Redoble de tambores antes de alzarse el telón, que se aleja y se pierde a los pocos segundos de levantado.
(Oscurece. En los hierros del balcón de Doña María, la palma del Domingo de Ramos. Asomadas al balcón, Doña María y la Claudia. En el giratorio, el gabinete de Esquilache. Caídos en el suelo, el cuadro de Mengs, el reloj de la consola, uno de los sillones. Todos los cristales del ventanal, rotos. Las carpetas, la escribanía, todo cuanto ocupaba la mesa, desparramado asimismo por el piso. La puerta del fondo, entreabierta. Sentado a la mesa, Relaño, que ha dejado en ella su sombrero, su capa y un pistolón. Ante él un plato con comida del que se sirve y una botella de la que bebe. Sobre la consola hay más vituallas. En el fondo, con aire atemorizado, Doña Emilia, azafata de edad mediana. Sentada en un sillón, con aire ausente y mal peinada, Fernandita. Unos momentos de silencio, hasta que cesan los tambores).
CLAUDIA.—Me gustaría bajar a la calle.
DOÑA MARÍA.—Ya has oído lo que han dicho: las mujeres, en sus casas.
CLAUDIA.—Pues como mañana siga el jaleo, no nos vamos a estar quietas.
DOÑA MARÍA.—Eres tú muy fuguillas. Con lo ricamente que se ve todo desde aquí.
CLAUDIA.—Hace una hora que no pasa nada.
DOÑA MARÍA.—Pero no te quejarás del teatro que hemos tenido.
RELAÑO.—¿No hay postre?
(Doña Emilia va a la consola y le lleva una fuente de dulces, de los que él empieza a comer. Fernandita no se ha movido).
DOÑA MARÍA.—Está refrescando… Vamos adentro.
CLAUDIA.—Espere… Todavía no han retirado a ése de la puerta del palacio.
DOÑA MARÍA.—Yo no lo distingo. Mis ojos están ya viejos.
CLAUDIA.—Pues está. ¿Se fijó usté en cómo salían todos? Comiendo y fumando y con cestos enteros de botellas.
DOÑA MARÍA.—Estaba la casa llena de las rapiñas de ese ladrón.
CLAUDIA.—(Misteriosa.) ¿Y se fijó usté en unos… que parecían mandar más que los otros?
DOÑA MARÍA.—No…
CLAUDIA.—Sí, señora. Iban embozados, pero se les notaban las medias finas y la camisa de encaje.
DOÑA MARÍA.—Hay muchos misterios en este mundo… ¡Mujer, que me estoy helando!
CLAUDIA.—Espere… Ya no hace frío…
DOÑA MARÍA.—¡Qué espere, ni espere! Bien me sé yo el come come que tú tienes… (La empuja.) Adentro, adentro.
CLAUDIA.—Sí, señora.
(Entra, sumisa, con Doña María. Se cierra el halcón. Relaño emite un satisfecho resoplido y aparta la fuente. Elige un largo y fino cigarro puro de un montón que hay sobre la mesa).
RELAÑO.—¡Candela! (Doña Emilia sale por el foro. Relaño mira a Fernandita y ríe.) Vamos, niña… No hay que tomarlo tan a pecho…
(Ella se estremece y no contesta. Él se encoge de hombros y se arrellana en el sillón, con el cigarro en la boca. No tarda en poner los pies sobre la mesa: tiene sueño y se adormila a los pocos instantes, cayéndosele el cigarro de la boca. Entretanto, aparece por la primera derecha Esquilache, embozado en su capa, y tras él Campos, visiblemente atemorizado. Se mueven y hablan con sigilo).
CAMPOS.—¡Es una temeridad, excelencia!…
ESQUILACHE.—¡Chist!
CAMPOS.—¡Aquí sólo puede encontrar ya lo peor!
(Esquilache da unos pasos. Campos lo retiene).
ESQUILACHE.—¿Qué hace?
CAMPOS.—¡Vuélvase! ¡Es por su bien!
ESQUILACHE.—(Lo mira de arriba a abajo.) Vaya a la carroza.
CAMPOS.—Pero…
ESQUILACHE.—¡Vuélvase a la carroza!
(Campos se santigua y sale por donde entró. Esquilache mira a todos lados; luego hacia su palacio. Entretanto, Doña Emilia vuelve con una pajuela encendida y se acerca a Relaño. Al ver que está dormido apaga la pajuela y se aproxima a Fernandita, poniéndole una mano en el hombro).
DOÑA EMILIA.—Váyase con su madrina, doña Fernandita.
FERNANDITA.—No. (Doña Emilia suspira y va a salir.) ¿Qué hacen los otros?
DOÑA EMILIA.—(Por Relaño.) Lo que éste.
FERNANDITA.—¿Sigue Julián en el portal?
DOÑA EMILIA.—Claro que sí.
(Suspira).
FERNANDITA.—(Se levanta.) Ayúdeme a retirarlo de allí, doña Emilia.
(Tiene un vahído. Doña Emilia acude a sostenerla).
DOÑA EMILIA.—¿Está loca?
FERNANDITA.—(Se sobrepone.) Ayúdeme.
(Sale por el fondo, seguida de Doña Emilia, que mueve la cabeza con pesar. Esquilache se decide y da unos pasos para cruzar. De pronto, se detiene… Se oye el tap-tap de un garrote. Por la segunda izquierda entra el Ciego, que cruza. Muy cerca de Esquilache, se detiene, pues nota su presencia. Éste lo mira fijamente. El Ciego reanuda su marcha, gana la esquina, tantea la pared con el garrote y sale por la primera derecha bajo la aprensiva mirada de Esquilache. Entretanto, el giratorio se desliza y presenta el ángulo de las dos puertas. Ante ellas, derribado en el suelo, el cadáver ensangrentado de un mozo. Cuando Esquilache se vuelve está frente a su casa. Mira al caído con tristeza. Siente que la puerta se abre y se disimula en el ángulo de la derecha. Por la puerta de ese lado salen Fernandita y Doña Emilia. Fernandita va a la cabeza del muerto y trata de levantarlo por los sobacos. Doña Emilia se dirige a los pies. Esquilache avanza, con un dedo en los labios. Fernandita da un suspiro de susto y se echa a llorar. Doña Emilia se vuelve y lo reconoce).
DOÑA EMILIA.—¡No entre, señor! ¡Todavía hay hombres en la casa!
ESQUILACHE.—(Por el muerto.) ¿Quién es?
DOÑA EMILIA.—Julián, el mozo de mulas.
ESQUILACHE.—¿Vive?
DOÑA EMILIA.—Hizo resistencia y lo han matado. Al portero lo han llevado malherido al hospital. Ahora ya pasó todo, pero aún hay peligro… ¡Qué horror, señor! ¡Eran miles! Toda la calle llena. La mayor parte del servicio se ha ido, pero aún quedamos unos cuantos.
ESQUILACHE.—¿Y mi mujer?
DOÑA EMILIA.—Se fue después del almuerzo a Las Delicias… No sabemos más.
(Se oyen «vivas» y «mueras» lejanos).
ESQUILACHE.—(Por el muerto.) ¿Qué iban a hacer?
DOÑA EMILIA.—Llevarlo adentro.
ESQUILACHE.—De nada le servirá ya.
DOÑA EMILIA.—Se empeñó ella, señor… Dígale que se vaya de aquí. Nosotras podemos quedarnos todavía, pero ella no podría resistirlo.
ESQUILACHE.—Ven conmigo, Fernandita.
(Fernandita se echa en sus brazos sollozando. Gritos lejanos).
DOÑA EMILIA.—¡Dense prisa! (Va a entrar.) ¡Y que Dios les proteja!
(Se mete y cierra. Fernandita está mirando al caído con inmenso terror. Él la insta a caminar, suavemente).
FERNANDITA.—¿Por qué ha venido, señor?
ESQUILACHE.—(Dulce.) Por ti.
(El giratorio se desliza y presenta de nuevo el gabinete de Esquilache, donde Relaño duerme. Esquilache y Fernandita dan unos pasos y se detienen al oír gritos cercanos: «¡Viva el rey!», «¡Muera Esquilache!», que son coreados. Intentan huir por la izquierda pero no les da tiempo: por la segunda derecha aparecen Morón y los Tres Embozados, ahora sin capa. Vienen armados: pistolas al cinto, un trabuco, algún fusil de la infantería. Fernandita se apretuja contra Esquilache).
MORÓN.—¡Alto! (Se acerca a la pareja seguido de los otros mientras dice:) ¿A dónde va todavía con tres candiles? ¡Deme acá el sombrero! (Esquilache se lo tiende y él lo despunta brutalmente, devolviéndoselo.) ¡Así! ¡Como los buenos españoles! Y ahora, grite usía con nosotros: ¡Viva el rey! (Esquilache permanece callado. El balcón se abre y salen Doña María y la Claudia) ¡Vamos, grite!
ESQUILACHE.—(Con un ardor amargo.) ¡Viva!…
MORÓN.—¡Viva la Patria!
ESQUILACHE.—¡Viva!…
MORÓN.—¡Muera Esquilache!
(Esquilache calla).
DOÑA MARÍA.—(Haciéndose pantalla con las manos.) Yo juraría…
CLAUDIA.—¿Qué?
DOÑA MARÍA.—No es posible. ¡Veo tan mal!
MORÓN.—(Se le ha ido acercando al marqués con muy mala cara.) ¡Que grite usía muera Esquilache!
ESQUILACHE.—(Después de un momento.) Esquilache es un anciano como yo. Él morirá antes que todos vosotros, que sois jóvenes, aunque yo no grite.
MORÓN.—Todo eso está muy bien. Pero ahora grite usía: ¡Muera Esquilache!
(Esquilache calla).
DOÑA MARÍA.—¿No es ésa doña Fernandita?
CLAUDIA.—Creo que sí…
(Doña María se pasa, nerviosa, la mano por la boca).
MORÓN.—(Furioso.) ¿Conque no grita?
EMBOZADO 3.º.—Déjalo ya. Es un viejo y estás asustando a la niña.
MORÓN.—¡No quiere gritar!
EMBOZADO 3.º.—¡Y qué! No vas a apiolar a todo el que no quiera. Sólo contra dos está permitido: ya lo sabes.
MORÓN.—¡Me parece que ya han caído más de dos! (Amenazador.) ¡Y en cuanto a ti!…
EMBOZADO 3.º.—(Se crece y lo achica.) ¡Es un viejo! (A Esquilache.) Vaya usía en paz.
(Esquilache y Fernandita cruzan y salen por la primera derecha, bajo la intrigada mirada de las mujeres).
DOÑA MARÍA.—Oiga, mocito: ese caballero se parece muchísimo al marqués de Esquilache.
MORÓN.—(Ríe.) No me haga reír, abuela. Aquí iba a venir.
EMBOZADO 1.º.—Como si fuera tonto.
(Todos ríen).
DOÑA MARÍA.—Pues yo le he visto muchas veces… y diría que es él.
EMBOZADO 2.º.—¿A pie y por la calle? No son tan valientes los italianinis.
CLAUDIA.—Pues la niña era de su servidumbre.
(Un silencio. Se miran).
MORÓN.—¿Tendrá razón la vieja? (Corre al lateral.) Ya no se les ve.
EMBOZADO 1.º.—Fantasías de mujeres.
EMBOZADO 2.º.—¡Mira por ese lado, que es caza más segura!
MORÓN.—(Se vuelve.) ¿Eh? (Ve a quienes llegan.) Mira… Dios nos los envía.
EMBOZADO 2.º.—Éstos son los que recortaban capas en el barrio.
(El Embozado 1.º se frota las manos con alegría).
EMBOZADO 3.º.—Los mismos. Pero no olviden las Ordenanzas, ¿eh? Nada de violencias.
MORÓN.—¿Y lo dices tú, que te apalearon?
EMBOZADO 3.º.—(Orgulloso.) ¡Por eso mismo!
EMBOZADO 1.º.—¡Se van!
MORÓN.—(Se vuelve.) ¡Eh, no se vuelvan, que no les trae cuenta! ¡Aquí!… Eso es.
(Aparecen, inmutados, Crisanto y Roque. Los embozados los rodean).
CRISANTO.—Cuide lo que hace, mozo…
(Echa mano a la espada. Los Embozados elevan sus armas).
MORÓN.—Cálmese usía. Aquí todos somos españoles y sólo sobran los extranjeros…
EMBOZADO 2.º.—Y lo extranjero.
MORÓN.—Eso. Conque traigan sus mercedes los sombreros. (Roque se apresura a entregar el suyo.) Así me gusta.
(Lo despunta y se lo devuelve).
EMBOZADO 3.º.—(A Crisanto.) ¡Traiga acá!
(Le quita el tricornio y se lo despunta. Las mujeres ríen).
MORÓN.—Y ahora, a gritar: ¡Viva el rey!
CRISANTO.—¡Viva!
ROQUE.—(Con ardor.) ¡Viva!
MORÓN.—¡Muera Esquilache!
ROQUE.—¡Muera!
(Crisanto calla).
MORÓN.—Otro gallo que no canta… (Al Embozado 3.º) ¿También vas a decir que porque es viejo?
ROQUE.—¡Es que le ha pillado de sorpresa! (Codazo a Crisanto.) ¡Grita, Crisanto! Sus mercedes pueden creernos: también nosotros odiamos a ese extranjero, a ese hereje. (Y grita estentóreo:) ¡Muera Esquilache!
EMBOZADO 3.º.—(Ríe.) ¡Bravo! ¡Éste lo hace muy bien por los dos!
(Carcajadas).
MORÓN.—(Los empuja.) Vayan con Dios.
EMBOZADO 1.º.—(Tirando de la capa de Roque.) ¡Y prueben a estirarse esas capitas, que son muy cortas!
EMBOZADO 3.º.—¡Al sastre! ¡Al sastre!
(Crisanto y Roque salen, entre la burla general, por la primera derecha).
MORÓN.—¡Y ahora, a la cárcel de la Villa!
CLAUDIA.—(Sobresaltada.) ¿A la cárcel de la Villa?
MORÓN.—Estamos citados allí más de doscientos para libertar a los presos. A las de la Galera las hemos soltado hace una hora.
CLAUDIA.—¡Mujeres por las calles, doña María! ¡Y ahora sueltan a mi Pedro! ¡Aguárdenme, que bajo!
(Se mete).
DOÑA MARÍA.—(Tras ella.) ¡Estás loca! ¿No comprendes que…?
(Se mete).
EMBOZADO 2.º.—¿La esperamos?
MORÓN.—Más bulto hará.
EMBOZADO 2.º.—Ya estarán allí otras en espera de sus hombres.
MORÓN.—De lo que yo me alegro de veras, ¿eh? Porque es lo que yo digo: la calle sin mozas no resulta divertida.
(Sale desalada del portal la Claudia. Doña María se asoma al balcón).
EMBOZADO 1.º.—Aquí la tenemos.
EMBOZADO 2.º.—¡Olé las mozas con redaños!
CLAUDIA.—¡Vamos allá!
(Van a ponerse en marcha).
DOÑA MARÍA.—¿Adonde vas, arrastrada? ¡Conmigo estás mejor, olvídale! (La Claudia da unos pasos con los Embozados.) ¡Claudia!
CLAUDIA.—(Airada.) ¿Qué quiere?
DOÑA MARÍA.—Te puede costar caro cuando él se entere de todo… ¡Piénsalo!
CLAUDIA.—(Vomita las palabras.) ¡Vieja sucia!… ¡Que me pegue si quiere! ¡Mil veces lo prefiero a seguir con usté! ¡Ahí se queda y que el diablo se lo aumente! (Escupe con asco. Ofendida, Doña María se mete y cierra el balcón de golpe.) ¡Vamos!
(Entre rumores de «Ha estado buena la moza», «Entera»… etc., salen todos por la segunda izquierda. Breve pausa. Bernardo aparece por la primera derecha, mira hacia el fondo y sale por la segunda derecha rápidamente).
BERNARDO.—(Voz de.) ¡Relaño! (Relaño se despabila con trabajo.) ¡Relaño! ¿Sigue usté ahí?
(Relaño se levanta y va al ventanal).
RELAÑO.—¿Qué hay?
BERNARDO.—(Voz de.) El hereje no habrá vuelto, claro.
RELAÑO.—¡Qué va!
BERNARDO.—(Voz de.) ¿No había por ahí un retrato suyo?
RELAÑO.—(Vistazo a la habitación.) Aquí está todavía…
BERNARDO.—(Voz de.) Pues tráigalo corriendo a la plaza Mayor.
(Reaparece, rápido).
RELAÑO.—¿A la plaza Mayor? ¿Para qué?
BERNARDO.—¡Allí lo verá!
(Y sale apresuradamente por donde entró. Relaño va a la mesa, se pone la capa y el sombrero y se guarda el pistolón, mientras bebe su último vaso de vino. Luego recoge del suelo el retrato y lo mira con un gruñido de sorna. Cargado con él, sale por el foro. A poco, reaparece por la segunda izquierda llevando el retrato del marqués y cruza para salir corriendo por la primera derecha. Entretanto, el giratorio se desliza y presenta el gabinete del Palacio Real, solitario. Oscurece en el primer término, al tiempo que se hace la luz en el gabinete. La puerta del fondo se abre y entra Esquilache, seguido de Fernandita, que permanece a respetuosa distancia. Esquilache considera fríamente la habitación y se despoja de la capa, que deja, con el sombrero despuntado que no llegó a ponerse, sobre una silla. Luego llega al centro de la sala y se queda pensativo. Entra Campos).
ESQUILACHE.—(Sin moverse.) ¿A dónde da ese balcón?
CAMPOS.—A la plaza de la Armería, excelencia.
ESQUILACHE.—¿Y esa puerta?
(Campos cruza hacia la derecha y la abre).
CAMPOS.—A otro gabinete. Al fondo, una alcoba. (Cierra. Un silencio.)
ESQUILACHE.—Hay que avisar esta misma noche al Consejo de Guerra para que se reúna aquí a las siete de la mañana. Y al de Hacienda, para las nueve. Todos los secretarios de ambos despachos deberán venir igualmente: tenemos que organizar aquí el trabajo. Hable con el aposentador de Palacio para que nos destinen habitaciones al efecto.
CAMPOS.—Sí, excelencia.
ESQUILACHE.—Hay que llamar también a todos mis ayudantes. Cumpla inmediatamente mis órdenes.
CAMPOS.—Sí, excelencia.
(Cruza para salir. Un ademán del marqués lo detiene. Esquilache se vuelve lentamente y mira a Fernandita, que baja sus ojos).
ESQUILACHE.—Pero antes, don Antonio…, presente a doña Fernandita al sumiller de cocinas. No quiero nada con el servicio de la casa: ella debe encargarse de atenderme en todo.
CAMPOS.—Una precaución muy oportuna, excelencia.
(Esquilache lo mira, asombrado, Al fin comprende y sonríe con ironía).
ESQUILACHE.—Usía piensa siempre en todo. Aquí también tengo enemigos, en efecto. Que dispongan una habitación para ella en los altos del Palacio.
CAMPOS.—Bien, excelencia.
(La puerta del fondo se abre y entra un Lacayo de librea).
LACAYO.—¡Su majestad el rey!
(Entra Carlos III, destocado. Los tres se arrodillan. El Rey mira con recatada curiosidad a Fernandita y a Campos, y los despide con un ademán. Ellos se levantan, hacen la reverencia y salen con el Lacayo. La puerta se cierra. El Rey llega junto a Esquilache y lo alza, reteniéndolo un momento por los brazos).
EL REY.—¿Sano y salvo?
ESQUILACHE.—Gracias a Dios, señor.
EL REY.—¿Tus familiares?
ESQUILACHE.—Nada sé de ellos, señor. Mis hijos…, supongo que llegarán a Madrid de un momento a otro. Mis hijas, en las Salesas.
EL REY.—¿Doña Pastora?
ESQUILACHE.—Fue a Las Delicias después del almuerzo. No sé más.
EL REY.—De eso me ocuparé yo. No te inquietes. (Se sienta en una de las sillas del primer término.) Bien. Ya tenemos aquí el anunciado motín. Ha sido providencial que estuvieses fuera. Han saqueado tu casa pero sin llevarse nada de valor. Parece que había quienes vigilaban eso. Han desistido de quemarla porque pertenece al marqués de Murillo. Después han ido a la de Grimaldi, pero allí se han limitado a apedrear los cristales… Y luego, a la de otra persona, a vitorearla.
ESQUILACHE.—No sé nada, señor…
EL REY.—(Sonríe.) Ya, ya lo veo. Pero no te preocupes. Yo he trabajado en tu ausencia. (Grave.) Siéntate. Noto que sufres ese dolor tuyo y que lo disimulas por respeto.
ESQUILACHE.—(Agotado.) Con vuestra venía, señor. (Se sienta en la otra silla.)
EL REY.—Han estado aquí también, con sus consabidos «vivas» y «mueras». Querían verme… Suplicarme. Pero yo me he negado a verlos: no quiero entrar en ese juego sin tenerte a mi lado. ¿Qué opinas tú?
ESQUILACHE.—No sé qué decir, señor.
EL REY.—Lo diré yo por ti. Hasta ahora hemos sido prudentes. Pero hay una noticia que… nos obligaría a reconsiderar el asunto.
ESQUILACHE.—¿Cuál, señor?
EL REY.—Disturbios en Zaragoza.
ESQUILACHE.—¡Gran Dios!
EL REY.—Debemos estudiar fríamente si, ante una oposición tan flagrante a la autoridad real, no habrá que emplear, y de inmediato, la mano dura.
ESQUILACHE.—He citado aquí para mañana al Consejo de Guerra.
EL REY.—Luego eres partidario de aplastar sin contemplaciones la revuelta. (Un silencio.) ¿No es así?
ESQUILACHE.—Perdón, señor… En este momento no sabría responder nada.
EL REY.—Estás enfermo… Mañana lo decidiremos todo. Entretanto, nos mantendremos muy unidos. Pero con mucha reserva…
ESQUILACHE.—¿Es que he perdido la confianza de vuestra majestad?
EL REY.—(Suspira.) La reserva es necesaria porque… tampoco en Palacio podemos confiar. (Baja la voz.) Ni siquiera, }o sabes, en mi augusta madre… (Mira al suelo.) Hoy he comprendido lo solos que estamos. Somos nosotros los conspiradores contra una mayoría… (Calla un momento. Se levanta. Esquilache trata de hacerlo también y él lo detiene.) Permanece sentado. Lo necesitas.
ESQUILACHE.—(Se levanta.) No, no, majestad. Ya ha pasado.
EL REY.—Te designaré inmediatamente un mayordomo. Echaré mano de quien pueda, porque mis mejores gentileshombres están ya muy ocupados… Me ha costado bastante poner hoy un poco de orden aquí. Bien. No desesperemos. (Saca su saboneta y la mira.) Tengo mucho que hacer. Te dejo.
ESQUILACHE.—Puedo ayudaros, señor…
EL REY.—No. Tú descansa y tranquilízate. A mí todavía me aclaman… Es contra ti contra quien van, pero aquí no van a poder hacerte nada.
(Se encamina al foro).
ESQUILACHE.—Señor… (El Rey se vuelve.) Señor…
(Se le quiebra la voz de gratitud y va a besarle la mano, muy conmovido).
EL REY.—(Le pone la mano en el hombro.) Descansa. (Esquilache se precipita a abrirle la puerta. Antes de salir, El Rey repara en el sombrero de Esquilache y lo levanta.) ¿Cómo? ¿También te lo han despuntado?
ESQUILACHE.—(Baja los ojos.) Bajé un momento de la carroza, señor.
EL REY.—(Afectuoso.) Loco…
(Sale, y Esquilache se arrodilla. Se levanta y se queda perplejo. Mira a todos lados y siente el peso de su soledad. Con la respiración entrecortada, va al foro y tira de la campanilla. Una pausa. Tira otra, y otra vez, mirando a la puerta más y más nervioso. Golpecitos en la puerta).
ESQUILACHE.—¡Sí! ¡Sí, adelante! (Entra Fernandita.) ¿No hay nadie en mi antecámara?
FERNANDITA.—Nadie, señor.
ESQUILACHE.—(Con angustia.) ¿Ni siquiera un criado?
FERNANDITA.—Yo sola, señor. (Esquilache va a la mesita y se sienta, sombrío, en una de las sillas.) ¿Quiere que le prepare algo?
ESQUILACHE.—No, gracias. Nada por esta noche. (La mira.) Pero tú sí debes reparar tus fuerzas…
FERNANDITA.—No se preocupe su merced… Ya tomaré algo.
(Esquilache se levanta, nervioso, y va al balcón).
ESQUILACHE.—Ya es de noche… Y muy oscura… Madrid no brilla como otras veces. (Se vuelve. Ella no se ha movido: está ensimismada, con una expresión doloroso en su rostro. Él se acerca.) Soy un egoísta… Sólo pienso en mí y tú estás destrozada. (Ella lo mira, temerosa, pero no ve en su cara nada especial, y baja los ojos. Él la obliga a sentarse en el sillón que hay ante la mesa.) Le querías, ¿verdad?
FERNANDITA.—(Con un grito de alimaña asustada que desconcierta a Esquilache.) ¿A quién?
ESQUILACHE.—(Recostándose sobre la mesa.) A… ese mozo que ha caído por defender mi casa… A Julián…
FERNANDITA.—(Casi no se la oye.) No…
(Y deniega, en silencio, varias veces).
ESQUILACHE.—Allora… La mala impresión, ¿é vero?… Pero tú eres muy entera… Molto brava… ¿Le querías? (Fernandita estalla en sollozos y deniega otra vez.) ¡Criatura! ¿Qué te ocurre? (Golpecitos en la puerta. Esquilache se incorpora y dice con otra voz:) Cálmate ahora. (Ella procura calmarse, se seca con los dedos alguna lágrima. Nuevos golpecitos. Ella se levanta y corre a refugiarse en el aposento de la derecha.) ¡Adelante! (Entra el Duque de Villasanta. Esquilache retrocede instintivamente.) ¿Qué desea?
VILLASANTA.—Todo lo que a usía se le ofrezca… He sido designado por su majestad para ponerme a las órdenes de usía en funciones de mayordomo mientras permanezca en Palacio.
ESQUILACHE.—(Con asombro y disgusto.) ¿Usía?
VILLASANTA.—Era el único gentilhombre que quedaba libre. Deploro lo que pueda tener de humillante la elección para usía… Y me permito hacerle notar que la humillación es mutua.
ESQUILACHE.—Está bien. Dígnese retirarse.
VILLASANTA.—(Con un leve tono de reto.) Estoy a las órdenes de usía para cuanto necesite, incluso si es información. Información veraz, por supuesto. ¿Desea saber las últimas novedades?
ESQUILACHE.—(Acepta el reto.) ¿Por qué no? Dígalas.
VILLASANTA.—El pueblo ha destrozado los cinco mil faroles que usía mandó instalar. En la plaza Mayor han encendido una gran hoguera… donde sólo queman cuadros y otras cosas, claro.
ESQUILACHE.—Le felicito, duque… los madrileños vuelven por sus fueros: impunidad, insania y basura. Ahora puede retirarse.
(Reverencia del duque, correspondida por el marqués, que se queda mirando a la puerta cuando Villasanta sale. La luz baja, hasta desaparece casi totalmente. Poco antes, Doña María se asoma a su balcón con un perol de desperdicios y otea a una y otra parle).
DOÑA MARÍA.—¡Agua va!
(Tira el contenido del perol a la calle y cierra. «Mueras» y «.vivas» lejanos animan la noche y van aumentando de intensidad conforme vuelve, lentamente, la luz diurna. Con la misma lentitud pasa de la segunda derecha a la segunda izquierda, como si fuese él quien trajese el nuevo día, el Ciego. La luz vuelve también al gabinete, donde Esquilache, sin espada y sentado ahora a la mesa, escribe. Campos, de pie, al lado de la mesa. Fernandita, de pie, junto al balcón. En la mesita, un servicio de chocolate. Se oye la airada voz de Esquilache antes de que la luz vuelva del todo).
ESQUILACHE.—¡Ya sé que gritan «muera Esquilache»!
CAMPOS.—También dan «vivas», excelencia.
ESQUILACHE.—¿Y ésas son todas las noticias que me trae?
CAMPOS.—Hago lo que puedo, excelencia.
ESQUILACHE.—Lo que puede, ¿eh?… (Termina de escribir y arroja la pluma.) ¿Por qué no ha habido manera de reunir esta mañana al Consejo de Guerra? ¿Por qué han venido sólo dos consejeros de Hacienda? .
CAMPOS.—No puedo asegurar que a todos les llegara el aviso, excelencia.
ESQUILACHE.—¡Ah! ¿No puede asegurar…?
CAMPOS.—Excelencia, yo…
ESQUILACHE.—(Se levanta.) ¡No me interrumpa! Usía no cumplió mis órdenes. Si no puede asegurar que llegaron los recados es que no se ha cerciorado de si fueron cumplidos, lo cual es otra falta. Pero ¿para qué cerciorarse? Era tan difícil ayer encontrar en mi antecámara oficiales que obedeciesen… Aliara, la falta empezó ayer: no me lo niegue. Justificó el encargo con unas pocas llamadas y hoy no me puede asegurar que los demás fuesen avisados. ¡Claro! ¡Qué va a poder asegurar!
(Va a la mesita para servirse una jícara. Fernandita se adelanta y se la lleva).
CAMPOS.—Excelencia…
ESQUILACHE.—¡Don Antonio! Soy un ministro de su majestad. Le advierto lealmente que su falta de celo es, por lo menos, prematura. Esos revoltosos que piden mi muerte en la calle van a saber todavía quién es Esquilache. Dentro de unos minutos se reunirá el Consejo Real y allí haré aprobar medidas decisivas. ¡Acabo de redactarlas! ¡Aprenderán a andar derechos por la fuerza y si hay que barrerlos a cañonazos, es preferible no vacilar! Y los servidores que cumplan mal con su deber, también tendrán que sentir. ¿O es que usía cree que he caído en desgracia?
(Bebe de su taza).
CAMPOS.—Aseguro a vuecelencia que en ningún momento he pensado…
ESQUILACHE.—¡Míreme a los ojos! ¡Ah!… ¡Le cuesta trabajo!… (Su voz cambia: se hace más reflexiva.) Le cuesta trabajo. (Golpecitos en la puerta.) ¡Adelante!
(Entra Villasanta).
VILLASANTA.—Debo informar a usía de que la explanada de Palacio se ha llenado de paisanos armados. Quieren entrar aquí (señala al balcón), en la plaza de armas, pero la infantería valona ha acordonado el Arco de la Armería y lo impide.
ESQUILACHE.—¿Se sabe qué quieren?
VILLASANTA.—Ver al rey.
ESQUILACHE.—Gracias. Téngame al corriente de cuanto suceda. (Villasanta se inclina y sale, cerrando.) ¡Y usía también, don Antonio! Ya se ve que sobran noticias. Salga y muévase.
(Le interrumpen dos tiros lejanos. Fernandita gime y corre al balcón. Esquilache deja la taza y va tras ella).
FERNANDITA.—No se ve nada…
ESQUILACHE.—(Se vuelve.) ¿Qué espera? Ya ve que las novedades se suceden.
CAMPOS.—Ahora mismo, excelencia. Pero antes… permítame vuecelencia hacerle notar respetuosamente una cosa. (Esquilache se acerca, intrigado.) No es la primera vez que vuecelencia censura con dureza mis supuestos errores… delante de criados.
(Esquilache eleva las cejas, irritado).
FERNANDITA.—Si el señor marqués me permite retirarme…
ESQUILACHE.—(Se calma súbitamente e interrumpe con un gesto a Fernandita.) ¿Y qué más?
CAMPOS.—Soy un hidalgo español. No me gusta que se falte a mi dignidad de ese modo.
ESQUILACHE.—(Muy tranquilo.) Y claro: es su hidalguía la que le obliga a hacerme esa observación, ¿no?
CAMPOS.—Con todo respeto.
ESQUILACHE.—(Llega a su lado.) ¿Y por qué su hidalguía no Je obligó a hablar la primera vez que ocurrió? (Un silencio.) O la segunda. (Un silencio. Campos baja los ojos. Esquilache sonríe con amargura.) ¡O la tercera!… ¿Por qué ha esperado a hoy precisamente para decírmelo?… (Campos baja la cabeza.) Salga, don Antonio. Y procure estar cerca cuando le llame. (Campos sale y cierra.) ¡Mascalzone! (Vuelve a la mesita para beber otro sorbo. Se sienta, melancólico.) Me pregunto si tengo derecho a hacerte compartir todas estas amarguras…
FERNANDITA.—(Suspira.) El rey lo llamará en seguida… Ya lo verá. Y en el Consejo Real lo arreglará todo…
ESQUILACHE.—No… He escrito durante toda la mañana… Pero a ti no puedo mentirte. Lo hacía para no pensar en la terrible evidencia de que todos… me abandonan.
FERNANDITA.—Tome algo más, señor… Ha comido muy poco este mediodía…
ESQUILACHE.—(Deniega.) Ahora no podría. (Otro tiro. Se miran, sobresaltados.) ¿Qué va a ocurrir, Fernandita? ¿Qué nos va a ocurrir a los dos? (Golpecitos en la puerta. Esquilache se levanta.) ¡Adelante! (Entra Villasanta.) ¿Qué sucede ahora?
VILLASANTA.—(Cierra la puerta.) Muchas cosas, marqués. (Cruza hacia el balcón.) En primer lugar, debo obtener su palabra de que no se asomará a este balcón.
ESQUILACHE.—¿Por qué?
VILLASANTA.—Podría ser peligroso. (Esquilache va a abrir el balcón.) ¡Marqués, no debe abrirlo! ¡Hay orden de que nadie se asome a esta fachada! En este momento su majestad ocupa el balcón central con su confesor y varios gentiles hombres.
ESQUILACHE.—¿El rey? ¿Qué hace?
VILLASANTA.—Contesta a una delegación.
ESQUILACHE.—¿A una delegación? (Sube al poyete y trata de atisbar tras los cristales. Villasanta pone rápidamente su mano sobre la falleba.) ¡No voy a abrir, duque!
VILLASANTA.—¿Ni siquiera cuando me retire?
ESQUILACHE.—¿Tan necesario es?
VILLASANTA.—Si no me da su palabra, me veré obligado a poner aquí dos soldados de la guardia.
ESQUILACHE.—¡Qué!
VILLASANTA.—¿Tengo o no tengo su palabra?
ESQUILACHE.—(Baja iracundo del poyete y pasea.) ¡La tiene! Y ahora, explíquese. (Fernandita sube al poyete y trata de ver algo, muy nerviosa.) ¿Qué delegación es ésa?
VILLASANTA.—Gente del pueblo. Se les ha dejado entrar desarmados. Era la única forma de lograr una tregua.
ESQUILACHE.—¿Una tregua?
VILLASANTA.—Las cosas empeoran, marqués. Ahí fuera un valón ha matado a una mujer y a él lo han arrastrado. En la plaza Mayor se acaba de librar un encuentro sangriento entre el pueblo y el piquete de valones que estaba de guardia allí. Los amotinados los han apedreado con las piedras apiladas para la nueva pavimentación… (Esquilache se muerde los labios.) Luego se han cruzado tiros. El pueblo ha logrado dispersarlos y ha cogido a tres o cuatro… que también han muerto bárbaramente.
ESQUILACHE.—¡Inaudito!
VILLASANTA.—No olvide que el pueblo odia a los valones desde que cargaron contra la multitud en los esponsales del príncipe de Asturias. Hubo varios muertos…
ESQUILACHE.—Fue un accidente deplorable.
VILLASANTA.—Los valones que acaban de morir también son… accidentes deplorables.
ESQUILACHE.—¿Qué pide esa delegación?
VILLASANTA.—Lo ignoro. Para mayor garantía del rey, venía con ellos un fraile de San Gil que ha subido a entregarle las peticiones. (Esquilache va al foro y tira nerviosamente del cordón de la campanilla.) ¿Puedo saber a quién llama usía?
ESQUILACHE.—A mi secretario.
VILLASANTA.—No está en la antecámara.
ESQUILACHE.—Que se le busque.
VILLASANTA.—Me temo que no esté en Palacio…
ESQUILACHE.—¿Que sabe usía?
VILLASANTA.—Juzgo por lo que dijo cuando salió de aquí.
ESQUILACHE.—Ah, ¿sí?… ¿Qué dijo?
VILLASANTA.—No sé si debo repetirlo.
ESQUILACHE.—(Ruge.) ¿Usía es o no es mi mayordomo?
VILLASANTA.—Dijo que… ya había soportado bastante los malos modales de un extranjero advenedizo y que sabía muy bien a quién tenía que ofrecer ahora sus servicios.
(Un silencio. Esquilache se apoya en la mesa).
FERNANDITA.—Parece que se oyen vivas…
(Villasanta sube al poyete y mira).
VILLASANTA.—Los delegados salen de la plaza.
ESQUILACHE.—Una pregunta, duque. ¿Me equivoco si supongo que en este momento hay soldados en mi antecámara?
VILLASANTA.—(Baja los ojos.) Han sido puestos para velar por la seguridad de usía.
ESQUILACHE.—(Sonríe con amargura.) ¡De modo que estoy prisionero!
VILLASANTA.—Custodiado solamente, marqués.
(Baja del poyete y se acerca a la puerta).
ESQUILACHE.—(Se interpone y le aferra por un brazo.) ¿Está seguro de no excederse en sus atribuciones?
VILLASANTA.—(Se suelta.) ¡No me toque!
ESQUILACHE.—¡No ha respondido a mi pregunta!
VILLASANTA.—¡Sólo cumplo órdenes!
ESQUILACHE.—(No se fía.) Ya. Así que no soy un prisionero. De modo que si ahora quiero salir de aquí para ver al rey…
VILLASANTA.—No comprende la situación, marqués. Es el rey quien ruega al marqués de Esquilache que aguarde aquí su visita.
ESQUILACHE.—(Rojo.) ¡Eso es mentira!
VILLASANTA.—(Palidece.) Ese insulto no quedaría impune en otra ocasión. (Esquilache, muy alterado, va hacia la puerta y empuña el pomo.) ¡No le dejarán salir, Esquilache! (Esquilache lo mira con un principio de temor en los ojos.) ¡Es el rey quien lo ordena y no yo, marqués! ¡Lo juro por mi honor!
(Esquilache retrocede, sintiendo que el temor le crece, sin dejar de mirarlo).
ESQUILACHE.—(Jadea.) Allora… le ordeno que vea al rey en mi nombre… y le diga… que solicito respetuosamente la inmediata reunión del Consejo Real.
VILLASANTA.—(Baja la cabeza.) Es un ruego tardío, marqués.
ESQUILACHE.—¿Tardío?
VILLASANTA.—El rey se reunió con el Consejo Real hace media hora.
ESQUILACHE.—(Trastornado.) ¿Sin mí?
VILLASANTA.—Lo ha interrumpido sólo para salir al balcón.
ESQUILACHE.—(En voz queda.) Sin mí… (Avanza para sentarse pesadamente junto a la mesita.) ¿Por qué no me lo dijo hace media hora, duque?
(Se vuelve para mirarlo al ver que no contesta).
VILLASANTA.—No soy tan cruel como usía cree.
ESQUILACHE.—Cuando el enemigo ha caído ya. ¿No era eso lo que pensaba añadir? Ecco. Yo ya era un caído, aunque me obstinase en engañarme. Los demás ven nuestro destino antes que nosotros. (Villasanta se inclina en silencio y sale, cerrando.) Si es uno de los jefes de la conspiración, me tiene entre sus garras. Si no ha mentido, el rey me ha abandonado. Ya no sé qué pensar. (Mira a Fernandita.) No debí traerte. Hay agonías que un hombre debe pasar solo.
FERNANDITA.—(Sin mirarlo.) Hay agonías tan terribles que nunca se debieran pasar en soledad. Cuando se sufren, es mejor tener a nuestro lado al más pobre, al más desvalido de los seres, con tal de que tenga un poco de piedad.
(Lo ha dicho pensando en sí misma; pero Esquilache se siente bruscamente quebrado por sus palabras y estalla en un sollozo. Para disimular sus lágrimas, para luchar contra ese destructor sentimiento de autocompasión que le atenaza, se levanta y va hacia la derecha, tragando, jadeando, intentando en vano retener el llanto. Fernandita corre a su lado. Esquilache habla de espaldas, rehuyendo los tímidos contactos que ella, en su angustia, osa; se vuelve a uno y otro lado para que ella no vea sus mejillas mojadas. El diálogo se hace entrecortado, confuso: dos grandes desgracias se buscan a ciegas a su través).
ESQUILACHE.—Una vida perdida…
FERNANDITA.—Perdóneme… No debí decir nada…
ESQUILACHE.—Prisionero del rey…
FERNANDITA.—Aún no se ha perdido todo…
ESQUILACHE.—Del rey…
FERNANDITA.—Confíe…
ESQUILACHE.—Creí que era mi amigo y me sacrifica…
FERNANDITA.—Es necesario confiar…
ESQUILACHE.—Pero sobre todo, me engaña…
FERNANDITA.—Aunque el dolor nos desgarre las entrañas…
ESQUILACHE.—Todo es ingratitud…
FERNANDITA.—Señor…
ESQUILACHE.—Ya sólo tengo al lado a ese pobre ser humano, al más desvalido de todos, al único que aún sabe apiadarse… A ti… Tú… Tú…
FERNANDITA.—(En voz baja.) ¡Dios mío!
ESQUILACHE.—(Se vuelve de improviso y escucha, agarrándole una muñeca.) Calla. ¿No oyes?
(Los dos miran hacia el balcón).
FERNANDITA.—Parecen gritos.
ESQUILACHE.—Aclamaciones. Dan vivas a alguien.
FERNANDITA.—Y además… Ese fragor…
ESQUILACHE.—Es como el sonido del mar.
(Fernandita corre al balcón, mira y se vuelve).
FERNANDITA.—El pueblo está llenando la plaza… Ha debido de romper el cordón de soldados.
ESQUILACHE.—Los delegados les habrán transmitido las promesas del rey… y no les habrán parecido suficientes.
FERNANDITA.—(Vuelve a mirar.) Se acercan… (Esquilache llega al balcón para mirar también. Fernandita se pone a observar algo, de repente, con enorme sorpresa.) ¡Pero…! (Se vuelve descompuesta, con la mano en los labios y ahoga un gemido. Trastornada, histérica, dice:) Él… Es él… Es él… Él…
ESQUILACHE.—¿Quién?
FERNANDITA.—Ése… El que va delante… Él…
(Esquilache mira. Ella solloza y se refugia en sus brazos).
ESQUILACHE.—Pero ¿quién es él?
FERNANDITA.—(Presa de una tremenda crisis.) ¡Mató a Julián! ¡Lo mató delante de mí por defenderme!…
(A Esquilache le agranda los ojos una súbita sorpresa).
ESQUILACHE.—¿Por defenderte? (La baja a viva fuerza del poyete mientras ella sigue musitando, con ojos extraviados: «Él… Él…») ¿Por defenderte de quién?
FERNANDITA.—¡De él!
ESQUILACHE.—¿Lo conoces?
FERNANDITA.—¡Sí!…
ESQUILACHE.—(Horrorizado, la aprieta contra sí.) Fernandita…
FERNANDITA.—¡No puedo más!…
(Se desprende y corre hacia la derecha, pero él la retiene por una muñeca).
ESQUILACHE.—¡Fernandita!
(Ella se detiene, con los ojos, bajos, turbadísima).
FERNANDITA.—No puedo más…
ESQUILACHE.—(Suelta su mano.) ¿Quién es?
FERNANDITA.—(Muy bajo.) Bernardo. Un calesero.
ESQUILACHE.—¿Te perseguía?
FERNANDITA.—Sí.
ESQUILACHE.—(Muerde la palabra en un rapto de desesperación.) ¡Fernandita!
(La atrae hacia sí y la abraza con fuerza).
FERNANDITA.—¡Se encerró conmigo! ¡Yo gritaba, pero toda la casa era un puro grito!… A Julián lo arrastraron después a la puerta… Querían llevarlo por las calles, pero allí lo dejaron, y yo… Yo…
(Llora desconsoladamente).
ESQUILACHE.—¡Y no poder vengarte! (Crispa una de sus manos.) En esta mano estaba el Poder de España y ahora está vacía… ¡Dios mío, dame el Poder de nuevo!
FERNANDITA.—(Se desprende y retrocede.) ¡No soy digna de piedad! ¡Yo también soy despreciable, porque sé que al final… no he resistido!
ESQUILACHE.—¿Que no has resistido?… ¿Le querías? (Ella asiente levísimamente.) ¡Le querías!…
FERNANDITA.—He tratado de olvidarlo, de aborrecerlo. Él representa toda la torpeza y toda la brutalidad que odio. ¡Es como el que mató a mi padre! ¡Y yo he querido salir de esa noche, de ese horror… y no puedo! ¡Yo he querido curarme con un poco de luz, con un poco de piedad! ¡Huir hacia su merced y hacia todo lo que su merced representaba! ¡Huir de ese infierno de mi infancia aterrorizada y asqueada por el asesinato! ¡Y no puedo…!
(Estalla en sollozos).
ESQUILACHE.—(Musita.) ¡Dios mío!
FERNANDITA.—Intenté olvidarle con Julián. Pero no era posible… Y al fin… me pareció que un sentimiento nuevo y más grande me llenaba las entrañas… Una ternura nueva, limpia…, hacia un anciano bondadoso, triste, solitario… Y esa ternura no ha cesado… Pero ¿qué puede contra este demonio que me habita? (Esquilache suspira.) Y ahora está ahí, abajo. Es el enemigo de los dos. ¡Viene por los dos!… ¡Y nos vencerá!
ESQUILACHE.—(Se acerca.) Escucha, hija mía…
FERNANDITA.—¡No me toque! (Retrocede.) ¡No me diga nada! Todo está perdido y yo… ¡no puedo más! (Se vuelve y llega, rápida, a la puerta de la derecha, que abre.) ¡No puedo más!
(Sale).
ESQUILACHE.—(Tras ella.) ¡Fernandita!
(Se detiene ante la puerta en el mismo instante en que la del fondo se abre sin ruido. El Rey Carlos III entra y cierra. Esquilache oye algo y se vuelve. Vuelve a mirar al aposento de la derecha y cierra la puerta. Después se arrodilla. El Rey avanza).
EL REY.—Levanta, Leopoldo. Tenemos poco tiempo. (Esquilache se levanta. El Rey llega a la mesita: observa el servicio del chocolate y luego levanta sus ojos para mirar a la puerta de la derecha. Esquilache no lo pierde de vista.) Bien… Te supongo al corriente de todo. Desde aquí habrás visto y habrás oído.
ESQUILACHE.—Muy poco, señor. Vuestra majestad prohibió, al parecer, que me asomara.
EL REY.—Corrías peligro. ¿No has oído las peticiones?
ESQUILACHE.—Sólo un rumor sordo, señor.
EL REY.—¿Ni siquiera las aclamaciones?
ESQUILACHE.—Pero las supongo. El pueblo aclama siempre a su rey.
EL REY.—(Enigmático.) No sólo a mí.
ESQUILACHE.—Nada he oído, señor. Pero sé lo bastante. Sé, por ejemplo, que vuestra majestad ha reunido al Consejo Real…
EL REY.—Acaba de terminar y por eso vengo.
ESQUILACHE.—(Inclina la cabeza.) Aguardo vuestra decisión, señor.
EL REY.—¿Mi decisión? (Una pausa.) No, Leopoldo. Yo vengo a que decidas tú.
ESQUILACHE.—(No cree lo que oye.) ¿Yo?
EL REY.—Comprendo… Has llegado a creer que te abandonaba. Pero ¿cuándo he abandonado yo a mis amigos? No podía citarte a un Consejo donde el principal asunto eras tú y en un momento en que todo el aire de Palacio está envenenado contra ti… Pero nada se ha acordado y nada acordaré sin ti.
(Esquilache se precipita a besar su mano).
ESQUILACHE.—He llegado a creerme prisionero de vuestra majestad.
(El Rey elude, suave, el comentario y va a sentarse junto a la mesita).
EL REY.—(Le indica la otra silla.) Así estaremos más cómodos. (Esquilache se sienta.) Y ahora, escucha. Arcos, Gazola y Priego recomiendan restablecer con toda dureza la autoridad real. Sarriá, Oñate y Revilla-gigedo abogan por acceder a las peticiones de los amotinados, aunque alguno de ellos reconoce la necesidad de castigar después a los inductores. El pueblo espera abajo la decisión definitiva. ¿Qué dices tú?
ESQUILACHE.—(Se levanta, con una nueva luz en los ojos.) ¿Vuestra majestad me confiere toda mi autoridad?
EL REY.—Nunca la has perdido.
(Esquilache, nervioso, va a la mesa del fondo y recoge el papel donde escribió, volviendo con él).
ESQUILACHE.—Señor: he redactado una exposición de medidas urgentes que…
EL REY.—(Le interrumpe con un ademán.) Un momento. (Le señala una silla y Esquilache vuelve a sentarse.) Antes de que pronuncies una palabra, conviene que conozcas la situación en todo su alcance. En uno de los platillos de la balanza estás tú… Bueno. y otras pocas cosas: la supresión de la Junta de Abastos, la salida de la Corte de la infantería valona, que el pueblo vista según su costumbre…
ESQUILACHE.—¿Y Grimaldi?
EL REY.—De ése ya no hablan. En el fondo, va contra ti todo. Piden…
ESQUILACHE.—No me lo diga vuestra majestad. Presumo lo peor: un proceso, con jueces elegidos entre mis enemigos, del que pueda salir, incluso… la prisión.
EL REY.—(Lo mira curiosamente.) Bien. Pongamos que es lo peor.
ESQUILACHE.—¿Y en el otro platillo de la balanza?
EL REY.—(Baja la voz y se inclina hacia él.) Se han recibido más noticias. No sólo Zaragoza y las Vascongadas sino Valencia, Murcia, Cartagena, Valladolid, Salamanca, están alborotadas. (Esquilache mira al papel que conserva en las manos.) En el otro platillo de la balanza está la subversión contra todo lo que hemos traído, la terca ceguera de un país infinitamente menos adelantado que sus gobernantes… La necesidad, tal vez, de defender todo eso a sangre y fuego antes de que lo destruyan… Pero con el riesgo, con la seguridad casi, que nos traen esas noticias, de una guerra fratricida.
(Un silencio).
ESQUILACHE.—¿Puedo preguntar a vuestra majestad de qué lado se inclina en su ánimo la balanza?
EL REY.—(Se levanta, y Esquilache también.) Por primera vez estoy perplejo… (Pasea.) Los dos caminos son igualmente malos. Por eso he decidido confiar en tu inteligencia y en tu corazón para y lo mira.) Tú decides.
ESQUILACHE.—Así, pues, he llegado al momento supremo de mi vida. Debo elegir, y elegir bien… De un lado, la fuerza. O sea, mi continuidad personal, por lo pronto… (Se enardece.) La ocasión de devolver golpe por golpe, de atrapar y fusilar a los traidores, de vengar atropellos repugnantes…, de imponer, sí, de imponer lo bueno a quienes no quieren lo bueno… Y de seguir moldeando a esta bella España, y de dar un poco de luz y de alegría… (Mira a la puerta de la derecha.) a algunos corazones angustiados que la merecen… La vida, de nuevo. Con sus luchas, sus riesgos, su calor… (Grave.) Y también, el fuego. El infierno en la Tierra, y ahora por mi mano. Cincuenta muertos en Madrid no son nada. Caerán a miles por las llanuras… Una mujer forzada es un gran dolor, pero la guerra lo multiplica… España entera, roja de sangre. Esa misma plaza, dentro de unos minutos, barrida por la fusilería… La política. Y ahora, desnuda, en su más crudo aspecto. El Poder, pero cueste lo que cueste… (Suspira.) Sí. Sería una hermosa embriaguez. Mandar de nuevo… Restituir, todavía, la sonrisa a un rostro amado…
(Calla).
EL REY.—(Que ha dirigido una grave mirada a la puerta de la derecha.) ¿Y bien?
ESQUILACHE.—Vuestra majestad debe aceptar todas las peticiones de los rebeldes para evitar la guerra.
(Rompe el papel que tomó y deja los trozos sobre la mesita).
EL REY.—(Conmovido.) Ven aquí. (Esquilache se acerca y El Rey lo abraza con tos ojos húmedos. Luego se desprende y va hacia el foro. Se detiene.) No habrá prisión para ti. Ni proceso. No piden tanto.
ESQUILACHE.—¿Qué piden?
EL REY.—Tu destierro, con toda tu familia. (Esquilache baja la cabeza. El Rey se acerca y le habla en tono confidencial.) Esta noche saldré con la familia real para Aranjuez. No volveré hasta que este pueblo díscolo no me dé completas muestras de su pacificación. Tú me acompañarás… Mañana haré ir allí a tu mujer y a tus hijos.
ESQUILACHE.—¿Dónde se encuentra mi mujer?
EL REY.—(Suspira.) Estaba en la Legación de Holanda. (Esquilache baja la cabeza.) He mandado que se traslade a las Salesas y que aguarde allí mis órdenes. Ya no te separarás de ella… Ahora sería inútil.
ESQUILACHE.—(Que asiente, amargo.) Así que todo se ha perdido…
EL REY.—Acaso. Pero yo no dejaré por eso de seguir probando a que comprendan… (Le pone una mano en el hombro.) ¿Hemos soñado, Leopoldo? ¿Hay un pueblo ahí abajo?
ESQUILACHE.—Hemos hecho lo que debíamos.
EL REY.—(Se aparta unos pasos.) No volverás a Madrid. Saldrás de Aranjuez para Cartagena y allí embarcarás para tu patria. Irás bien guardado.
ESQUILACHE.—Como un preso…
EL REY.—Para que nada te suceda.
ESQUILACHE.—Sé muy bien que mi calvario no ha terminado. Será un viaje de insultos y de infamia.
(Un silencio).
EL REY.—Olvidaba una cosa. (Saca de la manga de su casaca un pliego sellado.) Muchas veces me has rogado a favor de Ensenada. Le he llamado a Palacio, y he dado orden de que lo conduzcan aquí en cuanto llegue. Dale esto en mi nombre: será tu último acto de Gobierno.
ESQUILACHE.—Gracias también en su nombre, señor.
(Toma el pliego. El Rey va, rápido, al foro. Con la mano en el pomo de la puerta se vuelve).
EL REY.—Me duele sacrificarte.
ESQUILACHE.—La decisión ha sido mía, señor. Y más dolorosa de lo que vuestra majestad supone.
EL REY.—Lo comprendo.
ESQUILACHE.—No se trata del Poder, señor.
EL REY.—Sé muy bien que no se trata del Poder… (Baja los ojos.) Si… puedo hacer algo por esa criatura…, (Tímido movimiento de cabeza hacia la otra puerta.) pídemelo.
ESQUILACHE.—(Se le quiebra la voz, cae de rodillas.) ¡Gracias, señor! (El Rey sale. Esquilache se incorpora, mira al pliego y lo deja sobre la mesa, al tiempo que dice con melancolía:) «Prepáranse embarcaciones que tendrán venturosos pasajes… (Marcha hacia la puerta de la derecha.) Un ministro es depuesto por no haber imitado en la justicia el significado del enigma». (Golpecitos en el foro. Esquilache suspira y reacciona.) ¡Adelante!
(Entra Villasanta).
VILLASANTA.—El señor marqués de la Ensenada.
ESQUILACHE.—Que pase.
(Villasanta vacila).
VILLASANTA.—Creo que debo informar a usía de una particularidad… extraña.
ESQUILACHE.—¿Y es?
VILLASANTA.—El secretario de usía acompaña al señor marqués de la Ensenada.
(Esquilache alza las cejas, sorprendido; después baja, sombrío, la cabeza).
ESQUILACHE.—Que entre el señor marqués. (Villa-santa se inclina y va a salir. La voz de Esquilache /o detiene en la puerta.) Un momento… (Mira hacia el balcón.) Todos han callado… (Sube al poyete y mira.) Es que el rey sale al balcón. (Una pausa. Aclamaciones entusiastas al rey en el exterior.) Le aclaman… (Se vuelve con una amarga sonrisa hacia Villasanta.) Les acaba de decir que seré desterrado. (Villasanta desvía la mirada.) Pero no importa. Ahora sé que he vencido. (Villasanta lo mira, sorprendido. Él sonríe.) Usía no comprende, claro. Usía no me comprenderá nunca. (Se repiten las aclamaciones. Esquilache vuelve a mirar a la plaza.) Todo ha terminado… Empiezan a replegarse hacia la salida. (Desciende lentamente del poyete. Un silencio. Suspira, melancólico.) Haga pasar al señor marqués.
(Villasanta se inclina y sale. Entra Ensenada, con capa y el sombrero en la mano. Una banda azul le cruza el pecho; dos placas adornan su casaca. La puerta se cierra. Ensenada va al encuentro de Esquilache y le estrecha las manos).
ENSENADA.—Siento verdaderamente lo ocurrido.
ESQUILACHE.—(Sonríe.) Poco importa, si te llaman a ti.
ENSENADA.—Tal vez no me creas. Quizá supongas que me alegro de…
ESQUILACHE.—¿Por qué no iba a creerte?
ENSENADA.—Lo que me sorprende es que me hayan conducido a tu presencia.
ESQUILACHE.—Su majestad lo ha dispuesto así y me felicito por ello. (Va a la mesa y toma el pliego.) Toma. No sé si vienes a sustituirme o a algún otro puesto. Sea lo que sea, me alegro de haberlo conseguido al fin. (Ensenada toma el pliego.) Nuestro amo y señor tarda en madurar las cosas: pero ya ves como no se equivoca. (Grave.) No te equivoques tú en adelante.
ENSENADA.—Lo procuraré.
ESQUILACHE.—(Desvía la mirada.) Lo digo por… mi secretario, a quien acabas de admitir. Es un falso.
ENSENADA.—Como la mayoría. (Deja el sombrero sobre la mesa.) ¿Me permites?
(Ensenada rompe el sello y lee la orden. No puede evitar un sobresalto. Enrojece y mira a Esquilache con rencor).
ENSENADA.—Sencillamente perfecto. Sobre todo, ahora que me quedé sin dinero para poder pagar a toda esa canalla.
ESQUILACHE.—¿Cómo?
ENSENADA.—(Fuera de sí.) La jugada es tuya, ¿verdad? ¡Me admiras!
ESQUILACHE.—¿Qué jugada?
ENSENADA.—¡Vamos, italiano! Basta de fingimientos. Sabes de sobra que el rey me destierra a Medina del Campo.
ESQUILACHE.—(Después de un momento.) ¿Que te destierra…? (Le arrebata el papel y lee.) No dice por qué.
(Ensenada le quita el papel y se aparta).
ENSENADA.—(Desdeñoso.) Sabes muy bien por qué.
ESQUILACHE.—(Que no deja de mirarlo fijamente.) No, no lo sabía… Pero estoy empezando a comprenderlo… (En tanto se abalanza al cordón de la campanilla y tira:) Y me parece tan increíble, que…
(Ensenada se guarda la orden en el bolsillo y lo mira, suspicaz).
ENSENADA.—¿De verdad no sabías?…
(Entra Villasanta).
ESQUILACHE.—Duque: después de asaltar mi casa, las turbas fueron a la de otra persona para vitorearla. ¿Puede decirme qué persona?
VILLASANTA.—(Sonríe con malicia.) El señor marqués de la Ensenada.
ESQUILACHE.—Hoy han aclamado también a alguien ante estos balcones. ¿Era a la misma persona?
VILLASANTA.—A la misma.
ESQUILACHE.—Gracias.
(Villasanta sale y cierra).
ENSENADA.—(Sin mirarlo.) Te equivocas si crees que he sido el único en mover, todo esto.
ESQUILACHE.—Basta con que hayas sido uno de ellos. (Se acerca.) Pero ¿cómo es posible que tú, uno de los hombres más grandes que hoy tiene España, hayas podido pactar con nuestros enemigos? Y sobre todo: ¿qué te he hecho yo, di?
ENSENADA.—(Amargo.) ¿Y lo preguntas?
ESQUILACHE.—¡Yo era tu amigo!
ENSENADA.—(Irónico.) Sí… Un amigo que me suplanta en el Gobierno del país y en el favor real, valiendo mucho menos que yo. Porque tú vales menos que yo, Leopoldo. ¡Yo empecé todo esto! Y tú te has limitado a continuarlo…, trabajando incansablemente, sí; pero con bastante mediocridad. Tú, un extranjero, le quitas el puesto al marqués de la Ensenada. ¡Era ridículo!… E intolerable.
ESQUILACHE.—Pero era el rey quien…
ENSENADA.—¡Vamos, Esquilache! No pretendas hacerme creer que intercediste por mí. Nadie se busca competidores peligrosos y tú no ibas a ser el primero. Para ti era más cómodo aceptar mis consejos manteniéndome en la sombra, y eso es lo que hiciste.
(Va hacia el halcón, entristecido).
ESQUILACHE.—(Se recuesta en la mesa.) ¡Reconozco el estilo del rey! El hombre por cuya causa me destierran, tiene que sufrir la humillación de ser desterrado por mi mano. Para mí, una reparación completa. Pero no es sólo eso: él nos enfrenta para ofrecernos una silenciosa y formidable lección.
ENSENADA.—(Se vuelve.) ¿Qué lección?
ESQUILACHE.—Nos enfrenta para compararnos. Yo me comparo contigo y comprendo.
ENSENADA.—¿El qué?
ESQUILACHE.—Tienes razón. Valgo menos que tú. Y sin embargo, soy más grande que tú. ¡El hombre más insignificante es más grande que tú si vive para algo que no sea él mismo! Desde hace veinte años tú ya no crees en nada. Y estás perdido.
ENSENADA.—¿Y en qué podemos creer nosotros, los que trabajábamos para el pueblo? Ya ves que no hay pueblo. La tragedia del gobernante es descubrirlo.
ESQUILACHE.—¡Buen pretexto para la mala política! Pero ellos podrían decir lo contrario: que su tragedia es ver cómo al más grande político le pierde la ambición.
ENSENADA.—¿Quiénes van a decir eso, iluso? ¿Los que piden tu cabeza ahí fuera?
(Esquilache lo mira largamente. Después va a la derecha y abre la puerta).
ESQUILACHE.—Fernandita… (Ensenada se yergue, desconcertado. Fernandita entra, mira a los dos y se inclina ante Ensenada.) No le saludes… No merece tanto.
ENSENADA.—¿Quién es esa mujer?
ESQUILACHE.—(Mientras la conduce a la mesita.) Nadie importante: una muchacha de mi servicio. Una insignificante mujer… del pueblo. (Ensenada va a la mesa. Recoge su sombrero y se encamina a la puerta. Esquilache ruge:) ¡Quieto! (Corre a su lado, le arrebata el sombrero y lo tira sobre la mesa.) ¡Me sobran fuerzas para retenerte! (Lo empuja lenta, pero enérgicamente, hacia el sillón que hay ante la mesa.) Siéntate.
ENSENADA.—¿Delante de una criada?
ESQUILACHE.—Una criada que puede juzgamos a los dos. ¡No temas! Lo hará en silencio. Desde ayer no habla mucho.
(Le obliga a sentarse).
FERNANDITA.—(Suplicante.) ¡Señor!
ESQUILACHE.—Siéntate también, Fernandita… Lo que voy a decir, tú debes oírlo. (Fernandita se sienta a la izquierda. A Ensenada.) Mírala… Hasta ayer mismo estaba con nuestra obra. Nos admiraba. Quizá desde hoy no comprenda ya nada, cuando sepa que tú, que el gran Ensenada, sublevó a Madrid contra Esquilache. (Fernandita levanta la cabeza, desconcertada.) ¿Lo ves? No le cabe en la cabeza. Pensará: Si entre ellos riñen, ¿en qué se puede creer ya? No advierte que puede creer en lo más grande, en lo que yo creo: en ella misma.
ENSENADA.—¡Esto es intolerable!
ESQUILACHE.—¿Intolerable? ¿Qué podría ella decirte a ti? Ella, que sufrió el asalto de mi casa, que ha visto a tus asesinos matar a un pobre mozo que la quería, que…
FERNANDITA.—(Asustada.) ¡Señor!
ESQUILACHE.—(Exaltado.) ¡Sabe mucho de tus primeras víctimas! ¡Ha tenido que soportar el horror de…!
FERNANDITA.—(Se levanta.) ¡Señor, por caridad, calle!
(Ensenada empieza a incorporarse también, mirándola, impresionado a su pesar).
ESQUILACHE.—(Después de un momento.)… El horror de ver como… a otra azafata…, a una entrañable amiga suya, la forzaban. (Un silencio. Fernandita llora. Ensenada, de pie, la mira muy turbado: ha comprendido. Esquilache se acerca a Ensenada.) ¿Te desagrada tu obra?… (Ensenada desvía la vista.) Pero eso no es nada al lado de lo que iba a ser: tú has conspirado fríamente para encender el infierno en toda España. Por fortuna, yo lo he apagado.
(Fernandita lo mira, sorprendida, y atiende con emoción a sus palabras).
ENSENADA.—¿Tú?
ESQUILACHE.—(Se enardece.) ¡No eres tú quien me destierra, Ensenada, sino yo mismo! ¡Una sola palabra mía y el infierno de la guerra habría ardido! Pero yo no he dicho esa palabra. Al teniente general, al ministro de la Guerra Esquilache, no le gusta la guerra, ni la crueldad… Abomina del infierno en la Tierra… Y decide no aumentar el sufrimiento (Mira a Fernandita.) De esa pobre carne triste, ultrajada…, de los de abajo, que todo lo soportan.
ENSENADA.—(Hosco.) Déjame salir.
ESQUILACHE.—¡Puedes hacerlo! (Se acerca a Fernando a y le rodea los hombros con su brazo.) Nosotros das, que valemos menos que tú, te condenamos. El pueblo le condena.
ENSENADA.—¿El pueblo?
ESQUILACHE.—Nací plebeyo, Ensenada… Fui y soy como ella. Tú dices: nunca comprenderán. Nosotros decimos: todavía no comprenden.
ENSENADA.—¡Deliras! ¡Sueñas!
ESQUILACHE.—Tal vez. Pero ahora sé una cosa: que ningún gobernante puede dejar de corromperse si no sueña ese sueño. (Con un repentino cansancio que le abate. Ensenada toma su sombrero y se encamina, cabizbajo, al foro. Esquilache recita, lento, unas curiosas palabras:) «Un personaje bien visto de la plebe no se rehúsa de entrar en un negocio por el bien del público; pero le cuesta entrar en el significado del enigma». (Ensenada se vuelve desde la puerta, asombrado. Esquilache le dedica una inquietante sonrisa.) Son palabras del Piscator de Villarroel. Te estaban destinadas. Pídele a Campos que te lo adquiera, antes de que también te deje solo.
ENSENADA.—¿Estás loco?
ESQUILACHE.—¡Envidia también mi locura, Ensenada! ¡Y vete! Ella te ha juzgado ya,, (Ensenada dirige una triste mirada a Fernandita, que le vuelve la espalda. Sintiéndose repentinamente viejo, sale. Una pausa.) Ese ciego insignificante llevaba el destino en sus manos. Nada sabemos. Tan ciegos como él, todos… (Se acerca y le toma las manos a Fernandita.) ¡Ayúdame tú a ver!
FERNANDITA.—Yo también estoy ciega.
ESQUILACHE.—Tú puedes juzgamos a todos, y ahora debes juzgarme a mí.
FERNANDITA.—¿Yo, señor?
ESQUILACHE.—Mírame. No sufriré la muerte de los héroes: no la merezco. Me quejaré desde Italia, pediré nuevos puestos, lo sé… Soy pequeño. Pero ahora es el momento de la verdad. Acaba de salir de aquí un egoísta a quien la ambición ha perdido, pero dentro queda otro… Esquilache.
FERNANDITA.—¡No es verdad!
ESQUILACHE.—Lo fue… He sido abnegado en mi vejez porque mi juventud fue ambiciosa… Intrigué, adulé durante años… Mi castigo es justo y lo debo pagar. No se puede intentar la reforma de un país cuando no se ha sabido conducir el hogar propio. Nada se puede construir sobre fango, si no es fango. ¡Condéname, Fernandita!
FERNANDITA.—Yo no puedo condenar.
ESQUILACHE.—Pues perdóname entonces, si puedes, en tu nombre y en el de todos.
FERNANDITA.—Si yo tuviera que decir a su merced algo en nombre de todos, no sería una palabra de perdón, sino de gratitud.
ESQUILACHE.—¿Por lo que he hecho? Es muy poco…
FERNANDITA.—Pero ha evitado una inmensidad de dolor.
(Se echa a llorar).
ESQUILACHE.—¡Fernandita!
FERNANDITA.—¡Lléveme consigo, tenga piedad!…
ESQUILACHE.—No puedo llevarte. Vuelvo a Italia a terminar mi vida con mi esposa y mis hijos. Tu presencia entre nosotros ya no sería posible.
FERNANDITA.—¡Me perderé aquí si no me ayuda! ¡Dijo que me ayudaría! ¡No me abandone!
(Se echa en sus brazos).
ESQUILACHE.—Si pudiera… Pero yo he hecho mi mayor sacrificio hoy: sabía que al dejar España te perdería… Y tu sabes que yo… Tú sabes, Fernandita que éste anciano ridículo… te… quiere… (Un silencio. Habla muy quedo.) Y sufre al verte perdida en una pasión ciega… por un malvado.
FERNANDITA.—¡Perdón!…
ESQUILACHE.—¿Por qué? Es la cruel ceguera de la vida. Pero tú puedes abrir los ojos.
FERNANDITA.—¡No sabré!…
ESQUILACHE.—¡Sí! ¡Tú has visto va!
FERNANDITA.—¡No podré!…
ESQUILACHE.—¡Tienes que intentarlo!
FERNANDITA.—(Desesperada.) ¡No!…
ESQUILACHE.—¿De verdad no quieres que prendan a ese hombre?
FERNANDITA.—¡No!…
ESQUILACHE.—(La loma de los brazos.) ¡Dime qué puedo hacer por ti! ¿Quieres entrar al servicio del rey?
(Un silencio. Fernandita se separa y deniega).
FERNANDITA.—(Sombría.) Volveré con mi madrina.
ESQUILACHE.—¿Con tu madrina… o con él? (Un silencio, entrecortado por el llanto de ella.) Te queda la lucha peor. Ese hombre no será detenido: tú debes vencer con tu propia libertad (Le aferra los brazos.) ¡Creo en ti, Fernandita! El pueblo no es el infierno que has visto: ¡el pueblo eres tú! Está en ti, como lo estaba en el pobre Julián, o como en aquel embozado de ayer, capaz de tener piedad por un anciano y una niña… ¡Está, agazapado, en vuestros corazones! Tal vez pasen siglos antes de que comprenda… Tal vez nunca cambie su triste oscuridad por la luz… ¡Pero de vosotros depende! ¿Seréis capaces? ¿Serás tú capaz?
FERNANDITA.—(Llorosa.) Que el Cielo le colme de bendiciones…
(Se encamina, lenta, hacia el foro).
ESQUILACHE.—¿Te vas?… Sí, é chiaro. Debemos separarnos ya. Y él está ahí fuera… (La mira con melancólica fijeza.) Dispuesto a atraparte para siempre. (Se acerca y le toma las manos.) Dios te guarde, Fernandita. Y gracias por haberme hecho sentir, aunque sea tardíamente, ¡y con tanta tristeza!…, el sabor de la felicidad.
(Con los ojos llenos de pena, Fernandita le besa la mano, desesperadamente. Después sale, rápida. La puerta se cierra. Esquilache va al foro, va a abrir: lo piensa mejor y baja la mano. Entretanto, Doña María y la Claudia salen al balcón. Doña María se muestra contenta; la Claudia, triste. Esquilache suspira y va hacia el balcón, por cuyos cristales mira al exterior con indecible melancolía. Por la primera izquierda entra presuroso Bernardo, lleno de alegría).
BERNARDO.—¡Doña María! ¡Va a salir un rosario de Santo Tomás en acción de gracias al rey con todas las palmas del domingo! ¡Desate la suya y échemela!
DOÑA MARÍA.—(Mientras desata.) Pero ¿es verdad que han echado al hereje?
CIEGO.—(Voz de, muy lejana.) ¡El Gran Piscator de Salamanca, con el pronóstico confirmado de la caída de Esquilache!…
BERNARDO.—¿Lo oye? ¡Sus mercedes pueden venir también!
(La Claudia se echa a llorar y se mete adentro).
DOÑA MARÍA.—Bueno, ésta no vendrá.
BERNARDO.—¿Qué le pasa?
DOÑA MARÍA.—(Suspira.) Que han matado a su Pedro en la plaza Mayor… (Le hace pantalla a los ojos.) Calla. ¿Quién viene por ahí?
(Bernardo se vuelve, y ve entrar a Fernandita por la segunda izquierda. Ella va a cruzar, pero lo ve y se detiene, trémula. Él se acerca, lento. Doña María interrumpe su faena y atiende).
BERNARDO.—Si me buscabas, aquí me tienes. Te dije que serías mía y ahora te digo: ven conmigo. (En la fisonomía de Fernandita se dibuja una tremenda lucha. Él la toma de un brazo con brusca familiaridad.) ¡No lo pienses! ¡Soy yo quien te lo manda! (Fernandita se desprende bruscamente y retrocede, turbadísima, denegando mientras lo mira con ojos empavorecidos.) ¿Que no?
(Ella baja la cabeza y da unos pasos. Bernardo, chasqueado, da un paso tras ella. Fernandita se vuelve y le envía una dolorosa mirada, en la que se evidencia una definitiva ruptura).
FERNANDITA.—Adiós, Bernarda.
(Sigue su camino. Doña María se encoge de hombros con un gesto de perplejidad).
BERNARDO.—(Que se ha quedado mudo de despecho escupe la palabra:) ¡Ramera!…
(El «Concierto de Primavera» de Vivaldi comienza al punto, mientras Fernandita desaparece y el telón va cayendo. Tal vez parece se percibe una recatada armonía entre sus notas y la melancólica figura de Esquilache que no se ha movido).
TELÓN