mismos las reacciones intuitivas inspiradas en las intuiciones maestras, debemos al lector la revelación detallada de nuestro fracaso.

En primer lugar habríamos querido dar al instante una dimensión, hacer de él una especie de átomo temporal que conservara en sí cierta duración. Nos decíamos que un acaecimiento aislado debía tener una breve historia lógica referente a sí mismo, en el absoluto de su evolución interna. Comprendíamos bien que su comienzo podía vincularse a un accidente de origen externo; pero para brillar, y luego declinar y morir pedíamos que, por aislado que estuviera, se diera al ser su participación en el tiempo. Aceptábamos que el ideal de la vida fuera la vida ardiente de lo efímero, pero de la aurora al vuelo nupcial reclamábamos para lo efímero su tesoro de vida íntima. Queríamos por tanto que la duración fuera una riqueza profunda e inmediata del ser. Ésa fue nuestra primera posición por lo que toca al instante que entonces hubiera sido un pequeño fragmento de la continuidad bergsoniana.

Esto es lo que tomábamos en seguida del tiempo roupneliano. Imaginábamos que los átomos temporales no pudieran tocarse o, antes bien, que no pudieran fundirse uno en otro. Lo que detendría siempre esa fusión era la imprescriptible novedad de los instantes, cuya doctrina del accidente abrevada en Siloé nos había convencido. En una doctrina de la sustancia, que por lo demás no está lejos de ser tautológica, sin dificultad se llevarán de uno a otro instante las cualidades y los recuerdos; nunca se hará que lo permanente explique el devenir. Si por tanto la novedad es esencial para el devenir, se tiene todo por ganar poniendo esa novedad en la cuenta del propio Tiempo: lo nuevo en un tiempo uniforme no es el ser, sino el instante que, renovándose, transporta el ser a la libertad o a la suerte inicial del devenir. Además, con su ataque, el instante se impone de una vez por todas, por entero; es el factor de la síntesis del ser. Según esa teoría, el instante por necesidad reserva entonces su individualidad. En cuanto al problema de saber si los átomos temporales se tocaban o estaban separados por la nada, el hecho nos parecía secundario, antes bien, en cuanto aceptábamos la constitución de los átomos temporales, nos veíamos inducidos a pensarlos aisladamente y, para la claridad metafísica de la intuición, nos dábamos cuenta de que era necesario un vacío —aunque en verdad exista o no— a fin de imaginar correctamente el átomo temporal. Por eso nos parecía ventajoso condensar el tiempo en torno a núcleos de acción en que el ser se encontraba en parte, tomando al mismo tiempo del misterio de la Siloé lo que se precisa de invención y de energía para ser y progresar.

Finalmente, comparando ambas doctrinas llegábamos entonces a un bergsonismo parcelado, a un impulso vital que se quebraba en impulsiones, a un pluralismo temporal que, aceptando duraciones diversas, tiempos individuales, nos parecía presentar medios de análisis tan flexibles como ricos.

Pero es muy raro que las intuiciones metafísicas construidas con un ideal ecléctico tengan fuerza duradera. Antes que nada, una intuición fecunda debe dar pruebas de su unidad. No tardamos en comprender que, mediante nuestra conciliación, habíamos reunido las dificultades de las dos doctrinas. Había que escoger, no al término de nuestros desarrollos, sino en la base misma de las intuiciones.

Vamos pues a hablar ahora de cómo llegamos a la atomización del tiempo en que nos habíamos detenido, hasta la aritmetización temporal absoluta tal como Roupnel la afirma sin desmayo.

Primeramente, lo que nos había seducido, lo que nos había empujado al callejón sin salida donde acabábamos de tropezar era una falsa concepción del orden de las entidades metafísicas: conservando el contacto con la tesis bergsoniana, queríamos poner la duración en el espacio mismo del tiempo. Sin discutir, tomábamos esa duración como la única cualidad del tiempo, como sinónimo del tiempo. Reconozcámoslo: no es más que un postulado. No debemos juzgar su valor sino en función de la claridad y de la envergadura de la construcción que favorece ese postulado. Pero aún tenemos el derecho a priori de partir de un postulado distinto y de probar una nueva construcción en que la duración se deduzca en vez de postularse.

Pero esa consideración a priori naturalmente no habría bastado para llevarnos de nuevo a la intuición de Roupnel. En efecto, a favor de la concepción de la duración bergsoniana estaban todavía todas las pruebas que Bergson ha reunido sobre la objetividad de la duración. Sin duda, Bergson nos pedía sentir la duración en nosotros, en una experiencia íntima y personal. Pero no se limitaba a eso. Nos mostraba de manera objetiva que éramos solidarios de un solo impulso, que a todos nos arrastraba a un mismo raudal. Si nuestro hastío o nuestra impaciencia alargaba la hora, si la alegría acortaba el día, la vida impersonal, la vida de los demás nos hacía volver a la justa apreciación de la Duración. Bastaba ponernos ante una experiencia simple: un terrón de azúcar que se disuelve en un vaso de agua, para comprender que a nuestro sentimiento de la duración correspondía una duración objetiva y absoluta. Con ello, el bergsonismo pretendía entonces alcanzar el campo de la medida, conservando al mismo tiempo la evidencia de la intuición íntima. Teníamos en nuestra alma una comunicación inmediata con la cualidad temporal del ser, con la esencia de su devenir; mas, por indirectos que sean nuestros medios de estudiarlo, el reino de la cantidad del tiempo era la reserva de la objetividad del devenir. Así, todo parecía proteger la primitividad de la Duración: la evidencia intuitiva y las pruebas discursivas.

Ahora veamos cómo se alteró nuestra propia confianza en la tesis bergsoniana.

Fuimos sacados de nuestros sueños dogmáticos por la crítica einsteniana de la duración objetiva.

Muy rápidamente nos pareció evidente que esa crítica destruye lo absoluto de lo que dura, al tiempo que, como hemos de ver, conserva lo absoluto de lo que es, en otras palabras, lo absoluto del instante.

Lo que el pensamiento de Einstein afecta con la relatividad es el lapso de tiempo, es la «longitud» del tiempo. Longitud ésta que se muestra relativa a su método de medición. Se nos cuenta que, haciendo un viaje de ida y vuelta por el espacio a una velocidad lo suficientemente grande, de regreso a la Tierra la encontraríamos envejecida unos siglos cuando nuestro propio reloj llevado durante el recorrido habría marcado sólo unas horas. Mucho menos largo sería el viaje necesario para ajustar a nuestra impaciencia el tiempo que Bergson postula como fijo y necesario para disolver el terrón de azúcar en el vaso de agua.

Por otra parte, es preciso señalar que no se trata de vanos juegos de cálculo. En lo sucesivo, la relatividad del lapso de tiempo para sistemas en movimiento es un dato científico. Si a ese respecto se pensara tener derecho a recusar la lección de la ciencia, se necesitaría permitirnos dudar de la intervención de las condiciones físicas en la experiencia de la disolución del azúcar y de la interferencia efectiva del tiempo con las variables experimentales. Por ejemplo, ¿está todo el mundo de acuerdo en que esa experiencia de disolución pone en juego la temperatura? Pues bien, para la ciencia moderna igualmente hace intervenir la relatividad del tiempo. No se toma la ciencia sólo en parte, es preciso tomarla por entero.

Así, con la Relatividad, de pronto quedó estropeado todo lo que se vinculaba a las pruebas externas de una Duración única, principio claro de ordenación de los elementos. El Metafísico debía replegarse hacia su tiempo local, encerrarse en su propia duración íntima. Al menos de manera inmediata, el mundo no ofrecía garantía de convergencia para nuestras duraciones individuales, vividas en la intimidad de la conciencia.

Pero, ahora, he aquí lo que merece observarse: en la doctrina de Einstein, el instante bien precisado sigue siendo un absoluto. Para darle ese valor de absoluto, basta considerar el instante en su estado sintético, como un punto del espacio-tiempo. En otras palabras, hay que considerar al ser como una síntesis apoyada a la vez en el espacio y en el tiempo. Está en el punto en que concurren el lugar y el presente: hic et nunc; no aquí y mañana, ni tampoco allá y ahora. En estas dos últimas fórmulas, el instante se dilataría en el eje de las duraciones o en el eje del espacio; escapando por un lado a una síntesis precisa, esas fórmulas darían pábulo a un estudio enteramente relativo de la duración y del espacio. Pero en cuanto se acepta soldar y fundir los dos adverbios, he aquí que el verbo ser recibe al fin su poder de absoluto.

En este mismo lugar y en este mismo momento, ahí es clara, evidente y precisa la simultaneidad; ahí se ordena la sucesión sin desmayo y sin oscuridad. La doctrina ele Einstein nos niega la pretensión de considerar clara en sí la simultaneidad de dos acaecimientos localizados en puntos diferentes del espacio. Para establecer esa simultaneidad sería preciso una experiencia en que pudiéramos basarnos sobre el éter fijo. El fracaso de Michelson nos prohíbe la esperanza de realizar esa experiencia. Por tanto, es necesario poder definir indirectamente la simultaneidad en lugares diversos y, por consecuencia, hay que ajustar la medida de la duración que separa instantes diferentes a esa definición aún relativa de la simultaneidad. No hay concomitancia segura que no vaya acompañada de una coincidencia.

Así, volvemos de nuestra incursión por el campo del fenómeno con la certeza de que la duración sólo se aglomera, de manera facticia, en una atmósfera de convenciones y de definiciones previas, y que su unidad sólo procede de la generalidad y de la pereza de nuestro examen. En cambio, el instante se muestra capaz de precisión y de objetividad, y nosotros sentimos en él la marca de la fijeza y de lo absoluto.

¿Vamos ahora a hacer del instante el centro de condensación en torno al cual plantearíamos una duración evanescente, lo que se necesita exactamente de continuidad para hacer un átomo de tiempo aislado en relieve sobre la nada y dar en profundidad a la Nada sus dos figuras engañosas según que miremos hacia el pasado o que nos volvamos hacia el porvenir?

Ésa fue nuestra última tentativa, antes de adoptar al fin, sin compromiso alguno, el punto de vista claramente marcado de Roupnel.

Hablemos entonces de la razón que ha puesto término a nuestra conversación.

Cuando todavía teníamos fe en la duración bergsoniana y para estudiarla nos esforzábamos por depurar y por consiguiente por empobrecer el antecedente, nuestros esfuerzos siempre encontraban el mismo obstáculo: nunca lográbamos vencer el carácter de pródiga heterogeneidad de la duración. Como es natural, sólo acusábamos a nuestra incapacidad de meditar, de desligamos de lo accidental y de la novedad que nos asaltaba. Nunca lográbamos perdernos lo suficiente para volver a encontrarnos, nunca llegábamos a tocar y a seguir esa corriente uniforme en que la duración desarrollaría una historia sin historias, una incidencia sin incidentes. Nosotros habríamos querido un devenir que fuera un vuelo en un cielo límpido, un vuelo que no desplazara nada, al que no se opusiera el menor obstáculo, el impulso en el vacío; en pocas palabras, el devenir en su pureza y en su simplicidad, el devenir en su soledad. ¡Cuántas veces buscamos en el devenir elementos tan claros y tan coherentes como los que Spinoza observaba en la meditación del ser!

Pero en nuestra impotencia por encontrar en nosotros mismos esas grandes líneas lisas, esos grandes rasgos simples mediante los cuales el impulso vital debe dibujar el devenir, de manera enteramente natural nos veíamos inducidos a buscar la homogeneidad de la duración limitándonos a fragmentos cada vez menos extensos. Pero siempre era el mismo fracaso: ¡la duración no se limitaba a durar sino que vivía! Por pequeño que fuera el fragmento considerado, bastaba un examen microscópico para leer en él una multiplicidad de acaecimientos; siempre bordados, nunca la tela; siempre sombras y reflejos en el espejo móvil del río, nunca la comente límpida. Como la sustancia, la duración no nos envía sino fantasmas. Duración y sustancia incluso representan, una respecto a otra, en una desesperante reciprocidad, la fábula del burlador burlado: el devenir es el fenómeno de la sustancia, la sustancia es el fenómeno del devenir.

¿Por qué entonces no aceptar, como más prudente en lo metafísico, igualar el tiempo al accidente, lo que equivale a igualar el tiempo a su fenómeno? El tiempo sólo se observa por los instantes; la duración —ya veremos cómo— sólo se siente por los instantes. Es un polvo de instantes, mejor aún, un grupo de puntos en que un fenómeno de perspectiva solidariza de manera más o menos estrecha[9].

Pues claramente se siente que ahora es preciso bajar hasta los puntos temporales sin ninguna dimensión individual. La línea que reúne los puntos y esquematiza la duración es sólo una función panorámica y retrospectiva, cuyo carácter subjetivo e indirecto demostraremos a continuación.

Sin querer desarrollar largamente pruebas psicológicas, indiquemos tan sólo aquí el carácter psicológico del problema. Démonos cuenta entonces de que la experiencia inmediata del tiempo no es la experiencia tan fugaz, tan difícil y tan docta de la duración, sino antes bien la experiencia despreocupada del instante, aprehendido siempre en su inmovilidad. Todo lo que es simple, todo lo que en nosotros es fuerte, todo lo que es incluso durable, es el don de un instante.

Para luchar al punto en el terreno más difícil, subrayemos por ejemplo que el recuerdo de la duración está entre los recuerdos menos durables. Se recuerda haber sido, pero no se recuerda haber durado. El alejamiento en el tiempo deforma la perspectiva de la longitud, pues la duración siempre depende de un punto de vista. Por lo demás, ¿qué es el recuerdo puro de la filosofía bergsoniana sino una imagen considerada en su aislamiento? Si en una obra más larga tuviéramos tiempo de estudiar el problema de la localización temporal de los recuerdos, no nos sería difícil demostrar hasta qué grado se sitúan mal, hasta dónde encuentran artificialmente un orden en nuestra historia íntima. El libro entero de Halbwachs sobre «los marcos sociales de la memoria» nos probaría que nuestra meditación no dispone en absoluto de una trama psicológica sólida, esqueleto de la duración muerta, donde pudiéramos natural, psicológicamente y en la soledad de nuestra propia conciencia fijar el lugar del recuerdo evocado. En el fondo, nos es preciso aprender una y otra vez nuestra propia cronología y, para este estudio, recurrimos a los cuadros sinópticos, verdaderos resúmenes de las coincidencias más accidentales. Y así es como en los corazones más humildes viene a inscribirse la historia de los reyes. Mal sabríamos nuestra propia historia o cuando menos nuestra propia historia estaría llena de anacronismos, si estuviéramos menos atentos a la historia contemporánea. Mediante la elección tan insignificante de un presidente de la República localizamos con rapidez y precisión tal o cual recuerdo íntimo: ¿no es prueba de que no hemos conservado el menor rastro de las duraciones muertas? Guardiana del tiempo, la memoria sólo guarda el instante; no conserva nada, absolutamente nada de nuestra sensación complicada y ficticia que es la duración.

La psicología de la voluntad y de la atención —voluntad ésta de la inteligencia— nos prepara también para admitir como hipótesis de trabajo la concepción roupneliana del instante sin duración. En esa psicología, es ya muy seguro que la duración sólo podría intervenir de manera indirecta; fácilmente se ve que no es condición primordial: con la duración tal vez se pueda medir la espera, pero no la atención misma que recibe su valor de intensidad en un solo instante.

El problema de la atención se nos presentó naturalmente en el nivel mismo de las meditaciones que llevamos adelante sobre la duración. En efecto, ya que personalmente no podíamos fijar por mucho tiempo nuestra atención en esa nada ideal que representa el yo desnudo, debíamos vernos tentados a romper la duración en el ritmo de nuestros actos de atención. Y una vez más, allí, ante el mínimo de imprevisto, tratando de encontrar el reino de la intimidad pura y desnuda, de pronto nos dábamos cuenta de que esa atención para nosotros mismos ofrecía por su propio funcionamiento esas deliciosas y frágiles novedades de un pensamiento sin historia, de un pensamiento sin pensamientos. Estrechado por entero contra el cogito cartesiano, ese pensamiento no dura. Sólo obtiene su evidencia de su carácter instantáneo, sólo toma conciencia clara de sí mismo porque es vacío y solitario. Entonces aguarda el ataque del mundo en una duración que no es sino la nada del pensamiento y por consiguiente una nada afectiva. El mundo le da un conocimiento, y una vez más, en un instante fecundo, la conciencia se enriquecerá con un conocimiento objetivo.

Por otra parte, puesto que la atención siente la necesidad y tiene la facultad de recobrarse, por esencia, está del todo en sus recuperaciones. La atención es también una serie de comienzos, está hecha de los renacimientos del espíritu que vuelve a la conciencia cuando el tiempo marca instantes. Además, si lleváramos nuestro examen a ese estrecho campo en que la atención es decisión, veríamos cuánto tiene de fulgurante una voluntad donde vienen a converger la evidencia de los motivos y la alegría del acto. Entonces podríamos hablar de condiciones propiamente instantáneas. Condiciones éstas rigurosamente preliminares o, mejor aún, pre iniciales, por ser antecedentes de lo que los geómetras llaman las condiciones iniciales del movimiento. Y por ello son metafísica y no abstractamente instantáneas. Contemplando el gato al acecho, verá usted el instante del mal inscribirse en la realidad, mientras que un bergsoniano pasa de allí a considerar la trayectoria del mal, por ajustado que sea el examen que haga de la duración. Sin duda, el salto desarrolla al iniciarse una duración acorde con las leyes físicas y fisiológicas, leyes que rigen conjuntos complejos. Pero antes ha habido el complicado proceso del impulso, el instante simple y criminal de la decisión.

Además, si enfocamos esa atención en el espectáculo que nos rodea, si en vez de ser atención para el pensamiento íntimo la consideramos como atención para la vida, al punto nos damos cuenta de que nace de una coincidencia. La coincidencia es el mínimo de novedad necesaria para lijar nuestro espíritu. No podríamos poner atención en un proceso de desarrollo en que la duración fuera el único principio de ordenación y de diferenciación de los acontecimientos. Se necesita algo nuevo para que intervenga el pensamiento, algo nuevo para que la conciencia se afirme y para que la vida progrese. Pues bien, en su principio, la novedad a todas luces siempre es instantánea.

Finalmente, lo que mejor analizaría la psicología de la voluntad, de la evidencia, de la atención, es el punto del espacio-tiempo. Desafortunadamente, para que ese análisis sea claro y probante, sería preciso que el lenguaje filosófico, o incluso el lenguaje común, haya asimilado las doctrinas de la relatividad. Se siente ya que esa asimilación ha empezado, aunque esté lejos de haberse terminado. Sin embargo, creemos que por ese camino se podrá realizar la fusión del atomismo espacial y del atomismo temporal. Cuanto más íntima sea esa fusión, mejor se comprenderá el precio de la tesis de Roupnel. De ese modo se captará mejor su carácter concreto. El complejo espacio-tiempo-conciencia es el atomismo de triple esencia, es la mónada afirmada en su triple soledad, sin comunicación con las cosas, sin comunicación con el pasado y sin comunicación con las almas extrañas.

Mas todas esas presunciones parecerán tanto más débiles cuanto que tienen en su contra muchos hábitos de pensamiento y de expresión. Por otra parte, claramente nos damos cuenta de que la convicción no se obtendrá de un solo golpe y de que el terreno psicológico puede parecer a muchos lectores poco propicio para esas investigaciones metafísicas.

¿Qué hemos esperado acumulando todas esas razones? Sólo demostrar que, de ser necesario, aceptaríamos el combate en los terrenos más desfavorables. Pero la posición metafísica del problema es más fuerte en resumidas cuentas. A ella dedicaremos ahora nuestro esfuerzo. Consideremos pues la tesis en toda su claridad. La intuición temporal de Roupnel afirma:

1. El carácter absolutamente discontinuo del tiempo.

2. El carácter absolutamente puntiforme del instante.

Por tanto, la tesis de Roupnel realiza la aritmetización más completa y más franca del tiempo. La duración no es sino un número cuya unidad es el instante.

Para mayor claridad, enunciemos además, como corolario, la negación del carácter realmente temporal e inmediato de la duración. Roupnel dice que «el Espacio y el Tiempo sólo nos parecen infinitos cuando no existen»[10]. Bacon había observado ya que «no hay nada más vasto que las cosas vacías». Inspirándonos en esas fórmulas, creemos poder decir, sin deformar el pensamiento de Roupnel, que en verdad no existe sino la nada que sea continua.