El «Concierto de Primavera», de Vivaldi, inicia sus risueños compases antes de que el telón se alce.
(Es de día. El giratorio presenta el gabinete de Esquilache solitario. El Ciego de los Romances se apoya contra la pared de la casa de la derecha. Un casacón astroso y un grasiento sombrero de tres candiles le malcubren. Bufanda, garrote. En los amplios bolsones de la casaca y bajo el brazo, cuadernillos y pliegos de aleluyas de los que exhibe alguno al que quiere pasar. De vez en vez patea el suelo y se sopla las manos: tiene frío. Sentado en los escalones de la plataforma, Morón, un embozado joven de gacho sombrero redondo y larga capa, prendas ambas bastante sucias. La música se pierde y deja de sonar).
CIEGO.—¡El Gran Piscator de Salamanca, con los pronósticos ciertos para este año de gracia de 1766!… (Otra voz.) También tengo el romance de la malmaridada y el espantable crimen de los tres portugueses… ¡Compren el Piscator Salmantino y verdadero Zaragozano de este año, por el licenciado don Diego Torres Villarroel!… El Diario… El Diario Noticioso, Curioso y Erudito para hoy, nueve de marzo…
(Enmudece, aburrido. Por la segunda izquierda entró Claudia y cruza hacia la derecha. Es una maja no mal parecida, que viene de trapillo y trae una cesta y una vela envuelta en la mano. El balcón se abre y asoma una Vieja, menuda y apajarracada).
CLAUDIA.—¡Apúrese, doña María, que no llegamos!
DOÑA MARÍA.—Ya estoy.
(Se mete y cierra. La Claudia da unos paseítos mientras espera).
CIEGO.—Cómprame el romance de la malmaridada, paloma.
CLAUDIA.—(Da un respingo.) ¡La lengua se le pudra en la boca, abuelo!
CIEGO.—(Ríe.) ¿Cuándo te vienes a vivir con la vieja? Siempre anda ella con esa copla.
CLAUDIA.—Y usté con la oreja en todos lados.
CIEGO.—Es mi manera de conocer… ¿Y tu hombre?
CLAUDIA.—Ricamente.
(Doña María aparece en su portal, muy pulcramente compuesta y se santigua).
CIEGO.—Le van a salir muchos años… Te deberías venir con la vieja.
DOÑA MARÍA.—(En el tono meloso que prefiere para decirlo todo.) No tan vieja, Matusalén…
(Toma a la Claudia del brazo).
CIEGO.—(Ríe.) Punto en boca.
DOÑA MARÍA.—Pero razón sí que la tiene, Claudia… ¿Cuándo?…
CLAUDIA.—(Elude su mirada.) Ya me lo pensaré.
(Caminan unos pasos).
DOÑA MARÍA.—(Sigilosa.) Esta noche no me faltes, ¿eh? Pero afila el ojo, que está el barrio muy vigilado desde que el marqués vino a vivir aquí. (Toca la vela.) ¿Qué es esto?
CLAUDIA.—Una vela para la Virgen de los Desamparados. A la que pasamos, se la pongo.
DOÑA MARÍA.—¿Para que salga tu Pedro?
CLAUDIA.—(Seca.) Sí, señora.
DOÑA MARÍA.—(Ríe.) Milagros los hay, desde luego, pero… Calla. (Y mira inquisitivamente, tratando de forzar sus fatigados ojos, a Fernandita, que entró por la segunda derecha y cruza. Es una muchacha muy joven, con discretos atavíos de azafata, que lleva una bolsa.) ¡Vete con Dios, mujer!
FERNANDITA.—Buenos días nos dé Dios.
(Y sale, con la cabeza baja, por la segunda izquierda).
CLAUDIA.—¿No es del servicio de la marquesa?
DOÑA MARÍA.—(Asiente.) Viene del Mesón de la Luna, de comprar chocolate.
CLAUDIA.—¿Es ésta la que le gusta al calesero?
DOÑA MARÍA.—Y él a ella, pero… dificulto que lleguen a subir juntos a mi casa.
(Caminaron mientras hablaban. Van a salir por la primera izquierda cuando entra por ella Bernardo, El Calesero. Es un majo de buen porte: blanco sombrero redondo, redecilla, chupetín encarnado y larga capa terciada. Dícenos la historia que era malagueño: tal vez la madrileña prosodia ha cubierto del todo su acento original).
BERNARDO.—¿A dónde van sus mercedes?
DOÑA MARÍA.—De ti parlábamos, mira. ¿Nos llevas en la calesa a Los Desamparados?
BERNARDO.—En cualquier otra ocasión, con mil amores. Pero a estas horas pasa por aquí cierta persona con la que tengo precisión de hablar.
DOÑA MARÍA.—(Ríe.) Tarde llegas. (Mira hacia la segunda izquierda.) Ahora mismo entra en el palacio.
BERNARDO.—¡Maldita sea! (Se abalanza a la segunda izquierda para mirar, mientras ella ríe.) ¡Un día le rajo el bandullo de un facazo a esa mula cansina de los diablos!
CLAUDIA.—Qué, ¿nos lleva?
BERNARDO.—(De mal humor.) ¡Vayan con Dios sus mercedes!
(Las mujeres ríen y salen por la primera izquierda).
CIEGO.—(Aburrido.) El Gran Piscator de Salamanca, con todo lo que sucederá en este año de gracia de 1766…
BERNARDO.—¡Chuzos de punta debían caer este año!
MORÓN.—Deja al viejo, Bernardo, que no tiene culpa.
BERNARDO.—(Retrocede instintivamente un paso.) ¿Quién es? (Morón levanta el ala de su sombrero.) ¡Vaya! ¡Mi compadre Morón!
MORÓN.—Siéntate conmigo.
BERNARDO.—¿Para que el frío nos meta el cuerno?
MORÓN.—¿Y qué vas a hacer? Está ya uno harto de no apañar.
(Se levanta, cansino, y va a su lado).
BERNARDO.—Vete a otro barrio.
MORÓN.—¡El mío es éste! Y yo no le quito el pan a ningún compañero de industria en el suyo. ¡Tengo mi honrilla!
BERNARDO.—Pues te morirás con tu honrilla.
MORÓN.—(Se sopla las manos.) Sí, de frío… ¡Maldito sea Esquilache y quien lo trajo!
BERNARDO.—Amén.
(Relaño, otro pringoso embozado de larga capa y sombrero gacho, entra por la primera izquierda. Es hombre maduro).
RELAÑO.—En cuanto que vi la calesa me lo he dicho: mi compadre Bernardo está de ronda.
BERNARDO.—Levante el ala.
RELAÑO.—(La levanta.) Soy Relaño. Desde Maravillas vengo huyendo del frío. Hogaño ha venido marzo muy traidor.
MORÓN.—Y que se siente más desde que empedraron.
RELAÑO.—(Se arrebuja en el embozo) Si no fuera por la capa…
BERNARDO.—Pues pida a Dios que la conservemos.
MORÓN.—¿Qué?
BERNARDO.—El rumor corre.
RELAÑO.—Pero ¿cuándo nos van a dejar tranquilos?
MORÓN.—¡Esquilache lo habrá mandado, seguro! ¡Como el empedrado!
RELAÑO.—¡Como todo lo malo!
MORÓN.—¡En su tierra se podía haber quedado, que para mí, que no será tierra de cristianos!
RELAÑO.—¡Paganos serán!
BERNARDO.—(Le pasa las manos por los hombros y baja la voz.) Si se confirma, no faltarán esta vez buenos españoles que nos digan lo que hay que hacer.
RELAÑO.—¡Tú sabes algo!
BERNARDO.—A su tiempo, que ahora es pronto.
MORÓN.—(Se separa, contrariado.) ¡Bueno!
BERNARDO.—(Ríe.) Vengan acá, que algo les diré a cambio… Hay letrilla nueva.
MORÓN.—(Vuelve.) ¿De Esquilache?
BERNARDO.—Escuchen sus mercedes:
«Yo, el gran Leopoldo Primero,
marqués de Esquilache augusto,
rijo la España a mi gusto
y mando a Carlos Tercero».
RELAÑO.—(Ríe.) ¡Está propia!
BERNARDO.—Es más larga, pero no recuerdo el final.
CIEGO.—(Que no se ha movido.)
«Hago en los dos lo que quiero,
nada consulto ni informo,
al que es bueno le reformo
y a los pueblos aniquilo.
Y el buen Carlos, mi pupilo,
dice a todo: me conformo».
(Se han ido acercando los embozados, entre risas contenidas que subrayan la letrilla).
MORÓN.—¡La verdad misma!
CIEGO.—Si sus mercedes la quieren, se la llevan por un real.
BERNARDO.—¡Tráela!
(El Ciego mete su mano en un bolsillo).
RELAÑO.—(Que mira hacia la izquierda.) ¡Chist! Guarda.
(Por la segunda izquierda entran Crisanto y Roque. Alguaciles. Tricornio, golilla, espadín, corta capa negra. Al divisar el grupo, se detienen. La luz crece en el gabinete de Esquilache. Por la puerta de la izquierda entra Don Antonio Campos con una carpeta en la mano y, de pie, ordena papeles sobre la mesa).
BERNARDO.—(Disimulando.) Vamos, amigos. Les llevo en la calesa.
(Cruzan y salen por la primera izquierda. Los alguaciles los ven salir y miran al Ciego; el Ciego parece notarlo y rodea pausadamente la casa para salir por la primera derecha, mientras pregona).
CIEGO.—El Diario Noticioso, Curioso y Erudito para hoy, nueve de marzo…
(Los alguaciles siguen hacia la segunda derecha. Crisanto, que es el más viejo, se detiene de pronto).
ROQUE.—¿Vamos?
CRISANTO.—Espera.
(Entra por la segunda derecha un Caballero entrado en años, embozado en su capa. Tricornio galoneado, peluca antigua, espadín, medias de seda. Al cruzar, Crisanto le cede el paso, se descubre y se inclina. El Caballero se detiene un segundo, desconcertado; saluda levemente y sale por la segunda izquierda).
ROQUE.—¿Quién es?
CRISANTO.—(Mira al hombre que se aleja.) ¿Cómo no irá en su coche? ¡Mira! Entra en el palacio del señor marqués. Decían que estaban reñidos… Vámonos, Roque. Me da en la nariz que no quiere ser visto.
(Da unos pasos).
ROQUE.—Pero ¿quién es, Crisanto?
CRISANTO.—(Baja la voz) Di mejor quién fue… Es el señor marqués de la Ensenada. Vamos.
(Salen por la segunda derecha. La luz del primer término se amortigua un tanto. La puerta del fondo del gabinete se abre y entra el Mayordomo).
MAYORDOMO.—Su excelencia el señor marqués de la Ensenada.
(Entra Ensenada. El Mayordomo sale. Don Antonio Campos deja precipitadamente sus papeles para recibir al visitante. Este Don Antonio, secretario privado de Esquilache, es un mozo de obsequiosa sonrisa y vivos ojos, que viste de oscuro. Don Zenón de Somodevilla, marqués de la Ensenada, entra sin capa ni sombrero. Algo entrado en carnes, todavía se muestra erguido. Cuenta ya sesenta y cuatro años, pero su cara no ha perdido frescura: conserva aquella adolescente blandura de rasgos y aquella mirada, aguda y suave a la vez, que vemos en sus retratos. Es hombre de aire bondadoso, de irresistible simpatía física. Acaso por nostalgia de su pasado valimiento, usa todavía peluca de los tiempos de Fernando VI. Viste lujosa casaca bordada).
CAMPOS.—(Se inclina profundamente.) Beso a vuecelencia las manos.
ENSENADA.—(Leve inclinación.) Bien hallado, mi señor don Antonio.
CAMPOS.—El señor ministro no ha vuelto aún de El Pardo, pero no puede tardar. Dígnese vuecelencia tomar asiento.
(Le ofrece un sillón junto a la consola).
ENSENADA.—Gracias. Hágame la merced de seguir en su trabajo, don Antonio.
(Se sienta).
CAMPOS.—(Sonríe.) Mi trabajo en este momento es servir a vuecelencia en cuanto se le ofrezca.
ENSENADA.—Se lo ruego.
CAMPOS.—Siendo así… Y por complacer a vuecelencia. (Va a la mesa y permanece de pie, ordenando las carpetas.) En realidad, ya había terminado… Sólo quedaba esta carpeta, que es la de las curiosidades… (Mete en ella un memorial y la cierra.) Y ya está lista. (Escucha.) Me parece que oigo la carroza del señor ministro…
ENSENADA.—¿Por qué llama a esa carpeta la de las curiosidades?
CAMPOS.—Porque es la de… los proyectistas. El señor marqués lo estudia todo: dice que los aciertos se encuentran donde menos se piensa.
ENSENADA.—Y es muy cierto.
CAMPOS.—Hoy nos ha llegado un proyecto para erigir en Andalucía una ciudad exagonal: según el autor, una especie de cuartel para la reforma de criminales mediante las virtudes calmantes de la geometría.
ENSENADA.—Ése es un loco.
CAMPOS.—Pero ilustrado.
ENSENADA.—Sabe el son que se baila ahora.
(Ríen los dos).
CAMPOS.—Es fabulosa la cantidad de locos que da este país…
ENSENADA.—No. Es normal. El español es desequilibrado. En mi tiempo lo aprendí bien. También me llegaban montones de cosas como ésa… (Se encoge de hombros.) ¿Qué se puede hacer con un pueblo así?
CAMPOS.—Nadie puede olvidar lo mucho bueno que con este pueblo supo hacer vuecelencia.
ENSENADA.—Se equivoca, don Antonio. Está ya olvidado. Nuestro país olvida siempre los favores: sólo re-cuerda los odios…
(Se abre la puerta del fondo y entra, terminando de despojarse de la capa, Esquilache. Tras él, el Mayordomo con el tricornio en la mano. Don Leopoldo de Gregorio es un robusto anciano de sesenta y seis años. De bruscos ademanes, vivo y dinámico, se conserva esbelto. El amargo rictus de su cara denuncia, más que vejez, ocultas tristezas; y difícilmente calcularíamos su edad si no fuese porque tiene las cejas completamente blancas. Su vestido es rico, pero sobrio: en el cuello le brilla el toisón de oro. Campos se inclina con respeto y Ensenada se levanta y le dedica una cortés reverencia. Esquilache tiende a Campos una cartera que trae y que éste deja sobre la mesa).
ESQUILACHE.—Celebro verte, Zenón. Supongo que no te habré hecho esperar.
ENSENADA.—Has sido puntual, como siempre.
(El Mayordomo recoge la capa).
ESQUILACHE.—¿Mucha gente en la antecámara?
MAYORDOMO.—Seis personas, excelencia.
ESQUILACHE.—¿Don Francisco Sabatini entre ellas?
MAYORDOMO.—No, excelencia.
ESQUILACHE.—¿Te apetece un chocolate, Zenón?
ENSENADA.—Gracias. Lo tomé ya.
ESQUILACHE.—A mí, sí. El viaje me ha despertado el apetito. (Al Mayordomo.) Avise en la cocina que me lo traigan. ¡Súbito! (Lo despide con un gesto. El Mayordomo se inclina y sale, cerrando.) Campos, ¿quiere dejamos solos?
ENSENADA.—De ningún modo. Despacha antes tus asuntos. Yo estoy acostumbrado a esperar…
ESQUILACHE.—(Le lanza una rápida ojeada.) Como prefieras. ¡Pero toma asiento, hombre!
ENSENADA.—(Se sienta.) Gracias.
ESQUILACHE.—(Va a la mesa.) La firma. (Se sienta. Campos abre una carpeta, moja la pluma y se la ofrece. Después va recogiendo los documentos y rociándolos con la salvadera a medida que Esquilache los firma.) ¿Has visto la maqueta? Este Sabatini es admirable. El secreto del buen Gobierno son los buenos colaboradores. Pero no siempre se encuentran y hay que hacerlos… El mes pasado he concedido quince becas más. Jóvenes estudiantes de matemáticas, de botánica… Si Dios nos ayuda, a la vuelta de unos años el país tendrá gente apta para todo. ¡Sicuro!… (A Campos.) ¿Qué es esto?
CAMPOS.—La aprobación de los créditos para la construcción de una fragata.
(Ensenada se sobresalta: es su antigua tarea).
ESQUILACHE.—Yo dije dos.
CAMPOS.—El Consejo de Hacienda ha recomendado retrasar la construcción de la segunda, excelencia.
ESQUILACHE.—¡El ministro de Hacienda soy yo, y también el de Guerra! Los dos despachos están de acuerdo y esos señores no me van a enseñar a mí a hacer números. Nuestra estúpida guerra con Inglaterra nos ha costado barcos y hay que reponerlos. (Ríe.) Y si no, que se lo pregunten a Ensenada, por quien España tiene hoy una flota.
ENSENADA.—Tu memoria me honra.
ESQUILACHE.—(Aparta el documento.) Firmaré cuando vengan los dos créditos: si firmo éste me duermen el segundo. (Termina de firmar.) Va bene.
(Deja la pluma).
CAMPOS.—Dentro de una hora le esperan en el Consejo de Castilla, excelencia.
ESQUILACHE.—Bien. Déjenos ahora. Pero no se me aleje mucho: hay que dar curso a una Real Orden. (Se levanta y se acerca a la maqueta mientras Campos se inclina y sale por el foro con la carpeta de la firma.) Mira qué hermosura, Zenón. (Ensenada se levanta y se acerca.) Molto bello, ¿eh? Es un depósito de aguas. Sabatini es ingeniero y lo ha calculado admirablemente, pero, además, tiene buen gusto.
ENSENADA.—¿Quién dijo aquello del fango y el mármol?
ESQUILACHE.—¿Cómo dices?
ENSENADA.—La frase corre: el rey Carlos se encontró, un Madrid de fango y lo ha dejado de mármol.
ESQUILACHE.—(Ríe.) Pero los descontentos lo comentan de otro modo: dicen que el rey tiene mal de piedra.
ENSENADA.—Tú eres el mal de piedra del rey…, gracias a Dios.
ESQUILACHE.—¿Quieres adularme? Tú fuiste quien lo empezó todo.
ENSENADA.—(Se aparta un poco, entristecido.) Por favor, déjate de cumplidos. Yo he venido a saber algo concreto: no prolongues la humillación de sentirme como un pobre solicitante más de tu antecámara. Hemos estado distanciados pero ahora somos amigos otra vez, ¿no es así? Habla claro.
(Esquilache baja los ojos. Se empieza a oír fuera de escena el pregón del Ciego, que aparece inmediatamente por la primera derecha).
CIEGO.—El Gran Piscator Salmantino…
(Se detiene en el centro de la escena).
ESQUILACHE.—¿Lo oyes?
ENSENADA.—¿El qué?
CIEGO.—(Reanuda su marcha.)… con todo lo que sucederá en este año de gracia de 1766…
(Sale, lento, por la segunda izquierda).
ESQUILACHE.—(Pensativo.) ¿Has ojeado el Piscator de Salamanca? Ese calendario que escribe Torres Villarroel.
ENSENADA.—(Suspira.) ¡Por Dios santo, Leopoldo! Basta de disimulos.
ESQUILACHE.—(Débil.) No era disimulo… Es que, a veces, me preocupan cosas muy pequeñas… Soy un aprensivo. (Se pasa la mano por la frente.) Por cierto, que algo se me ha olvidado… Era algo pendiente con el mayordomo…
ENSENADA.—(Frío.) ¿Qué te ha dicho el rey?
ESQUILACHE.—(Lo mira.) Siéntate. (Con un suspiro de impaciencia, Ensenada vuelve a sentarse. Esquilache pasea, irresoluto.) Le he hablado a tu favor una vez más… y no ha dicho nada.
ENSENADA.—¿Cómo, nada?
ESQUILACHE.—Sabes lo impenetrable que es a veces… Cuando oye tu nombre nunca dice nada. Yo le he recordado tus grandes méritos; le he dicho que eres de los hombres que el país necesita hoy… En fin, todo. Que si perdiste el favor de su augusto hermano fue porque te negaste a la desmembración de Galicia en beneficio de Portugal; porque le avisaste a él mismo de éste y otros peligros antes de que ciñese la corona… (Se detiene y lo mira.) Preveo que te irás de aquí con la duda mordiéndote: ¿Le habrá hablado así al rey este italiano astuto? (Lo mira fijamente.) Ecco. Claro que lo piensas. ¿Qué puedo decirte? Te juro que he pedido al rey tu incorporación al Gobierno. Pero él ha callado. Como si no escuchase…
(Ensenada baja la cabeza. Una pausa).
ENSENADA.—¿En qué crees que puedo haberle disgustado?
ESQUILACHE.—¿Chi lo sá?
ENSENADA.—Pero algo supones.
ESQUILACHE.—Lo visitabas demasiado al volver del destierro… Tal vez supuso que te creías indispensable… Un par de veces que te pidió consejo estuviste reservado y acaso creyó que así procurabas tu vuelta al Poder… En fin, no sé. Él nada ha dicho. (Pausa. Sonríe y va a la mesa para abrir la cartera que trajo, de la que saca un par de documentos.) En cambio, he conseguido otra cosa que tú mismo me sugeriste. (Toma uno de los dos papeles y se acerca.) Mira.
ENSENADA.—(Sin levantar la cabeza, con una resignada sonrisa.) Capas y sombreros.
ESQUILACHE.—¡Ecco! El bando que descubrirá las caras; el bando que evitará tanto crimen y tanta impunidad. Un buen tanto en la partida emprendida, ¿eh? Un poco más de higiene en los cuerpos y en las almas. Los madrileños parecerán al fin seres humanos, en lugar de fantasmones. (Se sienta en el otro sillón. Confidencial:) El Consejo de Castilla lo ha pretendido suavizar, retrasar… Alega que no es prudente violentar una costumbre, aunque sea mala. ¡Pero se ha intentado muchas veces, y ya es hora de demostrar a estos tercos que no sólo se exhorta, sino que se manda! ¿No crees? (Un silencio.) Perdona. Comprendo que el momento no es bueno para que te alegres de nada.
(Se levanta y devuelve el papel a la mesa).
ENSENADA.—Perdona tú. Has hecho perfectamente: esa medida se echaba de menos desde hace años, y ya es hora de aplicarla con mano dura.
(Se levanta y se acerca).
ESQUILACHE.—Pero si no se trata de mano dura…
ENSENADA.—No se puede reformar de otro modo. Recuerda nuestra divisa: «Todo para el pueblo, pero sin el pueblo». El pueblo siempre es menor de edad.
ESQUILACHE.—(Lo mira con curiosidad.) No me parece que les des su verdadero sentido a esas palabras… «Sin el pueblo», pero no porque sea siempre menor de edad, sino porque todavía es menor de edad.
ENSENADA.—(Sonríe.) No irás lejos con esas ilusiones. Yo las perdí hace veinte años. ¿Es que han dado nunca la menor muestra de comprender? ¿Te agradecen siquiera lo que haces por ellos? Les has engrandecido el país, les has dado instrucción, montepíos, les has quitado el hambre. Les has enseñado, en suma, que la vida puede ser dulce… Pues bien: te odian.
ESQUILACHE.—(Turbado.) No.
ENSENADA.—(Paternal.) ¿Aún no quieres reconocerlo? (Sonríe y lleva su mano a la manga de la casaca.) No debería enseñártelo… Podrías creer que es despecho por el mal resultado de tu gestión…
ESQUILACHE.—¿Otro libelo? Dámelo: no se puede gobernar sin saber lo que se dice en la calle. El pobre Grimaldi enferma cada vez que le llega un rumor adverso al despacho de Estado: ha prohibido que se lo digan. Pero yo no cierro los ojos. Trae. (Le toma un papel que Ensenada saca de su manga. Lee.) «Yo, el gran Leopoldo Primero…».
(Se le nubla la frente a medida que lee. Termina y se queda pensativo).
ENSENADA.—No creí que te afectase tanto.
ESQUILACHE.—Soporto aún mal que se me aborrezca sin razón.
ENSENADA.—Ya ves que yo estaba en lo cierto.
ESQUILACHE.—(Reacciona.) No. Este papel no demuestra nada: está impreso. No viene del pueblo, sino de nuestros enemigos: de todas las antiguallas que nos odian porque ocupamos puestos que ellos ya no se merecen.
ENSENADA.—Pero es el pueblo quien lo propala…
ESQUILACHE.—(Tenaz.) Unos pocos descontentos.
ENSENADA.—(Suspira.) Te dejo con tus ilusiones, Esquilache.
(Da unos pasos hacia el foro).
ESQUILACHE.—Te acompaño. (Va a la puerta y la abre. Ríe.) Y te prometo insistir con su majestad. Me haces falta en la tarea de educar al pueblo, aunque seas un escéptico…
(Sale tras él y se pierde su voz. Golpecitos en la puerta de la izquierda, que se repiten. La puerta se abre y entra la Marquesa de Esquilache. Doña Pastora Paternó es una catalana arrogante, veinte años más joven, por lo menos, que su marido. Viene en traje de paseo. Al no ver a nadie, curiosea. Comenta con una sonrisa la maqueta de Sabatini; luego repara en la letrilla impresa, la toma y lee con expresión burlona y desdeñosa, volviéndola a dejar sobre la mesa. Esquilache vuelve y cierra la puerta. Se miran).
ESQUILACHE.—¿Qué quieres?
DOÑA PASTORA.—¡Huy, qué humos! Mal se levantó el día. ¿Te ha dado hoy el dolor?
ESQUILACHE.—No.
DOÑA PASTORA.—Venía sólo a decirte que almuerzo fuera.
ESQUILACHE.—(Sardónico.) ¡Qué novedad! Para el banquete de esta noche podré contar contigo, ¿no? Tenemos veinte invitados.
DOÑA PASTORA.—(Seca.) Sabes que nunca falto a mis deberes de anfitriona.
ESQUILACHE.—A esos no, é chiaro. Ésos te gustan. ¿Puede saberse dónde almuerzas?
DOÑA PASTORA.—Naturalmente…
ESQUILACHE.—Déjame adivinarlo… ¿En la Legación de Holanda? (Doña Pastora lo mira con desdén y se aparta.) Mis más expresivos recuerdos a monsieur Doublet.
DOÑA PASTORA.—Dios te guarde.
(Va a salir por el foro. Él se interpone).
ESQUILACHE.—Un momento aún… (Va hacia la mesa, caviloso.) Pero ¿qué es lo que se me está olvidando desde hace una hora? (Palmea en la frente.) ¡Ecco! (Ríe y agita dos veces la campanilla.) Sólo un minuto, prego. No te entretengo nada. (Entra el Mayordomo.) ¿Y mi chocolate?
MAYORDOMO.—Ruego a su excelencia que me perdone. Me informaré en seguida de la causa de esta demora.
ESQUILACHE.—(Se sienta a la mesa.) Bene.
(El Mayordomo sale y cierra).
DOÑA PASTORA.—Me permito recordarte que tengo prisa.
ESQUILACHE.—(La mira fijamente.) Ayer hablé con el rey… de nuestros hijos.
DOÑA PASTORA.—(Alegre.) ¿Nuevas mercedes?
ESQUILACHE.—(Después de un momento.) Cuando nombré al primero coronel y al segundo director de la Aduana de Cádiz, eran casi unos niños. El tercero es ya hoy arcediano. Todo se lo pedí al rey porque tú me insististe; pero no sólo por complacerte, sino porque quería que se convirtiesen en buenos servidores de su país. Incurrí en esa costumbre, en esa mala costumbre de los poderosos, porque eran carne de mi carne y quería darles una buena ventaja inicial… que no han aprovechado.
DOÑA PASTORA.—¿Y qué más da?
ESQUILACHE.—¿Qué más da? Unos petimetres; unos zascandiles de tertulias es lo que han resultado. Ni siquiera puedo decir que les tenga: nunca los veo.
DOÑA PASTORA.—Están fuera de Madrid…
ESQUILACHE.—Cuando están en Madrid tampoco los veo.
DOÑA PASTORA.—Porque siempre estás demasiado ocupado.
ESQUILACHE.—Catorce horas de trabajo al día me parecen pocas para compensar la gandulería de esos inútiles. Por eso hace años que me he dicho: ¡No! Nunca volveré a pedirle al rey nada para ellos.
DOÑA PASTORA.—(Sonríe.) Por fortuna el rey es menos escrupuloso que tú y nombró después al mayor mariscal de campo.
ESQUILACHE.—(Sombrío.) Sí. Y tuve que aceptarlo… de mala gana. ¿Quién era yo para discutir la voluntad real?
DOÑA PASTORA.—Claro.
ESQUILACHE.—Claro. Además, que entonces no sabía que eras tú quien se lo había rogado.
DOÑA PASTORA.—(Inquieta.) ¿Yo?
ESQUILACHE.—(Se levanta, iracundo.) ¡Ese botarate es mariscal de campo porque tú se lo pediste a mis espaldas!
(Va hacia ella).
DOÑA PASTORA.—¿Qué dices?
ESQUILACHE.—¡Le contaste la repugnante mentira de que era mi mayor deseo y de que yo no me atrevía a pedírselo! Qué jugada, ¿eh? Sabes lo reservado que es. Supusiste que no me preguntaría nada y acertaste. Que su majestad pudiese despreciarme un poco desde entonces, eso no te importaba. ¡Sólo pensaste en atesorar para ti y para los tuyos, como siempre!… Ayer, por casualidad, se ha aclarado todo… y su majestad me ha dicho: «Me alegro de poder estimarte lo mismo que antes». (Pausa.) De ti no ha dicho nada. Pero puedes suponer lo que pensará de la marquesa de Esquilache, que miente a su rey.
DOÑA PASTORA.—(Se levanta.) Pensará que es una madre que vela por sus hijos_.
ESQUILACHE.—¿No crees que todos tenemos ya más que bastante?
DOÑA PASTORA.—¡No! ¡No lo creo! Pero ¿de qué te asombras? No sólo he conseguido cosas del rey, sino de tus compañeros de Gabinete. Y de tus subordinados. ¡De sobra lo sabes! ¿O es que tú, tan sagaz para otras cosas, vas a haber estado ciego como un topo para los pasos de tu mujer?
ESQUILACHE.—(Amargo.) Más de lo que pensaba.
(Cruza).
DOÑA PASTORA.—Pues debiste suponerlo. (Ríe.) ¿Crees que a nadie le gusta contrariar a la marquesa de Esquilache? ¡Cualquiera sabe si lo que pide es algo que su esposo desea!… De modo que todos resultan muy complacientes. Y también protejo a mucha gente… que sabe agradecérmelo. Podría contarte algunos asuntitos que te demostrarían lo buena discípula que es tu esposa; si tú sabes sacarle dinero al país para el rey, yo no me quedo atrás. Pero, más modesta, lo saco para nuestra casa.
ESQUILACHE.—(Frío.) ¿Qué asuntos son ésos?
DOÑA PASTORA.—Ya he hablado demasiado. Le temo a tu quijotismo. Por lo demás, no presumas tanto de Idealista. Lo que pasa es que tienes miedo.
ESQUILACHE.—¿Miedo?
DOÑA PASTORA.—(Levanta el papel de la letrilla.) Sí, tú: «El gran Leopoldo Primero». Temes, como todos, perder el favor real. Y temes a los nobles, y a la Iglesia, y al pueblo. O si no, ¿a qué vienen esos banquetes, esas dádivas y esos favores que prodigas y en los que gastas miles de peluconas, tú, el austero? Pues al temor de que te derroten en la batalla de la vida. ¡No somos tan distintos!
(Deja el papel sobre la mesa).
ESQUILACHE.—Esto no va a quedar así, Pastora. (Se acerca.) Vete ahora con monsieur Doublet. Lo que entre tú y él haya, no quiero saberlo…
DOÑA PASTORA.—¡No disparates! Es el cortejo. El chichisbeo, como ahora se dice. Todas las damas lo tienen.
ESQUILACHE.—No quiero saber lo que es. Hace tiempo que te perdí: tú aún eres joven y yo ya no lo soy. Desisto de recobrarte. Desisto incluso de que comprendas. Pero te ordeno…
DOÑA PASTORA.—¿Me ordenas?
ESQUILACHE.—Te… ruego que te abstengas de minarme el terreno con tus politiquerías. ¡En eso no te metas! De lo contrario…
DOÑA PASTORA.—(Seca.) ¿Qué?
ESQUILACHE.—(Vuelve la cabeza.) Nada. Puedes retirarte.
(Una pausa).
DOÑA PASTORA.—(Perpleja, se acerca.) ¿Cómo? ¿Los ojos húmedos?
ESQUILACHE.—Hazme la caridad de retirarte.
DOÑA PASTORA.—(Se encoge de hombros.) Siempre serás un niño… Pero tú también tienes que comprender… Ya no estamos en nuestros primeros años, cuando nos casamos en tu primera visita a España. Si todo se estropea, ¿qué le vas a hacer?… Entonces me recitabas versos del Dante… Contigo comienza la vida nueva, me decías… Pues bien, nunca hay vida nueva, los versos se olvidan, y tú los habrás olvidado también. Pero no hay que hacer de eso una tragedia, sino tomar lo que la vida pueda darnos aún… Aunque no sea más que dinero… o poder. (Golpecitos en el foro. Doña Pastora se vuelve. Su marido no se mueve. Después de mirar a su marido.) ¡Adelante!
(Entra el Mayordomo).
MAYORDOMO.—Rogamos mil perdones a su excelencia… El repostero de su excelencia se ha puesto repentinamente muy enfermo y ésa ha sido la causa del retraso… La chocolatera de la señora marquesa lo ha preparado en su lugar y aguarda fuera. Si su excelencia desea que le sirva yo mismo…
ESQUILACHE.—Que pase ella. (El Mayordomo va a salir.) Espere… Lleve esa maqueta al despacho grande.
(El Mayordomo la recoge, saluda y sale. Fernandita entra muy intimidada con el servicio del chocolate y hace una genuflexión).
DOÑA PASTORA.—(Después de mirar a su esposo, que está abstraído.) Pon lo allí, hija mía. (Por la consola. Fernandita lo hace.) Te dejo, Leopoldo. Dios te guarde.
ESQUILACHE.—Vete con Dios.
(Doña Pastora se encamina al foro).
DOÑA PASTORA.—Trátamelo bien, Fernandita… El señor marqués está ya muy delicado.
(Envía una burlona mirada a su marido y sale mientras Fernandita se inclina de nuevo. La puerta se cierra. Esquilache está triste, turbado. Ál fin se vuelve y ella, nerviosa, vuelve a inclinarse).
ESQUILACHE.—¿De modo que te llamas Fernandita?
FERNANDITA.—Para servir a su excelencia. (Pensativo, Esquilache va hacia la mesa.) Si su excelencia quiere que le llene una jícara… Está muy calentito. (Abstraído, él no contesta. Ha tomado la Real Orden de capas y sombreros y la ojea. Ella carraspea y eleva la voz.) ¡Está muy calentito!
ESQUILACHE.—¿Eh?… Sí. Sírvemelo aquí mismo.
(Sorprendida, ella se apresura a extender una servilleta sobre la mesa. Él se sienta, cansado. Se oprime los ojos con los dedos. Ella vuelve rápida a la consola y llena una taza).
FERNANDITA.—Me informé en la cocina y le he traído a su excelencia los bizcochos que prefiere… (Le lleva la taza. Saca fuerzas de flaqueza.) Me informé en la cocina y le he traído… (Esquilache se vence sobre la mesa con un gesto de dolor y gime sordamente.) Señor marqués, ¿qué le pasa?… ¡Señor marqués!… (Para sí.) Yo llamo.
(Va a tomar la campanilla, pero Esquilache extiende su brazo y se lo impide).
ESQUILACHE.—No, no… Es un dolor que a veces me toma el costado… Ya pasará.
FERNANDITA.—¿Quiere que baje en un vuelo? Yo sé buenos remedios… Puedo prepararle ruibarbo, o cristal tártaro… ¿Es el estómago?
ESQUILACHE.—Ya… se pasa…
FERNANDITA.—Para mí que no es el estómago… Es que su excelencia tiene demasiadas preocupaciones y le duelen los nervios. ¡Entonces, láudano!
(Y corre hacia la puerta).
ESQUILACHE.—(Ya casi repuesto.) ¡Quieta, criatura! (Lleva su mano a la taza.) Esto me caerá mejor. (Sonríe.) Pero sin mojar… Sólo una tacita. (Bebe un sorbo.) ¿Sabes que eres muy inteligente?
FERNANDITA.—¡Qué va, excelencia!
ESQUILACHE.—(Complacido por su naturalidad, ríe.) ¡Sicuro! Los médicos se han empeñado en que vigile mis digestiones, pero saben menos que tú.
FERNANDITA.—Ruego a su excelencia que me perdone.
ESQUILACHE.—Al contrario, hija. Sé siempre natural. Yo tengo fama dé tener malos modales, pero es que me harta la etiqueta…(Bebe.) ¿Qué le pasa a mi repostero?
FERNANDITA.—Que es un tragón y tiene un empacho de las comilonas que se atiza… ¡Ya le he dado yo una purga!
ESQUILACHE.—Tu chocolate es más suave…
FERNANDITA.—(Sonríe.) Es que yo tengo mi receta. ¿Le sirvo otra jícara?
ESQUILACHE.—No, gracias. (El Ciego de los romances aparece por la segunda derecha y va a recostarse contra su esquina habitual. Esquilache está mirando a la muchacha con suma curiosidad. Ella retira taza y servilleta y las lleva a la consola.) ¿Qué piensas?
FERNANDITA.—(Lo mira, sorprendida.) Nada, excelencia.
ESQUILACHE.—(Ríe.) ¡Eso no es posible! Dime qué pensabas. Pero con sinceridad, ¿eh?
FERNANDITA.—Pues… que el señor marqués debiera estar alegre y orgulloso de tantas cosas buenas que nos ha dado a los madrileños.
(La fisonomía de Esquilache se endurece instantáneamente).
ESQUILACHE.—¡Hola! ¿También dominas la lisonja cortesana?
FERNANDITA.—(Humilde, pero ofendida.) No era lisonja, excelencia.
(Él se levanta y se recuesta en la mesa).
ESQUILACHE.—(La observa, receloso.) ¿Y qué cosas buenas son ésas, según tú?
FERNANDITA.—¡Ah, pues muchísimas! Madrid es otra cosa desde hace seis años. ¡Antes era una basura!… Y un poblachón. Apestaba… Y a mí me gusta la limpieza.
ESQUILACHE.—(Sonríe.) No lo digas muy alto… No está de moda. ¿Eres madrileña?
FERNANDITA.—Sí, excelencia. Pero aunque fuese toledana. Toledana era mi madre.
ESQUILACHE.—¿Era?
FERNANDITA.—Murió de aquellas fiebres que se llevaron a tanta gente en Madrid. Decían que si los aires… Pero aquello lo trajo la suciedad, seguro. Desde que su excelencia mandó limpiar, está la gente mucho más sana y con mejores colores. Antes estaban… ¡verdes!
ESQUILACHE.—Y tu padre, ¿vive?
FERNANDITA.—(Baja la cabeza.) Había muerto ya… Lo mató un embozado.
ESQUILACHE.—¿Qué?
FERNANDITA.—Nadie supo quién era, pero yo sí. Era muy pequeñita, pero ya me daba cuenta de todo… Lo mató él, seguro.
ESQUILACHE.—¿Quién es él?
FERNANDITA.—Era… También se lo llevó Pateta cuando la peste, y muy bien llevado. Era un chispero que perseguía a mi madre. A mí me recogió mi madrina, que es bordadora, y que me recomendó a la señora marquesa.
ESQUILACHE.—(Frío, la considera.) ¿Has oído tú algo de un bando que voy a lanzar?
FERNANDITA.—No, excelencia.
ESQUILACHE.—Pues se comenta.
FERNANDITA.—Abajo tampoco he oído nada. Julián me lo habría dicho.
ESQUILACHE.—¿Tu novio?
FERNANDITA.—(Sonríe.) Es el mozo de mulas del señor marqués. Me corteja, pero yo no le quiero.
ESQUILACHE.—¿Porque quieres a otro?
FERNANDITA.—(Desvía la vista.) No, excelencia. Yo no quiero a nadie. (Por la primera izquierda entra Bernardo, embozado. Da unos pasos y se detiene, mirando hacia la invisible entrada del palacio, como en espera. Ella se exalta.) ¡Y menos, a uno de esos majos de malas entrañas!
ESQUILACHE.—(Irónico.) ¿Para quién te reservas entonces?
FERNANDITA.—(Deja de mirarlo.) No sé.
ESQUILACHE.—(Después de un momento, con frialdad.) Eres una niña encantadora. Me recuerdas a otra niña encantadora que conocí hace veinte años… Me pregunto si serás como ella.
FERNANDITA.—¿Cómo era?
ESQUILACHE.—(Sonríe con melancolía y soslaya la pregunta.) Yo le recitaba versos de un gran poeta de mi país… Versos que no he olvidado. ¿Sabes italiano?
FERNANDITA.—(Sonríe.) ¿Yo, excelencia?
CIEGO.—(Aburrido.) El Gran Piscator de Salamanca, con los pronósticos de todo el año…
(Esquilache levanta la cabeza. Ha oído. Bernardo mira un momento al Ciego y vuelve a su postura).
ESQUILACHE.—¿Sabes siquiera lo misterioso que es el ser humano? A lo mejor, cuando ya le vence la edad y está lleno de temores, recuerda esas futesas de su juventud, y se ríe de sí mismo, porque comprueba que… no es más que un niño envejecido… Un niño que todavía quisiera confiar en los demás… ¿Sabes tú de esas cosas? ¿Qué sabes tú? ¿Qué buscas tú?
FERNANDITA.—(Herida, sin saber bien por qué.) ¿Yo, excelencia…?
ESQUILACHE.—Calla. Y escucha:
«Mostrasi si piacente a chi la mira,
che da per gli occhi una dolcezza al core,
che ’ntender non la puó chi non la prova.
E par che della sua labbia si mova
un spirito soave pien d’amore,
che va dicendo all’anima: sospira».
(Un silencio. Fernandita baja la vista).
FERNANDITA.—No los entiendo bien, pero… conmueven…
ESQUILACHE.—(Brusco.) Son ridículos. (Deja de mirarla y agita dos veces la campanilla. Dice, muy seco:) Gracias por todo, Fernandita. (Fernandita se inclina y va a recoger su bandeja. Entra el Mayordomo. Relaño, embozado, aparece por la primera izquierda y se recuesta sobre el muro.) Don Antonio Campos. Y mi carroza.
MAYORDOMO.—Sí, excelencia.
(Sale el Mayordomo. Fernandita va a salir con la bandeja, después de inclinarse).
ESQUILACHE.—(Con la hiriente frialdad de un «ilustrado».) ¿Sabes leer, Fernandita?
FERNANDITA.—(Avergonzada.) No, excelencia. Perdón, excelencia…
(Sale, y entra Campos. Esquilache le tiende la Real Orden).
ESQUILACHE.—Don Antonio, una copia de esto a la Imprenta Real. Doble cantidad que otras veces. Debe ser fijado mañana por la mañana. Estamos a nueve, ¿no?
CAMPOS.—Sí, excelencia.
ESQUILACHE.—Ecco. Mañana, diez de marzo. (Le da otro papel.) Esta instrucción contra infracciones del bando al señor Corregidor y para todos los alcaldes del barrio, con copia de la Real Orden.
CAMPOS.—Sí, excelencia.
ESQUILACHE.—Andiamo.
(Sale por el foro. Campos se inclina y sale tras él, cerrando, en tanto que el Ciego pregona).
CIEGO.—El Noticioso, Curioso y Erudito para hoy, diez de marzo…
(La luz se amortiguó en el gabinete y crece en el primer término. Acompañado de Crisanto y Roque, entra por la segunda izquierda un menestral de sombrero apuntado que lleva un tarro de engrudo y un rollo de bandos bajo el brazo. Bernardo se vuelve lentamente, viéndolos cruzar. Llegan a la esquina posterior de la casa de la derecha y, tras ella, el hombre mima los gestos del que pega un cartel. El balcón se abre y Doña María, peinándose las greñas, asoma, intrigada. Un Cesante —media edad, redingote, tricornio— entra por la primera izquierda y se acerca lentamente a mirar. Terminada su faena, el fijador de bandos y los dos alguaciles avanzan para salir por la primera derecha. Bernardo se acerca al Cesante, que está leyendo).
BERNARDO.—Lea en voz alta.
(El Cesante lo mira, intimidado, y carraspea).
CESANTE.—Pues dice… Um… (Relaño se va acercando al centro de la escena mientras lee. Doña María le hace pabellón a la oreja.)… «No habiendo bastado para desterrar de la Corte el mal parecido y perjudicial disfraz o abuso del embozo con capa larga, sombrero chambergo o gacho, montera calada, gorro o redecilla, las Reales Órdenes de los años dieciséis, diecinueve…».
BERNARDO.—¡Al grano!
CESANTE.—Pues… «Mando que ninguna persona, de cualquier calidad, condición y estado que sea, pueda usar…». Um… «del citado traje de capa larga y sombrero redondo para el embozo; pues quiero que todos usen precisamente de capa corta, que a lo menos le falte una cuarta para llegar al suelo, o de redingote o capingote y de peluquín o pelo propio y sombrero de tres picos de forma que de ningún modo vayan embozados ni oculten el rostro…». Um… «Bajo la pena por primera vez de seis ducados o doce días de cárcel…». «Por la segunda, doce ducados o…».
BERNARDO.—¡Basta ya!
(Un silencio).
DOÑA MARÍA.—(Le arranca al peine la broza y la tira a la calle.) ¡En Madrid ya no hay valientes!…
(Bernardo le lanza una viva mirada. Ella se mete y cierra).
CESANTE.—En enero hicieron lo mismo con los empleados públicos… Tuve que malvender mi capa para comprarme esto… Luego no me sirvió de nada, porque Esquilache redujo el personal… Yo era recomendado del señor duque de Medinaceli, pero no lo tuvieron en cuenta… Ahora como de su pan.
(Suspira. De repente, Bernardo se abalanza al bando y lo arranca furiosamente, haciendo con sus restos una pelota que tira al suelo).
RELAÑO.—¡Los corchetes están cerca!
BERNARDO.—¡Que vengan si se atreven! ¡En Madrid va a haber gresca y tararira porque le da la gana a Bernardo el calesero! ¡Y el que quiera demostrarle a ese italianini con quién se la juega, que me lo diga a mí, que yo sé donde tenemos que apuntarnos todos!
RELAÑO.—¡Pues aquí tienes a un hombre y de otros sé que también querrán!
BERNARDO.—¡Pues ya tardamos!
(Le toma del brazo).
CESANTE.—(Tras él.) ¿De qué apuntamiento habla su merced?
BERNARDO.—(Se vuelve.) A su merced le apuntaron ya… el sombrero: ya es gallo capón. Esto es para gente más entera. Pero pregúntele a su señor el duque: a lo mejor, él sabe algo…
(El Cesante lo mira y opta por salir aprisa por la primera derecha. Bernardo ríe. Fernandita apareció con su bolsa de compras por la segunda derecha y se ha parado para ver lo que ocurre. Bernardo la ve ahora y deja de reír).
RELAÑO.—¿Qué esperamos?
BERNARDO.—Aguárdame en la calesa. (Lo empuja. Relaño sale por la primera izquierda. Bernardo se acerca a Fernandita, que baja los ojos.) Dios te guarde, Fernandita… Las horas me paso rondándote y sin verte… Tan ricamente que nos iba y, de pronto, me huyes… ¿Qué te he hecho? (Un silencio.) ¿Di, qué te he hecho? ¿Así tratas a un hombre de ley que te quiere? ¿Por qué? ¿Por algún mal pájaro de esa casa, quizá? ¿Algún hijo del marqués?…
FERNANDITA.—(Ofendida.) ¡Bernardo!
BERNARDO.—¡A todas os ciega el mismo brillo! Y tú vives en mala escuela: la marquesa es una golfa y golfa te hará a ti.
FERNANDITA.—¿Y qué puede importarte, si tú también me quieres para eso?
BERNARDO.—¿Cómo?
FERNANDITA.—¿Qué te va con que me hagan una golfa, si tú también me quieres hacer una golfa?
BERNARDO.—(Titubea.) ¡Sabes que no son esas mis intenciones!
FERNANDITA.—(Triste.) No quise verte más desde que supe que eras casado.
BERNARDO.—¿Qué? (Improvisa, vacilante.) ¡Chiquilla, eso es un infundio! ¡Yo te juro…!
FERNANDITA.—(Desgarrada.) ¡No jures más!… (Levísima pausa.) Tu mujer, tus dos hijos, nunca te ven… Te gastas lo que ganas con mujerzuelas y en los garitos… Te pasas la vida mintiendo y engañando… Y a mí… (Se le quiebra la voz.) has querido engañarme también.
BERNARDO.—(Le aferra una muñeca.) ¡Yo sabré quién te ha contado eso! ¡Caro le va a costar!
FERNANDITA.—(Con un alarido, se suelta y cruza.) ¡Déjame!
BERNARDO.—(Retrocede, jadeante.) ¡Esto no va a quedar así, Fernandita! Tú me quieres.
FERNANDITA.—(Llorando.) ¡No!
BERNARDO.—Casado o soltero, me quieres… ¡Y serás mía!
FERNANDITA.—¡Rufián!…
BERNARDO.—(Con maligna sonrisa.) ¡Nos veremos!
(Sale, brusco, por la primera izquierda. Angustiada, Fernandita le mira alejarse. Luego recoge la pelota de papel, la estira un poco, la vuelve a arrugar, asustada y sale, llevándosela, por la segunda izquierda. Entretanto entraron al gabinete por el fondo el Mayordomo y Campos, éste con una carpeta que dejó sobre la mesa. El Mayordomo ha permanecido junto a la puerta mientras el secretario ordena unos papeles. Inicióse un leve oscurecimiento en el primer término y, al salir Fernandita, crece la luz en el gabinete).
CAMPOS.—Cierre.
(El Mayordomo lo hace).
CIEGO.—El Noticioso, Curioso y Erudito para hoy, once de marzo…
CAMPOS.—¿Cuántas veces la llamó desde ayer?
MAYORDOMO.—Esta es la cuarta, don Antonio.
CAMPOS.—¿Dónde están?
MAYORDOMO.—(Señala a la izquierda.) Le ha servido el desayuno ahí dentro.
(Campos mira hacia la puerta en el momento mismo en que ésta se abre).
CAMPOS.—¡Chist!
(Disimulan ambos. Esquilache entra en bata, estudiando un papel que trae en la mano. Levanta los ojos y los mira).
ESQUILACHE.—(A Campos.) ¿Novedades?
CAMPOS.—Nada grave, excelencia.
ESQUILACHE.—¿De veras? (Va a la mesa y deja el papel.) ¿Es que no hay informes de la Policía?
CAMPOS.—(Inmutado.) No me pareció oportuno distraer a vuecelencia con simples cosas de trámite.
ESQUILACHE.—¡Santa Madonna! Cosas de trámite. (Seco.) ¿Qué ocurre con el bando?
CAMPOS.—(Vacila.) Pues…
ESQUILACHE.—Yo le diré lo que ocurre con los bandos. (Saca del bolsillo de la bata la pelota que recogió Fernandita y la extiende ante los ojos del secretario.) ¡Los están arrancando todos!
CAMPOS.—(Abre su carpeta.) Aquí están los informes de la Policía.
ESQUILACHE.—¡Tarde me los da! (Le arrebata los papeles y se sienta.) Felizmente, yo soy más rápido. (Deja a un lado los informes y recoge el papel que traía al entrar.) Ésta es una orden para el señor Corregidor. Séllela y que un oficial de mi antecámara la lleve en el acto: ha de empezar a cumplirse esta misma mañana. (Se la tiende.) Puede leerla.
CAMPOS.—(La repasa.) ¿Sastres?
ESQUILACHE.—¿Qué le asombra? El bando tiene que cumplirse. Llévela inmediatamente y vuelva.
CAMPOS.—Sí, excelencia. (Sale por el foro.)
ESQUILACHE.—¿Alguien en la antecámara?
MAYORDOMO.—El señor duque de Villasanta, excelencia.
ESQUILACHE.—(Se sobresalta.) ¿Desde cuándo?
MAYORDOMO.—Desde hace una hora, excelencia.
ESQUILACHE.—(Da un golpe en la mesa y se levanta, irritado.) ¿Por qué no me ha avisado?
MAYORDOMO.—Como su excelencia estaba ocupado…, creí…
(Un silencio. Esquilache mira a la puerta de la izquierda, pasea y lo mira de soslayo).
ESQUILACHE.—Yo no había dado ninguna orden.
MAYORDOMO.—Ha sido un error, excelencia, que deploro con toda mi alma.
ESQUILACHE.—Ya. Un error más. (Golpecitos en la puerta entreabierta.) ¡Adelante! (Entra Campos. Al Mayordomo:) Mi casaca. ¡Súbito!
(Se despoja de la bata y queda en chupa. El Mayordomo la recoge y va hacia la puerta de la izquierda).
CAMPOS.—La orden acaba de salir, excelencia.
(Esquilache saca su reloj y lo mira. Se vuelve al Mayordomo, que titubea ante la puerta, y le dice con voz suave).
ESQUILACHE.—¿Y mi casaca?
MAYORDOMO.—Ahora mismo, excelencia.
(Abre la puerta y sale, bajo la mirada de Esquilache).
ESQUILACHE.—¿Se introdujeron las nuevas cuadrillas en el empedrado de la plaza Mayor?
CAMPOS.—Desde ayer. Ahorraremos un mes de trabajo.
ESQUILACHE.—¿Qué hay de Ensenada?
CAMPOS.—Le pasé dos veces recado. Parece que no está en Madrid.
ESQUILACHE.—¿Dónde se habrá metido?… (El Mayordomo vuelve y cierra.) Ah… (Mientras se pone la casaca que le trae.) ¿Está en casa la señora marquesa?
MAYORDOMO.—Ha salido, excelencia.
ESQUILACHE.—Si vuelve, que me haga la merced de venir.
MAYORDOMO.—Bien, excelencia.
ESQUILACHE.—Haga pasar al señor duque de Villa-santa. O si no, iré yo mismo. Retírense de aquí.
(Sale por el foro. El Mayordomo se inclina. La luz va creciendo suavemente en el primer término: es como un rayo de sol que fuese rompiendo nubes).
CAMPOS.—¿Sigue ahí?
MAYORDOMO.—Sentada en una silla… Se ha puesto colorada al verme entrar. (Se disimulan mutuamente la sonrisa.)
CAMPOS.—Salgamos. (Salen los dos por el foro. Una pausa.)
CIEGO.—(Da unos pasos hacia el centro de la escena y se detiene. Tanteando, se sienta en los peldaños del giratorio, bajo la mesa de Esquilache. Habla para sí.) Ya puede uno sentarse en la calle… (Ríe débilmente.) Marzo tiene estas sorpresas: frío, ventisca… Y, de pronto, un sol muy dulce. ¿Será dulce este marzo en Madrid?… Para mí al menos, que soy ya como un perro a quien sólo le importa el sol y la pitanza…
(Enmudece, arrebujándose en su casacón. Esquilache y Villasanta se hacen una reverencia ante la puerta del foro. Entra el Duque y Esquilache cierra la puerta. El Duque de Villasanta es un noble español de edad indefinida, chapado a la antigua. La peluca, como la de Ensenada, pasada de moda. Sobre la cerrada casaca lleva bordada la verde venera de Alcántara. Viene claramente molesto. Esquilache extrema sus sonrisas de amabilidad).
ESQUILACHE.—No sé cómo desagraviarte, querido Villasanta. Mi mayordomo es un imbécil. Dígnate tomar asiento…
(Le indica un sillón).
VILLASANTA.—(Glacial.) Gracias.
(Se sienta en el sillón de la derecha y Esquilache ocupa otro, junto a la consola).
ESQUILACHE.—Creo que es la primera vez que cruzamos la palabra…
VILLASANTA.—Así es.
ESQUILACHE.—Me harás feliz si puedo servirte en algo. ¿A qué debo el honor de tu visita?
VILLASANTA.—Poca cosa. Y sin ninguna dificultad, creo, para vuecelencia.
(Esquilache tuerce el gesto al advertir el tratamiento).
ESQUILACHE.—Me encantará complacerte. Pero aunque vengas a hablar al ministro, el tratamiento sobra, ¿no crees?
VILLASANTA.—Muy reconocido a la deferencia de usía.
(Esquilache lo mira, se levanta y va a la mesa. Pensando en otra cosa examina algún papel).
ESQUILACHE.—¿Debo pedir perdón? Creí que entre nobles se acostumbraba el tuteo.
VILLASANTA.—Es a mí a quien debe disculpar si no logro hacerme a esa costumbre.
ESQUILACHE.—(Se vuelve y lo mira. Decide atacar, aunque sonriente.) Sobre todo, con ciertos títulos recientes, ¿no? (Va hacia él.) Si yo fuese el sinuoso italiano que dicen que soy, dejaría pasar esto sin comentario. Pero da la casualidad de que no soy tan prudente como dicen. ¿Prefiere que nos tratemos de usía? Bien. Pues yo he visto a usía tutear a otros nobles. (Ademán de hablar de Villasanta.) ¡Ya, ya sé que eran títulos de dos o tres siglos! ¡Los famosos tres siglos! Yo he remediado en el breve término de tres años los abusos en España y en América de esos tres siglos, muy gloriosos pero muy mal administrados. Es así como se ganan los títulos, ¿no? Usía debe saberlo por la historia de sus abuelos. Los gobernantes de esta hora no solemos tener abuelos linajudos. Somos unos advenedizos que saben trabajar y eso es imperdonable para la antigua nobleza, que ya no sabe hacerlo. (Ríe.) Usía es muy agradable, de veras: le cuesta trabajo disimular sus sentimientos y a mí me ocurre lo mismo. Esto aumenta mi deseo de complacerle. ¿De qué se trata?
VILLASANTA.—(Se levanta.) No suelo pedir… Ignoro sin duda por eso la manera de hacerlo. Olvide mi visita.
ESQUILACHE.—De ningún modo. Usía debe exponerme su asunto. (Vacilación de Villasanta.) ¿Tendré que recordarle que está en mi casa?
(Le indica el sillón).
VILLASANTA.—(Suspira y se sienta.) Se trata de una reposición. El hijo del capataz de mi finca de Extremadura prestaba sus servicios en el despacho de Hacienda y le echaron en la última reducción de personal. Se había casado aquí… Era su único medio de vida…
ESQUILACHE.—¿No podría usía facilitarle algún otro en Extremadura?
VILLASANTA.—Usía dijo que deseaba atender mi petición.
ESQUILACHE.—(Se sienta.) Consideremos el asunto, duque. La reducción del personal era una medida necesaria. Las oficinas públicas se ahogaban bajo el peso de tanto… protegido. Son gentes que nunca debieron salir de sus pueblos. Usía pensará que se puede hacer una excepción, pero habría que hacer tantas… Casi todos los expulsados eran… protegidos.
VILLASANTA.—De modo que se niega usía.
ESQUILACHE.—Lo deploro sinceramente.
VILLASANTA.—(Después de un momento.) He debido recordar que en estos tiempos los favores se reservan para otros. A nosotros se nos dedican ya solamente bellas palabras fingidas.
ESQUILACHE.—(Ríe levemente.) ¿Me acusa de hipócrita? (Se levanta y pasea.) Pues bien, é vero. Pero ¿qué es un hipócrita? Pues un desdichado que sólo acierta a tener dos caras. En el fondo, un ser que disimula mal, a quien insultan con ese epíteto los que disimulan bien. El hipócrita Esquilache tiene que mentir, pero miente mal y es detestado. No es uno de esos hombres encantadores que tienen una cara para cada persona: él sólo tiene dos y se le transparenta siempre la verdadera… (Grave.) La verdadera es la de un hombre austero que, si entra en el juego de las dádivas y de los halagos, nada quiere para sí. La de un hombre capaz de enemistarse con toda la nobleza española si tiene que defender cualquier medida que pueda aliviar la postración de un país que agonizaba.
VILLASANTA.—Y que tiene que afrancesarse para revivir, ¿no?
ESQUILACHE.—Por desgracia, es verdad. ¿Cree que soy enemigo de lo español? He aprendido a amar a esta tierra y a sus cosas. Pero no es culpa nuestra si sus señorías, los que se creen genuinos representantes de] alma española, no son ya capaces de añadir nueva gloria a tantas glorias muertas…
VILLASANTA.—¿Muertas?
ESQUILACHE.—Créame, duque: no hay cosa peor que estar muerto y no advertirlo. Sus señorías lamentan que los principales ministros sean extranjeros, pero el rey nos trajo consigo de Italia porque el país nos necesitaba para levantarse. Las naciones tienen que cambiar si no quieren morir definitivamente.
VILLASANTA.—¿Hacia dónde? ¿Hacia la Enciclopedia? ¿Hacia la «Ilustración»? ¿Hacia todo eso que sus señorías llaman «las luces»? Nosotros lo llamamos, simplemente, herejía.
ESQUILACHE.—(Se estremece.) No hay hombre más piadoso que el rey Carlos y usía sabe que no toleraría a su lado a quien no fuese un ferviente católico.
VILLASANTA.—Sin duda por eso han apagado sus señorías las hogueras del Santo Oficio.
ESQUILACHE.—{Después de un momento.) Hemos apagado (Recalca.) cristianamente las hogueras del Santo Oficio porque nuestra época nos ha enseñado que es monstruoso quemar vivo a un ser humano, aunque sea un hereje. El infierno es un misterio de Dios, duque: no lo encendamos en la Tierra.
VILLASANTA.—Blanduras, marqués. Blanduras tras las que se agazapa la incredulidad, y que nos traerán lo peor si no lo cortamos a tiempo.
ESQUILACHE.—¿Lo peor?
VILLASANTA.—(Se levanta.) La desaparición en España de nuestra Santa Religión.
ESQUILACHE.—(Ríe.) Mal confía en ella si cree que puede desaparecer tan fácilmente. Le aseguro que dentro de uno o dos siglos, a los más intransigentes católicos no se les ocurrirá ni pensar en quemar por hereje a un ser humano. Y no por eso la religión habrá desaparecido. Puede que esos católicos se crean sucesores directos de sus señorías: pero en realidad serán nuestros sucesores. Y ése es todo el secreto: nosotros marchamos hacia adelante y sus señorías no quieren moverse. Pero la Historia se mueve.
VILLASANTA.—Es fácil hablar del futuro sin conocerlo.
ESQUILACHE.—Como usía, aventuro mis pronósticos. ¿Quiere que le dé otro?
VILLASANTA.—(Leve inclinación irónica.) Será un placer.
ESQUILACHE.—El que no quiera cambiar con los cambios del país se quedará solo.
VILLASANTA.—(Ríe.) No será otro acto de hipocresía, marqués…
ESQUILACHE.—¿Por qué iba a serlo?
VILLASANTA.—Vamos, señor ministro. Supongo que no ignora que el pueblo está arrancando los bandos de capas y sombreros. No parece que quiera cambiar mucho…
(El Cesante entra por la segunda derecha y va a pasar de largo. Repara en algo que hay en la pared donde pegaron el bando y se vuelve a leerlo, muy interesado. El Ciego no se mueve, pero sonríe).
ESQUILACHE.—(Después de un momento.) El pueblo sabe aún muy poco… Y quizá es ahora fácil presa de perturbadores sin ocupación… Tal vez de protegidos sin trabajo. (Se miran fijamente. Esquilache agita dos veces la campanilla y dice secamente:) Siento no poder atender a su petición, duque. No sería honesto.
(Villasanta enrojece y se dirige al foro. Allí se vuelve).
VILLASANTA.—¿Puedo, antes de retirarme, felicitar a usía por las brillantes carreras de sus hijos? (Esquilache se estremece. Tía sido tocado.) Creo que el mayorcito es ya mariscal de campo… (El Mayordomo entra.) Es admirable, tan joven… Sin duda en el Ejército faltan generales: ha hecho muy bien usía en ascenderlo. (Esquilache se muerde los labios: no puede contestar.) Siempre a sus pies, señor ministro.
(Se inclina y sale. El Mayordomo sale tras él y cierra. Esquilache se recuesta sobre la mesa, profundamente turbando).
CIEGO.—¿Qué dice ese papel?
CESANTE.—(Lo mira.) ¿Eh? ¿Cómo sabe…?
CIEGO.—He notado que se paraba.
CESANTE.—(Se rasca la cabeza y da unos pasos hacia el Ciego.) Pues dice… que se levantarán tres mil españoles contra Esquilache si no retira la orden… Muchos me parecen.
CIEGO.—Usté sabe que serán más. ¿O es que no le dice nada el señor duque de Medinaceli?
CESANTE.—(Retrocede, asustado.) ¿Eh?
CIEGO.—(Ríe.) No se asuste… Le recuerdo por la voz.
(Esquilache mira hacia la puerta de la izquierda y se dirige lentamente hacia ella. Va a abrir, pero se detiene, dudoso).
CESANTE.—Yo no sé nada. Yo no me meto en nada. Quede con Dios.
(Sale, rápido, por la segunda izquierda. El Ciego ríe y pregona).
CIEGO.—¡El Gran Piscator de Salamanca, con los augurios para este año!
(Esquilache, que iba a abrir la puerta, levanta la cabeza y escucha. Se pasa la mano por la frente tratando de sacudir su inquietud. Golpecitos en el foro. Esquilache da unos pasos y alisa su casaca).
ESQUILACHE.—Adelante.
(Entra Doña Pastora y cierra).
DOÑA PASTORA.—¿Me has llamado?
ESQUILACHE.—Sí. ¿Quieres sentarte?
DOÑA PASTORA.—Déjame antes preguntarte una cosa: ¿Es cierto que has ordenado el pase a tu servicio de Fernandita?
ESQUILACHE.—(Titubea.) Pensaba decírtelo ahora. Supongo que no te costará trabajo sustituirla.
DOÑA PASTORA.—(Se sienta.) No es tan fácil. Tiene manos primorosas para los dulces.
ESQUILACHE.—Por eso mismo… He notado que los de ella no me despiertan el dolor.
DOÑA PASTORA.—Puedes quedártela. Al fin y al cabo, no me agradaba.
ESQUILACHE.—¿Por qué?
DOÑA PASTORA.—Demasiado natural con sus superiores. Pero yo creo que es una hipócrita.
(Esquilache desvía la vista).
ESQUILACHE.—Tal vez.
DOÑA PASTORA.—¿Qué me querías? (Un silencio. Esquilache saca sus espejuelos y se acerca para mirar un broche que la marquesa lleva en el pecho.) ¿Te gusta mi broche? ¿Verdad que es bonito?
ESQUILACHE.—Nunca te lo vi.
DOÑA PASTORA.—Lo acabo de comprar. Y muy barato, no creas, porque…
ESQUILACHE.—(La interrumpe.) Celebro que lo lleves puesto, pues así te ahorras un paseo a tus habitaciones. Dámelo.
DOÑA PASTORA.—(Intenta levantarse.) ¿Qué?…
ESQUILACHE.—(Violento, la obliga a permanecer sentada.) ¡Dame ese broche!
DOÑA PASTORA.—¡Es mío!
ESQUILACHE.—(Mordiendo la palabra, echa mano al broche.) ¡Dámelo!…
DOÑA PASTORA.—(Forcejea.) ¡No me pongas la mano encima! (Esquilache se lo arranca y se aparta, agitado, mientras ella se levanta, iracunda.) ¡Eres repugnante!
(Esquilache, que miraba el broche con detenimiento, le lanza una ojeada. Luego deja el broche sobre la mesa).
ESQUILACHE.—El pobre imbécil me estuvo mareando durante todo el banquete con ese cargo que desea en las Indias. Pero cometió la torpeza de insinuarme que te había enviado ya un regalo… Mi Policía ha hecho lo demás. Esta mañana tenía yo la descripción de la joya que había comprado para ti: ésta. (Un silencio.) Un regalo más que aceptas a mis espaldas, y con un descaro que no quiero comentar, porque tú no ibas a interceder por él: te lo tengo prohibido. (Un silencio.) Hay mujeres en la Galera por cosas así, pero con la diferencia de que han estafado menos. (Doña Pastora va a cruzar.) ¡Aguarda! Contéstame antes de salir a una pregunta: ¿Debo yo darle a ese aprovechado el cargo que quiere para robar a manos llenas, o debo dejar en mal lugar a mi esposa y devolverle el broche?… ¿Callas?… El broche será devuelto con una excusa cortés.
DOÑA PASTORA.—¿Puedo ya retirarme?
ESQUILACHE.—(Suspira.) Aún no, Pastora… Debo decirte algo muy grave y te aconsejo que vuelvas a sentarte.
DOÑA PASTORA.—Estoy bien de pie.
ESQUILACHE.—(Cansado.) ¿Sí? Yo no… (Se sienta, con cara de malestar.) Y debo decírtelo… (Sonríe en medio de un rictus doloroso.) ¡Este estúpido dolor que me toma cuando menos falta hace… no lo va a impedir!
(Jadea, sin poder hablar).
DOÑA PASTORA.—(Con una vengativa sonrisa.) Estoy esperando.
ESQUILACHE.—Tú eres la culpable de mi mala fama… Entre tú y nuestros hijos… se destruye mi obra entera todos los días… Y ya no hay solución… Ya sólo queda… un remedio.
DOÑA PASTORA.—¿Cuál?
(Esquilache se incorpora un poco y suspira).
ESQUILACHE.—¡Ah!… Ya se pasa. (La mira.) He decidido pedir al rey la renovación de todos los cargos de nuestros hijos…
DOÑA PASTORA.—¿Qué has dicho?
ESQUILACHE.—(Voz llena.) Y nuestra separación.
DOÑA PASTORA.—(Grita.) ¿Estás loco?
ESQUILACHE.—¡Ni una palabra, te lo ruego! Mi decisión es firme.
DOÑA PASTORA.—(Roja de ira.) ¡No te atreverás a cometer semejante desatino, imbécil! ¡No destruirás tu hogar, porque también es el mío! ¿Lo oyes? ¡Y si te atreves a…!
ESQUILACHE.—(Fuerte.) ¡Cállate!
DOÑA PASTORA.—¡No me levantes la voz!
ESQUILACHE.—(Grita.) ¡Silencio he dicho! Es tarde ya para que pronuncies una sola palabra. Retírate.
DOÑA PASTORA.—¡No te saldrás con la tuya!
(Y se encamina, rápida, hacia la izquierda).
ESQUILACHE.—¡Pastora! (Ella se vuelve.) Por allí.
(Señala al foro).
DOÑA PASTORA.—(Reanuda su marcha.) Voy a mi tocador.
ESQUILACHE.—¡Por ahí, no!
DOÑA PASTORA.—¿También me vas a prohibir en mi casa que vaya por donde quiera?
(Va a la puerta de la izquierda y la abre, antes de que él pueda impedirlo).
ESQUILACHE.—(Da unos pasos tras ella.) ¡Pastora!
(Doña Pastora se ha parado en seco al mirar al interior. Despacio, vuelve a cerrar y se enfrenta con su marido).
DOÑA PASTORA.—(Con maligna sonrisa.) Debí comprenderlo antes.
ESQUILACHE.—(Se aparta, irritado.) No hay nada que comprender.
DOÑA PASTORA.—(Tras él.) El señor marqués sueña a la vejez con una vida nueva, ¿verdad? Quizá no ha olvidado aún los versos del Dante. (Ríe.) ¡Ah, cómo te conozco!
ESQUILACHE.—¡Cállate!
DOÑA PASTORA.—Pero claro: el señor marqués es muy honesto. Antes hay que repudiar a la mujer y a los hijos. ¡Todo el equipaje por la borda!
ESQUILACHE.—¡Sal inmediatamente!
DOÑA PASTORA.—(Ríe.) Descuida… Me guardaré de intervenir en tu idilio con esa intrigante. (Con la mano en el pomo de la puerta del fondo.) Pero cuídate… (Ríe.) Ya no eres un mozo… (Dura.) Y guárdate de mí.
(Abre y sale, cerrando de golpe. Esquilache permanece inmóvil, muy turbado, mirando hacia la izquierda. Al fin se decide, va a la puerta y la abre).
ESQUILACHE.—Puedes retirar el servicio, Fernandita. (Fernandita entra con la bandeja del chocolate y se encamina al foro. Él no la pierde de vista.) Un momento… (Ella se vuelve y aventura una sonrisa.) Deja eso allí. (Ella deja la bandeja en la consola.) Y siéntate.
FERNANDITA.—(Vacila.) Señor marqués…
ESQUILACHE.—(Brusco.) ¡Vamos, siéntate! ¿Qué esperas?
FERNANDITA.—(Turbada.) Con su permiso, señor. (Se sienta, muy envarada. Esquilache está junto a la mesa. La considera un momento, enigmático; toma el broche y se acerca a ella.) ¿Te gusta?
FERNANDITA.—¡Oh!… ¡Qué hermosura!
ESQUILACHE.—(Ríe.) ¡Dejarías de ser mujer si no te gustase!
FERNANDITA.—(Ingenua.) No, señor. Es que es muy bonito.
ESQUILACHE.—(Entre risas.) ¡Ah! ¡La terrible, la irresistible ingenuidad!
FERNANDITA.—No comprendo.
ESQUILACHE.—(Baja la voz.) ¿Te gustaría que te regalase este broche?
FERNANDITA.—(Asombrada.) ¿A mí?
ESQUILACHE.—¿Te gustaría?
FERNANDITA.—(Después de un momento, baja los ojos.) No, señor. Esas cosas no se han hecho para muchachas como yo.
ESQUILACHE.—(Va a la mesa y tira el broche sobre ella.) Dime una cosa, Fernandita: ¿Crees que te he ofrecido el broche de verdad?
FERNANDITA.—(Compungida.) A mí me parece… A mí me gustaría creer… que era una broma de su merced.
ESQUILACHE.—Y… ¿con qué cara me dices tú eso? ¿Lo has rechazado de corazón? Yo me he pasado la vida tratando de leer tras las caras… Es difícil.
FERNANDITA.—(Después de un momento.) Su merced desconfía de mí.
ESQUILACHE.—Y tú de mí. ¿No?
FERNANDITA.—(Llorosa.) Yo… no sé…
(Él se acerca. Le levanta la barbilla).
ESQUILACHE.—Lágrimas. He visto muchas lágrimas.
FERNANDITA.—Permítame su merced que me retire.
ESQUILACHE.—Si tú lo quieres… (Se aparta. Ella se levanta.) Pero no desconfíes de mí. (Ella va hacia la consola.) Aunque te llame constantemente…
FERNANDITA.—Me llama cuando necesita que le sirva algo…
ESQUILACHE.—No. Lo hago porque quiero tenerte cerca. (Ella baja tos ojos.) Aunque sin ninguna mala intención. ¿Puedes tú comprender eso?
FERNANDITA.—Sí, señor.
ESQUILACHE.—(Suspira.) Pero no debo hacerlo más… Que se piense mal de mí es inevitable, pero no tengo derecho a que a ti te difamen. (Suspira.) Ahora retírate.
(Fernandita recoge la bandeja y va al foro. Allí se vuelve).
FERNANDITA.—(Con un extraño anhelo.) A mí no me importan las habladurías… ¡Si a su merced le agrada llamarme, no deje de hacerlo!…
ESQUILACHE.—(Que vuelve a desconfiar.) Retírate ahora. (Agita una vez la campanilla. La puerta se abre y entra el Secretario. Ella se inclina y sale.) Recoja esa carpeta: vamos al Consejo de Hacienda. (Campos lo hace. Esquilache se encamina al foro. Se detiene, pensativo, y saca su reloj.) Si el señor Corregidor se ha movido, estarán ya instalando puestos en todos los barrios. ¿Quiere mirar si hay ya alguno en la plaza?
CAMPOS.—Sí, excelencia. (Se acerca al ventanal.) No veo nada… Pero por Infantas desembocan ahora cuatro alguaciles y un paisano.
ESQUILACHE.—Ellos deben de ser. Andiamo presto.
(Sale, seguido de Campos, que cierra. Inmediatamente después de las palabras de éste, han aparecido por la segunda derecha Crisanto y Roque, seguidos de un Paisano con un capacho y dos Alguaciles más. Crisanto se dirige en seguida al portal y entra en él. Roque repara en el pasquín, lo arranca y permanece junto a la esquina. El Paisano aguarda en medio de la escena. El Alguacil 1.º se dirige al Ciego y el 2.° se sitúa estratégicamente a la izquierda).
ALGUACIL 1.º.—Váyase de aquí, abuelo.
CIEGO.—¿Por qué?
ROQUE.—(Alto.) ¡Puede caerle algún golpe!
CIEGO.—(Se levanta, risueño.) Los golpes llueven sobre quien menos se lo piensa, seor alguacil.
ALGUACIL 1.º.—Por eso mismo debe irse.
CIEGO.—¡Lástima! ¡Con el sol tan rico que cae ahora! Gracias de todos modos por el aviso. Y que Dios le guarde.
(Sale por la segunda izquierda y el Alguacil 1.º se sitúa en ella después de verle marchar. Crisanto sale del portal).
CRISANTO.—Ya tiene mesa y silla dispuesta, maestro. (Doña María se asoma al balcón, muy intrigada.) ¡Pero no se canse! Los sombreros, con alfileres, y a las capas, la tijera.
PAISANO.—(Se encamina al portal.) ¡Vaya chapuza!
ROQUE.—¡No rechiste!
CRISANTO.—¡Calma!…
(El Paisano entra en el portal).
DOÑA MARÍA.—(A Crisanto.) Seor alguacil, ¿qué ocurre?
ROQUE.—¡Métase para dentro!
CRISANTO.—¡Déjala, hombre! Está en su casa. (Doña María se mete refunfuñando, pero atisba tras los visillos. Una pausa. De pronto, el Alguacil 1.º sisea y señala a la primera derecha. Por ella entra un Hombre del pueblo, embozado, que cruza.) ¡Eh, paisano! (El embozado mira a los alguaciles y se baja el embozo.) ¿No ha leído el bando?
EMBOZADO 1.º.—Precisamente me lo iba diciendo: en cuanto llegue a casa le digo a la parienta que me recorte la capa y me apunte el sombrero.
(Con una muda risita, Roque se va acercando a él).
ROQUE.—(Le pone la mano encima, y le empuja hacia el portal.) Aquí, salvo la multa, te lo hacemos de balde.
EMBOZADO 1.º.—¿Qué?
ROQUE.—Verás qué guapo te dejamos.
EMBOZADO 1.º.—Le juro, seor alguacil, que ahora mismo llego a casa y…
ROQUE.—¡Entra!
(Lo empuja y sale tras él).
ALGUACIL 1.º.—¡Allí se escurre otro! (Señala.)
ALGUACIL 2.º.—¡Deja, yo lo cazo!
(Corre a la segunda izquierda y sale al punto empujando a otro embozado que, cosa rara, no trae sombrero, sino tan sólo la redecilla).
ALGUACIL 1.º.—¡Je! ¿Dónde se dejó usté el chambergo?
(El Embozado lo mira y no contesta).
ALGUACIL 2.º.—¡Trae la capa!
EMBOZADO 2.º.—(Se resiste.) ¡Es mía!
CRISANTO.—Toda no, buen mozo. Su majestad quiere una cuarta.
(El Alguacil 2.º le quita la capa. El Embozado oculta a la espalda el sombrero).
ALGUACIL 1.º.—(Señala.) ¡Mira qué sombrerito más lindo aparece por ahí!
(El Alguacil 2.º vuelve al Embozado para verlo).
ALGUACIL 2.º.—¡Y qué redondito! (Risas.) ¿Es que le está chico, paisano?
EMBOZADO 2.º.—No, señor.
ALGUACIL 2.º.—Si no se lo pone se va a constipar. Venga conmigo.
(Lo lleva al portal, donde aparece el Embozado 1.º con la capa al brazo. Tras él, Roque. Los dos embozados se miran).
CRISANTO.—¿Pagó la multa?
ROQUE.—¡Pues claro! (El Embozado 2.º y el Alguacil 2.º entran en el portal. Roque tira de la capa del Embozado 1.º) ¿No te la pones?
EMBOZADO 1.º.—No tengo frío. (Roque le encasqueta el chambergo, al que le han apuntado los tres candiles con alfileres, y el Embozado se lo quita al punto.) ¡Anda a tus asuntos!
(El Embozado 1.º sale, furioso, por la segunda izquierda).
ALGUACIL 1.º.—¡Recuerdos a la parienta!
(Risas de Roque).
CRISANTO.—Sin ofender… (Las risas cesan.) Atención, que ahí viene otro. Y muy tranquilo. (En efecto: por la primera izquierda entra otro Embozado de andares despaciosos y petulantes. Mira con descaro al Alguacil 1.º, después a los otros y, contoneándose, da unos pasos hacia el centro de la escena.) Alto, paisano. ¿No leyó el bando?
EMBOZADO 3.º.—(En jaque.) ¡Velay!
CRISANTO.—¿Velay? ¿Y qué es velay?
EMBOZADO 3.º.—¡Que sí! ¡Que lo he leído!
CRISANTO.—¿Y por qué no lo cumple?
EMBOZADO 3.º.—¡Porque no me da la gana!
ROQUE.—¡Bocazas!
(Va hacia él. El Alguacil 1.º se adelanta también. El Embozado retrocede rápido y saca una mano armada de temible facón. Doña María asoma a su balcón y sigue el incidente con expresivos gestos de simpatía por el embozado).
EMBOZADO 3.º.—¡Quietos! ¡Al que se acerque, lo ensarto!
ROQUE.—(Mientras desenvaina.) ¡Vas a probar ésta, bergante!
CRISANTO.—(Se acerca.) ¡Rodéalo! (El Alguacil 1.º lo rodea.) ¡No resista, que le costará caro!
(Desenvaina.)
EMBOZADO 3.º.—¡A ver quién es el guapo!
(El Alguacil 1.º lo sujeta por detrás. Los otros dos caen sobre él).
CRISANTO.—¡Suelta eso!
ROQUE.—¡Gran bestia!
EMBOZADO 3.º.—¡Atrás!
(Su mano dibuja con la faca temibles molinetes).
ALGUACIL 1.º.—¡Ah!…
(Gime. Le han herido. El Alguacil 2.º aparece en el portal).
CRISANTO.—¡Aquí, aprisa!
(El Alguacil 2.º corre a ayudarlos).
EMBOZADO 3.º.—¡Dejadme! ¡Soltadme! ¡Me caso en…!
(Pero logran reducirlo. Crisanto sujeta al Alguacil 1.º, que desfallece).
ROQUE.—¡Trae!
(Le arrebata el facón al embozado).
CRISANTO.—(Mientras pasa el brazo del Alguacil 1.º por su cuello.) Llevadlo. (Al herido.) Vamos al portal.
(Lo lleva despacio mientras los otros dos empujan y golpean al embozado).
ROQUE.—¡A galeras vas a ir!
ALGUACIL 2.º.—¡En la cárcel te pudrirás!
(El embozado se resiste: lo golpean).
ROQUE.—¡Vamos!
DOÑA MARÍA.—¡No le peguen!…
EMBOZADO 3.º.—¡Viva el rey!… ¡Pero muera Esquilache! …
ROQUE.—(Puñetazo.) ¡Camina!
EMBOZADO 3.º.—¡Muera Esquilache!… (Salen por la segunda derecha, mientras Crisanto mete en el portal al Alguacil herido. La voz desesperada del embozado se va perdiendo. La luz se amortigua.) ¡Muera Esquilache! ¡Muera Esquilache!
(El giratorio se desliza y presenta el ángulo de las dos puertas, oculto ahora por dos tapices donde se representan escenas venatorias. La escena se sume en total oscuridad, al tiempo que crece un alto foco blanco que ilumina, ante los tapices, a una curiosa figura. Es un hombre alto y enjuto de unos cincuenta años: la nariz prominente y derribada, la boca sumida y risueña, los ojos melancólicos. Viste sobrio atavío: un tricornio negro sin galón ni plumas, una casaca sin bordados, color corteza, chupa de ante galoneada de oro con cinturón del que pende un cuchillo de caza, pañuelo de batista al cuello y calzón y polainas negros. Con la derecha sostiene los blancos guantes de piel; con la izquierda, la larga escopeta de caza, que apoya en el suelo. El Marqués de Esquilache entra por la derecha, se acerca al giratorio, se arrodilla en las gradas y le pide la mano a besar: es el Rey Carlos III).
EL REY.—¿Tú aquí?
ESQUILACHE.—A los pies de vuestra majestad.
EL REY.—(Le ayuda a levantarse.) ¿Ocurre algo en Madrid?
ESQUILACHE.—Ha corrido la primera sangre, señor. A esta hora, son ya muchos los incidentes.
EL REY.—(Sonríe.) Viva el rey, muera el mal gobierno, ¿no? La fórmula es conocida. Pero yo no te quiero como víctima, Leopoldo. Mis ministros hacen lo que yo mando. Aclamarme mientras se les ataca me ofende: es suponer que soy tonto y no sé elegirlos. Pero tú y yo sabemos que no carezco de cierta inteligencia…
(Ríe y le da un golpecito en el hombro).
ESQUILACHE.—Vuestra majestad me abruma con sus bondades.
EL REY.—(Apoya la escopeta contra la pared.) La medida es justa: debes, pues, lograr que se cumpla. Pero sin violencias, ¿eh? Con toda la dulzura posible.
ESQUILACHE.—Sí, majestad.
EL REY.—Los españoles son como niños… Se quejan cuando se les lava la basura. Pero nosotros les adecentaremos aunque protesten un poco. Y, si podemos, les enseñaremos también un poco de lógica y un poco de piedad, cosas ambas de las que se encuentran bastante escasos. Quizá preferirían un tirano; pero nosotros hemos venido a reformar, no a tiranizar. (Lo mira fijamente.) Naturalmente, esa resistencia no es espontánea. La mueven quienes se resisten a todo cambio. Y también, ambiciones aisladas. ¿Me equivoco?
ESQUILACHE.—No, majestad. Sin duda, muchos nobles mueven los hilos.
EL REY.—¿Nombres?
ESQUILACHE.—Confieso mi torpeza… Aún no lo he puesto en claro…
EL REY.—Quizá yo sepa algo más que tú de eso… Bien. Yo volveré a Madrid el veintidós, como de costumbre. Pero tenme informado hasta entonces. (Saca su saboneta y mira la hora.) ¿Algo más?
ESQUILACHE.—(Titubea.) Confieso a vuestra majestad que estoy terriblemente perplejo… Traía un ruego, muy meditado y muy firme, y ahora no sé si debo hacerlo.
EL REY.—Lo estudiaremos juntos.
ESQUILACHE.—Señor: hace tiempo que me atormenta la evidencia de que la reputación de un ministro debe ser intachable en bien de su propio trabajo. Pero…, vuestra majestad lo sabe… Mi esposa y mis hijos…
EL REY.—¿Cuál es tu ruego?
ESQUILACHE.—(Resuelto.) Suplico a vuestra majestad que revoque los cargos que por su real bondad gozan inmerecidamente mis hijos mayores. Y en cuanto a mi esposa…, ruego a vuestra majestad que me permita separarme de ella. Vuestra majestad puede creerme: no existe ya solución mejor.
(Baja la cabeza. El Rey lo mira, desciende de las gradas y da un paseíto. Sonríe).
EL REY.—¿Quién es doña Fernandita?
ESQUILACHE.—(Se sobresalta y va a su lado.) ¡Reconozco la mano de la marquesa! ¡Juro a vuestra majestad que nos ha calumniado! Es una muchacha de nuestra servidumbre: una criatura limpia y pura que…
EL REY.—¿Estás seguro?
ESQUILACHE.—(Vacila.) Señor, yo…
EL REY.—¿La quieres?
ESQUILACHE.—(Después de un momento.) Señor, soy un anciano.
EL REY.—Pero ¿la quieres? (Esquilache baja la cabeza. El Rey sonríe y pasea.) ¿Sabes por qué eres mi predilecto, Leopoldo? Porque eres un soñador. Los demás se llenan la boca de las grandes palabras y, en el fondo, sólo esconden mezquindad y egoísmo. Tú estás hecho al revés: te ven por fuera como el más astuto y ambicioso, y eres un soñador ingenuo, capaz de los más finos escrúpulos de conciencia.
ESQUILACHE.—Perdón, señor.
EL REY.—¿Perdón? No. España necesita soñadores que sepan de números, como tú… (Baja la voz.) Hace tiempo que yo sueño también con una reforma moral, y no sólo con reformas externas. Más adelante, si Dios nos sigue ayudando, te necesito para esa campaña; y si quieres iniciarla tú con un ejemplo de rectitud tan atrevido, te doy desde ahora, en nombre de mi país, las gracias. (Esquilache se inclina. El Rey saca su saboneta.) Un minuto de retraso. (Va a recoger su escopeta.) Y el rey debe enseñar también a los españoles la virtud de la puntualidad. (Suspira y sonríe.) Y ahora, a fatigarme con la caza. Es una cura que le impongo a mi pobre sangre enferma… Pero en Madrid creerán que lo hago por divertirme. No te preocupes demasiado por lo que de ti digan: ya ves que es inevitable. (Se lleva levemente la mano al corazón.) Nuestro juez es otro. (El Rey va a salir por la abertura de los tapices. Esquilache se arrodilla. El Rey se vuelve y le envía una penetrante mirada.) Tienes miedo, ¿verdad?
ESQUILACHE.—Quizá es que estoy viejo, señor.
EL REY.—Dios te guarde, Leopoldo.
(Sale. Esquilache se levanta despacio y, pensativo, se cala el tricornio: sube las gradas y sale por el mismo sitio. El foco de luz se amortigua hasta desaparecer y una claridad suave, crepuscular, vuelve a la escena. Se oye el lejano pregón del Ciego).
CIEGO.—(Voz de.) El Noticioso para hoy, veintidós de marzo… Con todas las ceremonias que se celebrarán en la Pascua de Nuestro Señor…
(Entretanto, el giratorio se desliza y presenta el gabinete de Esquilache. El marqués, sentado a la mesa, firma con aire cansado documentos que Campos, a su lado, recoge. El Mayordomo, en pie junto a la puerta del fondo).
ESQUILACHE.—Firmar y firmar… (Arroja la pluma.) A veces me parece como firmar en la arena.
CAMPOS.—Muy cierto, excelencia.
ESQUILACHE.—¡No me dé siempre la razón! ¡Discuta!… (Se levanta y pasea. Un silencio.) Y usted, ¿qué hace ahí como un pasmarote?
(Secretario y Mayordomo se miran).
MAYORDOMO.—Espero las órdenes de su excelencia para el viaje a San Femando.
ESQUILACHE.—(A Campos.) ¿Usía está preparado?
CAMPOS.—Sí, excelencia. Podemos salir cuando lo desee.
ESQUILACHE.—¿Y ese montón de papeluchos?
CAMPOS.—Los enviaré con un ayudante antes de partir.
ESQUILACHE.—¡Hum!… Me ahorraría con gusto la excursión. Pero Grimaldi la concertó hace un mes y no hay medio de convencerle. «Para descansar con los amigos y hablar italiano». Ésa es la tontería que dijo. Bene. Parleremo il toscano. (Se para ante Campos.) ¿Qué era lo que tenía que contar?
CAMPOS.—(Baja la voz.) Se trata de… doña Fernandita.
(Un silencio. Esquilache saca el reloj. Después, al Mayordomo).
ESQUILACHE.—Saldremos a las ocho.
MAYORDOMO.—(Que se las prometía muy felices.) Bien, excelencia.
(Y sale, muy serio, después de inclinarse, cerrando).
ESQUILACHE.—(Va a sentarse a un sillón.) Hable.
CAMPOS.—Ocurrió ayer, muy cerca de aquí. (Se aproxima.) Yo pasaba en ese momento.
ESQUILACHE.—(Glacial.) Abrevie.
CAMPOS.—Doña Fernandita estaba escuchando a un corrillo de majas y chisperos donde… parece que se hablaba de vuecelencia.
ESQUILACHE.—Donde me estaban poniendo como chupa de dómine, vamos.
CAMPOS.—Algo así… Y doña Fernandita se puso a defenderlo.
ESQUILACHE.—(Se incorpora.) Ah, ¿sí?
CAMPOS.—Con tanto ardor que… tuvo que salir corriendo hasta aquí para que no la golpearan.
ESQUILACHE.—(Se levanta, da unos pasos y lo mira.) ¿Por qué me ha contado eso, don Antonio?
CAMPOS.—(Inmutado.) Me pareció que le agradaría saber…
ESQUILACHE.—(Con ironía.) Siempre es grato comprobar la lealtad y la valentía de un servidor. Usía, claro, no llegaría a intervenir…
CAMPOS.—Están los ánimos tan excitados que, en efecto…, no juzgué prudente, en el propio bien de vuecelencia…
ESQUILACHE.—Muy comprensible. ¿Pero a ella si la protegería?
CAMPOS.—¡Por supuesto! La vine siguiendo…, por si le ocurría algo.
(Baja la voz).
ESQUILACHE.—Ya. (Golpecitos en el foro.) ¡Adelante!
(Entra el Mayordomo).
MAYORDOMO.—Su excelencia el señor marqués de la Ensenada.
ESQUILACHE.—¡Al fin! (Sale el Mayordomo. Esquilache se precipita al foro, al tiempo que entra Ensenada, sin capa ni sombrero. La puerta se cierra. Campos se inclina y Esquilache estrecha las dos manos de Ensenada con efusión.) ¡Qué alegría, verte! Don Antonio puede decirte que te he llamado varias veces; pero siempre decían que estabas fuera.
CAMPOS.—Muy cierto, excelencia.
ENSENADA.—He estado en mi finca de Andalucía. Ando en tratos para venderla, ¿sabes? Me empieza a hacer falta algún dinero.
ESQUILACHE.—¿Pero estarás informado de todo lo ocurrido?
ENSENADA.—De nada concreto… En cuanto llegué me han pasado tus recados y me he apresurado a venir.
ESQUILACHE.—¿Será posible que no sepas nada? ¿Las reuniones? ¿Las Ordenanzas?
ENSENADA.—¿De qué hablas?
ESQUILACHE.—Toma asiento. ¿Quiere dejamos, Campos? (Ensenada se sienta junto a la consola. Campos recoge la carpeta, se inclina y sale por el foro. Esquilache se sienta junto a Ensenada.) Ya no hay duda, Zenón. Una conspiración muy hábil y movida por manos muy poderosas.
ENSENADA.—¡Diablo!
ESQUILACHE.—Como los madrileños no paran de chancearse a mi costa, incluso con carnavaladas callejeras que me aluden, quise creer hasta hace poco que todo se resolvería en chistes: en esos chistes con que este país lo termina todo para no arreglar nada… Pero el diecinueve mi Policía me informó de dos reuniones.
ENSENADA.—¿Gente elevada?
ESQUILACHE.—Sí. Una en Madrid y otra… en el propio Pardo.
ENSENADA.—¿Quiénes eran?
ESQUILACHE.—Sin identificar. O acaso me lo callan, porque aquí está empezando ya a fallar todo… De esas juntas han salido las Ordenanzas.
ENSENADA.—¿Qué Ordenanzas?
(Con un gruñido sarcástico, Esquilache se levanta y va a la mesa).
ESQUILACHE.—(Mientras saca un pliego de una carpeta.) ¡Hay más cosas! Campomanes me ha escrito un billete muy cauto pero muy revelador, como todo lo que él hace… Ha sabido por confidencias privadas que los ánimos están muy alterados en Zaragoza y en algunos puntos del País Vasco… Dicen allí que en Madrid habrá motín.
ENSENADA.—¿Motín?
(Se levanta).
ESQUILACHE.—(Esgrime el papel.) Aquí lo tienes. Atiende: (Lee.) «Constituciones y Ordenanzas que se establecen para un nuevo cuerpo que, en defensa del Rey y de la Patria, ha erigido el amor español para quitar y sacudir la opresión con que intentan violar estos dominios».
ENSENADA.—¿Me dejas?
(Esquilache le da el pliego).
ESQUILACHE.—Son quince puntos…
ENSENADA.—Y muy curiosos…
(Lee).
ESQUILACHE.—(Tras él, apunta con el dedo.) Lee aquí.
ENSENADA.—«Se dará dinero a la gente de mal vivir para que en estos días no cometan excesos».
ESQUILACHE.—Pactan con la canalla.
ENSENADA.—Mucho dinero van a necesitar…
ESQUILACHE.—¡Corre en abundancia, caro amico! Mira lo que dice aquí: «Cuanto daño se haga, se pagará sin dilación alguna».
ENSENADA.—(Lee.) «Jurar ante el Santo Sacramento no descubrirse unos a otros…».
ESQUILACHE.—Muy español, ¿eh? Aquí todo se jura ante el Santo Sacramento: lo mismo las empresas más nobles que las más sucias. Tendrían que aprender más respeto… Sigue leyendo.
ENSENADA.—«Sólo contra dos está permitida toda violencia».
ESQUILACHE.—Los dos ministros italianos. Grimaldi y yo.
(Un silencio. Ensenada se sienta y sigue repasando el pliego).
ENSENADA.—Pero la calle está tranquila.
ESQUILACHE.—No lo creas. Ahora no sólo protestan por el bando, sino de que la Junta de Abastos haya tenido que subir el pan por la sequía.
ENSENADA.—(Pensativo.) ¿El pan?
ESQUILACHE.—Ecco. La palabra que mejor comprende el humilde. ¡Los que tiran de los hilos saben mucho! Este pueblo ha tenido hambre durante siglos; pero la queja por el pan me la tenía que reservar a mí, que he desterrado el hambre de España.
ENSENADA.—¿Qué dice el rey de todo ello?
ESQUILACHE.—Me sigue recomendando prudencia… Todas las guarniciones están avisadas, pero con la consigna de no actuar hasta nueva orden. ¿Qué opinas tú?
(Pausa).
ENSENADA.—Lo que el rey. Prudencia.
ESQUILACHE.—¿Cómo? ¿Pues no me recomendabas la mano dura?
ENSENADA.—Para cumplir el bando y siempre que haga falta. Pero ¿hace verdaderamente falta ahora? Esas Ordenanzas describen un levantamiento hipotético, cuya fecha es oscura. Puede quedarse en nada, como tantas otras intentonas. La invencible fuerza del Estado amedrenta mucho.
ESQUILACHE.—(Sin mirarlo.) Me quieren matar.
ENSENADA.—(Sonríe.) No tanto. Leopoldo.
ESQUILACHE.—¿No la has leído?
ENSENADA.—(Se levanta.) Es lógico que estés intranquilo, pero también en estos trances debes aprender frialdad. El consejo del rey es bueno. (Le pone las manos en los hombros.) Créeme: se amenaza con demasiada facilidad.
ESQUILACHE.—(Suspira.) Puede que lleves razón. En todo caso, mañana es Domingo de Ramos… Supongo que respetarán la santidad de la Pascua. Hay, por lo menos, una semana de tregua.
(Oscurece).
ENSENADA.—Me alegro de dejarte algo más tranquilo.
ESQUILACHE.—¿Te vas ya?
ENSENADA.—Tengo un montón de cosas que arreglar después del viaje. (Esquilache agita dos veces la campanilla.) Si me entero de algo no dejaré de informarte.
ESQUILACHE.—(Le toma las manos.) Gracias, más que nunca, por tu visita. (Entra el Mayordomo.) Acompañe al señor marqués.
MAYORDOMO.—Sí, excelencia. (Baja la voz.) Doña Fernandita ruega ser recibida, excelencia.
ESQUILACHE.—¿Ocurre algo?
MAYORDOMO.—Parece muy inquieta…
ESQUILACHE.—Que pase. Dios te guarde, Zenón.
ENSENADA.—Él sea contigo.
(Se inclinan. Sale Ensenada, seguido por el Mayordomo. Doña Fernandita aparece en la puerta y se inclina).
ESQUILACHE.—Cierra.
(Ella lo hace).
FERNANDITA.—Señor…
ESQUILACHE.—¿Te ocurre algo?
FERNANDITA.—¡Señor, tenga mucho cuidado! Vengo de la calle y nunca he visto tantas cuadrillas de embozados. ¡Algo traman!
ESQUILACHE.—(Sonríe.) Sí, algo traman…
(Se acerca y le besa la mano).
FERNANDITA.—¿Qué hace?
ESQUILACHE.—Perdóname. He pensado mal de ti. Pero ahora sé que me has defendido en la calle, sin miedo a la impopularidad ni al peligro.
FERNANDITA.—(Sonríe.) Yo soy del pueblo. No me preocupa ser impopular.
ESQUILACHE.—(La conduce a un sillón y él se sienta en el otro.) Déjame mirarte con nuevos ojos. ¡Ah! Es maravilloso. Ya no estoy solo. Ya tengo una verdadera amiga.
FERNANDITA.—(Baja la cabeza.) Siempre la ha tenido.
ESQUILACHE.—Y me pregunto el porqué. Respeto, gratitud, incluso admiración… Eso se comprende. Pero amistad… Afecto… (Un silencio.) Escucha, Fernandita. Si yo fuese un tonto —y todos somos alguna vez muy tontos— empezaría a sentirme halagado sin acordarme de mis años… (Grave.) A veces ocurre que a una niña inexperta le deslumbra la grandeza aparente de su señor. ¡No te turbes! Nadie nos escucha y podemos llegar al fondo de los corazones. Por si…, por si tú notaras que empezabas a deslumbrarte…, yo debo recordarte que soy un anciano.
FERNANDITA.—(Sin mirarlo.) Yo empecé a pensar mucho en su merced desde un día en que visitó a la señora marquesa en su gabinete y ella lo trató con mucho despego… Vi a su merced tan abatido, tan solo, que…
ESQUILACHE.—Certo. (Le toma las manos.) Desde hace años. (Melancólico.) Y ahora, surges tú… (Se levanta para disimular su turbación y pasea. El gabinete se encuentra ahora en una suave penumbra.) Ya oscurece… (Levanta la cabeza.) Juraría que oigo el pregón… Imaginaciones que me persiguen. (Recoge de la mesa un folleto.) Un libro de augurios. ¿Crees tú en esas cosas?
FERNANDITA.—Quizá…
ESQUILACHE.—(Abre el libro.) Este hombre predijo la muerte del rey Luis Primero. Escucha lo que presagia este año: «Raras revoluciones que sorprenden los ánimos de muchos. Un magistrado que con sus astucias ascendió a lo alto del valimiento, se estrella desvanecido, en desprecio de aquellos que le incensaban».
FERNANDITA.—(Temblando, dice muy quedo.) ¡No lea eso!
ESQUILACHE.—(Exaltado.) «Prepáranse embarcaciones que tendrán venturosos pasajes. Un ministro es depuesto por no haber imitado en la justicia el significado del enigma».
(Ríe. Ella se levanta, asustada).
FERNANDITA.—¡Calle, por piedad!
(Rompe a llorar. Esquilache se acerca. Ella se echa en sus brazos).
ESQUILACHE.—¿Qué nos pasa, Fernandita? ¿Qué ocurre esta noche?…
FERNANDITA.—No lo sé…
ESQUILACHE.—Yo sí. Yo sí lo sé. Somos como niños sumidos en la oscuridad. (De pronto encienden en el exterior algún farol cercano y su luz ilumina a la pareja por el ventanal. Esquilache suspira y se separa suavemente.) Mira. La oscuridad termina. Dentro de poco lucirán todos los faroles de Madrid. La ciudad más sucia de Europa es ahora la más hermosa gracias a mí. Es imposible que no me lo agradezcan.
(Un Farolero aparece por la segunda derecha. Enciende el farol de la esquina, cruza, enciende el otro farol y sale por la segunda izquierda. Bernardo, embozado, aparece por la primera derecha y se disimula. A poco, Relaño, embozado, surge tras él y se aposta a su lado. Poco después, Morón, embozado, aparece por la primera izquierda y se queda espiando. Más tarde los Embozados 1.° y 2.° entran por la segunda derecha y se disimulan en el portal. Entretanto, continúa la escena en el gabinete: Esquilache deja el «Piscator» sobre la mesa y saca su reloj).
FERNANDITA.—¡No se vaya esta noche!
ESQUILACHE.—Tengo que hacerlo… Pero volveré mañana… (Le toma una mano.) Fernandita… (Conmovido.) Fernandita. (Ella baja la cabeza. Él reacciona y agita dos veces la campanilla. Entra el Mayordomo.) Luces. (El Mayordomo se inclina y sale para volver al punto con un candelabro encendido que deposita sobre la mesa.) A don Antonio Campos, que salimos. Mi capa. Buenas noches, Fernandita…
FERNANDITA.—Que el señor marqués tenga buen viaje.
(Se inclina y sale por el foro, seguida del Mayordomo. Esquilache se queda mirando a la puerta. Luego suspira, va a la mesa, recoge el «Piscator» y lo mira un momento para dejarlo con leve gesto melancólico. Después va al ventanal, ante el que permanece inmóvil con las manos a la espalda. Entretanto, dan las ocho en un reloj lejano. A la primera campanada, Bernardo da unos pasos hacia el centro, seguido de Relaño. Morón cruza y se les une. Bernardo sisea a los embozados del portal, que se acercan sigilosos. Todos hablan quedo).
BERNARDO.—¿Sabéis ya la consigna contra ese hereje? EMBOZADO 1.º.—Sí. Mañana éste y yo, a las cuatro y media, en Antón Martín. Allí se nos reunirán otros treinta para tomar el cuartel de Inválidos.
MORÓN.—¡Chist! Para una carroza ante el palacio.
(Los embozados miran hacia la segunda izquierda y permanecen en silencio. La puerta del fondo se abre y entra el Mayordomo con la espada, la capa y el sombrero del marqués. Esquilache se ciñe la espada. El Mayordomo le pone la capa y le tiende el tricornio. Entretanto:)
BERNARDO.—(A los Embozados 1.º y 2.º) Vosotros ya sabéis vuestra obligación. Ojo a los corchetes. (Disimulándose, los dos Embozados salen por la primera derecha.) Nosotros tres, mañana a las cinco, aquí con todos los nuestros.
(Esquilache se pone el tricornio. El Mayordomo toma el candelabro y va a la puerta. Esquilache sale por el foro seguido del Mayordomo, que cierra).
MORÓN.—¿Y si le propináramos un aviso al hereje?
BERNARDO.—¿Qué aviso?
(Morón se inclina y se lo susurra a los dos).
RELAÑO.—¡Chist! Sale alguien…
(Los tres atisban).
BERNARDO.—Yo creo que es el marqués.
RELAÑO.—Ya arranca la carroza.
MORÓN.—¿Lo hacemos? Así se lo encuentra cuando vuelva esta noche.
BERNARDO.—Bueno. (A Relaño.) Tú, al de la vuelta.
(Relaño sale rápido por la segunda derecha. Bernardo y Morón van al centro de la escena y recogen algo del suelo. Tras la ventana del gabinete de Esquilache, la luz del farol se apaga. Entonces Bernardo y Morón miman, uno tras el otro, el ademán de arrojar una piedra. Con secos estallidos, los faroles de escena se apagan a sus gestos. Oscuridad).
TELÓN